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Contenido
Metodología
La «lectio divina» es un modo de leer la Palabra de Dios que me permite acogerla interiormente de una manera tan viva que me lleva a la contemplación. La finalidad, pues, de la lectio es llegar al punto de especial resonancia de la Palabra que enlaza con una silenciosa acogida de ésta en sosiego contemplativo.
Como este tipo de lectura suele hacerse de forma continuada, al comenzar un capítulo o un apartado de la Escritura conviene que lo lea despacio y completamente. Luego, dependiendo del tiempo de que disponga o la importancia del texto, me detendré en los primeros versículos para hacer la lectio sobre ellos. Al día siguiente continuaré con el versículo o versículos que siguen, y así sucesivamente hasta terminar.
El orden a seguir debería asemejarse al siguiente:
Antes de empezar, me pongo en presencia de Dios y le pido que me ilumine por medio del Espíritu Santo para mostrarme internamente la luz de su Palabra. Puedo servirme de la siguiente oración:
Ven, Espíritu Santo,
y haz que resuene en mi alma la Palabra de Dios,
que se encarnó en las entrañas de María virgen
y se nos entrega en la Escritura, inspirada por ti.
Purifícame de todo pensamiento malo o inútil
así como de intereses y apegos contrarios a tu voluntad,
a fin de que busque sólo la Verdad y la Vida.
Concédeme la fe y la humildad necesarias
para que acoja dócilmente a Aquél que,
siendo la Palabra divina y eterna,
se hizo Palabra humana y temporal.
Ilumina mi entendimiento e inflama mi corazón
para que, meditando con devoción la Palabra,
la reciba con amorosa docilidad
y haga posible que habite en mi alma
y fructifique en mi vida para gloria Dios. Amén.
Luego, selecciono el pasaje concreto sobre el que voy a hacer la lectio.
1. Comienzo leyendo despacio el texto que he escogido, con la actitud y el deseo de que me «empape» interiormente e ilumine mi corazón, recogiendo las resonancias que descubro en mi interior.
2. Realizo una lectura sencilla de los materiales que me ayudan a entender el texto, fijándome especialmente en las conexiones que encuentro con las resonancias que me había ofrecido el texto sagrado.
3. Vuelvo a leer el texto, deteniéndome en aquello que ha resonado en mí, iluminándolo con los aspectos que el material me brinda para iluminar y profundizar en esas resonancias, sin preocuparme de abarcar toda la información que me ofrece dicho material de ayuda.
4. Realizo una repetición orante y gustosa de las palabras de la Escritura que Dios me va iluminando. Aquí, lo importante no es abarcarlo todo, sino continuar el proceso de la «lectio» del texto propuesto, para lo cual debo seleccionar sólo aquellos «bocados» de la Palabra que más me ayudan a acoger de forma amorosa lo que Dios me dice, sin preocuparme por agotar todo el texto bíblico ni los materiales complementarios.
5. Dejo que esas resonancias de la Palabra repetida vayan tomando forma en mi interior y susciten mi entrega generosa al Señor como respuesta amorosa al don que él me da en la Escritura.
6. Me voy sumergiendo en el amoroso diálogo iniciado, que se va simplificando a través del silencio de acogida y amorosa donación mutua, para desembocar en la contemplación de Dios y de lo que él me muestra, me regala y me pide; así me quedo largamente en el silencio de la comunión de amor que ha establecido conmigo a partir de su Palabra.
Introducción
Después del anuncio de la última de las plagas (Ex 11), el libro del Éxodo nos describe la primera Pascua, pero lo hace de tal forma que se entrelazan las normas para celebrar la Pascua destinadas a las siguientes generaciones de judíos con la narración de la última plaga y la salida de los israelitas. Se entremezcla la narración de los acontecimientos con tintes épicos de epopeya nacional con textos litúrgicos-legislativos de la gran fiesta del pueblo de Israel. Además, en este capítulo se entremezclan las diversas tradiciones que componen el Pentateuco (yahwista, elohísta, sacerdotal, deuteronomista), que el autor del libro del Éxodo ha ido yuxtaponiendo, por lo que no debe sorprendernos la impresión de que se repiten los diversos elementos.
Aparece con claridad que la liberación del pueblo de Israel y la salida de Egipto está impregnada de una visión religiosa. Como sucede con los evangelios (cf. Jn 20,31), la narración de estos acontecimientos tiene como finalidad suscitar la fe. A partir de una base ciertamente histórica se narran los acontecimientos para fundamentar la fe de los israelitas en la grandeza del Señor su Dios y en el amor y la protección de Dios a su pueblo, de la que van a gozar en adelante. El narrador no presenta asépticamente unos acontecimientos históricos sino su sentido de fe.
Estos capítulos pueden dividirse así:
- -Ex 12,1-28: normas sobre la pascua y los ácimos.
- -Ex 12,29-42: la muerte de los primogénitos y la salida de los israelitas.
- -Ex 12,43-13,16: más normas sobre la pascua, los primogénitos y los ácimos.
- -Ex 13,17-22: La ruta de los israelitas guiados por Dios.
Nosotros vamos a detenernos en algunos puntos concretos de estos dos capítulos.
El rito de pascua (sacerdotal) (Ex 12,1-20)
Texto bíblico
1 Dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: 2 «Este mes será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el primer mes del año. 3 Decid a toda la asamblea de los hijos de Israel: “El diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. 4 Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino más próximo a su casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. 5 Será un animal sin defecto, macho, de un año; lo escogeréis entre los corderos o los cabritos. 6 Lo guardaréis hasta el día catorce del mes y toda la asamblea de los hijos de Israel lo matará al atardecer”. 7 Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo comáis. 8 Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, y comeréis panes sin fermentar y hierbas amargas. 9 No comeréis de ella nada crudo, ni cocido en agua, sino asado a fuego: con cabeza, patas y vísceras. 10 No dejaréis restos para la mañana siguiente; y si sobra algo, lo quemaréis. 11 Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor. 12 Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, el Señor. 13 La sangre será vuestra señal en las casas donde habitáis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora, cuando yo hiera a la tierra de Egipto. 14 Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor. De generación en generación, como ley perpetua lo festejaréis.
15 Durante siete días comeréis panes ácimos; el día primero haréis desaparecer de vuestras casas toda levadura, pues el que coma algo fermentado, del primero al séptimo día, será excluido de Israel. 16 El día primero hay asamblea santa, y lo mismo el día séptimo: no trabajaréis en ellos; solamente prepararéis lo que haga falta a cada uno para comer. 17 Observaréis la fiesta de los Ácimos, porque este mismo día saqué yo vuestras legiones de la tierra de Egipto. Observad ese día, de generación en generación, como ley perpetua. 18 En el primer mes, desde el día catorce por la tarde al día veintiuno por la tarde, comeréis panes ácimos. 19 Durante siete días, no habrá levadura en vuestras casas, pues quien coma algo fermentado será excluido de la asamblea de Israel, sea emigrante o indígena. 20 No comeréis nada fermentado; comeréis panes ácimos en todos vuestros poblados» (Ex 12,1-20).
Lectio
El valor de esta exposición del rito de pascua, relativamente tardío1, es que nos muestra cómo se celebraba la pascua en el momento en que esta fuente fue redactada. El autor del libro del Éxodo proyecta así en la primera pascua su forma de celebrarla.
