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Contenido
Metodología
La «lectio divina» es un modo de leer la Palabra de Dios que me permite acogerla interiormente de una manera tan viva que me lleva a la contemplación. La finalidad, pues, de la lectio es llegar al punto de especial resonancia de la Palabra que enlaza con una silenciosa acogida de ésta en sosiego contemplativo.
Como este tipo de lectura suele hacerse de forma continuada, al comenzar un capítulo o un apartado de la Escritura conviene que lo lea despacio y completamente. Luego, dependiendo del tiempo de que disponga o la importancia del texto, me detendré en los primeros versículos para hacer la lectio sobre ellos. Al día siguiente continuaré con el versículo o versículos que siguen, y así sucesivamente hasta terminar.
El orden a seguir debería asemejarse al siguiente:
Antes de empezar, me pongo en presencia de Dios y le pido que me ilumine por medio de Espíritu Santo para mostrarme internamente la luz de su Palabra. Puedo servirme de la siguiente oración:
Ven, Espíritu Santo,
y haz que resuene en mi alma la Palabra de Dios,
que se encarnó en las entrañas de María virgen
y se nos entrega en la Escritura, inspirada por ti.
Purifícame de todo pensamiento malo o inútil
así como de intereses y apegos contrarios a tu voluntad,
a fin de que busque sólo la Verdad y la Vida.
Concédeme la fe y la humildad necesarias
para que acoja dócilmente a Aquél que,
siendo la Palabra divina y eterna,
se hizo Palabra humana y temporal.
Ilumina mi entendimiento e inflama mi corazón
para que, meditando con devoción la Palabra,
la reciba con amorosa docilidad
y haga posible que habite en mi alma
y fructifique en mi vida para gloria Dios. Amén.
Luego, selecciono el pasaje concreto sobre el que voy a hacer la lectio.
1. Comienzo leyendo despacio el texto que he escogido, con la actitud y el deseo de que me «empape» interiormente e ilumine mi corazón, recogiendo las resonancias que descubro en mi interior.
2. Realizo una lectura sencilla de los materiales que me ayudan a entender el texto, fijándome especialmente en las conexiones que encuentro con las resonancias que me había ofrecido el texto sagrado.
3. Vuelvo a leer el texto, deteniéndome en aquello que ha resonado en mí, iluminándolo con los aspectos que el material me brinda para iluminar y profundizar en esas resonancias, sin preocuparme de abarcar toda la información que me ofrece dicho material de ayuda.
4. Realizo una repetición orante y gustosa de las palabras de la Escritura que Dios me va iluminando. Aquí, lo importante no es abarcarlo todo, sino continuar el proceso de la «lectio» del texto propuesto, para lo cual debo seleccionar sólo aquellos «bocados» de la Palabra que más me ayudan a acoger de forma amorosa lo que Dios me dice, sin preocuparme por agotar todo el texto bíblico ni los materiales complementarios.
5. Dejo que esas resonancias de la Palabra repetida vayan tomando forma en mi interior y susciten mi entrega generosa al Señor como respuesta amorosa al don que él me da en la Escritura.
6. Me voy sumergiendo en el amoroso diálogo iniciado, que se va simplificando a través del silencio de acogida y amorosa donación mutua, para desembocar en la contemplación de Dios y de lo que él me muestra, me regala y me pide; así me quedo largamente en el silencio de la comunión de amor que ha establecido conmigo a partir de su Palabra.
Texto bíblico
2 Señor, escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos,
3 haz caso de mis gritos de auxilio,
Rey mío y Dios mío.
A ti te suplico, Señor.
4 Por la mañana escucharás mi voz,
por la mañana te expongo mi causa,
y me quedo aguardando.
5 Tú no eres un Dios que ame la maldad,
ni el malvado es tu huésped,
6 ni el arrogante se mantiene en tu presencia.
Detestas a los malhechores,
7 destruyes a los mentirosos;
al hombre sanguinario y traicionero
lo aborrece el Señor.
8 Pero yo, por tu gran bondad,
entraré en tu casa,
me postraré ante tu templo santo,
en tu temor.
9 Señor, guíame con tu justicia,
porque tengo enemigos;
alláname tu camino.
10 En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
mientras halagan con la lengua.
11 Castígalos, oh Dios, que fracasen sus planes;
expúlsalos por sus muchos crímenes,
porque se han rebelado contra ti.
12 Que se alegren los que se acogen a ti,
con júbilo eterno;
protégelos, para que se llenen de gozo
los que aman tu nombre:
13 Porque tú, Señor, bendices al justo,
y como un escudo lo rodea tu favor.
