Descargar este documento en formato Pdf
Contenido
1. Armonizar la contradicción
Muchos cristianos afirman ser «contemplativos en la acción», reconociendo en ello su vocación a la santidad en la vida secular. Pero un sencillo análisis de su vida concreta demuestra que no integran realmente los dos elementos propios de esa vocación: la contemplación y el mundo. Eso es fruto de las dos distorsiones principales en esta vocación: el activismo disimulado bajo un barniz espiritual y el espiritualismo apoyado en un cómodo compromiso.
Vamos a intentar a hacer luz en este asunto presentando una propuesta de discernimiento que ayude a encontrar las claves concretas para reconocer la autenticidad de la vocación contemplativa secular. Y, para empezar, tenemos que definir lo que entendemos, en esencia, por «vocación contemplativa secular». De manera muy resumida, podríamos decir que es el llamamiento que me hace Dios a vivir exclusivamente para él en medio del mundo, consumiendo todo mi ser en su amor, a través de la vida secular, para así llegar a la unión íntima de amor con él y a una eficaz participación en su obra redentora en la misión que él me encomienda.
Esto es la consecuencia fundamental del primer mandamiento: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). A partir de aquí, si una persona se identifica con este llamamiento como la invitación personal que le hace Dios a la santidad, lo primero que tiene que hacer es reconocer y aceptar realmente esta vocación como suya, preguntándose sinceramente: «¿Reconozco en esto mi vocación?, ¿creo realmente en ella?».
Para responder, no basta con un convencimiento teórico; hemos de fijarnos si se cumple en nuestra vida lo que nos dice el Señor: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). Si creo de verdad en la vocación a la santidad, eso tiene que notarse realmente en mi vida. Por esa razón he de hacer un serio examen, no de la vocación como gracia, ni de los dones recibidos, ni de mis intenciones o deseos, sino de la autenticidad evangélica de mi vida real y concreta. Ahí es donde se puede comprobar la autenticidad de mi vida contemplativa, viendo si mi corazón está puesto realmente en lo que afirmo que es mi tesoro.
Y eso, a su vez, se demuestra viendo el precio que pago con gusto por alcanzar y conservar ese tesoro; lo cual no hay que confundirlo con el precio que estoy intencionalmente «dispuesto» a pagar. Recordemos las parábolas del tesoro y la perla preciosa (Mt 13,44-46), en las que venderlo todo «lleno de alegría» es la prueba de que se reconoce el objetivo como el bien supremo que realmente se busca.
Por otra parte, hay que reconocer que esta vocación tiene un doble componente: contemplación y mundo, que son ambas realidades inseparables. Y eso supone que sólo puedo aceptar y vivir la vocación contemplativa en el mundo si hago compatible la contemplación con la vida secular, pues a ambas me llama Dios y en ellas se desarrolla mi existencia concreta. En este sentido vendría bien contemplar la presencia de Jesús en el mundo:
Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40).
A los que aman a Dios todo les sirve para el bien (Rm 8,28).
En él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28).
La clave para ser contemplativos en el mundo no consiste en hacer plenamente compatible la vida interior y la vida secular; porque eso es prácticamente imposible. Se trata de armonizar los dos ámbitos, lo que exige poner cada uno de ellos en su sitio, dándole una indiscutible prioridad a la vida interior sobre la secular.
Esto no se consigue dedicando más tiempo a la oración, por importante que sea ésta, sino tratando de lograr una armonización entre estos dos mundos, lo que exige un esfuerzo permanente de discernimiento, de vencimiento y de lucha; no tanto para lograr un equilibrio, más o menos inestable, entre Dios y el mundo, sino para entregarnos totalmente a Dios y ser fieles a él en medio del mundo concreto en el que nos toca vivir y que, en muchas ocasiones, nos desorienta, nos desanima o se opone a Dios. Por eso, en esta vocación no se puede vivir de las rentas de gracias recibidas, ni de decisiones tomadas en el pasado. Se requiere un esfuerzo permanente de fidelidad, que es, quizá, el elemento ascético más importante de este tipo de vida.
