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1. El ambiente

a) La influencia del ambiente usada por el demonio

Los seres humanos estamos muy influenciados ‑para bien o para mal‑ por las relaciones humanas que configuran nuestra vida: familia, amistades, compañeros, sociedad… Y el Tentador, que conoce bien esta característica nuestra, intenta utilizarla a su favor. Nuestra necesidad natural de ser amados y aceptados nos lleva fácilmente a acomodarnos a criterios, opciones, o simplemente a costumbres o expresiones que no encajan ‑o se oponen frontalmente‑ a las opciones que hemos tomado de forma personal y consciente. La capacidad de acomodación en la que se basa la convivencia puede ser utilizada por el Enemigo para irnos modelando con los valores del mundo.

La fama, la posición, el dinero, la belleza o la brillantez intelectual que descubrimos en los demás abren ingenuamente las compuertas de nuestra mente y de nuestro corazón para que nos invadan la superficialidad, el escepticismo o la mediocridad de personas que nos han fascinado por su envoltorio. En realidad el Enemigo no necesita que la persona que nos muestra sea realmente inteligente, famosa, o rica, sino simplemente que nos parezca inteligente, famosa o sea más rica que nosotros; eso puede ser suficiente para que el diablo pueda utilizar la influencia que ha creado esa pequeña fascinación, aunque sea falsa.

Hay que tener cuidado porque esta tentación ‑como toda tentación eficaz‑ no es tan evidente: no se trata de «malas compañías» que nos llevan a pecar, sino personas de buen tono que nos envuelven en su propia vanidad y superficialidad. La tentación, como es habitual, no pone en el primer plano las opciones que esas personas representan o la decisión de asumir los valores que encarnan esas nuevas amistades. Lo que surge es simplemente una sintonía afectiva que nos desliza suave e inconscientemente a un espontáneo mimetismo del ambiente al que nos hemos incorporado.

La clave del éxito del Tentador está precisamente en la inconsciencia. El Enemigo intentará por todos los medios posibles que no cotejemos nuestras nuevas relaciones con la fe y con nuestras convicciones. El deseo de quedar bien, el miedo a enfrentarnos o a quedarnos solos, el adormecimiento que produce el halago serán los aliados del demonio para que, cuando nos demos cuenta, lo que en un principio fue sólo una pose, un modo de hablar o unos modales aceptados externamente se conviertan en valores asumidos.

Una vez que el Tentador nos ha enredado en la vanidad del mundo es muy fácil llevarnos a los gastos superfluos, a la pérdida de tiempo o a la desatención de nuestros trabajos y compromisos.

b) Atrapados en un ambiente negativo

El Tentador tiene medios para mantenernos en un determinado ambiente, incluso cuando nos damos cuenta de su influencia negativa. Cuando comprendemos la verdadera naturaleza de nuestras «amistades», el Enemigo puede seguir dos caminos:

  • – Con los más simples intentará que sólo se den cuenta de la contradicción cuando estén fuera de ese círculo de influencia, y que caigan de nuevo fascinados por ese ambiente cuando vuelvan a él. Aunque no pueda apartarles totalmente de la vida cristiana, el diablo habrá conseguido la no pequeña victoria de que lleven dos vidas paralelas; o lo que es lo mismo, de que no le entreguen a Dios toda su vida.
  • – Con personas más complicadas, el Tentador puede jugar con nuestra vanidad haciéndonos creer a la vez más profundos que nuestras amistades superficiales y más abiertos o modernos que el cristiano que reza a nuestro lado. Un toque de orgullo puede ser suficiente para hacernos creer que esa forma de doble vida nos convierte en personas más completas, que somos capaces de desenvolvernos en esos dos mundos tan opuestos y no nos daremos cuenta que estamos traicionando a los dos mundos a la vez y a nosotros mismos.

Loli no es mala chica. Durante la semana estudia, asiste a la catequesis de confirmación y el domingo ‑si está en la ciudad‑ le gusta ir a misa con los amigos de la parroquia. Algunos fines de semana y durante las vacaciones va al pueblo de sus padres. Allí el ambiente es distinto, si va a misa se siente sola entre personas mayores, luego la señalan con el dedo… Su pandilla del pueblo es muy distinta y sus formas de divertirse no siempre le parecen bien. Pero no va a enfrentarse o a quedarse sola. Al principio se sentía mal porque se sentía falsa con unos y con otros, porque se sentía sin personalidad. El Enemigo consiguió completar su tarea susurrándole al oído que ella era mucho más completa que los demás porque a la vez era cristiana y sabía divertirse, porque sabía moverse en varios ambientes, porque no era tan cerrada como los unos, ni tan plana como los otros…

Pero la tentación del ambiente no sólo afecta a los adolescentes.

