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El Espíritu Santo creador y el Espíritu Santo que impulsa a los profetas
Contenido
1. El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento
Según el Credo, el Espíritu, no es un mero don impersonal, ni simplemente Dios con su presencia creadora, vivificadora y salvadora en el mundo y en la Iglesia; sino que es también el dador de esos dones, una persona: la tercera persona de la Trinidad.
En este tema es muy importante tener en cuenta la revelación progresiva de Dios que se va realizando en la historia de la salvación y que se refleja en la Biblia. Por eso no nos puede sorprender que en un primer momento no aparezcan claramente todos los rasgos de Dios, o del Espíritu de Dios, que nosotros conocemos ahora. No debemos proyectar en el Espíritu de Dios del Antiguo Testamento todos los datos que nosotros conocemos desde la plenitud de la revelación. Hemos de tener la paciencia de irnos adentrando paso a paso en la realidad del Espíritu de Dios, tal como Dios la fue revelando.
El Espíritu que se manifiesta en el Antiguo Testamento no aparece todavía como una persona distinta en Dios. Es ya, hacia el final del Antiguo Testamento, su Espíritu Santo1, porque viene del Dios santo y consagra para el Dios santo. Pero no es todavía el Espíritu Santo. O por decirlo más exactamente: ya es él, pero no se le ha descubierto todavía enteramente. No cabe duda de que, reflexionando sobre ello, veríamos que era lógico que este poder divino que viene a morar en el espíritu del hombre y a hacerlo más espíritu, más libre, más consciente, más personal, fuera él mismo una persona. Pero, antes de la revelación de Jesucristo, no se podían imaginar varias personas en Dios.
El Nuevo Testamento contiene los primeros esbozos de confesión trinitaria, especialmente embrionaria en lo que se refiere al Espíritu Santo. Pero hay claros indicios de que la misma Biblia ve al Espíritu Santo, no simplemente como un don impersonal, sino como dador personal. Ya el Antiguo Testamento conoce en la literatura sapiencial la idea de ciertas personificaciones relativamente independientes de Dios. Entre ellas están principalmente la Sabiduría y el Espíritu, casi siempre idénticos.
La sabiduría es un espíritu amigo de los hombres que no deja impune al blasfemo: inspecciona las entrañas, vigila atentamente el corazón y cuanto dice la lengua. Pues el espíritu del Señor llena la tierra, todo lo abarca y conoce cada sonido (Sab 1,6-7).
La sabiduría posee un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, diáfano, invulnerable, amante del bien, agudo, incoercible, benéfico, amigo de los hombres, firme, seguro, sin inquietudes, que todo lo puede, todo lo observa, y penetra todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles. La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento y en virtud de su pureza lo atraviesa y lo penetra todo. Es efluvio del poder de Dios, emanación pura de la gloria del Omnipotente; por eso, nada manchado la alcanza (Sab 7,22-25).
El judaísmo postbíblico se expresa en categorías personales: el Espíritu habla, grita, amonesta, se entristece, llora, se alegra, consuela; y lo representa hablando con Dios. Aparece como testigo frente al hombre y es presentado como su abogado.
Hemos de tener en cuenta, además, que cada una de las tres personas tiene su manera propia de revelarse. El Hijo se muestra en forma humana, con rostro y palabra de hombre. El Padre se nos muestra a través del rostro del Hijo. Pero el Espíritu no tiene rostro, ni siquiera un nombre susceptible de evocar una figura humana. No podemos situarnos ante el rostro del Espíritu, contemplarlo, seguir sus gestos. La Escritura nos lo presenta siempre en acción, actuando en nuestros corazones. Conocer al Espíritu es, primeramente, experimentar su acción, dejarnos invadir por su influencia, hacernos dóciles a sus impulsos… La Sagrada Escritura no nos presenta en ninguna parte un retrato ni siquiera una descripción del Espíritu. Hemos de conocerlo más bien por sus efectos y sus acciones.
La palabra hebrea que designa al Espíritu (ruaj) significa a la vez «viento», «aliento». En el Antiguo Testamento se le entiende como la fuerza que se produce en el golpe de la respiración y el viento que está en movimiento y tiene la fuerza para poner otras cosas en movimiento. El viento tiene el carácter de lo inasequible para el hombre y es normalmente el objeto de una acción de Dios. Referido al hombre, significa el proceso de la respiración en que se manifiesta la vitalidad dinámica del hombre; de ahí, pasa a designar el aliento vital, el hecho de estar vivo, e incluso diversos estados de ánimo. Pero no es un principio inmanente al hombre, sino que designa más bien la vida como vida infundida y enviada por Dios.