La autenticidad de la vocación contemplativa secular no la dan las gracias sensibles, ni los propósitos o deseos, sino la fidelidad a esa tensión evangélica que define esta vocación, tal como la vive Jesús según él mismo nos dice en la expresión a la que ya hemos aludido: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34), y como nos pide a nosotros: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
Para mantener dicha tensión hemos de reconocer, no tanto los errores o pecados que podamos cometer en la práctica, sino el verdadero y grave pecado, que es renunciar a ese trabajo permanente y dejar que las presiones del mundo primen, aunque sea un poco, sobre la fidelidad a la voluntad de Dios. El error de base que supone la renuncia a la primacía real de Dios en la propia vida se apoya frecuentemente en una fácil e interesada interpretación de la gracia, que cada uno traduce según le conviene. Con frecuencia vemos que una gracia de Dios que invita a la fidelidad se diluye, cuando interesa, en algún tópico que sirve para traicionar esa misma gracia, como por ejemplo: «Lo que importa es el amor, todo es oración, Jesús también estaba en el mundo…». A partir de este tipo de interpretaciones superficiales uno ya puede sentirse justificado para buscar sus intereses, con el convencimiento tranquilizador de que está cumpliendo la voluntad de Dios.
2. Modelos concretos
Para comprender bien todo esto nos puede ayudar la contemplación de Jesús en casa de Marta de Betania:
Entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano». Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10,38-42).
Marta, como responsable de la casa y anfitriona, cumple perfectamente las exigencias de la hospitalidad oriental y procura atender a su huésped lo mejor posible. No sólo no hay nada malo en ello, sino que hace lo que tiene que hacer. Y María está, como los niños en la escuela, sentada a los pies de Jesús, escuchando su palabra. El reproche del Señor a Marta pone de manifiesto su pecado, que consiste en no darle una prioridad clara y decidida a lo verdaderamente importante.
Vemos que esta mujer no ha descubierto que la primacía la tiene ciertamente la acogida de Jesús, pero no como a ella le parece mejor, sino como él quiere ser recibido. Además, el error de Marta la lleva a tratar de impedir que su hermana María actúe de un modo distinto del suyo, impidiéndole que tenga la disposición adecuada a lo que Jesús se merece y espera. El hecho de que no sea consciente de su equivocación no le quita importancia a un asunto del que depende realmente su vida. Nosotros, que estamos llamados a ser como María, cuando actuamos como Marta estamos renunciando a ser fieles a la prioridad que conocemos. Y, si actuamos dejándonos llevar por una actitud similar a la que tiene Marta respecto de su hermana, demostramos que no hemos descubierto lo que el Señor quiere y nos pide, que es lo que él defiende frente a la petición de Marta. Deberíamos plantearnos en serio cuál es la razón por la que nuestras actitudes se parecen más a las de Marta que a las de su hermana María.
Esta primacía que deben tener los valores sobrenaturales sobre otros valores nos obliga a reconocer que, de alguna manera, nuestra vida no sólo no encaja del todo en el mundo, sino que no tiene necesariamente que encajar en él. No podemos vivir intentando una imposible armonización, espontánea y sin problemas, de dos realidades tan distintas u opuestas. Y el hecho de que esta dificultad nos desconcierte o que nos lamentemos de ello demuestra que no la aceptamos, lo que indica que tenemos un problema vocacional.
Para armonizar realmente estos dos ámbitos hemos de tener en cuenta que, en la medida en que se apuesta por una especial radicalidad, esas dos vidas son incompatibles en el mismo nivel. Es decir: no podemos ser plenamente contemplativos y, en el mismo nivel de intensidad, plenamente seculares. No podemos vivir la profundidad de la vida interior consumida en holocausto de amor y, a la vez y en el mismo nivel de intensidad, vivir la vida secular o la vida sacerdotal pastoral como un compromiso totalmente absorbente. Hay que reconocer, defender y llevar a la práctica la prioridad indiscutible que el mismo Jesús fórmula en palabras a las que ya hemos aludido: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
Precisamente, además, esa misma prioridad de lo contemplativo es lo que da sentido y profundidad a lo secular. En el caso de Marta y María, la que ofrece a Jesús la auténtica hospitalidad es la que se sienta a sus pies a acoger su palabra.
Dios puede llamar a vivir estas dos vidas en una vocación peculiar, como es el caso de la vocación contemplativa secular, pero eso no supone que se pueda vivir ese estilo de vida automáticamente. Esa vocación exige vivir en una permanente tensión entre esas dos realidades y que una de ellas ‑la contemplativa‑ tenga la absoluta y determinante primacía sobre la otra, sin que eso suponga ningún desprecio o descuido de lo secular.
