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La Virgen María y la Trinidad

El núcleo y la novedad de la vida cristiana consiste en la invitación de Dios-Trinidad a participar de su vida y de su amor: lo que nos ofrece Dios por medio de Jesucristo es participar de la relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y para dejar que el amor de la Trinidad habite en nosotros simplemente debemos «dejarnos hacer», dejar que Dios derrame su amor en nosotros por medio del Espíritu Santo, y ese «recibir» y «dejarse hacer» es lo que constituye el núcleo del espíritu de infancia1.

Para entender esto bien vamos a contemplar a la Virgen María con el propósito de descubrir en su relación con la Trinidad el don que se nos ofrece también a nosotros y la puerta por la que entramos a participar de ese don: la puerta que nos abre al don de la vida trinitaria consiste en reproducir la relación de María con su Hijo y con la Trinidad. La pobreza de María («la humildad de su esclava», Lc 1,48) es lo que yo también necesito para entrar en esa relación.

La santísima Virgen no añade nada a la Trinidad, ningún esplendor, ninguna perfección, ningún amor; pero añade una persona nueva, que contempla a las Tres como las Tres se contemplan, con el matiz original de su rostro propio, el de la pequeñez y la pobreza (es el sentido del Magnificat) (Molinié, El coraje de tener miedo, 247)2.

Ciertamente la Virgen María no puede añadir nada a la perfección de la Trinidad, al amor infinito y perfecto que se da entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero no debemos olvidar que ese amor no está encerrado en sí mismo, sino que desborda; y lo hace precisamente para volcarse en la criatura humana; no para conseguir nada de ella, sino para darse, por eso lo que Dios busca es la pobreza y el inmerecimiento, que es lo que le permite a la criatura acoger la misericordia sin poner obstáculo alguno. Y eso es lo que encuentra de forma perfecta en María y, por eso, María es modelo de la acogida al amor trinitario y muestra de lo que Dios quiere realizar con nosotros.

La Virgen no puede ser de ningún modo, como algunos piensan, un obstáculo para contemplar a la Trinidad o entrar en comunión con las tres Personas3. Ella, que no añade nada a la perfección de la Trinidad, sí añade algo en la respuesta de la criatura a la Trinidad que sale al encuentro del ser humano: añade la perfección en la acogida y nos aporta el modelo y el camino para que nosotros podamos acoger el amor de Dios, que también quiere volcarse en nosotros e inundarnos.

Podríamos ir contemplando y desgranando la relación de María con cada una de las personas de la Trinidad, pero quizá es la relación con su hijo Jesucristo, el Hijo que toma carne de ella, la forma más directa de comenzar esta contemplación.

La gracia de Dios inunda a María desde el primer momento, hasta el punto de que «llena de gracia» es el nombre por el que Dios la conoce y la llama, el nombre que expresa su identidad ante Dios. Se trata de una gracia que le llega por medio de Cristo, de su muerte y resurrección. Nos lo recuerda la liturgia de la solemnidad de la Inmaculada Concepción: «Oh, Dios, que por la Concepción Inmaculada de la Virgen preparaste a tu Hijo una digna morada y, en previsión de la muerte de tu Hijo, la preservaste de todo pecado». Cristo es la vid fecunda que da vida abundante a los que permanecen unidos a él y produce en ellos fruto abundante (cf. Jn 15,1-5). Y la Virgen es el fruto por excelencia de la redención de Cristo.

Cristo está destinado a producir frutos eternos y no puede decirse fecundo sin esos mismos frutos. Sin duda, la santísima Virgen es el fruto por excelencia que asegura la perfección de la fecundidad de Cristo. Pero ella está destinada a ser fecunda a su vez: el diálogo de Jesús y María lo dice todo, pero tiene necesidad de nosotros, para sobreabundar en reflejos infinitos. En cierto sentido, podemos decir con san Pablo: nosotros completamos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo… y a la compasión de María (Molinié, El coraje de tener miedo, 244).