Hay que tener en cuenta que el rito de la pascua es mucho más antiguo que el Éxodo, porque se trata de un rito propio de pueblos nómadas o seminómadas, dedicados al pastoreo, que en primavera, antes de la trashumancia de los ganados, sacrificaban un cordero e impregnaban sus tiendas con su sangre. Se trataba de un rito de fecundidad que pretendía favorecer la reproducción del ganado e invocar la protección contra los espíritus inmundos. Israel asume este rito y lo transforma de un modo radical en relación con la liberación de Egipto.
Ex 12,42 señala que esa noche -la de la primera pascua-, Dios veló para salvar a su pueblo; y es ahora -cada año en la celebración de la Pascua- cuando el pueblo vela para honrar a Dios. Puede verse que el relato está narrado desde la perspectiva del pueblo de Dios liberado que celebra generación tras generación la pascua de la liberación de Egipto.
Según la Escritura el nombre de «Pascua» significa «el Paso del Señor» (cf. Ex 12,11), porque Dios va a pasar por la tierra de Egipto para herir a los primogénitos egipcios y pasará de largo ante las casas judías marcadas con la sangre del cordero (vv. 12-13). Pero también hace alusión al «paso» de los hebreos por el mar Rojo que supone la salvación de Israel (Ex 14,16.29) y la derrota de los egipcios (Ex 14,17.27), el «paso» de la esclavitud a la libertad.
[v. 2] Para los judíos, la fiesta de la pascua se sitúa en el primer mes del año. Sin embargo, para los egipcios el primer mes era en el que comenzaba la crecida del Nilo, aproximadamente en julio. Para los judíos, este primer mes es el que inicia la primavera: la pascua se celebra en el primer plenilunio de primavera. Es el momento en que la naturaleza comienza a revivir y es toda una imagen del pueblo que va a ser liberado y comienza una nueva vida en libertad. El cordero es escogido en el día diez del mes y es sacrificado al atardecer del día catorce, que es el comienzo del día para los judíos.
La fecha de la celebración de la pascua judía está en relación con un acontecimiento fundamental del Nuevo Testamento: la última cena. Hay una discrepancia entre los evangelios sinópticos y el evangelio de san Juan respecto de la fecha de la última cena, y, en consecuencia, si fue una cena pascual como la que describe el libro del Éxodo.
-Según los sinópticos, la última cena coincide con la cena pascual de ese año. La preparación de la pascua coincide con el sacrificio de los corderos al atardecer del jueves (cf. Mc 14,12-17); tras la puesta del sol comienza la cena de pascua (que según nuestra forma de contar los días se sitúa la noche del jueves al viernes). La cena, la crucifixión y la muerte de Jesús habrían acontecido en el día de pascua, el viernes, que según la forma de contar el tiempo de los judíos comienza con la puesta del sol del jueves y termina al atardecer del viernes.
-Según san Juan, los judíos llevan a Jesús ante Pilato antes del sacrificio de los corderos para la Pascua (Jn 18,28): el juicio y la crucifixión tienen lugar el día anterior a la pascua. La muerte de Jesús al atardecer del viernes coincidiría con el sacrificio de los corderos. Según eso, la pascua de ese año habría sido en sábado, de la puesta del sol del viernes al atardecer del sábado, y, en consecuencia, la última cena no habría coincidido con la cena pascual, sino que habría sido un día antes.
En cualquier caso, es clara la relación de la pascua cristiana con la pascua judía, y es ese contexto el que nos ayuda a entender la última cena y la muerte de Jesús.
[v. 5] Nos interesa fijarnos en las características del animal que va a ser sacrificado porque es imagen de Cristo, «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Debe ser un cordero joven (de un año), sano (sin defecto). A Dios no se le debe ofrecer una víctima enferma o defectuosa (Lv 22,18-25; Mal 1,8). Al cordero no se le romperá ningún hueso (Ex 12,46), lo que para san Juan será un anuncio de lo que le sucede a Jesús en la crucifixión:
Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso» (Jn 19,32-36).
El libro del Apocalipsis emplea también la imagen del cordero para referirse a Cristo. Ante el llanto del vidente porque nadie puede abrir el libro de los siete sellos, que contiene los sucesos que van a liberar al pueblo de Dios, uno de los ancianos le anuncia:
Uno de los ancianos me dijo: «Deja de llorar; pues ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir el libro y sus siete sellos». Y vi en medio del trono y de los cuatro vivientes, y en medio de los ancianos, a un Cordero de pie, como degollado; tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra (Ap 5,5-6).
El león de la tribu de Judá anunciado por el anciano, el rey valeroso y vencedor, aparece a la vez como un cordero que ha sido degollado, pero que está de pie, tiene la plenitud del poder (los cuernos) y del conocimiento (los ojos) y derrama el Espíritu en plenitud.
[v. 7] Tras el sacrificio del cordero se toma la sangre y se rocía con ellas las jambas y el dintel de la entrada de las casas de los hebreos. Esa sangre es la señal para que el ángel exterminador pase de largo (v. 13) y no les afecte la plaga de la muerte de los primogénitos. Esa sangre protectora permite distinguir entre los que son de Dios y los que no son de Dios.
San Juan Crisóstomo se fija en el hecho de que el ángel exterminador reconozca la sangre del cordero y pase de largo sin afectar a las casas de los hebreos. Ve en esa sangre el signo de la sangre salvadora de Cristo que comulgan los cristianos en la Eucaristía y es, en sus labios, la sangre que los protege de los ataques del demonio.
El mismo profeta Ezequiel recoge esta escena con tintes dramáticos para describir, en el contexto de la caída de Jerusalén a mano de los babilonios, cómo la Gloria de Dios abandona el templo, a causa del pecado del pueblo, y el Señor castiga a los malvados, que ahora pertenecen a su propio pueblo. Un ángel marca a los justos y los otros exterminan a los malvados.
El Señor le dijo: «Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén, y marca en la frente a los que gimen y se lamentan por las acciones detestables que en ella se cometen». A los otros les dijo en mi presencia: «Recorred la ciudad detrás de él, golpeando sin compasión y sin piedad. A viejos, jóvenes y doncellas, a niños y mujeres, matadlos, acabad con ellos; pero no os acerquéis a ninguno de los que tienen la señal. Comenzaréis por mi santuario». Y comenzaron por los ancianos que estaban frente al templo (Ez 9,4-6).
Al final, sólo el profeta queda con vida (cf. Ez 9,8).
La misma realidad aparece en el Apocalipsis, que habla de una doble señal: la de la bestia que aparece en sus seguidores, y la que marca a los cristianos fieles.
Vi después a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que sellemos en la frente a los siervos de nuestro Dios» (Ap 7,2-3).
Los que tienen el sello del Dios vivo no reciben el castigo de las siete trompetas que siguen a continuación (Ap 8-11), entre los que se incluyen el granizo y el fuego (Ap 8,7) y las langostas (Ap 9,1-11), que hemos mencionado antes.
Se les dijo que no hicieran daño a la hierba ni a nada verde ni a ningún árbol, sino solo a las personas que no llevan el sello de Dios en la frente (Ap 9,4).
Los ciento cuarenta y cuatro mil que siguen al Cordero, llevan en la frente el nombre del Cordero y de su Padre (Ap 14,1).
