Jesús y el pecador que no buscaba el perdón
Descargar este documento en formato Pdf
Contenido
Introducción
Cuando nos acercamos a contemplar los encuentros de Jesús con los pecadores, podemos tener la tentación de mirarlos desde fuera, como si nosotros no necesitáramos ya el perdón y la salvación del Señor. Quizá nos acercamos a él humildemente, con nuestra pobreza, pero pidiéndole otras cosas distintas a la misericordia que necesita urgentemente nuestro pecado para alcanzar la salvación. Por eso nos puede venir bien contemplar este encuentro de Jesús con un pecador que va buscando otra ayuda del Señor y recibe un perdón no menos necesario por el hecho de que sea inesperado. También nosotros estamos necesitados de la misericordia del Señor mucho más de lo que pensamos; y, por eso, no debemos conformarnos con contemplar desde fuera este encuentro de Jesús con el paralítico, sino revivirlo desde dentro.
El paralítico perdonado
Un dato curioso y significativo del Evangelio es que normalmente no son los pecadores los que acuden a Jesús para que les perdone sus pecados, sino que es Jesús el que se acerca a los pecadores y les ofrece un perdón inesperado y extraordinario.
Pero en este encuentro de Jesús con un pecador que vamos a contemplar, el que se acerca a Jesús ni siquiera es consciente de su pecado o, por lo menos, no es consciente de que lo que necesita es el perdón que Jesús puede darle. Se trata del paralítico que ponen ante Jesús para que lo cure.
Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Y les proponía la palabra. Y vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,1-5).
Podemos imaginarnos fácilmente la sorpresa -y quizá el desencanto- del paralitico y de sus amigos, que, con una gran fe en el poder sanador de Jesús y después de tanto esfuerzo, se encuentran con que Jesús no lo cura, sino que le perdona sus pecados. Le han puesto ante Jesús para que le cure una parálisis que le tiene postrado en una camilla y que le impide una vida normal… y Jesús les desconcierta con algo inesperado y sorprendente. Sorprendente para el paralítico que espera y desea otra cosa; y sorprendente para los escribas que se escandalizan de que Jesús se atreva a perdonar pecados como si fuera Dios:
Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: «¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?» (Mc 2,6-7).
Para unos -los escribas- Jesús hace demasiado perdonando pecados; para otros -el paralítico y sus amigos- hace demasiado poco porque en vez de curarlo lo perdona.
Lo que nosotros debemos contemplar es la mirada de Jesús que se posa en el paralítico y descubre la verdadera enfermedad de este hombre, lo que realmente le está paralizando: el pecado. Jesús sana lo que realmente necesitamos, que no coincide necesariamente -ni siquiera con frecuencia- con lo que le pedimos. Jesús ve el pecado y es, además, el único hombre que puede curarlo porque es, a la vez, el Hijo de Dios.
Si queremos reproducir este encuentro de Jesús con el paralítico, debemos ponernos bajo la mirada de Jesús y dejar que esa mirada llegue a lo profundo de nuestra alma para que pueda descubrir nuestro pecado y sanarlo con su perdón.
Tenemos que aprender a superar la sorpresa y la molestia de que, cuando acudimos a Jesús con nuestros problemas y necesidades, él pase por encima de todo eso y nos diga: «Espera, que eso no es lo importante, no es lo que te hace daño, no es lo que necesitas. Lo que en realidad te hace daño es el pecado y lo que de verdad necesitas es el perdón».
El problema es que abrumamos al Señor con nuestras peticiones, quejas y lamentos y, una y otra vez, le ponemos ante los ojos nuestros problemas y preocupaciones: familiares, económicos, laborales, de salud, incluso espirituales…, y no le dejamos que nos diga lo que él ve que nos pasa y nos ofrezca lo que necesitamos. «Ya me confesaré, ya me convertiré, pero lo que ahora me importa es mi salud o mi trabajo o mi familia o mis exámenes». Y no dejamos que Dios saque a la luz nuestro pecado y no le permitimos que cambie la mirada que tenemos sobre nosotros mismos.