Juan es un sacerdote joven, que en el Seminario ha adquirido una buena formación y unos sólidos criterios. Cuando se ordenó sacerdote le enviaron a una parroquia y a una zona donde muchas cosas no se hacían bien. Y Juan comenzó a ceder. Lógicamente no cambió sus criterios teóricos: justificaba y hacía cosas que él rechazaba interiormente por «no crear conflictos», «no destacar», «hacer lo que todos», «ir poco a poco». Cuando se reunía con sus compañeros del Seminario se sentía bastante mal… Hasta que aprendió, no sin ayuda del Enemigo, a encontrar una justificación: él era más abierto y conciliador que sus compañeros de curso y, a la vez, tenía mejor criterio que los sacerdotes con los que trabajaba. De este modo, Juan no se da cuenta de que no hace otra cosa que dejarse llevar por el ambiente.

c) La tentación sobre la existencia del «mundo»

Un arma especialmente importante para ocultarnos la influencia del ambiente es hacernos olvidar que el «mundo» sigue siendo un enemigo del alma. Durante muchos siglos, el cristiano ha estado avisado contra el mundo y su vanidad, que empuja al hombre fuera de su relación con Dios e intenta sacarlo de planteamientos evangélicos conscientes y consecuentes a base de atraerlo con la fama, la moda o la simple superficialidad. Muchas personas no han experimentado nunca lo que significa vivir fuera de esta maraña y este simple mecanismo los mantiene eficazmente apartados de Dios.

El Enemigo, que tiene tanto interés en ocultarnos cuál es la verdadera batalla y los verdaderos enemigos ‑incluido él mismo‑, también tiene mucho interés en ocultarnos el peligro del mundo. Uno de sus mayores éxitos es haber conseguido un ambiente dentro de la misma Iglesia en el que da vergüenza hablar del peligro que supone el mundo o la vanidad de la mayoría de las cosas que el mundo nos propone. En contra de esta tendencia aparece el interés del Señor en recordarnos que, aunque estemos en el mundo, no somos del mundo, ni el mundo nos considera como amigos (cf. Jn 15,18-19; 16,33; 17,9.14-16).

Una de las formas más eficaces de hacernos olvidar la existencia del «mundo», que se opone a Cristo y al cristiano, son los tópicos despectivos como «puritano», «mojigato», o los más modernos, «intolerante» o «anticuado». Cualquiera que pretenda cribar las influencias, relaciones o valores que le ofrece el mundo escucha a su alrededor ‑y el Tentador hace que resuene en su interior‑ los tan temidos calificativos: «intolerante», «beato» o «antiguo».

En muchas ocasiones el simple miedo interior a pensar que podemos ser etiquetados de «rígidos», «intransigentes» o «fanáticos» provoca que nosotros solitos nos lancemos a ambientes y situaciones en las que no podemos avanzar, ni siquiera mantenernos firmes. Tendríamos que seguir el sabio consejo de la joven Teresa de Lisieux que afirmaba que, cuando no estaba segura de vencer, lo que hacía era huir; claro que a ella la conciencia de su pequeñez le libraba del orgullo de pensar que se puede vencer cualquier influencia y resistir en cualquier ambiente.

En ambientes más «cristianos», el diablo puede presentar astutamente los tópicos de que «hay que estar en el mundo», «hay que conocerlo todo para rechazarlo o para vencerlo» o la siempre eficaz vanidad susurrada al oído: «a ti ya no te afectan esas cosas», «tú tienes eso superado». Si es preciso, puede engañarnos con un falso afán apostólico que nos haga creer que nuestra simple presencia en esos ambientes ‑aunque comulguemos con sus valores y no demos ningún testimonio‑ es beneficiosa para los demás.

