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Antes de empezar
El presente tema es un ejemplo de preparación a la oración en clima de desierto y ofrece textos y orientaciones para que cada uno seleccione los que considere más adecuados para la oración en la situación concreta en la que se encuentra. Nos serviremos para ello de la experiencia del pueblo de Dios en su itinerario a través del desierto hacia la tierra prometida, que nos servirá, no sólo para encontrar materia para la oración, sino también para profundizar en la realidad del mismo desierto como gracia de Dios y medio de progreso espiritual. Seguiremos los pasos de Moisés para descubrir tras ellos, no sólo al Dios que llama a los suyos al desierto y los acompaña en su camino, sino al mismo Cristo, que participa con nosotros de nuestra peregrinación a través del desierto de la vida.
Tengamos en cuenta que la materia propia del desierto ha de ser breve y esencial, precisamente para alimentar una oración profunda y dilatada en el tiempo. Eso no excluye que se realice una preparación amplia a la oración que se apoye en la Palabra de Dios, a modo de lectio divina que, y que lógicamente, ofrezca suficiente material para que cada uno pueda entresacar los textos y sugerencias que le resulten más necesarios o luminosos para llevarlos a la oración, evitando rellenar el tiempo con abundancia de lecturas o apoyos espirituales.
Todo esto sirve tanto para realizar una experiencia de desierto lejos del mundo como la que se lleva a cabo en la soledad radical en medio del mismo, para lo cual será necesario tener en cuenta todo lo indicado en el tema El desierto y el contemplativo secular.
Los textos bíblicos
Son dos los textos de la Escritura que proponemos para adentrarnos nosotros en la experiencia de desierto, haciendo nuestra la experiencia del pueblo de Israel que tuvo que caminar largos años por el desierto para pasar de la esclavitud a la tierra prometida. Se trata del momento en que el pueblo sufre una terrible sed en el desierto porque no encuentra agua y se vuelve contra Dios. La respuesta de Dios en aquel desierto ilumina la respuesta que ofrece Dios a los que aceptan pasar por el desierto espiritual o instalarse en él.
1Toda la comunidad de los hijos de Israel se marchó del desierto de Sin, por etapas, según la orden del Señor, y acampó en Refidín, donde el pueblo no encontró agua que beber. 2El pueblo se querelló contra Moisés y dijo: «Danos agua que beber». Él les respondió: «¿Por qué os querelláis contra mí?, ¿por qué tentáis al Señor?». 3Pero el pueblo, sediento, murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?». 4Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Por poco me apedrean». 5Respondió el Señor a Moisés: «Pasa al frente del pueblo y toma contigo algunos de los ancianos de Israel; empuña el bastón con el que golpeaste el Nilo y marcha. 6Yo estaré allí ante ti, junto a la roca de Horeb. Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo». Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. 7Y llamó a aquel lugar Masá y Meribá, a causa de la querella de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17,1-7).
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1En aquellos días, la comunidad entera de los hijos de Israel llegó al desierto de Sin el mes primero y el pueblo se instaló en Cadés. Allí murió María y allí la enterraron.
2Faltó agua a la comunidad y se amotinaron contra Moisés y Aarón. 3El pueblo protestó contra Moisés diciendo: «¡Ojalá hubiéramos muerto como nuestros hermanos, delante del Señor! 4¿Por qué has traído a la comunidad del Señor a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestras bestias? 5¿Por qué nos has sacado de Egipto para traernos a este sitio horrible, que no tiene grano ni higueras ni viñas ni granados ni agua para beber?».
6Moisés y Aarón se apartaron de la comunidad y se dirigieron a la entrada de la Tienda del Encuentro, y se postraron rostro en tierra delante de ella. La gloria del Señor se les apareció, 7y el Señor dijo a Moisés: 8«Coge la vara y reunid la asamblea, tú y tu hermano Aarón, y habladle a la roca en presencia de ellos y ella dará agua. Luego saca agua de la roca y dales de beber a ellos y a sus bestias».
9Moisés retiró la vara de la presencia del Señor, como se lo mandaba. 10Moisés y Aarón reunieron la asamblea delante de la roca; Moisés les dijo: «Escuchad, rebeldes: ¿Creéis que podemos sacaros agua de esta roca?».
11Moisés alzó la mano y golpeó la roca con la vara dos veces, y brotó agua tan abundante que bebió toda la comunidad y las bestias. 12El Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los hijos de Israel, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les he dado».
13(Esta es la Fuente de Meribá, donde los hijos de Israel disputaron con el Señor y él les mostró su santidad) (Nm 20,1-13).
