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Metodología

La «lectio divina» es un modo de leer la Palabra de Dios que me permite acogerla interiormente de una manera tan viva que me lleva a la contemplación. La finalidad, pues, de la lectio es llegar al punto de especial resonancia de la Palabra que enlaza con una silenciosa acogida de ésta en sosiego contemplativo.

Como este tipo de lectura suele hacerse de forma continuada, al comenzar un capítulo o un apartado de la Escritura conviene que lo lea despacio y completamente. Luego, dependiendo del tiempo de que disponga o la importancia del texto, me detendré en los primeros versículos para hacer la lectio sobre ellos. Al día siguiente continuaré con el versículo o versículos que siguen, y así sucesivamente hasta terminar.

El orden a seguir debería asemejarse al siguiente:

Antes de empezar, me pongo en presencia de Dios y le pido que me ilumine por medio del Espíritu Santo para mostrarme internamente la luz de su Palabra. Puedo servirme de la siguiente oración:

Ven, Espíritu Santo,
y haz que resuene en mi alma la Palabra de Dios,
que se encarnó en las entrañas de María virgen
y se nos entrega en la Escritura, inspirada por ti.
Purifícame de todo pensamiento malo o inútil
así como de intereses y apegos contrarios a tu voluntad,
a fin de que busque sólo la Verdad y la Vida.
Concédeme la fe y la humildad necesarias
para que acoja dócilmente a Aquél que,
siendo la Palabra divina y eterna,
se hizo Palabra humana y temporal.
Ilumina mi entendimiento e inflama mi corazón
para que, meditando con devoción la Palabra,
la reciba con amorosa docilidad
y haga posible que habite en mi alma
y fructifique en mi vida para gloria Dios. Amén.

Luego, selecciono el pasaje concreto sobre el que voy a hacer la lectio.

1. Comienzo leyendo despacio el texto que he escogido, con la actitud y el deseo de que me «empape» interiormente e ilumine mi corazón, recogiendo las resonancias que descubro en mi interior.

2. Realizo una lectura sencilla de los materiales que me ayudan a entender el texto, fijándome especialmente en las conexiones que encuentro con las resonancias que me había ofrecido el texto sagrado.

3. Vuelvo a leer el texto, deteniéndome en aquello que ha resonado en mí, iluminándolo con los aspectos que el material me brinda para iluminar y profundizar en esas resonancias, sin preocuparme de abarcar toda la información que me ofrece dicho material de ayuda.

4. Realizo una repetición orante y gustosa de las palabras de la Escritura que Dios me va iluminando. Aquí, lo importante no es abarcarlo todo, sino continuar el proceso de la «lectio» del texto propuesto, para lo cual debo seleccionar sólo aquellos «bocados» de la Palabra que más me ayudan a acoger de forma amorosa lo que Dios me dice, sin preocuparme por agotar todo el texto bíblico ni los materiales complementarios.

5. Dejo que esas resonancias de la Palabra repetida vayan tomando forma en mi interior y susciten mi entrega generosa al Señor como respuesta amorosa al don que él me da en la Escritura.

6. Me voy sumergiendo en el amoroso diálogo iniciado, que se va simplificando a través del silencio de acogida y amorosa donación mutua, para desembocar en la contemplación de Dios y de lo que él me muestra, me regala y me pide; así me quedo largamente en el silencio de la comunión de amor que ha establecido conmigo a partir de su Palabra.

Moisés se reúne en Egipto con Aarón y con los hebreos (Ex 4,18-23.27-31)

Texto bíblico

18 Moisés regresó a casa de Jetró, su suegro, y le dijo: «Permíteme volver a mis hermanos que están en Egipto para ver si aún viven». Jetró le respondió: «Vete en paz».

19 El Señor dijo a Moisés en Madián: «Anda, vuelve a Egipto, porque han muerto todos los que te buscaban para matarte». 20 Moisés tomó a su mujer y a su hijo, los montó en un asno y regresó a la tierra de Egipto. Moisés tomó en su mano el bastón de Dios. 21 El Señor dijo a Moisés: «Cuando vuelvas a Egipto, fíjate en todos los signos que yo he puesto en tus manos y realízalos ante el faraón. Yo endureceré su corazón y no dejará salir al pueblo. 22 Y dirás al faraón: “Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito. 23 Yo te digo: Deja salir a mi hijo para que me dé culto. Si te niegas a dejarlo salir, yo daré muerte a tu hijo primogénito”».

27 El Señor dijo a Aarón: «Vete al desierto al encuentro de Moisés». Él fue, lo encontró en la montaña de Dios y lo besó. 28 Moisés contó a Aarón todas las palabras que el Señor le había encomendado y todos los signos que le había mandado realizar. 29 Luego Moisés y Aarón fueron y reunieron a todos los ancianos de los hijos de Israel. 30 Aarón refirió todas las palabras que el Señor había dicho a Moisés y realizó los signos ante el pueblo. 31 El pueblo creyó y, al oír que el Señor había visitado a los hijos de Israel y había visto su aflicción, se inclinaron y se postraron (Ex 4,27-31).