A un joven seminarista, Andrés, le han dicho en el seminario que ya no tiene sentido eso que se decía antes de «huir del mundo», que no hay que tener miedo al mundo ni a lo que antes se llamaba «relaciones peligrosas»; que debiera tener el mayor número de experiencias posibles, sin rehuir ningún tipo de ambiente propio de un joven de su edad (todo un logro de esta tentación del Enemigo en la misma formación sacerdotal). En las vacaciones, Andrés comprobó en sus propias carnes las dificultades de una actitud tan ingenua y simplista: tiempo perdido, despiste, dudas y caídas fueron el fruto de aplicar este meterse en el mundo sin ningún juicio ni prevención. Se dio cuenta de que no era tan fuerte ni tan invulnerable como para estar en cualquier ambiente de cualquier forma. Al comenzar el nuevo curso, Andrés decidió poner un poco más de orden en sus actividades, relaciones y diversiones… No tardaron en llegar las descalificaciones: «raro», «beato», «antiguo»… Andrés no se volvió atrás, pero sintió la fuerza de la tentación de ignorar que el mundo ‑en el sentido de que habla Jesús en el Evangelio‑ sigue siendo un enemigo.

2. La superficialidad

La superficialidad que el Enemigo puede usar como arma no tiene que ver con la verdadera alegría. Hay que tener cuidado con una falsa ascesis que puede tener cierta prevención contra la alegría, la risa o la diversión. Sin embargo no hay que olvidar que sólo Dios y el amor verdadero pueden proporcionar la verdadera alegría, que como un boomerang nos empujará de nuevo a Dios y al amor. La alegría no puede ser una tentación; todo lo contrario, es uno de los dones del Espíritu (Gal 5,22) y de los signos de la acción de Dios. La auténtica diversión, que fomenta la amistad, el contento, la unidad…, tampoco es un arma útil para el Tentador, salvo que sirva para distraernos de lo fundamental.

Pero hay un sucedáneo de la alegría que puede ser muy útil al Enemigo. Nos lo presenta como «sentido del humor» y lo justifica con la necesidad de «no tomarse las cosas tan en serio». En realidad sólo se trata de una capa de broma que justifica la falta de caridad, la irresponsabilidad, la crueldad o la misma infidelidad. Lo podemos llamar «ligereza». Si envuelvo la crítica con una gracia, ya no soy un criticón, sino un gracioso; si llego siempre tarde y tomo el pelo en tono de broma a los que están esperando, ya no soy un irresponsable, sino un tipo original.

Lo más peligroso para el que cae en la red de esta ligereza ‑el «jocoso»‑ es que descubre la forma de hacer lo que le da la gana y justificarlo ante sí mismo y ante los demás. Consigue que pase por gracioso lo que, presentado de otro modo, sería un defecto despreciable. El Enemigo consigue así que aceptemos en nosotros y en los demás lo que en sí mismo sería inaceptable. Es uno de esos trucos del Tentador que nos hace inconscientes y que da mucho juego para hacernos caer fácilmente en gran diversidad de faltas que rechazaríamos en seguida si las viéramos.

La manipulación del lenguaje, propia del «padre de la mentira», apoya la tarea del Tentador al llamar a esto «sentido del humor» y por lo tanto descalificar a cualquiera que nos plantee en serio nuestros defectos con las temibles descalificaciones de «soso», «aburrido» o carente de sentido del humor.

El efecto de esta tentación es la incapacidad de tomar en serio la vida y las propias acciones y fomentar una de las mejores armas del Enemigo: la superficialidad. Bajo pretexto de buen humor impedimos que Dios o los demás nos puedan plantear nada «en serio». Además esta ligereza jocosa ni une, ni estimula, ni agudiza el ingenio…, tiene los efectos contrarios de la verdadera alegría.

El catequista de un grupo de confirmación intenta que la catequesis no se quede en meras teorías y palabras bonitas. Suele preguntar a los chicos qué piensan ellos, cómo viven los diferentes aspectos de la vida cristiana, qué dificultades y avances experimentan. Pero topa enseguida con una dificultad: Lucas. Lucas no es el típico adolescente vergonzoso que rehúye las preguntas, se calla y no participa. Lucas interviene antes de que se termine la pregunta, sabe ver el aspecto gracioso de la pregunta, cuenta una anécdota, dirige la cuestión hacia otro lado…, y se hace imposible profundizar en nada. No es que sea superficial, es que ha tomado la superficialidad como arma para no plantearse lo él sabe que cambiaría su vida: callarse daría impresión de que existe un problema o una dificultad, y de que no tiene respuesta. Su táctica (hábilmente sugerida por el Tentador) es muy útil: ante cualquier intento del catequista de volver a la cuestión, Lucas se defiende diciendo que «no se puede gastar una broma», «es que tú eres muy serio»… Lo malo ya no es que Lucas no deje hablar en serio, es que los demás han aprendido esa forma de superficialidad tan graciosa que les hace inmunes a cualquier planteamiento.

