El que ha descubierto su vocación a la vida contemplativa secular y ha recibido la transformación de su ser está preparado para realizar una misión concreta en la Iglesia y en el mundo. Aquí te presentamos en qué consiste esa misión que debe realizar el contemplativo que vive en el mundo. Tomado del capítulo «Misión del contemplativo secular» del libro Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo.
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Contenido
Introducción
Hemos visto lo que podríamos llamar el «ser esencial» del contemplativo1. Pero con ello no hemos dicho todo sobre él, puesto que ese ser, que configura la identidad más profunda de todo contemplativo, se concreta en un tipo de tareas y en un modo específico de realizarlas, que constituyen la misión del contemplativo como el modo de vivir en la práctica ese ser esencial. Aquí es donde vemos más claramente la diferencia, a la que ya hemos aludido, entre el contemplativo monástico y el secular2. En ambos casos, la raíz fundamental es la misma, pero existen diferencias notables en el modo concreto de vivir un mismo ser contemplativo.
Al hablar de contemplativo secular estamos hablando de alguien que puede vivir en diferentes ambientes, estilos de vida o vocaciones eclesiales. Por tanto, su vocación fundamental, que es la contemplativa, constituye el motor de toda su vida, y ha de ser compatible con las diferentes tareas, quehaceres y circunstancias en los que se desarrolla su existencia en el mundo.
Por esa razón no vamos a fijarnos principalmente en las características y elementos externos que configuran la vida, la vocación o la misión que tiene el contemplativo secular en la Iglesia y en el mundo; sino que vamos a dirigir nuestra mirada a lo que es propiamente específico de su misión como contemplativo en medio del mundo, y que es fruto esencial del nuevo ser que Dios le ha regalado con la vocación contemplativa. Antes de llegar a las tareas y quehaceres concretos en los que se desarrolla la misión del contemplativo secular, debemos detenernos en lo esencial de ésta, que consiste fundamentalmente en vivir el amor a Jesucristo y la unión de amor con Dios en la realidad cotidiana, demostrando así que se puede vivir plenamente la vida evangélica en medio del mundo.
Esta trasparencia evangélica tiene que empapar todo lo que hace el contemplativo secular, como prueba de que su ministerio es verdadero. De esta forma se convierte, para el mundo, en un elocuente y eficaz testigo de lo invisible. Porque, más allá de la eficacia inmediata y constatable de sus acciones externas, tiene como misión ser testigo del misterio de Dios en medio del mundo, consciente de que la oposición de éste a lo sobrenatural, no sólo no impide su testimonio, sino que le permite darlo más expresivamente.
Tanto si su vida se desarrolla en el mundo o en un monasterio, el contemplativo procurará realizar las tareas que le son propias, y no de cualquier modo, sino como manifestación de su ser más profundo; porque no son esas tareas las que le configuran como contemplativo, sino al revés: es su ser de contemplativo el que da sentido a dichas tareas. Si se rompe este vínculo entre el ser esencial y la misión concreta, o se elimina la dependencia que ésta tiene de aquél, se habrá hecho imposible e ineficaz su propia existencia como verdadero contemplativo.
Al surgir de la gracia que les da sentido y eficacia, las diferentes misiones que debe llevar a cabo el contemplativo no pueden ser tareas facultativas, que pueda elegir él en función de sus gustos o preferencias personales, sino que son las «misiones» que el Señor le encomienda, como medios específicos de cooperar al crecimiento y santidad de su Iglesia; tal como él nos dice: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16).
El contemplativo, asociado al Cuerpo de Cristo por la gracia de su misma vocación, también se asocia, de un modo más activo, pleno y consciente a la misión de Cristo en la Iglesia. Su pertenencia a la misma se expresa en diferentes vocaciones, como monje, religioso, sacerdote, madre de familia, misionero, esposo, etc.; pero estas vocaciones sólo son la base sobre la que Dios lo incorpora, de una forma nueva y concreta, a su verdadera vocación, que es participar de la esencia de la misión de Cristo. Esta incorporación no es opcional ni indeterminada, sino que se lleva a cabo a través de verdaderos «ministerios», que el contemplativo ha de realizar en virtud de su nuevo ser y su más completa incorporación a la Iglesia. Se trata de un encargo del Señor, que va unido a la gracia que despierta la vida contemplativa, y que hace que ésta ocupe un lugar específico e insustituible en la vida de la Iglesia.
Es importante que tengamos en cuenta que por «ministerios» solemos entender espontáneamente las funciones públicas más significativas que existen en la Iglesia y que son fruto de una consagración, ordenación sacramental o encargo oficial que realiza la misma Iglesia. Sin embargo, ese reconocimiento o institución pública no hace otra cosa que manifestar una acción del Espíritu Santo, que es el que distribuye los distintos ministerios o funciones. No puede extrañarnos, entonces, que, cuando el Espíritu Santo llama y transforma a un bautizado para vivir como contemplativo, le lleve también a participar de una manera más plena en la misión salvadora de Cristo. Por ello, podemos hablar de un «ministerio» específico del contemplativo, que no nace de una elección personal, ni se define institucionalmente, sino que surge del Espíritu, que es el que lleva a plenitud, en el terreno de la misión, la incorporación a Jesucristo recibida en el bautismo, tal como nos enseña la teología de san Pablo sobre la Iglesia, Cuerpo de Cristo:
Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A este se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere (1Co 12,4-11).
Todo «ministerio» en la Iglesia es expresión externa de una peculiar acción de Dios, que, por medio del Espíritu Santo, transforma profundamente al bautizado, identificándolo con Cristo de un modo singular, para que pueda llevar a cabo eficazmente la tarea que Dios mismo le encomienda. Y, del mismo modo que los ministerios públicos y más significativos van acompañados de una consagración oficial, también los ministerios del contemplativo, como veremos más adelante, conllevan una especial «consagración», que consiste en la misma transformación que acompaña a la vocación contemplativa secular.
A) Oración
a) Orar como misión
La oración no es un mero quehacer para el contemplativo secular, sino la realidad que empapa toda su vida; de modo que pueda decir en verdad: «La oración es mi vida, porque se confunde con mi propia existencia; es como la respiración de mi alma: vivo para orar y oro para vivir».
Las constantes referencias evangélicas a la oración de Jesús nos ponen en la pista para descubrir la importancia que ésta tiene en la vida del Señor, como parte esencial de su ser de Hijo de Dios y de su misión redentora. A través de la oración, Jesús se mantiene permanentemente unido al Padre y tiende el puente de la gracia entre Dios y los hombres. Por eso, contemplando a Jesús vemos claramente que, más importante que hablar de Dios a los hombres, es hablar de los hombres a Dios, conquistando para ellos la gracia y la salvación.
En Jesucristo no existe separación entre oración y vida. El hecho sorprendente de que el Hijo de Dios tenga necesidad vital de orar y viva en permanente oración nos descubre que para él orar no es un quehacer más, sino el ambiente habitual de su existencia, la atmósfera en la que vive y actúa.
En este sentido, podemos afirmar que el primer «ministerio» del contemplativo secular es la misma oración, a la que se siente llamado personalmente por el Señor cuando nos invita a «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1). Por consiguiente, no ora por gusto, ni siquiera por una necesidad personal o general, sino por un encargo del Señor. Eso no quiere decir que en ocasiones no encuentre gusto en la oración; pero no es ésa la motivación que le lleva a entregarse a ella, sino el convencimiento profundo de una misión a la que se siente llamado desde el nuevo ser que Dios le ha regalado. De hecho, el tiempo que dedica a la oración y el modo de realizarla deben responder a este sentido de «ministerio» o misión eclesial, con conciencia clara de que, con su oración, está realizando el trabajo que le corresponde en el Cuerpo de Cristo.
La principal motivación que posee el contemplativo para orar es el absoluto convencimiento de que el Señor le encarga personalmente el ministerio de la oración como su cooperación específica a la extensión del reino de Dios. Entendida así, la oración no será nunca una actividad más entre otras o un quehacer que le beneficia principalmente a él, sino la misión fundamental que le encarga el Señor y que sustenta todo lo que hace. Es preciso, pues, dejar de concebir la oración como una simple tarea, por importante que sea, para hacer de ella algo vital, que implica totalmente a una persona y que constituye su más valiosa aportación al Cuerpo de Cristo.
En el fondo, todo se reduce a secundar la gracia que unifica cuanto somos y convierte toda nuestra vida en oración, impulsándonos a vivir consumidos en un amor apasionado que realiza la síntesis entre la entrega total a Dios y nuestra presencia plena en el mundo. De este modo, oración y misión no sólo no están separadas, sino que forman parte de una misma realidad, que es el amor de holocausto, es decir, el amor que no se conforma con entregar a Dios algo, aunque sea lo más importante que se posee, sino que se lo entrega todo a Dios y sólo para su gloria.
Esta vida, convertida en oración, es la que responde al nuevo ser del contemplativo, surgido del bautismo y al que nos hemos referido anteriormente3, y que prolonga en el mundo la oración celeste que el Verbo introduce en el mundo y continúa en el cielo. Así, el contemplativo, unido a Cristo por el nuevo ser que le da su vocación, continúa la oración de Cristo de forma especial, como parte esencial de sí mismo y de su misión.
El vínculo esencial entre nuestra oración y la oración permanente del Verbo es el fundamento de la oración cristiana y de la misión principal del contemplativo, que consiste, por eso mismo, en ser «sacramento» de la oración de Cristo. Como todo sacramento es el signo visible que hace realidad lo que significa, de igual manera el contemplativo hace visible y eficaz en la actualidad la oración celeste de Cristo. La importancia de este don y de esta misión explica y justifica que existan personas que dediquen su vida a orar, consagrándose a hacer presente en su propia vida y en el mundo la permanente intercesión del Hijo de Dios, que es fruto de su comunión de amor con el Padre y con los hermanos.
Por lo tanto, como veremos más adelante4, en nuestra oración de intercesión, especialmente en la liturgia de las Horas, se hacen realidad aquellas famosas palabras de san Agustín:
Cuando es el Cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su Cabeza, y el mismo Salvador del Cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros (Enarrationes in psalmis, 85,1).
b) Oración incesante
Todo el que ora unido a la Iglesia y movido por el Espíritu Santo se hace eco de la oración de Jesucristo y hace presente en el mundo su plegaria eterna en el cielo. Pero, además, hay quienes se sienten llamados a mantener siempre viva y activa la oración de Cristo. Ellos son aquellos elegidos a los que Dios hará justicia porque «claman a Dios día y noche» (Lc 18,7).
En ocasiones el Espíritu provoca en nosotros un fuerte impulso a la oración, de tal manera que no podemos hacer otra cosa que no sea orar. Esta gracia es una garantía de la vocación contemplativa, ya que nos recuerda que la oración es el quehacer más importante de nuestra vida. Con el impulso recibido del Espíritu Santo, el alma puede entrar en la relación de amor que une permanentemente al Verbo con el Padre, participando de ella y de sus efectos. Es una experiencia que marca para siempre al ser humano que la vive, y que le permitirá tener una referencia de lo que es la verdadera oración cuando su fragilidad le lleve a perder el rumbo o a caer.
Estamos ante una verdadera vocación a participar plenamente de la oración incesante del Señor en favor de la humanidad, convirtiendo en la misión de nuestra vida la oración y súplica constantes, a las que hemos de dedicarnos con todo el corazón en el momento en que disponemos de un poco de tiempo. Quizá sea ésta una vocación minoritaria, debido a que muy pocos creen de verdad en la importancia y la eficacia de este tipo de oración; pero el mismo Jesús nos descubre el valor de esta fe de la que depende el mundo: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).
Aquí no importa sólo el rezar mucho, sino el tener la necesidad de emplear todo el tiempo disponible en la intercesión y la súplica, sentirse tomado por el Espíritu, que enciende en un alma la súplica incesante, a veces con gemidos inefables; lo que se traduce con frecuencia en oscuridad, sequedad y clamor a Dios sin palabra alguna. Esto es un don de Dios y una necesidad, no una tarea autoimpuesta o elegida caprichosamente.
A esta oración ayuda la conciencia de la propia miseria y la contemplación del sufrimiento del mundo, que empujan a orar porque se vive del convencimiento de que Dios es el único punto de apoyo que tiene el pobre. Se trata de una oración desde la propia cruz, unida a la oración de Cristo desde su cruz, que se convierte en la palanca por la que Dios puede elevar hacia sí a la humanidad, y la puerta por la que entra en el mundo el perdón y la salvación.