Por el contrario, aparecen en el Apocalipsis los que llevan la marca de la bestia, de modo que los que no lo llevan quedan excluidos de la posibilidad de vender bienes o comprar alimentos:
Y hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente, de modo que nadie pueda comprar ni vender si no tiene la marca o el nombre de la bestia (Ap 13,16-17).
Los que tienen la marca del Cordero serán perseguidos y asesinados por la bestia, y los que tienen la marca de la bestia son promocionados por ella. Pero los que llevan marcado el nombre de la bestia, al final, serán castigados:
Y otro ángel, el tercero, les seguía diciendo con gran voz: «El que adore a la bestia y a su imagen y reciba su marca en la frente o en la mano, ese beberá del vino del furor de Dios, escanciado sin mezcla en la copa de su ira, y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los santos ángeles y del Cordero» (Ap 14,9-10).
En el rito del bautismo, se hace la señal de la cruz sobre la frente del recién bautizado explicándole que es un ungido, marcado por la señal de Cristo, que ha dejado un sello en su corazón. Esa marca indeleble expresa que el bautizado es propiedad de Dios, y es anticipo de la imagen en la frente que recibirán los salvados. Se emplean en el bautismo los símbolos de la unción de los sacerdotes y reyes en el Antiguo Testamento, y la marca a fuego con la que se señalaba a los gladiadores en el imperio romano.
San Jerónimo subraya la importancia de hacer la señal de la cruz en la frente, en los labios y en el corazón, que renueva la marca indeleble recibida en el bautismo, y que hace mención de la liberación de los enemigos.
[v. 8] El cordero pascual se acompaña de panes sin fermentar y de hierbas amargas. Ese pan sin fermentar recuerda el pan bajado del cielo que el pueblo de Dios va a comer en el desierto, también un pan sin levadura, que más adelante utilizará Cristo como imagen para hablar de sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo (Jn 6,32-33.48-52).
Desde el punto de vista del pueblo judío, la levadura y la fermentación es algo negativo, como una especie de corrupción, y es símbolo del mal y del pecado:
Jesús les dijo: «Estad atentos y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos» (Mt 16,6).
Para san Pablo, el cristiano debe ser pan ácimo, eliminando de su vida la levadura que representa el pecado (la corrupción y la maldad). De ese modo deja la vida anterior marcada por el pecado y empieza una vida nueva caracterizada por la sinceridad y la verdad. Cristo es ahora la víctima pascual -el verdadero cordero pascual- que nos permite la vida nueva, que rechaza la vida anterior.
Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad (1Co 5,7-8).
Los Santos Padres interpretan las hierbas amargas que se comen en la cena pascual de forma similar a la necesidad de comer íntegro el cordero pascual, como veremos enseguida: para seguir a Cristo, el cordero, es necesario aceptar los momentos difíciles y el sufrimiento; hay que comulgar con la alegría de su santidad y su divinidad, pero también con la amargura de las dificultades. Esta cena en la que comulgamos a Cristo entero sin recortes, en la que eliminamos toda levadura de pecado y aceptamos los momentos amargos como aquellas verduras, es lo que nos libera y nos permite ser pueblo de Dios.
[vv. 9-10] El Éxodo ordena comer entero el cordero pascual, incluso las partes más desagradables. Los Santos Padres se fijan en este hecho para enseñar que no se puede aceptar sólo un aspecto o una parte de la enseñanza de Cristo; si no lo aceptamos completo, no puede salvarnos. Ellos ven en la cabeza del cordero la divinidad de Cristo, en las patas la humanidad y en las vísceras los misterios que se encierran en Cristo. Lo que en el origen tiene el sentido de no desperdiciar ni desechar nada de lo ofrecido a Dios, se convierte en la mirada cristiana de los Santos Padres en la necesidad de aceptar al Cristo completo, sin recortes.
También es significativa para nosotros la forma en que se come ese cordero y como la interpretan los Padres: el cordero no se puede comer crudo porque eso es de salvajes; no se puede comer cocido porque la carne queda flácida y débil; asarlo es la forma más rápida para comer el animal y ponerse en camino.
[v. 11] Hay que comer el cordero pascual con la cintura ceñida, para tener recogida la amplia túnica. Esto quiere decir estar preparados para caminar y para trabajar. El bastón en las manos y las sandalias calzadas son señal de estar bien pertrechados para el camino: comienza el camino de la salvación. El alimento que se toma en la cena no es para el disfrute y el descanso, sino para prepararse para el camino.
Eso nos viene muy bien aplicárnoslo nosotros: nuestra celebración de la pascua en la Eucaristía sirve para fortalecernos y ponernos a caminar como cristianos.
En tiempos de Jesús la pascua se come recostado en divanes al modo romano, y el ritual se acompaña de gestos litúrgicos y salmos, porque es ya una celebración litúrgica.
[v. 14] El libro del Éxodo subraya que la cena de la pascua hay debe celebrarse todos los años y hay que transmitirla a las celebraciones venideras. La liberación recibida no debe caer en el olvido: «Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor. De generación en generación, como ley perpetua lo festejaréis.» (v.14; tradición sacerdotal). Lo mismo se expresa más delante de diferentes formas:
Cuando entréis en la tierra que el Señor os va a dar, según lo prometido, y observéis este rito, si vuestros hijos os preguntan: «¿Qué significa este rito para vosotros?», les responderéis: «Es el sacrificio de la Pascua del Señor, que pasó junto a las casas de los hijos de Israel en Egipto, hiriendo a los egipcios y protegiendo nuestras casas» (Ex 12,25-27).
Ese día se lo explicarás a tu hijo así: «Esto es por lo que el Señor hizo por mí cuando salí de Egipto». Y será para ti como señal sobre tu brazo y como recordatorio en tu frente, para que tengas en tu boca la instrucción del Señor, porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto. Observarás este mandato, año tras año, a su debido tiempo (Ex 13,8-10).
A propósito de esta señal sobre el brazo como recuerdo de la liberación de Egipto hay que tener en cuenta que los egipcios se tatuaban en la frente imágenes de sus dioses. Los fariseos del tiempo de Jesús se ponían en las filacterias estos textos referentes a la liberación de Egipto y el texto de la confesión básica de la fe de Israel en la frente y en los brazos como manda el libro del Deuteronomio:
Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales (Dt 6,4-9).
Poco más adelante se insiste en lo mismo:
Y cuando el día de mañana tu hijo te pregunte: «¿Qué significa esto?», le responderás: «Con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto, de la casa de esclavitud. Como el faraón se había obstinado en no dejarnos salir, el Señor dio muerte a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del hombre al del ganado. Por eso yo sacrifico al Señor todo primogénito macho del ganado. Pero a los primogénitos de los hombres los rescato. Esto será como señal sobre tu brazo y signo en la frente de que con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto» (Ex 13,14-16).
Todo esto muestra con fuerza que los israelitas tienen clara conciencia de que la pascua que los liberó de la esclavitud de Egipto es el momento central de su nacimiento como pueblo de Dios y deben recordarlo y celebrarlo todos los años; y transmitirlo a las generaciones futuras para que no se pierda.