Lectio

[v. 18] Moisés no comunica a su suegro la aparición, porque le va a resultar muy difícil de creer, sino que le pide permiso para visitar a su familia.

[vv. 19-20] Es significativa la enorme similitud de estos vv. con las palabras del ángel a José para que vuelva a Egipto con el niño:

El Señor dijo a Moisés en Madián: «Anda, vuelve a Egipto, porque han muerto todos los que te buscaban para matarte». Moisés tomó a su mujer y a su hijo, los montó en un asno y regresó a la tierra de Egipto. Moisés tomó en su mano el bastón de Dios (Ex 4,19-20).

Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño». Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a la tierra de Israel (Mt 2,19-21).

San Mateo reproduce casi al pie de la letra las palabras de Ex 4,19-20, porque escribe para cristianos de origen judío y tiene mucho interés en mostrar paso a paso la semejanza entre Jesús y Moisés, para proclamar así que Jesús es el nuevo Moisés. También el cuarto evangelio pone en paralelo a Moisés y a Jesucristo, mostrando la plenitud de éste:

La ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo (Jn 1,17).

En muchas ocasiones san Mateo en su evangelio realiza esa relación de identificación y superación entre Moisés y Jesús, empezando por los capítulos dedicados al nacimiento y la infancia de Jesús. San Mateo es el único que recoge la muerte de los inocentes (Mt 2,16-18): Jesús se salva en su infancia de una matanza de niños lo mismo que Moisés es sacado de las aguas y librado de la matanza de los niños varones decretada por el faraón. Jesús tiene que huir a Egipto para librarse de la muerte (Mt 2,13-14) lo mismo que Moisés tiene que huir del faraón (Ex 2,15). El Señor por medio de su ángel hace el llamamiento a José para que vuelva a Israel (Mt 2,19-20) del mismo modo que el Señor llama a Moisés para que vuelva con su pueblo (Ex 4,19). Así, los lectores del evangelio de san Mateo, que son cristianos de origen judío, comprenden que en Jesús se cumple la profecía hecha al pueblo de Israel, que no encuentra su realización hasta la venida de Jesús, el Hijo de Dios:

El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis (Dt 18,15).

No surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara (Dt 34,10).

Así san Mateo anuncia que Jesús es el nuevo Moisés, el que puede anunciar la voluntad de Dios porque Jesús, el Hijo de Dios, ha hablado con el Padre cara a cara (cf. Jn 1,18; Ex 33,11).

[v. 21] Cuando el Señor anuncia a Moisés que va a endurecer el corazón del faraón no está manifestando la voluntad de Dios de que el faraón se oponga a los planes de Dios, como si el endurecimiento del faraón fuera resultado de la decisión y de la acción de Dios, sino que Dios va a aprovechar la negativa del faraón para mostrar sus signos. La mentalidad del Antiguo Testamento, con mucha frecuencia, atribuye directa y exclusiva­mente a Dios el resultado de todas las acciones, sin tener en cuenta lo que nosotros llamamos las «causas segundas», las decisiones libres de los seres humanos con las que Dios cuenta y utiliza para realizar sus planes. Esta forma de pensar y expresarse atribuye a Dios la decisión del faraón de oponerse los planes de Dios para mostrar su grandeza y su poder por medio de los signos que va a realizar a través de Moisés.

[vv. 22-23] El libro sagrado anticipa algo muy importante: Dios proclama a Israel como su hijo primogénito, que quiere que le dé culto en el desierto; y anuncia la muerte de los primogénitos, que será la última y definitiva señal para que el faraón deje salir de Egipto a este pueblo, primogénito de Dios (Ex 12,29-42). Israel no va a ser el único pueblo considerado como hijo de Dios, pero sí es el hijo primogénito. Y Dios anuncia que, si el faraón daña a su hijo primogénito, él castigará a los primogénitos de Egipto. Éste es el lugar tan importante en que Dios coloca al pueblo de Israel, y esa dignidad de hijo primogénito hace que se entienda todo lo que va a venir a continuación: las plagas y la salida de Egipto.

[vv. 27-28] Aarón sale en busca de Moisés porque el Señor le habla para decirle que debe encontrarse con él en el desierto. Ciertamente es Moisés el que ha recibido la revelación de Dios y sale de camino a Egipto por el desierto. Pero también Aarón ha recibido la luz de Dios y se encuentra con su hermano porque Dios le ha revelado por dónde viene. De este modo, Aarón ratifica de forma externa la experiencia y la misión que ha recibido Moisés en el encuentro personal con Dios en la zarza: Moisés se da cuenta de que Dios también ha hablado a Aarón para poner en marcha los planes que había revelado a él mismo. Aarón también ve confirmado que Dios le ha hablado y le ha puesto en camino porque se encuentra con su hermano Moisés, que le manifiesta los planes de Dios. El encuentro de los dos hermanos sirve para afianzar y completar lo que cada uno ha recibido de Dios por separado.

