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«Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13).
Contenido
- 1. Un planteamiento realista
- 2. La intercesión de Jesús, raíz de nuestra intercesión
- 3. El problema de la acogida de la salvación
- 4. La relación entre la fe y la oración
- 5. Un modelo de intercesión
- 6. Un modelo de falta de fe
- 7. Un ejemplo de búsqueda de la eficacia de la gracia sin intercesión
- 8. El camino de la intercesión del contemplativo
- 9. Los límites de la intercesión
1. Un planteamiento realista
¿Qué pensaríamos de un sacerdote que se negara a confesar a un feligrés que le pide confesión, o que llegara habitualmente tarde a misa y la celebrara de cualquier modo? Probablemente pensaríamos lo mismo de la monja de clausura que no para en el monasterio y está tan pegada a la radio o a la televisión que dice que «no tiene tiempo para rezar».
Pues el mismo juicio merecemos los que hemos recibido la gracia de sabernos llamados a la intimidad con el Señor y nos conformamos con rezar porque nos «ayuda», sin consagrarnos a la oración de intercesión de manera asidua como el medio concreto para colaborar eficazmente a la salvación para los demás. Esto, que llamamos «intercesión», es la tarea (misión) principal del contemplativo, tanto monástico como secular.
En este sentido, podemos afirmar que el primer «ministerio» del contemplativo secular es la misma oración, a la que se siente llamado personalmente por el Señor cuando nos invita a «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1). Por consiguiente, no ora por gusto, ni siquiera por una necesidad personal o general, sino por un encargo del Señor. Eso no quiere decir que en ocasiones no encuentre gusto en la oración; pero no es ésa la motivación que le lleva a entregarse a ella, sino el convencimiento profundo de una misión a la que se siente llamado desde el nuevo ser que Dios le ha regalado. De hecho, el tiempo que dedica a la oración y el modo de realizarla deben responder a este sentido de «ministerio» o misión eclesial, con conciencia clara de que, con su oración, está realizando el trabajo que le corresponde en el Cuerpo de Cristo.
La principal motivación que posee el contemplativo para orar es el absoluto convencimiento de que el Señor le encarga personalmente el ministerio de la oración como su cooperación específica a la extensión del reino de Dios. Entendida así, la oración no será nunca una actividad más entre otras o un quehacer que le beneficia principalmente a él, sino la misión fundamental que le encarga el Señor y que sustenta todo lo que hace1.
Entonces, si esto es así, debemos preguntarnos si cumplimos esa misión de verdad. Quizá tengamos que reconocer que no la valoramos suficientemente o, incluso, que apenas la conocemos. Como respuesta a esta situación, vamos a tratar de tomar conciencia de nuestra misión de intercesores como una tarea y una responsabilidad fundamentales en nuestra vida.
Para empezar, tenemos que preguntarnos si poseemos un verdadero sentido de misión. Tener una «misión» supone que tenemos una vocación, que hemos sido llamados por el Señor a algo. Y la vocación-misión nos lleva a la consagración: a sabernos consagrados a Dios y a la oración como tarea ineludible; por supuesto sin necesidad de salir de la familia, del trabajo o de las actividades seculares que nos son propias. Se trata de una consagración que se plasma en una entrega a la oración de intercesión en medio del mundo.
Muy probablemente valoramos la oración, pero ¿conocemos y valoramos la intercesión? En principio hay que suponer que apenas es conocida ni suscita interés entre los cristianos. Sin embargo, la intercesión es la oración eficaz, según nos dice el Señor: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16,23; cf. 15,7). Pero, aunque esto parezca extraordinario, en el fondo casi nadie conoce lo que está en juego ni tiene interés por ello. Porque si lo conociéramos, tendríamos que dedicarnos a la intercesión. Y no nos interesa porque sospechamos que la intercesión tiene un precio, al igual que sucede con la redención. Lo fácil, entonces, es quedarnos con la paz y la seguridad que nos da una oración cómoda, procurando no plantearnos ir más allá por si eso nos complica la vida.
Es imprescindible, por lo tanto, que tomemos conciencia de que poseemos una misión, como tarea fundamental de nuestra vida, que es la intercesión. Y eso exige conocerla, aun a riesgo de descubrir que supone para nosotros una gran responsabilidad, y encontrar el modo de llevarla a cabo con generosidad y alegría. Esto es importante, porque el gozo es la garantía de que una misión viene de Jesús. La intercesión no puede ser una carga ni una obligación. Jesús no viene a ponernos más cargas, sino a regalarnos la alegría y la plenitud de la salvación. Si vivimos la gracia y la misión como una carga, eso indica que lo estamos entendiendo mal y, quizá, no merezca la pena que lo hagamos.