Esto aparece con claridad en la imagen del relato Yahwista de la creación en el que Dios crea al hombre del polvo de la tierra y lo modela como una figura de barro, pero no tiene vida hasta que Dios no le insufla el aliento vital (aunque la palabra que usa no es ruaj):
Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo (Gn 2,7).
Pero el Antiguo Testamento usa esta misma palabra «espíritu» en relación más o menos estrecha con Dios. La fuerza enigmática que actúa en el viento y su origen desconocido hacían ver en el viento y sus efectos una acción de Dios. Dios tiene poder sobre el viento; el viento es medio de una acción divina. Mientras que en algunos lugares del Antiguo Testamento el viento es criatura de Dios (Am 4,13: «Porque él es el que forma las montañas y crea el viento… ¡El Señor Dios del universo es su nombre!»); y dispone de él (Jr 10,13: «saca los vientos de sus depósitos»), en otros lugares, el viento se identifica con el aliento de Yahweh (Ex 15,8-10 (=2S 22,26; Sal 18,16): el aliento de Dios seca el mar rojo).
La expresión «espíritu de Yahweh» aparece 27 veces en el AT, y 16 «Espíritu de Dios (Elohim)» (+5 en arameo), 20 casos más en los que se designa a Yahweh por medio de un sufijo personal. En total unos 68 casos.
2. La manifestación del Espíritu de Dios en los jueces, en los reyes y en los profetas
El credo de la iglesia dice que el Espíritu Santo «habló porlos profetas». Según esta confesión de fe, el Espíritu no es sólo poder creador de Dios, sino también poder histórico de Dios, mediante el cual interviene consu palabra y su acción en el tiempo.
Los inspirados en Israel, a pesar de seguir siendo lo que son, se encuentran elevados por encima de sí mismos. Son portadores de una conciencia nueva, de una energía desconocida: «Otro» se ha apoderado de ellos desde el interior, y actúa por medio de sus labios, por medio de sus brazos, por medio de su espíritu. Y este poder divino sobre el espíritu del hombre es el Espíritu de Dios.
Vamos a ver esta acción del Espíritu en los jueces, en los reyes y en los diversos momentos de la tradición profética.
Podrían señalarse como precedentes tres casos que señala el libro de los Números. Moisés, del que se dice que Dios tomó parte del Espíritu que tenía y se lo dio a los setenta ancianos que comenzaron a profetizar (Nm 11,25). Josué, que hereda el Espíritu que se ha depositado en Moisés para guiar a la comunidad a la Tierra Prometida:
Respondió el Señor a Moisés: «Toma a Josué, hijo de Nun, hombre en quien está el espíritu, imponle tu mano y preséntalo ante el sacerdote Eleazar y ante toda la comunidad, dale instrucciones en presencia de ellos y comunícale parte de tu autoridad, para que le obedezca toda la comunidad de los hijos de Israel. Que se presente al sacerdote Eleazar y que este consulte acerca de él al Señor, según el rito de los urim. A las órdenes de él saldrán y a las órdenes de él entrarán todos los hijos de Israel, toda la comunidad» (Nm 27,18-21)
Es lo mismo que anuncia el libo del Deutoronomio:
Josué hijo de Nun estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés le había impuesto las manos, los hijos de Israel lo obedecieron e hicieron como el Señor había mandado a Moisés (Dt 34,9).
También tenemos el caso del vidente de Balaán que fue enviado por Balaq, rey de Moab, a profetizar contra Israel, pero Dios se lo impidió y le hizo bendecir y profetizar a favor del Pueblo de Dios. Para esta profecía le invade el Espíritu de Dios (Nm 24,2).
a) Los jueces
En los comienzos, el Espíritu de Dios se manifiesta en el liderazgo de los jueces carismáticos y en la profecía estática. En estos casos, el espíritu (ruaj) es una fuerza dinámica explosiva que sobreviene a un hombre y que lo capacita por breve tiempo para acciones especiales. Así se dice que el Espíritu «penetra», «atrae», «empuja», «viene o cae» sobre alguien.
La aparición del liderazgo carismático en los primeros tiempos de Israel está necesariamente ligada al Espíritu de Dios. Por medio del Espíritu, Dios suscita hombres que se convierten en mediadores de la salvación de su pueblo. De este modo, Dios toma el mando en las acciones bélicas que son en último término «guerras de Dios».