Éste es, como hemos visto, el pecado de Marta, en oposición a la actitud de María. Para entenderlo mejor, podríamos recordar el ejemplo que nos ofrece santa Teresa del Niño Jesús, que está escribiendo y, según empieza a sonar la campana llamando a la oración, levanta la pluma del papel y deja a medio escribir una palabra para cumplir la voluntad de Dios. Es cierto que ella no vivía en el mundo sino en un monasterio, pero en este caso experimenta la misma tensión que nosotros sufrimos entre la acción y la oración. Su secreto consiste en hacer realidad en su vida lo que nos dice Jesús de sí mismo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34). Por otra parte, recordemos que este tipo de vencimientos también forman parte de la ascética de la vida contemplativa secular.
Por el contrario, si jugamos con las prioridades a nuestra conveniencia, estamos actuando como si fuéramos dueños de la gracia, o como si tuviéramos derechos sobre ella; lo que nos saca inmediatamente del ámbito de su acción. Esto es, precisamente, el fariseísmo, del cual es muy difícil salir. El verdadero contemplativo nunca actuará como dueño de la gracia, sino como pobre, mendigo de la gracia, su siervo y su discípulo.
Aquí merecería la pena recordar que el fariseísmo no se limita a aquellos que pretenden alcanzar la justificación ante Dios por las obras, sino que existe también la tentación del fariseísmo para el contemplativo, que no consiste tanto en pretender justificarse con las obras buenas o piadosas, sino en apoyarse en las innegables gracias recibidas para creerse con cierto «derecho» sobre Dios, lo que le permite justificar las opciones personales realizadas al margen de la voluntad de Dios. Es como si uno dijera: «Yo estoy muy unido al Señor, que me ha bendecido con multitud de gracias y de favores. No creo que esto que he hecho vaya a romper una amistad tan sólida como la nuestra; al fin y al cabo no se trata de algo pecaminoso». Esto es un modo de escamotear la verdad y entrar en el camino de la mentira; un camino del que, una vez en él, resulta muy difícil salir y que impide la vida contemplativa. ¿Y cuál es esa mentira? Se podría formular así: «Esto es lo que me interesa y, puesto que no es pecado, no tiene importancia que lo haga, aunque no sea voluntad de Dios, cosa que no me voy a plantear en concreto porque ya me lo he planteado en general». En resumen: establezco a Dios como prioridad teórica, en general, y luego, al amparo de esa opción, dejo que la presión de mi psicología, del ambiente, del mundo o de mis intereses determinen mi verdadera prioridad práctica.
En el contemplativo secular la primacía tiene que ser claramente la vida interior. Pero, al tener que vivir inmerso en el mundo, no puede esperar sentir el respaldo externo que necesita para ser fiel a su vocación y para relativizar muchas de las presiones del mundo, ni puede pretender ser fiel a su identidad sin desentonar con el mundo. Esto lo vemos claramente en la oración de Jesús, en la que nos asomamos a lo profundo de su corazón:
Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno (Jn 17,11-15).
El Señor nos quiere en el mundo; por eso no pide al Padre que nos saque del mundo. Pero sabe que no somos del mundo porque no pertenecemos a él, y no podemos estar instalados cómodamente en él, porque no es él nuestro origen ni nuestra meta. Por eso tenemos que aprender a estar en un mundo que nos rechaza porque no pertenecemos a él, pero sin huir de él, sin pedir que Dios nos saque de él; sino que, en esa difícil situación, nos libre del maligno y seamos plenamente del Padre, como lo es Jesús. No podemos pretender vivir cómodamente en el mundo si no le pertenecemos a él.
Esta dificultad explica que, en la práctica, la preeminencia real la tenga la vida secular sobre la contemplativa, de modo que ésta se deba adaptar a aquélla, con lo que se pone en riesgo la autenticidad de la misma vida contemplativa. Por eso hemos de reconocer que la vida contemplativa secular pasa necesariamente por ese modo de soledad (al igual que el monje tiene su propia soledad), y, a partir de ahí, aceptar esa soledad y aprovecharla para crecer en la verdadera fidelidad, que se fortalece en la prueba. Recordemos que soledad y prueba forman parte esencial de la vocación contemplativa.
3. Contemplar a Cristo como discernimiento
Por otra parte, hemos de tener en cuenta que el modo como se armonizan contemplación y mundo, por medio de una forma precisa de dar la prioridad a Dios, es diferente en cada persona y en cada situación, porque no depende de ninguna norma moral específica, sino de la voluntad de Dios sobre cada uno en particular. Esto obliga a una labor seria y continuada de discernimiento, única manera de descubrir en concreto a qué le lleva el proyecto único que Dios tiene para él.