Necesito ejercitar en la oración la confianza y la docilidad para que él pueda mostrarme mi verdadera parálisis y así pueda sanarla; he de acostumbrarme a que en la oración sea él quién señale el propósito y el objetivo.
La importancia del pecado
Esta sorpresa que nosotros compartimos con el paralítico y sus amigos y esta dificultad para aceptar la mirada de Jesús sobre nuestra verdadera enfermedad están indicando un grave problema de nuestra fe: no somos capaces de reconocer la verdadera importancia de nuestro pecado.
Estamos contagiados por la mentalidad de un mundo que sólo valora lo material y lo exterior, que sólo busca el bienestar y la comodidad, y que, en consecuencia, sólo considera como mal lo que le priva del bienestar que busca, tanto en lo personal como en lo social. El mal personal es la enfermedad o la ruina económica, el mal social es la guerra o el hambre. El mal moral -la mentira, la injusticia, el egoísmo, la infidelidad, la pereza- no sólo se considera como algo sin importancia, que sólo preocupa a los escrupulosos; sino que se puede aceptar perfectamente, si con la mentira, la injusticia y el egoísmo se consigue huir de lo que se considera el verdadero mal que es la falta de placer, bienestar y tranquilidad.
La reacción de Jesús ante el paralítico, que con tanto trabajo han colocado delante de él, nos recuerda la afirmación de Juan Pablo II, citando a Pío XII: «El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado», es decir, de la «fina sensibilidad y aguda percepción de los fermentos de muerte, que están contenidos en el pecado»1.
El ambiente social y eclesial nos influye de tal manera que no somos capaces de ver detrás del pecado las consecuencias de muerte -de muerte física y de muerte eterna- que contiene2: vemos en el aborto la evidente muerte injusta del no nacido; pero no la muerte eterna que produce en los que realizan el aborto, lo promueven o colaboran en él; vemos el sufrimiento y el mal físico sin descubrir el pecado que provoca y agrava el sufrimiento: nos escandaliza una catástrofe como el terremoto de Turquía, pero no somos capaces de ver el egoísmo y la corrupción que provoca el hundimiento de muchos edificios mal construidos o los intereses internacionales que impiden que llegue la ayuda necesaria.
Tan ciegos estamos a las consecuencias del pecado, que somos incapaces de llegar hasta el final en la valoración del pecado, y nos escandaliza la formulación que hizo el cardenal Newman, que refleja el sentir de la Iglesia durante siglos: «La Iglesia católica preferiría ver el sol y la luna caer del cielo, la tierra disolverse y los millones de humanos que se encuentran en ella morir de inanición en una espantosa agonía, en el límite de la aflicción temporal, antes que ver un alma, no ya que se pierde, sino que comete un solo pecado venial, como decir voluntariamente una mentira o robar una moneda sin excusa alguna»3. Ciertamente nos escandaliza porque no valoramos el peso del pecado.
¿Quién se atreve ahora a mantener en la teoría y en la práctica la norma concreta de muchos santos y mártires: «Antes morir que pecar»?
Debo pedirle sinceramente al Señor que me ayude a descubrir la verdadera importancia de mis pecados y a descubrir en ellos el verdadero mal que he de evitar a toda costa.
La misión de Jesús
Hemos olvidado también que la misión de Jesús es ante todo «quitar el pecado del mundo». Lo lleva inscrito en su nombre: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Es así como lo presenta el Bautista, indicando además el modo en que va a realizar su tarea: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Es el mismo Cristo el que en la última cena interpreta así el derramamiento de su sangre: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y nosotros ponemos en segundo lugar esta tarea de Jesús o incluso la eliminamos, como si fuera una obsesión malsana poner en el centro de la misión de Jesús -y de la Iglesia- el perdón de los pecados. Y lo que es más importante plantearme en mi caso: ¿voy a dejar que Jesús ejerza su misión de perdonar y liberarme del pecado o voy a intentar que me ayude o me salve de lo que me interesa, dejando intacto mi pecado?