3. La distracción

Ya sabemos que el Enemigo es muy consciente de su tarea: alejarnos de Dios. Para él todo lo demás es secundario. Las demás realidades son tan solo ocasiones que él puede aprovechar para su fin, materia prima con la que trabajar de un modo o de otro para intentar alejarnos de Dios.

Por eso, al Tentador le resulta muy útil distraernos con interminables cavilaciones sobre si tal circunstancia, situación o realidad es «buena» o «mala», «favorable» o «desfavorable». Como si nuestra fidelidad o supervivencia dependiera de conocer todas las posibilidades y todas las respuestas a las diferentes vicisitudes por las que puede pasar nuestra vida. O como si el tomar una opción buena, o incluso mejor que otras, nos diera la garantía de hacer lo que Dios quiere. Especialmente si estas decisiones teóricas nos impiden luego tomarle el pulso a la vida real. Mientras nos enredamos en esas valoraciones teóricas se nos olvida algo fundamental, lo más importante, lo único necesario: que en cualquier situación nuestra tarea es buscar a Dios y amarle. No nos van a salvar esas teorías, más o menos aquilatadas, sobre si nuestra situación es más o menos difícil o desfavorable que la que tiene otra persona o la que tuvimos en otro momento de nuestra vida, o sobre lo que nos parece positivo o negativo de cada situación. Sólo nos ayudará el estar atentos a amar y acercarnos a Dios en cada momento concreto de nuestra vida, sea más o menos favorable.

Pongamos un ejemplo. De nada sirve creer que es mejor la austeridad o el celibato si, eligiendo lo que es teóricamente mejor, en la vida diaria esa opción nos lleva al orgullo o a una forma deshumanizada de relación con los demás. Eso que es bueno en sí mismo, si perdemos el verdadero punto de vista, nos aleja de Dios; y lo que es peor, se nos adormece la conciencia porque creemos que ya hacemos eso que «es bueno» y entonces ya no nos paramos a pensar si de hecho nos estamos acercando a Dios. Pero tampoco vale de nada tomar la opción contraria a la de nuestro ejemplo, pensando que el matrimonio es bueno en sí mismo y querido por Dios, para luego confundir el amor de pareja con un impulso romántico e irrefrenable que no podemos controlar y que dejamos que mueva nuestra vida. Lo que de hecho es bueno (el matrimonio), si no nos esforzamos en conseguir que realmente nos acerque a Dios, es una buena materia prima para el Tentador porque nos cegamos con el principio general («es bueno») y no luchamos para que esa circunstancia «buena» nos acerque a Dios, dejándonos llevar en la práctica por un concepto de amor que se identifica con el capricho.

Sor Juana está haciendo Ejercicios espirituales. Ha llegado al momento en que tiene que hacer elección y reforma de su modo de vida. Cuando el fruto de los Ejercicios tiene que concretarse, el Enemigo la distrae, pero no planteándole recuerdos o cosas absurdas, sino desviando «un poco» el planteamiento. Sor Juana tiene que plantearse cómo va a vivir el silencio: y en lugar de concretar si Dios se lo pide, y cuál es el silencio que necesita para mantener su relación con Dios, empieza a plantearse y a razonar si es bueno o malo oír la radio, si es pecado ver la televisión, si es necesario estar o no informado. Todas esas preguntas, además de que le llevan a temas generales que le entretienen en ese momento tan importante, le sacan de la cuestión fundamental: ¿qué silencio me pide a mí Dios? Si tiene que plantearse ante Dios cuánto y cómo debe rezar, surge en seguida la tentación «¿es que el trabajo es malo?, ¿acaso no es bueno el apostolado»; y fácilmente de ahí se pasa a consideraciones generales sobre la obra que se tiene que realizar, la situación de su congregación, las necesidades del mundo…; y de nuevo todas esas cuestiones tan complicadas de analizar no le sirven para resolver la pregunta que ahora tiene que responder a la luz de Dios: «¿cómo y cuánto necesito rezar?».