En este tipo de oración hemos de ser osados en los deseos y realistas en su realización, porque, aunque tengamos un verdadero anhelo de orar siempre y de orar así, la debilidad de la carne puede impedirnos a veces que cumplamos plenamente este anhelo de oración incesante que lleva a «pasar la noche en oración», como el Señor (cf. Lc 6,12). Pero cuando él llama a alguien a esta oración y se la concede, debe perseverar en ella mientras el Señor quiera. Por tanto, lo difícil no es cómo orar o cómo permanecer en oración, sino cómo salir de ella. Porque, entendida como gracia, la oración nos «atrapa» y nos lleva a dejarnos tomar por el Señor y a mantenernos en su oración para que él realice, por medio de nosotros, su intercesión en favor del mundo.
En algunos casos, esa llamada a la oración permanente y a la participación en la intercesión de Cristo toma la forma de invitación a estar con Cristo en Getsemaní, compartiendo su oración en el Huerto. Es como si el Señor renovara en la actualidad la elección que hizo de sus tres discípulos más íntimos para que le acompañaran en ese momento crucial de su vida; y eligiera hoy a unas cuantas personas para hacerles participar de su desolación, su angustia y el grito de su oración.
Es muy frecuente que este tipo de oración no necesite ningún contenido de palabras, ni siquiera de ideas, puesto que consiste en un prolongado grito silencioso que sale de nuestro desamparo, como salía el grito de Jesús en Getsemaní. Es un modo de orar muy simple, que se reduce a estar con el Señor en la oscuridad del Huerto, compartiendo con él su noche oscura y su obediencia costosa, que es la nuestra. Entonces nuestra oración se convierte en lucha, tinieblas e impotencia, y se reduce a decir con nuestra presencia: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y la mirada de fe que sostiene esta oración elimina cualquier sospecha de que estemos ante una prueba o un castigo, porque cuando Dios, por medio del Espíritu Santo, le otorga a una persona el don de la oración, le regala la participación en los sentimientos y vivencias de Cristo, haciéndole participar también de su amor al Padre y a los hombres, de su dolor ante el pecado, de sus ansias de redención… Todo esto, que constituye el clamor interno que brota del corazón del Señor, se convierte en la incontenible experiencia que da sentido a la oración del contemplativo y le impide renunciar a orar así porque es su único modo de vivir.
Es verdad que no podemos estar permanentemente unidos a la oración de Jesús en el Huerto, puesto que nuestra debilidad nos lo impide. La sequedad interior, la lejanía de Dios o el sentimiento de impotencia ponen de manifiesto la oscuridad de este modo de orar y la debilidad de nuestra carne; pero, a la vez, eso mismo constituye el impulso que nos empuja, una y otra vez, a suplicar de ese modo. Y, aunque no podamos orar siempre con esa intensidad, no hemos de consentir nunca en salir de esa súplica, a menos que Dios nos saque de ella. No debemos pretender ser otra cosa que pobres criaturas que claman a Dios día y noche. En una palabra, se trata de aceptar ser pobres, radicalmente pobres, a lo largo de toda la vida. Y eso nos une a la oración de Cristo, que «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5,7-8).
c) Oración y discernimiento
La oración, como misión específica del contemplativo secular, requiere de una continua atención a la presencia de Dios y a la acción del Espíritu Santo en sí mismo y en los demás. Esto es necesario para mantener la permanente tensión espiritual que hace que busquemos tiempo holgado de oración serena y nos empuja a buscar la forma de orar siempre, sabiéndonos mirados por Dios en todo momento y convirtiéndolo todo en ofrenda de amor a él. Para ello hemos de vivir en un perseverante deseo de orar; y si alguna vez no poseemos ese deseo, hemos de pedirlo y buscarlo, como pieza clave de nuestro propio ser de contemplativos.
Cuando descubrimos el ministerio de la oración, entendemos la necesidad de vivir en un constante ejercicio de discernimiento que ilumine nuestra vida y ordene nuestra escala de valores a la luz de la misión que el Señor nos encarga. Lo que exige que tomemos opciones concretas para que la oración tenga el puesto que le corresponde; para lo cual tendremos que decidir cuánto tiempo hemos de orar, cómo ha de ser nuestra oración, qué cosas debemos hacer o debemos dejar, etc.
Y no olvidemos que este discernimiento tenemos que efectuarlo de manera realista, conscientes de que existen conflictos que no tienen solución; de modo que, aun teniendo el encargo de orar, la vida nos presenta situaciones que impiden materialmente la oración. En esos casos hemos de saber que la verdadera oración no puede suplirse por nada, salvo por el deseo de orar. Un deseo que es compatible con la imposibilidad de orar, dando lugar al dolor por no poder orar. Pero, evidentemente, este deseo no puede sustituir a la oración cuando se puede orar y no se hace; o cuando el conflicto entre la oración y determinada realidad que se le opone puede resolverse, aunque sea con dificultad. En estos casos debemos resolver el obstáculo para la oración.
No es extraño que el deseo de orar parezca quedar desmentido por la experiencia de dificultad ‑o incluso imposibilidad‑ para orar. Esto no puede ser impedimento para la oración, sino la ocasión para mantener y acrecentar el deseo de orar y para unirnos al Señor en medio de las dificultades. Para ello, hemos de alimentar grandes deseos, a pesar de comprobar nuestra incapacidad. La tentación, en este punto, nos empujará a acomodar nuestros deseos y nuestra fe a la medida de nuestra pobreza, en vez de intentar acoger en nuestra pobreza la ilimitada gracia que Dios nos hace desear.
Es habitual que los mejores deseos de orar se estrellen contra el cansancio o la aridez. Esto es normal; es la expresión más natural de que somos de barro, de que nuestra condición mortal no está todavía preparada para vivir plenamente en Dios. Incluso es beneficioso que tengamos que esforzarnos abnegadamente para perseverar en una oración que nos cuesta, porque así tenemos la ocasión de manifestar nuestro amor a Dios con más realismo y pureza, demostrándole que no oramos por nosotros, sino por amor a él. Aquí conviene recordar que la oración no carece de gracias o consuelos; pero es, fundamentalmente, un combate. Esto es lo que lleva al contemplativo a aceptar de buena gana las dificultades propias de la oración, consciente de que en ellas se expresa, mejor que en los consuelos, su amor y servicio a Dios.
Esta aceptación de la oración como combate permite asumir de antemano que la misión de orar sea incomprendida o menospreciada, incluso dentro de la misma Iglesia. La mayoría de la gente piensa que el que se dedica a la oración no hace nada, ni sirve para nada; que hay muchas cosas más necesarias o útiles que podemos hacer por los demás. Por ello, el contemplativo debe tomar una clara opción a favor de este ministerio, sabiendo que ésta es su manera específica de cooperar con la Iglesia, real y eficazmente, a la salvación del mundo.
d) Oración eficaz
La oración, realizada desde esta perspectiva y como ministerio, nos lleva a vivir en fe y a poner en práctica el convencimiento de que la eficacia de la propia vida no está tanto en lo que hacemos como en lo que somos. Esta oración nos sumerge en los valores esenciales de Cristo y del cristiano y nos hace participar del infinito poder de Dios, escondido bajo la apariencia de fracaso. Ciertamente, puede parecer que orar es una tarea ineficaz, pero por eso mismo nos permite identificarnos a fondo con la cruz de Cristo y abrazar la eficacia infinita de lo humanamente ineficaz. La oración, al igual que la cruz, tiene ese aspecto escandaloso de ineficacia humana, pero de infinita eficacia divina.
Recordemos que la oración verdadera no es el ejercicio por el que el ser humano intenta alcanzar a un Dios inalcanzable, sino el fruto de la presencia viva de Dios, que se hace accesible y «más íntimo que mi propia intimidad»5. Para nosotros, orar no es otra cosa que participar, a través del Espíritu Santo, de la permanente comunicación de amor entre el Padre y el Hijo. Sólo esa oración es verdadera en su más profundo sentido, porque posee la garantía de llevarnos a la auténtica comunión de amor con Dios y nos da la seguridad de su fruto más pleno. Si la oración se reduce al mero intento del hombre por alcanzar a Dios o a dirigirle peticiones arbitrarias, no tenemos derecho alguno a esperar auténticos resultados; pero si la oración es verdadera, no sólo podemos esperarlos, sino que hemos de disponernos, gozosamente, a recibirlos.
El contemplativo puede, con toda razón, hacer suya la seguridad que tiene Jesús, que puede decir cuándo va a resucitar a Lázaro: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11,41-42). Y en el mismo sentido nos dice: «¿No hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar» (Lc 18,7-8). Afirma, no sólo que Dios responderá, sino que lo hará sin tardar, con tal de que nos instalemos en el modo de orar del que clama día y noche porque vive en permanente oración. Por desgracia, esta oración no encuentra muchos seguidores; por lo que Jesús se pregunta: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).
La oración del Verbo ‑y consecuentemente la nuestra‑ es tan eficaz que Dios no espera que le pidamos algo para dárnoslo, sino que su mismo don es el que nos inspira que se lo pidamos. Pedimos y recibimos a la vez; así se realiza el «sin tardar» del que habla el Señor en Lc 18,8.
Ésta es la auténtica eficacia de la oración. Y por este motivo la oración es siempre eficaz; de modo que, si a nuestra oración le falta esta eficacia, tendríamos que concluir que no es verdadera oración. Pero la oración no es eficaz de cualquier manera o mecánicamente: para que sea realmente eficaz tiene que ser viva; requiere que nos incorporemos a ella plenamente. No se trata de realizar una simple actividad, más o menos vinculada a nosotros, sino de orar de forma que estemos completamente involucrados en la misma oración. El que ora ha de estar todo él vivo, activo y presente en la oración, con una actitud esencial de fe y de amor. Sólo de este modo la oración podrá ser verdadera manifestación de la comunión de vida y de amor entre Dios y el hombre y tendrá eficacia sobrenatural. Una disposición diferente pondría de manifiesto que oramos para lograr frutos materiales por encima de los espirituales.
Además, en la medida en que la verdadera oración exige una profunda identificación con Jesucristo, origina en la persona un crecimiento en la bondad, el amor y la fidelidad; valores que no resultan fáciles de vivir en un mundo que nos amenaza permanentemente con la tentación de la búsqueda de resultados materiales y tangibles. Ésta es una tentación que no tiene otra solución que aceptar la oración como un ministerio que posee la eficacia divina que se manifiesta en medio de su aparente inutilidad; la misma eficacia que descubrimos en la «ineficacia» de la vida oculta de Jesús o de su muerte en la cruz6.
El contemplativo debe defender con la fuerza de su testimonio de vida que la oración posee una efectividad real, aunque ésta no tiene que ser necesariamente sensible. Dios no nos garantiza que experimentemos sensiblemente el fruto de la oración o que veamos sus resultados. Una cosa es que la oración sea eficaz y otra muy distinta es que Dios nos conceda un certificado tangible de esa eficacia. Saber que existe una oración que siempre es eficaz tendría que bastar para buscarla con toda el alma y dedicar nuestra vida a vivir en ella. Y este convencimiento debe ser tan claro y tan fuerte que, aunque todo nos diga que nuestra oración no ha sido escuchada, no podamos dejar de seguir orando, puesto que es la realidad fundamental que sustenta nuestra vida y sin la cual no podemos vivir.
e) Oración como fe en acto
Orar es, precisamente, apostar por la eficacia, profunda e invisible, de la gracia. Podríamos decir que la oración es la fe en acto, porque constituye la demostración más viva de la fe. La mayor parte de lo que hacemos como cristianos podemos hacerlo como expresión de nuestra fe o por otras motivaciones. Ir a misa, cumplir nuestros deberes, hacer una obra de caridad, etc., son cosas que se pueden hacer como expresión de nuestra fe o para quedar bien, para sentirnos satisfechos de nosotros mismos o para alcanzar determinados «méritos» ante Dios. Pero el mantenernos un día y otro en oración, consumiendo nuestra vida en la súplica incesante y humilde, no se puede realizar si no es por pura fe; de otro modo es imposible perseverar en la oración.
Podemos hacernos ahora la pregunta que hace Jesús con ocasión de la parábola del juez inicuo, y a la que hemos aludido anteriormente: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,1-8). El vínculo entre fe y oración es tan fuerte que la fe lleva necesariamente a la oración, y la oración a la fe. Así, la oración, que tendrá que curtirse en la prueba de la soledad, la aridez y la aparente inutilidad, nos introducirá en la más profunda experiencia de fe y servirá de instrumento a la misma fe para que se vaya purificando, de forma que, a través de la fe, probada en la oración, llegaremos a la plenitud del amor de Dios.
f) Oración y cruz
La oración verdadera no se aprende en ningún manual ni siguiendo pautas externas. Para entrar en ella es fundamental poseer un fuerte deseo de orar, que es la prueba de que somos llamados por Dios a la oración. Pero sólo podemos orar de verdad desde la cruz, en la que, más que aprender a orar, nos sumergimos vitalmente en la oración, hasta hacernos uno con ella. Y en este sentido, la vida secular hace posible la oración profunda porque está sometida permanentemente a multitud de dificultades y presiones, que nos empujan constantemente a anclarnos en Dios.