Un ejemplo
Entendió muy bien la actitud del Señor ante el paralítico el padre Huvelin, coadjutor de la cripta de san Agustín de París, cuando la mañana de el 29 ó 30 de octubre de 1886 se presentó ante él un hombre de 31 años pidiéndole instrucción sobre la religión católica para ver lo que era y si había que creer en ella. Quizá el sacerdote había oído hablar de este hombre que había vivido muchos años sin fe, atrapado por la pereza y los vicios, que en su vida militar había buscado apasionadamente placeres y fama, que experimentando el vacío de su vida se había asomado al Islam, había buscado una vida moral sin Dios y que ahora se preguntaba si el cristianismo sería verdadero, para lo que se le ocurrió buscar un buen profesor. Sorprendentemente, el padre Huvelin, lejos de aceptar su propuesta con la esperanza de que en esa larga instrucción aquel hombre podría descubrir la verdad de la fe cristiana, le aconseja inmediata y vigorosamente que se confiese (lo cual no era su costumbre). El joven accede y se produce la conversión brusca, fulgurante, total. Dios se convierte para él en una persona viva, cercana y reconoce que debe entregarle de manera absoluta toda su vida. En ese momento, Carlos de Foucauld no sólo encontró la fe, la conversión de su orgullo en humildad, sino su misma vocación de entrega plena a Dios. Este buen sacerdote supo ver la necesidad de aquel hombre: liberarle del pecado para que pudiera encontrar la luz de Dios y transformara totalmente su vida.
Se me habló de un sacerdote muy distinguido, antiguo alumno de la escuela normal. Fui a verlo a su confesonario, y le dije que no venía a confesarme, porque no tenía fe, pero deseaba informarme algo sobre la fe católica […]. El sacerdote, desconocido para mí, a quien Dios me había encaminado, que unía a una gran instrucción una virtud y una bondad, más grandes aún […]. Yo le pedía lecciones de religión y él me hizo arrodillar y confesarme y me envió a comulgar inmediatamente […]. Dios terminó la obra de mi conversión […]. Apenas creí que había Dios, comprendí que no podía menos de vivir sólo por Él. Mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe. ¡Dios es tan grande! ¡Hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es él!4.
Pedir la mirada de Jesús
Debemos contemplar esta mirada de Jesús que sabe descubrir nuestra verdadera necesidad para desearla y pedirla, no sólo para mirarnos así con sinceridad a nosotros mismos y pedirle al Señor lo que verdaderamente necesitamos, sino también para mirar así a los demás, a nuestro mundo, y descubrir el verdadero mal y la fuente de todo mal, que es el pecado. Cuando comprendemos nuestra verdadera enfermedad, la de los que nos rodean y la del mundo entero, dejamos de enfadarnos, de atacar, de intentar cambiar las estructuras, y acudimos al único que puede quitar el pecado del mundo; y entonces llevamos a los demás y al mundo ante Jesús, pero para que descubra, perdone y elimine el pecado que hay en ellos.
Una vía de escape
Podemos intentar escaparnos pensando que no tenemos pecados tan graves como para que necesitemos de ese perdón sanador, que ya estamos sanos y que esta necesidad de perdón curativo no tiene nada que ver con nosotros. Nos hace mucha falta adquirir una actitud de humildad y sinceridad con el Señor según las palabras del salmo. «Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 19,13); y a continuación atrevernos a hacer una sincera conversión del examen de conciencia que realizamos. Una rápida enumeración de los mandamientos tomados al pie de la letra -con la justicia de los fariseos con la que no se entra en el reino de los cielos (cf. Mt 5,20ss)- nos puede dejar tranquilos, pero otra cosa es cuando nos tomamos en serio lo que propone el Ritual de la penitencia, cuando para la preparación del penitente propone ante todo la oración para que «el penitente compare su vida con el ejemplo y los mandamientos de Cristo» (n. 15). Nuestro pecado consiste en todo lo que nos hace diferentes de Jesús, y, entonces hay mucho que queda por sanar.