El desierto
«Toda la comunidad de los hijos de Israel se marchó del desierto de Sin…» (Ex 17,1).
El desierto es un lugar inhóspito, vacío, donde no hay nada; donde no hay frutos ni posibilidad de supervivencia. Por eso, el pueblo pregunta a Moisés desconcertado: «¿Por qué has traído a la comunidad del Señor a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestras bestias? ¿Por qué nos has sacado de Egipto para traernos a este sitio horrible, que no tiene grano ni higueras ni viñas ni granados ni agua para beber?» (Nm 20,4-5).
El pueblo no entiende nada: «¡Ojalá hubiéramos muerto como nuestros hermanos, delante del Señor!» (Nm 20,3). En la esclavitud sentían a Dios, o una imagen deformada de él, que les daba una cierta seguridad, aunque sólo les sirviera para morir en su presencia. Era una situación amarga e insostenible, pero allí a su manera encontraban a Dios. Y si Dios no estaba en el desierto, ¿qué hacían ellos allí solos?
En el desierto aparecen dos tentaciones fundamentales.
- -Por un lado, dudar de la presencia de Dios:
¿Está el Señor entre nosotros o no? (Ex 17,7).
- -Por otro, y ante ese sentimiento de soledad, de orfandad, buscar apoyos tangibles, un ídolo alternativo, algo a lo que agarrarse:
Haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado (Ex 32,1).
El desierto fue ciertamente el lugar de la infidelidad del pueblo:
¡Qué rebeldes fueron en el desierto, enojando a Dios en la estepa! (Sal 78,40).
Pero no fue sólo eso. Para Dios el desierto es otra cosa muy distinta: es el lugar donde darse a conocer, donde seducir a su pueblo mostrándole su rostro. Allí donde no hay nada, donde el hombre está indefenso, Dios puede mostrarse como el Salvador, como el Guía. Allí no es la habilidad del hombre, ni su pericia la que le mantiene con vida, sino Dios el que le protege cuida y alimenta. Esto se cumplirá de forma plena con Jesucristo: «No fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32).
Esa experiencia de presencia de Dios en el desierto le permitirá luego al salmista cantar con confianza en medio de las tribulaciones:
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo (Sal 23,4).
La experiencia del desierto tiene un balance distinto para Dios que para el pueblo: no niega que los israelitas «en el desierto se rebelaron contra el Altísimo» (Sal 78,17); pero él sabe que esa experiencia ha cambiado al pueblo:
Yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón […] Allí responderá como en los días de su juventud, como el día de su salida de Egipto (Os 2,16-17).
Es en el desierto donde Dios protege y cuida de la Esposa de su Hijo hablándola al corazón:
La mujer huyó al desierto donde tiene un lugar preparado por Dios para ser alimentada (Ap 12,6).
Allí la cuida, la alimenta y la ejercita para que se apoye sólo en Dios:
¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su amado? (Cant 8,5; cf. 3,6).
También el Esposo es preparado y cuidado en el desierto (cf. Mc 1,12-13) antes de darse a la Esposa.
A pesar de la rebeldía de Israel, Dios ha hecho su obra en el desierto. Israel sale de él conociendo a Dios, habiendo suscrito una alianza eterna con él en el Sinaí, y marcado para siempre como el pueblo de Dios. Por eso, el salmista puede alabar a Dios porque «guió por el desierto a su pueblo, porque es eterna su misericordia» (Sal 136,16). E Israel aprende a reconocerse en su verdadera realidad: pobre, desvalido, hambriento, sediento…, y amado por ser el pueblo más pequeño (cf. Dt 7,7-8).
No podemos sustraernos a sugerir el paralelismo entre el desierto y la purificación de la Noche Oscura en la vida espiritual individual y eclesial.
La sed
«El pueblo no encontró agua que beber» (Ex 17,1).
El agua es el elemento básico para que haya vida. Por eso, el desierto es un lugar donde se insinúa la muerte:
¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros a nuestros hijos y a nuestros ganados? (Ex 17,3).
Hay que tener en cuenta que el pueblo salido de Egipto no era un pequeño grupo formado por unas pocas personas:
Eran seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los niños. Además, le seguía una multitud inmensa, con ovejas y vacas, y una enorme cantidad de ganado (Ex 12,37-38).
Y toda esta muchedumbre se enfrenta con una situación desesperada, que no pueden resolver por sí mismos.