La intervención del Espíritu es tanto más manifiesta en estos casos, en la medida en que ningún procedimiento la ha preparado. Inesperadamente, y sin que nada les predisponga para ello, vemos que simples hijos de campesinos, se sienten repentinamente arrebatados por el Espíritu, y experimentan que están revestidos de una personalidad nueva. Reaniman el valor del pueblo, agrupan ejércitos, liberan a su patria. El Espíritu de Dios los posee. Y, por medio de ellos, une y dirige a su pueblo. Los jueces no son más que liberadores temporales. Y el Espíritu los abandona una vez que su misión ha terminado.
El Espíritu viene sobre Otniel (Jc 3,10: «Vino sobre él el espíritu del Señor y juzgó a Israel. Salió a la guerra y el Señor entregó en su mano a Cusán Risatain, rey de Arán, prevaleciendo su mano sobre Cusán Risatain»); Jefté (Jc 11,29: «El espíritu del Señor vino sobre Jefté. Atravesó Galaad y Manasés, y cruzó a Mispá de Galaad, y de Mispá de Galaad pasó hacia los amonitas»), Gedeón (Jc 6,34: «El espíritu del Señor revistió a Gedeón») Sansón (13,24-25: «La mujer dio a luz un hijo, al que puso el nombre de Sansón. El niño creció, y el Señor lo bendijo. El espíritu del Señor comenzó a agitarlo en Majné Dan, entre Sorá y Estaol»; cf. 14,6: le invade el Espíritu y despedaza a un león; 15,14: viene el Espíritu sobre él, se libera de las cuerdas y mata a mil filisteos con una quijada).
Parece que el Espíritu tiene un lugar muy claro en el esquema de historia de salvación que plantea el Deuteronomista:
- 1. Apostasía.
- 2. Castigo.
- 3. Lamentación.
- 4. Salvación.
Es el Espíritu el que suscita al juez, que trae la salvación de parte de Dios.
Lo mismo sucede con Saúl que es juez y rey a la vez (1S 11,6). Es Dios quien lo suscita por medio del Espíritu, como a los jueces:
Saúl, que llegaba entonces del campo tras los bueyes, preguntó: «¿Qué le ocurre al pueblo para estar llorando?». Y le contaron el mensaje de la gente de Yabés. Al oír aquellas palabras, vino sobre él el espíritu de Dios y estalló en cólera (1S 11,5-6).
Pero a diferencia de los jueces, Saúl es ungido y en ese momento se le promete que el Espíritu le invadirá al entrar en contacto con el grupo de los profetas:
Entonces vendrá sobre ti el espíritu del Señor, profetizarás con ellos y te convertirás en otro hombre. Cuando te sucedan estas señales, haz lo que se te ponga a mano, porque Dios está contigo (1S 10,6-7).
Pero las infidelidades de Saúl hacen que el Espíritu de Yahweh se aparte de él (1S 16,14: «El espíritu del Señor se retiró de Saúl. Y un mal espíritu comenzó a atormentarlo por mandato del Señor»).
En estos casos parece que la posesión por el Espíritu es un acontecimiento único, transitorio, que originalmente no legitima para una función estable.
b) Los reyes
Con la llegada de la monarquía se consuma una transformación decisiva en la concepción del Espíritu de Dios. Los jueces, con el nacimiento de la monarquía, tienen como herederos del impulso del Espíritu al rey. Lo que en otro tiempo era una fuerza dinámica en erupción se convierte en un don permanente para el ungido de Dios, que le otorga aptitudes específicas y constituye una forma especial de la asistencia de Dios. El rey es el encargado ahora de guiar y defender al pueblo. Pero se trata de una responsabilidad permanente. Ahora el Espíritu se «da», o se «posa» en alguien. El Espíritu ya no viene de forma espontánea, sino que está unido a distintos ritos: unción, imposición de manos. El rito de la unción expresa esta permanencia del Espíritu. Con este rito se consagra a los reyes con la huella indeleble del Espíritu. Y como consecuencia, el Espíritu también se recibe por la sucesión en el cargo; pasa del rey al príncipe. Así el Espíritu de Dios se aproxima así al concepto de bendición de Dios.
El caso prototípico es el de David:
Samuel cogió el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante (1S 16,13).
Gerard van Honthorst: El rey David tocando el arpa
Puede verse también la afirmación de David en el lecho de muerte:
El espíritu del Señor ha hablado por mí, su palabra ha llenado mi lengua (2S 23,2).
Pero en David, el Espíritu de Dios no se presenta ya en forma espectacular, inesperada y repentina, en fenómenos estáticos y carismáticos; más bien permanece y reposa en él.