Y aquí he de tener en cuenta que afirmar el valor de mi vocación contemplativa secular exige reconocer un orden y una primacía como contemplativo-secular, en el sentido de que no soy contemplativo y secular: sólo soy contemplativo, aunque colocado en el mundo.
Y estos matices, ¿qué vienen a significar? Pues sencillamente que no puedo encajar en ambos mundos por completo y que, de intentarlo, no encajaré en ninguno y perderé mi propia identidad. Lo que, en concreto, se traduce en que no puedo gastar energías en hacer inteligible mi vida a todos o en tratar de justificarme permanentemente ante ellos. Eso hace que tenga que perderme en explicaciones que casi nadie está dispuesto a entender, y me lleva a actuar con miedo y sin libertad, renunciando a ser yo mismo. Y, de este modo, mi vida no es evangélicamente eficaz. Además, este enfoque equivocado lleva sin remedio al fracaso en todos los ámbitos; un fracaso que quizá podemos atribuir erróneamente a la cruz, cuando en realidad es la consecuencia natural de un error de base.
Deberíamos ver, en la presencia de Dios, si se nota ‑y en qué se nota‑ esa supeditación: en criterios, decisiones, actitudes, reacciones, sentimientos…
Este ejercicio de clarificación y discernimiento sólo se puede hacer desde la contemplación profunda de Cristo, porque él es el único hombre que ha alcanzado el auténtico equilibrio que supone ser verdaderamente contemplativo y vivir plenamente insertado en el mundo. Deberíamos realizar con frecuencia esta contemplación para encontrar la única luz que puede orientarnos en este camino e iluminar verdaderamente nuestra vida, según dice Sal 34,6: «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes».
Quizá deberíamos comenzar esta tarea de discernimiento contemplando la razón por la que Jesús se hace presente en el mundo. Él no está en el mundo simplemente para hacer compatible su ser Hijo de Dios con la vida humana, cotidiana y corriente. Jesús viene al mundo como fruto de una obediencia, de una misión, de una pasión y de un plan muy concreto que va a salvar al mundo, ciertamente con su presencia, pero una presencia que le llevará a la cruz y, desde ella, a la resurrección. Recordemos el antiquísimo himno litúrgico que recoge san Pablo en la carta a los Filipenses:
El cual, siendo de condición divina, | no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; | al contrario, se despojó de sí mismo | tomando la condición de esclavo, | hecho semejante a los hombres. | Y así, reconocido como hombre por su presencia, | se humilló a sí mismo, | hecho obediente hasta la muerte, | y una muerte de cruz. | Por eso Dios lo exaltó sobre todo | y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; | de modo que al nombre de Jesús | toda rodilla se doble | en el cielo, en la tierra, en el abismo, | y toda lengua proclame: | Jesucristo es Señor, | para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).
Es lo mismo que, recordando el Salmo 40, encontramos en la carta a los Hebreos:
Por eso, al entrar él en el mundo dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, | pero me formaste un cuerpo; | no aceptaste | holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo | pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad. Primero dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias, que se ofrecen según la ley. Después añade: He aquí que vengo para hacer tu voluntad. Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre (Heb 10,5-10).
Jesús se hace plenamente hombre, vive realmente en el mundo, vive como uno de tantos…, pero no para confundirse con la masa, sino para hacer presente a Dios, para traer la salvación de Dios, consciente de que la fidelidad a esa misión, en el mundo concreto en el que se inserta, le va a llevar a la cruz, que se convierte en camino de salvación hacia la gloria y, de ese modo, nos arrastra con él. En esto no hay nada de equidistancias entre Dios y el mundo, nada de intentar hacer compatible lo incompatible, sino una inmersión plena en el mundo, que comienza con despojo, lleva a la humildad y concluye en la cruz; pero sólo como la forma específica de cumplir el plan salvador de Dios, que es el anhelo que mueve a Jesucristo, que es muy consciente del precio que va a tener su inmersión salvadora en el mundo real, dominado por el pecado y la mentira, en el que se hace presente.
Ésa es la motivación que lleva al Señor a subrayar la primacía que Dios tiene en su vida, a través de las largas noches de oración de entrega, aceptación e intimidad, y que manifiestan claramente que la fuente y la fuerza de su vida en el mundo son sólo el amor y la obediencia al Padre, que le empuja al amor apasionado por los hombres. A partir de ahí se hará cercano a los hombres, compartirá todo lo humano, y cargará con el sufrimiento y el pecado de la humanidad:
Él solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración (Lc 5,16).
Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra (Jn 4,34).
Yo amo al Padre, y como el Padre me ha ordenado, así actúo (Jn 14,31).
He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lc 12,49).
De este modo, el Señor nos muestra que la intimidad con el Padre y la perfecta sintonía con su voluntad necesitan la oración y se expresan en ella, y eso es lo que hace posible que esté en el mundo cumpliendo su misión y aceptando las consecuencias concretas que supone.
Quizá el ejemplo más importante de esta primacía lo podemos descubrir contemplando a Jesús en el desierto, sufriendo la tentación que le invita a acomodarse al mundo para evitar la disonancia entre el plan de Dios y las exigencias del mundo (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Al mirar al Señor en este momento crucial de su vida vemos la importancia que tienen para el discernimiento la oración, la mortificación y la soledad. Al igual que él, es necesario que nos enfrentemos cara a cara con nosotros mismos ante Dios para que pueda aflorar la verdad del plan de Dios sobre nosotros, así como la verdad de las presiones interiores y exteriores que pretenden condicionarnos y apartarnos de nuestra vocación y misión.
En la contemplación de Jesús en el desierto descubrimos la manera concreta de actuar que él tiene ante la presión del mundo: primero cuenta con esa presión, no se escandaliza ni se queja de ella. Luego se enfrenta a ella cara a cara, sin subterfugios ni componendas, aceptando valientemente la lucha que esto supone. Acepta la lucha, pero no se deja intimidar, como si el otro contendiente fuera superior. Para él está claro que Dios tiene la primera y la última palabra. Por eso no entra a discutir las razones que le presenta el enemigo. Simplemente mira a Dios y opone frontalmente la voluntad de Dios a las razones del mundo, en las que se apoya el demonio, sin importarle nada más. Y renuncia a utilizar la lógica, la razón, la conveniencia, etc., para apoyarse únicamente en la Palabra de Dios como su única arma, confiando en la poderosa fuerza que tiene en su aparente debilidad. Así, él mismo hace realidad lo que pedirá más adelante a sus seguidores: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
En la misma línea, y en relación estrecha con las tentaciones en el desierto, podemos contemplar al Señor bajo la presión que le hace Pedro para que modifique su misión (Mt 16,21-23), así como sus elocuentes silencios en la Pasión (Mt 26,63; 27,12; Lc 23,9). Aquí vemos, además, la diferente actitud de Jesús con las protestas de Pedro ante la criada (Mt 26,69-75).
Fra Angelico. Tentaciones de Jesús en el desierto
La contemplación del Señor en los momentos de mayor conflicto entre estos dos mundos enfrentados nos descubre que la armonización entre ellos sólo se alcanza cuando se le da la adecuada prioridad a Dios; pero eso exige vivir en el estado de libertad propio del verdadero contemplativo, que es el fruto de centrarse en la intimidad de amor con Dios, siendo amorosa y radicalmente fiel a lo que él le pide, sin pretender acomodarse a cualquier otro criterio y sin esperar una comprensión y una ayuda que sólo puede recibir de Dios.
La misma soledad ante el mundo es uno de los signos más claros de la vocación al holocausto de amor (¿acaso podría ser de otra manera?); y cualquier forma de paliar o dulcificar esa soledad supondría una traición a dicha vocación y sería expresión de que uno no cree de verdad que sólo Dios basta, ni que el amor esponsal al que se siente llamado es tan exclusivo y absorbente que no cabe injerencia alguna en la intimidad esponsal que lo consagra.
Esta libertad de Jesús, a la que debemos aspirar, tiene como raíz la especial relación de amor con el Padre. Ése tiene que ser nuestro gran tesoro, del que hemos de alimentarnos y vivir. Un tesoro que debe ser conservado en una especial intimidad con Dios. Lo cual no significa que no se compartan los frutos y consecuencias de esa vida interior; algo imposible sin salir de un mundo que nos obliga a relacionarnos. Pero una cosa es hacer partícipes a los demás de la fe o la alegría propias de la vida interior, y otra diferente es exponer la vida interior en el mercado público del mundo. Al igual que una cosa es compartir con los demás la alegría que produce una vida matrimonial plena y otra muy distinta compartir la alcoba matrimonial con todos. De modo que hemos de tratar de ser muy fieles a lo que Dios nos pide y del modo más discreto posible, apostando por los frutos sobrenaturales, que son los propios de la vida a la que estamos llamados.
