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1. El realismo de la conversión

Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió (Mt 9,9).

Cuenta la leyenda que Arquímedes de Siracusa, el mayor científico de la antigüedad, entusiasmado ante su descubrimiento de la palanca, gritó: «Dadme un punto de apoyo y moveré al mundo». Ciertamente se trata de un mecanismo simple, pero asombrosamente eficaz para amplificar la fuerza mecánica aplicada a un objeto. Y si es maravilloso tener un mecanismo físico así, ¿no sería más extraordinario disponer de algún «mecanismo espiritual» que permita amplificar la fuerza de la gracia y nos facilite el camino hacia la santidad? Pues busquemos esa palanca.

Quizá pueda parecer imposible encontrar un camino sencillo y fácil hacia la santidad; sin embargo, hemos de tener en cuenta que Dios no es complicado, y todo lo que nos propone es simple, fácil y posible; aunque, evidentemente no exento de dureza. Pero el hecho de que cueste o duela no significa que se trate de algo «difícil». A partir de esa premisa pretendemos entender el proceso que pone en marcha la santidad como algo concreto, fácil y posible.

Y lo primero que hemos de tener en cuenta es que no podemos alcanzar este objetivo si no es por medio de la oración, apoyada en la Palabra de Dios, que nos lleva a la contemplación. Por ese camino podremos descubrir, como ya hemos visto anteriormente, que estamos ante un proceso que sigue un patrón claramente identificable; por lo que hemos de comenzar por el estudio de dicho patrón reflexionando y meditando ante el Señor sobre el proceso que impulsa a la santidad, lo que debería llevarnos a la contemplación del Señor en los acontecimientos de su vida que reflejan ese mismo proceso y el modo en el que él los vive.

Debemos enmarcar este proceso que vamos a intentar entender en el conjunto del plan redentor de Dios. Todo el misterio de la creación y la redención del género humano por parte de Dios se puede resumir del siguiente modo:

  •   Dios me ha creado por amor ‑un amor infinito y personal‑ para que comparta ese amor y su vida aquí en la tierra y goce de ellos plenamente en el cielo por toda la eternidad. Como fruto del pecado ‑original y personal‑ estoy marcado por limitaciones y condicionantes que me impiden de manera absoluta vivir la vida de Dios en mí. Para hacer posible esa vida, Dios se hizo presente en la historia por medio de la encarnación del Verbo, derribando el muro que nos separaba de Dios, levantado por el pecado original, y dándonos de nuevo su vida y su amor a través de la muerte de Cristo y su resurrección, por las que nos infunde el Espíritu Santo, que restaura nuestra vocación inicial y la capacidad de sintonía con Dios, de acogida de la gracia, de diálogo con Dios; de manera que podemos alcanzar la plenitud de la vida de Dios en nosotros1.

Se trata de un proceso que nos cambia de manera profunda ‑real y objetiva‑, partiendo de la transformación que Dios realiza en nosotros por el bautismo. Este sacramento restaura la capacidad de comunicarnos con Dios y de recibir su gracia. Se rompe así el muro que impedía que el río de la gracia llegara hasta nosotros, de modo que Dios puede realizar la obra de nuestra santificación y nosotros podemos responder a su gracia colaborando con ella y permitiendo que lleve a cabo su cometido transformador en nuestra vida.

Sin embargo, la gracia de Dios no se salta la libertad humana, de manera que, a pesar de su extraordinario poder, no puede impedir que sigamos construyendo otros muros que nos apartan de él. Es decir, existe la posibilidad real de recepción de la gracia, pero también existen los límites y condicionantes para recibirla. Y ahí están nuestros lastres psicológicos y limitaciones de todo tipo, así como las influencias exteriores que nos condicionan, nos limitan y nos incitan al pecado de muchas maneras. La acción de Dios en el bautismo nos libera del peso del pecado original y sus consecuencias de muerte espiritual y eterna, pero no impide las consecuencias actuales de nuestros pecados personales, propios y ajenos, frutos del mal uso de nuestra libertad.

Lo fundamental en esto es que Dios nos hace capaces de alcanzar la unión con él, que es algo que sólo él puede hacer, puesto que se trata de una transformación que resulta imposible para nosotros. No obstante, aunque él nos hace capaces, nosotros seguimos siendo incapaces, y no porque siga cerrada la puerta que cerró el pecado original, sino porque nosotros tenemos cerrada nuestra puerta personal. Es necesario, por tanto, que abramos el cauce personal de la gracia, para que pueda dar en nosotros su fruto, que es la santidad. El acto por el que le abrimos el paso a la gracia que nos hace santos es lo que denominamos «conversión», que es el resultado de la convergencia del amor infinito de Dios por nosotros y del amor absoluto de nosotros por él.

Y aquí debemos plantearnos cómo identificar esa acción, disposición y trabajo nuestros que forman parte de la conversión: ¿es algo concreto?, ¿sigue las pautas de las cosas de Dios que son siempre simples, fáciles y posibles ‑aunque sean duras‑?, ¿cómo funciona el «mecanismo» de la verdadera conversión?, ¿existe una garantía de que podemos ser transformados radicalmente por la gracia, a pesar de todo lo que en nosotros hace imposible esa transformación?

Se trata de un asunto muy importante ‑quizá el más importante, en la práctica‑, del que depende nuestra plenitud humana y nuestra santidad. Y el hecho de que, como venimos diciendo, sea algo sencillo, fácil y posible no significa que nos resulte evidente, porque se sitúa en el ámbito del misterio de Dios al que sólo podemos acceder por la fe. Y aunque sea simple y claro en sí mismo, nosotros no lo captamos así porque estamos en otra onda, que es la de evitar a toda costa el sufrimiento, lo que nos impide ser libres y hace que percibamos las cosas de Dios de manera oscura y complicada. Además, estamos ante una realidad muy delicada, que nos resulta difícil de reconocer a simple vista, debido a que nuestra mirada está empañada por la multitud de distorsiones que nos presentan el mundo y nuestra subjetividad. No obstante, hemos de insistir una vez más en que, aunque se trate de una realidad delicada, no es en absoluto difícil o complicada.

2. El verdadero sujeto de la conversión

Contando con la imposibilidad humana de realizar este cambio de vida al que Dios nos llama, debemos mantener las preguntas que nos hacíamos: «¿Cómo se realiza la verdadera conversión?, ¿cómo acoger de manera eficaz la gracia que nos transforma radicalmente?».

Para responder a estas cuestiones hemos de conocer tanto el modo en el que actúa Dios para llevarnos a la santidad como la situación concreta del ser humano que recibe la gracia y responde a ella. Y hemos de empezar preguntándonos por el receptor de la gracia, que es el elemento más imprevisible de la ecuación de la santidad: «¿Quién es, realmente, el auténtico sujeto de esa transformación que llamamos “conversión”?; ciertamente soy yo el que ha de ser renovado por la gracia; pero ¿quién soy yo realmente?».

En una conocida frase, el filósofo José Ortega y Gasset afirma que «yo soy yo y mis circunstancias». Lo que ya no es tan conocido es que la frase continúa diciendo que «si no las salvo a ellas [mis circunstancias] no me salvo yo»2. Evidentemente no se está refiriendo a la salvación religiosa, sino a la mera salvación humana, es decir, a tomar las riendas de nuestra propia vida, incluyendo en ello las circunstancias que la conforman y condicionan. Recordemos que «circunstancia» viene del término latino circunstantia, que significa «lo que me circunda», lo que me rodea: mi historia, mi entorno, mis relaciones, mi psicología, mi trabajo, mi salud, mis manías, etc. Todo eso me ha ido haciendo lo que soy y forma parte de mí mismo; de modo que no puedo actuar libremente si no cuento con todo ello y lo someto, en la medida de lo posible, a mi voluntad.

Esto tiene una gran importancia en el campo de la fe y de la salvación, porque el fin de nuestra existencia no es otro que Dios mismo, pues para eso es para lo que él nos creó y nos redimió. Por tanto, alcanzar a Dios es lo único que nos da la plenitud humana y nos hace participar de la vida divina en el cielo. Y en ello consiste fundamentalmente la santidad. Pero nadie puede alcanzar la santidad sin tener en cuenta su «yo» completo, el que está conformado por él y sus circunstancias. Entonces, a la hora de plantearnos en serio nuestra vocación a la santidad hemos de plantearnos, a la vez, quién es el verdadero sujeto de la santidad: «¿Cuál es el “yo” ‑de los varios que me definen‑ que está llamado a la santidad?».

La cuestión es importante porque cuando me relaciono con Dios en la oración o con los demás en mi vida ordinaria selecciono el «yo» que más me conviene. Y lo que es más grave aún: mantengo mis diferentes «yos» aislados entre sí para poder utilizarlos más cómodamente según mis intereses. Elijo para la oración el «yo» que quiero ser, y al relacionarme con los demás elijo el «yo» que los demás quieren que sea.