4. La desilusión

La desilusión es una de las armas preferidas por el Tentador. Cuando el hombre comienza una tarea y se encuentra con las dificultades normales, la tentación de la desilusión es un medio muy eficaz para desviarle del camino. El estudiante que se entusiasma con la naturaleza y se pone a aprender biología en serio; los novios que se casan entusiasmados y tienen que empezar a fabricar toda una vida matrimonial; el cristiano que descubre la grandeza del Evangelio y quiere seguir a Jesucristo de verdad… En cualquier actividad humana hay una distancia entre lo que se desea y la realidad. Al comienzo de estas empresas es normal surja un choque entre el objeto deseado y el trabajo y el tiempo que comporta conseguirlo. Este choque tiene que ser superado venciendo la dificultad inicial que necesariamente supone toda empresa que merezca la pena. Normalmente el entusiasmo inicial permite afrontar las dificultades. Por eso el Enemigo necesita romper este entusiasmo subrayando el sentimiento de decepción que surge al comprobar el largo camino que hay hasta la meta deseada y procurando evitar así que encajemos ese esfuerzo con objetividad. El Tentador impedirá que el hombre piense: «Parece que esto es algo más difícil de lo que parecía; pero puesto que es algo valioso, tendré que esforzarme un poco más de lo previsto para conseguirlo». En cambio, le sugerirá que piense: «Vaya, me he equivocado, soy un ingenuo idealista que creía que este objetivo era posible; pero la realidad se impone: se trata de algo imposible (o de algo que no merece la pena)». El éxito de esta tentación consiste en manejar con destreza la multitud de «motivos racionales» (los únicos, al parecer, verdaderos) para que el hombre se sienta decepcionado y abandone su empresa; el diablo pretende que olvidemos que, además de dificultades y obstáculos existe la motivación, la voluntad, el valor de las cosas, la superación de uno mismo…, aunque esto sea presentado como irracional por el Tentador.

5. El ruido

Al Enemigo le horroriza la música y el silencio porque en los dos, pero especialmente en el silencio, puede hablar Dios. El cielo estará compuesto de música y de silencio. Por eso, el Tentador usa como aliado el ruido. No puede ser casualidad que gran parte de la música moderna esté más cercana al ruido que a otra cosa. Tampoco puede extrañarnos que vivamos en un mundo lleno de ruido.

El ruido es útil al demonio especialmente porque impide pensar; hace imposible tomar conciencia de la verdadera situación en la que me encuentro, de las necesidades y deseos profundos del alma. El ruido amortigua la conciencia e impide tomar la vida en las propias manos.

Un poco de ruido ‑por fuera o por dentro‑ puede ser usado hábilmente para acallar la voz de Dios o para distraernos de lo que verdaderamente está pasando. Por lo tanto, una buena dosis de silencio será siempre una buena arma para defenderse de los ataques del Enemigo.

Después de unos Ejercicios espirituales, María Luisa está totalmente cambiada. Ha visto cuáles son sus pecados y tentaciones, cuánto la ama el Señor y lo que quiere de ella. Y ella también lo quiere. Se siente tranquila y confiada: se trata de mantener lo que se ha visto, de seguir con la oración, Dios no va a dejar de ayudarla. Ciertamente parece que el Enemigo ha perdido la batalla. Pero cuenta con un arma sencilla y eficaz: el ruido. María Luisa no deja de rezar: al principio al salir de la oración, el Enemigo le va poniendo ruidos interiores y exteriores: un poco de música, una preocupación, qué va a hacer con tal persona… Poco a poco esos ruidos se van metiendo en la oración: recuerdos, preocupaciones… La oración se hace más dura, se pierde la ilusión, se buscan más distracciones. El Enemigo aprovecha y agranda las preocupaciones y los sentimientos, hasta crear un ambiente de ruido interior en el que Dios ya no puede hablar, en el que cada vez cuenta menos lo que se vio en los Ejercicios. Ahora María Luisa casi busca el ruido para no darse cuenta de lo que ha dejado atrás, de la infidelidad en la que está cayendo: así el ruido le impide rehacer el camino.

6. La virtud

Aunque pueda extrañarnos, para ser realmente «bueno» o «malo», santo o traidor hace falta alguna virtud. Una acertada máxima dice que «lo peor es la corrupción de lo mejor». El peor enemigo de Dios es el que emplea contra Dios todos los talentos recibidos de él ‑especialmente si son muchos‑. El diablo lo sabe muy bien: en él se dio ese paso de lo mejor a lo peor. Por el contrario, el que carece de inteligencia, de voluntad, de imaginación, de iniciativa, de tesón, incluso de memoria, no puede ser verdaderamente malo.

Pero el Enemigo tiene un serio problema para oponernos a Dios: no puede infundir ninguna virtud. Por lo tanto no le queda más remedio que intentar aprovechar en su favor las virtudes que Dios nos concede. Así, la virtud se convierte también en una materia prima de la que se vale el Tentador.