Para empezar, lo primero que tenemos que hacer es contemplar al Señor, que nos manda orar ante las dificultades más grandes o «imposibles». Él sabe que hay realidades difíciles e incluso imposibles, y nos enfrenta a ellas, pero no diciendo que consigamos medios, dinero o gente para llevarlas a cabo, sino de un modo muy distinto:
Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,36-38).
El Señor conoce la necesidad de llevar luz y salvación a la gente que ha perdido el sentido de su vida; sabe que hacen falta personas preparadas, instrumentos suyos que lleguen a aquellos que no le conocen y les trasmitan el mensaje de salvación. Y lo que dice a sus discípulos es: «Orad». A nosotros nos parece mejor realizar convocatorias, reunir a la gente, hacer propaganda…, emplear medios que garanticen la eficacia humana en la proporción que esperamos.
Y Jesús va más lejos en su invitación a orar: les asegura a los suyos que su oración será siempre escuchada, con un fruto asombroso, a condición de que nazca del Espíritu y se realice «en su nombre»:
En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa (Jn 16,23-24).
Los apóstoles no han pedido nada hasta ese momento porque no han sabido hacerlo; y no han podido orar porque todavía no han recibido el Espíritu Santo. No olvidemos que el Espíritu Santo no es una «fuerza» espiritual que proviene de Dios, sino una persona que habita en nosotros y es el que ora en nosotros.
La oración es eficaz cuando pedimos en el nombre del Señor. La expresión «en el nombre» significa «identificado con, unido a». Por eso, si puedo decir con san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20), entonces es que ya no oro yo, es Cristo el que está orando en mí; y el Padre no puede dejar de responder a esa oración que hace en mí el Hijo por medio del Espíritu. Podemos ya intuir que estamos ante una oración que nada tiene que ver con rezar de carrerilla un padrenuestro o encender una vela a un santo…
Jesús nos dice, además, que cuando pedimos «en el nombre del Señor», nuestra alegría es completa (cf. Jn 16,24) porque experimentamos la maravilla del Dios que actúa en la eficacia de la oración. Se trata de la alegría de Dios, que quiere actuar en nosotros y en los demás; y su gracia llena de gozo a los que reciben la salvación, pero también a los que han orado en Cristo para que se realice la salvación de Dios. Por eso, la intercesión es una responsabilidad, pero también nos proporciona el gozo de saber que podemos colaborar eficazmente al prodigio permanente de la gracia en el mundo, al milagro constante de un Dios que actúa haciendo maravillas ante tantas necesidades como tiene la humanidad. Y eso llena una vida.
El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré (Jn 14,12-14).
Cuando Jesús va al Padre y nos envía el Espíritu Santo, nosotros podemos hacer obras más grandes que las que ha hecho Jesús. El Padre y el Hijo tienen un gran interés en que se realice la obra extraordinaria de la salvación. Y esa obra glorifica al Padre en el Hijo. Por eso puedo decir con toda razón que en la oración me asimilo a Cristo y lo «re-presento» (lo hago presente) en su relación con el Padre; de modo que, a través de mí, Cristo da gloria al Padre. Yo no puedo dar gloria al Padre porque él es el único que puede glorificar al Padre; pero he recibido el Espíritu Santo que me identifica con el Hijo y me llena del amor de Dios-Trinidad; y ese amor se derrama en los demás, a través de mí, por medio de la intercesión. Ésa es la maravilla que vemos en los santos y que tendría que ser lo normal en nosotros… si creyéramos de verdad en el Espíritu Santo y en que, por su acción, «re-presentamos» a Cristo; y si, como fruto de esa fe, dejáramos que el Espíritu Santo viviera y actuara con total libertad en nosotros, todo cambiaría extraordinariamente en nuestra vida y a nuestro alrededor.
La promesa que hace Jesús sobre la eficacia de la oración es tan asombrosa que si la creyéramos de verdad no nos costaría aceptar que la oración sea para el contemplativo secular no un mero quehacer opcional, ni mucho menos una obligación, «sino la realidad que empapa toda su vida; de modo que pueda decir en verdad: “La oración es mi vida porque se confunde con mi propia existencia; es como la respiración de mi alma: vivo para orar y oro para vivir”»2. Y todo esto, sin necesidad de tener que apartarnos del mundo o asumir una vida distinta a la vida secular a la que Dios nos llama para ser santos.