En la medida en que se avanza en la vida espiritual, se avanza también en el camino de la cruz, que es el único camino que nos lleva a la identificación con el Crucificado. El mismo Jesús alcanza las cimas más altas de la oración en los momentos de más sufrimiento, tentación o desamparo; precisamente como fruto de su pobreza como hombre. En Heb 5,7 se nos dice que «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas», pero no por ser el Verbo, sino por estar encarnado, «en los días de su vida mortal», bajo su condición humana sometida a la debilidad de la carne. Aunque el Verbo está en permanente comunión de amor con el Padre, es su condición de hombre lo que le empuja a entregarse apasionada y dolientemente a la súplica. Y por esta razón, invitará a sus discípulos a orar diciéndoles que «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). La debilidad de la carne ‑vivida de múltiples formas‑ se convierte también para nosotros en una constante motivación para orar.
B) Intercesión
El modo peculiar que tiene la oración del contemplativo para convertirlo en instrumento eficaz de la gracia es lo que denominamos intercesión. Para entenderla, comencemos recordando que, con frecuencia, decimos a alguien que sufre o está en dificultades: «rezaré por ti»; y cumplimos nuestra promesa con algún recuerdo en la oración o haciéndole al Señor alguna petición concreta en favor de la persona o la necesidad por la que hemos hecho intención de orar. Esto no está mal, pero es un modo de oración muy limitado, y diferente a la oración que suscita en nosotros el Espíritu Santo, que nos mueve a dar un salto cualitativo para entrar en una oración verdaderamente eficaz, que es la intercesión. Este modo de orar nos introduce en lo profundo de los demás para, desde allí, orar a Dios. De esta manera, podemos asumir en nuestro ser más íntimo a todos aquellos por quienes oramos, sintiendo en nuestra propia alma sus dolores, sus luchas, sus gemidos… Es un modo de orar en el que el contemplativo, olvidándose de sí mismo, se convierte de algún modo en aquellos por los que ora; y entonces es cuando experimenta la verdadera compasión, que no consiste en una mera sintonía afectiva con los sufrimientos y necesidades de los demás, sino en apropiarse de esos sufrimientos y necesidades, en con-padecer con los otros.
Este modo de orar es el propio de Cristo en su condición de «puente» entre Dios y los hombres, y a él nos hemos referido más arriba al tratar del ser del contemplativo7. Allí veíamos cómo el Verbo encarnado se introduce en el corazón del mundo para, desde él, dirigir al Padre la única intercesión eficaz. Y esta intercesión, que el Cristo glorioso continúa realizando en la actualidad, se prolonga en la Iglesia por medio de la intercesión de los bautizados. Dios los introduce en el corazón del hombre y del mundo8, descubriéndoles interiormente toda el ansia de la creación, que «está gimiendo y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Y al hacer suyo ese clamor, el corazón del contemplativo se convierte, por medio de su oración, en el recipiente que acoge a la humanidad entera, de la que él ha sido hecho intermediario.
Este modo de oración es verdaderamente eficaz porque en ella el contemplativo no se dirige hacia fuera de él sino hacia Dios, que habita en su interior y le hace partícipe de su corazón para que pueda entrar en la experiencia íntima de la misericordia divina. Así, el contemplativo se convierte en el puente por el que llega a Dios el grito del desamparo y la miseria de los hombres, y a los hombres les llega la misericordia de Dios. Él es el punto de unión que hace posible que la mano de los hombres, abierta suplicante hacia el infinito, pueda ser tomada y sostenida por la mano de Dios, tendida misericordiosamente hacia la humanidad. Un encuentro que no podría realizarse sin ese instrumento humano que es el mismo contemplativo; que está, a la vez, en las dos orillas, la del hombre y la de Dios, para realizar una mediación que no se hace con palabras, sino con la propia vida, convertida en herramienta del poder salvador de Dios. Ésta es una instrumentalidad que nadie puede conquistar, porque es don; pero a la que Dios invita a quien quiere y para la que otorga su gracia. De ahí proviene la responsabilidad que tiene el contemplativo de cara a la Iglesia y a la humanidad.
Podríamos encontrar muchos ejemplos de este modo de ayudar a los demás a través de un amor eficaz, convertido en una oración activa, que involucra toda la persona. Recordemos cómo logró la Virgen María la conversión del agua en vino en Caná (Jn 2,1-11); el Centurión, la curación de su criado (Mt 8,5-13); o la mujer cananea, la de su hija (Mt 15,21-28). Y antes, podemos contemplar a Abraham intercediendo por Sodoma (Gn 18,23-32); a Moisés luchando, desde la oración, a favor del ejército de Israel (Ex 17,8-13) o impidiendo que Dios destruya al pueblo elegido (Ex 32,10-14; cf. Dt 10,10); a Elías alcanzando la resurrección del hijo de la viuda que le hospeda (1Re 17,20-22); o al profeta Amós evitando el castigo de Dios sobre su pueblo (Am 7,1-9). En contraposición con esta eficacia, es interesante ver la infructuosa oración de los discípulos de Jesús frente a la súplica del padre de un niño enfermo (Mt 17,14-20).
Vemos, pues, que la compasión está en el centro de nuestra oración de intercesión. Cuando oro por el mundo, me convierto en el mundo; cuando oro por las innumerables necesidades de millones de seres humanos, mi alma se agranda intentando abrazarlos a todos para llevarlos a la presencia de Dios. Entro en la experiencia de una compasión que no es mía, sino don de Dios. Yo no puedo abrazar el mundo, pero Dios sí puede. Yo no puedo orar, pero Dios puede orar en mí. Ésta es una consecuencia preciosa del misterio insondable de la encarnación del Verbo: cuando Dios se hizo como nosotros, nos permitió entrar en su vida íntima y comulgar en su compasión infinita.
De ahí que la intercesión suponga mucho más que la mera oración de petición; porque no se limita a una petición «formal», sino que se orienta a la petición «vital», que surge de lo profundo de nuestro corazón cuando acogemos las necesidades y la pobreza del prójimo. Para ello, el propio corazón se convierte en caja de resonancia de las necesidades de los demás para presentarlas a Dios, no de palabra sino desde el ofrecimiento de la propia vida, hecho de entrega de amor, fidelidad, atención a Dios y cruz.
Al hacer este ofrecimiento de nuestra vida a Dios, convertimos nuestra oración en el eco vivo del clamor de toda la humanidad, que hemos recogido en nuestro corazón; y, a la vez, en la respuesta misericordiosa de Dios a ese clamor. Y así, la intercesión se vive como unión de las resonancias de las necesidades de la humanidad y las resonancias del corazón del Padre; resonancias que llevan a orar según la voluntad de Dios y en sintonía con las necesidades del mundo. Es lo que santa Isabel de la Trinidad describía con gran fuerza y claridad:
¡Qué sublime es la misión de ser mediador con Jesucristo! Tiene que ser para él como una humanidad suplementaria donde pueda perpetuar su vida de reparación, de sacrificios, de alabanza y de adoración9.
Ésta es la eficacia que nos promete Jesús al proponernos la oración como manifestación viva de la fe, diciéndonos: «Todo lo que pidáis orando con fe lo recibiréis» (Mt 21,22)10. Se trata de una eficacia que está vinculada, no al mero hecho de orar, sino a que nuestra oración sea expresión de la unión íntima con el Señor, tal como él mismo nos dice: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16,23)11.
Y tiene tal fruto que, además de concedernos lo que pedimos, da gloria a Cristo y al Padre:
Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré (Jn 14,13-14).
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos (Jn 15,7-8).
Y para animarnos a buscar este modo de orar y su copioso fruto, Jesús nos invita a la perseverancia en la oración por medio de las parábolas del amigo inoportuno (Lc 11,5-8) o de la viuda insistente (Lc 18,1-8), a propósito de la cual nos dice: «¿No hará justicia Dios a sus elegidos que claman ante él día y noche?» (Lc 18,7).
Existe, por tanto, una estrecha relación entre la elección con la que Jesús nos bendice, la fe con la que acogemos esa elección, la oración que expresa dicha fe y el fruto superabundante de nuestra oración:
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé (Jn 15,16).
Consecuentemente, la invitación del Señor a la oración de petición no se refiere a cualquier forma de súplica a Dios. Al decirnos que hemos de pedir «en su nombre», está llamándonos a orar en comunión con él; lo cual exige apoyarnos en la única eficacia verdadera en el orden sobrenatural, que es la de la intercesión de Jesucristo. Él es el único mediador entre Dios y la humanidad y el único que nos salva, y lo hace por medio de la cruz. Por eso, orar «en el nombre» de Jesús significa unirse a esa eficacia infalible y participar de ella con una especial comunión con él y con la intercesión perfecta que él realiza por medio de la entrega sacrificial de su vida al Padre. Por esa razón podemos afirmar que quien quiera ser eficaz en la oración tiene que identificarse con Cristo crucificado12.
Así pues, si afirmamos que el único y verdadero intercesor ante Dios es Jesucristo, de ello podemos deducir que toda misión de intercesión en la Iglesia no hace sino prolongar y actualizar esta misión del Señor. La verdadera intercesión no es algo que yo pueda hacer por mí mismo, sino que, de alguna manera, supone que le «presto» a Jesucristo mi vida para que él viva en mí su misión de Redentor e Intercesor. En relación con esto resulta particularmente importante el texto de Heb 10,4-9, citando Sal 40,7-9:
Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados. Por eso, al entrar él en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: Aquí estoy ‑pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí‑ para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Primero dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley. Después añade: «Aquí estoy para hacer tu voluntad».
Cuando el Verbo toma nuestra carne se convierte en el vehículo de la salvación, en el intercesor por antonomasia. ¿Y qué es lo que hace? ¿Cómo lleva a cabo esta misión? Para comprenderlo, hemos de partir del hecho de que el pecado original había creado un problema gravísimo y sin solución, que prolongaba sus funestas consecuencias a través de los pecados de la humanidad. Nadie en el mundo podía resolver este problema. El hombre se había apartado de Dios; y a partir de ahí le sobrevino la enfermedad, la soledad, el dolor, la incomprensión, la violencia, la muerte… y la condenación. Y Dios, que ama infinitamente al hombre, porque es su creatura, no se resignó a perderlo, y quiso salvarlo. Y para ello envió al Hijo. ¿Y qué es lo que hizo el Hijo? Nos lo dice claramente la carta a los Hebreos:
Al entrar [el Verbo] en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo» […] Entonces yo dije: «Aquí estoy para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,5-7).
Aquí se recoge el texto del Sal 40,7-9 para expresar que el Verbo asume el deseo del Padre y, en obediencia, se encarna. Pero lo más significativo para nosotros es su disposición. Las palabras del Verbo, al encarnarse, revelan su actitud, y nos proporcionan la clave de la solución que da Dios al imposible problema de la redención. Desde el mismo instante de la encarnación del Verbo, toda la oscuridad en la que vive el ser humano se ilumina porque las tinieblas del pecado han sido derrotadas por la luz de Dios, que es Cristo. Todo ha cambiado. ¿Y qué es lo que hace el Hijo para realizar ese cambio? ¿Cuál es su actitud? La resume una simple frase con la que se dirige al Padre: «Aquí estoy»; que es como si dijera: «No quieres sacrificios ni ofrendas, algo distinto de mí (como una vaca, un animal, unos frutos, etc.); pero me has dado una vida, que es lo que te ofrezco. Quieres mi vida. Me has dado una vida humana para poder ofrecértela. ¡Aquí la tienes, te la entrego!». Al tomar las palabras del Sal 40, la palabra clave con la que el Verbo se encarna es clara: «Aquí estoy».
Todo lo demás, todo lo que es la vida de Jesús y la obra que realiza, consiste en desarrollar la potencialidad que tiene el «aquí estoy» de la Encarnación. Por lo tanto, puede decir: «No quieres sacrificios ni ofrendas. No quieres una vida de sacrificios, sino el sacrificio de una vida, como ofrenda sacrificial de amor. Aquí estoy». Y esto es, precisamente, la intercesión: la actitud que convierte toda la vida de Cristo en redentora. En general, no vemos en el Evangelio que la vida terrena de Jesús contenga muchos acontecimientos visiblemente extraordinarios; de hecho, la mayor parte de su existencia la pasa en el más absoluto anonimato y, al final, muere en un aparente fracaso. Pero ha ofrecido su vida; ha hecho su ofrecimiento en función del designio del Padre, de una vocación que él asume plenamente. Y esto, que es el fundamento de la intercesión, es lo que hace que su vida y su muerte sean eficazmente redentoras.