Así pues, veamos cuántos «yos» hay en mí:

  • 1. El «yo» que define mi psicología y me está condicionando, que está formado por mis traumas, complejos, miedos, etc., de manera que voy a la oración o me relaciono con los demás intentando compensar esos complejos o miedos.
  • 2. El «yo» que creo que soy o necesito creer que soy, que tiene mucho que ver con el anterior, del que es una proyección. De hecho, con frecuencia me sorprenden mis propias reacciones y pienso que «ése no soy yo», porque creo ser distinto de lo que realmente soy.
  • 3. El «yo» que quiero ser y que trato de construir a través de mis deseos, mis decisiones y mis actos. Es el «yo» al que aspiro.
  • 4. El «yo» que los demás creen que soy y que me condiciona porque me obliga a tratar de coincidir con lo que ellos esperan de mí.
  • 5. El «yo» que me gustaría ser, situado en el ámbito de las ideas o intenciones. Es distinto del yo que «quiero» ser, construido con mis decisiones. Y aunque se trate de un yo ideal, es concreto y también me condiciona.
  • 6. El «yo» que los demás quieren que sea, que a veces pesa mucho en las relaciones personales y familiares, porque éstas nos hacen fuerza desde fuera para que seamos como los demás quieren. Como consecuencia, trato de conseguir que ese «yo» se parezca lo más posible al «yo» que me gustaría ser.
  • 7. El «yo» que Dios quiere que sea, que es el más importante porque me define en la identidad más profunda en la que Dios me pensó desde toda la eternidad, para la que me creó en mi nacimiento y en función de la cual me ayuda con su gracia. Dios no da la gracia para que yo sea lo que los demás quieren o lo que a mí me gustaría ser, sino para que alcance a ser lo que él espera de mí.
  • 8. El «yo» que soy realmente. Es mi yo más desconocido, oscuro y problemático, porque en él concurren tanto el proyecto de Dios sobre mí como todo lo que me configura en lo que soy realmente, sobre todo mis complejos, miedos y condicionantes, que me obligan a distorsionar mi identidad para evitar desestabilizarme interiormente y sufrir.

Podríamos decir que el «yo» que soy realmente en cada momento es la suma del ser que me ha dado Dios y la realidad complicada y oscura que me define humanamente. Estos dos componentes están llamados a armonizarse, pero normalmente chocan y se combaten debido a la imperativa necesidad de eludir el sufrimiento causado por nuestras limitaciones, que tratamos de evitar, ocultar o compensar a cualquier precio; lo cual casi siempre acaba oponiéndonos a Dios porque nos obliga a aceptar la verdad de lo que somos.

En la mayoría de las ocasiones, nuestro «yo» real no llega a ser el «yo» que Dios quiere porque la «mochila» de condicionantes con la que cargamos lo distorsionan y lo oscurecen. Por eso, para poder llegar a ser lo que Dios quiere que seamos tenemos que reconocer y aceptar de un modo determinado esa «mochila», esa circunstancia añadida al «yo» querido por Dios. Y esto sólo lo podemos realizar abrazando lúcidamente todos esos condicionantes, reconociéndolos como la «pobreza» en la que Dios quiere volcar su gracia y así realizar su proyecto en nosotros. Entonces se salvan el «yo» y las «circunstancias», pero no como algo separado sino armonizado, porque el plan de Dios sobre nosotros se lleva a cabo precisamente en los condicionantes concretos de nuestra existencia, y, asombrosamente, gracias a ellos3.

Para tomar las riendas de mi vida es imprescindible que encuentre mi verdadero «yo». Sólo a partir de ahí puedo responder a la gracia de Dios de forma concreta, realista y eficaz, para abrirme al cambio interior de vida que conlleva la auténtica conversión, porque sólo a ese «yo» es al que Dios concede su gracia. De hecho, él no me ayuda para que yo sea lo que a mí me gustaría ser o lo que los demás quieren que sea, sino lo que realmente soy en el proyecto para el que me creó. Por esta razón, si no acepto mi realidad limitada estaré impidiendo que Dios realice su proyecto en mí, y de esa forma acabaré trabajando, luchando, manipulando y mintiendo para mantener a toda costa los otros «yos», que son los que me interesan, e incluso utilizaré la gracia con la que Dios me empuja a la conversión para alcanzar mi objetivo, que consiste en ser lo que no soy. Por ese camino nunca podré convertirme, y perderé la gracia de Dios y su fruto.

Si no quiero que esto suceda, debo dedicarme apasionadamente, como tarea esencial de mi vida, a encontrar mi «yo» real y a defenderlo de los otros «yos», que son los que quieren tomar las riendas de mi existencia y se me imponen con fuerza desde dentro y desde fuera. Debo renunciar a salvar todos esos «yos»: lo que mi psicología quiere que sea, lo que me gustaría ser, lo que creo que soy, lo que los demás piensan o quieren de mí… Para lograrlo, he de colocar claramente el «yo» real por encima de los demás «yos», lo que exige un trabajo concreto que he de conocer y abrazar, y que requiere que tenga muy claro lo siguiente:

  • 1. Sólo en mi auténtico «yo» está la verdad de quién soy, de mi vocación y mi misión. Si busco el «yo» en el que está la verdad de mi ser, debo renunciar a la mentira y la manipulación en las que me muevo.
  • 2. El «yo» real sólo se encuentra cuando es el único que se busca, y de manera apasionada. Normalmente dedicamos nuestros mejores esfuerzos a alimentar y armonizar los otros «yos»; pero si buscamos a Dios con pasión no tenemos más remedio que buscar de igual forma nuestro «yo» verdadero, que es el único desde el que nos podemos encontrar con Dios.

·Para entender bien esto tengamos en cuenta que quien tiene una experiencia significativa de la presencia de Dios la recibe en su «yo» real y, consecuentemente, en ese momento de gracia todos los demás «yos» se desvanecen, de forma que percibe, con claridad y simplicidad, al Dios verdadero y su proyecto, que pasa por las circunstancias concretas que condicionan la propia vida. Del mismo modo, la oración ‑y aún más la contemplación y la adoración‑, cuando es auténtica, expresa el contacto simple del «yo» real con el Dios real. En ese encuentro verdadero está el ser que me da Dios y también la «mochila» de limitaciones que llevo conmigo; pero cada uno en su sitio: Dios me habla y se dirige a mí con mis condicionantes, pero, al hacerlo, todo se coloca en su lugar y, así, yo me puedo reconocer en mi auténtico ser.

·La extraña combinación de lo que soy en Dios y lo que soy humanamente por mis condicionantes se ordena cuando Dios aparece en mi vida, pues su presencia hace emerger con claridad lo que soy para Dios y, aunque lo demás sigue estando presente y me influye, todo se armoniza y, de ese modo, puedo realizar el proyecto de Dios en la misma situación que antes me lo impedía.

·Si, por el contrario, dejo que todos los condicionantes tengan la primacía en mi vida, aumento mi «mochila» de limitaciones, acreciento la confusión, identificándome cada vez más con todos mis «yos» falsos, impido que me llegue la gracia, y ahogo el ser esencial que Dios me ha dado.

  • 3. Únicamente desde mi «yo» real puedo relacionarme verdaderamente con Dios y ser santo, porque sólo él es el que recibe la llamada y la gracia de Dios.
  • 4. Sólo desde él puedo ser instrumento de la gracia y, por tanto, ser realmente útil a los demás.

En este punto he de tener en cuenta que no puedo conocer mi auténtica identidad con las meras capacidades humanas. El conocimiento de mi verdadero yo es una revelación de Dios, porque sólo él me conoce realmente, y, por eso, sólo desde él me puedo conocer a mí mismo. Esto aparece con claridad en el Sal 139: «Señor, tú me sondeas y me conoces… Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente… Sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno». Esto mismo ya aparece en el Antiguo Testamento, cuando Dios revela el verdadero ser de alguien hasta el punto de cambiarle el nombre para adaptarlo a su nueva identidad. Lo vemos, por ejemplo, en el cambio de nombre de Jacob por «Israel» tras el combate con el ángel (cf. Gn 32,25-29). Y lo mismo sucede con Abrahán, al que Dios le cambia el nombre después de establecer una alianza con él (cf. Gn 17,1-8). En este cambio de nombre se contiene la gracia de la revelación de la verdadera identidad de estos personajes, porque con ello se les muestra lo que son para Dios.

En los evangelios encontramos a varias personas que se transforman por su encuentro con Jesús y descubren en él su verdadera identidad, lo que las impulsa a un cambio profundo ‑conversión‑ para vivir de acuerdo con lo que son a los ojos de Dios. Veamos unos ejemplos:

  • 1. La samaritana, que descubre quién es realmente como fruto de su encuentro con Jesús (cf. Jn 4,1-26). En este caso, el Señor le muestra, no sólo aspectos reprobables de su vida, sino el luminoso plan que Dios tiene para ella, que es lo que le permite realizar una verdadera conversión o cambio radical de vida.
  • 2. Natanael, al que Jesús le recuerda un acontecimiento oculto de su vida que de alguna manera lo define y, a partir de ese dato, se descubre mejor a sí mismo y descubre a Jesús como el «Hijo de Dios y Rey de Israel» (cf. Jn 1,47-50).
  • 3. Simón, cuyo nombre Jesús cambia por Pedro, mostrando su transformación interior y la adquisición de una nueva misión: «Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Y, en otra ocasión, con motivo de la pesca milagrosa, Pedro se reconocerá pecador y se transformará en pescador de hombres (cf. Lc 5,8-10).
  • 4. Saulo de Tarso se convierte en Pablo tras su encuentro con Jesús en el camino de Damasco, pasando de perseguidor de los cristianos a apóstol de Cristo (cf. Hch 9,1-22; 22,3-16).
  • 5. Mateo, a cuyo cambio de publicano en apóstol ya hemos aludido, y al que la mirada de Jesús le revela a la vez su condición de publicano, como pecador amado, y su nueva identidad de discípulo (cf. Mt 9,9).
  • 6. La mujer adúltera, que recibe de Jesús la revelación de su nueva condición de perdonada, lo que le abre a una vida nueva (cf. Jn 8,1-11).
  • 7. El buen ladrón, a quien las palabras que le dirige Jesús le llevan a la conversión y lo introducen inmediatamente en el Paraíso (cf. Lc 23,40-43).
  • 8. Todos los que han luchado fielmente con Cristo, a los que Dios les entrega una piedrecita blanca en la que está escrito su nombre y alcanzan la victoria definitiva (cf. Ap 2,17).

