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«Al acercarse [Jesús a Jerusalén] y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!”» (Lc 19,41).

1. Una mirada realista y evangélica

Hasta aquí hemos tratado de profundizar en los aspectos esenciales de la misión del cristiano que se sabe llamado a la santidad en la vida secular; lo cual exige una doble fidelidad: al llamamiento personal que Dios le dirige y a la respuesta que debe dar al mundo concreto en el que se desarrolla su vida. Por eso, todo lo que hemos ido viendo hasta aquí debe proyectarse necesariamente en nuestra vida y, desde ella, en nuestro mundo. La fidelidad a nuestra misión personal, como expresión de nuestra vocación, pasa necesariamente por un conocimiento preciso tanto de nuestra misión como de la realidad en que debe desarrollarse. Un error de visión en cualquiera de estos ámbitos llevaría necesariamente a una deformación en el discernimiento que nos privaría de la seguridad evangélica que exige la fidelidad a la voluntad de Dios en nuestra vida.

Por esta razón necesitamos tener una visión profunda y evangélica de nuestra misión y sus consecuencias, lo que exige el análisis, guiado por la fe, de la situación del mundo y la Iglesia en la actualidad, sobre todo en occidente1. Sólo comprendiendo muy bien lo que está sucediendo realmente a nuestro alrededor podremos encontrar la respuesta evangélica adecuada.

Para empezar, podríamos acudir a algunas de las palabras de Jesús que ponen de manifiesto cómo cuenta con la oposición que van a sufrir sus discípulos por parte del mundo; y, a la vez, cómo cuenta también con la fuerza de su palabra y de su gracia, que entrega a los suyos para que puedan afrontar con valentía, sagacidad y sencillez el combate al que les lleva esa oposición del mundo:

Les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo (Jn 17,14-16).

Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas (Mt 10,16).

No podemos ser auténticos discípulos de Cristo sin tener clara nuestra identidad y nuestra misión. Y esto no se realiza en teoría, sino que es algo realista y concreto: el cristiano sólo puede vivir su fe, si es verdadera, como un itinerario hacia la santidad en el mundo verdadero. Por eso, la situación del mundo real condiciona la respuesta de fe que tenemos que dar como discípulos de Cristo. No es lo mismo ser cristiano hoy en occidente y en España, que serlo en los años sesenta o en África central en la actualidad; lo cual exige una conciencia muy clara de nuestra identidad y vocación de cristianos y de la situación real del mundo en el que vivimos.

Para encontrar esa claridad necesitamos el Espíritu Santo. Sólo él nos puede decir quiénes somos realmente y cómo está el mundo, más allá de nuestra percepción, nuestras opiniones, o de las apariencias. Dios es el único que sabe cómo están las cosas, y a él hemos de acudir para recibir la luz que el Espíritu Santo nos quiere dar, para proyectar esa luz sobre nosotros mismos y sobre el mundo, de manera que podamos ver las cosas con los ojos de Dios y discernir, desde esa mirada, su voluntad sobre nosotros y sobre el mundo. Sin esa mirada no podemos hacer un verdadero discernimiento, porque cada uno percibe lo que Dios quiere de sí mismo cuando descubre cómo le ve Dios, ya que él es el único que tiene la luz para evidenciar la realidad y realizar el verdadero juicio sobre el mundo.

Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,16-21)2.

El juicio auténtico sobre la realidad no es tanto un juicio moral sobre los pecados que podemos cometer o las malas acciones, sino la consecuencia de una iluminación que hace evidente la verdad y deja claro dónde estamos respecto de esa evidencia. Este juicio es esencial para nosotros porque sólo podremos ser lo que tenemos que ser ‑lo que Dios quiere que seamos‑ si somos capaces de no engañarnos sobre lo que somos realmente, pero no en teoría sino en verdad, y teniendo muy en cuenta la realidad de lo que somos y de nuestra historia, junto con la situación actual del mundo y de la Iglesia.

Hemos de comenzar necesariamente mirando con atención a nuestro alrededor para descubrir con realismo lo que el mundo de hoy y la Iglesia nos exigen en concreto para ser auténticos cristianos; y hemos de hacerlo con una actitud de absoluta sinceridad. Porque probablemente no nos guste lo que somos en verdad, ni lo que es el mundo, ni la situación de la Iglesia. Y sin esa sinceridad no seremos capaces de entender la verdadera realidad del mundo, de la Iglesia y de nosotros mismos, la relación que existe entre esos tres ámbitos y lo que eso supone para nosotros como influencia negativa o como ayuda.

No pretendemos llevar a cabo un exhaustivo análisis social, político o incluso religioso; aunque tengamos que realizar ese análisis para hacer un juicio evangélico. De hecho, normalmente hacemos un juicio, con mayor o menor acierto, pero quedándonos en él, sin pasar más adelante. Por eso hemos de realizar este juicio en clima de fe y oración. Así pues, no vamos a hacer un estudio pormenorizado del estado del mundo actual, que es algo que podemos encontrar por otros medios o en otro momento3, pero hemos de tener en cuenta los estudios que se han hecho en un sentido o en otro, ya que nos demuestran que estamos ante una crisis sin precedentes en la historia de la humanidad.

Si dirigimos, por un instante, la mirada a nuestro alrededor es para tratar de descubrir la realidad con los ojos de Dios y a la luz de la fe, algo que necesita de mucha oración. Eso deberíamos hacerlo en todos los ámbitos, porque la mayor parte de los problemas que tenemos proceden de que miramos la realidad al margen de la fe, buscando principalmente causas, consecuencias y soluciones; de modo que nos lamentamos, culpabilizamos, huimos, justificamos e intentamos resolver las cosas desde el barullo en el que vivimos. Sin embargo, hemos de preguntarnos: ¿Vino Cristo a resolver las cosas?, ¿no nos estaremos equivocando al intentar solucionarlo todo y, además, basándonos en los parámetros que el mundo, nuestra psicología o nuestras circunstancias nos exigen? Hay que orar mucho para poder dirigir una mirada sobrenatural a esa realidad, no para resolver las cosas a nuestro gusto, sino para descubrir la voluntad de Dios en general ‑respecto del mundo, de la humanidad, de la Iglesia‑ y en particular para cada uno de nosotros mismos.

2. El mundo en la actualidad

a) Análisis de la situación actual del mundo y de la sociedad

Vivimos un tiempo excepcional que reclama de los cristianos una respuesta excepcional. Para poder ser «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13), como nos pide el Señor, tenemos que saber cómo está el mundo, es decir, conocer la verdad de lo que sucede en nosotros y a nuestro alrededor, para poder aplicar a esa realidad la verdad del Evangelio y la fuerza de la gracia. Sin esa visión nos parecerá una fantasía imposible intentar juntar esas dos realidades. Necesitamos el realismo de la fe, de la gracia y de la salvación. Así es como actúa el Señor en su vida terrena: Jesús vive una realidad social, política y religiosa muy concreta, de la que es muy consciente. No aparta la vista de la realidad, capta realmente lo que pasa en el mundo, pero no se detiene ahí. No es un político o un sociólogo, pero sabe lo que está pasando y enjuicia la realidad con objetividad y desde Dios; y desde ese juicio da una respuesta:

  • -Capta el estado de necesidad de la muchedumbre, la causa de esa situación y la respuesta que hay que dar: orar para que Dios envíe a su campo los operarios que se necesitan:

Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,36-38).

  • -Conoce lo que hay en el interior de cada hombre y sabe cuándo la fe es auténtica, sin que nadie se lo tenga que decir. Jesús ofrece la respuesta de la salvación partiendo de la realidad, por encima de las simples palabras o las intenciones:

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre (Jn 2,23-25).

  • -Conoce el auténtico valor de las acciones de los hombres y juzga y actúa en consecuencia:

Alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo: «En verdad os digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Lc 21,1-4).

  • -Denuncia con precisión la actitud de los dirigentes religiosos y, en consecuencia, indica lo que hay que hacer ante su hipocresía:

Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,1-11; cf. vv. 13-15).

  • -Ve con claridad la incredulidad del pueblo de Dios y es consciente de sus terribles consecuencias:

Cuando salió Jesús del templo y caminaba, se le acercaron sus discípulos, que le señalaron las edificaciones del templo, y él les dijo: «¿Veis todo esto? En verdad os digo que será destruido sin que quede allí piedra sobre piedra» (Mt 24,1-2).

Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita» (Lc 19,41-44).

Podemos ir poniendo en correlación este comportamiento de Jesús con lo que nosotros hacemos y lo que debemos hacer: normalmente hacemos un juicio, a veces dramáticamente exagerado, y luego seguimos tranquilamente con nuestra vida; o, si nos resulta incómodo un hecho, lo disculpamos como si no tuviera importancia o nos convencemos de que «todo va a salir bien». Jesús ve lo que está pasando, le afecta, se ofrece y da la vida en la cruz.

Para tener la mirada y la actitud del Señor necesitamos mucha oración ‑una oración contemplativa‑ y pedir, desear y creer que podemos tener, con la ayuda del Espíritu Santo, la capacidad de ver y juzgar la realidad con los ojos de Dios. Porque solamente con la mirada de Dios podremos hacer un juicio verdadero y podremos actuar con coherencia, con la misma libertad y autenticidad con la que actúa el Señor. De lo contrario, no seremos libres, y tendremos que seguir el proceso de justificar, culpabilizar y eludir o disimular los problemas.

Ahora bien, ¿cuál es esa realidad en la que vivimos? Algunos pensadores hablan de que estamos asistiendo al suicidio de Occidente4. Ciertamente estamos viviendo los estertores de una civilización. Otras civilizaciones han nacido, han florecido y han muerto, es cierto, pero nosotros no estábamos allí en el momento de su muerte. Sin embargo, ahora sí estamos aquí; y no da igual lo que hagamos nosotros en este momento. Y lo grave no es que ante nosotros se esté muriendo la civilización occidental, sino que se está suicidando, porque la negación y renuncia de los valores esenciales en los que se apoya nuestra civilización lleva necesariamente a su autodestrucción.

Y el problema de esta muerte se agrava si consideramos la indiferencia con la que asistimos a ella, como si a nadie le importara. Mientras el mundo agoniza nosotros seguimos a lo nuestro; y no sólo los políticos, sino todos en general: educadores, periodistas, pensadores…, y también los cristianos. Todos estamos entretenidos en nuestras cosas y en nuestros problemas inmediatos; como si existiera un acuerdo tácito para mirar hacia otro lado y no ver lo que ocurre, para negar una realidad cada vez más evidente, y para acusar al que se atreve a señalar el mal de pesimista, agorero, demente y retrógrado. Al parecer, lo que hay que hacer, lo «progresista» es decir que todo va bien, pase lo que pase, como sucede en la mayoría de las películas americanas, influenciadas por la mentalidad protestante, en las que, ante cualquier catástrofe o calamidad, siempre hay alguien que reacciona diciendo: «No te preocupes, todo saldrá bien». Se ofrece como consuelo una mentira, pues no otra cosa es la certeza de que las cosas se van a resolver como esperamos, siendo así que eso nadie lo sabe.

La raíz de esta situación hay que buscarla en el momento en el que la civilización occidental da su mayor giro, que es con la revolución francesa, la Ilustración y los coletazos que eso tiene en nuestra historia más reciente, como es el mayo del 685. A partir de estos acontecimientos, la civilización occidental ha emprendido una carrera desenfrenada para liberarse de Dios y de todo lo que él supone, con el propósito de encontrar así la auténtica libertad y la plena realización humana. Y este proceso afecta a la Iglesia desvirtuando su fin evangelizador, de manera que, en lugar de impregnar el mundo con los valores del Evangelio, es el mundo el que ofrece sus valores a la Iglesia y ella los acepta, porque resulta más cómodo, fascinante, y eficaz que el Evangelio verdadero. Se repiten en la Iglesia y en el cristiano las tentaciones de Jesús en el desierto, que le ofrecen el poder del mundo para realizar su misión: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras» (Mt 4,9).

Ahora, pasado el tiempo, podemos observar las consecuencias de esta opción, comprobando que el progreso, la democracia, la libertad, etc. no están haciendo que el mundo vaya mejor, ni que el hombre sea más bueno o más feliz. De hecho, el mundo se ha sumergido, quizá de forma irreversible, en el materialismo, el hedonismo y el relativismo, lo que lo aboca a su destrucción.

El resultado de este proceso de transformación es la búsqueda del estado del bienestar que hemos identificado con la felicidad, que tiene mucho que ver con una sociedad consumista y hedonista. El «estado de bienestar» se opone al sentido de sacrificio y, por tanto, al amor verdadero, que exige abnegación; y empuja al desprecio de la bondad, la generosidad, la excelencia, el esfuerzo, etc. La primera consecuencia de este proceso es la esclavitud, ya sea de las modas, de las ideologías, del ambiente, de las opiniones o de los caprichos de los dirigentes políticos o eclesiásticos, que imponen su voluntad en nombre de una supuesta libertad que hacen imposible. Se promociona así una libertad inalcanzable y se llega a la imposibilidad de conseguirla y a la incapacidad de ver la esclavitud a la que estamos sometidos.

Resulta iluminadora, en este sentido, la obsesión por los derechos y el olvido de los deberes, lo que nos obliga a plantearnos a dónde va una sociedad sin deberes y en la que hay derecho a todo. Vemos que se conculcan con una terrible fuerza derechos fundamentales en virtud de unos discutibles «derechos» de carácter ideológico: así, con el supuesto derecho de la mujer sobre su cuerpo se niega el derecho a la vida del ser humano nonato. Igualmente, se consideran la blasfemia, el satanismo y los ataques a los cristianos como una expresión de la libertad de expresión, mientras se penaliza al homosexual que desea una terapia; o se fomenta que los docentes enseñen el mal en las escuelas mientras se persigue al que pretende enseñar el bien…

Al final, la generalización de estos criterios ideológicos como verdaderos acaba por destruir la sociedad entera, con unas consecuencias muy claras:

  • -Se le arrebata al individuo la posibilidad de su encuentro con Dios, y por tanto se le priva de su misma esencia.
  • -Con la imposición ideológica se le priva de la conciencia: no puede pensar ni decidir libremente, salvo lo que se le impone, incluso en las cosas más fundamentales, como la educación de los hijos.
  • -Con la ideología de género se destruye la familia, que es el pilar de la sociedad.
  • -La política se convierte en un instrumento de manipulación y se elimina la libertad de los individuos con el fin de satisfacer el ansia de poder y de enriquecimiento de unos pocos.
  • -A esto hay que añadir toda una estrategia ‑ampliamente financiada y organizada‑ dirigida a dividir y enfrentar a las personas por clase social, por sexo o «género», por ideología, por regiones o «nacionalidades»…, todo ello para crear artificialmente conflictos y así debilitar todas las estructuras de la sociedad y permitir como única solución un gobierno global. No es casualidad que las estructuras supranacionales vayan coincidiendo y encajando hasta confluir en un gobierno global que pretende, en el fondo, una especie de religión laica, que elimina a Dios como enemigo de ese nuevo poder, y crea una estructura orientada a sustentar el poder omnímodo de una dictadura universal.

Este gobierno global sólo se puede alcanzar si se destruye espiritual y moralmente al individuo, para lo cual hay que mantenerlo dócilmente aletargado en una cómoda «sociedad del bienestar» que lo haga inconsciente de lo que sucede y fácilmente manipulable. A partir de ahí, se procede a destruir cada uno de los pilares de la persona y de la sociedad. Para conseguirlo se potencian proyectos que justifiquen una serie de luchas que enfrenten y disgreguen a la sociedad, como el calentamiento global, la propagación de la pornografía con todo tipo de desviaciones sexuales, la implantación de la ideología de género y sus consecuencias, el dominio de la sociedad y de la demografía por medio del control de la reproducción y el derecho al aborto, la manipulación del amplio mundo de las drogas, etc.

Estos mismos medios se dedican a crear una mentalidad generalizada que cree que no existe más libertad que la que surge al liberarse de Dios y sus ataduras, para lo cual hay que acabar con la Iglesia y lo que representa, puesto que ella busca ‑dicen‑ la destrucción de las personas, alienándolas por medio de la fe. Ciertamente, el mayor obstáculo en todo este proceso es la Iglesia porque representa y defiende los valores contra los que está luchando el mundo, y por eso pretenden acabar con ella.

Cómplices de esta situación, los medios de comunicación pueden dedicarse impunemente a la desinformación y a la manipulación de las masas porque la libertad de expresión, como derecho a decir lo que se quiera, prima sobre la obligación de decir la verdad o de defender la justicia. Estos medios atacan con saña a la Iglesia, mientras felicitan a los sectores de la misma que defienden los valores del mundo actual, y se autoproclaman como la verdadera Iglesia, a la que hay que apoyar para que se enfrente y acabe con lo que consideran la falsa Iglesia tradicional.

Estos contravalores «modernos» se imponen a todos desde la más tierna infancia y por todos los medios: redes sociales, ingeniería social, educación, medios de comunicación, cine, canciones, literatura… Y, desgraciadamente, también en las familias o en la misma educación cristiana en la familia, colegios católicos y parroquias. Y ése es el gran problema.

En definitiva, estamos ante las secuelas del materialismo más absoluto y deshumanizador. Y, paradójicamente, el materialismo capitalista se está revelando, en sus consecuencias, casi tan inhumano como el materialismo marxista, aunque lo sea de forma más disimulada.

b) Causas de esa situación del mundo

La ausencia de Dios

En el fondo, el problema no es tanto ideológico, político o económico, sino espiritual. No se reduce a un conflicto de valores, de ideas o de creencias, del tipo que sean, sino que estamos ante la situación que crea una sociedad que decide liberarse de Dios a toda costa, porque lo considera el mayor obstáculo para lo que entiende como verdadero humanismo.

La ausencia de Dios, al que se excluye del mundo y de la historia, hace que pierda sentido el bien objetivo6, derivado de la transcendencia del ser humano, y se caiga en el imperio del relativismo y la tiranía de las ideologías, tanto marxistas como capitalistas, que asumen el papel de Dios, pero no para beneficiar al ser humano, sino para su propio beneficio, y al precio de la destrucción del ser humano a través de la destrucción de su conciencia7.

Se ha excluido a Dios del pensamiento y de la vida y, por eso, el mundo ha perdido el sentido de la trascendencia, los valores, los criterios morales, el sentido de la verdad, del bien y la justicia.

«¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir», les gritó. «¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos podido hacer eso? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Y quién nos ha dado la esponja para secar el horizonte? ¿Qué hemos hecho al separar esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde se dirigen ahora sus movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos incesantemente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer, cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender linternas en pleno mediodía?8.

· · ·

Un mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin significado. De otro modo, ¿de dónde vendría todo? En cualquier caso, no tiene propósito espiritual. De algún modo está simplemente allí y no tiene objetivo ni sentido. Entonces no hay estándares del bien ni del mal, y solo lo que es más fuerte que otra cosa puede afirmarse a sí mismo y el poder se convierte en el único principio. La verdad no cuenta, en realidad no existe. Solo si las cosas tienen una razón espiritual tienen una intención y son concebidas. Solo si hay un Dios Creador que es bueno y que quiere el bien, la vida del hombre puede entonces tener sentido […].

Una sociedad sin Dios ‑una sociedad que no lo conoce y que lo trata como no existente‑ es una sociedad que pierde su medida. En nuestros días fue cuando se acuñó la frase de la muerte de Dios. Cuando Dios muere en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la libertad porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado que desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos enseña a distinguir el bien del mal. La sociedad occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y no tiene nada que ofrecerle. Y esa es la razón por la que es una sociedad en la que la medida de la humanidad se pierde cada vez más. En puntos individuales, de pronto parece que lo que es malo y destruye al hombre se ha convertido en una cuestión de rutina9.

La lucha del Bien y del Mal

En este punto hemos de tener cuidado, porque un juicio crítico como el que hacemos no responde al simple hecho de que existan unas estrategias, más o menos poderosas, para minar los valores humanos o destruir el cristianismo. Esto no es sino la punta del iceberg del verdadero problema, que es mucho mayor, más profundo y, por supuesto, más serio. Se trata de la lucha ancestral y permanente entre el Bien y el Mal, ambos concretos y personales. Esto es más importante que las luchas que vemos entre comunismo y capitalismo, entre clases sociales, entre sexos o entre diferentes concepciones políticas.

No se puede explicar la fuerza de la Iglesia a lo largo de los siglos si no es porque está respaldada por la gracia de Dios y es instrumento suyo para la salvación del mundo. Pero tampoco se puede explicar la fuerza del mal, en sus innumerables manifestaciones, sin recurrir al ser personal que lo sustenta e impulsa, que es el demonio, cuyo poder explica que se haya pervertido la condición humana de manera tan profunda y generalizada.

Si esto es así, no podemos pensar en soluciones sociales y políticas que ciertamente son necesarias, pero que se revelarán inútiles en una batalla de dimensiones cósmicas. Hace falta una respuesta que se sitúe en el mismo nivel en el que se está librando la auténtica contienda. Y por eso mismo, hemos de tener cuidado de no combatir en otra guerra distinta o en otro campo de batalla.

Más adelante veremos detalladamente en qué consiste esta lucha, pero podemos adelantar que la respuesta adecuada a esta situación no es otra que la santidad personal.

3. La Iglesia en el mundo

a) Presión del mundo sobre la Iglesia

La batalla entre el Bien y el Mal tiene para el cristiano una forma muy concreta, que es el martirio. Vivimos el momento de la historia más claramente marcado por una rabiosa defensa de la libertad, la justicia, los derechos humanos, la verdad, la vida, etc. Y, paradójicamente, nuestro tiempo constituye la etapa histórica en la que quizá haya existido menos libertad verdadera, como lo demuestra el hecho de que sea la etapa en la que ha habido más mártires cristianos, sencillamente porque jamás se ha luchado más contra la libertad, la verdad o el bien, aunque se presuma de buscarlo por encima de todo. De hecho, mientras el mundo dice ofrecer a todos la libertad de todo lo que se quiera, les niega a los cristianos las libertades más básicas, como la de expresar sus ideas, de hacerse visibles, de conciencia, incluso de vivir. Más aún, son perseguidos y aniquilados por ser ‑dicen‑ una amenaza para esas libertades que a ellos se les niegan.

Esta persecución no se limita a la acerba crueldad del mundo comunista. En el occidente democrático y liberal la persecución es menos sangrienta en lo físico, pero más demoledora en lo espiritual y moral, precisamente porque es más disimulada y por tener la complicidad de muchos estamentos y miembros de la misma Iglesia.

La persecución en el mundo capitalista tiene sus más claros exponentes en las principales estructuras globales, como la masonería, el grupo de Bilderberg o la Fundación Rockefeller, que están empeñados en destruir el cristianismo y la Iglesia mediante una serie de estrategias, a las que hemos aludido, perfectamente planeadas y ejecutadas.

Junto a la persecución externa, estas estructuras tratan de acabar con la Iglesia desde dentro, porque es la forma más eficaz de destruirla; y lo hacen propiciando una fascinación general por una supuesta armonía mundial y por una serie de valores etéreos y sin contenido real, adormeciendo al ser humano y sumergiéndolo en la mediocridad, para hacerlo plenamente sumiso a los imperativos de las estructuras globales anticristianas.

La razón de esta estrategia destructiva no es otra que el hecho de que la Iglesia católica es prácticamente la única institución que puede poner en peligro los planes inhumanos ‑además de anticristianos‑ que pretenden apoderarse del mundo y apartarlo de Dios. Lo cual es posible porque el materialismo en el que vivimos ha llevado a la pérdida de los valores que sustentan a la humanidad y con ello ha hecho que se pierda la valentía para defender esos valores. Incluso entre los cristianos, apenas vemos alguno que se sienta responsable de defender los valores evangélicos aceptando el precio de su postura; y, por el contrario, la mayoría viven avergonzándose en público de serlo y tratando de disimularlo.

Como consecuencia de este deterioro, los cristianos están convencidos de que la fe tiene que hacer su vida más cómoda, lo que imposibilita que se puedan plantear el dar la vida por la fe, la verdad, la justicia…, e incluso que vivan las consecuencias más elementales de su fe. La valentía al vivir o defender la fe se descalifica como enajenación10, lo que pervierte su esencia y el valor mismo de la redención, cuya finalidad tendría que ser, según esta visión, ayudarnos a vivir más cómodamente. Al final, el amor que Dios nos muestra y al que él nos llama acaba convertido en un cómodo egoísmo que no puede salvar.

b) Consecuencias de la acción del mundo en la Iglesia

División y guerra interior

Esta oposición a la Iglesia, en la medida que consigue entrar dentro de ella, la divide y destruye de manera oculta y eficaz. Esto explica que aceptemos como normal la división entre «progresistas» y «conservadores», y que lo que se hace o se dice en una parroquia no tenga nada que ver con lo que realiza otra. La moral, la predicación, la liturgia o la misma fe varía tanto entre los sacerdotes, los obispos o las diferentes comunidades eclesiales como si pertenecieran a iglesias o religiones distintas. Y, sin embargo, la unidad y la comunión constituyen un rasgo esencial de la Iglesia, de manera que una Iglesia dividida no es Iglesia de Cristo11.

En el fondo, esta situación lleva a unos y a otros, dentro y fuera de la Iglesia, a realizar un juicio sobre lo que está bien o mal, lo que sirve y se necesita y lo que no vale y estorba. Y los que se han liberado de las cadenas de Dios, de la moral o de la virtud van creando simpatías que llevan a alianzas para engrosar las filas de un inmenso ejército que pueda eliminar a quien piense de manera diferente. Por eso, el mundo aplaude a los cristianos que se asimilan a él, reestructurando la fe y la moral para alcanzar la «sintonía» con el mundo, mientras otros cristianos tratan de defender el patrimonio multisecular y divino de la fe frente al ataque del mundo y de sus tentáculos eclesiales. Estos dos juicios contrapuestos dan origen a una indiscutible tensión y conflicto dentro de la Iglesia, que afecta a todos sus estamentos.

Esta auténtica guerra eclesial es una grave amenaza para la misma Iglesia porque hace imposible la comunión básica en la que ella se fundamenta. Evidentemente, este conflicto se basa en la discrepancia de juicios sobre la realidad; por eso su solución exige que hagamos un juicio crítico sobre lo que sucede. Por eso tendremos que hacer ese juicio, pero no desde una perspectiva meramente humana, al margen de Dios, sino precisamente desde la mirada de Dios y su intención al crear al mundo y al ser humano.

La sal se vuelve sosa

En esta situación es en la que tenemos que ser sal de la tierra y luz del mundo. Pero si la sal se vuelve sosa y la luz se oculta, ya no pueden transformar el mundo, como nos dice el Señor (Mt 5,13-15). Por eso, la tragedia de Occidente no es la guerra «espiritual» entre el bien y el mal, ni en el hecho de que la mayor parte de instancias de influencia o poder se alinean con el mal; la verdadera tragedia consiste en que la sal «se ha vuelto sosa» y la Verdad se ve atacada desde todos los flancos, tanto en el mundo como desde dentro de la misma Iglesia. No sin razón afirmó Pablo VI, a propósito de los conflictos que rodearon el concilio Vaticano II que «a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios»12. Y hemos de ser conscientes de eso.

La Iglesia vive una noche oscura. Está envuelta y cegada por el misterio de la iniquidad13.

Ya hemos señalado que el imperio del materialismo hace muy difícil la defensa de los verdaderos valores humanos, que se denuncian por el mundo como irracionales y deshumani­zadores, lo que dificulta que la Iglesia, en su conjunto y como institución, responda adecuadamente al reto que plantea esta situación generalizada y dé la batalla del Bien contra el Mal, si no se coloca en su sitio.

En la mentalidad imperante se defiende como un axioma incuestionable la importancia de la acción sobre el ser, de donde se desprende el enfoque eminentemente «pastoral» de la Iglesia a partir del Vaticano II, según el cual lo que realmente importa no es tanto el contenido y el sentido de la fe, sino la acción, que comienza por ser expresión de la fe y acaba siendo autónoma de la misma. Es un cambio paralelo al que se ha realizado en la sociedad, dándole primacía a la acción sobre los valores, para luego construir una justificación de dicha acción creando nuevos valores sobre los que construir la ética, la política y toda la realidad. El proceso es simple: primero se determina que lo verdaderamente importante es lo que hacemos, que es lo «real»; no lo que pensamos o creemos, que es algo etéreo e «irreal». A partir de aquí, al ser la acción autónoma, uno puede hacer lo que quiera. Finalmente, esa acción, que encarna lo verdadero y bueno, se convierte en patrón para justificar que se siga actuando así, creando un pensamiento, una ética e incluso una teología a gusto del consumidor. Y ya tenernos un «sistema» de pensamiento y de acción perfectamente manipulable por sus dueños e invencible para los extraños.

Estos nuevos «valores», en gran medida anticristianos, han sido asimilados por grandes sectores de la Iglesia como propios, en detrimento de los auténticos valores cristianos de verdad, libertad, amor, respeto, vida, matrimonio, sexualidad o, incluso, democracia.

Nos permitimos cuestionarlo todo. Se pone en duda la doctrina católica. Apelando a posturas supuestamente intelectuales, los teólogos se dedican a desmontar los dogmas, vaciando la moral de su significado más hondo. El relativismo es la máscara de Judas disfrazado de intelectual. ¿Qué sorpresa nos puede provocar enterarnos de que hay tantos sacerdotes que rompen sus compromisos? Relativizamos el significado del celibato, reivindicamos el derecho a tener vida privada, algo contrario a la misión del sacerdote. Algunos llegan incluso a reclamar el derecho a conductas homosexuales. Se suceden los escándalos entre los sacerdotes y entre los obispos. El misterio de Judas se propaga14.

Igualmente se ha caído en un complejo inducido por el que se cree que la verdad está en lo nuevo, que es lo «progresista» sólo por ser nuevo, con desprecio a la tradición o a las propias raíces. Al final, acaba buscándose lo nuevo por nuevo, como si eso fuera sinónimo de verdadero, bueno o justo, mientras se desprecia lo tradicional como inservible, incluso la Tradición, que es un fundamento insoslayable de la Iglesia.

Para justificar esta orientación se crea la necesidad de «leer» la Palabra de Dios y la fe a la luz del mundo y sus exigencias, en vez de leer el mundo a la luz del mensaje de Dios.

4. La respuesta de la Iglesia

a) Un intento fallido

Desgraciadamente, en la medida en que la Iglesia se empapa del mundo se hace más insensible y ciega para ver el mal que anida a su alrededor. Y eso nos puede pasar a cada uno de nosotros. Esta ceguera hace imposible que la Iglesia pueda ver el problema y darle la respuesta evangélica que debe ofrecer.

El misterio de Judas se cierne sobre nuestro tiempo. Los muros de la Iglesia rezuman el misterio de la traición. Así lo demuestran del modo más abominable los abusos a menores. Pero hay que tener el coraje de enfrentarse cara a cara a nuestro pecado: esa traición la han forjado y la han causado muchos otros menos visibles, más sutiles pero igual de penetrantes. Llevamos mucho tiempo viviendo el misterio de Judas. Las razones de lo que ahora está saliendo a la luz son muy hondas y hay que tener el valor de denunciarlas abiertamente. La crisis que viven el clero, la Iglesia y el mundo es fundamentalmente una crisis espiritual, una crisis de fe. Vivimos el misterio de la iniquidad, el misterio de la traición, el misterio de Judas15.

El cristiano no puede cerrar los ojos. Puesto que vive enraizado en el mundo real no puede sustraerse al drama al que asiste, ni puede disimularlo, quitándole importancia, o disculparlo como si fuera una moda pasajera. Los que hacen esto ‑y son muchos‑ actúan con la irresponsabilidad del que se encuentra ante un agonizante y le anima diciéndole que tiene una simple indisposición de la que se recuperará en un momento. Al final, esta actitud irresponsable no evitará la muerte del enfermo y le hará un tremendo daño al impedir que sea consciente de su gravedad y pueda ponerle remedio o, por lo menos, se prepare adecuadamente para morir. Tenemos que hacer un esfuerzo para abrir los ojos, mirar y querer ver el problema del mal y sus consecuencias, con conciencia clara de que esta mirada forma parte de la respuesta que hay que dar a la dramática situación actual. Y hemos de hacerlo asumiendo la dificultad que supone descubrir la verdad evangélica y aceptando que esa dificultad duele, entre otras cosas, porque va a contrapelo de los criterios y valores del mundo.

Una mirada lúcida a nuestro alrededor nos descubre que la primera y más grave consecuencia de la fuerte presión que ejerce el mundo sobre la Iglesia es la importancia y extensión que está cobrando el gnosticismo en sus variadas manifestaciones. Ya en los albores del cristianismo se fue extendiendo la pretensión de alcanzar la salvación por medio del conocimiento iluminado que uno adquiere con su razón y sus fuerzas. Es lo que se denominó la gnosis, y en la actualidad está presente en la New Age y en diversos movimientos y espiritualidades de carácter orientalista y sincrético, que cada vez tienen mayor fuerza en la Iglesia.

La gravedad y el peligro de esta desviación herética radica en que ofrece una atractiva visión de la fe desde la razón, en la que el misterio revelado por Dios se diluye ante la soberbia del ser humano, que crea y posee el «misterio» de Dios y la salvación con sus meras capacidades. Se presenta como más atrayente y razonable que el Evangelio y, lógicamente, resulta una tendencia muy seductora para el mundo de hoy y su pretensión de dominarlo todo con sus fuerzas.

Es evidente que una distorsión tan grave y esencial como el gnosticismo, en sus muchas y variadas formas, hace imposible que la Iglesia pueda ofrecer al mundo la respuesta que necesita, que no es una justificación intelectual y teológica de sus opciones, sino el don de la salvación que Dios nos ofrece en Jesucristo.

La falsedad de esta respuesta natural, con la que muchos cristianos pretenden ayudar al mundo, queda patente principalmente por sus frutos:

También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos16.

La frase con la que Romano Guardini, hace casi 100 años, expresó la esperanza gozosa que había en él y en muchos otros, permanece inolvidable: «Un evento de importancia incalculable ha comenzado, la Iglesia está despertando en las almas».

Se refería a que la Iglesia ya no era experimentada o percibida simplemente como un sistema externo que entraba en nuestras vidas, como una especie de autoridad, sino que había comenzado a ser percibida como algo presente en el corazón de la gente, como algo no meramente externo, sino que nos movía interiormente. Casi 50 años después, al reconsiderar este proceso y viendo lo que ha estado pasando, me siento tentado a revertir la frase: «La Iglesia está muriendo en las almas».

De hecho, hoy la Iglesia es vista ampliamente solo como una especie de aparato político. Se habla de ella casi exclusivamente en categorías políticas y esto se aplica incluso a obispos que formulan su concepción de la Iglesia del mañana casi exclusiva­mente en términos políticos17.

La Iglesia, que debería ser un espacio de luz, se ha convertido en un antro de tinieblas. Debería ser un hogar seguro y apacible ¡y se ha convertido en una cueva de ladrones!18.

Sin embargo, con ser grave esta distorsión del Evangelio y de la misión de la Iglesia, este mal cada vez tiene más fuerza entre nosotros gracias a la pasividad de la mayoría de los cristianos que no ven el problema, no lo quieren ver o lo ven y no hacen nada; o, lo que es peor, justifican su pasividad, cubriéndola de un aparente celo ardoroso en la crítica de la coyuntura actual. Así, mientras nos dedicamos a criticar la situación general o los casos concretos en que se manifiesta, nos sentimos justificados como si el hecho de criticarlo demostrara que tenemos una mirada y una actitud más evangélica, cuando, en realidad, no hemos hecho nada, o incluso estamos haciendo algo perverso.

Es verdad que algunos enfrentan el asunto con valentía, llevando su crítica a la acción, pero en forma de ataque generalizado que no suele salvar los medios evangélicos. Y en la medida en que el mal afecta a todos los estamentos de la Iglesia, esta acción contraria da lugar a una serie de guerras que acaban en divisiones escandalosas o en cismas que no resuelven nada. Al final, la Iglesia se ve sumergida en el mismo combate ideológico que afecta al mundo: progresistas contra conservadores, unas espiritualidades o grupos enfrentados a los otros. Esa respuesta combativa esconde en muchas ocasiones la necesidad que todos tenemos de seguridad: en la medida que vemos que algo está mal lo criticamos o lo atacamos, y así nos afirmamos en nuestros criterios.

Curiosamente, en estos conflictos se suele escamotear la cuestión fundamental, que está en el cambio personal. De hecho, quienes así actúan no suelen tener una gran preocupación por la radicalidad o la fidelidad personal a los verdaderos criterios evangélicos. Les interesa mucho la crítica o el combate porque mientras se entregan a ello creen estar haciendo algo eficaz en la lucha contra el mal y a favor de unos criterios buenos. Pero, en la realidad, lo que hacen es hablar y oponerse a los contrarios, pero sin convertirse ni tratar de ser más fieles a la voluntad de Dios.

b) La respuesta evangélica

El problema viene del enemigo

El verdadero problema, tanto en el mundo como en la Iglesia, radica en que no estamos simplemente ante un conflicto entre ideas o criterios, ni siquiera ante el enfrentamiento entre instituciones o grupos sociales. Hay una auténtica guerra, que está patrocinada por un enemigo real y personal que tiene el mayor poder que existe después del de Dios.

Y la respuesta tiene que ser proporcionada y evangélica. Por lo tanto, para poder discernir en tan seria y delicada situación tenemos que buscar la luz que nos ofrece la Palabra de Dios. Podría ayudarnos profundizar en la parábola del trigo y la cizaña. Veamos primeramente el texto para después analizarlo:

[Jesús] les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”. Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”» […].

Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo».

Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13,24-30.36-43).

Lo primero que vemos en la parábola es el desconcierto ‑siempre actual‑ frente a la existencia del mal: ¿De dónde viene la cizaña? Ante la sorpresa de ver crecer la cizaña entre el trigo, los siervos se dirigen al amo a pedirle explicaciones: «¿No sembraste buena semilla?». Y el amo les hace ver, con claridad, que además de él y su semilla, hay un enemigo y otra semilla. Y que la separación definitiva de los frutos buenos y malos sólo se dará al final.

Al igual que estos personajes de la parábola, también nosotros, en nuestra ingenuidad, nos volvemos a Dios cuando descubrimos el mal en el mundo y le preguntamos si su siembra ha sido buena, si no será él quien se ha equivocado y por eso ha fallado su plan. Pero esto supone olvidar, como dice el Señor en la interpretación de la parábola, que el enemigo que siembra la cizaña es el diablo, y que esa semilla son los partidarios del Maligno.

La parábola nos da también una orientación de enorme importancia para comprender nuestra responsabilidad ante tan espinoso asunto: «La buena semilla son los ciudadanos del reino», que es lo que siembra el Hijo del hombre. No podemos quejarnos del mal que existe pensando que Dios no hace nada ante ello, como si fuera algo sin solución, puesto que nosotros somos su respuesta al mal en el mundo, y para ello nos ha creado y redimido. Jesucristo no ha muerto en la cruz para darnos una ideología más, entre tantas como existen, sino para crear personas renovadas capaces de «sembrarse» en el mundo y transformarlo según la voluntad de Dios.

«Hacen falta santos, hay que pedir a Dios que mande santos», decimos. Casi nos quejamos a Dios preguntando: «¿Dónde están los santos?», «¿por qué Dios no envía santos?». Precisamente la parábola hace que esas preguntas se vuelvan contra nosotros y nos obliguen a plantearnos qué estamos haciendo nosotros, qué somos en realidad, porque tendríamos que ser la buena semilla que Dios ha sembrado en el mundo en que vivimos.

No podemos olvidar que no estamos ante un problema nuevo. En el fondo, se trata de la lucha entre el Bien y el Mal que ya aparece en las primeras páginas de la Biblia:

Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón (Gn 3,15).

Así pues, nos encontramos en medio de una batalla, y no podemos olvidarlo. Y es esencial que sepamos de qué batalla se trata y dónde se está librando, para ir allí y luchar en el bando y en la dirección adecuados. Porque a veces los cristianos somos muy combativos, pero nos equivocamos de enemigo y atacamos en el sentido contrario al que deberíamos.

En esta batalla, cada uno de los bandos tiene una estrategia y debemos descubrir cómo «funciona» la estrategia del enemigo y cómo es la estrategia con la que Dios quiere salvar al mundo. Y eso es lo que pretende iluminar el libro del Apocalipsis, que está dirigido a los cristianos del primer siglo, que sufrían en sus carnes la persecución y debían ser conscientes del combate del que participaban, para librar la batalla con garantías de éxito. Este libro quiere infundir esperanza ante la tremenda persecución que experimentan. Veamos en concreto lo que nos quiere decir:

  • -Participamos de un combate mucho más importante y definitivo que el que podemos ver con nuestros ojos: después de que el dragón intentara devorar al hijo de la mujer (que es la Iglesia y también es la Virgen), su hijo (el Mesías) es puesto a salvo junto a Dios; Miguel y sus ángeles entablan un combate en el cielo, en el que Satanás es derrotado y precipitado a la tierra. Tras esa derrota, el demonio (Diablo y Satanás) persigue a la mujer, que es llevada al desierto, fuera del alcance del dragón, y salvada de su persecución, hasta que llegue la derrota definitiva del diablo:

Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12,17).

  • -Para la visión de fe del Apocalipsis es claro que la persecución que sufren los cristianos por parte del imperio de Roma (la Bestia) está impulsada por la fuerza del demonio (el Dragón), que es quien le concede su poder destructivo. Y el mundo se pone del lado de la Bestia. Ésa es la lucha en la que están inmersos los lectores del Apocalipsis, y sigue siendo la lucha del cristiano actual, que no es contra una potestad humana con el que podamos medirnos con nuestras fuerzas, sino participando en la misma guerra de Dios contra el demonio. Y si no damos la batalla de Dios estamos perdidos.

Todo el mundo, admirado, seguía a la bestia; y adoraron al dragón por haber dado su autoridad a la bestia, y adoraron a la bestia, diciendo: «¿Quién como la bestia?, ¿quién puede combatir con ella?». Y se le dio una boca grandilocuente y blasfema y se le dio autoridad para actuar cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, para blasfemar contra su nombre y contra su morada y contra los que habitan en el cielo. Y se le dio combatir contra los santos y vencerlos, y se le dio autoridad sobre toda raza, pueblo, lengua y nación. Lo adorarán todos los habitantes de la tierra, cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero degollado, desde la creación del mundo. Quien tenga oídos, que oiga: El que está destinado al cautiverio, al cautiverio va. El que mata a espada, a espada tiene que morir. ¡Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos! (Ap 13,3-10).

  • -El Apocalipsis no nos habla sólo del combate de los primeros cristianos perseguidos o del combate final, sino también del combate en el que estamos inmersos. Y nos describe la situación en la que nos encontramos, que es imprescindible reconocer y aceptar, como primer paso para dar una respuesta adecuada, que es la que también sugiere el Apocalipsis.

Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Imperio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época, ¿cómo nosotros, cristianos del siglo XX, no descubriremos la Bestia maligna en los Imperios ateizantes de los estados modernos que se empeñan en construir la Ciudad sin Dios? El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía convivir a veces, aunque en cualquier momento podía morder, comparado con el tigre del Bloque comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales apóstatas, cifrados en la riqueza y en una libertad humana abandonada a sí misma por el liberalismo (Ap 13,2.11). Para hacerse una idea de la ferocidad de cada una de las Bestias citadas, basta apreciar la fuerza histórica real que cada una de ellas ha mostrado para combatir y para vencer a los santos, llevándolos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis». Recordemos que los primeros apologistas cristianos ‑Justino, Atenágoras, Tertuliano‑, en el mero hecho de componer sus apologías, todavía manifiestan una cierta esperanza de que sus destinatarios, el emperador a veces, atiendan a razones y depongan su hostilidad. Entonces, los poderosos del mundo son paganos; pero no son apóstatas. Los actuales, por el contrario, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo están donde están. Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es incomparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecución de la Iglesia, tiene muchos más cómplices, a veces de altura, entre los cristianos, y está más conscientemente determinada en hacer desaparecer de la faz de la tierra a la descendencia de Cristo19.

  • -Pero el Apocalipsis, a pesar del dramatismo de su lenguaje y sus imágenes, contiene, ante todo, un mensaje de esperanza, que nos asegura que el poder de la Bestia es temporal, y el Dragón será derrotado. Por mucho poder que tenga el Mal, aunque parezca que vaya ganando y venza en algún combate, tiene perdida la guerra. Y esa victoria, que es la victoria del Cordero inmolado, es también la victoria de los que le siguen. Este mensaje de esperanza es lo que mueve a la fidelidad extrema ‑hasta el martirio‑ a los que experimentan toda la fuerza del poder del Mal, y son salvados por la fe, la fidelidad y el testimonio, gracias a la victoria del Cordero degollado puesto en pie, que no es otro que Cristo muerto y resucitado. Ellos «no amaron tanto su vida que temieran la muerte», que es lo opuesto a la «calidad de vida» que el mundo nos ofrece: de hecho, amamos tanto esta vida que no sólo tememos la muerte, sino cualquier riesgo que podamos afrontar por ser fieles a Cristo.

Y oí una gran voz en el cielo que decía: «Ahora se ha establecido la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche. Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte. Por eso, estad alegres, cielos, y los que habitáis en ellos» (Ap 12,10-12)20.

  • -Igual que a las iglesias del Apocalipsis ‑a cada una según su propia situación‑, se nos exhorta a dar respuesta a este combate en el que estamos inmersos. Estos textos nos permiten identificar la situación vivida por los primeros cristianos con la nuestra y aplicarnos la exhortación que el libro sagrado les dirige:

No tengas miedo de lo que vas a padecer. Mira, el Diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis tentados durante diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida (Ap 2,10).

Conozco tus obras; mira, he dejado delante de ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque, aun teniendo poca fuerza, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre. Mira, voy a entregarte algunos de la sinagoga de Satanás, los que se llaman judíos y no lo son, sino que mienten. Mira, los haré venir y postrarse ante tus pies para que sepan que yo te he amado. Porque has guardado mi consigna de perseverancia, yo también te guardaré de la hora de la tentación que va a venir sobre todo el mundo, para tentar a los habitantes de la tierra. Mira, vengo pronto. Mantén lo que tienes, para que nadie se lleve tu corona (Ap 3,8-11).

Conozco tus obras, tu fatiga, tu perseverancia, que no puedes soportar a los malvados, y que has puesto a prueba a los que se llaman apóstoles, pero no lo son, y has descubierto que son mentirosos. Tienes perseverancia y has sufrido por mi nombre y no has desfallecido. Pero tengo contra ti que has abandonado tu amor primero. Acuérdate, pues, de dónde has caído, conviértete y haz las obras primeras (Ap 2,2-5).

Conozco tus obras, tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Sé vigilante y reanima lo que te queda y que estaba a punto de morir, pues no he encontrado tus obras perfectas delante de mi Dios. Acuérdate de cómo has recibido y escuchado mi palabra, y guárdala y conviértete. Si no vigilas, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré sobre ti (Ap 3,1-3).

Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas; y vestiduras blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y colirio para untarte los ojos a fin de que veas. Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete (Ap 3,15-19).

Esta lucha fundamental, a la que responde en gran medida el Apocalipsis, no es exclusiva de este libro, sino que está presente en todo el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas apostólicas que se dirigen a unas comunidades que están experimentando las persecuciones externas y los conflictos internos:

Por lo demás, buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos (Ef 6,10-18).

Así pues, sed humildes bajo la poderosa mano de Dios, para que él os ensalce en su momento. Descargad en él todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros. Sed sobrios, velad. Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que vuestra comunidad fraternal en el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos (1Pe 5,6-9; cf. St 4,7).

Hemos de subrayar que estos textos de la Escritura no se refieren a problemas antiguos ya resueltos, sino que estamos ante un problema universal y permanente a lo largo de la historia, que se ha agravado de manera extraordinaria en nuestro tiempo. Pablo VI ya aplicó el sentido de este combate a la situación de la Iglesia, que, en lo sustancial, no parece haber cambiado:

También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos.

¿Cómo ha ocurrido todo esto? Nos, os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: el demonio. Este misterioso ser que está en la propia carta de San Pedro ‑que estamos comentando‑ y al que se hace alusión tantas y cuantas veces en el Evangelio ‑en los labios de Cristo‑ vuelve la mención de este enemigo del hombre. Creemos en algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de nuevo plena conciencia de sí misma21.

El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias […]. El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas acciones sociales, para introducir en nosotros la desviación22.

Es la misma lucha a la que se refiere el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes:

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final (GS 37).

c) Necesidad de discernimiento

Estamos ante una situación muy complicada, en la que hay una clara estrategia del Maligno y de sus colaboradores humanos por acción o por omisión, por eso no podemos dar por supuesto nada, ni fiarnos de nadie sin un serio discernimiento de sus obras y su vida… Seguir a Jesús hoy exige no cerrar los ojos a la realidad y vivir en permanente estado de atención, vigilancia y discernimiento. Los consejos del Señor en este sentido, al igual que las enseñanzas apostólicas, cobran más que nunca una extraordinaria actualidad:

Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis (Mt 7,15-20).

«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» […]. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,1-2.6-10).

Me maravilla que hayáis abandonado tan pronto al que os llamó por la gracia de Cristo, y os hayáis pasado a otro evangelio. No es que haya otro evangelio; lo que pasa es que algunos os están turbando y quieren deformar el Evangelio de Cristo. Pues bien, aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio diferente del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,6-9).

Queridos míos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo (1Jn 4,1).

Ese discernimiento tiene que llevarnos a desenmascarar, en concreto, las obras que realiza el demonio, sin diluirlas entre nuestros «errores» o entre la multitud de opiniones y opciones entre las que nos movemos. Hemos de saber que el bien tiene como artífice consciente y directo a Dios y el mal al demonio. Igualmente debemos distinguir lo que es de Dios y lo que no es de Dios, lo que es su voluntad y lo que es pecado; dejando, lógicamente, a Dios el juicio de las personas.

Para que este discernimiento sea verdadero y evangélico no podemos plantearlo como un simple ejercicio teórico, sino como expresión de nuestra propia vida, marcada esencialmente por la vivencia en nuestra carne del drama permanente del mal y sus consecuencias. Eso es lo que hizo el Señor ante la visión del mal del mundo: se hizo carne, asumió la realidad humana con todas sus consecuencias, y pagó el precio, dejando que el peso del mal cayera sobre él. A la luz de su ejemplo debemos plantearnos si estamos dispuestos a que caigan sobre nosotros las consecuencias del mal. El discernimiento verdadero lo hace el que está dispuesto a pagar el precio del mal. Y la cruz de Cristo es la consecuencia de esa opción.

Forma parte inseparable de la cruz del cristiano en la actualidad la conciencia lúcida del proyecto de Dios para la humanidad y el precio que ha pagado para llevarlo a cabo; y, a la vez, la percepción sangrante de la fuerza y las consecuencias del mal en el ser humano, especialmente en las personas más desprotegidas. Seguir a Cristo crucificado significa aceptar el drama de esa lucha y dejar que me desgarre. No es suficiente con no mirar a otra parte, hace falta que mire ese misterio de amor y de dolor y lo haga mío, manteniendo viva la misma mirada que tiene Jesús desde el patíbulo, que descubre el tremendo drama que supone la lucha entre el Bien y el Mal. Ésta es una lucha que no tiene una «solución» humana sino una «respuesta» divina, que permite trascender el conflicto por la vía del amor, y que consiste, en definitiva, en hacerse uno con el amor de Dios y ofrecer a manos llenas ese amor a la humanidad, aceptando que ésta tome esas manos para tirar en dirección contraria, intentando destruir ese amor y a su mensajero.

Ésa es la cruz, que abrazo de la siguiente manera: veo el mal, dejo que me machaque y, desde ahí, hago una opción por el amor; y demuestro ese amor entregándolo ‑entregándome‑ a manos llenas, gratis; y, al entregarlo, los demás no sólo se apropian de ese amor, sino que se apropian de mí y tiran de mí. Y entonces me desgarro. Mantenerme conscientemente implicado en esas dos fuerzas antagónicas, que tienen detrás el poder-debilidad de Dios-amor y el poder-fuerza de Satanás es lo que constituye la auténtica cruz de Cristo y de sus verdaderos discípulos.

Ahí, en esa cruz, es donde el cristiano se niega a sí mismo y cumple la invitación de su Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34), muriendo como el grano de trigo en tierra y dando verdadero fruto (cf. Jn 12,24‑26).

Este discernimiento exige una pasión absoluta por la verdad, que lleva a la disposición permanente de pagar por ella el más alto precio, incluso la vida. Quizá nuestro gran pecado no es que seamos malos o que hagamos el mal, sino que nos instalamos, más o menos conscientemente, en la mediocridad y encontramos en ella la excusa para eludir la pasión de Dios en nuestra situación, en nuestras limitaciones o en los que nos rodean. Dios entiende nuestra limitación, pobreza y debilidad; pero el cálculo y el regateo es muy difícil de entender en un contexto de amor. Por eso lo que se está jugando es el ser o no ser. Y aquí es donde entran nuestras trampas: desde lo alto de la cruz de Cristo, Dios me dice: «Mira cómo te amo». Y yo le digo que quiero responder, pero en lo que yo decida y como lo crea conveniente. Es lo contrario de la pasión por la verdad que vemos claramente en Jesús, y del que resulta un verdadero «precursor» Juan el Bautista, que muere a manos de Herodes por defender la verdad de Dios frente a las manipulaciones humanas y sus propios intereses.

Aquí merece la pena hacer un inciso sobre la importancia de la oración como un camino de verdad. El problema de la oración y de nuestros estancamientos en la vida espiritual suele radicar en que la oración es una actividad más en nuestra vida y no está sustentada en la pasión por la verdad del que se plantea radicalmente la vida de cara a Dios. A menudo orar supone plantearnos multitud de cuestiones más o menos importantes, pero que dejan de lado lo esencial. En rigor, no podríamos afirmar que hay verdadera oración si ésta no nos hubiera colocado ante las verdades esenciales que sustentan nuestra vida: «¿Quién eres tú, Señor? ¿Quién soy yo? ¿Para qué me has creado? ¿Qué esperas de mí? ¿Qué sucede realmente aquí y ahora? ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo lo tengo que hacer?».

Para poder discernir la voluntad de Dios en medio de la encarnizada batalla ente el Bien y el Mal hay que comenzar buscando la «armonía» interior que siempre existe entre Dios, su Palabra y la Iglesia. Es algo que no se ve a simple vista, pero que es posible descubrir si nos abrimos al Espíritu Santo y entramos en una «onda» que sintoniza con la Verdad y de la que nos convertimos en receptores y altavoces.

Esa armonía tiene mucho que ver con el «estado de gracia»: la Verdad no la creamos nosotros, ni la podemos recibir con la cabeza, como si fuese una teoría. No es algo que podamos crear con nuestras fuerzas o manipular con nuestra inteligencia. La Verdad sólo existe encarnada en una vida. Primero fue el Verbo de Dios, que es la Verdad hecha carne, vida humana. Pero sólo la pueden descubrir los que están dispuestos a vivirla, los que buscan la Verdad-vida y no la verdad-teoría.

La prueba que nos garantiza la autenticidad del discernimiento evangélico es la disposición a pagar el precio de la verdad, estar dispuesto a ser lo que Dios quiere que sea, intentándolo con todas mis fuerzas y, aunque caiga a veces por debilidad, sin consentirme caer como consecuencia de mis cálculos tacaños o de mi intento de controlar la entrega. La eficacia de la acción de Dios no se demuestra en el efecto persuasivo de las ideas o las convicciones sino en el poder de la Verdad, que sólo se muestra en aquellos que están dispuestos a pagar su «precio», por alto que sea.

Una parte del «precio» de la verdad consiste en mirarnos en el espejo del mal que denunciamos: en él veremos que, en mayor o menor medida, nosotros consentimos en ese mismo mal; y nos servimos de él para sentirnos justificados apoyados en que en otras personas o instituciones ese mal es mayor o más visible que en nosotros. Recordemos la enseñanza de la Escritura:

¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano (Mt 7,3-5).

Porque quien oye la palabra y no la pone en práctica, ese se parece al hombre que se miraba la cara en un espejo y, apenas se miraba, daba media vuelta y se olvidaba de cómo era (Sant 1,23-24).

El que se crea seguro, cuídese de no caer (1Co 10,12).

La verdadera lucha contra el mal comienza en uno mismo, como nos enseñan los santos, de modo que «no tengamos miedo de decir que la Iglesia necesita una profunda reforma y que esa reforma pasa por nuestra conversión»23.

Y parte de la forma de controlar y limitar la búsqueda de la verdad es la crítica. Solemos criticar con fuerza lo que entendemos que es el mal, tanto en las personas como en las instituciones, y desde cualquier perspectiva: conservadores o progresistas, optimistas o pesimistas, etc. Toda la fuerza que empleamos en quejarnos de cómo está el mundo y en criticar el pecado y el mal delata el interés que tenemos por evitar realizar un juicio evangélico de nuestra vida. Todo el esfuerzo que ponemos en pensar cómo resolver la situación del mundo y de la Iglesia está justificándonos para no solucionar nuestra incoherencia y nuestra mediocridad. Nos quejamos de que no hay una buena semilla y nos olvidamos de que nosotros tenemos que ser esa semilla que Dios ha plantado en su campo, que es el mundo.

¿Dónde está, pues, la esperanza? El mundo está mal, la Iglesia está mal, los buenos están mal… Puede ser, pero no es ése el problema. El problema es que faltan buenos y sobran mediocres. ¿Hasta qué punto no es peor el mediocre que el ignorante o el débil?

Optimismo y pesimismo

Esta crítica, y el modo de hacerla, plantea la cuestión del optimismo cristiano. Al denunciar con fuerza el pecado, muchos piensan que el cristiano es un agorero y un pesimista. Pero si él ha experimentado en su propia vida el triunfo del bien sobre el mal, su misma denuncia profética del mal y sus efectos en los demás es una proclamación esperanzada de que ese mal puede convertirse en bien por la fuerza de la gracia de Cristo resucitado, que es lo que él ha experimentado en sí mismo y de lo que se ha convertido en testigo24.

Pero debemos preguntarnos: «¿En qué consiste el optimismo cristiano?». Para entenderlo, pongámonos en situación: la mirada de Cristo desde la cruz, ¿es pesimista u optimista? Evidentemente es optimista, porque en medio del mal y sus consecuencias puede apostar por el amor y descubrir el fruto de ese amor; y porque él mismo, con su amor, entrega y sacrificio hace posible ese triunfo. Pero ¿quién quiere tener ese optimismo? Preferimos el optimismo facilón del que dice alegremente que «todo se va a resolver» mientras desconoce lo que sucede realmente y lo que va a pasar. Jesucristo no resolvió nada. Hizo algo muy distinto a resolver problemas.

El optimismo cristiano es un aspecto de la virtud de la esperanza y tiene mucho que ver con la verdad. El optimismo humano es un modo de ingenuidad y, por tanto, es falso, porque ignora o pretende eliminar los aspectos negativos de la realidad. Afirma que «todo se va a arreglar», pero realmente no sabe si será así. Jesús, desde la cruz, apuesta la vida por una salvación que desea, vislumbra y hace posible, sin negar nada: ni el mal ni el bien. De igual manera, el cristiano no niega el mal, lo acepta y lo sufre por amor; y al asumirlo, el mal se transforma en germen de una realidad nueva, maravillosamente renovada.

De este modo, el cristiano, partiendo de la dramática realidad del mal, que no disimula, afirma con gran fuerza el triunfo del bien sobre el mal, un triunfo que garantiza el amor que se demuestra en la cruz. De manera que la misma constatación del mal y de sus consecuencias le abre a la esperanza del triunfo del bien. Un triunfo que se experimenta ya en la tierra, incluso en la cruz ‑«cruz gloriosa»25‑, y se disfrutará eternamente en el cielo.

Hemos de tener cuidado de no caer en el pecado tan extendido de defender el optimismo natural como si fuera fruto de la esperanza cristiana, porque no es así. El «¡verás como al final todo se arregla!» es el grito de la falta de esperanza. Como no creemos en la fuerza transformadora de la gracia, tenemos que subrayar nuestras capacidades e ilusionarnos con el maravilloso mundo que vamos a crear por nosotros mismos. En el fondo, da igual que este optimismo se fundamente en el materialismo marxista o en el materialismo capitalista, porque ambos aspiran a una utopía que prescinde de Dios y, por tanto, es falsa e imposible.

En este sentido, resultan iluminadoras las palabras de Joseph Ratzinger (texto entre comillas) en el libro-entrevista de Vittorio Messori:

Estaría igualmente fuera de lugar aplicarle otro esquema adocenado (optimista; pesimista), porque cuanto más hace suyo el hombre de fe el acontecimiento en que se funda el optimismo por excelencia ‑la Resurrección de Cristo‑, tanto más puede permitirse el realismo, la lucidez y el coraje de llamar a los problemas por su nombre, para afrontarlos sin cerrar los ojos o ponerse gafas de color rosa.

En una conferencia del entonces teólogo, profesor (era el año 1968), encontramos esta conclusión a propósito de la situación de la Iglesia y de su fe: «Puede que esperaseis un panorama más alegre y luminoso. Y habría motivo para ello quizás en algunos aspectos. Pero creo que es importante mostrar las dos caras de cuanto nos llenó de gozo y gratitud en el Concilio, entendiendo bien de este modo el llamamiento y el compromiso implícitos en ello. Y me parece importante denunciar el peligroso y nuevo triunfalismo en el que caen con frecuencia precisamente los contestadores del triunfalismo pasado. Mientras la Iglesia peregrine sobre la tierra no tiene derecho a gloriarse de sí misma. Esta actitud podría resultar más insidiosa que las tiaras y sillas gestatorias, que, en todo caso, son ya motivo más de sonrisas que de orgullo» (Das Neue Volk Gottes, p. 150 y ss.).

Este su convencimiento de que «el puesto de la Iglesia en la tierra está solamente al pie de la cruz», ciertamente no conduce ‑según él‑ a la resignación, sino a todo lo contrario: «El Concilio ‑señala‑ quería señalar el paso de una actitud de conservadurismo a una actitud misionera. Muchos olvidan que el concepto conciliar opuesto a “conservador” no es “progresista”, sino “misionero”».

«El cristiano ‑recuerda por si hay alguien todavía que le sospeche pesimista‑ sabe que la historia está ya salvada, y que, al final, el desenlace será positivo. Pero desconocemos a través de qué hechos y vericuetos llegaremos a ese gran desenlace final. Sabemos que los “poderes del infierno” no prevalecerán sobre la Iglesia, pero ignoramos en qué condiciones acaecerá esto»26.

La esperanza cristiana termina con la falsa oposición optimismo-pesimismo, porque asume el mal y sus consecuencias con lucidez y lucha contra él con todas las fuerzas, con la certeza de una victoria que Dios ya ha conseguido, a pesar de que las apariencias digan lo contrario. El que se coloca en Dios no tiene necesidad de buscar el consuelo falso del optimismo natural porque tiene una verdad: «Yo no sé si se va a arreglar, y menos que se arregle como tú quieres, Señor; pero sí sé que tú está aquí, vivo, presente y amando. Y vas a hacer mucho más que “arreglar” el problema: vas a transformar la realidad y nuestro corazón con tu amor y a hacer presente tu salvación y tu gloria». El verdadero cristiano tiene una esperanza firme:

Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Pues hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve? Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia (Rm 8,22-25; cf. 12,12; 15,4).

Pues para esto nos fatigamos y luchamos, porque hemos puesto la esperanza en el Dios vivo, que es salvador de todos, sobre todo de los que creen (1Tim 4,10).

Esta respuesta se basa necesariamente en la ortodoxia ‑recta doctrina‑ y en la búsqueda sincera de la verdad, pero no se conforma con ello, sino que tiene que poner en práctica lo que sabe que es verdadero, tiene que hacer realidad la doctrina si quiere dar una respuesta real a la situación de la Iglesia y el mundo. De este modo se supera la falsa oposición doctrina-pastoral, ortodoxia-ortopraxis: las dos son necesarias y las dos se deben conjugar en la práctica.

La contemplación, único camino

Vayamos ahora al núcleo del asunto. Hemos visto con cierto detenimiento el problema y la necesidad de una respuesta. Pero ¿dónde encontrarla? La única respuesta eficaz tiene que venir de Dios. A la hora de enjuiciar el mundo y los problemas que existen en él hemos de aprender de Dios: sólo con su mirada, su actitud y sus intereses podremos descubrir la verdad de lo que está pasando. Y esta actitud nos descubre que el verdadero problema consiste en dejar de lado lo fundamental, que es Dios. Ése es, ciertamente, el mayor problema que tiene el mundo, pero también es quizá el error más grave e incomprensible de los cristianos: planteamos problemas y soluciones al margen de Dios; y las pocas ocasiones en que lo tenemos en cuenta, es sólo teóricamente. No tenemos la mirada de Dios y no nos interesa encontrarla.

A mediados del siglo pasado varios pensadores, desde diferentes enfoques cristianos, defendieron acertadamente que el futuro del mundo está en manos de los místicos. El primero fue André Malraux, diciendo que «el siglo XXI será místico o no será», y luego Karl Rahner ‑al parecer, recogiendo una frase de Raimundo Panikkar‑ afirmó que «el cristiano del futuro o será un “místico”, es decir, una persona que ha “experimentado” algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado previos a la experiencia y a la decisión personales»27.

La única respuesta a la grave situación que vivimos consiste en rescatar lo único que es esencial, que es Dios. Y eso sólo se puede hacer ‑aunque pueda parecer escandaloso‑ por medio de la contemplación. Si existe una salida y una respuesta a la situación del mundo no es otra que la contemplación, la mística, que no consiste en tener experiencias extraordinarias, sino en tomarse a Dios en serio y vivir plenamente para él en las realidades ordinarias.

«¡Ve y repara mi Iglesia!». Ve y repárala por tu fe, por tu esperanza y tu caridad. Ve y repárala por tu oración y tu fidelidad. Gracias a ti, mi Iglesia volverá a ser mi casa28.

Por esta razón, el gran drama, el pecado mayor que existe, es la deserción de los místicos. Evidentemente el demonio y los poderes del mundo están actuando, pero más grave resulta el abandono de tantas personas que han sido rescatadas y tocadas claramente por la gracia de Dios para recibir una configuración única con Cristo por la acción del Espíritu Santo, y se dedican a hacer lo que quieren, aunque sean cosas buenas o piadosas. De alguna forma han renunciado a Dios y, por eso, quizá son los mayores responsables de esta situación. Porque Dios les da una gracia y una luz para algo muy concreto, y la usan para lo que les parece mejor y, como es algo bueno, se sienten tranquilos con lo que hacen. No les falta razón: lo que hacen no es malo; pero ¿es lo que Dios quiere de ellos?

Un índice demostrativo de este problema es la falta de contemplativos en los monasterios, o las actividades a las que se dedican muchos monasterios, como el yoga o el zen, que sin ser actividades malas desdicen de la finalidad que debe tener la vida monástica. Podemos preguntarnos: «¿Qué han hecho los monjes con el llamamiento explícito y la vocación concreta que han recibido de Dios?». Pero cada uno debe pensar si no está haciendo lo mismo: «¿Qué he hecho con una gracia con la que me llama Dios? ¿Con qué he sustituido a Dios, aunque sea algo espiritual?».

Ya hemos dicho que no debemos negar la realidad: hemos de ser conscientes del mal y contar con él. Nuestra tarea, por tanto, no es otra que contemplar. Pero no podemos dedicarnos a «contemplar» el mal o el pecado. Detrás de la crítica y de la queja permanente lo que subyace es la contemplación del mal, una excesiva atención a él para señalarlo, sobre todo en los demás. Y eso impide responder al llamamiento interior que Dios nos hace a vivir para él, a que él sea el centro de nuestra vida. Si esto es así, no puedo mirar a otro sitio que no sea a Cristo. Tengo que contemplarle a él y sólo a él. Pero si no lo quiero hacer, por lo que pueda pasar, lo lógico es que me dedique a analizar el mal del mundo o de los demás, a quejarme de ello y a teorizar sobre sus causas y soluciones. Una cosa es ver el mal, saber que existe, y otra muy distinta es contemplarlo, centrarnos en él. Eso hace que se desvirtúe la visión evangélica de la vida propia del cristiano.

El misterio de Judas, el misterio de la traición, es un veneno sutil. El diablo intenta hacernos dudar de la Iglesia. Quiere que la veamos como una estructura humana en crisis. Pero la Iglesia es mucho más que eso: es la prolongación de Cristo. El diablo nos insta a la división y al cisma. Quiere hacernos creer que la Iglesia ha cometido traición. Pero la Iglesia no traiciona. ¡La Iglesia, llena de pecadores, está libre de pecado! Siempre habrá en ella luz suficiente para quienes buscan a Dios29.

En la misma línea, hemos de evitar la contemplación del hombre y del mundo. Ciertamente el mal no existe fuera del ser humano, y hemos de saberlo y contar con ello. Pero no podemos perdemos en justificaciones o culpabilizaciones, así como en los conflictos que ello genera, como si de ese juicio o de la batalla contra los «malos» dependiera exclusivamente la salvación del mundo. No vemos que sea ésa la actitud de Jesús.

El único objeto de nuestra contemplación ha de ser el Señor. Y por eso, no podemos dedicarnos a contemplar al ser humano, ni siquiera a nosotros mismos: centrarnos en lo que nos pasa, lo que sufrimos, lo que nos dicen…, porque entonces convertimos la oración en una farsa, ya que nos dedicamos a contemplarnos a nosotros mismos, centrándonos en nuestros sentimientos y problemas. Es normal que esa forma de dar vueltas a nuestras cosas no nos dé luz ni nos ayude a iluminar a los demás, porque eso no es oración y, además, la hace imposible.

Quizá sea éste el pecado más peligroso tanto de los optimistas como de los pesimistas: hacer un juicio de la realidad que puede ser verdadero, pero dejando, de hecho, a Dios al margen de esa realidad, sin comprender que Dios forma parte integrante ‑y esencial‑ de ella. Él es lo más real y lo que sustenta todo lo que existe realmente.

Siguiendo a Benedicto XVI, algunos han advertido con acierto del peligro de intentar solucionar esta situación cambiando la Iglesia con nuestras propias ideas y proyectos, para intentar crear nosotros una Iglesia nueva y mejor:

La idea de una Iglesia mejor, hecha por nosotros mismos, es de hecho una propuesta del demonio, con la que nos quiere alejar del Dios viviente usando una lógica mentirosa en la que fácilmente podemos caer30.

¿Qué hacer entonces? No se trata de organizarse y de aplicar estrategias. ¿Alguien cree que seremos capaces de mejorar las cosas nosotros solos? Eso sería como retomar la letal pretensión de Judas. Ante el aluvión de pecados dentro de las filas de la Iglesia, nos sentimos tentados de tomar las riendas. Nos sentimos tentados de purificar la Iglesia con nuestras propias fuerzas. Y sería un error. ¿Qué podríamos hacer? ¿Un partido? ¿Un movimiento? Esa es la tentación más grave: una división tapada con oropeles. Con la excusa de hacer el bien, nos dividimos, nos criticamos, nos destrozamos. Y el demonio se ríe. Ha conseguido tentar a los buenos bajo la apariencia del bien. La Iglesia no se reforma con la división y el odio. La Iglesia se reforma comenzando por cambiar nosotros mismos. No dudemos, cada uno desde nuestro sitio, en denunciar el pecado, empezando por el nuestro31.

Toda la responsabilidad y el trabajo que tenemos que realizar, especialmente de discernimiento y fidelidad a nuestra vocación, no nos debe hacer olvidar de dónde viene la salvación y cuál es nuestro lugar, lo cual nos ayuda a combinar la lucidez, el esfuerzo y la paz:

En un determinado momento le he visto abrir los brazos y brindar su única «receta» frente a una situación eclesial en la que ven luces, pero también insidias: «Hoy más que nunca, el Señor nos ha hecho ser conscientemente responsables de que sólo Él puede salvar a su Iglesia. Esta es de Cristo, y a Él le corresponde proveer. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con la serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil, por mucho que haya cumplido hasta el final con su deber. Incluso en esta llamada a nuestra poquedad veo una de las gracias de este período difícil». «Un período ‑continúa‑ en el que se nos pide paciencia, esa forma cotidiana de un amor en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza»32.

Nuestra tarea no consiste en solucionar todos los problemas, sino en saber que tenemos un Salvador, hacernos uno con él y entregarlo fielmente al mundo. Hemos de renunciar a solucionar los problemas como objetivo prioritario de nuestra vida, porque la mayoría de los problemas no tienen solución, especialmente los que tienen detrás a las personas, ya que ellas no se arreglan tan fácilmente como las máquinas. No se trata, entonces, de buscar soluciones a los problemas, sino de ofrecer la salvación de Cristo a las personas concretas. No se trata de evitar lo que nos duele, sino de ayudar a los demás a salir del pecado. Pero para eso hemos de tener a Cristo dentro de nosotros, pues, de lo contrario, ¿cómo vamos a llevar la salvación a los demás si Cristo no vive en nosotros? Nadie puede dar lo que no tiene.

Y ése es el gran drama de la gracia perdida, al que ya hemos aludido. Hemos recibido gracias a raudales, ¿para qué?, ¿acaso para que consigamos mantenernos a base de lamentaciones? Nos damos por satisfechos con ser buenos, piadosos y con hacer el bien, cuando no deberíamos conformarnos con menos que con ser santos ¿Acaso Jesucristo murió en la cruz para que tengamos la satisfacción de nuestra propia bondad, para que sobrevivamos, para que no seamos malos…?

Uno se pregunta qué hacer ante el mundo moderno, uno se hace muchas preguntas. Me dan ganas de responder: no existe solución, existe el Salvador. No hay más que hacer que seguir al Salvador, hacer hoy lo que nos pide hoy, hacer mañana lo que nos pida mañana. Y yo os puedo decir en seguida lo que El hará en primer lugar: salvaros.

No es suficiente amar a Dios y a los hombres, porque es imposible. Cristo ha venido a hacer posible este amor en nosotros ofreciendo la gracia de su amistad: es el abismo al que él nos pide responder.

En tanto que los hombres no se vuelvan locamente hacia él, comprendiendo que tienen necesidad de ser salvados, nada serio se hará en el mundo: el que no sabe hasta qué punto necesita ser salvado, no puede comprender hasta qué punto es salvado33.

Respuesta personal concreta

La respuesta a la situación del mundo en este momento está en manos de los cristianos que son conscientes de que han recibido la gracia de Dios, siempre que custodien ese depósito, lo defiendan con la vida y lo transmitan con fidelidad. Sin embargo, la primera y gran tentación en la que cae la mayoría de los que tienen la gracia del encuentro personal con Jesucristo es convertir esa gracia en una mera experiencia interesante, pero que no tiene que ver con la voluntad de Dios. ¿Y por qué se hace eso? Sencillamente, porque custodiar el depósito de la gracia, defenderlo y transmitirlo tiene como precio la entrega de la propia vida y la cruz. Eso no quiere decir que, como cristianos, tengamos que morir físicamente de forma irremediable, sino que hemos de dejar de dedicar tiempo y energías a lamentarnos de la situación y a señalar a los culpables de la misma, para emplearnos a fondo en mantenernos fieles a la verdad recibida, sabiendo que esa fidelidad nos va a llevar al martirio; pues, aunque no muramos físicamente tendremos que arrostrar una muerte no menor, fruto de la persecución del mundo y de la misma Iglesia. No en vano estamos asistiendo a la época con mayores mártires cristianos de todos los tiempos. Y lo más significativo del caso no es el hecho de un martirio tan extendido, sino el silencio que se extiende sobre esa realidad, que ni siquiera los mismos cristianos consideran o valoran.

Todo esto hace imprescindible que superemos la inercia a la comodidad y recuperemos el espíritu de heroísmo, que es la prueba del amor cristiano, reconociendo la necesidad de esta batalla y adentrándonos decididamente en ella. Lo cual es imposible sin dirigir una mirada enamorada a Cristo que nos empapa de su misma pasión por la gloria del Padre y su mismo amor a la humanidad, a la que hay que salvar por medio del amor crucificado. El que está enamorado de Cristo no puede desear otra cosa que dar la vida por él.

Hará falta, pues, un nuevo «resto», como el de Israel, para que sobreviva la Verdad ante el ataque generalizado de la Mentira. El resto que convoca el Señor como respuesta al pecado de su pueblo, para que mantenga vivo el calor de la fe, que no es otra cosa que la pasión de Dios, que es la pasión en la que se consume la vida de Cristo. Sin ese «resto» todo estaría perdido:

Si el Señor del universo no nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma, nos pareceríamos a Gomorra (Is 1,9; cf. 10,20-22; 37,32).

Y este resto no es cualquier grupo de resistencia, sino algo muy concreto, que debe tener unas características bien definidas, como vemos que sucede con Israel: «Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor. El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca. Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete» (So 3,12-13)34.

El único modo de salvar la Verdad exige la fidelidad de esos ‑quizá pocos‑ cristianos y pequeñas comunidades que acepten el martirio que supone mantener los ojos abiertos ante el mal, abrazar sus consecuencias en cruz y convertirse, por el amor, en instrumentos de la presencia redentora de Cristo. No sabemos si serán muchos o no, o si la jerarquía de la Iglesia estará a la altura de las circunstancias: pero hacen falta personas que decidan en serio vivir a fondo la radicalidad del Evangelio.

En este sentido, hemos de recordar la «opción benedictina», que propone Rod Dreher35, que se apoya en multitud de referencias de todo tipo con el fin de actualizar para nuestro tiempo la respuesta que dio san Benito a una situación del mundo tan grave como la nuestra, y que consistió en «no anteponer nada a Cristo», un propósito más apremiante en la actualidad, ya que el enemigo no está fuera, como sucedía con los bárbaros que amenazaban al mundo cristiano en el siglo VI, sino que están dentro de la Iglesia, desde donde pueden corromper fácilmente sus valores y estructuras.

Es conocida la profecía que hacía en 1985 el entones cardenal Ratzinger36 sobre el futuro de la Iglesia, afirmando que se reduciría el número de cristianos y la Iglesia perdería gran parte de su poder e influencia, quedando constituida por los verdaderos creyentes y las pequeñas comunidades formadas por éstos. Unos cristianos empeñados firmemente en mantenerse fieles al Evangelio, vivido radicalmente, que constituirán el cimiento de la verdadera renovación que necesita el mundo.

Eso no quiere decir que se deban buscar comunidades de «perfectos», formadas por cristianos «puros», absolutamente impecables. Esta tentación, en la que se ha caído muchas veces en la historia, es incompatible con el verdadero sentido de la redención de Cristo y de su gracia, fundamentos de su Iglesia. Lo que el mundo necesita son personas absolutamente humanas y, a la vez, profundamente espirituales: cristianos dispuestos a vivir con radical coherencia la fe sin eludir el mundo y sus problemas. Sólo ellos sobrevivirán, mientras la multitud de cristianos que viven su fe mediocremente o se conforman con los mínimos serán engullidos inevitablemente por un mundo cada vez más materialista y pagano.

Ciertamente sólo podrá sobrevivir en la civilización postmoderna el cristiano que se tome a Dios tan en serio como para convertirlo en el centro real y absoluto de su vida y lleve esa visión y estilo de vida a todos los ámbitos de la sociedad: la familia, el trabajo, la cultura, los valores, etc., aunque ello implique tener que vivir a contracorriente del mundo y oponiéndose a él.

La gravedad del problema del mal y su fuerza ponen de manifiesto la necesidad de una respuesta verdadera, proporcionada y eficaz, a la que hemos de dedicar todos nuestros esfuerzos, evitando dispersarlos en batallas inútiles. Realmente, hoy como siempre, lo único que necesita Dios para salvar al mundo son santos, verdaderos santos; no le sirven las personas simplemente bienintencionadas o piadosas. Lo cual, en concreto, nos obliga a lo siguiente:

  • -Silencio y autoconciencia, para evitar la manipulación de los medios, la política y la tecnología (especialmente Internet), que pretenden deshumanizarnos37.
  • -Oración profunda que rescate la verdad de Dios entre tantas mentiras vestidas de verdad como nos rodean y habitan dentro de nosotros.
  • -Autenticidad y fidelidad personales a la voluntad de Dios que él nos ha manifestado. Lo menos que se nos puede pedir es que seamos fieles a lo que sabemos que tenemos que hacer, en vez de pasarnos la vida pensando cómo solucionar los problemas, mientras descuidamos lo verdaderamente importante, que es ser radicalmente fieles a lo que ya sabemos que es la voluntad de Dios.
  • -Radicalidad evangélica y coherencia a la hora de vivir a fondo los valores que decimos creer.
  • -Pasión por nuestra vocación: no basta con que estemos convencidos de que Dios nos llama a algo, tenemos que enamorarnos de nuestra vocación; pero no como una tarea, una responsabilidad o una carga, sino como fruto del amor de Dios por nosotros y expresión de nuestro amor por él.
  • -Fidelidad a nuestra misión: si sé cuál es mi misión, tengo que ser fiel a ella.
  • -Atención a los pequeños detalles, que es donde está la vocación y la misión: no podemos perdernos en grandes teorías que no sirven más que para distraernos de lo real, que suele ser sencillo y pequeño.
  • -Vivir el momento presente desde Dios: La realidad de la salvación y el Salvador están aquí y ahora, en el momento presente.
  • -Rescatar lo esencial y centrarnos en ello porque el enemigo siempre nos busca en la dispersión y nos lleva a ella. Esto no es complicado, porque todo lo que es de Dios es simple; somos nosotros los que complicamos lo simple.
  • -Evitar teorizar para mantenernos siempre en el realismo evangélico.
  • -Apostar por las personas concretas y centrarnos en ellas. En realidad, no existe «la humanidad», «los jóvenes», «la gente»… Existen las personas concretas en el aquí y ahora. Con frecuencia el recurso a los colectivos o estructuras sirve de excusa para eludir el realismo de la caridad, la justicia o el servicio. Es más fácil hacer un plan de transformación de una superestructura que entregarse de verdad a ayudar eficazmente a una persona determinada. Hay que orientar la oración a mirar el comportamiento de Jesús en este sentido. Él, que vivió en medio de estructuras claramente viciadas por el mal, nos ofrece el modelo perfecto para contemplar sus actitudes y aprender de su comportamiento.

«¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?». Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida. En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él (Mc 3,4-6).

Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen» (Mt 23,1-3).

Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20,25-28).

  • -Buscar, pedir y cultivar la limpieza de corazón propia de la infancia espiritual. El mundo no lo salvarán los políticos, ni los grandes o los fuertes, sino los místicos y, si no, los humildes, los niños.
  • -Renunciar a juzgar, dejando el juicio a Dios. Una cosa es ver el mal, saber que existe, contar con ello…, y otra cosa, muy distinta, es dar un paso más y juzgar. Para hacer ese juicio tenemos que colocarnos en la realidad humana sin más, olvidándonos de Dios y, aunque tengamos razón, no la tenemos de verdad porque no contamos con Dios y su providencia, de modo que el hecho de juzgar nos saca automáticamente del ámbito de la gracia. Y, si dejamos a Dios fuera, todo se convierte en un problema irresoluble. Si, por el contrario, ponemos a Dios en medio, ya no podemos juzgar, porque ha cambiado todo. Entonces tenemos que ver la realidad y el mal, pero viendo primero a Dios en sí mismo y ahí en medio. Y eso lo cambia todo. Y aquí aparece de nuevo el problema, porque ver a Dios ahí nos complica la vida porque nos obliga a preguntarle «¿qué quieres?», y por eso dejamos a un lado a Dios y nos entretenemos dándole vueltas al problema y juzgando a los demás y sus estructuras. El único juicio que nos es permitido es el que debemos hacer sobre nosotros, sobre la acción de Dios en nosotros y sobre la presencia del mal en nuestro corazón.
  • -Huir de la tentación de proyectar la visión del mal sobre los demás. Cuando uno está huyendo de la propia conversión y no quiere reconocer esa huida, suele aprovechar el mal que ve a su alrededor para señalarlo y justificar su pretendida virtud en la denuncia de ese mal y en la lucha para eliminarlo en los demás. La huida de la conversión es un mal, pero si me centro en otro mal mayor, más dramático y urgente, que critico, analizo y denuncio, me siento en un camino de crecimiento y dispensado del asunto de mi conversión. Toda la fuerza «profética» ejercida hacia fuera deberíamos empezar por emplearla hacia dentro.

Si pensáis que vuestros sacerdotes y vuestros obispos no son santos, sedlo vosotros por ellos. Haced penitencia, ayunad en reparación de sus faltas y de su cobardía. Solo así podremos llevar sobre nosotros la carga de los otros38.

  • -Aceptar el mal y sus consecuencias por amor. Antes de dar el paso a opinar o resolver, debemos dejarnos crucificar por el mal. Eso es amar y amar como Cristo. Y el que está crucificado es el único que tiene derecho a decir algo, porque no lo dice al margen del amor. Esta aceptación es una experiencia de cruz que nos lleva a la conversión y nos convierte en instrumentos de la acción salvadora de Dios, en lugar de ser ineficaces instrumentos de nuestro personal plan de salvación, tal como vemos con claridad que hacen los santos.
  • -Buscar todo lo que haya de bien en nosotros y a nuestro alrededor, para rescatarlo, cuidarlo y defenderlo como el antídoto contra el mal. Dedicar las energías que tenemos, que no son muchas, a buscar el bien, en nosotros y a nuestro alrededor, un bien abundante que Dios ha sembrado y probablemente está arrinconado. Es lo que hacemos ante una enfermedad grave: no nos limitamos a contemplar sus efectos y magnificar su gravedad, sino que favorecemos la salud buscando lo positivo, potenciando hábitos sanos, tomando medicamentos, realizando terapias…
  • -Evitar la lucha inútil que nos hace perder energías y tiempo en batallas personales estériles… La verdadera batalla no se libra ni en lo teórico ni en lo visible. La verdadera batalla, en la que hemos de emplearnos a fondo, es la de la santidad, que empieza por la propia coherencia, se orienta a la conversión personal y se manifiesta en la intercesión y en el humilde testimonio de vida evangélica. Sin esto, sobran los discursos y de nada servirá toda la fuerza del mundo.

Todo esto exige un discernimiento claro de la voluntad de Dios sobre nosotros. Aquí hemos de aplicar especialmente lo que hemos dicho más arriba sobre la necesidad de un discernimiento habitual que nos ayude a vivir nuestra vocación y misión como parte de la respuesta que Dios da al problema del mal en el mundo y ante la necesidad de salvación que tiene la humanidad.

Para concluir, podríamos resumir lo expuesto hasta aquí diciendo que la grave situación del mundo actual se debe a la ausencia de Dios, y la única respuesta posible consiste en hacer presente a Dios en nuestra vida y en el mundo, principalmente a través de la contemplación y de la adoración.


NOTAS

  1. Puede resultar iluminador el análisis desarrollado sobre este asunto en nuestro tema de espiritualidad «Respuesta a la situación del mundo y de la Iglesia».
  2. Véase también: «Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo todo el juicio, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. En verdad, en verdad os digo: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida» (Jn 5,21-24). «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,39).
  3. Puede verse por ejemplo algo de lo escrito recientemente: Rod Dreher, La opción benedictina, Madrid 2018 (Encuentro), del que hace un interesante resumen Gabriel Calvo Zarraute, accesible en https://infovaticana.com/blogs/criterio/la-opcion-benedictina/; John Senior, La muerte de la cultura cristiana, Buenos Aires 2017; John Senior, La restauración de la cultura cristiana, Buenos Aires 2016.
  4. El 8 de junio de 1978, en la Universidad de Harvard, Alexander Solzhenitsyn, pronunció un célebre discurso sobre «El suicidio de Occidente». Luego otros han continuado con el tema como Jonah Goldberg que ha escrito un libro con el mismo título El suicidio de Occidente o Mark Steyn, en America Alone.
  5. Benedicto XVI ha señalado la importancia del 68 en el giro de la modernidad y de la moral de la Iglesia: «Parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia también se diagnosticó como permitida y apropiada. Para los jóvenes en la Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en muchas formas un tiempo muy difícil. Siempre me he preguntado cómo los jóvenes en esta situación se podían acercar al sacerdocio y aceptarlo con todas sus ramificaciones. El extenso colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran número de laicizaciones fueron una consecuencia de todos estos desarrollos» (Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo del abuso sexual, 2019).
  6. «¿Por qué la pedofilia llegó a tales proporciones? Al final de cuentas, la razón es la ausencia de Dios» (Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo del abuso sexual).
  7. Véase más abajo la acertada identificación que hace Iraburu de las ideologías contemporáneas con la bestia que utiliza el demonio, tal como muestra el Apocalipsis.
  8. F. Nietzsche, La gaya ciencia, libro tercero, n. 125: El loco.
  9. Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo del abuso sexual.
  10. En los medios de comunicación, la literatura o en el cine se plantea abiertamente la ineficacia del martirio. Incluso desde diversos ámbitos de la Iglesia se considera que hay que evitarlo porque dificulta la evangelización al estar en la línea del fanatismo religioso, olvidando que el martirio, como su nombre indica, es «testimonio» y constituye la base del ser cristiano y de la verdadera evangelización. Y en la misma línea, se ridiculiza cualquier intento de acercarse al «martirio» ordinario que supone la fidelidad radical al Evangelio, como las familias numerosas, la austeridad de vida, la castidad o la simple devoción.
  11. Cf. Mt 12,25: «Todo reino dividido internamente va a la ruina y toda ciudad o casa dividida internamente no se mantiene en pie»; Jn 17,20-21: «No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado».
  12. Pablo VI, Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol, 29 de junio de 1972.
  13. Cardenal Robert Sarah (con Nicolas Diat), Se hace tarde y anochece, Madrid 2019 (Palabra), 9.
  14. Sarah, Se hace tarde, 11-12.
  15. Sarah, Se hace tarde, 10.
  16. Pablo VI, Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol, 29 de junio de 1972.
  17. Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo del abuso sexual.
  18. Sarah, Se hace tarde, 9-10.
  19. Iraburu, De Cristo o del mundo, Pamplona 2001 (Fundación Gratis Date, 2ª ed.), 85-86.
  20. Véase el cántico de los redimidos de Ap 19,1-17, que anuncia la caída del poder opresor que ha utilizado el demonio. También Ap 7,9-17 proclama que «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» y que los vencedores son «los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».
  21. Pablo VI, Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol, 29 de junio de 1972. Ratzinger-Messori, Informe sobre la fe, Madrid 1985 (BAC), 150, lo sitúa también en la Alocución de la audiencia general del 15 de noviembre de ese mismo año.
  22. Pablo VI, Alocución durante la audiencia general del 15 de noviembre de 1972, citado en Ratzinger, Informe sobre la fe, 150-151. En una audiencia del año 1977 afirmó: «No hay que extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura nos advierta con toda crudeza que “todo el mundo (en el sentido peyorativo del término) yace bajo el poder del Maligno”, de aquel al que la misma Escritura llama “el Príncipe de este mundo”».
  23. Sarah, Se hace tarde, 14.
  24. Recuérdese la proclamación del Ap 7,10: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!».
  25. Recordemos el himno litúrgico que canta: «¡Salve oh Cruz, única esperanza!».
  26. Ratzinger, Informe sobre la fe, 16-17.
  27. K. Rahner, Escritos de teología, VII, Madrid 1969 (Taurus), 25.
  28. Sarah, Se hace tarde, 20.
  29. Sarah, Se hace tarde, 12.
  30. Benedicto XVI, La Iglesia y el escándalo del abuso sexual.
  31. Sarah, Se hace tarde, 13-14.
  32. Ratzinger, Informe sobre la fe, 18.
  33. Molinié, El coraje de tener miedo, 35.
  34. Otras promesas de este período: Jl 3,5; Abd 17; Mi 2,12; 4,7; 5,2.6-7; Za 8,11-12.
  35. Se trata de la obra citada en la nota 1 de la p. 304: Rod Dreher, La opción benedictina.
  36. Ratzinger, Informe sobre la fe, 125ss.
  37. Orwell ya predijo el proceso por el que nos convertiríamos en animales de granja en sus obras 1984 y Rebelión en la granja.
  38. Sarah, Se hace tarde, 19.