No cabe duda de que María lo recibe todo de Dios por medio de Jesucristo. Desde el punto de vista de los méritos y de la gracia, María no aporta nada a Jesucristo. Y, sin embargo, ella es la criatura humana que más aporta en la relación con Dios porque es la que acoge con toda perfección la gracia divina; y, de ese modo, la fecundidad que contiene su respuesta a Dios desde la Anunciación hasta el Calvario manifiesta la fecundidad de la gracia de Cristo. La fecundidad de María -desde el darnos a su Hijo hasta su constante intercesión por nosotros- la realiza como mediadora de una gracia que no es suya, pero aporta la manifestación -la gloria- de la fecundidad de Cristo de una manera única y perfecta. Y, al contemplar a la Virgen, nosotros descubrimos que estamos llamados, a imitación de ella y con su ayuda, a reflejar también en nuestra vida la fecundidad de la gracia de Cristo que se derrama con toda generosidad en nosotros, recibiéndola como ella y dejando que dé fruto en nuestra vida: también en nuestro caso el fruto que proviene de la fecundidad de Cristo redunda en su gloria (cf. Mt 5,16). Por eso, a la vez que, como miembros de Cristo, hacemos presente en nuestra vida su pasión4, también estamos llamados a reproducir la colaboración de la Virgen María en la entrega de su Hijo5. Es más, ella es la que nos habla de la posibilidad de esa colaboración y la que nos enseña a estar al pie de la cruz. María, Madre y Maestra nuestra, con su permanente «hágase» y con su unión a la pasión de Cristo, nos enseña el modo de acoger la gracia para que dé fruto abundante en nuestra vida, y ese fruto proclame la fecundidad de la misericordia que brota de la Trinidad.

Y, aunque el Hijo de Dios no tiene necesidad de María, hay algo que el Verbo no tiene y que recibe de ella: la humanidad. Ése es el misterio de la Encarnación, en el que por obra del Espíritu Santo el Hijo de Dios toma carne de María.

El Verbo recibe de María la humanidad sin la cual no sería sacerdote. La sangre de Cristo es la sangre de María… […]. Toda la debilidad de su naturaleza, Jesús la debe a la santísima Virgen, y por consiguiente la pasión (Molinié, El coraje de tener miedo, 245).

En la Virgen aparece de una forma excepcional el misterio de la misericordia de Dios que busca y necesita nuestra pobreza para derramarse sobre ella, porque miseria y pobreza es lo único que no tiene Dios y lo que necesita para ser, no sólo amor infinito en sí mismo, sino misericordia volcada en nuestra miseria. Para que el Hijo de Dios, eterno e igual al Padre en dignidad, sea el sumo sacerdote compasivo y fiel que conoce y comparte nuestras debilidades (cf. Heb 2,17; 4,15) necesita tomar nuestra debilidad humana, y es María la que se la ofrece en su entrega a la acción del Espíritu Santo que la cubrió con su sombra, permitiendo que de ella tomara carne el Verbo de Dios. Y así, el que es totalmente Dios se hace totalmente hombre y comparte la debilidad que necesitaba para salvarnos: la debilidad que abraza en el abajamiento de la encarnación (cf. Flp 2,6-7), la que asume en el nacimiento en la pobreza de Belén como niño débil e indefenso, la de los largos años de anonimato y vida oculta, la misma debilidad con la que realiza su vida pública (cf. Mt 8,20), y, especialmente, la del cuerpo que se entrega y la sangre que se derrama en la Cruz por nuestra salvación. Esta debilidad es, ciertamente, de Cristo, pero la ha tomado de María. Gracias a ella tiene el cuerpo necesario para ofrecer el sacrificio que lo hace sacerdote (cf. Heb 10,6). María no es sólo madre sacerdotal porque su hijo Jesucristo es eterno y único sacerdote, sino porque de ella toma lo único que el Verbo no tiene para serlo: un cuerpo que ofrecer, una debilidad que convertir en compasión y en sacrificio.

Lo mismo nosotros, cuando le ofrecemos a Cristo una humanidad suplementaria para que reproduzca en nosotros el misterio de la encarnación y reproduzca su vida en nuestra vida6, lo que le ofrecemos no es nuestra fortaleza, sino nuestra debilidad; no nuestros méritos, sino nuestra pobreza, para que manifieste su fuerza en nuestra debilidad (cf. 2Co 12,9-10). A diferencia de María -la concebida sin pecado original y a la que nunca tocó el pecado- nosotros sí le tenemos que ofrecer nuestro pecado para que cargue con él y nos haga santos e inmaculados ante Dios por medio del amor. De nuevo, él pone toda la gracia y nosotros la pobreza y la miseria; sólo que nuestra miseria incluye el pecado y la traición: pero debemos ofrecérselo a él con la misma fe, docilidad, generosidad y confianza con la que María se entregó a sí misma y decirle: «Aquí me tienes, hágase en mí según tu palabra, inúndame con tu misericordia, sálvame, transfórmame, santifícame» para que llegue a ser aquello a lo que tú me has destinado y lo que María es desde el principio: santo e inmaculado (cf. Ef 1,4). Si en María Dios ha manifestado en plenitud la maravilla que Dios realiza en una criatura humana, también en nosotros podrá hacer el Señor maravillas si nos dejamos hacer con la misma fe que María. Así mostrará en nosotros el esplendor de la vida nueva a la que nos llama y que realiza a partir de nuestra pobreza y pecado, porque su gracia desborda nuestro pecado (cf. Rm 5,20).