Vamos a detenernos en señalar otras situaciones parecidas en las que Dios ratifica de forma externa, por medio de otra persona, lo que ha manifestado de forma más personal e íntima.

Algo parecido a lo que realiza Moisés con Aarón es lo que sucede en el encuentro de María con su pariente Isabel:

Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,41-45).

María recibe la gracia de un encuentro personal con Dios que va a quedar ratificado cuando ella, preocupada por Isabel y aceptando el signo que le da el ángel (Lc 1,36), vaya al encuentro de su pariente. La revelación que le ha hecho el ángel a María se completa con lo que le dice Isabel. Al mismo tiempo, Isabel ve ratificada en ese encuentro la acción de Dios en ella, porque su hijo Juan salta de alegría en su seno y el Espíritu Santo le hace proclamar a María como la madre de su Señor y bienaventurada porque ha creído. En el encuentro de las dos mujeres se fortalece y se complementa la gracia y la revelación que cada una había recibido por separado.

Lo mismo sucede en el encuentro de Pablo y Ananías:

Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión: «Ananías». Respondió él: «Aquí estoy, Señor». El Señor le dijo: «Levántate y ve a la calle llamada Recta, y pregunta en casa de Judas por un tal Saulo de Tarso. Mira, está orando, y ha visto en visión a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista». Ananías contestó: «Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén, y que aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre». El Señor le dijo: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre».

Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo». Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas (Hch 9,10-18).

San Pablo se ha encontrado con Cristo resucitado antes de llegar a Damasco, y ha perdido la vista. Son sus compañeros los que le introducen en la ciudad porque no puede ver. Mientras tanto, el Señor se presenta a un importante cristiano de la ciudad, a Ananías, y le envía a Pablo, que a su vez ha tenido la visión de que Ananías le impondrá las manos para devolverle la vista. Dios va moviendo magistralmente los hilos para este encuentro. Ananías le confirma a Pablo que es el Señor quien se le ha aparecido en el camino: la prueba es que le ha comunicado a él lo sucedido y le ha enviado para devolverle la vista. La experiencia que Pablo tiene en el camino es corroborada por el encuentro concreto con la Iglesia que, a través de Ananías, le devuelve la vista y le da el bautismo.

Algo similar realiza el Señor con Natanael. Juan y Andrés, por indicación del Bautista, se encuentran con Jesús. Andrés lleva a su hermano Pedro hasta Jesús; al día siguiente Jesús se encuentra con Felipe, y éste se encuentra a Natanael y lo conduce a Jesús.

Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño». Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?». Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1,47-49).

Aquí aparece primero la experiencia interna de Natanael debajo de la higuera. No sabemos qué estaba haciendo o pensando allí, pero cuando el Señor le dice que lo vio allí, hace una de las profesiones de fe más claras y rotundas del Nuevo Testamento: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». Hay una experiencia interior que constituye lo esencial, pero el Señor quiere reforzarlo exteriormente diciéndole que lo vio. De ese modo, Jesús le corrobora a Natanael que lo que ha visto es verdad y que su llamada conecta con lo que había experimentado.

Estos encuentros de Moisés con Aarón, María con Isabel, Pablo con Ananías, Jesús con Natanael, nos enseñan que Dios no quiere que las experiencias espirituales interiores se queden sólo en el sujeto que las recibe, sino que tengan un contraste exterior; y, a veces, busca que esa confirmación sea muy llamativa.

Los Padres de la Iglesia explican esta forma de proceder de Dios diciendo que Dios actúa con sus dos manos: una mano es el Verbo y la otra es el Espíritu Santo. El Verbo encarnado es el que desde fuera del hombre lo llama a la conversión. Es también lo que hace la Iglesia, Cuerpo de Cristo. A la vez, el Espíritu Santo mueve interiormente al hombre para atraerlo a la fe. De nada valdría el testimonio de la Iglesia si el Espíritu Santo no moviera interiormente al que escucha la predicación. De esta manera se complementan la acción exterior e interior de Dios en el hombre.

Es necesario tener en cuenta estos dos elementos, experiencia interior y enseñanza exterior, en su justa proporción. A veces subrayamos excesivamente el elemento interior, la experiencia espiritual subjetiva. Pero esa experiencia interior no adquiere plena fuerza y validez hasta que no está contrastada con el elemento exterior y objetivo. Por eso la tarea y la misión de la Iglesia es imprescindible para discernir la autenticidad del encuentro personal e íntimo con Dios: por muy profunda que sea la experiencia mística de una persona es necesario que la Iglesia ratifique la autenticidad de esa experiencia.