El pecado como enfermedad
El perdón que Jesús ofrece a este hombre enfermo que ponen ante él nos tiene que ayudar también a entender el pecado como una enfermedad; pero no como algo de lo que no somos responsables, sino como lo que retuerce el funcionamiento de todo nuestro ser sobrenatural: distorsiona profundamente nuestro conocimiento, y lo hace incapaz de ver la verdad y la voluntad de Dios; lesiona nuestra voluntad, que pierde su capacidad de reconocer y realizar el bien; y atrofia nuestro amor, que se vuelca sobre realidades que, lejos de llenarnos, nos dañan cada vez más. Las pasiones que resumen los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) son verdaderas enfermedades que hay que sanar para que podamos recuperar la verdadera salud con la que hemos sido creados y para la que hemos sido creados, que consiste en la santidad, la unión plena con Dios y la capacidad de amar realmente a los demás.
Estamos tristemente acostumbrados a considerar el pecado y el perdón como algo meramente jurídico: una falta contra una ley que un juez determina, y que puede castigar o indultar. Perdonado el castigo o la multa, todo sigue en orden. No lo ve así el salmista: cuando pide «sáname, porque he pecado contra ti» (Sal 41,5) o cuando proclama: «Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades» (Sal 103,3). Después de perdonado el pecado queda toda la tarea de sanación de la mente, de la voluntad y del amor.
Vivimos así la misma confesión: nos quedamos tranquilos porque hemos reconocido la culpa, se nos ha perdonado la falta, pagamos un precio -ridículo- por lo que hemos hecho, como si todo estuviera ya en orden. Se nos olvida que hay que reparar lo que se ha roto, que hay que fortalecer lo que se ha debilitado y que hay que recuperar lo que se ha perdido. Claro que el sacramento da el perdón y la gracia, pero no termina el proceso de curación necesario. Es sacramento de conversión y curación porque, liberados del pecado, podemos trabajar por nuestra conversión y sanación con la ayuda de Dios. A esa curación debería ayudar la penitencia que se impone: a indicar el camino para realizar la conversión y poner los medios para la curación.
Ponernos ante el Señor como médico
Si hemos aprendido lo que le sucedió al paralítico, debemos ponernos ante el Señor como ante el médico que cura nuestra verdadera enfermedad: el pecado. Pero con paciencia y confianza, no como algunos que le dicen al médico la enfermedad que tienen y el tratamiento que necesitan, y no están dispuestos a afrontar la realidad de su enfermedad y aceptar la fisioterapia, el régimen o las medicinas que necesitan.
Con humildad y paciencia, porque hay enfermedades crónicas, como la soberbia, que necesitan que estemos siempre atentos a ellas y tratarlas con buena dosis de humildad y humillaciones. Si rechazamos el tratamiento de humillaciones, la soberbia invadirá toda nuestra vida, también la vida espiritual.
Con mucha paciencia y valentía porque hay deformaciones que exigen mucha fisioterapia, siempre dolorosa, como cuando hay que doblegar el egoísmo que ha deformado nuestra mirada y ha dejado raquítica nuestra capacidad de amar. Una y otra vez, con dolor, hay que volver a poner en su sitio la mirada que ve sólo el interés y no las necesidades de los demás; o hay que ejercitar la generosidad que no se ciñe a lo que exige la justicia o no se excusa con el cansancio.