María, que no añade nada a la Trinidad en sí misma, sin embargo, permite que se cierre en ella el círculo de amor entre Dios y la criatura, que comienza con el amor de la Trinidad que se desborda y se derrama, continúa con la acogida de la misericordia de Dios y se cierra en la entrega, el amor y la adoración de la criatura. María devuelve una mirada de adoración y amor a la mirada amorosa que Dios pone sobre ella, sobre su pequeñez y su humildad (cf. Lc 1,48). Esto nos descubre la contemplación que realiza María y que define su misma esencia:

La santísima Virgen no añade nada a la Trinidad, ningún esplendor, ninguna perfección, ningún amor; pero añade una persona nueva, que contempla a las Tres como las Tres se contemplan, con el matiz original de su rostro propio, el de la pequeñez y la pobreza (es el sentido del Magnificat) (Molinié, El coraje de tener miedo, 245).

La mirada limpia de María le permite conocer a Dios como ella es conocida por él (cf. 1Co 13,12), porque es la limpia de corazón que puede ver a Dios (cf. Mt 5,8), y, por lo tanto, la que puede contemplar a cada una de las personas de la Trinidad como ellas se contemplan; pero ella lo hace desde el conocimiento y la aceptación de la pequeñez de la criatura y de la pobreza de haber sido hecha llena de gracia sin mérito alguno. Y ese elemento propio de la Virgen introduce en el amor y en la contemplación propias de la Trinidad algo realmente nuevo: la adoración. La adoración es el gozo de la criatura que reconoce la grandeza de Dios que se ha volcado sobre su pequeñez:

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación (Lc 1,46-50).

Si desde la encarnación la humanidad de Cristo ha introducido en el torrente del amor trinitario un corazón humano, María es la persona humana que con mayor perfección, por su pureza, fe y entrega plena, introduce la adoración de la criatura en el seno de la Trinidad.

Nuestra adoración debe imitar y apoyarse en la que María realiza con perfección desde la conciencia de su pobreza y de la acción de Dios en ella. También nosotros estamos llamados a entrar en el diálogo de amor de la Trinidad, incorporándonos a él por medio de nuestra unión a Cristo, de modo que, al ser hechos hijos en el Hijo, al ser adoptados como hijos, al ser amados como el Hijo, nos dirigimos al Padre llamándole «Abbá» como el mismo Jesús, gracias a la acción del Espíritu Santo en nosotros (cf. Gal 4,4-7). Al contemplar cómo María se introduce en ese diálogo trinitario, nosotros nos incorporamos a la novedad de su contemplación y de su adoración, abrazando nuestra pequeñez, reconociendo nuestra pobreza y aceptando que es la gracia recibida inmerecidamente la que ha realizado en nosotros el prodigio de pasar de criaturas a personas insertadas en el diálogo eterno de amor entre las tres divinas Personas.

Toda gracia es desde ahora una prolongación del juego del amor entre Jesús y María; ser salvado, es ser transportado a su diálogo trinitario (Molinié, El coraje de tener miedo, 246).

La forma en que Dios derrama su gracia en María y el modo en el que ella acoge esa gracia desde el momento de la Anunciación, que inaugura el Nuevo Testamento, se convierten en el modelo que cada uno de nosotros debe reproducir a la hora de acoger la gracia de ser llamado a la comunión con Dios. Por eso podemos afirmar que la vida cristiana no sólo se fija en María como modelo de acogida de la gracia y participación en el diálogo de amor entre Jesús y María, y de María con cada persona de la Trinidad, sino que prolongamos, desde la debilidad que supone nuestro pecado, ese juego de amor que María realizó con perfección: el juego de la fe y de la entrega, que permite a Dios realizar en María su deseo de volcar su gracia en la criatura y unirse a ella.

En esa contemplación, no sólo fijamos nuestra mirada en el rostro de Cristo, sino en la contemplación de Cristo que María realiza y en la mirada de Cristo sobre la Virgen, de manera que se abre para nosotros un abanico de posibilidades para reproducir distintos aspectos de la relación entre María y Jesucristo. Volvamos sobre algo que ya hemos mencionado, pero necesita ser profundizado:

El diálogo de Jesús y María lo dice todo, pero tiene necesidad de nosotros, para sobreabundar en reflejos infinitos (Molinié, El coraje de tener miedo, 244).