Así pues, podemos afirmar que el descubrimiento de la realidad de lo que yo soy es un don del Señor, una auténtica revelación, fruto de una experiencia profunda de su amor: ahí es donde conozco quién soy realmente al descubrirme amado incondicionalmente por él, como hemos visto que le sucede a la samaritana, que encuentra su auténtica identidad cuando se ve amada en su pecado por Jesús.

Esto es tan importante que podemos afirmar que resulta imposible construir una vida plenamente humana y, con mayor razón, plenamente cristiana sin el profundo conocimiento de nosotros mismos, que nace de la experiencia del amor de Dios a nuestro «yo» real.

Veamos ahora cómo se relacionan evangélicamente las diferentes realidades que configuran nuestra identidad con la ayuda de uno de los ejemplos más claros de entre los muchos que nos ofrecen los santos.

3. Un modelo de conversión: santa Teresa del Niño Jesús


La niña Teresa Martin con su padre

Para conocer a fondo el modo en el que se realiza el proceso de la conversión que impulsa a la santidad tenemos en la vida de santa Teresa del Niño Jesús un ejemplo que resulta muy significativo, porque ella lo narra y, además, lo disecciona para que se entienda adecuadamente. Se trata del que quizá fue el acontecimiento más importante de su vida, que ella denomina la «gracia de la Navidad», ocurrido en la noche del 25 de diciembre de 1886.

En el relato que hace Teresa, vemos a una niña de trece años, muy buena y piadosa, pero dominada por un carácter hipersensible y casi neurótico, que, en un momento en el que experimenta el impulso irrefrenable a centrarse en sí misma y buscar el afecto de los demás, hace un esfuerzo heroico por inmolar su psicología ‑que es parte esencial de ella‑ y entregar su vida abnegadamente a Jesús, a quien desea demostrar su mayor amor negándose a sí misma para poder ser lo que Jesús quiere que sea. Y justamente la conciencia de su miseria y de la imposibilidad de alcanzar con sus fuerzas el objetivo por el que se entrega es lo que le permite acoger el milagro de su profunda transformación, que será el comienzo de su nueva vida radiante e iluminada.

Merece la pena ver este acontecimiento en detalle, tal como ella misma lo narra:

Debido a mi extremada sensibilidad, era verdaderamente insoportable. Si, por ejemplo, sucedía que hacía sufrir involuntariamente un poquito a un ser querido, en vez de sobreponerme y no llorar, lloraba como una Magdalena, lo cual aumentaba mi falta en lugar de atenuarla, y cuando comenzaba a consolarme de lo sucedido, lloraba por haber llorado. Todos los razonamientos eran inútiles, y no lograba corregirme de tan feo defecto.

No sé cómo podía ilusionarme con la idea de entrar en el Carmelo estando todavía, como estaba, en los pañales de la infancia…

Era necesario que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese milagro lo hizo el día inolvidable de Navidad. En esa noche luminosa que esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz… En esta noche, en la que él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, «una carrera de gigante».

Se secó la fuente de mis lágrimas, y en adelante ya no volvió a abrirse sino muy raras veces y con gran dificultad […].

Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión.

Volvíamos de la Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso.

Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a buscar mis zapatos. Esta antigua costumbre nos había proporcionado tantas alegrías durante la infancia, que Celina quería seguir tratándome como a una niña, por ser yo la pequeña de la familia… Papá gozaba al ver mi alborozo y al escuchar mis gritos de júbilo a medida que iba sacando las sorpresas de mis zapatos encantados, y la alegría de mi querido rey aumentaba mucho más mi propia felicidad.

Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me liberase de los defectos de la niñez, me quitó también sus inocentes alegrías: permitió que papá, que venía cansado de la Misa del Gallo, sintiese fastidio a la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras que me traspasaron el corazón: «¡Bueno, menos mal que éste es el último año…!».

Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena. «¡No bajes, Teresa! ‑me dijo‑, sufrirías demasiado al mirar así de golpe dentro de los zapatos».

Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón! Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y conteniendo los latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando… Felizmente, era una hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para siempre…!

Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo…

La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había faltado.

Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!4.

Lo primero que vemos en este relato es que la niña Teresa es consciente de lo quiere ser y del plan de Dios sobre ella; algo que resulta imposible por unos condicionantes enfermizos, que se dan en ella y en su ambiente, y que la hacen, no sólo «insoportable», sino incapaz de permitir que surja el «yo» para el que Dios la había creado.

Cuando habla del «pequeño milagro para hacerme crecer en un momento» está pensando en un «acto», en una realidad concreta, posible y momentánea. No se trata de un crecimiento paulatino en las virtudes propias del «yo» que nos gustaría ser, sino de la verdadera acción que Dios realiza en un momento, a condición de que hagamos ese acto concreto que ella realiza.

Hecho este «milagro», todo cambia y comienza un avance insospechado, que ella denomina «una carrera de gigante». Hay una clara desproporción entre el «acto» que hace esta niña y el cambio extraordinario que Dios realiza en ella y cuyos efectos marcarán toda su vida.

Teresa reconoce lo que es en cuanto a su psicología, las necesidades afectivas que le condicionan respecto de su padre, lo que los demás -como Celina- esperan de ella, lo que le gustaría ser para Jesús, y se da cuenta de que todo eso tiene el poder para decirle lo que es: una niña hipersensible e insoportable. Y en ese momento toma conciencia de que Jesús tiene que ser lo único, de que ha sido creada para él, de que «quiere ser» eso que Dios tiene proyectado para ella. Reconoce la verdad que se le impone y rescata la verdad de lo que Dios quiere que sea, sabiendo que ambas realidades son incompatibles y que el proceso normal es que sus condicionantes tomen las riendas de su vida e impidan lo que realmente es y quiere, que es pertenecer a Dios. Y entonces realiza el acto sencillo, heroico e inesperado, de ver los regalos con natural alegría, como si no pasara nada.

Se trata de un acto concreto y tan simple como dejar de llorar y abrir los regalos con alegría. Un acto con el que demuestra claramente a Dios su «buena voluntad» para intentar ser realmente lo que sabe que debe ser, aunque le parezca imposible conseguirlo y deba vencer todo aquello que humanamente desearía.

Todos los demás intentos anteriores por conseguirlo habían fracasado, pero ya manifestaban su «buena voluntad». Hacía falta este acto que abriese la compuerta de la gracia para que realizase milagrosamente en un instante lo que ella jamás habría podido lograr.

A partir de ese momento todo cambia para esta niña. Al realizar un heroico acto de vencimiento sobre sí misma, no sólo consigue el autodominio propio de la madurez afectiva y humana, sino que se hace plenamente disponible y permeable a la gracia. Y todos los intentos, más o menos fallidos, realizados anteriormente para amar de verdad a Jesús hacen posible este acto de amor y sitúan a Teresa en un «estado» habitual de amor y abnegación que dará a su vida el tono sobrenatural que poseerá en adelante, tal como ella misma reconoce:

Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!5.

No podemos pensar que este acto no le haya costado un gran esfuerzo a Teresa; pero, a la vez, hemos de reconocer que no es algo especialmente difícil, sino muy simple, aunque comporte trabajo y sufrimiento. Además, se trata de un acto de amor real y concreto, con el cual, Teresa, a la vez que tiene que ser santa, que quiere serlo y que no es capaz de lograrlo debido a su hipersensibilidad, toma precisamente lo que le impide la santidad, lo afronta directamente y hace con ello un acto de amor, por el cual se lanza a ser lo que no puede ser, un acto que no tiene por sí mismo la fuerza para cambiarla, pero que abre el cauce de la gracia que la transforma radicalmente. Si ella quiere ser lo que realmente «es» en su más profunda identidad, Dios le dará la gracia para alcanzarlo, con tal de que ella realice ese acto.

Ella llevaba toda su vida consciente ocupada en alcanzar un amor abnegado que su hipersensibilidad hacía imposible, lo que le ocasionaba un gran sufrimiento. Pero, sin que lo notase, ese mismo sufrimiento le iba capacitando para dar el verdadero salto de la fe por medio de un acto heroico de amor. Este acto puede parecer la insignificante respuesta a una simple contrariedad en la fiesta de Navidad de 1886; sin embargo, tiene una enorme importancia porque la abre psicológica y espiritualmente a una vida nueva, renovada y libre.

Teresa es consciente de que su transformación es una gracia de Dios, no el fruto de un esfuerzo suyo que, por otra parte, siempre había resultado fallido.