Hacía falta la Redención. El Padre la quiere, la anhela. El Hijo, que ve también la necesidad, responde: «Aquí estoy». Entre Dios y la necesidad de salvación del mundo hay una vida ofrecida, la del Hijo, que se expresa en el «aquí estoy». Y si nos colocamos en ese punto, en el lugar preciso del Verbo que se encarna, y revivimos en nosotros sus actitudes, entonces actualizamos en nuestra vida la intercesión de Cristo.
Vivir la misión de intercesión consiste en revivir en mí el misterio de la encarnación del Verbo, ponerme delante de Dios y decir, con la verdad de mi vida: «Aquí estoy». Pero eso no lo puedo decir eficazmente por mí mismo, hace falta que lo diga el Hijo, que es el único intercesor; de manera que me pongo ante Dios, pero no como yo mismo, sino como el Hijo «que vive en mí» (Gal 2,20), y con él hago libremente el ofrecimiento de mi vida al Padre.
A la luz de todo esto, podemos entender el proceso concreto de la intercesión. Es un camino que comienza cuando tomo conciencia viva del anhelo salvador de Dios; y, junto a ello, reconozco la apremiante necesidad de salvación que tiene el hombre. Y, a partir de ahí, reconozco igualmente la urgencia de unir esas dos realidades. Y como eso no se une con palabras, sino con la vida ofrecida, debo revivir el «aquí estoy» del Verbo: «Aquí estoy para que tú, a través de mí, sientas, sufras, ames, ofrezcas, transformes… Aquí estoy para sufrir, para amar, para luchar por ti y contigo; en definitiva, para que escojas de mi vida lo que haga falta para realizar tu obra».
Normalmente, la mayoría de los cristianos tiene el convencimiento de que debe ofrecer a Dios cosas. En el fondo se trata de la actitud básica de la persona religiosa, que es común a todas las religiones. Sin embargo, también en este punto, Jesucristo se distancia claramente de cualquier religión. El Dios que nos descubre Jesús no es la divinidad a la que hay que ganar a base de ofrendas, sino el Padre que se nos entrega incondicionalmente en el Hijo hasta darlo todo por nosotros, y ello sin ningún merecimiento por nuestra parte. Esa entrega total de Dios, que es una verdadera declaración de amor, reclama espontáneamente, en justa correspondencia, una respuesta semejante por nuestra parte, que haga posible la plena comunión de amor entre Dios y nosotros. En este punto hemos de reconocer que los ofrecimientos que normalmente solemos hacerle a Dios, aunque expresen entrega, no comportan la entrega plena, la vida ofrecida. Incluso la ascesis y la mortificación nos llevan con frecuencia a servirnos del ofrecimiento de algo a Dios para convencernos de que realizamos una entrega general. Por eso, cuantas más renuncias hacemos a bienes parciales, como la comida, el sueño, el dinero, etc., mayor es la impresión de que realizamos una entrega total. Pero, en verdad, uno se puede desprender de muchas cosas, incluso de todo, sin llegar a entregar la vida.
No es ésta la actitud del Hijo, como tampoco debería ser la nuestra. Al igual que para él, también para nosotros el «aquí estoy» tiene que significar: «Te entrego mi vida, toma lo que quieras. ¿Hace falta seguridad? Aquí tienes mis seguridades. ¿Hace falta dolor ofrecido? Aquí me tienes. ¿Hace falta una vida? Aquí está mi vida». Si llegamos a conectar nuestra vida interior con la palabra y la actitud del Verbo, si hacemos nuestro el «aquí estoy» suyo, no necesitaremos nada más. Basta que digamos, con la verdad de la propia vida ofrecida, «aquí estoy», para entrar en el extraordinario poder de la intercesión.
Todo esto responde a una llamada. No es algo que uno pueda elegir arbitrariamente porque lo decida o le apetezca. Incluso la misión del Hijo de Dios responde a una llamada. El Verbo se encarna en virtud de una vocación. Sabe lo que siente el Padre, y conoce su sufrimiento porque es su propio sufrimiento y el sufrimiento de la Trinidad. Y desde ahí surge su «vocación» y el envío del Padre. Por consiguiente, no basta con que uno pronuncie simplemente una fórmula: «Aquí estoy». Es necesario que esté en esa sintonía que le permite ver lo que quiere Dios, su plan salvador; y a la vez, que vea la necesidad de salvación que tiene el mundo; para lo cual hemos de estar en permanente sintonía con el corazón de Dios. Y entonces, la intercesión resulta sencilla y espontánea. Ante cualquier acontecimiento, el contemplativo percibe lo que anhela Dios y la necesidad que tiene el hombre; y él mismo se descubre en medio de esos dos anhelos, y ahí encuentra su misión; percibiendo que encaja perfectamente lo que Dios quiere y lo que necesitan los demás. Pero eso no encaja espontáneamente; lo cierto es que la realidad se nos presenta habitualmente como un conjunto de elementos desencajados entre sí y con Dios. Y para que encajen de verdad según el plan de Dios, se necesita la intercesión, que requiere de una sola palabra, respaldada con la vida: «Aquí estoy».
Bastaría con unirnos a esa palabra del Señor para identificarnos con su actitud y saber que eso es eficaz; más aún, que es lo único verdaderamente eficaz. Y esto ¿a qué obliga? Obliga a desarrollar una gran sensibilidad espiritual para estar en permanente sintonía con los sentimientos de Cristo en cualquier circunstancia, descubriendo que todo es revelación y manifestación de Dios. Obliga a preguntarnos constantemente: «¿Qué quiere Dios de esto?»; sin salir de esa sintonía que nos muestra lo que es importante para él. Entonces descubrimos que lo que Dios quiere es la única solución a cada problema. Y aparece el convencimiento de que no estamos en medio de esos dos polos por casualidad, sino por necesidad, por lo que, al involucrarnos en la tensión entre Dios y el hombre, surge el impulso ‑la llamada‑ a tomar sobre nosotros mismos las dos realidades que entran en juego ‑el plan de Dios y la necesidad de los hombres‑, sin negar ninguna de ellas. Y, simplemente, ofrecemos la vida con una palabra: «Aquí estoy». Y nos mantenemos ahí porque, al igual que el Verbo, nosotros tenemos una vida humana para poder ofrecerla en favor de la misión que se nos encomienda.
La verdadera intercesión se basa en la actitud de entrega que nos convierte en instrumentos de Dios, y que, ante un determinado acontecimiento, se podría formular del siguiente modo: «Señor: me has dado la percepción de este deseo tuyo y de esta necesidad humana; y me reconozco llamado por ti a colaborar en tu acción salvadora. Por tanto, quiero responderte poniendo incondicionalmente mi vida en tus manos, para que te sirvas de ella libremente para realizar tu designio de salvación». Estamos hablando, por tanto, de una misión que implica seriamente nuestra vida entera y que materializa toda una vocación. Así, mientras mantengo ese «aquí estoy» con toda la fuerza de mi ser, estoy reviviendo el misterio de la encarnación de Cristo, que engloba todo su misterio redentor, y toma forma y cuerpo en mi propia vida ofrecida.
Es evidente que la Iglesia y el mundo necesitan que se revivan los diferentes misterios de Jesús, sanando, enseñando, consolando, etc. Pero ¿quién revive el misterio del ofrecimiento de su vida como intercesión a favor de los hombres? Dios quiere que sus hijos actualicen la entrega de su Hijo, y desea que esa misión la acojan muchos, por lo menos quienes reciben la gracia de la vida contemplativa. Esta misión es de vital importancia para la Iglesia y para el mundo, pero para que sea verdaderamente eficaz tiene que realizarse en estrecha unión con Cristo. En realidad, la entrega de mi vida no tiene un gran valor ni es eficaz por sí sola; pero si «es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20) y yo revivo su vida en mi vida, entonces mi entrega forma parte de la suya y participa de su infinita eficacia. Pero hace falta una unión profunda e íntima entre Jesús y yo; una unión que sólo se realiza en la cruz. En la medida en que descubro el amor de Cristo, deseo amarle a él y ser amado por él, y entro en una relación de amor transformante que me lleva a la cruz. Y ahí, en la cruz, es donde puedo ofrecer mi vida; pero ya no es mi vida la que ofrezco, sino la de Cristo, con toda su eficacia redentora. Entonces yo digo: «Aquí estoy», y ofrezco mi vida. Pero el Padre ¿qué escucha?; ciertamente mi voz; pero, sobre todo, la voz del Hijo. Y ve mi vida ofrecida; pero, sobre todo, ve la vida de su propio Hijo ofrecida a través de la mía. Su vida y mi vida se han identificado de tal manera que son una sola vida ofrecida al Padre.
Esto es lo verdaderamente eficaz. ¿Cabría pensar que el Padre le negará algo al Hijo? La vida ofrecida del Hijo en mi vida ofrecida, ¿será rechazada por el Padre? A través de la participación en el misterio de la cruz podemos entrar en el ser del Hijo y, con él, actualizar el acto de entrega de la vida que el Verbo realiza en la encarnación y mantiene a lo largo de su existencia. Ésta es la intercesión eficaz. Desde ahí, cuando veo una necesidad y el Padre me la encarga como misión, es como si me dijera: «Mira cuánto deseo que se realice esto, pero no hay nadie que me ayude». Y no tiene que presionarme o convencerme. Surge, espontánea, una respuesta simple y eficaz: «Aquí estoy».
Ser consciente de las necesidades de la Iglesia y del mundo y, a la vez, ser consciente de la presencia y la gracia de Dios mueven al contemplativo a realizar este ministerio de modo permanente, sabiendo que su misión tiene siempre fruto, independientemente de que vea o no unos resultados concretos.
Podemos, pues, hablar de vocación a la intercesión en sentido general cuando nos sabemos llamados a vivir en permanente estado de intercesión por todas las necesidades que vemos en el mundo o en el corazón de Dios, sabiendo que nuestra existencia ofrecida es enormemente eficaz. Es una misión que llena y da sentido a toda una vida.
Todo esto lo podemos aplicar especialmente cuando recibimos un llamamiento a la intercesión en concreto, cuando Dios nos descubre su anhelo de salvación y nos muestra con fuerza una necesidad determinada y nos hace saber que nos llama a hacer posible su acción eficaz e infalible. En ese sentido, tenemos una singular responsabilidad porque sabemos que está asegurada la gracia y el éxito de la empresa, con tal de que seamos fieles a nuestra misión de intercesión. Estos casos revisten gran importancia dentro del ministerio de la intercesión. Por medio de una luz interior, el Señor nos asegura el encargo personal de una determinada misión dentro de la intercesión. Así, tenemos la seguridad del interés de Dios por servirse de nuestro ministerio; pero, además, contamos con una especial garantía de la eficacia de la intercesión. Aquí vemos un aspecto fundamental de la intercesión, que es el compromiso; porque este ministerio no consiste en ningún tipo de evasión o de espiritualidad cómoda. Por ello, cuando uno descubre una necesidad ha de intentar poner todos los medios a su alcance para asumirla, afrontándola con un amor real y efectivo, y tratando de hacer presente en ella el amor de Jesucristo a través del propio amor.
Es característico de la intercesión que nos sintamos afectados por los problemas y situaciones que descubrimos; de modo que nos veamos espontáneamente movidos a hacer nuestro el problema o el sufrimiento de los demás; y, a la vez, a hacer nuestro también el sufrimiento y el anhelo de Dios. Esta doble sensibilidad es signo de que Dios está detrás, moviéndonos a la intercesión. En ocasiones, incluso, tiene lugar una fuerte experiencia de sufrimiento, que uno vive como una especie de sufrimiento «vicario», que le lleva a sufrir en lugar de los otros; como si descargara con su dolor el dolor de los demás; al estilo de Jesús, que «llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1Pe 2,24; cf. Is 53,4-6; Sal 68,20). Hablamos de un sufrimiento real, no imaginario; que puede llegar a ser fuerte y desgarrador; pero que, al no salir del ámbito de la gracia, se padece con fe, esperanza y amor.
De acuerdo con esto, el sufrimiento es un buen indicador de que el Señor encarga una misión concreta de intercesión al contemplativo. El hecho de que éste se sienta inevitablemente vinculado a una determinada necesidad y al sufrimiento que comporta en otras personas puede ser signo de una encomienda específica que el Señor le hace. Se trata de situaciones en las que hay que afinar el discernimiento, ya que el mismo sufrimiento puede crear una cierta dificultad para entender el alcance de la intercesión, de tal manera que el contemplativo se siente vinculado a un acontecimiento o necesidad, pero no sabe muy bien el sentido que tiene ese vínculo, ni a dónde le lleva. En esos casos, la fidelidad a la voluntad de Dios debe llevarle a una disposición a ofrecer todo, manteniéndose en una actitud generosa de obediencia y de fidelidad a Dios, a la espera de recibir la luz que necesita para llevar a cabo este tipo de intercesión.