En estas enfermedades del alma, las que provoca el pecado, tenemos la ventaja de saber que ninguna es incurable y que tenemos siempre a nuestra disposición al médico capaz de sanarnos. El problema siempre está en nosotros, en la decisión entre fiarnos de él y presentarle nuestra enfermedad y aceptar el tratamiento, o elegir seguir sufriendo la enfermedad para evitar la humillación de estar enfermos o el sufrimiento del tratamiento.
Basta con dejarle actuar, él tendrá la última palabra. Pero hay un tratamiento que hay que seguir, la moral cristiana. Lo podemos resumir en tres puntos, es muy tosco, pero al menos es simple.
Primer punto, un régimen alimentario. Para que la dulzura de Dios nos invada y nos consuma, hay que alimentarse convenientemente, primero del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, después de la Palabra de Dios a través de la liturgia, la Biblia y los padres de la Iglesia. Al mismo tiempo hay que abstenerse de los venenos que se encuentran por todas partes, los que matan la fe, e incluso de las zarzas y de los espinos que hacen perder el tiempo; daremos cuenta de las lecturas inútiles.
Segundo punto, los ejercicios respiratorios. Es la práctica de la moral y de la caridad fraterna. La gimnasia facilita la circulación de la sangre, la moral facilita la circulación de la vida divina. Ella no da la vida teologal, pero la ayuda a penetrar en nuestra sensibilidad, nuestros nervios y nuestros corazones. La caridad fraterna canta el amor de Dios y distribuye rosas, como decía Teresa.
Tercer punto, que puede aplicarse a toda la vida con momentos privilegiados: son sesiones de rayos o baños de sol, dicho de otro modo, la oración. Nos exponemos al sol del Amor, a los rayos del Santísimo Sacramento. La exposición del Santísimo Sacramento es la exposición de nuestras miserias ante el Santísimo Sacramento5.
Para salir de la mediocridad que nos lleva a acostumbrarnos a que convivan en nosotros el hombre viejo y el hombre nuevo, tenemos que aceptar el tratamiento:
Lo que es imposible a los hombres, es posible a Dios, y no tenemos derecho a dudar de ello. Entonces, si nosotros lo creemos verdaderamente, podemos todavía hacer una cosa. Podemos decir a Dios: «Acepto el tratamiento» … y firmar nuestra hoja de hospitalización, nuestra entrada en el monasterio de las purificaciones pasivas. Entonces, Dios sabe cómo hacer. El nos da la sangre de Cristo, la cual tiene el poder de obrar el milagro de nuestra santificación total, de hacer de nosotros seres que, aun en sus primeros movimientos, no ofrecen ninguna resistencia profunda a la voluntad de Dios: son los santos. Todo lo que El nos pide, es creer en ello y desearlo6.
El problema que tenemos es que preferimos conformarnos con un tratamiento sintomático que nos quite el sufrimiento, pero no sana de raíz, o que preferimos interrumpir el tratamiento si nos hace sufrir:
Uno va al médico y le dice: Yo sufro, hay algo que no marcha…, pero no sé qué. El médico, en general, tampoco lo sabe bien (y si es un buen médico, lo confiesa). Pero Jesucristo sí sabe. Entonces nos pregunta: ¿Quieres un tratamiento sintomático -que atenúa los efectos del mal, pero no destruye la causa- o un tratamiento verdadero? Generalmente preferimos el tratamiento sintomático y ni siquiera sabemos que existe otro (no tenemos ganas de saberlo). El nos da, pues, medicamentos…, los medios de perfección tales como nosotros los comprendemos: recetas para mejorar la existencia, para «hacernos mejores, para poner a Dios en nuestra vida, etcétera». Y de hecho eso nos mejora, pero al cabo de tres meses, o de tres años, estamos obligados a constatar que hay siempre algo que no funciona. Entonces volvemos a ver al médico, y él nos dice: Le había prevenido. Puede muy bien vivir así, pero no hará muchos progresos, quizá incluso ciertas cosas se agraven. Si quiere verdaderamente ser liberado, tiene que aceptar sufrir una pequeña intervención…