La obra que yo no había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un instante, contentándose con mi buena voluntad, que, por cierto, nunca me había faltado6.

Pero, a la vez, reconoce con lucidez que la gracia de su conversión no habría fructificado si ella no hubiera aportado su buena voluntad. Eso era lo único que poseía, y tenía que demostrársela a Dios ofreciéndole el supremo esfuerzo por alcanzar algo que le resultaba imposible: «Tenía que comprar con mis deseos esta gracia inestimable»7.

En la disección que hace Teresa de esta «gracia de Navidad» encontramos todos los elementos del «acto de conversión», descritos con una simplicidad y precisión asombrosas. Podemos ver aquí un delicado y preciso equilibrio entre lo humano y lo divino, lo que hace Dios y lo que hace ella, cómo se relacionan sus distintos «yos», y con qué simplicidad el acto de amor que define la conversión armoniza en un instante su debilidad y el plan de Dios para marcar su vida definitivamente. Por una parte, está la debilidad humana, reconocida y aceptada por Teresa; y por otra, la gracia, que puede operar el milagro de la transformación absoluta de una persona.

Podemos comprobar cómo Teresa identifica claramente lo que sólo Dios puede hacer y que para ella es imposible y, a la vez, lo que ella puede hacer, que en sí mismo no sirve para nada, pero es el acto concreto que permite que Dios haga lo que sólo es posible para él. Teresa no renuncia a ser santa ‑a ser lo que es en el proyecto de Dios‑ y lo busca con todo su ser, aunque no tenga nada más que su «buena voluntad», su deseo expresado en el acto que puede hacer ‑en este caso no llorar‑, que es ineficaz para transformarla, pero es lo poquito que tiene en su mano para dárselo al Señor. Se trata de un acto muy simple de vencimiento heroico para expresar el amor en el reconocimiento del ser que la define y que ella rescata y elige como su auténtica identidad.

Esta misma combinación de deseo irrenunciable de una santidad imposible ‑que se manifiesta en un acto inútil en sí mismo‑ y la gracia de Dios ‑cuya puerta abre dicho acto‑ que es la que nos hace santos, la encontramos también en el famoso ejemplo teresiano del niño que levanta el piececito como muestra de su «buena voluntad» de llegar hasta arriba cuando no puede ni siquiera subir el primer escalón. Ese gesto ineficaz, pero audaz en su simplicidad, demuestra la verdad del deseo, la realidad de la impotencia y es lo que mueve de forma irresistible el corazón de Dios a realizar el imposible de llevarnos a lo alto.

Usted me hace pensar, decía Teresa del Niño Jesús a una novicia, en un niño pequeño que empieza a tenerse en pie, pero no sabe andar todavía. Quiere a toda costa llegar a lo alto de una escalera para encontrar a su mamá y levanta su piececito para subir el primer escalón. ¡Esfuerzo inútil! Se cae siempre sin poder avanzar. Pues bien, sea usted ese niño pequeño; por medio de la práctica de todas las virtudes, levante siempre su piececito para subir la escalera de la santidad, y ¡no se imagine que podrá subir siquiera el primer escalón! No. Pero Dios sólo le pide la buena voluntad. Desde lo alto de esa escalera, él la mira con amor. Pronto, vencido por sus esfuerzos inútiles, bajará él mismo, y, tomándola en sus brazos, la llevará a su Reino para siempre, donde no le dejará ya. Pero, si usted deja de levantar su piececito, la dejará mucho tiempo sobre la tierra8.

Teresa misma se identifica con esta situación cuando habla de la escalera de la perfección que no puede subir y la necesidad de reconocerse pequeña para que sea Jesús el que la suba.

Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de la Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí. Y entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el pequeñito que responda a tu llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os meceré. Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más9.

Vemos, pues, como se unen en Teresa la acción humana y la divina cuando permanece en el constante intento de alcanzar el imposible al que Dios le llama. Eso es lo que ella denomina «buena voluntad», que consiste en mantener la pasión por Dios y por su obra a pesar de todas las dificultades, interiores y externas, que pueda encontrar. Fruto de esa pasión es el acto que permite que fructifique la gracia en ella. Es, ciertamente, un acto de firme voluntad, pero no tiene nada de simple voluntarismo puesto que ella sabe que no puede conseguir nada con sus fuerzas.

Madre, desde que comprendí que no podía hacer nada por mí misma, la tarea que usted me encomendó dejó de parecerme difícil. Vi que la única cosa necesaria era unirme cada día más a Jesús y que todo lo demás se me daría por añadidura. Y mi esperanza nunca ha sido defraudada. Dios ha tenido a bien llenar mi manita cuantas veces ha sido necesario para que yo pudiese alimentar el alma de mis hermanas. Le confieso, Madre querida, que si me hubiese apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas, pronto le hubiera entregado las armas…10.

Aquel día Jesús permitió que no pudiese contener las lágrimas, y mis lágrimas no fueron comprendidas… De hecho, ya había soportado pruebas mucho mayores sin llorar, pero entonces me ayudaba una gracia muy poderosa; en cambio, el día 24 Jesús me abandonó a mis propias fuerzas, y demostré lo escasas que éstas eran11.

Mira a los niños: están siempre rompiendo cosas, rasgándolas, cayéndose, a pesar de querer muchísimo a sus padres. Cuando yo caigo de esa manera, compruebo todavía más mi propia nada y me digo a mí misma: ¿Qué no haría yo, a qué extremos no llegaría si me apoyase en mis propias fuerzas…?12.

Y, a la vez, este acto de voluntad es también un acto de confianza, de abandono absoluto en las manos de Dios.

Muchas almas dicen: No tengo fuerzas para realizar tal sacrificio. Pues que hagan lo que yo hice: un gran sacrificio13.

Si nos concentramos en el momento preciso en el que Teresa experimenta la imperiosa necesidad de llorar y decide oponerse heroicamente a ella, descubriremos que se trata de un acto de oración. Una oración breve, pero tan intensa y profunda que contiene todos los elementos propios del mayor amor. Esta oración-amor es lo que le impulsa al acto de inmolación-amor que la libera de la esclavitud de su hipersensibilidad y permite que actúe libremente la acción transformadora de la gracia divina. De modo que, tal como ella misma reconoce, toda su vida posterior será fruto de ese momento de miseria, amor y gracia.

Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo…

La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había faltado.

Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!14.

Tanto el acto como la oración que lo sustenta duraron un instante, pero fueron el motor de la entrega específica que requiere la conversión. En cada persona el tiempo y el modo de esta oración dependerá del nivel de su amor y de su entrega. Lo normal es que se requiera más tiempo, el necesario para que se purifique el amor hasta que llegue a ser absoluto y heroico.

Años después de este acontecimiento, Teresa nos dará detalles de este proceso a propósito de otros acontecimientos a los que aplica el mismo «sistema» que sustentó la gracia de la Navidad. Lo podemos ver cuando narra el modo en que se vencía cuando experimentaba la necesidad imperiosa de buscar consuelo en la priora del convento.

El amor se alimenta de sacrificios; y de cuantas más satisfacciones naturales se priva el alma, más fuerte y desinteresado se hace su cariño.

Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes tentaciones de entrar en su celda [de la priora] por mi satisfacción personal, por encontrar algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían a la cabeza un montón de permisos que pedir. En una palabra, encontraba mil razones para dar gusto a mi naturaleza…

¡Cuánto me alegro ahora de todas las renuncias que me impuse desde el comienzo de mi vida religiosa! Ahora gozo ya del premio prometido a los que luchan valientemente15.

4. El proceso

A la luz de este ejemplo podemos reconocer que existe un proceso muy concreto de transformación que nos abre a la santidad para la que Dios nos ha creado. Dicho proceso tiene unas características comunes en todas las personas que lo llevan a cabo y que conviene identificar si queremos poner en marcha nuestra respuesta a la gracia de la conversión que Dios nos regala. Veamos, en detalle, el desarrollo de dicho proceso, que supone:

  • 1. Descubrir las realidades de todo tipo que me limitan y condicionan negativamente y que no puedo evitar, provenientes de mi psicología, historia, entorno, circunstancias, etc.; reconociendo que me paso la vida huyendo de ello porque no lo quiero ver, ni dejo que los demás ‑ni siquiera el director espiritual‑ me lo muestre.
  • 2. Aceptar consciente y libremente esas realidades y su fuerza como algo normal, sin dramatismos, viéndolas como parte esencial de mí mismo, y evitando justificaciones, huidas, compensaciones o culpabilizaciones.
  • 3. Tomar conciencia de que esas realidades constituyen mi cruz y son lo único que me permite identificarme verdaderamente con Cristo, colaborar con él en la redención del mundo y alcanzar la gloria.
  • 4. Hacer memoria y recuperar las gracias recibidas de Dios a largo de mi vida y su sentido, para reconocer en ellas el proyecto divino de mi vocación y misión. Esas gracias son el signo del amor apasionado y concreto de Dios por mí y de su poder para hacerme superar todo lo que me condiciona negativamente. Por mi parte, sólo un amor abnegado por Dios y por su proyecto sobre mí puede permitirle actuar y vencer cuanto se opone a dicho proyecto.
  • 5. Reconocer que mi realidad, en lo que tiene de más «negativo», hace imposible la meta a la que Dios me llama. Contar con esa imposibilidad y aceptarla como algo natural, sin dramatismos, justificaciones ni excusas.
  • 6. Aprovechar algún acontecimiento que me lleve al límite de mi resistencia para que se pongan de manifiesto mis limitaciones y mi cruz, y me obligue a responder de manera real y no teórica. El acontecimiento en sí puede ser una nimiedad o algo importante, pero tiene que llevarme interiormente al límite.
  • 7. Hacer con valentía un acto de fe en el ser de Dios, que es amor, y en mi verdadero ser, que es el que Dios me ofrece, lo que supone:

·Creer en la verdad de que Dios me ama infinita y personalmente y que, por ese amor, tiene un proyecto único de plenitud y de vida para mí.