Por otra parte, cuando Dios realiza un «encargo» personal de intercesión puede darle al contemplativo la gracia de conocer y gustar el buen resultado de su misión. Esto no es lo normal, pero Dios lo concede en ocasiones para confirmarnos en el valor de nuestra misión y animarnos a realizarla con generosidad, independientemente de que tengamos constancia de su fruto.
En muchas ocasiones no se experimenta una moción significativa de Dios en un asunto concreto, pero el contemplativo descubre en él una especial sensibilidad respecto, no tanto a ese problema, sino a los problemas de ese tipo y de lo que significan. En esos casos, el contemplativo puede sentirse impelido a pedir a Dios que le «acepte» como intercesor. Efectivamente, la intercesión no tiene que guiarse habitualmente por encargos específicos de Dios; y el conocimiento de las necesidades de los demás o la sensibilidad natural hacia ellas son suficientes para que el contemplativo oriente su misión. E, independientemente de todo esto, siempre está en nuestra mano ofrecernos al Señor por aquello que consideramos que él desea.
No es infrecuente padecer la dolorosa experiencia de fracaso, aparente o real, que supone un sufrimiento añadido a la intercesión. Pero la misma sensación de fracaso humano permite profundizar en el ofrecimiento y hacerlo más amplio y generoso, evitando la vanidad de creer que podemos hacer algo con nuestras fuerzas. Si en algún caso pudiera sobrevenirnos esta tentación de vanidad, debemos servirnos de la evidencia del bien que ha hecho Dios a través de nuestra intercesión para considerar cuántas cosas se quedan sin hacer porque no hemos sabido tener la disposición y la entrega adecuadas para secundar la gracia.
En cualquier caso, el gran signo de que Dios está detrás de todo es la paz, a través de la cual podemos reconocer que lo que nos sucede o vemos es de Dios. Se trata de una paz que es perfectamente compatible con el trabajo o el sufrimiento, pero nunca con el desánimo, la inquietud o la tristeza.
C) Eucaristía
La misión del contemplativo depende esencialmente de la misión de Cristo de la que participa. La eficacia de su oración, su amor y la ofrenda de su vida es consecuencia directa de su unión con el Señor y de la participación en esas mismas realidades vividas por él.
A medida que avanzamos en la vida de oración, experimentamos con mayor fuerza la necesidad de unirnos más profundamente a Cristo para identificarnos con él y poder revivir en nosotros su misma vida y los misterios salvíficos que encierra. Y para hacer posible esta unión, Jesús ha dejado en su Iglesia la Eucaristía, que actualiza su sacrificio redentor y la gracia que contiene: su amor al Padre y a los hombres, su constante intercesión a favor del mundo, su glorificación del Padre, la entrega sacrificial de su vida y la fuerza vivificadora de su resurrección. Por medio de la Eucaristía, celebrada, recibida y contemplada, el contemplativo puede unir sacramentalmente su amor, la inmolación de su vida, la glorificación del Padre, su consagración o su intercesión a las acciones que realiza Cristo y, con él, darles una intensidad y una eficacia infinitas. Y de esa forma participa realmente del sacrificio redentor de Cristo y ejerce de manera eficaz el ministerio que Dios le ha confiado.
El Concilio Vaticano II nos dice claramente que la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana»13 y «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia»14. Del sacramento del altar brota, como de su fuente, el amor a Dios, la caridad al prójimo, la comunión con los hermanos, las obras de apostolado, la entrega de la vida…; porque de él se alimenta la vida cristiana, impulsando a amar con el amor de Cristo, que es la esencia del ser cristiano. Y a ese mismo altar es al que llevamos nuestro amor, nuestra vida y nuestras obras para que puedan ser entregadas y ofrecidas al Padre, por Cristo, con él y en él.
La búsqueda apasionada de Jesucristo define al contemplativo, y éste lo encuentra en la Eucaristía; gustando por anticipado lo que ansía poseer en plenitud en el cielo. Y a la vez, la Eucaristía constituye el impulso para seguir buscando con renovadas fuerzas a Aquél que ya ha recibido. Porque el sacramento que le sustenta y sacia plenamente también provoca en él un mayor deseo de Cristo y una mayor capacidad para recibirlo.
El contemplativo secular experimenta la dureza de caminar por la vida, la limitación de sus fuerzas y la lejanía de la meta a la que se dirige, que es el cielo. Es el «camino angosto» (Mt 7,14) que constituye el seguimiento fiel de Cristo, la participación en su misterio pascual y la perfección por medio de la caridad. Y, porque es consciente de su fragilidad y de las dificultades del camino, vive la Eucaristía como el pan de los débiles y el alimento que Dios le da para fortalecerle en la misión que le encomienda.
Juntamente con este carácter de alimento, el sacramento del altar contiene la fuerza transformadora que hace presente en el mundo la muerte redentora y la resurrección vivificadora del Señor. Y la hace presente para nosotros, para que su pascua salvadora y renovadora pueda tocarnos, transformarnos y producir en nosotros sus mejores frutos. Así, el contemplativo secular se une eficazmente a la muerte y a la resurrección de Jesús, que no sólo es el modelo de su vida, sino la fuerza transformante que le lleva a la unión de amor con él y a la comunión en su redención.
La Iglesia confiesa que la misa es «sacrificio» porque en ella se hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz. Es, sacramentalmente, el sacrificio de la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres, que nos devuelve la amistad con Dios, rota por nuestros pecados; el sacrificio que nos devuelve la vida, que habíamos perdido por nuestros delitos. No se trata de otro sacrificio añadido al de la cruz, ni siquiera de la repetición de ese sacrificio, sino que es el mismo sacrificio que tuvo lugar en el Calvario hace dos mil años y que se hace presente en el aquí y ahora de nuestra historia.
Puesto que el contemplativo secular busca apasionadamente imitar el misterio de la inmolación redentora de su Señor, sabe reconocer en la misa cotidiana este misterio y lo contempla de tal modo que se siente movido a imitar el sacrificio que contempla, entregando toda su vida como ofrenda sacrificial que, unida a la de Cristo, presenta al Padre en la Eucaristía15.
El mismo Jesús nos descubre este insondable misterio de amor y de comunión cuando nos dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6,56-57). La Eucaristía no nos una simple presencia externa o física del Señor, ni una presencia momentánea en nuestro interior, sino una presencia viva y permanente en nosotros que nos permite «habitar» en Cristo, y hace posible que él habite verdaderamente en nosotros. Podemos entrar así en una relación personal con él de la misma intensidad y profundidad que la relación de amor que se da entre el Padre y el Hijo. Esa relación de amor es la que produce en nosotros la vida verdadera, que es la vida trinitaria; y del mismo modo que Cristo vive por el Padre, el que come el Cuerpo de Cristo vive por medio de él. La Eucaristía nos introduce, pues, en la comunión de amor que es la Trinidad, en la que el Padre y el Hijo se unen en el amor que es el Espíritu Santo16.
Pero la comunión sacramental no nos injerta aisladamente en la vida de Dios. Como la Cabeza y el Cuerpo no pueden separarse, al unirnos a Cristo, que es la Cabeza, somos incorporados a todo el Cuerpo, que es la Iglesia; y, de este modo, la Eucaristía constituye también el sacramento de comunión con la Iglesia a través de la comunión con Cristo, tal como nos dice san Pablo: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1Co 10,16-17).
Finalmente, todo el misterio que celebramos en la misa permanece latente en el sagrario, que conserva el recuerdo vivo de la pasión del Señor y la actualización continuada de su infinito amor por nosotros. Como consecuencia, polariza la mirada y el corazón del contemplativo, que encuentra ahí el lugar idóneo para desarrollar eficazmente su ministerio de oración e intercesión.
D) Liturgia de las Horas
a) El sacramento de la oración de Cristo
Ya hemos tenido ocasión de comprobar que el único modo que tenemos para orar de verdad no puede ser otro que unirnos, por el Espíritu Santo, a la oración de Cristo; debido a lo cual, el ministerio fundamental del contemplativo consiste en ofrecerse a él para continuar su oración en este tiempo y en este mundo17. Y esta unión con el Señor no se puede realizar al margen de la Iglesia. Por eso, el contemplativo secular, miembro vivo del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ejerce de un modo singular su ministerio de orante por medio de la participación en la liturgia de las Horas.
Como acabamos de ver, en la Eucaristía ‑igual que en los demás sacramentos‑ el Señor resucitado es el artífice principal, el que realiza la salvación y el que nos une a su acción redentora. Igualmente, también en la liturgia de las Horas es Cristo el que nos asocia a su oración. Por esta razón, el sacrificio de nuestra vida sólo tiene valor sobrenatural cuando se une al sacrificio de Cristo en la Eucaristía, y nuestra oración sólo es verdadera y eficaz cuando se une a la del Señor, que es el único que puede llevar a cabo la única y verdadera oración. De modo que la oración de la Iglesia es «la oración de la Esposa que habla al Esposo: más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre»18. Y para que no nos pase desapercibido el valor fundamental de nuestra oración «es necesario, por tanto, que, mientras celebramos el oficio, reconozcamos el eco de nuestras voces en la de Cristo y la voz de Cristo en nosotros»19.
En la oración de las Horas, «la Iglesia continúa las plegarias y súplicas de Cristo»20: nuestro canto hace «audible» el canto de Cristo; nuestra oración de lamento da contenido a la protesta de Cristo contra el mal de este mundo; nuestro rezo de los salmos hace actual y experimentable la salmodia de Cristo, no sólo la que realizó en su vida mortal, sino la que realiza ahora como Señor glorioso. En la liturgia de las Horas ‑con la eficacia propia de la liturgia‑ nosotros somos, de un modo especialmente visible, el «sacramento» de la oración de Cristo, su signo visible y audible.
Por esta razón, nuestra tarea, en la oración litúrgica, estriba en buscar a Cristo, unirnos a él y penetrar ‑por la oración‑ cada vez más en su misterio; alabar a Dios y elevar súplicas con los mismos sentimientos con los que oraba el Divino Redentor21. Pero no se trata sólo de imitar algo pasado, sino de que hoy y aquí nos unimos a una oración eclesial que es verdaderamente la oración de Cristo, que sigue intercediendo ahora por nosotros en la presencia del Padre.
Esto es especialmente aplicable a la recitación de los salmos porque el mismo Espíritu en el que Jesús oró con ellos durante su vida mortal ha sido derramado en cada bautizado. Por eso, nosotros podemos ahora ‑con el mismo Espíritu y como Jesús‑ apropiarnos el salmo y entonarlo de nuevo; de tal manera que también para nosotros las palabras de los salmos se hacen palabras vivas y se cumplen, porque los rezamos en el mismo Espíritu que inspiró la Sagrada Escritura. Y él mismo es quien nos ayuda a rezar los salmos con sentido cristiano y unidos a Cristo, que los rezó en la tierra y los une ahora a su plegaria permanente en el cielo.
b) Participación en el sacerdocio de Cristo
Esta unión entre la oración de la Iglesia y la del cristiano es una de las formas más eficaces que tiene éste de participar del sacerdocio de Cristo. El sacerdocio es mediación; y Jesucristo es el mediador entre Dios y los hombres porque trae al mundo la salvación de Dios y eleva hacia Dios la alabanza y las súplicas del mundo. Él, por su muerte redentora y desde su ascensión, ejerce su sacerdocio eterno mediante su ofrenda y su intercesión en el altar del cielo.
Ahora, en el mundo, el sacerdocio de Cristo se hace presente y se ejerce por medio de la Iglesia. Todos los bautizados somos sacerdotes porque todos podemos y debemos ofrecer sacrificios espirituales, tal como nos pide san Pablo: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Por el bautismo, que nos une a Cristo, toda nuestra vida, nuestro ser y nuestro hacer pueden ser ofrecidos al Padre como sacrificio de alabanza y para la salvación del mundo. Como hemos visto, esta realidad, que puso de relieve el Concilio Vaticano II, se realiza de un modo especial en la Eucaristía, donde unimos la ofrenda de nuestra vida al sacrificio redentor de Cristo que se actualiza en el altar22.
Y en el mismo sentido, la liturgia de las Horas nos permite ejercer nuestro sacerdocio uniendo nuestra plegaria a la del Redentor. Él ora, alaba y suplica en el mundo por medio de la comunidad cristiana orante. Es como si nosotros le prestáramos a Cristo sacerdote nuestra voz y nuestro canto para que su oración celeste sea terrena y universal en el momento actual de la historia.