A lo que hay que añadir:

Cristo y María son inseparables, pero uno puede ser atraído más o menos hacia el uno o el otro; contemplando a María, se puede sospechar mejor el Espíritu maternal de Cristo. Toda gracia es desde ahora una prolongación del juego del amor entre Jesús y María; ser salvado, es ser transportado a su diálogo trinitario. Cuando rezamos, podemos contemplar al Salvador como ella lo contemplaba (ella es salvada como nosotros, más que nosotros). Pero nosotros podemos también contemplar a la santísima Virgen como Jesús la contemplaba: «He ahí a tu Madre.» Hay matices y variedades infinitas. Así comprendida, la «devoción a la santísima Virgen» no es un medio ofrecido a nuestra debilidad, es ya el cielo […]. A partir de ahí cada uno de nosotros tiene su canto y su matiz particular. Algunos sienten que la santísima Virgen forma en ellos el rostro de Cristo, se sienten hijos de María. Otros, por el contrario, serán atraídos hacia el rostro de Cristo, a la manera como María era fascinada por él. Unos contemplan a María con el rostro de Jesús: otros, a Jesús con el rostro de María… Pero todo eso no son más que matices, pues es su diálogo mismo lo que amamos de todas maneras, y, a través de él, la vida trinitaria. Tal es nuestro destino: reproducir en nosotros tal matiz del amor entre Jesús y su madre, ese matiz que será nuestro nombre nuevo (Molinié, El coraje de tener miedo, 246.247-248).

Lo afirma el mismo Magisterio de la Iglesia:

Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban «a Jesús como autor de la salvación», era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, «miró» a María, a través de Jesús, como «miró» a Jesús a través de María (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater [1987], 26).

En algún momento de la vida, cada uno debe escoger el lugar en el que se siente llamado a colocarse en ese diálogo, para reproducirlo en sí mismo de una forma concreta, de modo que encuentre en él diferentes ecos y resonancias que manifiesten la superabundancia de ese mismo diálogo en los miembros de Cristo.

Podemos ponernos en el lugar de Cristo y experimentar la tarea maternal de María que nos va engendrando y formando como formó a Cristo con su fe y su amor maternales. Podemos descubrir cómo nos mira María con infinita ternura, para descubrir en nosotros el rostro de su Hijo; y cómo ora y nos enseña, para poder amar en nosotros lo que ama en él.

También podemos ponernos en el lugar de María y pedirle su mirada limpia y amorosa para contemplar a su Hijo con la misma fe y ternura con la que ella lo hacía, para dejarnos atraer hacia él siguiendo la estela de la Virgen, y uniéndonos a su corazón.

Mirando a María se nos abre entonces un nuevo camino para la contemplación de Jesús, porque ella, como Madre y perfecta discípula, es la que mejor reproduce el rostro de Cristo.

Nadie ha visto al Padre —nos dice San Juan— (Jn 6,46) sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarle (Mt 11,27). Creo que puede también decirse: Nadie ha comprendido tan profundamente el misterio de Cristo como la Virgen María7.

Y, a la vez, en los gestos, palabras y acciones de Jesús podemos descubrir rasgos de la personalidad de María que Jesús tomó de ella como de ella tomó su carne. Así, como ella es perfecto espejo de su Hijo, al contemplar a Cristo podemos atisbar el rostro de la Virgen Madre.

En este abanico de posibilidades debemos encontrar nuestro propio lugar, que coincide con lo específico de nuestra vocación y nos ayuda a descubrir ese nombre propio con el que Dios nos llama y que define nuestro verdadero ser, el nombre que nos será revelado en nuestro encuentro definitivo con Dios, escrito -como dice Ap 2,17- en una piedrecita blanca. Hemos de pedir y buscar el matiz específico de este diálogo que estamos llamados a reproducir, para que encuentre su lugar en la armonía de infinitos matices que encuentra en el cuerpo de Cristo. Las cualidades y las limitaciones, las gracias y los sufrimientos aportan elementos únicos a los ecos de ese diálogo en mí:

Nosotros tendremos en el cielo un nombre único inscrito sobre la piedra blanca del Apocalipsis, que nadie conoce más que el que lo recibe. Cuando se fabrica un instrumento de música, cada elemento contribuye a darle un timbre particular que será el suyo. Igualmente, lo que hacemos y padecemos sobre la tierra fabrica en nosotros una determinada tonalidad, un «timbre espiritual» que será el nuestro para toda la eternidad. Hay cantos que no se pueden hacer oír antes de haber atravesado ciertas pruebas. Nuestras palabras celestes serán el fruto de toda nuestra vida: por ejemplo, Dios nos lleva a lo largo de los días a decir un cierto De profundis que no podríamos cantar nunca sin una larga preparación (Molinié, El coraje de tener miedo, 243).