A diferencia de la toma de posesión del Espíritu en los jueces, la unción no basta para convertir a los descendientes de David en reyes que sean según el corazón de Dios y conforme a las exigencias de la justicia.
En los anuncios de salvación en tiempos del exilio y posteriores a él, el Espíritu figura entre los dones del rey mesiánico (cf. Is 61,1; 42,1; cf. 11,12), que da continuidad y plenitud a la figura del rey como ungido por el Espíritu (1S 10,1.10; 16,13). El mesías real ligado al Espíritu Santo aparece en la literatura judía entre los dos testamentos, p. ej. en los Salmos de Salomón (y será frecuente en los textos de Qumrán):
El Rey mismo estará limpio de pecado para gobernar un gran pueblo, para dejar convictos a los príncipes y eliminar a los pecadores con la fuerza de su palabra. No se debilitará durante toda su vida, apoyado en su Dios, porque el Señor lo ha hecho poderoso por el espíritu santo, lleno de sabias decisiones, acompañadas de fuerza y justicia (SalSal 17,36-37).
Felices los que nazcan en aquellos días, para contemplar los bienes que el Señor procurará a la generación futura, bajo la férula correctora del Ungido del Señor, en la fidelidad a su Dios, con la sabiduría, las justicia y la fuerza del Espíritu (SalSal 18,6-7).
c) El Espíritu que impulsa a los profetas
Los verdaderos instrumentos del Espíritu, los que saben apreciar la acción del Espíritu en el mundo, y en su propio espíritu, son los profetas. Sin embargo hay que distinguir varias etapas.
Los grupos de profetas extáticos
También la profecía extática ha sido relacionada claramente con el Espíritu. Se trata de los grupos de profetas que se caracterizan por vivir conjuntamente y entrar en trance. En estos casos, suele denominarse «Espíritu de Dios», y no «Espíritu de Yahweh». El Espíritu viene sobre todo el grupo y lo pone en trance; pero también puede apoderarse de otras personas que se aproximan al grupo. Este fenómeno se caracteriza por ser contagioso -como hemos visto en el caso de Saúl-. Aunque el efecto del éxtasis es transitorio, podía repetirse.
Hablando en general, diremos que las manifestaciones del Espíritu se van haciendo cada vez más interiores a medida que se va avanzando en el Antiguo Testamento, hasta el apogeo del profetismo, en el que el Espíritu se revela más claramente. Los fenómenos más mezclados con fenómenos exteriores son los trances extáticos de los nebi’im, precursores de los profetas, que vivían en grupo. Las almas exigentes de los profetas escritores experimentan desagrado ante esos transportes. Pero éstos fueron una de las fuerzas vivas de Israel y estuvieron animados por el Espíritu de Dios (Nm 11,17.25: Yahweh concede parte del Espíritu de Moisés a los setenta ancianos; 1S 10,6ss: los profetas de Yahweh que animan a Saúl en los primeros momentos).
Los profetas no escritores del s. IX aC
Para los profetas del siglo IX, la presencia del Espíritu de Dios era un elemento fundamental. En las tradiciones relativas al hombre de Dios respecto de Elías y Eliseo, el Espíritu de Dios está tan estrechamente ligado a una persona que puede ser heredado; pero no produce palabra alguna, sino simples demostraciones de poder.
Puede verse, como ejemplo 2R 2,9-15, en donde Eliseo pide que se le conceda parte del Espíritu de Elías y tan pronto como el Espíritu desciende sobre él, queda constituido profeta. Pero la comprobación de esa posesión del Espíritu procede de los que rodean al profeta, y queda así legitimado:
Mientras cruzaban, dijo Elías a Eliseo: «Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de que sea arrebatado de tu lado». Eliseo respondió: «Por favor, que yo reciba dos partes de tu espíritu». Respondió Elías: «Pides algo difícil, pero si alcanzas a verme cuando sea arrebatado de tu lado, pasarán a ti; si no, no pasarán». Mientras ellos iban conversando por el camino, de pronto, un carro de fuego con caballos de fuego los separó a uno del otro. Subió Elías al cielo en la tempestad. Eliseo lo veía y clamaba: «¡Padre mío, padre mío! ¡Carros y caballería de Israel!». Al dejar de verlo, agarró sus vestidos y los desgarró en dos. Recogió el manto que había caído de los hombros de Elías, volvió al Jordán y se detuvo a la orilla. Tomó el manto que había caído de los hombros de Elías y golpeó con él las aguas, pero no se separaron. Dijo entonces: «¿Dónde está el Señor, el Dios de Elías?». Golpeó otra vez las aguas, que se separaron a un lado y a otro, y pasó Eliseo sobre terreno seco. Cuando la comunidad de los profetas lo vio venir hacia ellos, dijeron: «El espíritu de Elías se ha posado sobre Eliseo». Y fueron a su encuentro y se postraron en tierra ante él (2R 2,9-15)
El Espíritu podía arrebatar de repente a un profeta sacándolo de su ambiente y conducirle a cualquier otra parte (cf. 1R 18,12: Abdías no quiere decirle al rey Ajab dónde está Elías porque el Espíritu de Yahweh puede arrebatarle a otro lugar y el rey le matará; 2R 2,16: tras la desaparición de Elías piden a Eliseo que cincuenta hombres vayan a buscarle por si se lo ha llevado el Espíritu de Yahweh y lo ha arrojado a alguna montaña o a algún valle).