Aquí radica, por ejemplo, el gran sufrimiento de santa Teresa de Jesús con numerosas y profundas experiencias místicas que sus confesores le dicen que son imaginaciones u obras del demonio. Ella no puede negar esas experiencias, pero no puede prescindir del juicio exterior de la Iglesia por medio de sus confesores.

Sin esa labor de confirmación de la experiencia interior estamos perdidos porque somos presa del subjetivismo y del iluminismo. El iluminado se entiende directa y exclusivamente con Dios y, sin la ayuda de la Iglesia, está a merced de los engaños del enemigo. La experiencia interior, especialmente cuando hay una misión particular, se convierte en un peligro si no se contrasta con la Iglesia. Por eso, Dios ratifica la experiencia interior de la Virgen María con el encuentro con su prima Isabel, confirma la realidad del encuentro de Pablo con Cristo resucitado camino de Damasco con la intervención de Ananías, etc.

Del mismo modo, la recepción del mensaje exterior de la Iglesia no inicia una verdadera vida cristiana si no hay una experiencia interior de encuentro con Dios que haga vivo y personal ese mensaje, aunque puede servir para preparar el encuentro personal con el Señor.

Puede verse como se combinan la experiencia interior y la ratificación exterior en otros pasajes evangélicos:

  • -Lc 2,25-32: Simeón ha recibido la promesa de ver al Mesías antes de morir, y proclama esa promesa cumplida con Jesús en sus brazos.
  • -Jn 1,32-34: se le reveló al Bautista que reconocería al Mesías porque vería descender sobre él el Espíritu Santo, y puede proclamar que realmente vio descender sobre Jesús el Espíritu Santo en forma de paloma y, por eso, puede dar testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios.

El encuentro entre Moisés y Aarón sucede en «la montaña de Dios», en el Horeb, donde Dios se le reveló a Moisés por primera vez (Ex 3,1-2) y la misma montaña donde se establecerá la alianza y la entrega de las tablas de la Ley (Ex 19,1-3). También es un lugar importante en la vida del profeta Elías (1Re 9,18).

[vv. 29-31] Moisés y Aarón se reúnen con «los ancianos de los hijos de Israel». Es Aarón el que habla y el que hace los prodigios. Moisés es el profeta y Aarón es el sacerdote. Pero ante la inseguridad de palabra de Moisés es Aarón el que va a hablar en nombre de Moisés (cf. Ex 4,14-16). El pueblo recibió el mensaje de la liberación que Dios había dado a Moisés (Ex 3,16-18) acompañado de los signos que lo respaldan (Ex 4,1-9), y aceptó que Dios había visto su aflicción y los había visitado para salvarlos, como le manifestó a Moisés (Ex 3,7-10; cf. 2,25).

El pueblo se inclina y se postra como signo de adoración a Dios y movido por su fe en el mensaje que ha recibido. Estos signos que vio el pueblo son los primeros que acreditan la misión de Moisés. También Jesús realizará un signo que acreditará su misión: el milagro de convertir el agua en vino en las bodas de Caná: «Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). También aquí hay un claro paralelismo entre Moisés y Jesús, cada uno se acerca a los suyos, hay un signo extraordinario y los suyos creen en él.

Hasta el momento todo va bien, pero ahora deben presentarse ante el faraón, con el que empezarán las dificultades.

Presentación ante el faraón (Ex 5,1-5)

Texto bíblico

1 Moisés y Aarón se presentaron al faraón y le dijeron: «Así dice el Señor, el Dios de Israel: “Deja salir a mi pueblo, para que celebre una fiesta en mi honor en el desierto”». 2 Respondió el faraón: «¿Quién es el Señor para que tenga que obedecerle dejando marchar a Israel? No conozco al Señor ni dejaré marchar a Israel». 3 Replicaron ellos: «El Dios de los hebreos se nos ha aparecido: tenemos que hacer un viaje de tres jornadas por el desierto, para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios, de lo contrario nos herirá con peste o espada». 4 El rey de Egipto les dijo: «¿Por qué, Moisés y Aarón, soliviantáis al pueblo en su trabajo? Volved a vuestras tareas». 5 Y añadió el faraón: «Ahora que son más numerosos que los naturales de la tierra, ¿queréis que dejen sus tareas?» (Ex 5,1-5).

Lectio

Estamos en la zona de Gosén en el delta del Nilo. La capital de Egipto ha cambiado desde Menfis, más al sur, hasta Ramsés, en la zona oriental del delta, donde se están construyendo ciudades para contener la penetración de los pueblos que vienen de oriente. El faraón reside allí, donde trabajan los hebreos en la construcción de estas ciudades (Ex 1,11), y, por lo tanto, pueden acceder fácilmente a él.

Hay que recordar que Moisés creció y se educó en la corte como hijo adoptivo de la hija del anterior faraón. Por lo tanto, sigue teniendo cierta influencia en la corte del faraón y entre el pueblo de Egipto: «Moisés era también muy estimado en la tierra de Egipto por los servidores del faraón y por el pueblo» (Ex 11,3).