·Creer en la verdad de que ese proyecto es posible y es el único camino para mi santificación.

  • 8. Hacer un decidido acto de amor, en forma de elección y decisión, por el que apuesto todo lo que soy y tengo en favor de Dios y de su proyecto para mí. En vez de dejarme llevar por los condicionamientos que me rompen, elijo «romperme» de otra manera: le ofrezco a Dios eso que me desgarra y el dolor que supone, y hago en ese momento el acto concreto de amor que tiene las siguientes características:

·Se concreta en la renuncia y oposición a lo que impide que el proyecto de Dios se realice, que soy yo mismo con mi pobreza ‑que es lo más mío‑.

·Implica, en un instante, toda mi voluntad en una lucha denodada por llevar a la práctica el plan que Dios tiene para mí.

·Comporta una decisión y una lucha que tienen un sentido claro y consciente de amor, de modo que sean signo real de mi amor de correspondencia a Dios, que tanto me ama. No basta que sea un acto de mero vencimiento: tiene que ser un acto concreto e intenso que exprese el «sólo por ti…, por amor…, te amo…». De nuevo hemos de recordar el «actuar en contra» de las pasiones, del que habla san Ignacio16
y que es lo propio de la verdadera ascesis cristiana, por la que nos negamos a las cosas lícitas como ejercicio habitual que nos fortalece para realizar el acto preciso de amor y de entrega que nos impulsa a la santidad.

·Todo esto debe hacerse con radicalidad, con «determinada determinación»17, concentrando todas las energías en ello y dejando de lado o relativizando todo lo que no entre en el objetivo propuesto.

·Se tiene que conservar fielmente la resolución tomada, así como el enfoque, las motivaciones y el esfuerzo que requiere, pase lo que pase, como expresión de mi amor al Señor. Esta fidelidad requiere menos esfuerzo que el acto heroico inicial, pero es preciso mantener la opción que se ha tomado en aquel primer momento más costoso.

Es muy importante que este acto de conversión manifieste claramente mi pasión por alcanzar el objetivo propuesto como lo más importante que existe en mi vida, por lo cual me dispongo a jugármelo todo a fin de conseguir la meta. Aquí no caben las medias tintas.

Se trata, en esencia, de un acto de amor que tiene que ver con el acto de fe propio de la intercesión, en el cual uno realiza el acto de plena confianza en Dios y se arriesga absolutamente para depender sólo de él18, aceptando que el fracaso en alcanzar el objetivo suponga el fracaso de la propia vida. Ése es el precio que hay que estar dispuesto a pagar en este tipo de acciones.

La actitud previa que permite este «acto» tiene tres aspectos necesarios y complementarios:

  • 1. Un amor verdadero y apasionado por Dios, que es la expresión de la auténtica fe.
  • 2. Un discernimiento claro que descubra la voluntad de Dios y la traduzca fielmente a la vida real.
  • 3. Una voluntad capaz de convertir los convencimientos en comportamientos, para lo cual se necesita una profunda y sana ascesis espiritual y material.

Estos tres elementos requieren y expresan, fundamentalmente, la madurez psicológica y espiritual que constituye la base humana de la santidad. De modo que quien desee ser santo y cumplir de verdad la voluntad de Dios en su vida tiene que poseer dicha madurez o trabajar denodadamente por conseguirla. Ciertamente, la gracia de Dios ayuda a la maduración humana, pero, sin una madurez suficiente para empezar, la gracia resultará inútil para llevar al individuo a la santidad.

Aquí la mayor dificultad estriba en la fuerza que tienen mis condicionantes y necesidades personales, que exigen tener la primacía en mi vida y se resisten a subordinarse a cualquier realidad que pueda colocarlos en segundo plano o ponerlos en riesgo de desaparecer.

Para solucionar este problema y conseguir ser libres para actuar en coherencia con la voluntad de Dios hace falta anclarse en el silencio y la adoración. A través de la adoración es como va aflorando en el alma la verdad de Dios en medio de todos los demás condicionantes. Por medio de ella podemos acallar todo lo que no es Dios para poder colocarlo a él por encima de todo lo demás, silenciando pasiones, presiones externas, ambiente, noticias, ruido, etc. Si aun así no lo conseguimos, ello se debe a que nos falta la verdadera actitud espiritual; de modo que a partir del resultado de esta adoración podemos descubrir de manera concreta cuál es el fruto real de nuestra fe y la autenticidad de nuestra vida espiritual, y si nuestro silencio y nuestra adoración son verdaderos o falsos. Si son verdaderos, nos llevarán a la libertad y a la alegría para realizar el acto de fe, mientras que, si este acto nos resulta confuso o inalcanzable, eso es señal de que nuestro silencio y adoración no son auténticos.

Estamos, pues, ante las dos realidades más importantes de nuestra vida, que nos definen absolutamente: lo que somos en lo humano y lo que somos en lo sobrenatural. Dos mundos que experimentamos separados, en el mejor de los casos, cuando no los percibimos enfrentados e incompatibles. Y el único modo de empezar a caminar por la senda evangélica hacia la santidad consiste en armonizar ambos mundos hasta que sólo exista uno, que es el sobrenatural19. No se trata de que se armonicen a base de concesiones, sino por «fusión», de tal manera que la realidad sobrenatural absorba la realidad humana. Esta necesidad de armonización me obliga a plantearme: «¿Qué es lo que puede unir mi radical incapacidad y la invitación ‑y la gracia‑ de Dios para el imposible que supone ser lo que tengo que ser?». La respuesta es sencilla y clara: el acto de amor que genera la conversión, convirtiéndola en el valiente salto desde la incapacidad a la capacidad; un salto por el que reconozco que la santidad es imposible y, precisamente por eso, me lanzo a conquistarla y la hago posible.

5. El acto «imposible»

La mayor dificultad que comporta realizar este acto decisivo radica en que desligamos la gracia de las dificultades y la cruz: por un lado, reconocemos y deseamos el proyecto de Dios, y, por otro, nos dejamos dominar por nuestros condicionantes, sin plantear ni resolver la oposición y la supuesta incompatibilidad que existe entre ambas realidades.

Hemos visto ya diversos aspectos del proceso que requiere o acompaña a este «acto» que realiza la conversión y es el trampolín hacia la santidad; veamos ahora, sintéticamente, las características concretas del acto en sí mismo:

  • 1. La primera es que se trata de un «acto», no de una idea, un propósito o un deseo. Esto puede parecer obvio, pero resulta muy frecuente que le demos valor de actos a simples aspiraciones, propósitos o sentimientos. Y muchos fracasos en la vida espiritual se deben a que la fundamentamos en ese tipo de realidades que no se traducen en acciones concretas.
  • 2. Es un acto concreto y específico, no genérico. No vale cualquier acción, por generosa que sea, sino que tiene que estar relacionada con el imposible al que Dios me llama. No basta simplemente con ser generoso o bueno, sino que es necesario un acto concreto de generosidad o bondad. Y, además, es un acto preciso que debe estar en relación estrecha con el imposible al que Dios me llama. No vale cualquier acto de cualquier virtud, sino el necesario para reaccionar a mi situación real, que tiene en cuenta de dónde parto y a lo que me llama Dios. Es un modo específico de intentar realizar por nosotros mismos y con todas nuestras fuerzas eso que sabemos que es imposible, pero a lo que no renunciamos bajo ningún concepto.
  • 3. No es un acto cualquiera que podamos elegir, sino «el» acto que responde a una situación que se me impone y me lleva al límite de mis fuerzas y capacidades. Yo no elijo llegar al límite y en el límite no hay varias opciones: o me dejo hundir por mis condicionantes o me rebelo en el sentido contrario a las mismas.
  • 4. Es un fruto de la oración, realizada como un tiempo y modo heroicos de entrega a Dios en amoroso diálogo ‑en fe y oscuridad‑ con él. Esto no significa que en la oración vaya descubriendo paulatinamente este acto para ponerlo en práctica cuando llegue el momento. Éste es un modo legítimo de orar; pero estamos en el límite al que nos lleva vernos condicionados negativamente por un lado y llamados por Dios al lado contrario, algo que nos resulta imposible; y ahí no cabe la oración normal. El salto que hemos de dar es un acto de oración; es decir, es algo que no decido yo a solas conmigo mismo, sino que surge de mi entrega amorosa a Dios en diálogo con él. En esa situación, hay que mirar al Señor y decirle con fuerza: «¡Sólo tú!». Ésa es la oración de verdad y no la que consiste en darle vueltas a los problemas para no dar la respuesta evangélica a los mismos. Si la adoración cotidiana es verdadera nos preparará para hacer en ese momento el acto de oración de entrega que permite la conversión radical.
  • 5. Exige toda nuestra voluntad, de modo que no se puede realizar este acto si no es por el más profundo y vivo amor. No se trata de un acto de voluntarismo, a base de fuerza de voluntad, sino que exige que sea el amor el que ponga en marcha toda nuestra voluntad. Por eso este acto se convierte en signo del amor y demuestra su autenticidad.
  • 6. Debe ser un acto «constatable», no por la ilusión, las ganas o el deseo, sino por la fidelidad en mantenerlo a pesar de todo. No es una acción aislada o inicial, que puede provenir de un propósito inmaduro, sino un acto que se mantiene y perpetúa en el tiempo, demostrando así su autenticidad y consistencia.