Solamente puede surgir el engaño cuando el Espíritu confunde a los profetas. Entonces se plantea entre ellos la cuestión de si el Espíritu ha pasado de uno a otro. Es el caso del enfrentamiento de Miqueas y Sedecías:
Dijo entonces Miqueas: «Por todo ello, escucha la palabra del Señor: “He visto al Señor sentado en su trono, con todo el ejército de los cielos en pie junto a él, a derecha e izquierda”. El Señor preguntó: “¿Quién engañará a Ajab para que suba y caiga en Ramot de Galaad?”; unos respondían una cosa y otros otra, hasta que un espíritu se adelantó y de pie ante el Señor dijo: “Yo lo engañaré”. El Señor le preguntó: “¿De qué modo?”. Le respondió: “Iré y me convertiré en espíritu de mentira en la boca de todos sus profetas”; el Señor dijo entonces: “Lo engañarás y lo vencerás. Ve y haz como dices”. Así pues, porque el Señor ha predicho el mal contra ti, ha puesto un espíritu de mentira en la boca de todos estos profetas tuyos». Se acercó Sedecías, hijo de Quenaaná, y, dándole una bofetada a Miqueas en la cara, le preguntó: «¿Por qué camino el espíritu del Señor ha pasado de mí para hablar contigo?». Miqueas respondió: «Tú mismo lo verás en el día aquel, cuando trates de esconderte en la habitación más oculta» (1R 22,19-25).
Los profetas escritores de la época clásica
Los más antiguos profetas escritores: Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, plenamente conscientes de haber sido poseídos por un poder divino, prefieren decir que ese poder es la mano de Dios, más que su Espíritu (Is 8,11: «Me tomó de la mano»; Jr 1,9: «Alargo su mano y tocó mi boca»). En plena posesión de sí mismos, y frecuentemente en medio de una rebelión de todo su ser, una presión soberana les constriñe a anunciar la palabra divina.
Pero originariamente no hay, en cambio, ninguna relación entre el Espíritu de Dios y la comunicación de un mensaje divino. Podemos encontrar este Espíritu en la profecía preclásica, pero falta totalmente en la profecía escrita desde Amós a Jeremías. No valen los textos aducidos en sentido contrario:
Os 9,7: «Han llegado los días de rendir cuentas, han llegado los días de la represalia: que lo sepa Israel. El profeta es un insensato; el hombre de espíritu, un exaltado»
Mi 3,8: «Pero yo estoy lleno de fuerza -por el espíritu de Dios-, de derecho y coraje, para anunciar a Jacob su culpa, a Israel su pecado». (Puede ser una glosa y el hecho de denunciar no parece depender claramente del estar lleno del Espíritu).
Is 30,1: «¡Ay de los hijos rebeldes! -oráculo del Señor-, que hacen planes sin contar conmigo, que sellan alianzas contrarias a mi espíritu añadiendo así pecado a pecado» (Pero aquí el Espíritu puede significar «a mi aire», la naturaleza íntima de Dios).
Is 31,3: «Los egipcios son hombres y no dioses, sus caballos son carne y no espíritu. El Señor extenderá su mano: tropezará el protector y caerá el protegido, los dos juntos perecerán».
Es arriesgado decir respecto a estos profetas que el Espíritu les trae la palabra de Dios, les da luz para comprenderla y la fuerza para anunciarla. Ésa es nuestra forma de explicarlo y entenderlo, bajo el concepto del Espíritu Santo revelador, que inspira a los autores sagrados. Esto no resulta tan claro en ese momento.