4. Los riesgos que hay que afrontar
La hegemonía de lo contemplativo plantea necesariamente el riesgo del subjetivismo y, peor aún, del iluminismo, que es el culmen del subjetivismo. Es la tentación de creer que lo que yo pienso o siento es lo verdadero y nadie lo puede discutir. El hecho de que no podamos dejar que los demás nos impongan su voluntad como si fuera la voluntad de Dios no nos exime de un trabajo concienzudo y humilde para no poner nuestros criterios sobre los de Dios y, menos aún, atribuirle a él lo que nosotros pensamos o queremos. Esto es algo que, por supuesto, hay que considerar y evitar. Pero, lógicamente, el riesgo de subjetivismo no justifica que dejemos de aspirar a conocer y cumplir la voluntad de Dios, tal como él nos la ofrece.
Y lo mismo cabe decir del relativismo, que defiende que no existe la verdad absoluta, pues todo es más o menos verdadero para cada uno según lo ve o siente. A partir de aquí, estaríamos obligados a dejar que todos juzguen todo, incluidas las cosas de Dios. Pero, como la vocación se fundamenta en la verdad de la voluntad de Dios de Dios, esta mentalidad lleva inevitablemente a que se diluya la propia identidad. Hemos de tener muy presente que ni uno mismo ni los demás determinan la voluntad de Dios.
Así pues, si elijo lanzarme por la vía del total abandono, he de aceptar el quedar mal ante los demás como lo más normal del mundo, sin tratar de justificarme ante ellos, ni pretender que mi camino sea el mejor o más verdadero que el de otros y sin tratar de imponérselo a nadie. He de ser fiel a la voluntad de Dios sobre mí sin juzgar a nadie, con absoluto respeto hacia todos.
Precisamente, en este sentido hemos de recordar que una característica de la vocación contemplativa es que no exige convencer a nadie ni tratar de cambiar el mundo por la fuerza. Por el contrario, el iluminismo siempre se presenta como la única vía verdadera, que todos deben reconocer y abrazar, y de la que uno mismo es modelo. Y desde esta perspectiva la incomprensión u oposición de los demás se recibe como signo del pecado del prójimo y señal de la propia santidad, lo que genera en el iluminado una actitud de soberbia y un comportamiento desdeñoso hacia el prójimo.
Realmente, si uno busca de verdad a Dios no puede perder energías juzgando a los demás o justificando sus opciones; sólo puede apretar los dientes y seguir adelante, porque se sabe pobre y miserable, incapaz de alcanzar aquello a lo que el Señor le invita. Y sabe igualmente que la visión interior con la que Dios le ha bendecido no se la da porque él sea mejor que otros, como tampoco la gracia de Dios le hace mejor que nadie, sino que esa gracia es lo que le permite descubrirse especialmente culpable del pecado, el propio y el ajeno, viendo que, con toda probabilidad, los otros no actúan mejor porque no tienen la gracia que él posee; y si la tuvieran, serían mucho mejores que él. Y en la incomprensión u oposición que pueda encontrar en su camino no puede ver nada más que una expresión providencial de la autenticidad y la bondad de los demás, lo que es perfectamente comprensible, porque sus opciones personales no tienen por qué coincidir con las de ellos. La misma contemplación de Jesús en el desierto nos muestra al Señor que defiende su camino ante la presión del demonio y del mundo sin discutir, ni tratar de convencer o hacer fuerza. Se limita a dejar constancia sencilla de lo que sabe que es verdad.
Por eso, aunque viva en medio del mundo, el contemplativo secular tiene como misión principal, no hacer sino ser, y su apostolado no puede ser otro que el del silencio, entendido éste, no en el sentido del silencio monástico, que sería ridículo en medio del mundo, sino como una absoluta discreción y reserva de la propia intimidad con el Señor1. Así, mi vida en el mundo ha de ser la salvaguarda de la que debe ser mi verdadera vida: la unión de amor crucificado con Cristo para gloria del Padre y salvación del mundo.
Cada uno debe plantearse sinceramente ante el Señor el modo concreto de darle la adecuada prioridad a lo importante; lo que ha de traducirse en una orientación clara de sus valores, asimilándolos a los del Señor, y en una reforma de vida concreta y eficaz. Así haremos realidad lo que nos pide san Pablo:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col 3,1-3).
NOTAS