Lectio
Este salmo es la petición individual de una persona ‑no un grupo‑ que se dirige a Dios para pedirle ayuda en una situación comprometida. Quizá el orante ha sido falsamente acusado. Por eso se dirige a Dios para que sea él quien emita el juicio.
Puede hacer referencia al juicio de Dios que se realizaba en el templo: el orante pide a Dios que dicte sentencia para que salga a la luz la verdad frente a las falsas acusaciones. La petición ‑que se presentaba por la mañana‑ se podía acompañar con un sacrificio de holocausto; luego se esperaba el oráculo de Dios ‑normalmente por medio del sacerdote‑ que manifestaba la sentencia justa y sacaba a la luz la verdad.
En el salmo aparece el típico triángulo de personajes que encontramos en muchos salmos:
- -El orante: perseguido y calumniado injustamente.
- -Los enemigos: que atentan contra su vida acusándolo falsamente.
- –Dios que escucha y que salva; que realiza el juicio verdadero.
- -En este caso aparecen otro grupo de personajes que están en segundo plano: los que están de parte de Dios y del orante (v. 12). Éstos se alegran cuando Dios realiza su juicio y se caracterizan por dos actitudes: se acogen a Dios y aman su nombre. El que ora ‑como sucede en otros salmos‑ pide también por ellos, para que la acción de Dios les alegre, les fortalezca, quite el obstáculo para su fe que sería el fracaso del justo.
[vv. 2-4] Como es normal en las súplicas individuales, el salmo comienza con una petición.
Puede hacerme bien detenerme contemplativamente en los nombres que se emplea al invocar a Dios para emplearlos en mi relación con él. En este caso, además de «Señor», encontramos «Rey mío y Dios mío». No se trata de unos simples títulos de Dios: al decir «mío», el que ora con el salmo proclama una relación personal con Dios, de modo que él está ahí para mí y yo estoy aquí para él, como diciéndole «tú eres mi Dios y yo no tengo otros dioses fuera de ti, yo contigo puedo mantener una relación viva y personal». Proclamar que él es mi rey es afirmar que puedo apelar a su protección y a su poder, que ejerce en mi favor ‑el rey, en el ideal del Antiguo Testamento, es el que cuida del pueblo en nombre de Dios‑, que puedo invocar su justicia ‑el rey es el que imparte justicia en nombre de Dios‑: Dios es el verdadero rey de su pueblo y del orante.
La súplica inicial pide a Dios que escuche: en este caso pide con insistencia y con diversidad de matices: «Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio… A ti te suplico, Señor… por la mañana te expongo mi causa» (vv. 2-4).
La confianza del salmista se expresa en la certeza de ser escuchado: «Por la mañana escucharás mi voz». Esta confianza se manifiesta, no sólo con palabras, sino con la actitud propia del hombre de fe, que sabe esperar la salvación de Dios: «Por la mañana te expongo mi causa, y me quedo aguardando». No necesita repetir las cosas, porque Dios le escucha; le basta esperar, porque confía.
[vv. 5-8] Después de invocar a Dios, el salmista presenta una larga contraposición entre los malvados y él (que es justo), lo que nos permite contemplar la actitud de Dios frente a unos y al otro.
Los enemigos son descritos con gran profusión de detalles y adjetivos: son malvados, arrogantes, malhechores, mentirosos, sanguinarios y traicioneros. El v. 10 completará esta descripción, diciéndonos que en su boca no hay sinceridad, su corazón es perverso, su garganta es un sepulcro abierto, mientras halagan con la lengua (esta última expresión tiene una gran expresividad: la boca de los malvados ‑los que acusan falsamente‑ es como una sima resbaladiza en la que se cae fácilmente y de la que no se puede salir).
También se describe con todo lujo de detalles la acción de Dios frente al malvado: Dios no acoge al malvado en su presencia (no es su huésped, ni se mantiene en la presencia de Dios). Éste es un detalle muy importante en este salmo: la clave de la salvación está en poderse presentar ante Dios e invocarle (cf. v. 8).
El v. 8 muestra la contraposición entre los enemigos y el salmista: «Pero yo, por tu gran bondad, entraré en tu casa, me postraré ante tu templo santo, en tu temor». El orante puede entrar en la presencia de Dios porque es justo, puede entrar en el templo e invocar al Señor, y por eso puede esperar de Dios un juicio justo y salvador (cf. v. 4), que es imposible para el malvado que no puede entrar en su presencia (vv. 5-6). Esa justicia no es fruto de su esfuerzo y no se enorgullece de ella: es don de Dios. Por eso, si puede entrar en su presencia, es por «la gran bondad» de Dios.