Moisés consigue una audiencia ante el faraón, en la que ya corre un gran riesgo, porque en su momento tuvo que salir huyendo de Egipto por haber dado muerte a un egipcio (Ex 2,11-15).

La propuesta de Moisés le debió parecer absurda y descabellada al faraón, como una broma. Le parece normal que los hebreos, de raíces nómadas, quieran dar culto a su Dios en el desierto; a él, que es politeísta, no le escandaliza que los hebreos tengan «su» Dios. Pero ese Dios no le puede infundir mucho respeto al faraón cuando el pueblo al que protege es tan débil y está en una situación tan deplorable. Le parece que este Dios de los hebreos no tiene comparación con los poderosos dioses egipcios, como Ra o Amón. Por eso les dice que no conoce al Señor y, además, quién es para que él tenga que obedecerle. No tiene ninguna relevancia para el faraón que Moisés y Aarón vengan en nombre de un Dios desconocido, que debe ser tan débil como el pueblo al que protege.

Por eso, lo primero que el Señor va a hacer es mostrar su poder al faraón a través de las plagas. El Señor va a acreditarse como más poderoso que los dioses de Egipto y, a la vez, los siervos del Señor, Aarón y Moisés, tendrán que manifestarse como más poderosos que los magos y los sacerdotes de Egipto. Lo veremos enseguida.

El faraón les echa en cara que están buscando una excusa para trabajar menos, y eso es lo que no le interesa a él lo más mínimo. Además, los hebreos son más numerosos que los egipcios y pueden suponer una amenaza si se les deja descanso y libertad. Decide hacer lo contrario de lo que le piden y hostigar más aún a sus esclavos hebreos.

Resultado de la audiencia con el faraón (Ex 5,6-14)

Texto bíblico

6 Aquel día el faraón ordenó a los capataces y a los inspectores: 7 «No volváis a proveer de paja al pueblo para fabricar adobes, como hacíais antes; que ellos vayan y se busquen la paja. 8 Pero les exigiréis la misma cantidad de adobes que hacían antes, sin disminuir nada. Son unos holgazanes y por eso andan gritando: “Vamos a ofrecer sacrificios a nuestro Dios”. 9 Imponedles un trabajo pesado y que lo cumplan; y no hagáis caso de palabras engañosas».

10 Los capataces y los inspectores salieron y dijeron al pueblo: «Así dice el faraón: “No os proveeré de paja. 11 Id vosotros a recogerla donde la encontréis. Pero vuestra tarea no disminuirá en nada”». 12 El pueblo se dispersó por toda la tierra de Egipto para recoger paja. 13 Los capataces les apremiaban, diciendo: «Completad vuestro trabajo, la tarea de cada día, como cuando se os daba paja». 14 Y golpeaban a los inspectores israelitas, que habían sido nombrados por los capataces del faraón, diciendo: «¿Por qué ni ayer ni hoy habéis completado vuestra cantidad de adobes, como antes?» (Ex 5,6-14).

Lectio

Con astucia, el faraón va a intentar que caiga sobre Moisés y Aarón todo el odio de los israelitas. Hasta ese momento, los israelitas vivían en paz con su esclavitud, estaban acostumbrados a ella. Pero ahora les han abierto una puerta a la esperanza de salir de la esclavitud. Y ellos entienden que eso va a ser fácil e inmediato. Lo que hace el faraón es hacerles más duro aún el trabajo de la esclavitud. Ellos se dedicaban a hacer ladrillos de adobe:

Era un trabajo fastidioso, pero no muy difícil. Se tomaba arcilla del Nilo, que se mezclaba con arena y paja. Para que la mezcla fuera buena, había que humedecer estos ingredientes, pisarlos a lo largo y removerlos de tiempo en tiempo. El obrero, con el molde cerca de él, echa esta mezcla húmeda, lo llena exactamente, quita lo que sobra con una pala de madera y después quita el molde, sin perjudicar al adobe. Se le deja secar durante ocho días y después es ya utilizable (P. Montet).

Para realizar este trabajo necesitaban la paja que les proporcionaban los inspectores del faraón. Si tienen que buscar la paja, como ahora manda el faraón, el esfuerzo necesario para producir los adobes será mucho mayor.

Para entender bien lo que sucede hay que distinguir entre los capataces y los inspectores. Los capataces son los egipcios a los que el faraón ha puesto para organizar y dirigir el trabajo. Los inspectores son israelitas nombrados por los capataces, que se encargan de la distribución del trabajo de los otros israelitas y del control de la producción para dar cuenta a los capataces.

Ante la imposibilidad de producir la misma cantidad de ladrillos que antes porque no se les proporciona la paja, los capataces maltratan a los inspectores porque no completan el trabajo. La situación para los trabajadores y los inspectores israelitas era desesperada porque era imposible realizar lo que se les pedía y la situación se hace insostenible.