El sacerdocio de Cristo, que es a la vez glorificación de Dios y salvación de la humanidad, «es realizado por Cristo por medio de su Iglesia… también cuando se desarrolla la liturgia de las Horas»23. «La Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su Cabeza, ofrece a Dios el sacrificio de alabanza: esta oración es la voz de la misma Esposa que habla al Esposo: más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre»24. Por esta razón, la liturgia de las Horas tiene una eficacia de tipo sacramental superior a la oración personal, porque hace realmente presente la oración de la Iglesia y la oración del mismo Cristo.
Cuando recitamos o cantamos los salmos, himnos y oraciones de la liturgia de las Horas, nuestra voz y nuestra oración dejan de ser nuestras, porque se las «prestamos» sacramentalmente al mismo Cristo, que las hace suyas. Y entonces, con toda certeza, nuestra oración tiene otra profundidad y otro valor, infinitamente mayores.
Además de prolongar en el mundo la oración de Cristo, la liturgia de las Horas nos permite incorporarnos a la liturgia celeste en la cual, unidos al Señor, a los santos y a los ángeles, tributamos una permanente alabanza y glorificación al Padre. Y de este modo, en nosotros, la humanidad entera y la creación se incorporan a esta glorificación celeste. Por su presencia en el mundo, el contemplativo secular actualiza en la tierra materialmente la liturgia celeste, convirtiendo toda la realidad humana en un canto de glorificación al Padre en el Hijo por el Espíritu.
E) Martirio
El contemplativo secular ha de brillar como luz del mundo; pero éste empleará todas sus fuerzas contra quien esté decidido a vivir la misma vida del Crucificado, intentando arrastrarlo a una vida distinta o contraria a la que ha sido llamado. Sin embargo, esta misma oposición que sufre el discípulo de Cristo es lo que le permite ofrecer el testimonio incontestable de su fe en forma de martirio. De hecho, mártir significa «testigo».
La oposición de unos, la incomprensión de los cercanos, la rebeldía interior del propio yo y sus pasiones, la presión del ambiente y de la familia, los obstáculos provenientes de algunos miembros de la Iglesia, etc., lejos de impedir el cumplimiento de la misión que Dios encomienda al contemplativo secular, le ayudan a llevarla a cabo con mayor realismo y eficacia; porque sólo a través de una verdadera identificación con Cristo crucificado es como el cristiano se convierte en mártir (testigo) de la verdad de Dios en el mundo.
Vivimos en un tiempo marcado por el paganismo, la falta de valores sólidos, el relativismo, el hedonismo, la crisis de autoridad en el mundo y en la Iglesia, el deterioro o la pérdida de los valores evangélicos por parte de muchos cristianos, el rechazo del mundo a la Iglesia y a cuanto ella significa, la proliferación de todo tipo de conflictos y violencias entre naciones, culturas, pueblos o familias. Todo esto, y lo que ello supone de manifestación del poder del mal en el mundo, sólo puede tener como respuesta eficaz el martirio del cristiano, que es la inmolación libre y amorosa de la propia vida como expresión y defensa de la verdad de Dios. Porque en este mundo, oscurecido por tantas mentiras, la verdad de Dios no puede resplandecer a base de palabras; necesita el testimonio incontestable de la entrega de la vida a favor de esa verdad, con independencia de que dicha entrega sea conocida o valorada.
El valor testimonial del martirio no está en el mero hecho de la muerte física del mártir, sino en el amor que le empuja a seguir a Cristo hasta la muerte, puesto que lo que fundamenta el martirio cristiano no es el hecho material de morir, sino estar dispuesto a dar la vida por amor a Cristo. Esto es algo que tenían muy claro los primeros cristianos, que no valoraban el martirio como un acto de heroísmo, sino como manifestación del amor perfecto, que es el que lleva «a dar la vida por los amigos» (Jn 15,13). Por esa razón trataban a los «confesores», que eran los que habían padecido por la fe sin llegar a morir, con veneración semejante a la que tenían con los que habían muerto cruentamente por Jesús, y unían al mártir y al confesor, calificándolos con la misma denominación de «testigos» (mártires); a la vez que establecían una gran distancia entre ellos y los bautizados que no vivían de acuerdo con su condición de hijos de Dios, que eran considerados renegados potenciales.
En la actualidad, el riesgo que tiene el discípulo de Cristo de sufrir la muerte por su fe está limitado a unos cuantos países, donde la persecución a los cristianos resulta violentísima. Pero el hecho de que en los demás lugares no corra peligro su vida no dispensa al contemplativo de vivir permanentemente «crucificado con Cristo» (Gal 2,19) y muriendo con él en cada momento. La pasión de Dios que le consume y el dolor por el pecado de los hombres lo desgarran y convierten en «testigo» verdadero de Dios en el mundo.
Por esta razón, la misión del contemplativo reclama de éste que reconozca la necesidad del martirio ‑incruento, pero no por ello menos doloroso‑ y lo abrace como único modo de unirse de verdad al Crucificado y poder dar «testimonio» veraz de él ante el mundo. Esta necesidad exige que el martirio, aunque no sea físico, sea real. Por lo cual, así como el monasterio le brinda al contemplativo monástico la oportunidad de abrazar una vida de soledad y renuncia, que posibilita el martirio incruento; en el caso del contemplativo secular, es el mismo mundo en el que vive inmerso el que se convierte, con las dificultades que le presenta, en el instrumento providencial para hacer de él un verdadero mártir.
F) Trasparentar a Cristo
El contemplativo está habitado por Dios, con el que se encuentra en lo más íntimo de su ser. Por lo tanto, podríamos definirlo como Teóforo o «Portador de Dios». Siendo el recipiente donde se derrama la presencia de Dios, se convierte en instrumento para que esa presencia llegue a los demás; incluso al margen y muy por encima de palabras o de acciones apostólicas concretas.
Para comprender bien esto hemos de volver más detenidamente sobre el misterio de la vida ordinaria de Jesús, María y José en Nazaret. Ahí descubrimos, por el testimonio de la vida de sus protagonistas, que se puede hacer mucho bien, incluso un bien infinito como es la salvación, sin palabras, sin sermones, sin acciones visibles, sin ruido, sin medios extraordinarios. Basta con vivir a fondo la vida tal como Dios quiere: permaneciendo muy unidos a Dios en silencio, recogimiento, sencillez, humildad y pobreza; en el fiel y amoroso cumplimiento del deber, en el trabajo sencillo; en la bondad y ternura hacia los que nos rodean; en la servicialidad… Una de las grandezas ‑y no pequeña‑ de la vida de Nazaret consiste en que es fácilmente imitable por todos, poniendo a nuestro alcance el extraordinario fruto que le es propio.
En Nazaret, Jesús no vive ocioso; pero tampoco se limita al mero horizonte que supone el quehacer manual: está trabajando afanosamente por la salvación de toda la humanidad. Y no lo hace predicando con palabras, sino con el ejemplo de su vida; no anunciando el Evangelio, sino viviéndolo.
Jesús, María y José viven glorificando permanentemente al Padre, y sus vidas, al estar llenas de Dios, se convierten en sagrarios de la presencia de Dios entre los hombres; de modo que, aunque éstos no lo vean ni lo valoren, ellos están viviendo junto a Dios y están siendo santificados por esa Presencia que es amor salvador; y desde ahí, son cauces de la salvación para el mundo entero.
La vida de Jesús en Nazaret suele definirse como una «vida escondida», como expresión de un tipo de existencia caracterizada por la humildad, la pobreza, la obediencia, el recogimiento y el silencio. Pero hemos de ir más allá, para descubrir que se trata de una vida escondida porque Jesús esconde su ser de Hijo de Dios incluso en el ámbito más cercano, el de su familia y sus amigos, fundiendo su vida con la vida ordinaria de la gente que le rodea. No tiene ningún afán «apostólico» en lo externo, porque el Señor elige libremente salvar al mundo a través de una existencia caracterizada por la pobreza en todos los sentidos.
El contemplativo secular, que busca la más perfecta identificación con su Señor, no se conforma con adherirse interiormente a él, sino que trata de identificarse lo más perfectamente con su mismo modo de vida. El hecho de tener que vivir en el mundo le facilita extraordinariamente esta identificación y le ayuda a revivir la misma vida de Jesús en él. Así, Nazaret se convierte para el contemplativo secular en la forma de vivir la misma vida del Señor y de identificarse con él; por ello no trata de abrazar una vida de ocultamiento, fracaso, desgaste y humillación por sí misma, sino sólo porque es la vida que abrazó Jesucristo. Y sólo ama la vida oculta como consecuencia directa de su amor al Señor y de la necesidad de vivir, lo más exactamente posible, la vida que vivió él.
La vida de Nazaret, con la que se identifica el contemplativo secular, constituye la síntesis más perfecta de la entrega absoluta a Dios y la presencia plena en el mundo. Pero para que el contemplativo pueda convertirse en instrumento eficaz de esa «presencia» transformadora de Dios en él, es necesario que sea consciente de la inhabitación de Dios en su alma, que se una íntimamente a Dios por el amor y se identifique plenamente con Cristo por medio de su más perfecta imitación25. En concreto se trata de una vida caracterizada por:
- -Un impulso apasionado por vivir a fondo la imitación de Jesucristo, con ansia de parecerse lo más perfectamente a él en todo.
- -El silencio y el recogimiento habituales, como signo de intimidad con Dios.
- -La contemplación, o mirada amorosa siempre dirigida a Dios, descubriendo su presencia y su amor en lo cotidiano.
- -La glorificación de Dios a través de todo tipo de obras compatibles con la vida propia de Nazaret.
- -Una vida en obediencia, como consecuencia de la plena docilidad a la voluntad de Dios y al estilo de vida de Jesús.
- -Vivir las realidades ordinarias como medios para consagrar a Dios la vida.
- -Evitar todo agobio y preocupación, haciendo sencillamente lo que se pueda, esperándolo todo de Dios.
- -El amor fraterno, que lleva a vivir como hermano de todos y poniéndose a su servicio.
- -La pobreza y la predilección por los pobres, como manifestación del amor a los valores evangélicos.
- -El aprecio por los trabajos y tareas más humildes.
- -Abrazarse amorosamente a la cruz a través de las dificultades, como signo de la entrega sacrificial de la propia vida a Dios y en favor de los hermanos.
- -La renuncia a la eficacia, el prestigio o al éxito, buscando ofrecer la vida en el anonimato y la gratuidad.
Viviendo todo esto, el contemplativo se convierte en un poderoso predicador del Evangelio; un predicador ciertamente «mudo», porque no se sirve principalmente de la palabra, pero enormemente eficaz, porque él mismo es «otro Cristo», que hace posible que quien le mire vea al Señor.
En este punto, hemos de ser conscientes de la predilección que el mundo tiene por los cristianos que se entregan a las tareas sociales, y el desprecio que demuestra hacia todo lo que no pretenda una clara efectividad humana y visible. Por eso, sintoniza con el cristiano que sea más activo o eficaz. Pero si alguna vez se necesita alguien a quien confiar lo más profundo, se buscará a la persona que «trasparente» a Cristo a través de la sencillez de su vida. Por lo tanto, debemos prescindir de los criterios del mundo como base para discernir la eficacia de nuestra misión.
La pura y simple imitación de Jesucristo no sólo define al contemplativo, sino que constituye el mejor camino para llevar la salvación a la humanidad. El Señor lo afirma de diversas maneras cuando dice: «Sígueme» (Mc 2,14; Lc 5,27; Jn 1,43; etc.), «el que quiera servirme, que me siga» (Jn 12,26), «No está el discípulo sobre su maestro» (Lc 6,40). No nos habla, en principio, de «hacer», sino de seguirle, acompañarle, conocerle, amarle… Lo cual no significa que no haya que «hacer» nada en absoluto, sino que lo que hagamos ha de ser consecuencia y expresión del seguimiento amoroso de Cristo. Él nos enseña, además, la eficacia del trabajo hecho humildemente y por amor; el pasar por la vida, como él, «haciendo el bien» (Hch 10,38); el vivir desarmados ante la injusticia, el inmolarnos sin resistir, ni hablar, hasta subir a la cruz. Para llegar a vivir esto es necesario ahondar en la contemplación de Jesucristo, procurando descubrir su presencia en medio de las actividades cotidianas, dando siempre a lo espiritual el primer lugar. Y, desde esa experiencia y esa vida, podemos dejar fluir e irradiar el infinito amor de Dios a todos los hombres; ese amor por aquellos por los que Cristo ha muerto; el amor que Dios ha derramado sobre nuestras pobres vasijas de barro (cf. Rm 5,5), para convertirnos en instrumentos capaces de llenar del amor divino a la humanidad entera.