2. La intercesión de Jesús, raíz de nuestra intercesión
El modelo y la fuente de nuestra intercesión es Jesucristo. Al contemplarlo, vemos que llama a sus discípulos y los convierte en sus apóstoles, dándoles la gracia, el poder, la responsabilidad y la luz para cumplir su misión. Sin embargo, es plenamente consciente de la dificultad que supone sembrar su palabra en un mundo que se empeña en correr en sentido contrario a esa palabra. Hace falta que haya muchos y buenos testigos de Cristo en medio de un mundo hostil. Y frente a esa necesidad universal y ante la dificultad que supone llevar la gracia a ese mundo, el Señor no les da consejos de marketing para «vender» mejor el producto, sino que les pide que oren, como veíamos antes (cf. Mt 9,36-38). Hemos de suponer que, cuando Jesús pide que se rece ante el reto más importante que él mismo tiene, que es la obra de la salvación, no se refiere a cualquier modo de oración, sino a una manera de orar que resulte verdaderamente «eficaz» ante las dificultades y los problemas más importantes, y ante el problema «insoluble» de la salvación. Y eso lo podemos aplicar también a los problemas más graves, o incluso imposibles, que nos encontramos en el camino de la vida.
Esto nos lleva a contemplar al mismo Jesús, que es el modelo de nuestra oración y el único cauce por el que podemos entrar en la verdadera oración «eficaz». Para eso, vamos a fijarnos en la carta a los Hebreos, que nos ofrece la clave de esta oración eficaz:
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial (Heb 5,7).
Vemos a Jesús en Getsemaní que ora al Padre a gritos, con lágrimas y con sudor de sangre. Y la carta a los Hebreos, al afirmar que «fue escuchado», nos está diciendo que su oración fue realmente eficaz; lo que nos pone en la pista para entender lo que es la intercesión. Quizá pueda parecer que su oración no obtuvo resultados, puesto que pedía ser liberado de la muerte y no se le evitó la cruz. Él pedía: «Si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26,39). Y el cáliz no pasó. Pero, ¿de qué cáliz estamos hablando? Porque parece que hay una contradicción entre el aparente fracaso de la oración de Jesús y la afirmación de la carta a los Hebreos, que nos dice que el Padre escuchó la súplica del Hijo. Para entenderlo hemos de evitar pensar que la mayor preocupación de Jesús en ese momento fuera el sufrimiento ante la pasión que se le venía encima. ¡Cuántas personas, con fe o sin ella, han afrontado a lo largo de la historia una muerte cruel con más temple que el que encontramos en el Jesús abatido de Getsemaní!
Resulta inimaginable que no podamos encontrar en el Señor la serenidad y la dignidad que muchas personas, incluso carentes de fe, tienen en circunstancias parecidas. Hemos de reconocer que tiene que existir otro motivo, muy importante y profundo, que explique el dolor, la angustia y el desgarro del Hijo de Dios, aparte del mero sufrimiento que supone su inminente martirio.
La contemplación del Señor nos descubre los verdaderos motivos de su sufrimiento, por qué reza, qué necesita realmente y qué es lo que pide al Padre. Tengamos en cuenta que la gran preocupación del Señor era la salvación de la humanidad, y en ese momento estaba experimentando la tentación, la prueba interior, la lejanía del Padre, el abandono de los suyos…, todo lo cual le lleva a la tentación de pensar que es imposible salvar al mundo. Está solo, abandonado y fracasado; su intento de formar a unos hombres que continúen su misión se ha malogrado, porque los discípulos no le han comprendido, están dormidos a pesar de haberles pedido que le acompañen en su oración, nadie se ha dado por aludido por su mensaje, va a morir y con él van a morir todas las esperanzas de salvación, su obra va a desaparecer, su vida no tiene sentido…
En Getsemaní vemos el momento álgido de la Historia, en el que el Hombre por antonomasia se enfrenta a su mayor reto, que es mantener su misión de salvar al mundo ante la evidencia de que resulta imposible. No solamente carece de cualquier apoyatura humana, sino que experimenta una lejanía del Padre que hace más evidente su fracaso y más difícil evitar el convencimiento de que se va a perder todo aquello por lo que ha dado la vida.