Es una sed real, que les lleva a añorar el agua con todo su corazón. Dios responde de modo misterioso y sobreabundante a su necesidad. Pero es un signo para orientarlos a otra realidad. Dios ya era consciente de que el pueblo necesitaba signos tangibles que les llevaran a realidades más profundas («Si no veis signos y prodigios no creéis», Jn 4,48).
La forma en que Dios calma la sed en Masá y Meribá quedará en la memoria del pueblo como el signo del poder de Dios, y apuntará a una sed más profunda: «¿Está Dios entre nosotros o no?» (Ex 17,7). Los grandes orantes del pueblo aludieron a esa sed para expresar su necesidad radical de Dios:
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal 42,3).
Mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca agostada sin agua (Sal 63,2).
También la samaritana fue llevada por Jesús desde la sed natural: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla» (Jn 4,15), a la sed del «agua viva» (Jn 4,10).
La misma Iglesia sedienta por el desierto de esta vida clama a Dios con gemidos inefables:
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti Dios mío, tiene sed de Dios del Dios vivo, ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (Sal 42,2-3).
También el Esposo sintetizó en la cruz su ansia de Dios con aquella súplica misteriosa: «Tengo sed» (Jn 19,28), y de una forma más íntima se lo confidenció a su Padre: «Mi garganta está seca como una teja» (Sal 22,16).
La única forma de vivir en el desierto de esta vida es esperar el agua de la vida como el sediento a punto de desfallecer.
La Roca
Juan Antonio Escalante, Moisés y el agua de la roca (1668)
«Yo estaré allí ante ti, junto a la roca de Horeb» (Ex 17,6).
La situación de Moisés es insostenible cuando el pueblo sediento se vuelve contra él. Moisés acude al Señor y Dios le da una respuesta desconcertante, que pone a prueba su fe. Dios le manda:
Coge la vara y reunid a la asamblea, tú y tu hermano Aarón, y habladle a la roca en presencia de ellos y ella dará agua. Luego saca agua de la roca y dales de beber a ellos y a sus bestias (Nm 20,8).
La versión del libro del Éxodo es un poco diferente:
Pasa al frente del pueblo y toma contigo algunos de los ancianos de Israel; empuña el bastón con el que golpeaste el Nilo y marcha. Yo estaré allí ante ti, junto a la roca del Horeb. Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo (Ex 17,6).
En ambos casos aparecen notas comunes: la reunión de la asamblea, la vara o bastón con el que se abrió el mar, y una roca misteriosa de cuyo seno ha de brotar el agua que sacie al pueblo. La roca a la que se refiere Yahvéh no es cualquier roca. En el segundo texto dice que es «la roca del Horeb». Para algunos rabinos la roca del Horeb seguía a los judíos: como una nueva presencia de Dios (como la columna de nube y el fuego).
Para el pueblo judío, la imagen de la roca es una imagen muy sugerente para aplicársela a Dios:
Bendito el Señor, mi Roca […] Baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo y mi refugio (Sal 144,1-2).
La imagen de la roca está siempre vinculada a la salvación:
Sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré (Sal 62,3).
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte (Sal 18,3).
Es la imagen viva de quién es Dios: lo sólido, frente a lo inestable, que es el ámbito de lo humano.
Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve (Sal 31,3).
Pero es san Pablo quien nos da la clave para entender este texto, cuando al comentarlo identifica a la roca con toda claridad:
[Nuestros padres] bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo (1Co 10,4).
Cristo es la roca. A la luz de esa aseveración de san Pablo cobran nueva luz algunos textos bíblicos. Entendemos mejor lo que el salmista pide cuando suplica: «Llévame a una roca inaccesible» (Sal 61,3), o la invitación del Señor a edificar la casa sobre roca (Mt 7,24-25), que no es otra cosa distinta a lo que nos pide al decirnos «Permaneced en mí» (cf. Jn 15,5-6).
La Iglesia se fundamenta sobre Cristo, porque como nos dice San Pablo: «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo» (1Co 3,11). Él «es la Piedra que desecharon los arquitectos» que «es ahora la piedra angular» (Mc 12,10; Sa 118,22). Con esa luz podemos entender mejor la misión de Pedro y del papado. Pedro es la Piedra que se fundamenta sobre la Roca (Mt 16,18). Él es Vicario de Cristo.