Es interesante descubrir como el pueblo del Antiguo Testamento, en sintonía con las culturas antiguas, basaba su crecimiento en la transmisión de la tradición; y van enriqueciendo lo que han recibido de sus mayores. Nuestra situación actual es justo la opuesta: se rechaza todo lo antiguo y se reniega de las raíces para intentar ser libres y hacer algo totalmente nuevo. Esto supone el suicidio de una cultura y de una civilización. Se desprecia al anciano que puede mantener la tradición y se valora al joven que puede hacer las cosas de forma totalmente nueva. Sin raíces, los individuos son inestables, manipulables y vacíos de contenido.
[vv. 15-20] A la cena pascual, rito de pastores, se unen los ácimos, rito agrícola, que también se celebraba antes de la salida de Egipto. Cuando se comenzaba a recoger la cebada se ofrecían las primicias de la cosecha. Los judíos lo celebran con panes ácimos porque, como hemos dicho, la levadura era considerada como algo corrupto e impuro. La levadura debe desaparecer hasta de la vista; y los que comían algo fermentado eran expulsados del pueblo (cf. Ex 12,15). Se colocan aquí estas prescripciones sobre la eliminación de la levadura porque se vinculan los panes ácimos con la salida precipitada de Egipto (cf. Ex 12,34).
La última plaga: la muerte de los primogénitos (Ex 12,29-36)
Texto bíblico
29 A medianoche el Señor hirió de muerte a todos los primogénitos de la tierra de Egipto: desde el primogénito del faraón, que se sienta en el trono, hasta el primogénito del preso encerrado en el calabozo; y todos los primogénitos de los animales. 30 Aquella noche se levantó el faraón, sus servidores y todos los egipcios, y se oyó un clamor inmenso en todo Egipto, pues no había casa en que no hubiera un muerto. 31 El faraón llamó a Moisés y Aarón de noche y les dijo: «Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, vosotros con todos los hijos de Israel, id a ofrecer culto al Señor, como habéis pedido. 32 Llevaos también las ovejas y las vacas, como habéis dicho; marchad y rogad por mí».
33 Los egipcios urgían al pueblo para que saliese cuanto antes de la tierra, pues decían: «Moriremos todos». 34 El pueblo recogió la masa sin fermentar y, envolviendo las artesas en mantas, se las cargaron al hombro. 35 Además, los hijos de Israel hicieron lo que Moisés les había mandado: pidieron a los egipcios utensilios de plata y de oro, y ropa. 36 El Señor hizo que el pueblo se ganara el favor de los egipcios, que les dieron lo que pedían. Así despojaron a Egipto (Ex 12,29-36).
Lectio
[v. 29] El libro del Éxodo nos explicará más adelante la norma de la consagración de los primogénitos que surge a la luz de esta última plaga:
Cuando el Señor te introduzca en la tierra de los cananeos, como juró a ti y a tus padres, y te la haya entregado, consagrarás al Señor todos los primogénitos: el primer parto de tu ganado, si es macho, pertenece al Señor. Pero la primera cría de asno la rescatarás con un cordero; si no la rescatas, la desnucarás. Rescatarás siempre a los primogénitos de los hombres (Ex 13,11-13).
Para Israel toda vida pertenece a Dios porque viene de Dios. La fecundidad -también la del hombre- es un don de Dios. Por esa razón ofrecen al Señor los primeros frutos de la fecundidad de animales y de hombres. Desde el comienzo de la historia de la salvación aparece la ofrenda de las primicias del ganado y de los frutos del campo:
Pasado un tiempo, Caín ofreció al Señor dones de los frutos del suelo; también Abel ofreció las primicias y la grasa de sus ovejas. El Señor se fijó en Abel y en su ofrenda (Gn 4,3-4).
También el sacrificio de Abrahán supone la ofrenda a Dios de los primogénitos (cf. Gn 22): Dios le pide sacrificar al primogénito de su relación con Sara, el hijo de la promesa, como expresión de que todo le pertenece a Dios y es para los hombres un don gratuito que él da. También la vida y la capacidad de transmitir vida provienen de Dios y a él se le deben.
Es cierto que la ley de Dios exige la ofrenda de los primogénitos, pero Israel nunca cayó en la aberración de sacrificar a los hijos. Esa aberración, que sí se daba entre los cananeos, era aborrecida por el pueblo de Dios. Todo primogénito pertenece al Señor, pero los primogénitos humanos es necesario rescatarlos siempre:
Todo primogénito de cualquier especie, hombre o animal, que sea presentado al Señor, será para ti [Aarón]. Pero harás que rescaten al primogénito del hombre y al primogénito de animal impuro. Los harás rescatar al mes de nacidos, según valoración, por unos sesenta gramos de plata, en siclos del santuario, que son de veinte óbolos. Pero los primeros partos de vaca, o de oveja, o de cabra, no se rescatarán: son cosa santa. Derramarás su sangre sobre el altar, quemarás su grasa como manjar al fuego de aroma que aplaca al Señor (Nm 18,15-17).
De forma especial, el primogénito de cada familia pertenece al Señor, porque es el que está destinado a Dios, a dar culto a Dios. Pero fue la tribu entera de Leví la que fue dedicada a la tarea sacerdotal de una forma sustitutiva. Se ofrece un rescate por los primogénitos de Israel, y en lugar de ellos se dedican al culto los miembros de la tribu de Leví.
El Señor dijo a Moisés: «Haz el censo de todos los primogénitos varones de los hijos de Israel, de un mes para arriba, y registra sus nombres. Luego, apartarás para mí, ¡yo soy el Señor!, a los levitas, en sustitución de todos los primogénitos de los hijos de Israel; y el ganado de los levitas en sustitución de todos los primeros partos del ganado de los hijos de Israel» […]. «Aparta a los levitas en sustitución de todos los primogénitos de los hijos de Israel y el ganado de los levitas en sustitución de los primeros partos de su ganado. Los levitas serán míos. ¡Yo, el Señor!» (Nm 3,40-41.45).
También Jesús, como primogénito, está consagrado al Señor y es rescatado para que no tenga que dedicarse al servicio de Dios en el templo. Es cierto que el Señor tiene una labor sacerdotal que realizar, ha de ofrecer un sacrificio al Padre, pero distinto a lo que se realiza en los ritos del templo según la ley de Moisés.
Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2,22-24).
Esta valoración de los primogénitos en Israel es lo que explica la acción de Dios frente a los primogénitos de Egipto: Dios preserva a los primogénitos de su pueblo y elimina las primicias de la fecundidad de Egipto. La causa es que el faraón no reconoce a Dios como la fuente de la fecundidad y atenta contra los hijos de Israel con las leyes que buscaban el exterminio de los hijos varones de los israelitas (Ex 1,16), y no reconoce que Israel es el primogénito de Dios:
Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te digo: Deja salir a mi hijo para que me dé culto. Si te niegas a dejarlo salir, yo daré muerte a tu hijo primogénito (Ex 4,22-23).
En Ex 12,12, Dios dice que va a hacer justicia a los dioses de Egipto, dioses que no tienen vida, que han atentado contra su hijo primogénito, al que va a defender. Son los dioses a los que siguen los egipcios, en vez de reconocerle a él, que es la fuente de la vida. Por eso va a acabar con todos los primogénitos de Egipto para liberar a su hijo primogénito.