La purificación pasiva es sencillamente Dios que «interviene»… en el sentido quirúrgico de la palabra. Cuando se ha comprendido eso, la práctica cristiana no plantea más que un solo problema: ¿Acepto que El intervenga, sí o no? Yo os prometo de su parte que no os pide nada más. Pero es preciso ser lúcido y sincero: es necesario saber que va a ocurrir algo (y aceptarlo). Y no basta con dar un consentimiento en general, con someterse en general a la voluntad de Dios: Dios es tímido con nosotros, como todas las personas que aman. Hay que darle autorización para eso, para esta operación […]
Si hay tantos cristianos que no avanzan, si hay cristianos retardados (a distinguir de los tibios: los tibios no han arrancado, los retardados han arrancado, pero no tienen el impulso del principio), es porque no han comprendido que para franquear ciertos pasos hay que aceptar una intervención nueva de Dios y, si es preciso, hay que pedírsela. Podemos temer que Dios no encuentre suficiente generosidad en nosotros sobre ese punto: ¿cómo comprender, si no, que no seamos todos santos? Es necesario consentir, es necesario entregarse en las manos de Otro, y esto resulta difícil para nuestra naturaleza, no porque sea muy doloroso, sino porque es humillante7.
Dios no intenta curarlo todo a la vez. Su providencia misericordiosa y maternal procede por etapas y sigue un orden en la curación de nuestras miserias.
Los enfermos más difíciles de curar son aquellos que tienen varias enfermedades, cada una de las cuales reclama un tratamiento opuesto. El médico debe tener mucha habilidad para salir adelante. Desde el punto de vista espiritual, nosotros somos así. Muy a menudo, por ejemplo, somos a la vez escrupulosos e infieles: tendríamos que ser menos rigurosos con nuestros escrúpulos y zurrarnos por nuestras infidelidades… Pero son siempre nuestros escrúpulos los que recogen los palos, y nuestra infidelidad la que se aprovecha de las buenas palabras8.
Hay pocos sanos, es decir pocos santos, porque son pocos los que aceptan el tratamiento completo:
Cuando yo era niño a menudo me dolían las muelas, y sabía que si acudía a mi madre ella me daría algo que mitigase el dolor por aquella noche y permitiría que me durmiese. Pero yo no acudía a mi madre a menos que el dolor fuera demasiado intenso. Y la razón por la que no lo hacía es ésta. Yo no dudaba de que ella me daría la aspirina, pero sabía que también haría algo más. Sabía que a la mañana siguiente me llevaría al dentista. Yo no podía obtener de ella lo que quería sin obtener algo más, algo que no quería. Yo quería un alivio inmediato para el dolor, pero no podía obtenerlo sin que al mismo tiempo mis muelas fuesen curadas del todo. Y yo conocía a esos dentistas. Sabía que empezarían a hurgar en otras muelas diferentes que aún no habían empezado a dolerme. Si se les daba una mano cogerían el brazo entero.
Pues bien, si se me permite ese símil, diré que Nuestro Señor es como los dentistas. Cientos de personas acuden a él para que se les cure de un pecado particular del cual se avergüenzan, o que está obviamente interfiriendo con la vida cotidiana. Pues bien, él lo curará, por supuesto: pero no se quedará ahí. Es posible que eso fuera todo lo que vosotros pedíais, pero una vez que le hayáis llamado, os dará el tratamiento completo9.
Una de las tareas fundamentales de mi oración es mirar a este Jesús que sana al paralítico de su enfermedad más profunda para que surja en mí la confianza necesaria para firmar el tratamiento necesario, aunque sea largo y doloroso, para que me sane a fondo, permitiendo así que me saque de mi mediocridad y me ponga en el camino de la salud, o sea, de la santidad.