Junto con la de Jesús, la vida de María ilumina poderosamente la vida del contemplativo secular. Desde el momento de la anunciación hasta el nacimiento de su hijo, ella es la verdadera Teófora, o «Portadora de Dios», y su modo de vivir nos muestra el estilo de vida propio del contemplativo en el mundo. Y al igual que María, el contemplativo ha sido elegido para vivir la inhabitación de Dios en él de modo consciente y permanente, divinizando así todas las cosas, incluso las más ordinarias y vulgares, y permaneciendo, a través de todos sus actos, en continua adoración a Dios. Esta actitud no le impide, como a María, dedicarse a tareas externas, en medio de las cuales sigue viviendo sumido en Dios y consumido en su amor.
Un ejemplo muy importante de esta vida-en-Dios en medio de la actividad nos lo ofrece la visita de la Virgen a su prima Isabel (Lc 1,39ss). San Lucas nos dice que, inmediatamente después de la Anunciación, María «se puso en camino y fue deprisa a un pueblo de Judá y saludó a Isabel». Acababa de tener una experiencia sobrenatural profunda, en la cual se le había manifestado la extraordinaria acción que Dios estaba realizando en ella y la misión especialísima que le encomendaba. Se trata de un acontecimiento que debió tener en María una resonancia enorme y que supuso, además del impacto del momento, un cambio radical de sus planes y proyectos. Ella fue permanentemente zarandeada por Dios para llevar a cabo el despojo que le permitiera configurar su vida de nuevo. Sin embargo, nada de esto le impide ser consciente de las necesidades que le rodean y poner de su parte lo que puede para ayudarles con caridad y según sus posibilidades. De esta forma, lejos de quedarse encerrada en la experiencia espiritual vivida o de meterse en sí misma, se hace particularmente sensible a la situación de necesidad de su pariente Isabel; y ello, sin dejar de ser consciente interiormente de Dios y de su obra.
Pero este servicio que realiza la Virgen a Isabel va más allá de la simple ayuda material en una situación de necesidad. Se pone en camino como parte de la misión que surge de su encuentro con Dios. De tal manera que María no va sola, pues lleva a Jesús con ella. Y así, el servicio material que presta a Isabel se transforma en la obra de santificación que realiza Jesucristo. Ella, la «Portadora de Dios» por excelencia, lleva a todas partes la Presencia silenciosa, oculta y eficaz del Redentor. De este modo, el trabajo humilde de María es medio para el trabajo redentor del Hijo. Y el hecho de llevar a Jesús, «habitando» en ella, la convierte en instrumento de santificación para los demás.
Este misterio que se realiza en la Virgen María es el mismo misterio que Dios quiere llevar a cabo en el contemplativo secular, que está llamado, como ella, a ser recipiente vivo de Jesucristo, a llevar en silencio la salvación a todos los que le rodean, convirtiéndose en sagrario de Cristo en medio del mundo, haciendo presente al Señor, no por la palabra sino con su presencia silenciosa, predicando el Evangelio no con la boca sino con la vida, y cooperando eficazmente a la santificación del mundo.
La contemplación de estos misterios del Señor y de María nos descubre claramente la esencial vinculación existente entre el ser y la misión del contemplativo secular. Éste vive en el mundo por designio de Dios; pero también, por designio de Dios, está llamado a vivir una misión sagrada e importantísima, que trasciende el mundo. Una misión que realiza fundamentalmente por el mero hecho de ser lo que es, porque a través de su ser esencial hace presente a Jesucristo y difunde la gracia de Dios a su alrededor. Pero, además, está llamado a vivir la más perfecta imitación de Jesucristo en Nazaret, trasparentando claramente la forma de vida propia de Jesucristo y siendo cauce de la eficacia de la presencia del Señor, que hace actual en el momento histórico en el que vive.
G) Reconocer la huella de Dios
El contemplativo secular es consciente de estar habitado por Dios. Vive bajo la mirada divina y acompañado por la permanente presencia del Señor; de manera que todo lo que dice o hace, y todo lo que sucede a su alrededor, está empapado por esa presencia. Para él todo es don de Dios; y a la vez, todo es manifestación de su presencia. Nada ni nadie existe que pueda considerarse, en rigor, profano; todo es sagrado. Todos los acontecimientos, las circunstancias, los encuentros y los momentos trasparentan la presencia de Dios y son signos de su bendición. Así, el tiempo se hace sagrado, y todos los elementos de la propia existencia se disuelven y se unifican en el fuego de la presencia amorosa de Dios.
A partir de la presencia de Dios en el abismo interior del contemplativo, éste se convierte en permanente adorador del Amado. En principio lo reconoce en su propio interior, actuando de muchas maneras, pero siempre sembrando su amor infinito por todas partes y buscando la comunión de amor y de vida con todas las personas. El amor divino, que ha sido derramado en su corazón con el Espíritu Santo, le convierte además en un apasionado buscador de Dios, porque su vida no tiene otro sentido que descubrir a ese Dios que le ha amado hasta el extremo de entregarlo todo en el Hijo crucificado. Y esa búsqueda hace que descubra con gran fuerza la presencia silenciosa de Jesús en la eucaristía, convirtiendo el sagrario en lugar privilegiado en el que lo adora y se une a él por el amor. E, igualmente, las personas, las circunstancias o los acontecimientos son otros tantos modos de presencia del Amado, que, detrás de todo, invita a la comunión de vida y amor con él. El contemplativo secular, enamorado del Amor, busca en todo la huella del Dios por quien suspira para poder adorarlo en todo momento y circunstancia. Una adoración que no es estática o formal, sino vital, porque busca hacer de su vida una ofrenda viva a Dios26, cumpliendo su voluntad en cada momento.
Esta necesidad y capacidad de descubrir la huella de Dios en todo le impulsa con fuerza a buscarla, sobre todo en el hermano, para adorar en él al Dios escondido que vive en el interior del otro, convirtiendo el encuentro interpersonal en motivo de oración, de diálogo interior y amoroso con ese Dios, oculto y a la vez presente, que se le ofrece en los demás; y tratando siempre de servir al Amado a través del servicio humilde a los hermanos.
De aquí brota un modo de actuar que marca claramente la vida del contemplativo secular y sus relaciones; haciendo que nadie le sea indiferente desde el momento en que descubre y vive la especial misión que Dios le confiere en relación con los demás, que se convierten, bajo la mirada nueva que Dios le regala, en ocasión providencial para participar con fruto en la misión redentora de Jesucristo.
Hay que subrayar la importancia que tiene esta acción como verdadero ministerio, dada la necesidad apremiante que existe en la Iglesia y en el mundo de que existan personas capaces de llevar la presencia y la acción de Dios a los demás. Y esto no se puede realizar de cualquier manera. Todo cristiano está habitado por Dios, pero el contemplativo secular sabe reconocerlo. Y en la medida en que es consciente y vive esa presencia, que es una presencia activa, se actualiza su eficacia redentora. Ésa es la base de este ministerio: la necesidad de llevar esa presencia al mundo para que aflore en él la salvación. Dios es el salvador; pero quiere servirse del ministro que lleve su presencia a los demás: El contemplativo, al reconocer a Dios presente en todo, es como si «rescatase» esa presencia para que se haga eficaz. Se trata de un ministerio, de una «acción»; no basta con que uno sea contemplativo, sino que tiene que actuar, rescatando esa presencia del Señor, para que se manifieste con toda su fuerza y eficacia sobrenatural.
H) Discernimiento
La conciencia de la presencia de Dios en su alma hace al contemplativo muy sensible a la voluntad de Dios; y su atención al soplo del Espíritu Santo le permite descubrir, de forma simple y connatural, no sólo la presencia y el amor de Dios en todo, sino el designio de éste sobre su propia vida, sobre los demás y sobre el universo entero.
Esta sensibilidad es la clave del discernimiento, y la gracia que permite al contemplativo vivir siempre a la luz de Dios y, a la vez, proyectar esa luz sobre los demás. Se trata de una gracia que hay que cuidar con esmero a través de la misma oración y, especialmente, por medio de la dirección espiritual, en la que se ejercita y agudiza la visión sobrenatural de todas las realidades.
La capacidad de discernimiento se hace particularmente necesaria en un mundo cada vez más opaco a la gracia; por eso, a la vez que trasparenta a Cristo al mundo y descubre en todo la mano de Dios, el contemplativo secular tiene que aportar la luz de Dios a tantas personas que caminan en tinieblas, para iluminar sus vidas a la luz de la fe y descubrirles el camino de la salvación.
Este servicio debe ofrecerse sólo cuando es necesario, y muy humildemente, y no supone que vaya a ser aceptado de buen grado por todos. En esta misión no importa tanto el resultado inmediato como el ser referencia viva del proyecto concreto de Dios sobre la humanidad y sobre cada uno de sus miembros.
I) Amor
La vida contemplativa secular exige vivir en permanente tensión de eternidad en medio del desgarro entre lo humano y lo divino; lo que obliga a sumergirse en el amor apasionado a Dios y, simultáneamente, a expresar el más grande amor a los hermanos, por los que se acepta y se ofrece la propia vida crucificada. Este amor a los demás, que tiene su máxima expresión en la entrega sacrificial de la propia vida, lleva necesariamente a vivir la caridad de modo permanente y sencillo.
El contemplativo secular vive motivado y dirigido por el amor a Dios y al prójimo. Ama a Dios con todo su ser y de verdad, no sólo en teoría o en la intención. También ama a los demás de manera real y concreta; y, puesto que el ser humano no es un espíritu puro, su amor fraterno se manifiesta en amistad real, afecto, comprensión y ayuda eficaz.
Vivir la presencia permanente de Dios no le convierte en un ser insensible ni distante. Se sabe hermano de todos y su atención a Dios se traduce necesariamente en una atención al hermano, lo que le hace cercano y acogedor, sencillo y cordial, atento y alegre, respetuoso y tierno…, reviviendo en lo concreto de la vida el estilo de vida propio de Jesús en Nazaret.
La presencia viva de Dios, que inhabita en el contemplativo secular, se traduce en una efusión permanente del mismo amor de Dios que le inunda y le consume, moviéndole a entregar su vida en favor de los hermanos. Ese «amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5), y hace al contemplativo particularmente sensible a las necesidades del prójimo, porque le da, con el amor de Dios, la mirada y el corazón del mismo Dios. Gracias a ellos experimenta con viva fuerza lo que siente Dios y lo que sienten los hombres.
Esta visión renovada que posee el contemplativo secular le permite descubrir las necesidades de los demás y poder ofrecerles la única respuesta plena y verdadera, que es el amor divino que él ha recibido. Así, el amor concreto de su vida entregada le convierte en el puente que Dios tiende hacia los hombres para hacerles llegar su amor infinito y redentor.
Por consiguiente, una de las características más significativas del contemplativo secular es la caridad, que tiñe toda su vida de un color peculiar. El amor primero ha de ser para Dios, con todo lo que significa de atención, escucha, receptividad, docilidad y oración. Y desde esa fuente inagotable que es Dios-amor, debe expandir el amor a los demás, sabiendo acogerlos con benevolencia, estando atento a las necesidades de los otros, diciendo la palabra oportuna y corrigiendo si es necesario; dedicándoles su tiempo, sus energías o su dinero; y todo ello sin hacer acepción de personas, sino en función de las necesidades reales del hermano. Esto, que vale para todos, tiene que aplicarse especialmente a los pobres, del tipo que sean, puesto que ellos representan a Cristo de manera real y concreta.
J) Pobreza
El que sólo tiene a Dios como único y fundamental bien es necesariamente pobre respecto a todo lo demás, y se hace desprendido y libre de bienes, afectos, obras o intereses27. Porque quien tiene el corazón en Dios no puede ponerlo en ninguna otra realidad, por buena y santa que sea. La gracia de la vida nueva en Cristo le impulsa a vivir cada día más para Dios y le hace más libre frente a todo lo que no es Dios. De tal modo que la pobreza forma parte de la espiritualidad del contemplativo secular, y su valor se cifra no en la mera renuncia a bienes materiales, sino en lo que la fundamenta, que es la imitación de Jesucristo pobre. Así, pues, pobreza no es sólo privación, sino aceptación, por amor, de la privación. En el fondo, se trata de un acto de libertad sobre los bienes materiales y de todo tipo, tal como lo hizo el Señor. Por eso, la pobreza evangélica no lleva a ningún modo de estoicismo, puesto que no se busca el desprendimiento por sí mismo, sino que éste es testimonio natural del amor de Dios que inunda el corazón.