Esto hace que el gran pecador y el gran santo tengan un terreno común, una misma base de capacidades, virtudes, dones ‑ciertamente dados por Dios‑ para construir una cosa o la otra. Lo cual explica la posibilidad del salto entre grandes pecadores a grandes santos (san Pablo es el prototipo); pero desgraciadamente el proceso también funciona al revés: el que está capacitado y llamado a ser santo es el que puede convertirse en el más peligroso enemigo de Dios.

Una consecuencia inmediata en nuestra lucha contra la tentación consiste en no consolarnos con hacer recuento de nuestras capacidades y virtudes, sino comprobar si realmente nos están ayudando a acercarnos a Dios y a cumplir sus planes.

La perseverancia en la oración es una virtud imprescindible para la santidad. Mari Carmen la tenía. Y eso mismo era para ella una garantía de que iba por el buen camino, de que no se le estaba filtrando la tentación. «Yo hago todos los días mi hora o incluso mis dos horas de oración». El Enemigo supo aprovechar esa virtud y ese discernimiento superficial para apartarla del mismo Dios. En la oración le hacía buscar el fruto sensible: conclusiones, sentimientos, consolaciones. Si no las tenía, las buscaba; y si no las alcanzaba, iba a experiencias pasadas para recordarlas, recrearlas. Sin darse mucha cuenta, Mari Carmen buscaba los consuelos de Dios, se buscaba a sí misma en la oración. Pero no se preocupaba: «La oración es algo bueno, yo no dejo la oración». Esa virtud, deformada por el Enemigo, se había convertido en un obstáculo para escuchar a Dios y seguirle con libertad.

7. El adormecimiento en la infidelidad

a) La inconsciencia de la infidelidad

Con frecuencia nos equivocamos al pensar que el objetivo del Tentador es que cometamos grandes pecados o que quedemos atrapados por vicios terribles. El objetivo del Enemigo es uno sólo: apartarnos de Dios. Los grandes pecados tienen un gran inconveniente para el diablo: aunque ciertamente nos apartan de Dios, son tan evidentes que con facilidad nos percatamos de la estupidez que hemos cometido, nos arrepentimos y volvemos a Dios que nos está esperando con los brazos abiertos. Esa experiencia de pecado y de misericordia es muy eficaz para acercarnos y unirnos a Dios y, por lo tanto, es muy peligrosa para el Tentador.

Por eso, la táctica del Enemigo para apartarnos eficazmente de Dios combina la infidelidad y la inconsciencia.

La infidelidad que el Enemigo intenta introducir en nuestra vida no es una renuncia explícita a Dios, sino una desviación suficientemente pequeña para que no nos demos cuenta de ella, pero que impide que alcancemos nuestro destino. Uno o dos grados de error en el rumbo bastan para que un barco se desvíe muchos kilómetros del puerto de destino.

Esas infidelidades que parecen pequeñas ‑y pueden serlo objetivamente‑ nos pasan desapercibidas, pero han viciado sustancialmente el camino hacia Dios que habíamos empezado.

El diablo es suficientemente astuto como para no inducirnos a abandonar en seguida las prácticas religiosas (oración, misa, confesión…), porque eso haría saltar todas las alarmas de nuestra conciencia. La tentación eficaz es la que nos hace pensar que seguimos siendo fieles en lo fundamental y que esas otras «pequeñas» infidelidades no tienen importancia ya que, en último extremo, podemos echarnos atrás cuando queramos. Aparece la inconsciencia como una de las armas más letales del Tentador.

En un principio el demonio puede inducirnos «tan sólo» a que disminuyamos la intensidad de nuestra búsqueda de Dios o a que mezclemos algún interés personal con la voluntad de Dios. Luego hará todo lo posible para que no seamos conscientes de ese cambio de rumbo. «No es tan importante», «dejémoslo pasar por esta vez», «pero yo sigo rezando»…, son las frases que el Enemigo susurrará a nuestro oído.

b) La vaga sensación de culpa

Otra arma con la que el Enemigo intenta hacernos inconscientes de la desviación que introduce en nuestro camino hacia Dios es la vaga sensación de culpa. Como es muy difícil que no vayamos percibiendo síntomas de nuestro alejamiento de Dios, y como el Señor, por amor, intentará avisarnos del error que estamos cometiendo, el Tentador combinará la táctica de hacernos inconscientes en la infidelidad con la creación de una vaga y confusa sensación de incomodidad en nuestro interior que nos haga ver que «algo» no funciona del todo bien, pero que no se concreta en nada. El Enemigo meterá en el cajón de esa vaga sensación de malestar los toques de Dios a nuestra conciencia que intentan hacernos caer en la cuenta de nuestro cambio de rumbo.