La afirmación del v. 12: «El pueblo se dispersó por toda la tierra de Egipto para recoger paja», es claramente una hipérbole, un modo de narrar que exagera la realidad para hacer más patente lo que quiere decir. Lógicamente es imposible ir por toda la tierra de Egipto a buscar paja y volver en el mismo día. Pero queda clara la idea de que tuvieron que dispersarse buscando la paja «por todas partes», diríamos nosotros.

Los inspectores israelitas se quejan ante el faraón (Ex 5,15-18)

Texto bíblico

15 Entonces, los inspectores israelitas fueron a reclamar al faraón y le dijeron: «¿Por qué tratas así a tus siervos? 16 No se provee de paja a tus siervos y encima nos exigen que hagamos adobes; golpean a tus siervos y tu pueblo tiene la culpa».

17 Contestó el faraón: «¡Holgazanes! Eso es lo que sois, unos holgazanes. Por eso andáis diciendo: “Vamos a ofrecer sacrificios al Señor”. 18 Y ahora, id a trabajar; no se os proveerá de paja, pero produciréis la misma cantidad de adobes» (Ex 5,15-18).

Lectio

Los inspectores acuden al faraón, lo cual encaja en las costumbres de la época, con la queja de que son maltratados por no cumplir una exigencia irrealizable.

Es lo que el faraón esperaba: ahora podía volverlos contra Moisés. La culpa de esta situación, según el faraón, es de Moisés, que ha pedido permiso para ir a hacer sacrificios al Señor en el desierto. Les acusa de ser unos holgazanes que quieren que se les permita estar esos días sin trabajar con la excusa de los sacrificios. El faraón reitera la orden de producir lo mismo que antes sin que se les proporcione la paja, pero ahora les ha inculcado que la culpa es de la petición de Moisés.

Los inspectores israelitas se enfrentan a Moisés y Aarón (Ex 5,19-23)

Texto bíblico

19 Los inspectores israelitas se vieron en un aprieto cuando les dijeron: «No disminuirá vuestra cantidad diaria de adobes»; 20 y, encontrando a Moisés y a Aarón, que los esperaban a la salida del palacio del faraón, 21 les dijeron: «El Señor os examine y os juzgue; nos habéis hecho odiosos al faraón y a su corte; le habéis puesto en la mano una espada para que nos mate». 22 Entonces Moisés volvió al Señor y le dijo: «Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo? ¿Por qué me has enviado? 23 Desde que me presenté al faraón para hablar en tu nombre, él maltrata a este pueblo y tú no haces nada para librar a tu pueblo» (Ex 5,19-23).

Lectio

[vv. 19-21] Los inspectores israelitas salen del encuentro con el faraón, que les ha reiterado el castigo y ha echado la culpa a la propuesta de Moisés y Aarón; y allí mismo se encuentran con ellos porque estaban esperando para ver el resultado de la entrevista. El reproche de los inspectores es duro y los acusan ante Dios de haber dado la excusa al faraón para que los oprima más y los elimine definitivamente.

El faraón ha conseguido el enfrentamiento que buscaba entre Moisés y Aarón y los inspectores que representan al resto del pueblo judío. Moisés comprueba que no puede esperar el apoyo de los suyos. Ya le pasó cuando uno de sus hermanos le acusó de haber matado al egipcio por querer poner paz entre ellos (Ex 2,13-14).

[vv. 22-23] La respuesta de Moisés es interesante y significativa: no se plantea cómo convencer al faraón, no busca una estrategia adecuada, no se desanima, ni pretende convencer a sus hermanos hebreos. A estas alturas de su vida es consciente de que no está en sus manos solucionar el problema con sus fuerzas, pero tampoco se lamenta ni desiste. Se da cuenta de que el problema y su misión están en el nivel de Dios. Las quejas no se las dirige ni al faraón ni a los hebreos. Por eso se dirige a Dios. Esta reacción define lo que va a ser la actitud de Moisés permanentemente: se pone frente a Dios y le plantea la situación. Cada vez que haya un problema, Moisés se va a volver al Señor.

Esta forma de reaccionar de Moisés es muy aleccionadora para nosotros: como Moisés en el v. 22 deberíamos volvernos al Señor ante problemas, fracasos o dificultades. Ante todas estas situaciones, lo que tengo que plantearme no es la estrategia humana para resolverlos, ni debo culpabilizar a los demás, ni desanimarme, porque los problemas y su solución no están realmente en el mundo o en los demás. Tengo que dirigirme al que tiene la clave y la respuesta. Tengo que atreverme a «pelear» con Dios. El que no es capaz de ponerse frente a Dios y plantearle sus problemas y dificultades es que no tiene una relación personal con el Dios vivo que se le ha acercado y mostrado. El que vive de cara al Dios vivo es consciente de que todo lo que le sucede pasa por el corazón de Dios y, por eso, le presenta sufrimientos, problemas y dudas porque Dios es quien puede resolverlos.