En otro lugar ya tratamos de un acto semejante, que es el acto de fe como respuesta al llamamiento a la intercesión y como instrumento de la misma20. Estrechamente relacionado con aquél y con la fe que lo sustenta, ahora estamos ante el acto que constituye la respuesta personal al llamamiento a la conversión.

6. Otros modelos

Consideremos ahora la importancia que tiene este «acto» y los diferentes matices que, siendo semejante en todos, adquiere en las diversas personas que lo realizan. Para ello vamos a fijarnos en otros ejemplos, tanto de santos canonizados como de personas corrientes de nuestros días. Nos puede ayudar mucho contemplar la manera concreta que tienen algunos santos de dar el salto de la fe que los lanza a la santidad, sobre todo aquellos que nos han legado el testimonio escrito sobre el modo en que han llevado a cabo dicho salto. En ellos vemos cómo se une el conocimiento de uno mismo con el acto de fe que hace posible recibir la gracia de la conversión. En el proceso de su transformación podemos observar en todos ellos el mismo proceso en esencia, caracterizado por un gran interés por conocerse a fondo, que los lleva al conocimiento real de lo que son; por un conocimiento del proyecto de Dios que los define; y por realizar un acto concreto y contundente de voluntad por el que unen esas dos realidades.

a) Santa Teresa de Jesús

En su autobiografía, la santa de Ávila relata su conversión definitiva (Vida, 9). Fue en 1554, cuando tenía casi 40 años y llevaba veinte como una monja cualquiera en el monasterio carmelitano de La Encarnación. Ella misma reconoce que su vida era mediocre, alternando los momentos de fervor con etapas de gran superficialidad. Poco a poco iba sintiendo con más fuerza la necesidad de tomar las riendas de su vida y darle una orientación clara, y, a la vez, era más consciente de que Dios la estaba llamando a vivir una vida de auténtica santidad.

Buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese la vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme pues tantas veces me había tornado a Sí y yo dejándole21.

Llevaba muchos años dilatando una respuesta valiente y generosa al Señor, hasta que en un momento de oscuridad interior y desconcierto tiene lugar el acontecimiento de su conversión.

Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle22.

Estamos ante un profundo encuentro con Cristo, que tuvo lugar mientras contemplaba una imagen suya en la que se le veía flagelado y «muy llagado», y con lágrimas y ardiente deseo, le pidió que le diera fuerza para no volver a ofenderlo. Y desde ese momento empezó a sentir más deseo de entrega y mayor fuerza en el alma, como si el Señor le recompensara con su gracia el amor que ella le había demostrado.

Nuevamente vemos que la conversión se inicia por la conciencia de la propia pobreza y del amor de Dios; sin embargo, el acto que une ambas realidades es el que realiza Teresa mientras está postrada ante el Señor, bañada en lágrimas, y le dice: «Que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba»23. Este acto responde a lo que más adelante definirá como la «determinada determinación» que deben tener quienes buscan responder de verdad al llamamiento de Dios a la santidad:

Ahora, tornando a los que quieren ir por él [camino real para el cielo] y no parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo24.

b) San Francisco de Borja

Francisco de Borja fue marqués de Lombai, duque de Gandía y virrey de Cataluña. Como caballerizo mayor de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos I, tuvo que acompañar el cortejo fúnebre que llevaba a enterrar a la bellísima emperatriz, que había fallecido a los 36 años. Después del largo y caluroso recorrido, del 1 al 18 de mayo de 1539, desde Toledo a Granada, Francisco, dado el importante cargo que ostentaba, tuvo que testificar que aquel cadáver maloliente y lleno de gusanos era el de la hermosa emperatriz Isabel. Profundamente impresionado por tan terrible espectáculo, decidió: «No más servir a señor que se me pueda morir». Y desde ese momento se puso decididamente en camino hacia una entrega radical al servicio del Señor, lo que le llevó a la Compañía de Jesús, de la que fue su tercer prepósito general.

Evidentemente no se acaban aquí los más luminosos ejemplos de conversión que nos ofrecen los santos. Podríamos seguir con una lista muy larga: san Antonio abad, san Agustín, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Asís, y, más recientemente, san Carlos de Foucauld o santa Teresa Benedicta de la Cruz, entre otros. Todos ellos experimentaron cambios radicales, cuyo motor fue la conversión que surge de ese acto concreto que resulta extraordinariamente eficaz.

c) El novicio ateo

Cierto joven postulante iba a comenzar sus Ejercicios espirituales de mes para prepararse a su entrada en el Noviciado cuando se encontró, de repente, sin fe. No sólo solo no veía o sentía a Dios de ninguna manera, sino que le resultaba inimaginable que pudiera existir; de modo que tuvo que reconocer, angustiado, ante sí mismo: «¡No creo en Dios, soy ateo!». Después de un primer momento de desconcierto y angustia barajó la posibilidad de abandonar la vida religiosa, convencido de que era la opción más coherente con su situación. Sin embargo, pensó que, si Dios existía y tenía un plan para él, debería darle la oportunidad para que se lo mostrase de algún modo.

Para tener la seguridad de que Dios, si existiera, no tuviese más remedio que actuar abiertamente, decidió hacer precisamente aquello que suponía que Dios le hubiera pedido de haber tenido fe y para lo que le habría dado la gracia de la que carecía, que era orar. De modo que se dispuso a consagrar todo un mes a la oración, sin ninguna evasión o apoyo que pudiera suavizar la tremenda prueba que iba a suponer disponerse a un amoroso diálogo con alguien que estaba convencido de que no existía.

En este esfuerzo titánico fue agotando sus fuerzas psicológicas y físicas sin experimentar ningún avance. Todo era lucha, oscuridad y fracaso. Y, poco a poco, aquella interminable locura se fue acercando a su fin. Nuestro novicio no estaba seguro de poder llegar hasta el final de aquel inacabable mes de oración sin tener que renunciar a una batalla que cada vez le resultaba más insoportable. Pero más que ese fracaso, le aterraba la idea de llegar hasta el final y encontrarse frente al muro de silencio que le demostraba que, ciertamente, Dios no existía; porque, llegado a ese punto, no podía vislumbrar otra salida que acabar con su vida.

Y así, en el límite de sus fuerzas, llegó al último día de los Ejercicios sin que hubiera ningún atisbo de luz en aquella noche interminable. Agotado, estuvo tentado de rendirse al llegar el mediodía de la última jornada. «Al fin y al cabo ‑se dijo‑ no tiene sentido esperar un cambio de última hora cuando todo ha ido en la misma dirección a lo largo de este tiempo». Sin embargo, se sobrepuso y decidió mantener su apuesta hasta el final, perseverando en aquel absurdo simulacro de oración que era lo más que podía hacer. Y así llegó el final del día y, con él, el final de la prueba y la constatación de su fracaso. Y cuando sonó la campana que indicaba el final de la oración y de los Ejercicios, todo lo que había sido noche y tinieblas se convirtió, de repente, en día y en luz. Y en un instante Dios no sólo le concedió todo lo que buscaba, sino muchísimo más de lo que podía haber imaginado. Y a partir de esa gracia de conversión pudo hacer gozosamente su profesión religiosa, y toda su vida cobró pleno sentido, orientándose hacia Dios de manera irreversible.

Ciertamente él estaba convencido de que no tenía fe, aunque en el fondo no fuera así; pero precisamente esa misma limitación le dio un gran valor al sencillo y duro acto de vencimiento de sí mismo que, en el fondo, era el acto de un amor del que no era consciente y que le abrió, sin saberlo, a la gracia divina y a su fruto.

7. El «acto» en la vida diaria

Los ejemplos que acabamos de ver nos muestran cómo podemos aprovechar las grandes dificultades de la vida, que pueden hundirnos, para abrirnos a fondo a la gracia y permitir que Dios nos transforme radicalmente. Y eso lo podemos hacer aunque nos encontremos sin la luz y las fuerzas que juzgamos necesarias. Pero son pocas estas situaciones críticas que nos permiten poner los cimientos de nuestro camino de conversión y santificación; por eso es importante conocer la manera de aprovechar en el mismo sentido otras dificultades menos dramáticas, que son las que nos ayudan a ratificar las grandes elecciones que hicimos en su día y a mantenernos fieles a ellas.