La razón de la llamativa ausencia del Espíritu de Dios en los primeros profetas escritores (salvo Ezequiel) puede deberse a que la profecía de salvación, usada por los falsos profetas para tranquilizar al pueblo, y combatida por estos profetas, apelaba en parte al Espíritu (como ejemplo recuérdese el enfrentamiento de Miqueas y Abdías, profeta de Ajab en 1R 22 = 2Cr 18). Indudablemente quieren marcar su independencia con respecto a los grupos de profetas extáticos. Quizá la idea del Espíritu era algo característico de la profecía del norte de Israel.
La única excepción es el profeta Ezequiel. Pero excepción comprensible porque Ezequiel es también profeta del exilio que anuncia el final del destierro. Veamos los textos:
Y me decía: «Hijo de hombre, ponte en pie y te hablaré». El espíritu entró en mí mientras me hablaba, me puso en pie, y oí que me decía: «Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy» (Ez 2,1-3).
El espíritu me levantó y me dijo: «Ve y enciérrate en tu casa….» (Ez 3,24).
Entonces me invadió el espíritu del Señor y me ordenó decir: Esto dice el Señor (Ez 11,5).
Entonces el espíritu me arrebató y me llevó en visión, en el espíritu de Dios, a Caldea, a los desterrados. La visión que había contemplado desapareció de mi vista (Ez 11,24). (Véase también Ez 3,12.14; 8,3; 11,1; 37,1; 43,5, donde también se dice que el Espíritu lo arrebató).
Los profetas postexílicos
La profecía se entiende con toda naturalidad como fruto del Espíritu de Dios sólo a partir de la época postexílica. Sólo en esta época, cuando el Espíritu de Dios había perdido en gran parte sus otras funciones específicas (no hay jueces, ni reyes, ni profetas extáticos), se entendió retrospectivamente la profecía como actuación del Espíritu. Entonces sí se puede decir que la vinculación constante entre palabra profética y Espíritu adquiere toda su importancia. La acción del Espíritu en los profetas escritores está documentada en Zacarías, en Nehemías y en el tercer Isaías:
Endurecieron su corazón más que el diamante y, de esta forma, no escucharon la Ley y los mensajes que el Señor les enviaba por su espíritu, por medio de los profetas de antaño. Y el Señor se encolerizó vivamente (Za 7,12).
Aun así, fuiste benévolo con ellos muchos años. Los amonestaste con tu espíritu por medio de los profetas, pero no escucharon. Entonces los entregaste en manos de los pueblos gentiles (Ne 9,30).
Es la misma concepción que aparece en la profecía del Is 61,1. Texto que Jesús se aplicará a sí mismo (cf. Lc 4,18), pero que aquí, en el Segundo Isaías, se refiere al profeta:
El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad… (Is 61,1).
De este modo, el Cronista entiende todo lenguaje profético como lenguaje inspirado:
El espíritu de Dios vino sobre Azarías, hijo de Oded (2Cro 15,1).
En medio de la asamblea, vino el espíritu del Señor sobre Yajaziel -hijo de Zacarías, hijo de Benaías, hijo de Yeiel, hijo de Matanías, levita, de los hijos de Asaf-, y dijo… (2Cro 20,14).
Entonces el Espíritu de Dios vino sobre Zacarías, hijo del sacerdote Joadá, que, erguido ante el pueblo, les dijo… (2Cro 24,20).
Pero no se limita a los profetas (1Cr 12,19: el Espíritu reviste a Amasay).
En la época tardía, «Espíritu» se convierte en un conceptoteológico amplio que ya no designa ninguna actuación divina específica; muchasveces puede significar simplemente «Dios». Sólo entonces se llega a la expresión«Espíritu santo».
3. Un pueblo ungido por el Espíritu Santo
Según va avanzando la revelación bíblica, va apareciendo también como el Espíritu se derrama no sólo en los jueces, reyes y profetas, sino también sobre todo el pueblo de Dios, al que se le promete la salvación. Lo podemos descubrir en los profetas exílicos y postexílicos:
Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos (Ez 36,27; cf. 37,14).
Esto dice el Señor que te hizo, que te formó en el vientre y te auxilia: No temas, siervo mío, Jacob, a quien corrijo, mi elegido; derramaré agua sobre el suelo sediento, arroyos en el páramo; derramaré mi espíritu sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos (Is 44,3; cf. 59,21).
Después de todo esto, derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Incluso sobre vuestros siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días (Jl 3,1-2; cf. Hch 2,16).