Oración
Señor Jesús, Hijo de Dios,
me pongo ante ti con mis necesidades y luchas,
con mis preocupaciones y sufrimientos;
necesito tu ayuda,
quiero que me ilumines y me alivies,
y confío en tu amor.
Pero tú te fijas en mí con tu mirada profunda
y me sorprendes con tus palabras firmes y serenas:
«Tus pecados están perdonados».
Me siento decepcionado, pero enseguida comprendo
que tú sabes reconocer mi verdadera necesidad,
mi auténtica enfermedad, que es mi pecado,
el que veo y el que se me oculta,
el que reconozco y el que me cuesta aceptar,
el que todos saben y el que sólo tú ves en mi alma,
el que yo pienso que es importante
y el que tú sabes que me paraliza.
No dejes, Señor, que me empeñe en pedirte «mis cosas», y ayúdame a que acepte lo que tú quieres darme;
no permitas que, decepcionado porque no me das lo que te pido,
me quede sin el perdón y la curación que tanta falta me hace y tú quieres darme.
Ayúdame a reconocer que lo que en realidad necesito es el perdón y la liberación de mi pecado,
y que todo lo demás importa muy poco.
Me fío de ti y, por eso,
me pongo ante ti de otra manera,
con toda confianza,
sin decir nada, sin pedir nada,
dejando simplemente que me mires y veas,
abriéndote mi alma de par en par
para que nada te oculte mi verdadera necesidad y mi auténtico pecado.
Espero con confianza tu diagnóstico,
porque tú sabes, y porque tú sanas toda enfermedad,
tú eres el único que perdonas y curas el pecado.
Dejo que me cures con la luz de tu presencia,
que me infundas tu amor con tu Cuerpo y tu Sangre,
que arranques mi corazón de piedra
y me des un corazón puro, nuevo, semejante al tuyo.
Ahora te pido, Señor, la valentía que necesito
para aceptar el tratamiento necesario para ser curado de mi pecado,
sea corto o largo,
sea doloroso o humillante,
aunque sea amargo o pesado.
Necesito confianza plena para ponerme con paciencia ante ti,
aceptando que tú sabes por donde empezar,
sabes lo que hay que sajar o extirpar,
lo que hay que fortalecer con el ejercicio,
lo que hay que suavizar con paciencia.
Tú sabes eso que necesito aceptar,
sufrimiento, fracaso o humillación,
para que mates en mí al hombre viejo
y pueda nacer el hombre nuevo a imagen tuya.
Ayúdame a aceptar el tratamiento que necesito,
que no me eche atrás cuando me cueste o me duela,
que no me conforme con mejorar un poco,
que no me quede a medias por miedos o desconfianzas,
sino que quiera estar completamente sano, o sea, ser santo.
NOTAS
- Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Reconciliación y Penitencia 1984, 18.
- Juan Pablo II, Reconciliación y Penitencia, 18, describe las causas de la pérdida de sentido del pecado.
- Citado en Molinié, Cartas a sus amigos, nº 10: M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis. La douceur de n’être rien, Paris 2004 (Téqui), I, 205.
- Testimonios de san Carlos de Foucauld en la meditación del 8 de noviembre de 1987 y en la carta de 14 de agosto de 1901, recogidos en J. F. Six, Carlos de Foucauld. Itinerario espiritual, Barcelona 2001 (Herder, 5ª ed.), 51-53.
- M-D. Molinié, Quién comprenderá el corazón de Dios, 7,1, apartado El remedio y el tratamiento: M.-D. Molinié, Qui comprendra le coeur de Dieu?, Paris 1994 (Saint-Paul), 107-108.
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 2ª ed.), 121.
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo, 126-127.128.
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo, 184.
- C. S. Lewis, Mero Cristianismo, Madrid 2007 (Rialp, 5ª ed.), 210-211, citado en M. D. Molinié, El combate de Jacob, Madrid 2011 (Paulinas), 61-62.