Esto no es algo que podamos comprender con la cabeza puesto que pertenece a lo profundo del corazón del Hijo de Dios, al que sólo podemos acercarnos por medio de la contemplación. Y para ayudarnos a ella quizá pueda resultar útil la contemplación litánica de Getsemaní, que nos va mostrando los distintos aspectos de este misterio de Cristo, en el que vemos:
-la impotencia ante la misión,
-la angustia frente el futuro,
-el abandono de todos,
-la indiferencia de los cercanos,
-la oscura traición del amigo,
-la lejanía de Dios,
-la oscuridad absoluta,
-la soledad total,
-la falta de fuerzas,
-la tentación oscura y amenazante,
-el corazón inundado de tristeza y angustia,
-la mirada lúcida a la verdad,
-la mirada que descubre el pecado,
-descubrir todos los pecados del mundo,
-la tristeza infinita por el mal,
-aceptar llevar todo este peso,
-el sentimiento de fracaso total,
-la angustia ante la inutilidad de la pasión,
-aceptar morir como el grano de trigo para dar fruto,
-sufrir anticipadamente la cruz,
-experimentar el abandono de Dios,
-la aceptación mantenida del dolor,
-el alma llena de mortal aflicción,
-caer por tierra, destrozado,
-sufrir hasta sudar sangre,
-experimentar la muerte sin morir.
La contemplación de Cristo en el Huerto nos permite atisbar lo que sucede en su corazón en esos momentos, que no es otra cosa que un acto puro de intercesión, que, además de salvarnos, ilumina nuestra intercesión y le da sentido como continuación de la suya. Lo que en esos instantes soporta el Hombre de la Agonía sobre su corazón es el conjunto de realidades a las que acabamos de aludir, concentradas en un momento sobre la mayor sensibilidad humana que ha existido. Siguiendo las letanías, podemos contemplar la actitud de Jesús ante toda esa realidad que lo aplasta y que le lleva a:
-abandonarse a la voluntad de Dios,
-abandonarse a la voluntad de los pecadores,
-volverse al Padre en oración,
-insistir y renovar la oración,
-suplicar que se aleje el cáliz,
-aceptar la voluntad del Padre,
-aprender la máxima obediencia.
Esta actitud nos descubre que la clave principal que explica Getsemaní es el modo de orar de Jesús. Cuando llega hasta el límite y roza la desesperación y la locura, acepta todo con una mirada lúcida de amor y traspasada de dolor. Y sin cerrar los ojos del alma, sin negar nada, sin huir ni culpabilizar o excusarse, toma en sus manos su vida, convertida en polvo, y la ofrece al Padre, sin renunciar al fruto de la misión a la que se ha entregado y le ha llevado hasta ese negro pozo de amargura en el que se encuentra. Y su oración consiste en enfrentarse abiertamente, cara a cara, al imposible que supone mantener vivo lo que a todas luces ha desaparecido, en aceptar la tentación que le asegura que no tiene sentido seguir luchando por ese imposible… Y nos encontramos así en el momento crucial de la vida de Jesús, la ocasión de la tentación más fuerte, del desgarro más doloroso y la oscuridad absoluta. Es el momento en el que su lucha titánica se convierte en oración. Porque en ese instante, poniendo en juego todas sus fuerzas, rescata de su corazón el acto más puro de amor, de confianza y de abandono; el acto que toma forma de oración: la oración más verdadera y eficaz que existe.
Al contemplar así la oración de Jesús como expresión viva de la entrega real de la vida, podemos entender el que, a partir de Getsemaní, Jesús pueda afrontar la pasión con una serenidad asombrosa, y pueda consolar a las mujeres, y perdonar a los que lo matan… Puede hacerlo porque ya se ha entregado plenamente en Getsemaní. Para contemplar el fruto de esta oración del Señor podemos servirnos nuevamente de las letanías, en las que vemos con detalle que el fruto es:
-aceptar la misión encomendada con todas las consecuencias,
-el amor invencible a Dios,
-el silencio humilde y receptivo,
-el sometimiento total a Dios,
-la lucha fiel hasta el final,
-la mansedumbre sin vacilaciones,
-la bondad sin amargura,
-el amor heroico a los demás,
-la intercesión por los afligidos,
-el consuelo de los que sufren angustiados,
-el estímulo para quienes están tentados,
-la comprensión para todos los dolores,
-el amor incondicional a los pecadores,
-recibir el consuelo del ángel,
-dar la mayor gloria al Padre.