[vv. 30-31] Con las plagas anteriores, Moisés y Aarón han ido advirtiendo al faraón del poder de Dios para que dejara salir a los israelitas. El faraón se ha ido negando y ha intentado engañar a Moisés y regatear con él: no cumple su palabra, después de la plaga de las ranas (Ex 8,11); les deja marchar, pero no demasiado lejos, tras la plaga de los tábanos (Ex 8,24); antes de la plaga de las langostas les permite ir, pero sólo a los varones, sin las mujeres y los niños (Ex 10,10-11); cuando están envueltos en las tinieblas el faraón permite que las mujeres y los niños salgan de Egipto, pero no todo su ganado (Ex 10,24). Al final el faraón se enfrenta con esta última plaga y se aterroriza.
Hay que tener en cuenta de nuevo el lenguaje hiperbólico y exagerado que emplea el libro del Éxodo en la descripción de las plagas: podemos pensar en una epidemia que termine con los primogénitos de la corte del faraón y de las poblaciones limítrofes, pero no que afecte necesariamente a toda la extensa tierra de Egipto.
Pero a estas alturas, los egipcios ven con claridad que detrás de esta epidemia está el obrar de Dios. El faraón ya no pide que la epidemia termine al día siguiente (como con las ranas), sino que les llama inmediatamente; ya no pone condiciones, porque está derrotado (Ex 12,31-32), llega a pedir a Moisés y a Aarón que recen por él (v. 32; cf. 8,24). Más tarde, cuando se dé cuenta de lo que ha hecho, el corazón veleidoso del faraón se arrepentirá de haberlos dejado marchar, pero en este momento esta completamente abatido por la desgracia.
[vv. 33-36] Los demás egipcios, que han sufrido también la plaga, meten prisa a los israelitas para que salgan del país, porque también están aterrorizados. El Dios de Israel ha demostrado su poder y ahora saben que hay que ganarse su favor y por eso dan a su pueblo todo lo que les piden: oro, plata, telas…, aquello con lo que van a elaborar en el desierto la tienda del encuentro. Por miedo, por congratularse con un Dios tan poderoso, aceptan todas las condiciones de los israelitas y todo lo que les piden.
La salida de Egipto (Ex 12,37-42)
Texto bíblico
37 Los hijos de Israel marcharon de Ramsés hacia Sucot: eran seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños. 38 Además, les seguía una multitud inmensa, con ovejas y vacas, y una enorme cantidad de ganado. 39 Cocieron la masa que habían sacado de Egipto en forma de panes ácimos, pues aún no había fermentado, porque los egipcios los echaban y no los dejaban detenerse. Tampoco se llevaron provisiones.
40 La estancia de los hijos de Israel en Egipto duró cuatrocientos treinta años. 41 Cumplidos los cuatrocientos treinta años, el mismo día, salieron de Egipto las legiones del Señor. 42 Fue la noche en que veló el Señor para sacarlos de la tierra de Egipto. Será la noche de vela, en honor del Señor, para los hijos de Israel por todas las generaciones (Ex 12,37-42).
Lectio
No podían ser tantos los que salieron de Egipto. Si hubieran sido seiscientos mil varones, hubieran llegado a alcanzar dos o tres millones de personas contando mujeres y niños. De nuevo, el autor tiende a exagerar los datos para expresar la maravilla de los hechos. También Ex 12,17 llama «legiones de la tierra» a una masa de esclavos que huye; en 12,51 afirma que los sacó «por escuadrones». La imagen que quiere dar el autor sagrado es la de una enorme cantidad de soldados bien organizados, un gran ejército que sale ordenadamente. Lo que el texto bíblico quiere subrayar es que Israel sale como el pueblo de Dios unido, victorioso, fecundo en contraste con el pueblo egipcio.
Parece ser que a la masa de israelitas que salieron de Egipto se unieron algunos esclavos que, aprovechando la situación, se fueron con ellos. Por eso Dt 29,10 hace referencia a «los emigrantes que están en tu campamento» que recorren con Israel el camino del éxodo. Seguramente una cantidad muy pequeña en proporción con los israelitas.
Aunque sea una cantidad pequeña, estos pocos que se unen a la salvación ofrecida por Dios, sin pertenecer al pueblo judío, nos hablan ya de que Dios abre su salvación más allá de las fronteras oficiales del pueblo de Israel y que hay que estar atentos para aprovechar una gracia de Dios que parece ofrecida a otros.
Un dato interesante que hay que subrayar es que los israelitas estuvieron cuatro siglos en Egipto y que durante todo ese tiempo no se diluyeron en la población egipcia, no perdieron su identidad, ni adoptaron costumbres o creencias del pueblo en el que habitaban. Ellos, aun siendo esclavos, saben que tienen una relación especial con Dios, que les da una identidad que les impide mezclarse con los pueblos paganos. Una y otra vez aparece la conciencia que tienen de ser distintos, de ser el pueblo elegido, porque han recibido una llamada de Dios.
¿Tenemos los cristianos, «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12) clara nuestra identidad para mantenernos fieles a nuestra vocación o nos diluimos en el mundo secularizado y consumista en que vivimos?
Dios les guía por el camino (Ex 13,17-22)
Texto bíblico
17 Cuando el faraón dejó marchar al pueblo, Dios no los guió por el camino de la tierra de los filisteos, aunque es el más corto, pues dijo: «No sea que, al verse atacado, el pueblo se arrepienta y se vuelva a Egipto». 18 Dios hizo que el pueblo diese un rodeo por el desierto hacia el mar Rojo. Pero los hijos de Israel habían salido de Egipto pertrechados. 19 Moisés tomó consigo los huesos de José, pues este había hecho jurar solemnemente a los hijos de Israel: «Cuando el Señor os visite, os llevaréis mis huesos de aquí».
20 Partieron de Sucot y acamparon en Etán, al borde del desierto.
21 El Señor caminaba delante de los israelitas: de día, en una columna de nubes, para guiarlos por el camino; y de noche, en una columna de fuego, para alumbrarlos; para que pudieran caminar día y noche. 22 No se apartaba de delante del pueblo ni la columna de nube, de día, ni la columna de fuego, de noche (Ex 13,17-22).
Lectio
[vv. 17-18] Es interesante comprender la ruta que siguen los israelitas. Lo lógico sería seguir el camino más corto, por la orilla del Mediterráneo al norte de la península del Sinaí. Era el camino que seguían las caravanas para trasportar personas y mercancías. Otra opción, aunque más larga, era cruzar la península del Sinaí de oeste a este buscando directamente la ciudad de Elat (Esión-guéber) en el extremo norte del golfo de Áqaba, para dirigirse luego directamente por la Arabá al Mar Muerto.
Dios los lleva por un camino mucho más largo porque prevé que, si van por el camino de los filisteos, cuando se vean perseguidos por los egipcios, van a experimentar la tentación de desistir y se volverán atrás. Sin embargo, por el camino del sur, por el desierto era muy difícil volver, no es una ruta de caravanas. Es Dios el que rechaza el camino del mar. Seguramente Moisés habría rechazado el camino que cruza la península del Sinaí de oeste a este, porque podían encontrarse con las fortificaciones que defendían las fronteras de Egipto y el faraón, arrepentido de haberles dejado marchar, podía cortarles fácilmente el paso. Hay que recordar que Dios ya le había ofrecido a Moisés un anticipo del camino que tomarían mediante la señal que le había ofrecido a Moisés al salirle al encuentro por primera vez: «Cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta montaña» (Ex 3,12), la montaña de Dios, el monte de la zarza ardiente, el Horeb.