Roca es fundamento, es piedra angular del templo de Dios, pero a la vez es roca dura, que quien caiga sobre ella se destrozará. En 1Pe 2,4-8 se unen dos textos de Isaías y se aplican a Cristo dos citas del Antiguo Testamento, donde se le presenta como la piedra de tropiezo (Is 8,14) y como la piedra angular (Is 28,16):
Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo. Por eso se dice en la Escritura: Mira, pongo en Sión una piedra angular, elegida, preciosa; quien cree en ella no queda defraudado. Para vosotros, pues, los creyentes, ella es el honor, pero para los incrédulos la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, y también piedra de choque y roca de estrellarse; y ellos chocan al despreciar la palabra (1Pe 2,4-8).
Cristo Roca es fundamento del justo y piedra de tropiezo del impío, cumpliéndose así lo profetizado por Simeón:
Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción […] para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones (Lc 2,34-35).
El Agua
«Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo» (Ex 17,6).
Pero volvamos al pasaje de Meribá para profundizar en él apoyándonos en la interpretación que nos ofrece la misma Escritura en 1Co 10,4. Si tenemos en cuenta que Cristo es la «roca espiritual», se nos abre una nueva posibilidad de descubrir el significado de la «bebida espiritual», que fluye de la Roca, que es Cristo.
Para entender más profundamente el texto de Meribá podemos recurrir a una afirmación central que realiza el Señor y que nos abre unas perspectivas sorprendentes. San Juan nos transmite unas palabras desconcertantes de Jesús:
El último día, el más solemne de la fiesta [Pentecostés], Jesús en pie gritó: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”» (Jn 7,37-38).
Y añade san Juan:
Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él (Jn 7,39).
Cristo no es sólo la Roca, sino que es la fuente de la que mana la verdadera agua que sacia la sed del Pueblo, el agua viva que es el Espíritu Santo, como ya apuntaba el profeta Isaías:
Derramaré agua sobre el suelo sediento, arroyos en el páramo; derramaré mi espíritu sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos (Is 44,3).
En esta perspectiva cobran una relevancia nueva pasajes difíciles, como el de Ezequiel 47,1-12, donde se nos habla de una corriente de agua que sale del templo y que llega un momento en que es tan profunda que no se puede vadear. El torrente sanea las aguas salobres del mar, y «habrá vida allí donde llegue el torrente» (v. 9), «habrá peces de todas las especies en gran abundancia» (v. 10) (recuérdese que el nombre griego de «pez» se aplicaba como acróstico a Jesús por los primeros cristianos, como aparece en el Epitafio de Abercio y de Pectorio, y ellos se denominaban a sí mismo «pececillos»)[1].
En ambas riberas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes […] su fruto es comestible y sus hojas medicinales (Ez 47,12).
También se entiende mejor el salmo primero, y tantos otros textos bíblicos, cuando habla del justo:
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin (Sal 1,3).
La extraordinaria fecundidad de los árboles de la ribera ‑sólo comparable a la fecundidad de la semilla que cae en tierra buena (Mt 13,23)‑ tiene una razón: «Porque las aguas del torrente fluyen del santuario» (Ez 47,12).
Cristo es el Templo de Dios del cual mana el agua viva que es el Espíritu Santo que calma la sed del sediento, según la promesa del Señor:
Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente (Ap 21,6; cf. Ap 22,17; Is 55,1).
El texto del profeta Ezequiel es recogido por el libro del Apocalipsis, porque allí adquiere su significado pleno, en el paraíso recreado:
Me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero (Ap 22,1).
El agua fluye ahora no de templo alguno, pues no lo hay en la Nueva Jerusalén: «En ella no vi Santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero» (Ap 21,22). Sino que el agua fluye ahora «del trono de Dios y del Cordero». Pero ¿cómo puede brotar agua del Cordero? ¿Dónde vemos que de Cristo brote agua viva?
Todo el relato de Meribá está buscando un cumplimiento histórico, donde el pueblo, rebelde a Dios y sediento, convocado ante la Roca, al golpe de una vara vea brotar el agua viva que se derrama sobre la tierra, purificándola y haciéndola fecunda. Por eso, san Juan, se queda estupefacto al contemplar lo que sucede tras la muerte de Jesús:
Uno de los soldados, con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua (Jn 19,34).
Y el cuarto evangelista no deja de subrayar la importancia de ese momento:
El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19,35).
El Espíritu de Jesús, entregado momentos antes por él a su Padre (cf. Jn 19,30: «E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu»), fluye del Trono de Dios y del Cordero y se derrama sobre el «mar de aguas salobres» saneándolo. El soldado sin sospecharlo cumplió plenamente el mandato de Yahvéh a Moisés: «Golpea la roca y saldrá agua para que beba el pueblo» (Ex 17,6).