[v. 9] A continuación, después de la oposición entre los malvados y el orante, viene la verdadera petición del salmo (v. 9), y por lo tanto lo que tengo que pedir cuando oro con él. No se trata de la destrucción de los enemigos (que vendrá después en los v. 10-11), ni la eliminación de las dificultades, sino poder cumplir la voluntad de Dios en esas circunstancias:
- -Precisamente porque tiene enemigos y obstáculos, pide: «Guíame con tu justicia», que es como decir: muéstrame tu camino con tu fuerza salvadora.
- -La ayuda que necesita el orante es que Dios le guíe por sus caminos: los caminos de Dios son el símbolo de la voluntad de Dios, de sus planes. El salmista sabe que necesita ayuda para conocerlos y para seguirlos. Y más ayuda aún porque en ese camino se encuentra el obstáculo de los que se oponen a Dios y a sus planes.
- -Ante la falsa acusación, el orante necesita que Dios le responda mostrándole su voluntad concreta sobre él, abriéndole la posibilidad específica de cumplir los planes de Dios, que se cierra por la calumnia de los enemigos.
[vv. 10-11] El contrapunto de la petición central es la acusación de los enemigos (v. 10) y la petición de que Dios los castigue (v. 11).
Puedo hacer mías estas peticiones del orante, que no pide tanto la destrucción o el sufrimiento del malvado, sino «que fracasen sus planes», que son los planes que cierran el camino de Dios para el salmista. Él no se ve ante sus enemigos personales, sino ‑sobre todo‑ ante los enemigos de Dios («se han rebelado contra ti»). No intenta involucrar a Dios en la resolución de sus conflictos personales, sino que esos conflictos le hacen descubrir que está involucrado en los conflictos de Dios y, por eso, le pide ayuda.
[v. 12] Aquí el orante aplica su experiencia interior a las personas de fe: «Los que se acogen a ti… los que aman tu nombre». Como una especie de coro expectante, los que están del lado de Dios esperan el resultado del juicio divino y su acción salvadora.
No sólo le preocupa la salvación de los suyos porque pertenecen a su mismo círculo, sino porque están envueltos en la misma lucha: ellos pueden esperar las mismas dificultades y podrán esperar también que Dios intervenga del mismo modo.
Por eso, si Dios salva al salmista, ellos ‑que se acogen a él‑ verán reforzada su confianza y se llenarán de gozo por la suerte del salmista y por poder esperar la misma reacción de Dios, porque ellos también aman su nombre y también podrán presentarse ante Dios (no como los enemigos).
Estas palabras constituyen una invitación a la confianza y a la alegría hecha a los que se refugian en Dios. La alegría debe ser una característica de los que confían en el Señor. Y una alegría que dure para siempre («júbilo eterno»).
[v. 13] Este versículo es como un resumen de la acción de Dios, una formulación general de la respuesta de Dios: «Bendices al justo». Es una forma sapiencial de resumir el contenido del salmo.
La bendición de Dios no se reduce a unas palabras bienintencionadas: es una forma de expresar la salvación, el compendio de los dones de Dios, en definitiva, la comunión misma con Dios que produce una vida plena.
Dios se define entonces como «escudo», uno de los apelativos de Dios favoritos de los salmos (recuérdese lo dicho en Sal 3,4).
El «favor» de Dios es su gracia ‑su amor gratuito a nosotros‑, y eso constituye nuestro escudo frente a toda adversidad.
El orante, que se sabe entre los justos, manifiesta así su confianza en recibir la protección y la bendición de Dios.
· · ·
Puedo repetir los apelativos de Dios, profundizando en su significado de forma contemplativa: «Rey mío y Dios mío».
Pongo ante Dios, en silencio, mi vida y las dificultades que me afligen, esperando humildemente que todo eso sea acogido por él e iluminado con su misericordia: «Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío. A ti te suplico, Señor»; «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando»; «Porque tú, Señor, bendices al justo, y como un escudo lo rodea tu favor»; «Pero yo, por tu gran bondad, entraré en tu casa, me postraré ante tu templo santo, en tu temor».
Consciente de las dificultades, me olvido de ellas para ponerlo todo confiadamente en las manos de Dios: «Señor, guíame con tu justicia, porque tengo enemigos, alláname tu camino».