El diablo tiene un gran interés en que no pensemos en la causa concreta de esa sensación y en mantener ese malestar sordo que va inundando nuestra vida; porque identificarlo sería el primer paso para encontrar de nuevo el camino.

Una vez difuminada la conciencia y establecido el malestar es cuando el Enemigo aprovecha para irnos distanciando de Dios: ese malestar nos hace difícil y desagradable pensar en Dios ‑sabemos que algo anda mal y no queremos reconocerlo‑. De momento nos permite mantener alguna práctica religiosa, pero esta situación hace que cada vez nos resulte más desagradable, por lo que nosotros mismos acabamos buscando la rutina, la superficialidad y la distracción.

En ese momento estamos plenamente disponibles para el Enemigo: ya no tendrá que ofrecernos verdaderos placeres para sacarnos de Dios, sino que le bastará cualquier distracción estúpida que nos permita huir de Dios, no tener que enfrentar la inconcreta sensación de fracaso que nos está inundando. No olvidemos que uno de los placeres del diablo es apartarnos de Dios sin darnos nada a cambio ‑o dándonos precisamente la nada‑. Él disfruta más con nuestro vacío y desesperación, que ofreciéndonos placeres pecaminosos.

Una vez fuera de la órbita de Dios, nos conformaremos con cualquier cosa para paliar esa sensación difusa de error que nada tiene que ver con la conciencia de pecado. No olvidemos que el Señor siempre sacará bien de la conciencia clara y concreta del pecado ‑o de la infidelidad‑ ofreciéndonos una nueva oportunidad de volver a él.

Raquel y Oscar se confirmaron hace unos años. Vieron con tristeza cómo la mayoría de sus amigos abandonaron la práctica de la fe y el compromiso que habían asumido. Ellos tenían las cosas muy claras: querían amar y servir al Señor con todas sus fuerzas. El Enemigo no podía oponerse radicalmente a esa opción y a la gracia. Fue planteando pequeños recortes: «la misa del domingo sí…, pero todos los días…», «echar una mano en la Parroquia sí…, pero en el terreno laboral no se puede uno enfrentar demasiado por razones de conciencia», «una familia cristiana sí…, pero no hay porqué renunciar a un nivel de vida»… No había renuncias, ni escándalos…, todo lo contrario, siguen siendo buenas personas, un matrimonio cristiano, colaboradores en su parroquia. Pero han renunciado sin demasiada consciencia a sus ideales. Ciertamente que algunas veces ‑en misa o en alguna reunión‑ sienten cierto vago malestar al oír hablar de pobreza o de testimonio… Precisamente por eso procuran «no comprometerse demasiado», «no tomarse las cosas demasiado en serio», «no exagerar»… Además cómo van a ser infieles: les basta mirar a su alrededor y compararse con los demás. Desde luego nunca se comparan con lo que vieron que Dios les pedía al comienzo de su vida cristiana o con las exigencias objetivas del Evangelio.

8. Los extremos

Una de las formas que tiene el Enemigo para engañarnos es llevarnos a tener precaución de un peligro que no existe; impulsarnos a que tengamos mucho cuidado de no caer en algo que no es un verdadero peligro, mientras que el verdadero peligro está justo en el lado contrario. Si somos perezosos, nos hace valorar mucho la salud y los peligros del exceso de trabajo; si somos irreflexivos, nos previene contra la cobardía o la pusilanimidad; si somos glotones, a que tengamos cuidado de estar bien alimentados. Los peligros que nos muestra son verdaderos, pero no son reales para nosotros. Más bien el peligro está justamente en el lado opuesto del que el Tentador nos hace huir.

A través de las modas, el demonio nos puede inducir a cuidar en cada momento la virtud más próxima al vicio que tenemos más cerca. Cuando la tentación cambie, intentará plantearnos otra necesidad ‑verdadera, pero lejana de nuestra situación‑ que apoye esa nueva tentación. Por ejemplo, comenzamos a rezar y nos surge en seguida la necesidad de estar bien informados de todo para poder pedir por las necesidades del mundo. Curiosamente el Tentador hace que tengamos en cuenta los peligros de «espiritualismo» cuando la realidad es que nos estamos haciendo más mundanos, los del «puritanismo» cuando se relajan las costumbres, o los del «activismo» cuando estamos abandonando nuestros deberes…

De este modo, el Enemigo nos manipula y nos agita. Como si nos hiciera correr de un lado a otro de un barco con extintores cuando lo que realmente pasa es que el barco se está inundando; haciéndonos correr a todos, precisamente al lado por el que el barco se hunde.