Y más allá de estas -y otras- formas de ponernos en el lugar de uno u otro interlocutor de este diálogo de amor entre el Hijo y la Madre, lo que nos atrae es el diálogo mismo de amor y entrega mutua, que nos lleva al diálogo de amor que lo fundamenta todo: el que se da entre el Padre y el Hijo por medio del Espíritu, del que es reflejo todo verdadero diálogo de amor, y cuyo mejor reflejo, después de la oración de Jesús, es este amoroso diálogo entre la Madre y el Hijo, al que somos invitados (cf. Jn 19,27).

Así es como comprendemos que la devoción a la Virgen no es algo accesorio u opcional, porque por medio de ella somos introducidos a la contemplación de Cristo y a participar del diálogo amoroso de la Trinidad, para lo que hemos sido creados. Por medio de María empezamos a participar del cielo en la tierra.

La Virgen María y la confianza

Aquí aparece un problema, que consiste en nuestra dificultad para creer en ese amor infinito que se quiere volcar en nosotros; y, por otra parte, cuando creemos en él, nos provoca un miedo terrible a dejarnos inundar por él. Y es ahí donde acude en nuestra ayuda la Virgen María como madre y modelo.

Lo he dicho y repetido, el amor infinito reside en nuestro corazón y tenemos miedo de arrojarnos a él porque es infinito, y de ahogarnos en él perdiendo todo punto de apoyo. Pues bien: la santísima Virgen es la inspiradora de la confianza ciega que realiza este movimiento a la perfección, con una flexibilidad sin tacha (Molinié, El coraje de tener miedo, 243).

La Virgen María acepta con plena confianza y entrega la invitación a convertirse en la Madre del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Sin tener plena la claridad de todas las consecuencias de su dejarse hacer según la palabra de Dios, que la teología explica, María se abandona en brazos del Dios Trino y se coloca dentro de la acción salvadora más importante de la Trinidad, que comienza con la encarnación del Verbo de Dios, según la voluntad del Padre y por obra del Espíritu Santo. La confianza plena de María, sin más apoyo que la fe en el mensaje del ángel, no sólo permite la acción de la Trinidad en ella y el comienzo de la plenitud de la salvación por medio del Hijo de Dios hecho hombre, sino que la convierte en modelo para nosotros: podemos y debemos imitar ese movimiento de abandono y docilidad en manos de la Trinidad para dejar que nos inunde y nos transforme, sin ninguna seguridad distinta a la que tiene María, que es la palabra de Dios acogida por medio de la fe.

«¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Estas palabras se pueden poner junto al apelativo «llena de gracia» del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque «ha creído». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don […]. En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad». Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 12-13).

La confianza que necesitamos para dejarnos invadir por la vida trinitaria, o lo que es lo mismo, para ofrecer a Dios nuestra pobreza, no es la que nace de la seguridad de la salvación o de la santidad, ni es la confianza del que tiene todas las garantías para realizar ‑incluso cómodamente‑ lo que se ha propuesto. Es la confianza que surge de la obediencia de la fe, como la de María, que responde a la plenitud de la unión de la gracia con la fe, aceptando la oscuridad de una fe que no exige garantías ni seguridades, sino que acepta emprender un camino ciertamente oscuro, pero que queda iluminado por la palabra de Dios y que le lleva a entregarse, paso a paso, hasta la entrega plena al pie de la Cruz.

Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos «inescrutables caminos» y de los «insondables designios» de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 14).

También para nosotros creer es abandonarnos en la voluntad de Dios para recorrer unos caminos desconocidos, aceptando dar cada paso en la oscuridad de la fe. Y así, también Dios puede volcar en nosotros la misericordia que hizo a María «llena de gracia» y nos hace, como a ella, «dichosos» porque hemos creído en la misericordia ofreciéndole nuestra pobreza.