No podemos olvidar la relación de esta promesa con su cumplimiento en la venida del Espíritu Santo, no sólo sobre los apóstoles en Pentecostés (Hch 2,1-14), como narra el libro de los Hechos, sino sobre los que reciben la Palabra y se convierten (Hch 4,31; 8,14-17; 10,44).
4. El Espíritu Santo creador y dador de vida
Otra afirmación del Credo sobre el Espíritu Santo es que es «vivificante», «dador de vida».
Sólo desde la época del exilio, el Espíritu penetró en el contexto de la creación del hombre y a partir de entonces pudo designar al aliento vital del hombre: Dios lo da al hombre (Is 42,5: «Esto dice el Señor, Dios, que crea y despliega los cielos, consolidó la tierra con su vegetación, da el respiro al pueblo que la habita y el aliento [=espíritu] a quienes caminan por ella»), lo forma (Za 12,1: «Palabra del Señor sobre Israel. Oráculo del Señor, que extiende los cielos y cimienta la tierra, que forma el aliento [=espíritu] del hombre en su interior») o lo crea (Is 57,16: «No estaré en pleito perpetuo, ni me irritaré por siempre, porque ante mí sucumbirían el espíritu y el aliento que he creado»). El aliento de Dios crea y vivifica al hombre en su conjunto.
En la terminología de P (= tradición sacerdotal) se da ya este cambio: los seres vivientes se llaman ahora «carne en la que hay aliento de vida» (Gn 2,19; 6,17; 7,15).
En el capítulo 2 del Génesis se subraya que el hombre formado de la materia terrena no se convierte en ser vivo hasta que recibe el divino aliento en la cara. Esta vida procede directamente de Dios. Únicamente este aliento que se une a un cuerpo hace del hombre de un ser vivo. (Gn 2,7: el hombre vive porque se le ha insuflado el aliento de Dios).
En ese sentido, aplicado de forma personal, dice Elihú a Job: «El soplo de Dios me formó, el aliento del Todopoderoso me dio vida» (Jb 33,4).
De ahí viene la concepción de que si Dios retira su aliento, el hombre recae en la materialidad sin vida: Dios puede retirar su aliento al hombre y volver a dárselo en cualquier momento. De este modo, la piedad sapiencial explica la dependencia total de la criatura respecto a su creador:
Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo: se la echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra (Sal 104,27-30).
Si decidiera por cuenta propia retirar su espíritu y su aliento, dejarían de respirar los vivientes, volverían los humanos al polvo (Jb 34,14-15). (Cf. Jb 27,3: «Mientras siga respirando, con el aliento de Dios en las narices»).
También se afirma en la literatura sapiencial la creación por medio del Espíritu o aliento de Dios:
La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (Sal 33,6)2.
Y la acción del Espíritu creador en toda realidad creada:
Pues el espíritu del Señor llena la tierra, todo lo abarca y conoce cada sonido» (Sb 1,7)3.
Hay razones para pensar que, al fusionarse salvación y creación del hombre en los anuncios de salvación de los profetas, el Espíritu penetró en el lenguaje de la creación.
Un ejemplo muy claro es la visión de los huesos secos de Ezequiel, que, para mostrar la capacidad de Dios para hacer resurgir a su pueblo usa un lenguaje de creación en el que el Espíritu tiene un papel primordial. Aparece aquí el Espíritu como la energía vital que retorna, el aliento vital que Dios insufla a los muertos:
La mano del Señor se posó sobre mí. El Señor me sacó en espíritu y me colocó en medio de un valle todo lleno de huesos. Me hizo dar vueltas y vueltas en torno a ellos: eran muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Me preguntó: «Hijo de hombre: ¿Podrán revivir estos huesos?». Yo respondí: «Señor, Dios mío, tú lo sabes». Él me dijo: «Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: “¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor! Esto dice el Señor Dios a estos huesos: Yo mismo infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis. Pondré sobre vosotros los tendones, haré crecer la carne, extenderé sobre ella la piel, os infundiré espíritu y viviréis. Y comprenderéis que yo soy el Señor”». Yo profeticé como me había ordenado, y mientras hablaba se oyó un estruendo y los huesos se unieron entre sí. Vi sobre ellos los tendones, la carne había crecido y la piel la recubría; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo: «Conjura al espíritu, conjúralo, hijo de hombre, y di al espíritu: “Esto dice el Señor Dios: Ven de los cuatro vientos, espíritu, y sopla sobre estos muertos para que vivan”». Yo profeticé como me había ordenado; vino sobre ellos el espíritu y revivieron y se pusieron en pie. Era una multitud innumerable. Y me dijo: «Hijo de hombre, estos huesos son la entera casa de Israel, que dice: “Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, ha perecido, estamos perdidos”. Por eso profetiza y diles: “Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y comprenderéis que yo, el Señor, lo digo y lo hago” -oráculo del Señor-» (Ez 37,1-14).