Nuria y Ester son dos novicias muy distintas. Nuria es más bien tímida y quizá demasiado «espiritual»: le resulta fácil rezar, pero se refugia a veces en su mundo y en su oración para no enfrentarse a las dificultades de la relación con las otras novicias o a los problemas de la guardería que atiende su comunidad. Ester es muy activa, muy espontánea, pero poco reflexiva; es una joven buena pero le cuesta orar, mirarse a la luz de Dios, corregir sus defectos. En principio las dificultades que tienen una y otra no son insalvables, especialmente al principio de su formación. Pero el Enemigo sabe lo que debe subrayar a cada una de ellas para que sus defectos aumenten y trabajen en el sentido contrario al necesario. En las Ejercicios espirituales Nuria siempre saca la necesidad del silencio, del recogimiento, de fomentar la vida de oración; Ester, la de la entrega y el apostolado. Nuria tiene mucho miedo al activismo y Ester al espiritualismo desencarnado. En sus proyectos personales Nuria se plantea una meta generosa: sacar una hora más de oración que las demás, Ester se plantea ser más generosa no diciendo nunca que no a nada lo que le piden. Nada de eso está mal, salvo que el Enemigo les ha cambiado los papeles…

9. Contra la paciencia

La fatiga como tal no es una situación mala o peligrosa. Pero el Enemigo puede utilizarla para llevarnos a la impaciencia y a la falta de caridad. La irritación no viene de la fatiga misma ‑que puede producir cierta paz de espíritu e incluso amabilidad‑. Lo que nos irrita cuando estamos cansados son exigencias o tareas con las que no habíamos contado: un rato más largo de espera, una dificultad imprevista… Y no es que «no podamos más», sino que no contábamos con esa dificultad añadida; es más, nos sentíamos con derecho ‑irracionalmente por supuesto‑ a no tener «encima» esta nueva dificultad. Después de haber aguantado con paciencia una tarea dura, nos irritamos por una tontería con la que no contábamos, precisamente porque pensamos que teníamos derecho a vernos libres de ella.

Para eso, el Tentador introduce en nuestra mente un cálculo falso: las falsas esperanzas de que en esas circunstancias ya no puede suceder ninguna otra cosa negativa; o nos impulsa a hacer un propósito supuestamente generoso de aguantar pero con un límite que nos parece razonable: si ese límite ‑arbitrario por supuesto‑ se traspasa, entonces nos sentimos con derecho a enfadarnos ‑incluso con Dios‑. Se trata de infundirnos la idea de aguantar, pero «por un tiempo razonable»; que, claro está, no tiene ningún apoyo en la realidad. Esto es especialmente ridículo cuando el límite en el que nos paramos (y no por falta de fuerzas) es cuando la dificultad o el cansancio están a punto de terminar. Nos llevamos la peor parte: el trabajo y el cansancio de haberlo hecho prácticamente todo y el fruto de rebeldía e infidelidad de haber tirado la toalla…, justo cuando estábamos a punto de conseguirlo. Esta dificultad, que surge con el cansancio, es un arma que el Enemigo emplea especialmente en los ataques contra la castidad y la paciencia.

Guadalupe no aguanta a su suegra. Pierde la paciencia. Y no le falta buena voluntad. Cada vez que viene a casa se propone aceptarla, no tomarse las cosas a mal, no hacer caso de ciertos desprecios y humillaciones. Se lo pide así a Dios y le ofrece su esfuerzo. No sabe cómo, pero al final nunca lo consigue. Y no es que no lo intente. Pero el Enemigo ha introducido un sutil límite en su propósito de paciencia y en su ofrecimiento: cuando lleva mucho tiempo aguantando le hace pensar «esto ya es demasiado», «esto ya no se puede aguantar». Sin darse cuenta ha hecho un cálculo de lo que está dispuesta a soportar («pero que no me diga…») del tiempo que puede aguantar («estuve bien durante la comida, pero en el camino de vuelta…») o del resultado que tiene que dar («es que llevo así tres meses y sigue igual»). Las condiciones que pone hacen que todos sus muchos esfuerzos por tener paciencia no sirvan para nada.

Lo contrario a esta tentación contra la paciencia es aceptar humildemente la lucha, pedir la ayuda de Dios y entregarse a él sin plazos ni condiciones; aguantar sin sentirnos con derecho a nada, sólo a nuestra lucha y a su ayuda, mientras dure la dificultad o el cansancio.