La Escritura ofrece otra motivación para este camino más largo: Dios quiere educarlos.
Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón: si observas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios. Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón, que el Señor, tu Dios, te ha corregido, como un padre corrige a su hijo (Dt 8,2-5).
Muchas veces, nosotros no entendemos por qué el Señor no nos conduce por el camino más corto para alcanzar las metas de nuestra vida cristiana, tanto espirituales como apostólicas, y nos quejamos ante él. Mirando al pueblo judío en este largo camino, hemos de aceptar que nosotros no conocemos los peligros -quizá de orgullo o vanagloria- de esos caminos más cortos y no somos conscientes de la necesidad que tenemos de ser probados y educados en las dificultades de caminos más largos.
El desierto es el ámbito donde sólo queda Dios, donde no hay sitio para esconderse, ni se pueden encontrar formas de distraerse. En el desierto Dios va educando al pueblo en las dificultades y carencias, les muestra su poder y su misericordia. Cuando sienten temor, Dios les respalda; cuando se sienten orgullosamente seguros, les amenaza. Por eso dice el profeta Oseas: «Por eso, yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón» (Os 2,16). Dios se lleva al desierto a su pueblo, recién rescatado, para que lo conozcan y para enseñarles lo que significa que el Dios omnipotente y misericordioso los ha elegido.
Es lo mismo que hacemos, por ejemplo, en los Ejercicios espirituales: nos introducimos en el silencio y en la soledad, aislados de las preocupaciones y trajines de la vida cotidiana, para escuchar a Dios, para que nos haga ver nuestra realidad, para que él nos pruebe, nos eduque y nos purifique. El desierto es un elemento imprescindible para encontrarnos con Dios, asimilar la misión y enfrentar y vencer las tentaciones como nos muestra el mismo Señor (cf. Mt 4,1-11).
El paso del mar Rojo seguramente se hace por la parte norte, en esa zona menos profunda. Lo cual no hace menos importante el prodigio por el que Dios salva a su pueblo y en el que perecen los egipcios. Comienza así algo nuevo, lo que ha sucedido ya no les permite volver.
[v. 19] Moisés se lleva los restos mortales de José. Fue lo que José exigió a sus hermanos al final de su vida -que es a la vez el final del libro del Génesis-, en el momento en que el patriarca anunció la salida de Egipto y la vuelta a la tierra prometida:
José dijo a sus hermanos: «Yo voy a morir, pero Dios cuidará de vosotros y os llevará de esta tierra a la tierra que juró dar a Abrahán, Isaac y Jacob». Luego José hizo jurar a los hijos de Israel: «Cuando Dios os visite, os llevaréis mis huesos de aquí». José murió a los ciento diez años. Lo embalsamaron y lo pusieron en un sarcófago en Egipto (Gn 50,24-26).
El autor de la carta a los Hebreos subraya la grandeza de la fe de José en ese momento:
Por fe, José, al final de la vida, evocó el éxodo de los israelitas y dio órdenes acerca de sus huesos (Heb 11,22).
Así los huesos de José descansarán junto a los de sus antecesores en la cueva que compró Abrahán tras la muerte de Sara (Gn 23,1-19): el sepulcro donde reposan Abrahán, Isaac, Jacob (cf. Gn 25,7-10; 49,29-32).
[v. 20] Acampan en Etán, en la orilla occidental del Mar Rojo, donde van a ser sorprendidos por los egipcios.
[vv. 21-22] Se menciona aquí, por primera vez, la columna de nube y de fuego. Dios los acompaña permanentemente como una columna de nube que guía de día (también les da sombra en la dura travesía del desierto), y como columna de fuego que ilumina de noche. Es la forma que Dios tiene de decir a su pueblo que lo acompaña hasta el final del camino.
Los israelitas concedieron mucha importancia a esta forma de presencia de Dios: él no sólo saca a su pueblo de la esclavitud, sino que lo acompaña en su peregrinación; ya no va a separarse nunca de su pueblo; no sólo quiere la libertad de Israel, sino también la cercanía con él.
Esto es aplicable también a nosotros, porque Dios no sólo quiere que lleguemos al cielo, quiere acompañarnos en ese camino, quiere estar junto a nosotros, que nuestras luchas sean sus luchas, nuestros temores sus temores; y quiere, como al pueblo de Israel, educarnos en el camino de esta vida: lo mismo que el pueblo de Israel tuvo que ir siendo educado por Dios en el desierto para conocer su propia identidad y su dignidad, para aprender cómo tiene que comportarse, lo mismo Dios no sólo nos elige, sino que durante esta vida va haciendo que, a través de los momentos buenos y malos, crezcamos en la conciencia de quiénes somos nosotros y de quién es él, de cuál es nuestra dignidad y de lo que quiere de nosotros.
El libro de la Sabiduría expresa esta guía protectora de forma poética:
Dio a los fieles la recompensa por sus trabajos, los condujo por un camino maravilloso, fue para ellos sombra durante el día y resplandor de estrellas por la noche (Sab 10,17).
El texto que quizá explica esta realidad con más belleza también está en el libro del Éxodo, en sus últimas frases:
Entonces la nube cubrió la Tienda del Encuentro y la gloria del Señor llenó la Morada. Moisés no pudo entrar en la Tienda del Encuentro, porque la nube moraba sobre ella y la gloria del Señor llenaba la Morada. Cuando la nube se alzaba de la Morada, los hijos de Israel levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero cuando la nube no se alzaba, ellos esperaban hasta que se alzase. De día la nube del Señor se posaba sobre la Morada, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel (Ex 40,34-38).
En ese momento ya han construido la tienda del encuentro en el desierto según las indicaciones que Dios dio a Moisés (Ex 35,4-40,33), pero lo importante no es eso, sino la presencia de Dios en ese lugar, que se manifiesta a través de la nube, signo de la gloria de Dios. Los hombres le hacen una tienda a Dios, pero deben tener en cuenta lo que Dios dirá más tarde a David cuando se propone construir el templo de Jerusalén: «¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? […] Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa» (2Sm 7,5.11).
Dios deja que el hombre le construya una morada: Dios dirige la construcción y el hombre la realiza con sus manos; de este modo, Dios puede morar en medio de ellos. La Morada en la que Dios habita está cerca del campamento, pero no se confunde con el campamento. Hay cercanía, pero separación. Se combina lo extraordinario de la presencia de Dios con su cercanía accesible y cotidiana.
Nosotros también pensamos que le preparamos una morada al Señor. Ya sabemos que es realmente él quien nos prepara una morada en el cielo (Jn 14,2). Además, es él quien nos servirá en el banquete del cielo (Lc 12,37), porque sólo el puede hacer el servicio que necesitamos para disfrutar de la vida eterna. Pero Dios es tan humilde que quiere que desde el principio nosotros le construyamos el lugar donde va a morar.
Vamos descubriendo en estos textos hasta qué punto Israel va a acompasar todo su camino con la presencia protectora de Dios en la nube.