Pero debemos conseguir que la pobreza sea real, porque no basta con la intención. Y para ello hemos de prestar mucha atención a los signos que manifiestan nuestra falta de pobreza: fundamentalmente la inquietud, que revela el miedo a perder algo, y la tristeza, cuya causa suele ser haber perdido algo. Es evidente que no están en juego los simples bienes materiales, sino el apego a cualquier realidad que no sea Dios, lo que constituye la base de la falta de pobreza. Si tenemos inquietud por el resultado de un trabajo o tristeza por haber fracasado, podemos descubrir en ello la falta de pobreza respecto de los resultados de dicho trabajo. Si sentimos inquietud por conseguir afectos o pasamos por la tristeza de haberlos perdido, nos encontramos ante la falta de pobreza frente a los afectos.
En sentido positivo, el gran signo que identifica la pobreza es la libertad, que es lo propio de quien no tiene nada que perder, porque no posee nada. La experiencia de la pobreza evangélica confiere a la vida del contemplativo un tono luminoso de libertad, que se manifiesta en toda su vida y se muestra al exterior en forma de alegría. Por lo tanto, para que sea verdadera, la pobreza del contemplativo secular ha de ser alegre, porque la alegría es el signo propio de la libertad del espíritu y de la entrega a Dios. Debe también abarcar todos los ámbitos posibles de posesión: el dinero, el tiempo, las energías y capacidades, los bienes materiales, las seguridades, los afectos, etc. Además, debe ser significativa, es decir: tiene que notarse; no basta que sea interior o intencional, sino real y visible al exterior. Debe, también, ser generosa, llevando a una abierta predisposición de dar al que lo necesite. Y, finalmente, va acompañada por un gran amor a los pobres, en los que se reconoce una presencia privilegiada del Señor.
En la medida en que el contemplativo secular vive en el mundo, ha de ser signo de las realidades celestiales ante los demás; y la pobreza forma parte de su testimonio. No se trata de que haga alarde de nada, pero tampoco de que oculte el tesoro que lleva y cuya presencia se puede descubrir a través de la alegría y la libertad que sólo se explican porque provienen del que es verdaderamente pobre.
El contemplativo que vive en el mundo usa de las cosas, se relaciona con los demás y tiene un estilo de vida que pone de manifiesto que Dios es su todo, el que llena plenamente su vida y que con él le basta. Y este testimonio debe tener la visibilidad de lo concreto; por lo que la centralidad del amor de Dios tiene que traducirse en elecciones realistas y visibles, que lleven a una vida marcada por la austeridad personal y el servicio a los demás, huyendo de la comodidad o el consumismo que nos rodean. Esto, evidentemente, no supone un desprendimiento tan absoluto que impida la vida en el mundo, pero sí comporta un estilo de vida caracterizado por la austeridad y la renuncia a muchas realidades prescindibles, que permita vivir en el mundo, pero siendo testigo de la libertad propia del que vive anclado en el amor de Jesucristo.
K) Sencillez y trasparencia
Existe una realidad singular en la que se expresa, a la vez, el amor y la pobreza que deben caracterizar la vida contemplativa. Se trata de la «comunicación». El contemplativo secular no es un ser reservado o extraño, sino que se comunica en verdad y a fondo, porque el amor supone comunicación, algo que tiene mucho que ver con la pobreza. Uno es pobre porque no tiene propiedades, ni materiales ni tampoco espirituales. Por eso no puede apegarse, ansioso, a nada. No sólo al dinero o a la comodidad, sino tampoco al éxito, a las seguridades, como tampoco a su imagen o a su misma intimidad. El pobre no se comporta como quien se siente poseedor celoso de su vida o de su intimidad. Por tanto, salvando la prudencia y la natural discreción en todo lo que tiene carácter de reservado, el contemplativo es trasparente. Eso no significa que deba hablar mucho, sino que se deja conocer por los demás y busca ser conocido a fondo por ellos.
Si soy diáfano para los que me rodean, ellos lo serán también para mí, porque me coloco en el nivel de comunicación sincera y profunda de la verdad. El trasparente crea trasparencia en los otros e impide la comunicación opaca y confusa; lo que le exige una gran apertura de corazón, disponibilidad y renuncia; aunque siempre lejos de todo modo de exhibicionismo o de curiosidad. Esto es, justamente, lo que impedirá que el enemigo le lleve por sendas de oscuridad y disimulo; porque en el ámbito de la trasparencia el demonio no tiene nada que hacer.
Y en esto no es suficiente una mera actitud humana de sinceridad y apertura; hace falta algo mucho más profundo y sobrenatural. La gloria de Dios que existe en mí puede hacer aflorar la gloria de Dios que existe en el otro. Esto exige que sea consciente de este don que poseo y que es compartido con las demás personas. Así, cuando me encuentro con otra persona y hablo con ella, podríamos decir que Dios habla a Dios, el Espíritu al Espíritu, el Amor al Amor; y ese encuentro se convierte entonces en gracia y salvación. Esto puede aplicarse a todo tipo de relación, pero especialmente a la relación que se da entre los contemplativos, cuya comunión de amor hace posible, de modo especialmente intenso, esa comunión trinitaria que se actualiza en nosotros.
Hemos de ser conscientes de que la mayor dificultad para vivir la sencillez y la trasparencia evangélicas radica principalmente en la falta de aceptación de uno mismo. Es algo que suele tener una base psicológica, y acaba implicando seriamente toda la vida espiritual, impidiendo vivir en serio la pobreza, puesto que no es verdaderamente pobre el que no se acepta a sí mismo como es o no es capaz de aceptar a los demás tal como son.
Quien desea vivir contemplativamente ha de ser lo suficientemente humilde como para dejar que los demás le vean como es en verdad, y suficientemente bondadoso como para verlos a ellos como son, sin juzgarlos ni condenarlos. Es la actitud evangélica que lleva a la libertad, porque quita el miedo al qué dirán y elimina la necesidad de aparecer ante los demás de un modo determinado.
Ahora bien, ¿qué podemos hacer si nos falta trasparencia? Salvando las normales diferencias entre los diversos caracteres ‑comunicativos o reservados‑, el problema suele radicar en una necesidad, más o menos consciente, de ocultar o falsear la propia imagen por determinadas causas psicológicas, como el miedo al ridículo o al fracaso, la dependencia de la opinión de los otros, la necesidad exagerada de ser querido o valorado, etc. Una vez que somos conscientes del problema, hemos de tener mucho cuidado con las justificaciones espirituales a las que recurrimos para defender nuestros miedos y darles aspecto de virtud. La trasparencia no se puede conseguir si no es involucrándonos realmente, obligándonos a dar a los demás lo que a nosotros nos hace bien; porque manifestando lo que creemos y vivimos en la realidad, evitaremos refugiarnos en expresiones teóricas que obstruyen el paso de la gracia.
Sólo quien es sencillo y diáfano puede vivir en armonía consigo mismo y con los otros, porque sólo el que tiene estas actitudes puede vivir en armonía con Dios, que huye siempre de la complicación y el artificio. El mismo Jesús, modelo de autenticidad y trasparencia, nos invita a abrazar la sencillez evangélica, que nada tiene de ingenua ignorancia (cf. Mt 10,16). Se trata de algo tan importante que podríamos afirmar que la trasparencia es un verdadero ministerio y, por lo tanto, comporta trabajo y lucha, y tiene un precio, pues, con frecuencia, después de un ejercicio de manifestación profunda, puede quedar en nosotros una dolorosa sensación de vacío e indefensión, que no debemos evitar, sino aceptar en pobreza.
Hay que tener en cuenta, además, que la claridad produce rechazo en los que tienen interés por ocultarse o disimular; especialmente cuando puede estar el demonio detrás de su disimulo. Pero hay personas buenas, muy condicionadas por miedos o complicaciones, que necesitan que se les ofrezca la trasparencia gratuita para poder liberarse de sus cadenas. Cuanto mayor sea nuestra trasparencia, mayor será el rechazo que provoquemos en el mundo de la doblez y el fingimiento, pero también será mayor la capacidad de conectar con quienes intentan vivir en la verdad y en la libertad. De este modo, la trasparencia se convierte en un auténtico apostolado. Desde ella, el contemplativo se convierte en vínculo de comunión con los demás en la verdad, y va creando a su alrededor la fraternidad a la que Dios nos llama a todos y para la que nos ha creado.
Por último, anotemos que nada hay más alejado de la verdadera trasparencia propia del contemplativo que la alambicada reserva que caracteriza ciertas espiritualidades, más preocupadas por dar una imagen lejana y «espiritual» que por generar una verdadera comunión entre las personas.
L) Misiones y vocaciones particulares
Aunque todos los contemplativos seculares participan de una misma vocación, cada uno la vive de un modo único y personal, fruto de la acción irrepetible del Espíritu Santo en cada alma. Así, unos estarán especialmente llamados a vivir la pobreza, otros la Palabra de Dios, otros el silencio, otros la mansedumbre o la cruz… Estos diferentes matices y enfoques, si son verdaderos, servirán para vivir más a fondo la vocación contemplativa secular y crecer en el amor sobrenatural que construye la unidad desde la diversidad.
Lo mismo cabe decir de las tareas apostólicas a las que Dios llama, según su peculiar designio de amor y salvación. La vida contemplativa secular, por el hecho de desarrollarse en el mundo, participa de la misión apostólica propia de la Iglesia; una misión que se fundamenta en la oración y la intercesión, pero que normalmente ha de proyectar la propia vida interior en distintas vocaciones y misiones eclesiales, tanto consagradas, sacerdotales o laicales; así como en diferentes tareas apostólicas parroquiales, diocesanas, etc.
La vocación y la misión propias del
contemplativo secular exigen de éste que valore y defienda tanto su vocación particular
como las tareas apostólicas a las que Dios le llama, que son realidades fundamentales de las que debe sentirse
plenamente responsable. Constituiría un grave error pretender que ser
contemplativo en el mundo permitiera recortar en la vocación de sacerdote o de
esposo, o dispensara de la entrega
total a la misión de padre o de catequista. Ciertamente, la vocación
contemplativa es la fuente interior que fecunda toda la realidad secular del
contemplativo en el mundo, pero eso no le quita valor a las misiones y tareas
concretas que tiene encomendadas y que constituyen el cauce ordinario para
cumplir su misión más profunda de manera real y no como un ideal desencarnado.
NOTAS
- Recuérdese cuanto se dijo a este respecto en el capítulo V, en el apartado 2. Una vocación que transforma el ser, p. 73.
- Véase, en el capítulo V, el apartado La intercesión de los contemplativos monásticos y seculares, p. 110.
- Véase el capítulo V. El ser del contemplativo secular, p. 69, especialmente el apartado 2. Una vocación que transforma el ser, p. 73.
- Véase, en este mismo capítulo VI, el apartado D) Liturgia de las Horas, p. 140.
- San Agustín, Confesiones, 3, 6, 11.
- Esto aparece en todo el Nuevo Testamento y está especialmente desarrollado en san Pablo, véase 2Co 12,9-10: «Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte»; 1Co 1,17-25: «El mensaje de la cruz […] es fuerza de Dios. […] Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados ‑judíos o griegos‑, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres».
- Véase en el capítulo V. El ser del contemplativo secular, el apartado C) Unidos a Cristo mediador, p. 89.
- Esto es lo que pide Jesús al Padre: «No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Jn 17,15).
- Santa Isabel de la Trinidad, Cartas, 232.
- Véase Mt 7,7: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra y al que llama se le abre» (cf. también Mc 11,24).
- Véase también 1Jn 3,22: «Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada»; 1Jn 5,14-15: «En esto consiste la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido».
- Recuérdese lo que se dijo al respecto en el capítulo V, en el apartado a) «Crucificados» con Cristo, p. 89.
- Lumen Gentium, 11.
- Presbyterorum ordinis, 5.
- «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrezcan a Dios la Victima divina y se ofrezcan a sí mismos juntamente con ella» (Lumen Gentium, 11).
- Esto está íntimamente relacionado con lo que veíamos en el capítulo V, en el apartado B) Ser «alabanza de la gloria» de Dios, p. 81; y en el capítulo VI, en el apartado 1. Una misión eficaz, p. 115.
- Véase, en este mismo capítulo VI, el apartado a) Orar como misión, p. 119.
- Sacrosantum Concilium, 84.
- Pablo VI, Laudis canticum, 8.
- Ordenación general de la liturgia de las Horas, 17.
- Cf. Ordenación general de la liturgia de las Horas, 19.
- Véase Lumen Gentium, 10-11, y, en el capítulo VI, el apartado C) Eucaristía, p. 138.
- Ordenación general de la liturgia de las Horas, 13.
- Ordenación general de la liturgia de las Horas, 15.
- En este sentido véase 1Co 11,1: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo»; Flp 2,5ss: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús… no retuvo ávidamente el ser igual a Dios… se despojó de sí mismo…»
- Véase Rm 12,1: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual».
- Éste es el sentido de la primera de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).