Moisés pelea con Dios porque Dios se le ha revelado y le ha ofrecido esa relación directa con él. Dios quiere que confronte con él lo que le pasa. Pero Moisés no pone en duda la omnipotencia y el poder de Dios. Si se queja a Dios de que el resultado ha sido el opuesto a lo esperado, es porque cree que Dios tiene poder para salvar a su pueblo. Moisés sabe que el Señor puede hacerlo, ha visto su poder, por eso no entiende la situación y le lanza a Dios el doble «por qué» del v. 22.

Las palabras de Moisés a Dios son fuertes y audaces: «¿Por qué maltratas a este pueblo? ¿Por qué me has enviado?» (v. 22). Como diciéndole: «Es tu pueblo, es tu hijo primogénito (cf. Ex 4,22), ¿por qué lo tratas así? Yo no he pedido realizar esta tarea, ¿por qué me has enviado si no vas a hacer nada para salvarnos de la mano del faraón? Ahora las cosas están peor que antes». Cuando Moisés dice «él maltrata a este pueblo y tú no haces nada para librar a tu pueblo» (v. 23), no es que le falte fe, si no que se siente abandonado por el Dios que le ha enviado.

Del mismo modo surgen las preguntas del creyente ante la realidad que experimenta: ¿Por qué el Señor no soluciona todo de una vez, si puede hacerlo? ¿Por qué, cuando Dios entra en nuestra vida, todo es más complicado? Se mezclan siempre la cruz y la alegría; cuesta descubrir su voluntad y el modo de llevarla a cabo. ¿Por qué su voluntad es siempre un misterio? Parece que todo se tiene que poner imposible para que él actúe, como si tuviera que llevar las cosas al límite y forzar siempre la realidad: Jesús tiene que ser hijo de una virgen, Juan tiene que nacer de una anciana, Abrahán tiene un hijo de una mujer estéril. ¿Por qué todo es tan difícil?

Hemos de descubrir que esta frase tan tremenda es, sin embargo, una forma hermosísima de intercesión: «Él maltrata a este pueblo y tú no haces nada para librar a tu pueblo» (v. 23). Parece que a Dios no le importa el sufrimiento de su pueblo y, sin embargo, lo ha dicho con toda claridad: «He visto, he oído, he conocido y por eso he bajado» (cf. Ex 2,23-25; 3,7-9). ¿Le importa o no le importa su pueblo?

Podemos intentar buscar respuestas a esta dificultad, que es la dificultad del creyente de todos los tiempos:

a) Dios quiere la fe de los suyos, y exige la fe en su poder en medio de las dificultades. Él no es el Dios facilón, la máquina expendedora en la que yo echo la moneda y me sale inmediatamente el producto que he elegido. Dios quiere ese acto de fe en la salvación cuando parece que es imposible.

  • -Cuando Israel y Siria se alían para atacar Jerusalén y el rey está desesperado porque parece que no hay salvación, aparece el profeta Isaías anunciando una salvación que parecía imposible, pero que depende de la fe: «Si no creéis no subsistiréis» (Is 7,9).
  • -Cuando Job lo ha perdido todo y está corroído por la enfermedad, cuando está agotado de defenderse de sus «amigos» que intentan convencerle de que su situación es fruto de su pecado y hasta su mujer le propone que maldiga a Dios y muera (cf. Job 2,9), cuando todo está en contra, toma una decisión muy parecida a la de Moisés, enfrentarse a Dios: «Silencio, que voy a hablar: suceda lo que suceda, voy a jugármelo todo, poniendo en riesgo mi vida. Aunque me mate, yo esperaré, quiero defenderme en su presencia» (Job 13,13-15). Eso es verdadera fe. Eso es lo que Dios busca. Que nos fiemos de él, no de las fuerzas humanas. Y para que realicemos ese acto de fe y confianza, permite a veces que las situaciones se pongan aparentemente imposibles.
  • -Esa purificación de la fe aparece en todos los santos y en la misma Virgen María, que ve a su Hijo morir en la cruz. Ella podría preguntar a Dios: «¿Por qué? ¿Para qué?». No lo hace porque tiene una connaturalidad con Dios que le hace entender y superar sin preguntas la prueba de la fe.

b) El hombre tiende a la desesperanza porque no tiene control de los tiempos ni conoce los planes y los plazos de Dios. Y Dios espera a que se decante nuestra fe.

La visión tiene un plazo, pero llegará a su término sin defraudar. Si se atrasa, espera en ella, pues llegará y no tardará. Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá (Hab 2,3-4).