¡Qué distinto es el camino mariano al de las seguridades que con frecuencia le exigimos a Dios! Para creer y obedecer a Dios nosotros necesitamos tener claro no sólo su voluntad, sino el camino y cómo vamos a poder recorrerlo. María acepta con la obediencia ciega de una esclava el plan que le propone Dios sin saber muy bien todo lo que le va a suponer. Nosotros, como aquellos judíos incrédulos, necesitamos signos para creer (cf. Jn 4,48; Mt 12,38). La Virgen se fía de la palabra de Dios transmitida por el ángel. Ella cree en la plenitud de la gracia que se le ha concedido, a pesar de ser muy consciente de su pequeñez. Nosotros, porque necesitamos seguridades, dudamos si estamos o no bajo la benevolencia de Dios. María acepta el nombre que le da Dios, -«llena de gracia»- y permite que la gracia le inunde y obre en ella la maravilla de la Encarnación. Éste es el punto en el que podemos reconocer la trampa y la tentación que supone la búsqueda de esas garantías.

Terminaré con estas palabras: «No temáis, pequeño rebaño, pues quiso el Padre daros el Reino.» Quisiera eliminar toda inquietud del espíritu del lector, para dejarle con esta certeza; la certeza que merece precisamente todo lo que hemos dicho, porque no es una certeza humana, sino de arriba.

Humanamente, podemos preguntarnos siempre si formamos parte del pequeño rebaño, y en este plano no hay respuesta; pero Dios nos ofrece una certeza que no es de este mundo, si queremos dejarnos hacer y permitirle que nos introduzca en la «nube de lo desconocido». En ese momento, incluso la cuestión de saber dónde estamos no nos interesará más: estamos en una seguridad más profunda que toda certeza, la que brota de la esperanza, una certeza del corazón.

Siempre es el demonio quien pregunta: «¿Estás seguro de formar parte del pequeño rebaño?» (Molinié, El coraje de tener miedo, 241).

La respuesta a la invitación de Dios de llenarnos con su gracia ha de ser la confianza, que es lo que le permite actuar, renunciando a exigirle lo que nos da seguridad.

Exactamente, en el fondo, la cuestión planteada a Juana de Arco, y la respuesta es la misma, es la confianza: «Si estoy dentro, que Dios me guarde; si no estoy dentro, que Dios me introduzca.»

He dicho que la confianza debe ser lo bastante profunda como para no exigir garantías. Cuando el demonio nos sopla: «¿Qué garantía tienes?» y nosotros respondemos: «¡Ninguna!, pero no la necesito, no exijo ninguna garantía», es como si lanzásemos una flecha al corazón de Dios: desde el momento que oye eso, precipita en nosotros el peso de las gracias que no consigue derramar en otra parte (Molinié, El coraje de tener miedo, 241-242).

En la Virgen María Dios nos ofrece el modelo perfecto de la verdadera confianza, la que no se apoya en las propias capacidades, sino que le ofrece a Dios la pobreza en la que puede derramar su gracia. Porque la pobreza aceptada y ofrecida es el ambiente necesario en el que nace la confianza. En eso también María es el modelo a imitar.

He dicho también que la pobreza consiste precisamente en vivir sin garantía en todos los planos: abandonar lo que pudiera darnos la menor seguridad humana. Queda sumergirse en la seguridad de los pobres que es la seguridad de la santísima Virgen, y pedir todo con una audacia sin límites. Si no se llega a ello, hay que contemplar al menos esta seguridad en el corazón de María, que nunca ha tenido garantías y nunca las ha querido. Ella comprendía que la menor petición en ese sentido sería un insulto a Dios: sólo el hombre viejo pide garantías.

Ahora bien, la Virgen estaba en la misma oscuridad que nosotros, la oscuridad de la fe. Ella es el modelo de esta pobreza que no tiene siquiera la certeza intelectual de ser salvada. Para las dificultades que vienen de la oscuridad de la fe hay, pues, que recurrir a ella, es la única criatura que haya confiado en Dios hasta ese punto (Molinié, El coraje de tener miedo, 242).

La pobreza evangélica no sólo conlleva aceptar las propias limitaciones y ofrecérselas a Dios para que él realice su obra en ellas y con ellas, sino también aceptar no exigir a Dios garantías ni buscar seguridades humanas a la hora de buscarle y entregarnos a él. Lo que contemplamos en la Virgen María lo podemos descubrir también en los santos que han sabido comprender esa forma de vivir la pobreza buscando la voluntad de Dios sin apoyos humanos y sin exigirle a Dios seguridades, abrazando una confianza que parece una locura para el mundo.

Antes de hablarte de esta prueba, Madre querida, debería haberte hablado de los ejercicios espirituales que precedieron a mi profesión. Esos ejercicios, no sólo no me proporcionaron ningún consuelo, sino que en ellos la aridez más absoluta y casi casi el abandono fueron mis compañeros. Jesús dormía, como siempre, en mi navecilla.