Abro mi corazón a los demás, abrazando como mías sus dificultades y gozándome en la acción salvadora del Señor en ellos, universalizando mi confianza en Dios y en su poder: «Que se alegren los que se acogen a ti, con júbilo eterno; protégelos, para que se llenen de gozo los que aman tu nombre».
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A partir de aquí, según las actitudes que la Palabra ha suscitado en mí, y que pueden ser de este tipo u otras semejantes, puedo disponerme a:
- -Contemplar a Dios a través de la recitación pausada del salmo, deteniéndome prolongadamente en silencio en lo que mejor resuene en mi interior o me resulte más luminoso.
- -Quedarme aguardando en silencio al Señor, después de haberle presentado mis palabras, gritos y gemidos (por mi situación o por la de los demás).
- -Sentirme invitado por la gran bondad del Señor a entrar en su presencia y postrarme ante él con toda reverencia.
- -Ponerme en manos del Señor para que me tome de la mano y me guíe con su mano salvadora.
- -Experimentar que Dios es mi escudo y me protege con su presencia.
- -Contemplar en Cristo el silencio y la confianza en el Padre ante los ataques injustos que sufre, y hacerlos míos hasta identificarme con él. Permanezco en silencio, gozoso de saberme en las manos de Dios y apoyado en la confianza incondicional en él, acogiendo interiormente su amor y su acción salvadora de la que estoy seguro.
· · ·
Este salmo me permite contemplar a Jesús, el Señor, en medio de multitud de realidades dolorosas que me presenta la vida, en las que me veo incomprendido, atacado, despreciado o perseguido. Así puedo reconocer la presencia de Jesús que me acompaña porque hace suyas esas mismas situaciones. Puedo poner las palabras del salmo en sus labios para, luego, hacerlas también mías, al contemplar como él es incomprendido, rechazado y acusado injustamente: «Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios» (Mt 9,34); «Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,34); «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado» (Jn 9,16). Pero especialmente esta injusticia se hace presente en el juicio ante el Sanedrín y ante Pilato:
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban un testimonio contra Jesús, para condenarlo a muerte; y no lo encontraban. Pues, aunque muchos daban falso testimonio contra él, los testimonios no concordaban. Y algunos, poniéndose de pie, daban falso testimonio contra él diciendo: «Nosotros le hemos oído decir: “Yo destruiré este templo, edificado por manos humanas, y en tres días construiré otro no edificado por manos humanas”». Pero ni siquiera en esto concordaban los testimonios (Mc 14,55-59).
Madrazo, Jesús ante el Sumo Sacerdote
Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo, diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey». Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le responde: «Tú lo dices». Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí» (Lc 23,1-5).
La justicia de Jesús, su acceso libre al Padre, su oración, es lo que le hace «esperar» en la salvación de Dios más allá de la muerte. La resurrección de Jesús es el veredicto de Dios que restituye la verdad del justo falsamente acusado, condenado y ejecutado.
El descubrimiento de esta presencia viva de Jesús en las circunstancias más dolorosas de la vida me tiene que introducir en la contemplación del Señor y de su amor concreto que le lleva a compartir mi vida y a mostrar en ella su misericordia salvadora. Esta contemplación tiene que llevarme a una experiencia profunda de agradecimiento, de deseo de correspondencia y de intensa alegría.
Para los que están del lado de Dios, la alegría se convierte en una posibilidad tan real como un mandato. Una alegría «para siempre»: por supuesto, la alegría eterna del cielo; pero también poder estar siempre alegres en este mundo en cualquier circunstancia: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
Después de la muerte y resurrección de Cristo ‑que nos hace justos‑, nosotros tenemos libre acceso a la presencia de Dios y podemos presentarle nuestras oraciones con toda confianza:
Así pues, teniendo libertad para entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura (Heb 10,19-22).
La presencia viva y operante de Jesús en mi vida se convierte en el «escudo» con el que Dios me defiende del enemigo en cualquier circunstancia adversa:
Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios (Ef 6,14-17).
El salto a la contemplación es absolutamente gratuito por parte de Dios, pero debe prepararse por mi parte con el deseo ardiente de esa contemplación y una disposición de plena docilidad ante la presencia y la acción de Dios, que puede llevarme por cualquier camino. Para ello debo convertirme en una caja de resonancia en la que resuene interiormente lo que Dios me ha mostrado en su Palabra, recogiendo esa resonancia en el silencio y el recogimiento prolongados hasta que queden llenos del suave eco de la misma, en el cual me abandono y cuyo fruto procuraré apasionadamente que no se pierda en mi vida concreta ordinaria.