Estas palabras del profeta nos vienen muy bien a nosotros, que conocemos la venida del Señor, su victoria por medio de su muerte y resurrección; y, por otro lado, comprobamos que en nuestro tiempo el Señor ha sido expulsado de la vida pública y que los valores de la sociedad son los contrarios a su Evangelio. Debemos recordar que el Señor tiene su cálculo y que quiere que nosotros mantengamos la fe y la esperanza.

En los últimos días vendrán burlones con todo tipo de burlas, que actuarán conforme a sus propias pretensiones y dirán: «¿En qué queda la promesa de su venida? Pues desde que los padres murieron todo sigue igual, como desde el principio de la creación» […]. Mas no olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión (2Pe 3,3-4.8-9; cf. Is 30,15.18).

Esto es lo que Dios va a hacer con su pueblo en Egipto: tener paciencia para que pueda prepararse para la salida liberadora. Estaban tan poco preparados para el éxodo los egipcios como los israelitas. Tienen que ser consciente de quién es el que les va a salvar como «en alas de águila» (Ex 19,4). De manera que la negativa del faraón y la situación más angustiosa de Israel servirán para que Dios muestre más claramente su poder y crezca la confianza de su pueblo en él. Después de suscitada el ansia de libertad, las dificultades van a provocar que anhelen más la salvación, y el retraso en la realización de la liberación va a exacerbar ese anhelo, de forma que se va a convertir en una necesidad vital, como cuando uno está sumergido en el agua y necesita salir para respirar. De momento, los hebreos no tienen ansia de libertad, se conforman con un trabajo que a estas alturas les resulta cómodo o fácil. A través de lo que Dios va a ir realizando, estos hombres van a adquirir el ansia de la libertad.

También nosotros podemos experimentar la presencia de los «burlones» que se mofan de la fe y de la esperanza, nos puede parecer que Dios no está cumpliendo sus promesas y cada vez parece más difícil que se cumplan, y entonces debemos recordar y aplicar la enseñanza del apóstol san Pedro: los tiempos de Dios y los nuestros son distintos; pero, además, lo que sucede es que Dios tiene paciencia con nosotros y retrasa su salvación, porque no quiere que nadie se pierda y da tiempo para la conversión.

La respuesta de Yahweh a Moisés (Ex 6,1)

Texto bíblico

1 El Señor respondió a Moisés: «Ahora verás lo que voy a hacer al faraón, pues en virtud de una mano fuerte los dejará marchar; más aún, debido a una mano fuerte los expulsará de su tierra» (Ex 6,1).

Lectio

El Señor no les ha abandonado, él va a actuar, de tal modo que el faraón no sólo les va a dejar ir, sino que les va a obligar a marcharse. Toda la situación, que parece cada vez más grave y más difícil de solucionar, se va a transformar para el pueblo en aumento del ansia de salvación, y en demostración del poder de Dios.

Esta respuesta de Dios nos viene muy bien a nosotros para entender nuestra existencia terrena. Queremos que se nos dé inmediatamente lo que anhelamos, pero Dios lo retrasa. Y con ese retraso, Dios nos va capacitando a recibir lo que quiere darnos, porque el problema es que Dios no puede darnos todavía lo que quiere entregarnos ya que no sabemos recibir, ni somos capaces de hacerlo. Dios nos va preparando para la eternidad haciéndonos desear el cielo. La misma pérdida de los seres queridos nos hace tener más familiares y amigos con Dios en el cielo que en este mundo, y por ese camino también nos va haciendo ansiar la eternidad. Y con ese deseo y el trabajo que va haciendo en nosotros nos va capacitando para llegar a la eternidad. Ciertamente no se trata de que el Señor quiera retrasar el darnos sus dones y el cumplimiento de sus promesas, sino que -como afirma la Palabra de Dios- tiene paciencia y quiere que nadie se pierda y todos accedan a la conversión, por eso nos da tiempo para crecer en deseo y en capacidad de recibir. Si Dios nos concediera enseguida la salvación que le pedimos, no la valoraríamos adecuadamente y nos adueñaríamos del mérito de haber conseguido enseguida lo que pedíamos. Debemos plantearle de frente a Dios nuestra situación y nuestras necesidades, como hace Moisés en Ex 5,22, pero sin obstinarnos, sabiendo esperar porque creemos firmemente que él quiere darnos la plenitud, pero no según nuestros planes y plazos, ni según nuestras fuerzas y por nuestros caminos: «Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55,8-9).

El salto a la contemplación es absolutamente gratuito por parte de Dios, pero debe prepararse por mi parte con el deseo ardiente de esa contemplación y una disposición de plena docilidad ante la presencia y la acción de Dios, que puede llevarme por cualquier camino. Para ello debo convertirme en una caja de resonancia en la que resuene interiormente lo que Dios me ha mostrado en su Palabra, recogiendo esa resonancia en el silencio y el recogimiento prolongados hasta que queden llenos del suave eco de la misma, en el cual me abandono y cuyo fruto procuraré apasionadamente que no se pierda en mi vida concreta ordinaria.