¡Qué pena!, tengo la impresión de que las almas pocas veces le dejan dormir tranquilamente dentro de ellas. Jesús está ya tan cansado de ser él quien corra con los gastos y de pagar por adelantado, que se apresura a aprovecharse del descanso que yo le ofrezco. No se despertará, seguramente, hasta mi gran retiro de la eternidad; pero esto, en lugar de afligirme, me produce una enorme alegría… (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 75vº).

Si Jesús quiere dormir, ¿por qué se lo voy yo a impedir? Yo ya soy muy dichosa con que no se moleste por mí; tratándome así, me demuestra que no soy para él una extraña, pues te aseguro que él no hace el menor gasto por darme conversación… (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 74, a sor Inés de Jesús)8.

Toda esta pobreza cimentada en la confianza y en la fe choca frontalmente con nuestras quejas y con la petición de seguridades, también en la vida espiritual y en el seguimiento de Cristo. Desgraciadamente son pocos los que dejan dormir a Jesús en su barca.

Al contemplar a María, que no exige garantías a Dios, conviene recordar que su camino fue, de principio a fin, una peregrinación en la fe, participando conscientemente de la oscuridad propia de la fe.

Como coronamiento de las catequesis del gran jubileo del año 2000, quisiéramos presentar a la Madre del Señor como peregrina en la fe. Como hija de Sion, ella sigue las huellas de Abraham, quien por la fe obedeció “y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde iba” (Hb 11,8). Este símbolo de la peregrinación en la fe ilumina la historia interior de María, la creyente por excelencia, como ya sugirió el concilio Vaticano II: “la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz” (Lumen gentium, 58). La Anunciación “es el punto de partida de donde inicia todo el camino de María hacia Dios” (Redemptoris Mater, 14): un camino de fe que conoce el presagio de la espada que atraviesa el alma (cf. Lc 2,35), pasa por los tortuosos senderos del exilio en Egipto y de la oscuridad interior, cuando María “no entiende” la actitud de Jesús a los doce años en el templo, pero conserva “todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51).

En la penumbra se desarrolla también la vida oculta de Jesús, durante la cual María debe hacer resonar en su interior la bienaventuranza de Isabel a través de una auténtica “fatiga del corazón” (Redemptoris Mater, 17). Ciertamente, en la vida de María no faltan las ráfagas de luz, como en las bodas de Caná, donde, a pesar de la aparente indiferencia, Cristo acoge la oración de su Madre y realiza el primer signo de revelación, suscitando la fe de los discípulos (cf. Jn 2,1-12).

En el mismo contrapunto de luz y sombra, de revelación y misterio, se sitúan las dos bienaventuranzas que nos refiere san Lucas: la que dirige a la Madre de Cristo una mujer de la multitud y la que destina Jesús a “los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

La cima de esta peregrinación terrena en la fe es el Gólgota, donde María vive íntimamente el misterio pascual de su Hijo: en cierto sentido, muere como madre al morir su Hijo y se abre a la “resurrección” con una nueva maternidad respecto de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27). En el Calvario María experimenta la noche de la fe, como la de Abraham en el monte Moria y, después de la iluminación de Pentecostés, sigue peregrinando en la fe hasta la Asunción, cuando el Hijo la acoge en la bienaventuranza eterna. “La bienaventurada Virgen María sigue ‘precediendo’ al pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y las comunidades, para los pueblos y las naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad” (Redemptoris Mater, 6) (Juan Pablo II, Audiencia 21 de marzo de 2001).

Santa Teresa del Niño Jesús, discípula aventajada en la escuela de la Virgen María, nos enseña a perder el miedo a ser inundados y arrollados por las olas de la misericordia infinita de Dios.

A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío… (Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso, Or 6).

Esta sintonía espiritual con la Virgen explica que la santa carmelita sepa contemplar e imitar la fe de María, a la que toma como modelo, porque también tuvo que superar multitud de dificultades de todo tipo.

Para que un sermón sobre la Virgen me guste y me aproveche, tiene que hacerme ver su vida real, no su vida supuesta; y estoy segura de que su vida real fue extremadamente sencilla. Nos la presentan inaccesible, habría que presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes, decir que ella vivía de fe igual que nosotros, probarlo por el Evangelio (Cuaderno amarillo, 21.8.3).

Por eso, al igual que Teresa, debemos recurrir a María como madre, maestra y modelo ante las dificultades de la fe. No tanto ante las dudas intelectuales sobre algún contenido de la fe, sino ante la oscuridad que supone caminar en fe, haciendo el acto de abandono que lleva a la entrega plena a Dios. Precisamente, María nos precede en el camino de la fe:

Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él», más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de «la obediencia de la fe», por la que respondió al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto «más largo» que el de los demás reunidos allí: María les «precede», «marcha delante de» ellos. El momento de Pentecostés en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la Anunciación en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra con el camino de la fe de la Iglesia (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 26).