El pueblo vivía pendiente de la nube: si permanecía en la tienda, ellos no se movían; si se alzaba, levantaban el campamento para seguirla. Ellos tienen que acompasar su camino con el movimiento de la nube; deben estar atentos y acomodarse al ritmo de la nube que manifiesta la gloria de Dios. No podían ir más rápido ni más lento de lo que marcaba Dios. Dios es el guía, el que manda en el camino. El pueblo obedece a Dios, que marca lo que hay que hacer por medio de la nube. Los israelitas obedecen porque son conscientes de que son el pueblo de su propiedad, un pueblo consagrado a Dios. De este modo, Dios les va educando: si hacen su voluntad, llegarán a la meta y serán felices.
Nosotros encontramos aquí un modelo para nuestra vida. No deberíamos conformarnos simplemente con cumplir los mandamientos. No deberíamos dar un paso sin percibir y seguir la presencia de Dios, sin que él nos indique el camino. La realidad es que queremos hacer las cosas a nuestro ritmo: que todo esté claro, recorrer el camino cuanto antes o pararnos cuando se nos antoje. Por eso nos resulta tan difícil aceptar el ritmo y los momentos de Dios: caminar cuando él se pone en movimiento, esperar pacientemente cuando él se para. Ante Dios somos como niños pequeños que no pueden entender las decisiones de su padre, e intentamos tener la iniciativa y decidir al margen de él. Con mucha frecuencia tomamos las grandes decisiones de la vida al margen de Dios: profesión, matrimonio, empleo del dinero… Si fuéramos conscientes de que somos un pueblo santo, el pueblo de Dios, sabríamos que no podemos tomar nuestras decisiones sin conocer la voluntad de Dios. Y podemos conocer la voluntad de Dios porque no es un enigma, porque él nos la manifiesta, como se la manifestaba a Israel con la nube que se para, se mueve y toma un camino. Pero hay que estar atento a esa voluntad y no tomar iniciativas que no nos corresponden. Tristemente sucede a menudo que, después de una larga serie de decisiones sin tener en cuenta a Dios, nos planteamos qué quiere cuando nunca nos lo habíamos preguntado ni le habíamos obedecido. Además, no basta con seguir a Dios, hay que seguirlo a su ritmo. No podemos tomar decisiones apresuradas porque tengamos prisa, nos urjan las circunstancias o los demás nos acucien. Pero tampoco debemos retrasar las decisiones porque nos den miedo o no queramos dar el paso en ese momento. Caminar al ritmo de Dios es la consecuencia de formar parte del pueblo de Dios y estar consagrado a él.
Es tal la «densidad» de la gloria de Dios que no pueden estar dentro de la tienda. Moisés no puede entrar en la Tienda del Encuentro cuando ha penetrado en ella la gloria de Dios. Lo mismo pasará cuando Salomón construya el templo y los levitas tengan que salir en el momento en que entre la gloria de Dios (1Re 8,10-11).
María es el templo donde Dios habita en plenitud. Podemos contemplar el misterio de María en la superficie, pero nadie puede penetrar en él porque es el lugar donde habita la gloria de Dios. Lo que Dios ha realizado en el seno de María es una locura de tal grado que nadie puede penetrar en ese misterio. San Isidoro de Sevilla pide perdón a María por haber intentado conocer sus misterios, porque es consciente de que no tiene derecho a intentar penetrar en ellos.
Esta realidad del Dios que guía aparece en plenitud en el Nuevo Testamento.
Jesús les habló de nuevo diciendo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Jesús es la luz, la columna de fuego que va delante del pueblo y lo guía, de modo que el que lo sigue no camina en las tinieblas, sino guiado por la luz.
Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz (Jn 10,4).
Ahora es la imagen del buen pastor la que nos ayuda a entender como Cristo va delante de los suyos y los guía como hacía la nube en el desierto. Ahora no es la luz, es la presencia del pastor y sobre todo su voz la que indica el camino y la que avisa cuando toca caminar y cuando hay que reposar. Las ovejas, aunque no lo parezca y estén pastando tranquilamente, están pendientes de tal modo del pastor que, si se levanta o si alza la voz, inmediatamente se dan cuenta, dejan de pastar y se ponen en movimiento. Eso es lo que hicieron los israelitas -aunque con deficiencias- y eso es lo que hace el que reconoce en Jesús a su buen pastor.
También en el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo es presencia en la morada y guía para el camino.
El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).
Del mismo modo que la nube entraba en la Tienda del Encuentro y la convertía en morada de su gloria, es ahora la sombra del Altísimo la que cubre a María y la convierte en morada del Hijo de Dios, que habita realmente en ella. Nosotros sabemos que esa sombra del Altísimo es el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo también guía a Jesús en el desierto como un día la nube guio al pueblo de Dios. El Espíritu Santo conduce a Jesús al desierto y lo va educando para afrontar y vencer las tentaciones del diablo.
Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo (Lc 4,1-2; cf. Mt 4,1).
Del mismo modo, el Espíritu Santo es el que nos guía a nosotros. Eso es lo que recibimos de forma especial en la confirmación. Tras el bautismo se nos infunde el Espíritu Santo que nos guía y nos acompaña, para que podamos encontrar el camino, vencer tentaciones y cumplir nuestra misión. También nosotros tenemos nuestra columna de nube para el desierto; pero el que no ha recibido este don o no le hace caso se introduce en el desierto de la vida sin guía ni compañía.
Toda esta guía y compañía de Dios es lo que se arriesgan a perder los israelitas cuando se construyen el becerro de oro: Dios, que es santo, no puede acompañar a un pueblo de dura cerviz, porque su santidad aniquilaría al pueblo pecador. Moisés tiene que interceder con fuerza para que Dios no abandone en ese momento al pueblo que ha sacado de Egipto (Ex 32,11).
En este discurso, al comienzo del Deuteronomio, Moisés les recuerda su incredulidad a pesar de lo que Dios hizo por ellos:
Pero aun así no creísteis en el Señor, vuestro Dios, que os precedía en el camino para buscaros un lugar donde acampar, de noche mediante el fuego, para indicaros el camino que debíais seguir, y de día mediante la nube (Dt 1,32-33).
Además de todos los prodigios de Dios para liberarlos del faraón que habían contemplado en Egipto, de los que habían disfrutado en el desierto (el maná, el agua de la roca, la serpiente de bronce), el Señor les había ido abriendo paso y señalando el camino con la columna de nube y fuego. A pesar de todos esos cuidados, no creyeron en él.
Lo terrible de la caída de Jerusalén el año 586 aC es que el pueblo de Israel se da cuenta de que ha perdido la presencia de Dios: ha sido destruido el templo, Dios se ha ido (cf. Ez 10,15-19; 11,22-23), ¿qué esperanza les queda si su único sentido es ser el pueblo de Dios? Lo que les oprime ya no es la amargura por la derrota, la destrucción y la crueldad que tuvieron que soportar por parte de los babilonios, sino especialmente la conciencia de ser el pueblo elegido y haber sido abandonados por Dios a causa de sus pecados.
Lo mismo nos pasa a nosotros. Podemos pecar, sentirnos mal a causa de nuestros pecados, pero lo que es terrible es el infierno: privados para siempre de la presencia del Señor, precisamente nosotros que hemos sido creados para él.