En el fondo se trata de utilizar el mismo «sistema», que vale también para afrontar otros problemas y decisiones importantes de la vida, y que conviene conocer para poder aplicarlo y así aprovechar esas ocasiones en las que tenemos que tomar alguna decisión significativa y queremos hacerlo evangélicamen­te25. Un ejemplo concreto de esto es lo que le sucedió a una religiosa, superiora de una comunidad, que fue llamada por la superiora general para que le diera explicaciones sobre un conflicto que, al parecer, tenía con algunas hermanas de su comunidad. A pesar de ser inocente del asunto por el que la habían denunciado, decidió presentar su dimisión para evitar que la situación se agravara, y como el modo menos conflictivo de resolver la cuestión. Sin embargo, aunque esto le parecía lo más conveniente, no tenía la certeza de que fuera lo que Dios quería de ella.

Seguía en esa incertidumbre cuando llegó la víspera de la entrevista con la superiora general sin haber encontrado ninguna luz que le indicase el camino a seguir. Como no estaba dispuesta a decidir nada sin tener la seguridad de que se ajustaba a la voluntad de Dios, y para probar su determinación en este sentido, tomó una decisión drástica: aunque estaba en la cama resfriada y se encontraba agotada por el exceso de trabajo y la lucha interior que llevaba a cabo, se fue a la capilla y, de rodillas delante del sagrario, le dijo al Señor que no se movería de allí hasta que le diera la luz y la fuerza necesarias para cumplir su voluntad.

El silencio y la oscuridad fueron la respuesta a su súplica, mientras el tiempo iba pasando sin que apareciera luz alguna. Las mismas tinieblas interiores le presentaban, obsesivamente, el problema en todos sus detalles, tratando de llevarla a centrarse en ellos como lo único real y acabar sintiéndose una víctima o una fracasada. Era la tentación de la desesperanza, que amenazaba convertirla en su presa. Según avanzaba la noche, la oscuridad se hacía más densa y el agotamiento mayor, pero ella persistía en su esfuerzo por mantener firme el convencimiento de que lo único importante es Dios y el cumplimiento de su voluntad.

Así pasó toda la noche…, hasta que el amanecer la encontró exhausta y en el límite de sus fuerzas físicas, psicológicas y espirituales. Y entonces, justo cuando tenía que abandonar la capilla para acudir la entrevista y todo parecía indicar que había perdido la batalla, Dios le mostró, con asombrosa luz y simplicidad, el sentido que tenía todo aquello y lo que deseaba que hiciera, precisamente aprovechando las mismas dificultades que parecían hacer imposible conocer y cumplir su voluntad. Esto le resultó tan consolador que le dio la fuerza necesaria para abrazar la cruz con inmensa alegría y agradecimiento, como fruto de una gracia que no habría podido recibir sin pagar el precio de su acto de amor, consistente no sólo en pasar una noche en vela sino, sobre todo, en mantener la apuesta de la fe en medio de la oscuridad.

8. Los modelos evangélicos

Si, a partir de los ejemplos propuestos, hemos comprendido la dinámica concreta del acto que nos impulsa a la santidad, estaremos en disposición de adentrarnos en la contemplación de Dios y de su acción santificadora a la luz de los diferentes modelos que encontramos en la Biblia, especialmente en los evangelios.

No cabe duda de que Jesús es el modelo perfecto de la armonía que debe existir entre lo que uno es y lo que Dios quiere que sea. Ambas realidades se identifican en él plenamente, lo cual no significa que esa unidad se realice de forma automática, pues, como hombre, debe realizar el esfuerzo necesario para ajustarse en cada momento a la voluntad del Padre, hasta poder decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34)26.

El mismo Jesús nos muestra la importancia de este acto al retirarse cuarenta días al desierto (Mt 4,1-11 y par.) para profundizar en su identidad, su vocación y su misión. Abraza valientemente una dura prueba de ascesis y tentaciones. No es que ignore ni su identidad ni su misión, pero, como hombre que es, debe profundizar en ellas a fondo antes de empezar su vida pública. Además, es la manera de relativizar las opiniones y presiones externas y así poder alcanzar la libertad necesaria para acomodarse perfectamente al plan del Padre sobre él; de modo que para crecer y confirmarse necesita que el desierto y las tentaciones le ayuden a afirmar la primacía de Dios frente a las imposiciones del mundo que le rodea.

Jesús, como Hijo de Dios, no necesita someterse a nada de eso, pero lo hace porque humanamente tiene que abrazar su misión con todas las consecuencias y matices; pero, sobre todo, lo hace por mí. Él hace lo que yo tengo que hacer y no puedo: liberarme de mis ataduras más profundas y vencer las tentaciones más peligrosas para poder abrazar la voluntad del Padre sobre mí. Gracias a lo que él ha hecho, yo puedo entender el sentido del silencio, el ayuno y la oración y recorrer ese camino siguiendo sus pasos y unido a él.

Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados (Heb 2,16-18).

De alguna manera, podemos afirmar que Jesús se retira al desierto para ayunar durante cuarenta días con el fin de tomar conciencia de la misión que el Padre le encomienda y abrazarla con fiel generosidad; y su lucha y su victoria abrirá para nosotros un camino eficaz de discernimiento y fidelidad. Su lucha constituye el «acto» heroico por el que se coloca, desde el principio de su ministerio, en una línea plenamente clara y reconocible de fidelidad a Dios, asumiendo como suya la necesidad que nosotros tenemos de conocer nuestra auténtica identidad y mostrándonos fehacientemente como llevar a cabo el trabajo necesario para identificarnos en todo con ella. De este modo, Jesús nos enseña a realizar el discernimiento más importante de nuestra vida, que consiste en descubrir nuestra identidad y vocación, y nos da ejemplo de cómo plasmarlas en la realidad, pagando el precio que eso comporta.

Aunque se trata de un acontecimiento especialmente significativo en la vida del Señor, la actitud que lo sustenta no constituye una excepción en su vida, sino su tono general, como podemos comprobar en muchos momentos de la misma, en los que vemos que es muy consciente de su identidad, así como de su misión, de las dificultades que comporta y de la forma concreta en que la tiene que realizar:

Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido (Jn 8,14; cf. 42).

Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre (Jn 16,28).

Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37).

Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad (Mc 8,31-32; cf. 9,31; 10,33-34).

El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).

He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división (Lc 12,49-51).

Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos (Jn 9,39).

No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud (Mt 5,17).

No he venido a llamar a justos sino a pecadores (Mt 9,13; cf. Lc 19,10).

He venido para que tengan vida y la tengan abundante (Jn 10,10).

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo […]. Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía… (Jn 13,1-3).

Algunos de los escribas se dijeron: «Este blasfema». Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir…?» (Mt 9,3-5).

Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo (Jn 6,15).

Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?» (Jn 6,61).

Pero él conocía sus pensamientos y dijo al hombre de la mano atrofiada: «Levántate y ponte en medio» (Lc 6,8).

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre (Jn 2,23-25).

Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?» (Jn 18,4).

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19,28).

Vemos, pues, que las disposiciones que caracterizan la prueba de Jesús en el desierto las mantiene en todos los acontecimientos de su vida, convirtiéndolos en ocasiones privilegiadas para renovar su adhesión al Padre y la fidelidad a su voluntad. Por eso, cuando se avecina su pasión, puede decir: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28), y también: «Ahora va a ser glorificado el Hijo del Hombre y Dios va a ser glorificado en él» (Jn 13,31).

Esto se hace especialmente visible en Getsemaní, donde mejor demuestra Jesús que conoce bien las circunstancias que condicionan su vida, y con ellas se entrega a la voluntad de Dios y al cumplimiento de su plan de salvación (cf. Mt 26,36-46). Allí es donde llega al culmen su identificación con nuestra debilidad, haciendo algo a lo que no está obligado como Hijo de Dios, pero que es lo que hace posible que nosotros hagamos lo que sí tenemos que hacer pero nos resulta imposible realizar. En el Huerto de los olivos, Jesús carga con el miedo y el rechazo que nos provoca la cruz y lleva a cabo el acto concreto que plasma en la práctica el «hágase» a la voluntad del Padre que pronunció en el momento de su encarnación (cf. Heb 10,5-10). Es el acto de entrega absoluta en la plena oscuridad, el acto de esperanza ‑contra toda esperanza‑ frente a todo lo que ve y siente, el acto por el que, no sólo se hace capaz humanamente de afrontar la pasión y la cruz, sino que nos hace capaces a nosotros de confirmar nuestro «hágase» a Dios en nuestras oscuridades, abrazando nuestra cruz como el único camino que lleva a la salvación.

Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna (Heb 5,8-9).

La contemplación de Jesús en el Evangelio nos muestra la mirada sobrenatural que posee y que ilumina y ordena todo en él. Vemos cómo es plenamente consciente de su ser, sus circunstancias y su misión, y cómo todo eso se armoniza en su «yo» verdadero y se proyecta en la fidelidad a la misión encomendada por el Padre y en la que le expresa su amor y le da gloria.

Jesús no se conforma con tener un conocimiento y aceptación genéricos de la realidad que le acompaña, sino que busca el conocimiento detallado de esa realidad y la aceptación precisa de la misma, que es lo que le permitirá asumir perfectamente la voluntad del Padre en las circunstancias concretas de su vida. Esta aceptación le salvará de la desorientación, la sorpresa o la decepción, y le ayudará a ratificar eficazmente ante el Padre su propósito de fidelidad en lo concreto de su existencia.