Y, además, nos acompaña en el camino:

Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 27).

Cuando comprobamos en tantos cristianos -y en nosotros mismos- la falta de confianza para dejarse inundar sin reservas por la misericordia de Dios y la resistencia a abandonarnos a él sin otro apoyo que la fe oscura, podemos sentir la llamada a acoger con valentía y humildad todas esas gracias que se desperdician.

Cuando la santísima Virgen se apareció a Catalina Labouré, le mostró las gracias saliendo de sus manos en forma de rayos, y también las gracias que no se reciben, incluso las que los hombres no piensan pedir. Yo aconsejo pedir «descaradamente» las gracias que los otros no piensan pedir, insistiendo sobre el hecho de que no exigimos ninguna garantía (Molinié, El coraje de tener miedo, 242).

Todo esto nos lleva necesariamente a la reparación por los pecados, a aceptar la penitencia que otros no pueden o no quieren hacer; pero también existe una «suplencia» a la hora de recibir el amor misericordioso que se quiere derramar sobre todos los hombres y que muchos no conocen, lo rechazan o temen ofrecerse a él. El que quiera «reparar» la falta de acogida de la misericordia debe creer ciegamente en el amor de Dios, aceptar sin reservas su pobreza y dejarse arrollar, desconcertar y sorprender por una misericordia que no se puede controlar ni dosificar.


NOTAS

  1. Recuérdese especialmente todo lo dicho en el tema de nuestra web «La vida trinitaria y el espíritu de infancia».
  2. M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 2ª ed.).
  3. «Eso permite responder a la objeción más profunda que se opone a la devoción mariana: si la santísima Virgen no es un simple espejo que lleva a Dios, ella hace de pantalla. Si es un simple espejo, ¿por qué contemplarla a ella? Yo no amo a la santísima Virgen porque es ella, la amo como un sacramento, como el canal de la vida trinitaria donde se encuentran las únicas Personas que amo… Respuesta: Esto sería verdad si Dios mismo no se amase más que a Él, y no la persona de María también… y la nuestra. María (y cada uno de nosotros) se hace de este modo (que se me perdone la expresión) como interior a la santísima Trinidad» (Molinié, El coraje de tener miedo, 247).
  4. Para profundizar en las palabras de Col 1,24, aquí aludidas: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» puede verse el apartado ¿Completar los sufrimientos de Cristo? de nuestro tema «El sufrimiento».
  5. El Concilio Vaticano II nos habla claramente de esta colaboración de María: «La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas» (Lumen Gentium, 61).
  6. Recuérdese lo que dice santa Isabel de la Trinidad en la Elevación a la Santísima Trinidad: «¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor! Venid a mí para que se realice en mí como una encarnación del Verbo. Quiero ser para Él una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio».
  7. Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios espirituales, día primero.
  8. Lo mismo propone santa Teresa del Niño Jesús a los demás: «No me sorprende que no entiendas nada de lo que ocurre en tu alma. Un niño PEQUEÑO completamente solo en el mar, en una barca perdida en medio de las olas borrascosas ¿podrá saber si está cerca o lejos del puerto? Mientras sus ojos divisan todavía la orilla de donde zarpó, sabe cuánto camino lleva recorrido y, al ver alejarse la tierra, no puede contener su alegría infantil. ¡Pronto -se dice a sí mismo- llegaré al final del viaje! Pero cuanto más se aleja de la playa, más vasto parece también el océano. Entonces la CIENCIA del niñito se ve reducida a nada, y ya no sabe hacia dónde va su navecilla. Como no sabe manejar el timón, lo único que puede hacer es abandonarse, dejar flotar la vela a merced del viento… Celina mía, la niñita de Jesús se encuentra completamente sola en una barquichuela, la tierra ha desaparecido a sus ojos y no sabe a dónde va, ni si avanza o retrocede… Teresita sí lo sabe: está segura de que su Celina está en alta mar, de que la navecilla que la lleva boga a velas desplegadas hacia el puerto, de que el timón, que Celina ni siquiera puede ver, no está sin piloto. Jesús está allí, dormido, como antaño en la barca de los pescadores de Galilea. Él duerme… y Celina no lo ve porque la noche ha caído sobre la navecilla… Celina no oye la voz de Jesús. El viento sopla y ella lo oye soplar, ve las tinieblas… y Jesús sigue durmiendo» (Carta 144, a Celina).