El profeta Isaías promete para el futuro la protección que disfrutaron en el desierto, camino de la tierra prometida:
Aquel día, el vástago del Señor será el esplendor y la gloria, y el fruto del país será orgullo y ornamento para los redimidos de Israel […]. Creará el Señor sobre toda la extensión del monte Sión y sobre su asamblea una nube de día, un humo y un resplandor de fuego llameante de noche. Y por encima, la gloria será un baldaquino y una tienda, sombra en la canícula, refugio y abrigo de la tempestad y de la lluvia (Is 4,2.5-6).
Eso significa que el Señor volverá a estar con su pueblo, a pesar de sus pecados: Dios no va a dar la espalda a su pueblo de forma definitiva.
Esa presencia de Dios, que es fundamental para el pueblo de Israel, lo es también para nosotros. Soy consciente de mi debilidad y pecado, pero sé que el Señor está conmigo. Y si el Señor desaparece, entonces estoy perdido: pierdo la meta, el sentido y el camino de la vida. La existencia humana, sin Dios, se ve reducida a una simple acumulación de experiencias, y pierdo aquello para lo que he sido creado: gozar de la gloria de Dios. Sin él todo pierde el sentido y el valor. Esa debe ser la experiencia del ateo, que, aunque acumule experiencias y placeres, carece del sentido y del valor de la existencia. Sin embargo, el que está con Dios encuentra un sentido y una ayuda en cualquier circunstancia, incluido el sufrimiento y la muerte.
Esdras, cuando pide perdón en nombre del pueblo que vuelve del exilio y reconoce el pecado por el que ha sido desterrado, proclama los hechos de la historia de la salvación y no deja de mencionar la columna de nube:
Pues tú, por tu inmensa misericordia, no los abandonaste en el desierto. No se apartó de ellos la nube que durante el día los guiaba en su camino, ni la columna de fuego que por la noche alumbraba la ruta por la que habían de caminar (Ne 9,19).
Israel va a recordar siempre este cuidado del Señor y va a recurrir permanentemente a este Dios que les guio y protegió por el desierto: Dios no abandonó a este pueblo de dura cerviz en el camino a la tierra prometida y por eso el pueblo pecador puede acudir a él con confianza.
· · ·
El libro de la Sabiduría hace referencia a la liberación del pueblo de Dios añadiendo ciertos detalles, de forma exagerada, pero muy expresiva:
Por haber decretado matar a los niños de tus fieles uno solo de los niños, abandonado, se salvó, en castigo, les arrebataste una multitud de hijos, y los hiciste perecer a todos juntos en las aguas impetuosas. Aquella noche les fue preanunciada a nuestros antepasados, para que, sabiendo con certeza en qué promesas creían, tuvieran buen ánimo. Tu pueblo esperaba la salvación de los justos y la perdición de los enemigos, pues con lo que castigaste a los adversarios, nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti. Los piadosos hijos de los justos ofrecían sacrificios en secreto y establecieron unánimes esta ley divina: que los fieles compartirían los mismos bienes y peligros, después de haber cantado las alabanzas de los antepasados. Hacían eco los gritos destemplados de los enemigos, y se extendía el lamento de quienes lloraban a sus hijos. Idéntico castigo sufrían el esclavo y el amo, y el plebeyo padecía lo mismo que el rey. Todos por igual tenían innumerables cadáveres, víctimas de un mismo género de muerte; los vivos no daban abasto para enterrarlos, porque en un instante había perecido lo mejor de su raza. Aunque la magia los había hecho desconfiar de todo, ante la muerte de los primogénitos reconocieron que este pueblo era hijo de Dios. Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, cual guerrero implacable, sobre una tierra condenada al exterminio; empuñaba la espada afilada de tu decreto irrevocable, se detuvo y todo lo llenó de muerte, mientras tocaba el cielo, pisoteaba la tierra. De repente los sobresaltaron horribles pesadillas, los asaltaron terrores inesperados. Tendidos y medio muertos, cada uno por su lado, manifestaban la causa de su muerte; pues sus sueños turbulentos los habían prevenido, para que no pereciesen sin conocer el motivo de su desgracia (Sab 18,5-19).
Este texto se utiliza en la liturgia de la Navidad. El guerrero implacable que los israelitas esperaban que bajara desde el cielo para sembrar la muerte entre los enemigos se convierte en Belén en niño nacido en un pesebre para dar la vida a una tierra condenada al exterminio; también en el silencio de la noche, viene el Hijo de Dios, su Palabra Omnipotente, pero en la debilidad de un recién nacido.
La misma lectura que profundiza en el hecho de la salida de Egipto la realizan los salmos cuando cantan la historia de la salvación:
Entonces Israel entró en Egipto,
Jacob se hospedó en la tierra de Cam.
Dios hizo a su pueblo muy fecundo,
más poderoso que sus enemigos.
A estos les cambió el corazón
para que odiasen a su pueblo
y usaran malas artes con sus siervos.
Pero envió a Moisés, su siervo,
y a Aarón, su escogido,
que hicieron contra ellos sus signos,
prodigios en la tierra de Cam.
Envió la oscuridad, y oscureció,
pero ellos resistieron a sus palabras;
convirtió sus aguas en sangre,
y dio muerte a sus peces;
su tierra pululaba de ranas,
hasta en la alcoba del rey.
Ordenó que vinieran tábanos
y mosquitos por todo el territorio;
les dio en vez de lluvia granizo,
llamas de fuego por su tierra;
e hirió higueras y viñas,
tronchó los árboles del país.
Ordenó que viniera la langosta,
saltamontes innumerables,
que roían la hierba de su tierra,
y devoraron los frutos de sus campos.
Hirió de muerte a los primogénitos del país,
primicias de su virilidad.
Sacó a su pueblo cargado de oro y plata,
entre sus tribus nadie enfermaba;
los egipcios se alegraban de su marcha,
porque los había sobrecogido el terror.
Tendió una nube que los cubriese,
y un fuego que los alumbrase de noche (Sal 105,23-39).
El pueblo de Dios repasa una y otra vez su historia, como refleja este salmo, para ser conscientes de que Dios los ha elegido, son su pueblo, a su lado no pueden temer a ningún enemigo y deben aclamar: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 126,3). La pena es que Israel una y otra vez se olvida de todo lo que hizo Dios para salvarlo.
Nosotros también podríamos hacer la historia de los prodigios que Dios ha hecho en nuestra vida para salvarnos. También nosotros deberíamos volver una y otra vez a nuestra historia de salvación y hacernos conscientes de que él nos ha elegido, somos suyos y no podemos temer nada si él está a nuestro lado. La Virgen María repasa en su corazón lo que Dios ha hecho en ella (Lc 2,19.51) y lo canta en el Magníficat (Lc 1,49). Ésa debería ser la actividad de todo cristiano, especialmente del contemplativo.
El salto a la contemplación es absolutamente gratuito por parte de Dios, pero debe prepararse por mi parte con el deseo ardiente de esa contemplación y una disposición de plena docilidad ante la presencia y la acción de Dios, que puede llevarme por cualquier camino. Para ello debo convertirme en una caja de resonancia en la que resuene interiormente lo que Dios me ha mostrado en su Palabra, recogiendo esa resonancia en el silencio y el recogimiento prolongados hasta que queden llenos del suave eco de la misma, en el cual me abandono y cuyo fruto procuraré apasionadamente que no se pierda en mi vida concreta ordinaria.
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