También resulta paradigmática la respuesta de la Virgen María a Dios, cuando éste le presenta en la Anunciación un plan que viene a romper sus proyectos. María realiza en ese momento un «acto» concreto y heroico de entrega, por el cual acepta su propia realidad y la pone incondicionalmente al servicio de dicho plan. Ella, que conoce bien sus circunstancias, pregunta al ángel con realismo y, seguramente el mismo realismo será lo que la mueva a visitar a su prima Isabel. En todo momento María «medita» en su corazón para encontrar la voluntad de Dios y el significado de las circunstancias que rodean el nacimiento de su Hijo; de modo que, precisamente, esa búsqueda de la voluntad de Dios en las circunstancias concretas de su vida le permitirá llegar hasta el final y mantenerse fiel a su propósito cuando tenga que estar al pie de la cruz.

Y este mismo tipo de acto vemos que lo lleva a cabo José, aceptando el proyecto de Dios y entregando su vida al servicio de dicho proyecto. Con un conocimiento realista de las circunstancias «políticas», decide huir a Egipto, volver de allí, establecerse en Nazaret en lugar de en Belén, etc. Quizá ese mismo realismo es el que envuelve el relato de la anunciación a José y por lo que él intenta apartarse discretamente de un asunto que cree que le incumbe sólo a María y por lo que, a partir de la intervención divina, acepta su misión y se implica absolutamente en ella.

Igualmente podemos descubrir estos actos significativos que expresan la fe y llevan a un cambio de vida en diferentes personajes del Evangelio, como en aquellos que dejan todo (profesión, familia amigos, etc.) para seguir a Jesús (cf. Mc 1,16-20; Mt 9,9; Mt 8,18-22) o la mujer que se «atreve» a tocar el borde del manto del Señor con la absoluta confianza en su curación (Mc 5,25-33) o el acaudalado recaudador de impuestos que se desprende de su dinero para reparar injusticias y socorrer a los pobres (Lc 19,1-10).

9. Simplificando el proceso

Comenzábamos este capítulo planteando la necesidad de buscar la «palanca interior» que nos ayude a impulsar nuestra pesada vida de pecadores hacia las alturas de la santidad. Y todo lo que hemos visto hasta aquí nos demuestra que la santidad, a la que Dios nos llama a todos, no es una meta imposible, ni siquiera «difícil» de alcanzar, reservada a personas extraordinariamente capacitadas, sino que, precisamente porque tiene que ser accesible para todos, y por ser obra de Dios, debe ser simple, fácil y posible27. De modo que ya tenemos nuestra «palanca», compuesta por un elemento rígido, que es la gracia de Dios, y un punto de apoyo, formado por nuestros condicionantes negativos. Si hacemos una acción por la que aplicamos la fuerza de nuestra voluntad sobre la gracia y dejamos que ésta se apoye en nuestra miseria comprobaremos que el impulso que recibe nuestra vida es asombrosamente mayor de lo que naturalmente podríamos esperar, no sólo de nuestras fuerzas, sino del potencial mismo de la gracia.

El análisis que hemos hecho del «acto» propio de la conversión nos descubre que el camino de la santidad sigue un proceso perfectamente identificable, que está al alcance de cualquiera que desee seguirlo. Además, dicho proceso se alimenta de los elementos más reales y simples de nuestra vida, como son nuestras pobrezas y circunstancias actuales. Ahí es donde se dirige la acción de Dios que nos transforma y diviniza. Por eso, si queremos ser santos, tenemos que aprovechar, en un acto y simplemente, lo que somos y lo que tenemos en el momento presente.

Recordemos, en este sentido, el elogio que hace el Señor del comportamiento del administrador de la parábola (Lc 16,1-9), que aprovecha hábilmente lo que tiene para no sucumbir a unas circunstancias adversas que ponen en juego su futuro. De hecho, existe una estrategia perversa de mis intereses, mis miedos o mis complejos, con la que engancha magníficamente bien la destreza del tentador para destruirme. Y, por el lado contrario, está la estrategia del amor, que me dice que si amo a una persona necesito demostrárselo de manera tangible e indiscutible, y buscaré el modo concreto de hacerlo. Hemos de ser conscientes del peso que estas dos fuerzas tienen en nuestro interior a la hora de realizar la elección y decisión que haga que nos decantemos en un sentido o en otro.

En definitiva, la actitud del que sabe que se juega la salvación y quiere responder al amor redentor de Cristo tiene que basarse necesariamente en la experiencia de ese amor, que es lo único que puede movernos eficazmente a realizar el acto concreto de fe-amor que nos libere de ataduras y nos haga permeables a la gracia transformante que Dios nos regala.

Si quisiéramos resumir este acto en una sencilla formulación, quizás podríamos hacerlo así, en forma de oración:

  •   Reconozco, Señor, mi radical pobreza e incapacidad para alcanzar la santidad; pero sé que me amas con infinita ternura, y que, por ese amor, quieres que me entregue completamente a ti para que puedas transformarme y hacerme santo; y sé que esa transformación no la puedes realizar si no me pongo incondicionalmente en tus manos. Por eso, quiero demostrarte mi amor y mi entrega libre e incondicional a ti haciendo de esa entrega el objetivo fundamental de mi vida, empeñando en ella cuanto soy y tengo y renunciando a todo lo que me ata e impide ser plenamente tuyo.

Si esta actitud es verdadera e impulsada por la pasión que corresponde a su objetivo, encontraremos fácilmente el acto de entrega que la demuestre y que haga posible que recibamos la gracia de Dios y seamos transformados por él. Un acto por el que queremos alcanzar lo mismo que Dios pretende realizar en nosotros y en el que empeñamos todas nuestras energías, aun sabiendo que es imposible de alcanzar dadas nuestras limitaciones. De manera que nuestro apasionado empeño, unido a la aceptación del fracaso al que estamos abocados y a la absoluta confianza en la misericordia divina demuestre sin género de dudas la abnegación y autenticidad de nuestro amor y, a la vez, nuestra invencible pobreza. Así, uniendo en la misma acción amorosa el mayor esfuerzo al completo abandono en Dios, haremos posible que la gracia de nuestra santificación pueda actuar sin obstáculos en nosotros, transforme nuestra vida y nos convierta en imágenes vivas de Cristo, en santos.


NOTAS

  1. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1: «Dios […] ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso […] se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, […]  envió a su Hijo como Redentor y Salvador».
  2. José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote (1914).
  3. La necesidad de este acto de aceptación de nuestra realidad en forma de pobreza, atadura o muro puede verse en los capítulos anteriores I: «Por qué no soy santo» (p. 15-37); III: «La simplicidad de la santidad» (p. 67-94) y en el apartado 4: Hijos de Dios por amor, del capítulo V: «El Espíritu nos hace santos» (p. 149-156).
  4. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 44vº-45vº (La cursiva es nuestra).
  5. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 45vº.
  6. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 45vº.
  7. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 43vº.
  8. Testimonio recogido en el Cuaderno Rojo de sor María de la Trinidad: Soeur Marie de la Trinité, Une novice de sainte Thérèse (Souvenirs et témoignages présentés par Pierre Descouvemont), Paris 1985 (Cerf), 110-111.
  9. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 2vº-3rº (La cursiva es nuestra).
  10. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 22vº.
  11. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 77rº.
  12. Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 7.8.4.
  13. Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 8.8.3.
  14. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 45vº.
  15. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 21vº-22rº.
  16. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 97; cf. n. 13.319.
  17. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 21,2.
  18. Para el acto de fe puede verse especialmente A. Carreres, Fascinados por la misión, Madrid 2023 (Caparrós),capítulo VII: «La intercesión como misión del contemplativo» (p. 197-238); capítulo VIII: «Un singular apostolado contemplativo», apartado 5: El proceso de la intercesión (p. 257-266). Todo esto está también relacionado con lo dicho en esta misma obra en el capítulo I: «¿Por qué no soy santo?, apartado 4: El plan de Dios y el muro (p. 24-29); capítulo II: «La radicalidad de los santos», apartado 3: La verdadera ascética y sus niveles (p. 60-66); capítulo III: «La simplicidad de la santidad», apartado 5: Nuestra tarea en el proceso: el espíritu de infancia (p. 84-87); capítulo VI: «El realismo de la fe», apartado 8: La obra de la fe o «fe en acto» (p. 216-219).
  19. Véanse las diferentes formas de relacionar la fe y la realidad exterior en el capítulo VI: «El realismo de la fe», en los apartados 1: Un problema endémico (p. 189-191), y 3: Vivir por la fe, vivir de fe (p. 201-205).
  20. Puede verse el capítulo VI: «El realismo de la fe», apartado 8: La obra de la fe o «fe en acto» (p. 216-219) y A. Carreres, Fascinados por la misión, capítulo VIII: «Un singular apostolado contemplativo», apartado 4: El proceso de la intercesión, especialmente al acto de fe al que se alude en el n. 12 (p. 263-264).
  21. Santa Teresa de Jesús, Vida, 8,12.
  22. Santa Teresa de Jesús, Vida, 9,1.
  23. Santa Teresa de Jesús, Vida, 9,3.
  24. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 21,2.
  25. Esto está relacionado con Itinerario para la misión, II: «Discernimiento en momentos críticos», especialmente los apartados 6: Modo concreto de discernimiento y 7: Un atajo posible. El atajo.
  26. En el mismo sentido, también: «Yo amo al Padre, y como el Padre me ha ordenado, así actúo» (Jn 14,31).
  27. Cf. de nuevo el capítulo III: «La simplicidad de la santidad».