Ahora sí puede cumplirse lo que Jesús había gritado en la fiesta: «El que tenga sed que venga a mí y beba», porque hasta ahora no podía cumplirse plenamente porque «todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39).
Apoyados en estas palabras del Evangelio podemos entender mejor la oferta de Jesús a la samaritana:
Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice «dame de beber», le pedirías tú, y él te daría agua viva (Jn 4,10).
Un don que tiene una extraña eficacia:
El que bebe de esta agua [la del pozo] vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,13-14).
Hay un elemento en el que debemos fijarnos, que aparece en las palabras de Jesús a la Samaritana que acabamos de citar y en el grito de Jesús en la fiesta de Pentecostés. En ambos se habla del efecto de beber del agua que Cristo nos da. En uno se nos dice que «de sus entrañas manarán ríos de agua viva» (Jn 7,38), en el otro se dice que el agua recibida «se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Al beber del Espíritu nos convertimos en fuente, en surtidor, del cual brota el Espíritu, nos hacemos capaces de saciar la sed de otros, se cumple en nosotros de una manera misteriosa lo que Dios mandó a Moisés: «Saca agua de la roca y dales de beber a ellos y a sus bestias» (Nm 20,8). Del mismo modo que apoyados sobre la Roca que es Cristo «también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual» (1Pe 2,5), unidos a la fuente del agua viva, que es Cristo, nos convertimos en surtidores para los demás.
Al hilo de la imagen del «río de agua de vida» que nos ha mostrado Ap 22,1, merece la pena unirnos a la reflexión de los Santos Padres, sobre el «árbol de vida» que crece a un lado y otro del río (cf. Ap 22,2). El Apocalipsis recoge la visión del río que mana del templo de Ezequiel, y sustituye la gran arboleda y los árboles frutales de la visión del profeta (cf. Ez 47,12) por un único árbol, el «árbol de vida», que remite al «Árbol de la Vida en mitad del Jardín» del Edén (cf. Gn 2,9). Este árbol apenas aparece en la Escritura hasta que lo volvemos a encontrar en el Apocalipsis. En el último libro de la Biblia se nos dice que este árbol está asentado «en medio de su plaza» ‑lo mismo que el árbol de la vida del Edén estaba plantado «en mitad del jardín»‑, que está regado por el río de agua de vida, que «da doce frutos» y que «las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones» (Ap 22,2). En la primera antífona del oficio de lectura del domingo de la primera semana, que introduce la oración del Salmo 1, leemos: «El árbol de la vida es tu cruz, oh Señor». Aunque no es la Escritura la que nos lo dice, los Santos Padres y la liturgia nos permiten esta identificación. Desde esta perspectiva, podemos interpretar que la Cruz de Cristo tiene un valor permanente, porque permanece en la Jerusalén celeste, y que, regada por el río del Espíritu, permite dar un fruto incesante (uno cada mes) y proporciona la cura para «las naciones», para el mundo entero.
A modo de conclusión
Al terminar este recorrido por el episodio antiguo del agua que saca Moisés de la roca para saciar la sed en el desierto, y gracias a la luz que aporta la misma Escritura ‑especialmente el Nuevo Testamento‑, y la Iglesia ‑de forma especial los Padres de la Iglesia‑, descubrimos la profundidad y la actualidad de la Palabra de Dios.
Nosotros, los que caminamos por el desierto de esta vida y estamos asediados por la sed de Dios, encontramos en Cristo la Roca y la Fuente, que nos sacia con el agua viva de su Espíritu y nos convierte en surtidores de agua viva para los demás. Así, el sentido pleno y espiritual de este episodio de Meribá ilumina y fortalece nuestra vida de fe y alimenta nuestra oración y nuestra entrega. La Palabra se ilumina, nos ilumina y nos permite iluminar a los demás.
NOTAS
[1] El epitafio de Pectorio dice:
«¡Oh raza divina del Ichthys! (el Pez),
conserva tu alma pura entre los mortales,
tú que recibiste la fuente inmortal de aguas divinas.
Templa tu alma, querido amigo, en las aguas perennes
de la sabiduría que reparte riquezas.
Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los Santos,
come con avidez, teniendo el Ichthys (el Pez) en las palmas de tus manos.
Aliméntame con el Pez, te lo ruego, Señor y Salvador.
Que descanse en paz mi madre,
te suplico a ti, luz de los muertos.
Ascandio, padre carísimo de mi alma,
con mi dulce madre y mis hermanos,
en la paz del Pez, acuérdate de tu Pectorio.