Véase esta concepción también en las polémicas contra los ídolos del último periodo de los reyes (Jr 10,14: «Sus estatuas son pura mentira, pues no hay espíritu en ellas» (=51,17); cf. Ha 2,19; Sal 135,17).
Un texto discutido en este sentido es Gn 1,2. Para algunos el espíritu de Dios es la fuerza vital creadora en toda las cosas: su espíritu se cierne sobre las aguas al comienzo de la creación. Sin embargos para otros (Von Rad) no se trata del Espíritu de Dios, sino la tempestad de Dios o tempestad terrible en sentido superlativo; el enunciado concierne a la descripción de lo caótico y no entra todavía dentro del proceso de la creación por medio del Espíritu de Dios (y el discutido término merahefet no debe traducirse por «empollar», sino más bien «vibrar, temblar, mecerse»).
Esa misma fuerza creadora del Espíritu se proyecta hacia el futuro: El Espíritu de Dios transformará el desierto en paraíso y lo convertirá en lugar del derecho y la justicia (Is 32,15). Despertará al pueblo muerto a nueva vida (Ez 37,1-14) y le formará un nuevo corazón (Ez 11,19; 18-31; 36,27; cf. Sal 51,12).
5. Conclusión
Este recorrido por el Antiguo Testamento nos ha ayudado a descubrir cómo se va revelando el Espíritu Santo a lo largo de la Historia de la Salvación: como el que mueve a los jueces y reyes para salvar al pueblo, el que hace hablar a los profetas, el que actúa en la creación dando vida. Todo esto nos ayuda a dar contenido a la identidad del Espíritu Santo como el que habló por los profetas y es dador de vida.
Cuando llegue la plenitud de los tiempos también alcanzará su plenitud la revelación del Espíritu Santo como persona, igual al Padre y al Hijo. Pero eso es imposible en el marco del Antiguo Testamento, que sólo nos ofrece algunas pistas de ese carácter personal del Espíritu.
Todo este recorrido por el Antiguo Testamento nos ayuda también a entender la importancia de la presencia del Espíritu Santo en la presentación de Jesús como Hijo de Dios en el bautismo (Mc 1,9-10 y par.), que lo manifiesta como el Mesías (=Ungido), y a descubrir la relevancia de que Jesús proclame cumplida en él la profecía de Isaías que hemos visto más arriba (Is 61,1; Lc 4,18). Pero la relación de Cristo con el Espíritu va mucho más allá de lo que vemos en los reyes y en los profetas (como se verá especialmente en el cuarto evangelio, y anticipa san Lucas en el evangelio de la infancia), y desbordará lo que se esperaba del Mesías salvador.
6. Bibliografía
A. ALBERTZ-C. WESTERMANN, ruaj, en E. JENNI – C. WESTEMANN, Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento, II, Madrid 1985 (Cristiandad), col. 914-947.
W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985 (Sígueme), 233-235.
G. VON RAD, El libro del Génesis, Salamanca 1988, 58s. 92.
G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento, I, Salamanca 1980 (Sígueme), 79-80.
J. GUILLET, El Espíritu de Dios, en VV. AA., Grandes temas bíblicos, Madrid 1968 (Fax), 267-281, esp. 267-273.
NOTAS
- Is 63,10-11: «Mas ellos se rebelaron y contristaron a su Espíritu santo, y él se convirtió en su enemigo, guerreó contra ellos. Entonces se acordó de los días antiguos, de Moisés su siervo. ¿Dónde está el que los sacó de la mar, el pastor de su rebaño? ¿Dónde el que puso en él su Espíritu santo»; Sal 51,13: «No retires de mí tu santo Espíritu».
- Véase Sal 148,8, donde se le llama «viento huracanado que cumple sus órdenes»; y Sal 147,18: «Envía una orden, y se derriten; sopla su aliento [=espíritu], y corren las aguas».
- Cf. Sab 7,22-8,1: Hay en la sabiduría «un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, diáfano, invulnerable, amante del bien, agudo, incoercible, benéfico, amigo de los hombres, firme, seguro, sin inquietudes, que todo lo puede, todo lo observa, y penetra todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles».