Seleccionar página

Descargar este documento en formato Pdf

Introducción

Con toda seguridad nos disponemos a comenzar este retiro como lo que es: una gracia que Dios nos concede para encontrarnos con él y renovar nuestra vida espiritual. Somos conscientes de nuestra necesidad de crecimiento interior y de conversión, pues nos reconocemos pecadores. Pero, muy probablemente, vamos a entrar en la oración con la seguridad que nos da el saber que tenemos fe, que partimos de una base sobre la que construir sólidamente nuestra vida cristiana: poseemos una vida espiritual que, aunque necesita mejorar, es fruto de una fe sólida que nadie nos puede quitar. Esto nos permite afrontar este retiro y toda nuestra vida con una sana inquietud de mejora, pero con la tranquilidad de poseer un sólido cimiento sobre el que construir; un cimiento que no es otro que nuestra fe.

Sin embargo, nuestra actitud no sería la misma si nos diéramos cuenta de que carecemos de esa base y de la seguridad que nos proporciona. ¿Qué pasaría si descubriéramos, de repente, que no tenemos fe? Probablemente todo nuestro mundo se derrumbaría y echaríamos a correr angustiados a buscar ese cimiento sin el cual nuestra vida carece de la solidez que creíamos y puede derrumbarse en cualquier momento, al igual que la confianza en nuestra salvación, que desaparecería de golpe.

Pues, aunque sin angustias ni prisas -que no son de Dios-, quizá esta actitud radical sea la que debe marcar esta experiencia de oración en la que nos adentramos. Desde una sana preocupación vamos a plantearnos el asunto más básico e importante de la vida cristiana: la fe. Ciertamente estaremos dispuestos a formular esta cuestión en el sentido de revisar el nivel de nuestra fe, pues estamos convencidos de que siempre es mejorable la «calidad» de la misma. Y eso lo podemos hacer con notable tranquilidad porque es algo con lo que contamos en general, en función de un principio universal que nos dice que «siempre podemos mejorar». Pero, en realidad, deberíamos plantearnos, con todo realismo y seriedad, el problema de nuestra falta de fe, fruto de nuestro engaño -inconsciente, pero real- sobre el objeto de esa fe. Sólo así estaremos en disposición de tomarnos con suficiente interés y seriedad la apremiante necesidad de una verdadera conversión.

Para entenderlo bien, tomemos el ejemplo de los apóstoles. Ellos tienen fe en Jesús, aunque realmente «creen» que tienen fe en él, pero no es así. En la última cena, cuando Jesús se despide de ellos y les habla de lo esencial de sí mismo, harán alarde de su fe y serán claramente corregidos por el Maestro: «Le dicen sus discípulos: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo» (Jn 16,29-32). Algo semejante había pasado antes, con la manifestación de fe de Pedro que mereció las palabras más duras que dirige Jesús a los suyos en el Evangelio (Mt 16,16-23). Su fe es incapaz de superar el escándalo de la cruz, demostrando así que es insuficiente.

Más adelante, después de la muerte de Jesús, sus apóstoles siguen creyendo que existe Dios, el Dios de Israel; pero han perdido la fe en Jesús. Y, luego, cuando aparece resucitado, no basta con que crean que está vivo para tener fe; de hecho, podría haber resucitado como lo hizo Lázaro y no por eso era Dios. Para tener fe en Jesús, además de creer que está vivo, sus apóstoles tienen que creer en él como su Dios y Señor, y entregarse plenamente a él.

Tomás nos muestra claramente este proceso. Sus compañeros le comunican que han visto vivo a Jesús y él no lo cree; sólo está dispuesto a creer que ha resucitado si lo ve con sus propios ojos y tiene una confirmación irrebatible de que es él, tocando las heridas de la crucifixión. Cuando Jesús accede a sus pretensiones y se muestra de nuevo a los apóstoles invitándole a tocar sus heridas, Tomás reconoce ciertamente que Jesús vive, pero no se queda ahí, da un paso más -el paso de la fe-, que consiste en reconocer que ese Jesús que vive es Dios y Señor, adorándolo como tal Dios y su Señor. Ese paso es, ciertamente, un salto en el vacío, porque supone que, en adelante, su vida ya no le pertenece porque queda absolutamente supeditada a esa profesión de fe. Y esto, ciertamente, es la fe. A eso es a lo que se refiere Jesús al afirmar: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29); es decir: «Dichosos los que creen realmente en mí más que en ellos mismos, hasta el punto de confiarme su vida aceptando mi voluntad».

Así es como el Evangelio nos muestra que la fe va más allá de la simple creencia en la existencia de Dios: supone el reconocimiento de Dios (y de Jesús) como el Absoluto de nuestra propia existencia. Por eso, respondiendo a Nicodemo, Jesús nos dirá que la fe es un nuevo nacimiento (cf. Jn 3,1-8).

La fe viva

Para entender mejor de qué se trata, démonos cuenta de que solemos actuar como si la fe fuese un bloque, una realidad única, que se tiene o no se tiene. Sin embargo, hay muchas clases de fe y diferentes niveles dentro de ella. Un ejemplo de esto nos lo ofrece el padre del niño enfermo, al que los apóstoles no han podido curar. Veamos el acontecimiento en los textos paralelos de Mc 9,14-28 y Mt 17,14-20:

Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?». Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo». Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe». Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,14-28)

Cuando volvieron adonde estaba la gente, se acercó a Jesús un hombre que, de rodillas, le dijo: «Señor, ten compasión de mi hijo que es lunático y sufre mucho: muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de curarlo». Jesús tomó la palabra y dijo: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo». Jesús increpó al demonio y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,14-20).

Cuando Jesús le dice que «todo es posible al que tiene fe», el hombre le contesta: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Él cree en Jesús, por eso le ha traído a su hijo, pero su fe no tiene la «calidad» suficiente para permitirle a Jesús obrar el milagro. Y cuando los apóstoles preguntan a Jesús la razón por la que les ha sido imposible curar al niño, el Señor les responde: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,14-20). Evidentemente, al igual que el atribulado padre del niño enfermo, los apóstoles creen en Jesús, pero su fe no sirve para que sean instrumentos del extraordinario poder de Dios y puedan realizar milagros.

El Señor resucitado vive y actúa hoy en el mundo, especialmente a través de sus discípulos; pero no basta con que éstos crean en la existencia y el poder de Jesús en la actualidad para que se conviertan en instrumentos eficaces suyos: hace falta otra cosa, una fe diferente a la de la mayoría de los creyentes. Ésa es la fe de los santos, de los contemplativos.

El mundo necesita urgentemente esa eficacia sobrenatural para no hundirse en la absoluta descomposición; y nosotros mismos necesitamos también de esa acción extraordinaria de Cristo para alcanzar nuestra propia conversión y poder dar la respuesta que la humanidad necesita y que Dios le quiere dar. Y todo esto pasa necesariamente por un tipo determinado de fe, sin el cuál no sólo no es posible nuestra santidad personal, sino tampoco la misión que Dios nos encomienda en su plan de salvación.

Es imprescindible que descubramos cuál y cómo es la fe que necesita Dios de nosotros para poder actuar en nuestra vida; sólo así la podremos pedir, podremos disponernos a recibirla y la acogeremos de verdad, asumiendo todo lo que esa fe comporta. Por eso no basta con pedir a Dios «más fe» de un modo genérico, como una «ampliación» de la fe que tenemos, porque eso mismo indica que no aspiramos a la fe verdadera; y Dios no nos concederá lo que no deseamos realmente. Es preciso que seamos conscientes de la «calidad» de la fe que necesitamos para pedirla con la seguridad de que la recibiremos, para lo cual hemos de conocerla y valorarla hasta el punto de que nos vaya la vida en ello, sabiendo que sin esa fe nuestra vida carece absolutamente de sentido.

Cuando el padre del niño enfermo suplica «aumenta mi fe» no está pidiendo que le dé un poco más de la fe que tiene, ni siquiera mucho más de esa misma fe, sino que él ha entendido que se trata de otra cosa y eso es lo que pide. Este hombre puede recibir el milagro del Señor porque lo que le pide a Jesús coincide con lo que Jesús sabe que necesita. Con frecuencia, la misma ambigüedad de una petición genérica delata el poco interés que tenemos en eso que pedimos. En este caso, es como si dijéramos: «Supongo que necesito aumentar mi fe, lo cual me será difícil; por eso te pido, Señor, que aumentes mi fe (la que tengo)». Esta actitud es muy diferente de esta otra: «Soy consciente de que me llamas a continuar tu obra de salvación y a hacerte presente en el mundo, manifestado tu amor y tu poder. Y para ello necesitas que yo tenga una fe que me haga sintonizar lo más perfectamente posible con tu corazón y tu voluntad. Aunque creo en ti, en tu presencia y en tu poder, carezco todavía de esa mirada -como la tuya- que lo transforma todo. Y, puesto que no aspiro a otra cosa y trabajo con toda mi alma por alcanzarla, humildemente te pido, Señor, que me des fe, una fe distinta, viva, capaz, no sólo de reconocerte, sino de convertirme en una prolongación tuya en el mundo, para que te puedas servir de mí con toda eficacia para llevar a cabo la obra extraordinaria de la salvación. Por eso, te suplico: ¡Dame una fe verdadera, plena y viva!».

Debemos convencernos, de una vez por todas, de que Dios no puede actuar si no somos conscientes de la verdadera necesidad de lo que le pedimos; y una prueba de que somos conscientes de esa necesidad es que sabemos exactamente lo que queremos, aceptamos lo que ello supone de nuestra parte, lo pedimos como gracia y estamos dispuestos a aceptar las consecuencias de recibirlo. Aquí podemos ver con claridad que la fe es gracia de Dios, pero también es virtud humana1: Dios nos da, ciertamente, la gracia de la fe como capacidad y predisposición a la misma, pero es nuestra respuesta la que hace que esa gracia tenga un mayor o menor desarrollo.

Precisamente porque el padre del niño ha recibido la capacitación para creer y tiene fe puede darse cuenta de las carencias de su fe y puede pedir la fe que le falta para poder dar el salto en el vacío que expresa su entrega absoluta a Dios. Por eso, puede recibir la gracia en la medida del acto de fe, tal como pone de manifiesto Jesús al decirle al Centurión que pide la curación de su criado: «Que suceda según tu fe» (Mt 8,13). De modo que, aunque se trata de un don gratuito de Dios, en la práctica, el resultado depende de un peculiar acto nuestro, un acto real y concreto que debemos identificar y realizar con valentía, puesto que exige la implicación de toda nuestra vida.

Esa fe de los santos es la única que nos da un conocimiento profundo e íntimo de Dios y de su voluntad, en el cual descubrimos nuestra propia misión y el modo concreto de realizarla para cooperar eficazmente con Cristo a la salvación del mundo. Sin esa fe no es posible pasar del reconocimiento genérico de la existencia de Cristo a conocerlo personalmente, como tampoco podemos orar de verdad, ni llegar, a través de la oración, a la intimidad y la unión con Dios. Asimismo, resulta imposible la intercesión, la oración eficaz y el auténtico testimonio apostólico que mueve las conciencias y cambia las vidas de los que lo reciben.

Al carecer de la dimensión sobrenatural propia de la verdadera fe, nuestra misión quedará reducida, en gran medida, al peso y el fruto que son propios de nuestros actos e intenciones humanos, limitando a ellos nuestra propia misión como discípulos de Cristo y recortando su poder a nuestras limitaciones. Lo cual supone una terrible responsabilidad, habida cuenta de la dramática situación del mundo actual y de la necesidad de salvación que tiene, una salvación que sólo puede venir de Dios, y que él quiere darla a través de aquellos discípulos de Cristo que se convierten en instrumentos suyos gracias a la verdadera fe.

Ciertamente vemos multitud de necesidades en el mundo y a nuestro alrededor, sentimos la urgencia de la acción de Dios y quizá nos sabemos responsables, de un modo misterioso o real, del mal y del pecado del mundo. Y, a la vez, nos damos cuenta de que nuestra existencia no da el fruto sobrenatural que debiera, por lo que debemos plantearnos muy sinceramente si la falta de eficacia sobrenatural de nuestra vida no es consecuencia de nuestra falta de fe.

En ese punto resuena con dulzura -y dureza- el reproche del Señor: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza…». Jesús espera un fruto extraordinario de la vida de sus auténticos seguidores. Éstos son los santos, los que le siguen incondicionalmente porque han dado el salto en el vacío propio de la fe. Y también podemos decir que son los contemplativos, porque no hay santo que no sea contemplativo. Por eso, resulta muy esclarecedora la identificación que hace Jesús entre fe y oración cuando los discípulos fracasan en su intento de curar a un endemoniado y le preguntan: «¿Por qué no pudimos echarlo [al demonio] nosotros?». Y en el evangelio de Mateo él les responde: «Por vuestra poca fe» (Mt 17,20), mientras que, en el paralelo de Marcos, la respuesta es: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,28).

Un ejemplo de fe incompleta


Volmarijn, Cristo y Nicodemo (detalle)

Intentemos profundizar un poco más en la necesidad de una fe de calidad. Para ello, vayamos en oración a contemplar a Jesús en su relación con un seguidor suyo, Nicodemo, que posee una fe insuficiente. Veamos el relato evangélico:

Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y le dijo: «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él». Jesús le contestó: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios». Nicodemo le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?». Jesús le contestó: «En verdad, en verdad te digo: El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu». Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede suceder eso?». Le contestó Jesús: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo: Hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,1-21).

Nicodemo es un importante fariseo, miembro del Sanedrín, al que los milagros de Jesús han impresionado fuertemente, hasta el punto de acercarse a él para conocerlo personalmente. Pero va a verlo de noche, quizá para hablar con él con tranquilidad y sin interrupciones o, más probablemente, para pasar desapercibido; lo que manifiesta que está dispuesto a creer en Jesús, pero no del todo, sino con pruebas y condiciones y sin arriesgar su posición en el grupo de los fariseos, enfrentados al Señor (cf. Jn 7,50;12,42).

Una vez delante de Jesús, le plantea respetuosamente, desde su autoridad como doctor de la Ley, el sentido de sus milagros y el alcance de su misión, claramente recibida de Dios. Trata de saber si Jesús es o no el Mesías, una cuestión en la que está en juego la fe de este hombre y de aquellos a los que representa.

Jesús aprovecha la ocasión que le brinda Nicodemo para entrar de lleno en el asunto de su fe, que es lo que le interesa, en uno de los típicos diálogos que san Juan utiliza para profundizar en los temas importantes. En este caso se trata del tema de la fe, y Jesús quiere ayudar al fariseo a pasar de su imperfecta disposición a la fe verdadera. Por eso, le dice que hace falta «nacer de nuevo para ver el reino de Dios». La fe a la que le invita no es un simple complemento a sus convicciones religiosas, sino un cambio tan radical como un verdadero nacimiento, algo muy distinto a un mero avance cuantitativo en sus creencias, porque supone una renovación total de esas convicciones y de toda su vida.

Esta transformación es tan profunda y radical que no se puede realizar con las simples fuerzas humanas; por eso requiere la acción y el poder de Dios, que es a lo que Jesús se refiere aludiendo al nacimiento «en agua y en Espíritu», en clara referencia al bautismo. La verdadera fe en Cristo es la de aquel que lo reconoce como el absoluto indiscutible de su vida, que está dispuesto a empeñarla en su seguimiento y se predispone a la recepción del bautismo por el que Dios le concede la capacidad sobrenatural para llegar a la identificación y comunión de vida con el Resucitado. Así es como la fe y la gracia se unen para generar la verdadera vida cristiana.

A partir de esta referencia al bautismo, Jesús muestra a Nicodemo el objeto de la fe que lleva a la vida nueva, desarrollando una profunda síntesis de su misión como Mesías Salvador, que es el objeto de la fe a la que invita a Nicodemo. Le hace ver que él es el Hijo de Dios y el salvador del mundo, de modo que su vida, su enseñanza y su muerte son fruto de la sabiduría de Dios, con la que quiere iluminar al mundo entero; y le invita a dejarse iluminar por esa luz, aceptando la sabiduría y la vida que Dios le ofrece, como un nuevo nacimiento, por medio «del agua y del Espíritu», a partir del cual se inicia la vida nueva propia de la fe.

Todo esto debió dejar desconcertado a Nicodemo. Por eso, Jesús le dice: «Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales?» (v 12). Se trata de un misterio, de algo que requiere de la fe, porque va mucho más allá de la razón y la percepción humana. Frente a las seguridades que busca este hombre, el Señor le remite al misterio, algo que forma parte de nuestra vida ordinaria, como sucede con el viento, que «sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va», algo que es tan real como imperceptible, lo que le permite concluir que «así es todo el que ha nacido del Espíritu». Cierto es que el viento no se ve, pero actúa claramente al tocar las cosas, moviendo las hojas de los árboles, levantando el polvo en el camino o derribando con su fuerza árboles y casas. Así es también el Espíritu Santo cuando su presencia imperceptible toca a una persona y la transforma.

Jesús le habla a Nicodemo de todo esto, consciente de que él, como doctor en la Escritura, no ignora los pasajes en los que se habla de que Dios hará descender su espíritu sobre su Siervo (Is 11,2), las promesas de enviar su Espíritu sobre su pueblo (Ez 36,27 o Jl 3,1) o las mismas oraciones que lo piden: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 51,12.13).

El problema que late bajo este diálogo no es tanto el reconocimiento de Jesús como Mesías cuanto la aceptación de lo que eso significa realmente. Y aquí entran en conflicto dos visiones muy diferentes sobre la misión del Mesías: Nicodemo representa a quienes esperan a un Salvador con un gran poder humano que resuelva por la fuerza los problemas materiales, políticos y religiosos de su pueblo; mientras que Jesús se presenta como el humilde Siervo de Dios que rescata a su pueblo por el camino del amor más abnegado que le lleva hasta la Cruz. Eso no es fácil de aceptar para Nicodemo ni para nadie; por eso hace falta la fe -un tipo singular de fe, más verdadera que la imperfecta que tiene este hombre-; una fe tan diferente a la que posee que es como el nacimiento a una nueva vida.

La cuestión hacia la que Jesús ha ido dirigiendo el diálogo, y que queda en el aire para Nicodemo y para nosotros, es hasta qué punto estamos dispuestos a dejar nuestras seguridades para dar el salto en el vacío que comporta aceptar el misterio de la Cruz como el único camino que plenifica y salva al hombre, a reconocer en Jesús al Hijo de Dios que hace realidad esa salvación y a apostar la propia vida en el seguimiento incondicional del Salvador, viviendo su misma vida y participando de su propia misión.

Por medio de la oración, puedo ponerme en la piel de Nicodemo, reconociendo los apegos y resistencias que dificultan o impiden el salto que debería dar para creer verdaderamente en Jesús y entregarme a él, tomando conciencia del estado real de mi voluntad de seguir incondicionalmente al Señor. Sólo desde el conocimiento de mi auténtica situación puedo desear sinceramente la fe y pedirla eficazmente.

El justo vive de la fe

Nosotros tenemos fe, creemos en Dios, en su existencia, su bondad, en su Palabra… y vemos con pena a tantas personas que carecen de un bien tan extraordinario como la fe, algo tan importante, que da luz y sentido pleno a la vida, algo tan simple, al alcance de cualquiera. Por eso, cuando alguien nos dice que no cree en Dios, le animamos a acercarse a él; y muchos suelen decirnos que no es que no quieran tener fe, sino que no pueden, que nos envidian por poseer el don de la fe, pero que es un don que no han recibido. Y, si nos dan la oportunidad, les decimos que es un don que Dios quiere darnos a todos, basta que nos dispongamos a recibirlo, que confiemos en Dios y le demos una oportunidad… Y nos contestan que alguna vez lo han intentado, pero la oración les aburre, no entienden la Biblia, la misa la cansa…, y no tiene sentido hacer el paripé de mantener unas realidades que carecen de significado para ellos. Y nosotros insistimos en que deberían darle una oportunidad a Dios para que pueda acercarse a ellos y dárseles a conocer. Les pedimos un salto de confianza, en la aceptación real de un posible cambio de vida, porque creer en Dios supone un verdadero cambio de valores, actitudes y comportamientos que va a afectar a toda su existencia. No se trata sólo de hacer hueco los domingos para ir a misa, sino de darle espacio a Dios en su vida, en la que cambiarán muchas cosas en su interior y en lo exterior: en las relaciones personales en la familia y en el trabajo, en comportamientos, actividades o diversiones. Y vemos que les cuesta muchísimo dar ese salto, y los animamos, haciéndoles ver que no es tan difícil como creen, que es mucho más simple de lo que parece, que nosotros hemos dado ese paso y no nos ha pasado nada malo, todo lo contrario: somos mucho más felices y nuestra vida es muchísimo más plena y gozosa. «No es tan difícil -les decimos- ¡Vamos ánimo, que merece la pena!» Y no entendemos que cueste tanto dar ese salto, algo tan simple como darle a Dios un voto de confianza, con la certeza de que él no nos va a defraudar.

Nos cuesta entender a los que no tienen fe y, mucho más, a los que desean tenerla y dicen no poder conseguirla. «No es tan difícil», pensamos con pena desde nuestra propia experiencia de fe.

Este tipo de situaciones, nada infrecuentes, pueden ayudarnos a descubrir un serio problema -quizá el más serio- de nuestra vida espiritual-, que es nuestra propia fe. Lo que le pedimos a cualquiera para tener fe es que haga un acto de confianza, que acepte la posibilidad real de algo que trastocará toda su vida, que se disponga a admitir algo que, por hermoso que parezca, rompe sus esquemas mentales porque carece de la evidencia y la seguridad que consideramos necesaria para tomar una decisión de esta envergadura. Pero nosotros seguimos insistiendo en que es posible, que merece la pena, que es algo que deben hacer…

Sin embargo, eso que pedimos a los demás, nosotros no sólo no lo hemos hecho, sino que ni siquiera lo hemos intentado. Creemos pedir a otros lo que hemos realizado, pero el «salto» en el vacío que supone para ellos creer en Dios y todo lo que eso comporta, nosotros no lo hemos dado, porque se nos ha regalado. De hecho, podríamos renunciar a Dios, prescindir de él, dejarlo aparcado temporal o definitivamente, pero no podemos dejar de «creer» en él, con todo lo que eso supone. Esto no ha necesitado para nosotros ningún salto en el vacío. Luego, si la fe exige un salto, deberíamos preguntarnos: ¿cuál es el salto en el vacío que demuestra mi fe?

Quizá nos ayude a entender el problema considerar una curiosa afirmación que encontramos repetidas veces en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: «El justo vive de la fe» (cf. Heb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4), lo que nos indica la importancia que tiene la fe para el creyente, hasta el punto de constituir lo que le define como tal «creyente». Pero ¿qué es la fe en realidad?, porque lo cierto es que hay diferentes maneras y niveles de ser creyente o de ser cristiano, y en todos los casos se puede decir, de algún modo, que se «tiene fe».

En particular existe un tipo de cristiano que ha recibido la gracia especial de conocer a Dios de una forma personal y «directa», lo que supone una singular vocación a la santidad que conduce a una vida que llamamos «contemplativa», caracterizada por una relación particularmente íntima con el Dios que se le ha manifestado de un modo personal. Esto vuelve a plantearnos el asunto de la fe, con el que habíamos empezado, de un modo más concreto: «¿En qué consiste la fe para quien ha recibido de Dios la gracia de conocerlo personalmente? ¿Cuál es la fe del contemplativo?».

Para la mayoría de las personas -creyentes y no creyentes- la fe consiste, básicamente, en reconocer la existencia de Dios como ser supremo. En principio, para tener fe bastaría con un mero reconocimiento formal de ese ser superior, que muchos expresan con una fórmula muy conocida: «Yo soy creyente, pero no practicante». A lo más que llegan algunos es a aceptar la existencia de Dios en general, reconocerlo en su Revelación y tratar de atenerse a sus mandatos, contenidos en la Biblia, que recoge lo fundamental de lo que Dios nos ha revelado. Así es como, con estos elementos, se va edificando, enriqueciendo o destruyendo la fe de los cristianos. Y en ese proceso se intercalan luces, sombras, crecimiento, crisis, compromisos o abandono, dando lugar a un itinerario vital que se convierte en una verdadera aventura de incierto final. Sin embargo, la verdadera fe es la respuesta que el hombre da, con todo su ser, al Dios que se revela, sometiendo completamente a él su inteligencia y su voluntad2.

Existen algunos cristianos -incluso algunos no creyentes- que han tenido una experiencia viva de Dios, una gracia sobrenatural por la que se han encontrado realmente con él de una forma personal y profunda. Ese encuentro lleva aparejada la fe, una fe muy distinta a la que tenían antes o de la que carecían, y que se hace absolutamente connatural a la persona que recibe ese don de Dios. Lo cual nos lleva nuevamente a preguntarnos qué es lo que constituye la fe; pero, en este caso, la fe de los que conocen personalmente a Dios.

Para los que reciben esta gracia, lo fácil -y lo que hacen la mayoría de ellos- es aplicarse a sí mismos el mismo concepto elemental de fe que tenían, que es el que admite todo el mundo: creer unas verdades y cumplir unos mandamientos. Pero, al conocer personalmente a Aquel que es el objeto de la fe, no pueden realizar el salto espiritual que supone para el resto de los mortales aceptar la existencia de Alguien al que sólo conocen por las referencias externas que ofrecen la Biblia o el testimonio de los creyentes. Porque una de las características principales de la fe es ese «salto» que implica a toda la persona y en el que ésta compromete su vida y la orienta hacia un Dios del que no tiene una experiencia directa. Pero quien tiene ese tipo de experiencia no puede dar ningún salto de esta índole porque no puede dudar de Dios.

Para quien posee un conocimiento directo de Dios no es necesario, ni posible, un ejercicio mental o espiritual para reconocer lo que le resulta evidente; ni tiene que dar un salto, más o menos costoso, que le comprometa a admitir unos dogmas y una moral determinados, o a cumplir unos mandamientos, tales como la misa dominical o la abstinencia cuaresmal. El creyente que «conoce» personalmente a Dios no tiene que hacer ningún esfuerzo para «creer»; es más, no podría negar la existencia de Dios, aunque quisiera hacerlo. Tampoco tiene que dar ningún salto que implique riesgos difíciles de asumir para aceptar y vivir el fuerte compromiso de vida al que se siente llamado. Todo esto se lo facilita la misma gracia recibida. El resultado es una forma de vida que lleva a la persona agraciada con ese don -y a todos los que la rodean- al convencimiento de que tiene fe, y una fe verdadera y de calidad.

El cambio de vida que origina esta experiencia profunda de Dios consiste en vivir más a fondo la vida cristiana normalmente entendida. En la práctica, se trata de vivir -con más o menos intensidad- la vida propia de quien cree simplemente en la existencia de Dios y acepta sus mandamientos. Esto podría dar la impresión de que en ambos casos es posible hablar de vivir la fe. Sin embargo, ¿es fe lo que tiene el primero?, ¿el mismo tipo de fe que el segundo? Volvemos así, una vez más, a la pregunta que nos hacíamos: ¿En qué consiste la fe del contemplativo, del santo?

Entre quienes reciben la gracia del encuentro con Dios existe, como tentación, un gran interés por mantenerse en el convencimiento de que la fe para ellos es, prácticamente, lo mismo que para los demás, aunque quizá con un mayor compromiso de vida, pero en la misma línea. Como consecuencia de este convencimiento, piensan que pueden tener unas dificultades y crisis de fe semejantes a las que tienen los demás; y ese falso convencimiento los lleva a generar, sin darse cuenta, unas aparentes crisis de fe que serían expresión de su crecimiento espiritual y que, en realidad, son imposibles en quien ha conocido directamente el objeto de la fe. Es la forma inconsciente, pero muy eficaz, de entretenerse en falsas dificultades de fe para evitar plantearse en serio lo que debe suponer para ellos la fe y dar el verdadero salto espiritual que Dios está esperando.

De hecho, el contemplativo no puede «perder la fe», como suele decirse, porque no puede negar lo que para él es una evidencia. Lo cual no significa que no pueda perder, de alguna forma, la gracia recibida y sus frutos, pues, aunque no niegue a Dios, puede olvidarse de él o ignorarlo, aprovechando que sus recortes en este campo no desdicen del nivel corriente de fe y, al menos aparentemente, no hay consecuencias visibles de esos recortes en su comportamiento.

Todos estos juegos y estrategias, más o menos conscientes, responden a la tentación que acompaña al encuentro con el Dios vivo para evitar la fe verdadera, con todo lo que supone3. No olvidemos que toda gracia va acompañada siempre del contrapeso de su correspondiente tentación, ya que ésta es la principal tarea del demonio, que tiene un gran interés, no tanto en hacernos pecar sin más, sino en inutilizar la fuerza de la acción de Dios en nosotros y desviarnos así de su plan personal de santidad para el que nos ha creado. Y para ello no nos invita al mal, sino a un bien que nos resulta más razonable, atractivo, fácil y eficaz que el que Dios nos propone, pero que nada tiene que ver con la voluntad divina y que nos separa de ella.

Este proceso, al que alienta la tentación, acaba manteniendo en el sujeto la conciencia de ser un privilegiado por poseer una fe «de calidad», mientras configura su vida cristiana siguiendo su propio criterio y voluntad, en vez de ser fiel a la voluntad de Dios; lo que le lleva, en la práctica, a hacer compatible su particular llamamiento por parte de Dios con una vida mediocre:

Para lograr que apartemos la mirada de Dios, el enemigo nos invita a dirigirla a nuestro alrededor y comprobar que para ser buenos no hay necesidad de plantearse las cosas con tanta radicalidad, que tal como estamos somos mucho mejores que la mayoría, etc. Y así vamos limitándonos a construir simplemente una buena relación con Dios, apoyada en un poco de oración, de sacramentos, o en el cumplimiento de unas cuantas prácticas religiosas, lo que nos dará la impresión de avanzar en la vida de fe mientras mantenemos una prudencial distancia con Dios para que no nos complique demasiado la vida.

Hemos de ser conscientes de que una cosa es la mera «religiosidad» y otra la fe verdadera. De hecho, podemos ser muy religiosos, pero estar huyendo del Dios vivo. Se trata de una cuestión delicada y con peligrosas consecuencias, porque con nuestra misma práctica religiosa podemos estar construyendo una coraza que nos defienda del amor abrasador de Dios y nos justifique ante las exigencias de ese amor, haciendo que resulte imposible llegar a la rendición total al amor divino4.

Para hacer luz en el asunto de la fe del contemplativo lo mejor es que dirijamos nuestra mirada a aquellos personajes que son nuestros modelos en este campo. El primero de ellos es, lógicamente, Abrahán, al que reconocemos, con toda razón, como «nuestro padre en la fe» (cf. Rm 4,11-12.16). De él nos dice el libro del Génesis que «Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia» (Gn 15,6), lo que será repetido en el Nuevo Testamento en varias ocasiones (cf. Rm 4,3; Gal 3,6; St 2,23).

¿Qué significa que Abrán «creyó», razón por la cual fue justificado? No podemos pensar que se refiere simplemente a que reconozca la existencia de Dios. Eso no lo hace ni único, ni modelo de fe, pues muchos realizan ese mismo reconocimiento. Además, tampoco tiene especial mérito reconocer algo de lo que ha tenido una experiencia tan fuerte como para hacerle cambiar de vida. De hecho, muchos creen en la existencia de Dios sin ese apoyo. Entonces, ¿qué es lo que «creyó» este hombre para convertirse en modelo de fe? ¿Dónde está su salto en el vacío que es propio de la fe verdadera? Porque una cosa es aceptar la existencia de un Dios que se me manifiesta claramente, y otra, bien distinta, aceptar que el arriesgado plan que me propone vale la pena, creer que es posible y que merece que hipoteque mi vida por él.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que Abrahán es modelo de la obediencia de la fe, que consiste en someterse libremente a la palabra escuchada, garantizada por Dios mismo5. «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad […]. Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: ofreció a su hijo único, el destinatario de la promesa» (Heb 11,8.17). Por el contrario, una fe que cree que Dios existe, pero que no se traduce en entrega plena a Dios, se acerca demasiado a la fe de los demonios. Ellos no dudan de la existencia de Dios y sus prerrogativas; pero eso no les sirve para nada. Se cumple así lo que nos dice el apóstol Santiago: «Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”. Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan» (St 2,16-19). Esto vale para todo creyente, que debe traducir en su vida concreta aquello en lo que cree, pero resulta insuficiente para quien ha recibido una apoyatura especial por parte de Dios. En este caso, las obras que demuestran la fe del contemplativo no son las propias del compromiso de vida cristiano en general sino algo muy concreto y especial.

Aunque sea muy clara su experiencia de Dios, nada le garantiza al contemplativo el sentido, el valor y el fruto de un proyecto que, por atractivo que pueda resultar, exige que cierre los ojos y se lance al vacío de una confianza ciega en aquello que Dios le ha manifestado. De hecho, puede creer que Dios existe y le ama; pero eso no le impide pensar con preocupación o angustia: «¿Qué va a ser de mí si me entrego a Dios?»6. Aquí es donde se identifica la fe en Dios con la fe en la obra concreta que Dios realiza en el sujeto. No se trata de una duda sobre el compromiso de vida propio del creyente, que es algo fuera de toda discusión, sino del compromiso particular que va más allá de lo que es común a todo cristiano y supone una verdadera locura para el mismo creyente.

El contemplativo no duda que Dios exista, pero ese convencimiento no le basta para entregarse a él en un proyecto de vida y una misión de las que no tiene más garantías que las imprecisas indicaciones que Dios le da. Y en la aceptación de ese proyecto es donde se demuestra la fe del contemplativo; de forma que dudar de él es su forma de dudar de Dios, una duda más peligrosa que la que mucha gente puede tener sobre la mera existencia de Dios. Por otra parte, se trata de una duda culpable e injustificable, porque Dios le ha dado mucho más que el convencimiento de su existencia: le ha mostrado su amor y su presencia de una forma excepcional. Y, además, su duda resulta enormemente dolorosa para Dios, que tanto amor le ha mostrado al salir a su encuentro y llamarlo personalmente a la unión con él.

¿Qué habría pasado si Abrahán no hubiera hipotecado su vida para secundar la llamada de Dios, apoyándose en cualquiera de las muchas razones, compatibles con la fe, que podría esgrimir en pura lógica?, ¿o si la hubiera sustituido por el simple culto externo al Dios único que había descubierto, pero sin salir de su casa? Ciertamente no se podría decir que Abrahán «creyó», y mucho menos afirmar que es nuestro padre en la fe, si se hubiera negado a prestar la obediencia de la fe a Dios. Sin embargo, con esa actitud sí habría podido mantener un fuerte convencimiento de la existencia de Dios y, más aún, el reconocimiento de la manifestación personal recibida de Dios mismo.

Este aparentemente sutil cambio de planes por parte de Abrahán le habría llevado a cerrarse a la acción de Dios y a negarse a sí mismo, aunque quizá no se diera cuenta de ello al engañarse pensando que ignorar el proyecto concreto de Dios o dudar de él no es importante, puesto que no afecta a lo supuestamente esencial de la fe, que es la adhesión a Dios y el cumplimiento de su voluntad en general. Pero no es así: en el modo en que respondemos al plan personal de Dios estamos manifestando la autenticidad de nuestra fe y la forma en que queremos relacionarnos con Dios. Y, aunque para la mayoría de los creyentes la fe no vaya más allá de los compromisos básicos y comunes a todos, para el contemplativo, la fe en Dios no puede separarse de su respuesta al personalísimo plan de vida para el que ha sido creado y que implica la obediencia de la fe y la entrega de toda la vida a dicho plan7.

Ésta es, quizá, la razón principal por la que fracasan con tanta frecuencia la vocación y misión personales de los contemplativos, sobre todo, si viven en el mundo. Se convencen de que pueden creer en Dios y elegir la respuesta que deben darle, como lo harían si no se hubiesen encontrado con él, como si su respuesta fuera opcional y se pudiera cambiar por cualquier trabajo espiritual, caritativo o apostólico, por exigente o generoso que sea. Sin embargo, nuestra voluntad nunca podrá suplir a la de Dios, especialmente en lo que se refiere a nuestra vocación y misión personales. Si lo hacemos así, no sólo atentamos contra nuestra identidad de contemplativos, sino que ponemos en riesgo nuestra fe, reduciéndola a una simple creencia en Dios, que tendremos que rellenar con el iluminismo para que se asemeje a la intensidad de fe auténtica, que implica toda la vida y es propia del verdadero creyente.

Existe una especie de ley «física» en la vida espiritual por la que el alma no permite que existan vacíos en ella. Así, lo que no se llena de Dios se llena de otras cosas; y el vacío que deja una vida espiritual imperfecta o una vocación sin realizar se tiene que rellenar con algún sucedáneo de las mismas que ofrezca la impresión de que todo funciona correctamente -según Dios lo quiere- y el proceso de santificación avanza adecuadamente. Una de las formas de suplir la falta de verdadero compromiso en la voluntad personal de Dios para con un individuo consiste en volcarse en multitud de actividades buenas y meritorias que llenan el tiempo y crean la impresión de llenar una vida que carece del sentido preciso para el que fue creada. Pero la forma más fácil de evitar responder a Dios consiste en generar multitud de sentimientos, imaginaciones y deseos elevados que vengan a sustituir la respuesta concreta que se está evitando dar. Es la tentación del iluminismo, de la que, una vez se entra en ella, resulta extremadamente difícil salir porque, mientras genera un fuerte entusiasmo afectivo, vacía el alma del amor de Dios y la aísla de su gracia.

Lo mismo que vemos en Abrahán, lo encontramos en Moisés, en los profetas, en la Virgen María8, en san José y en la mayoría de los santos. En todos ellos podemos reconocer, como la más importante característica que tienen en común, que no separan su fe en Dios de su adhesión al plan salvador concreto que les propone, impidiéndose a sí mismos toda posible manipulación de la voluntad divina sobre ellos.

En el caso de María esto se hace particularmente claro, hasta el punto de definir su vida y determinar el fruto de la misma. Ella creía en Dios con toda su alma y vivía orientada hacia él de modo absoluto, pero eso no le impidió tener que dar el «salto» en el claroscuro de la fe que supone la aceptación del plan que Dios había preparado personalmente para ella. El «aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) expresa, precisamente, la aceptación incondicional de la voluntad divina sobre ella, tanto en lo general como en lo particular, así como su disposición a estructurar toda su vida en función del designio de Dios y cumplir a rajatabla lo que le pide. Así, responderá decididamente a lo que este designio deja claro, que es lo que ella puede entender del insondable proyecto que Dios le ha presentado; y, a la vez, también dará respuesta a la parte oscura del mismo, la que se refiere al modo concreto en que deberá traducir ese proyecto a la vida ordinaria en cada momento, así como el futuro que le espera y lo que va a suponer para ella el cumplimiento de la voluntad divina.

Precisamente, la grandeza de María se muestra con especial claridad en su respuesta a Dios en el simple acto de aceptación con el que contesta al ángel de la Anunciación; pero su verdadero valor se pondrá de manifiesto en la fidelidad con la que mantendrá esa misma actitud, sin fisuras, a lo largo de su vida. Así es como se realiza el «acto» de fe que se demuestra en una «vida de fe», haciendo realidad que «el justo vive de la fe» (cf. de nuevo Heb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4). De hecho, su fe le lleva a vivir pendiente de la voluntad de Dios en medio de las incertidumbres de la vida, para lo cual tendrá que dedicarse a meditar «todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19).

Así pues, la manifestación extraordinaria de Dios es inseparable del proyecto concreto que tiene para la persona a la que se manifiesta, como si «¿quién es Dios?» y «¿qué desea de mí?» fueran las dos caras de la misma moneda. Por eso, como hace san Pablo cuando se encuentra con Cristo resucitado, debemos preguntar a la vez: «¿Quién eres, Señor?, ¿qué quieres de mí» (cf. Hch 22,8.10).

Este tipo de gracias, a las que nos venimos refiriendo, comportan una fuerte experiencia de la existencia de Dios como ser personal, de su amor único por mí, de su gran interés en que le corresponda con un amor -absoluto y real- proporcionado al que recibo, cumpliendo un proyecto único de vida que Dios acarició con infinito amor desde toda la eternidad y para el que me creó y redimió personalmente.

Resulta muy significativa la gran valoración afectiva que le conceden a las gracias extraordinarias los que las reciben, así como el interés que suelen poner en dar testimonio de las mismas, sin tomar en consideración que el sentido principal de dichas gracias es, precisamente, dar a conocer al individuo la concreta voluntad de Dios para su vida, y no tanto que los demás lo reconozcan como el privilegiado receptor de unos dones excepcionales de Dios.

Tengamos en cuenta que el designio personal de Dios para el contemplativo no se reduce a una simple tarea apostólica o espiritual, sino que abarca toda su vida. Por eso, determina la verdadera y más profunda identidad del sujeto, la orientación y el sentido de su vida interior, su misión espiritual y apostólica, el fruto específico de su existencia, así como las motivaciones y actitudes que deben regir su comportamiento. Todo lo que conforma su existencia está afectado por la voluntad de Dios y debe ser descubierto y aplicado a su vida por el creyente del modo más concreto y preciso posible.

Es muy frecuente, como hemos apuntado, que el fuerte impulso espiritual que genera este tipo de gracias se traduzca en un gran entusiasmo por dar testimonio de esa experiencia, por realizar grandes obras para dar a conocer a ese Dios recién descubierto y mover a conversión a los más posibles. Bajo el impulso de ese anhelo, la persona concibe multitud de ideas que poner en práctica. Y así, de inmediato, se ve sumergida en un universo de proyectos, objetivos, tareas, etc., con sus correspondientes trabajos y problemas que exigen constantes ajustes y llevan a una montaña rusa de entusiasmos, esfuerzos, decepciones, éxitos y fracasos. Todo lo cual acaba ocupando el tiempo, la imaginación y la vida, creando la impresión de que se está desarrollando un proyecto personal que se corresponde con el que Dios le manifestó en el momento de darle la gracia del encuentro con él9.

Sin embargo, la realidad es bien distinta: todo ese esfuerzo realizado no es, en esencia, más que el modo de evitar plantearse y ejecutar el verdadero plan que Dios quiere darle a conocer y que se contiene en la gracia del primer encuentro. Resulta muy elocuente, en este sentido, que mientras se tiene un extraordinario interés en hacer cosas -las que sean- no existe ningún interés real por conocer de manera concreta la vocación y misión particulares que se derivan de la gracia recibida. Más aún, la simple propuesta de realizar el trabajo de discernimiento de la vocación y la misión se considera una agresión, puesto que plantea un problema -como algo negativo a desechar- que desdice de la luz, del entusiasmo y de la facilidad que empapa todo en ese momento. Sin embargo, aunque sea lo único que no esté del todo claro y carezca de la exaltación del momento, ese trabajo de discernimiento es la expresión más importante y real de la respuesta de amor a Dios y el verdadero signo de que nos tomamos en serio su gracia, por encima del fervor o los sentimientos pasajeros que suscite esa gracia en el alma.

Debemos, pues, plantearnos si, a partir de la gracia del encuentro con Dios, es posible vivir -sincera y conscientemente- sin conocer en detalle la propia identidad, vocación y misión. Se trata de una cuestión de vital importancia: «¿Cómo puedo vivir una vida nueva, transfigurada, si no conozco el sentido y las características concretas de esa vida?». Realmente es imposible pretenderlo. Sin embargo, la triste realidad es que a nadie le interesa este asunto, y todo el interés se centra en disfrutar de la nueva visión y de los sentimientos que produce la gracia, sin tomar conciencia de que eso no es lo importante, sino una consecuencia de la misma. Caemos, así, tontamente en el error que denunciaba aquel que decía que «cuando el sabio señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo». Cuando Dios nos señala la nueva vida que nos ofrece, nosotros nos quedamos mirando el indicador sensible y pasajero con el que nos muestra el objetivo; y mientras llenamos nuestro tiempo, entretenidos estudiando el dedo, vaciamos nuestra vida del sentido que tendría alcanzar la meta a la que el dedo nos dirige.


NOTAS

  1. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 154-155.
  2. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 143.
  3. Es necesario tener en cuenta lo dicho en Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), III,5,A: Las tentaciones del comienzo: Tentaciones contra la fe (p. 56-59); aunque también puede tener relación con las Tentaciones de incongruencia (p. 63-66).
  4. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 57.
  5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144.
  6. Cf. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 56.
  7. Recuérdese lo dicho en el retiro «El realismo de la fe», en el apartado Vivir por la fe, vivir en la fe, en el que se describen las diversas posibilidades de relacionar la fe con la vida, donde concluíamos que el contemplativo está destinado a vivir sólo de fe. Puede leerse también Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, V,3,A: Vivir de la fe (p. 112-117).
  8. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144, afirma que la Virgen María es la realización más perfecta de la obediencia de la fe. Cf. también n. 148-149.
  9. Cf. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, III,5,F,f: Traducción de la gracia (p. 76-77).