A la luz de lo que venimos viendo, podemos entender por qué a nadie le interesa la intercesión y por qué muchos monjes y monjas buscan tareas para evitarla. Quizá sospechamos el precio de la intercesión y tratamos de eludirla; y para ello la desvirtuamos y la convertimos en una caricatura, reduciéndola a la recitación de unas cuantas oraciones mecánicas. Por eso necesitamos descubrir el misterio de la oración de Jesús en el Huerto, porque es el que mejor nos permite entender lo que es la intercesión. Se trata de un modo de orar que, aunque sea fascinantemente eficaz, no es cómodo ni fácil, porque no busca el propio interés ni el consuelo personal, además de exigir el alto precio del amor, tal como nos recuerda el Señor cuando dice que «nadie tiene amor más grande que el que da la vida» (Jn 15,13), y que el grano de trigo «si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Y si esto es verdad, no podemos pretender una manera de intercesión en la que se pueda dar fruto sin morir.
Así pues, estamos en condiciones de empezar a entender lo que es la intercesión, aceptando la base de la misma, que es una determinada mirada interior que Dios regala a los que llama a este modo de orar: una mirada que duele, incomoda, desinstala, hace sangrar nuestro corazón, compromete la vida y que estamos obligados a mantener a cualquier precio, fielmente, a contrapelo del mundo, en medio de la oscuridad y de las tentaciones contra la fe.
Todos vemos conflictos, problemas e injusticias a nuestro alrededor. Y la mayoría de las personas lo perciben como faltas de justicia, de valores o de educación, incluso como una ofensa que les infligen los demás. Pero nosotros podemos ver más profundamente porque el Señor nos ha dado una mirada distinta, una mirada semejante a la suya que nos descubre el daño espiritual que se hacen las personas enfrentadas, el estrago que causa el pecado en el cristiano, el dolor de Dios ante el pecado de los hombres…. Y si sentimos que no podemos permitirnos apartar la mirada para no sufrir, sino que debemos mantenerla, aunque nos desgarre el corazón, entonces esa mirada se constituye en el signo de una vocación y una misión que empieza precisamente por mantener esa misma mirada en todo momento, especialmente en las dificultades, aceptando el desgarro salvador que contiene y renunciando a cualquier forma de huida o desahogo, al enfado o la ira ‑aunque tengamos derecho a ello‑, porque eso demostraría que hemos perdido esa visión e intentamos evitar la cruz que nos identifica con Cristo.
Pero no podemos mantenernos en ese desgarro sin más, sino que tenemos que ponerlo en relación con Dios. Eso es lo que hace Jesús en Getsemaní. En el fondo, se trata de aceptar que esa nueva visión nos crucifique al descubrirnos que detrás de todo lo negativo está el dolor de Dios, que tiene que contemplar en qué convertimos el infinito amor por el que nos ha creado y redimido, pagando un altísimo precio. Es evidente la enorme distancia que existe entre la intercesión y el simple recurso a tranquilizar la propia conciencia recitando una oración por una situación o persona en dificultades.
Esa mirada que recibimos, eco de la de Dios, debe disponernos, como vemos que hace Jesús en Getsemaní, a abandonarnos en las manos del Padre, haciendo coincidir nuestra voluntad con la suya. En este sentido, cuando él ora en el Huerto diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42) está recogiendo el eco de lo que el Verbo había dicho en el momento de entrar en el mundo por la encarnación: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo […]. Entonces yo dije: He aquí que vengo pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,6-7). Así, en Getsemaní se cierra el proceso que se inició en la Encarnación.
En ambos casos estamos ante la vocación-misión del Hijo de Dios, que es el modelo de nuestra vocación-misión, por la que nos situamos ante esa circunstancia negativa o dolorosa que nos presenta la vida y nos desgarra el corazón, y, como el Hijo, le decimos también al Padre: «Aquí estoy. No quieres una vida de sacrificios, sino el sacrificio de una vida. Tómala». Porque no se trata de ofrecer a Dios nuestros pequeños sacrificios, oraciones y privaciones, sino de ofrecer la propia vida. Porque ¿de qué nos sirven esos sacrificios si no le damos la vida? Ésa entrega total es la verdadera respuesta al mal del mundo, y en ella encontramos la garantía de la más segura eficacia de la verdadera oración de intercesión.
Más aún: en ese momento tan importante, cuando Jesús ve que los suyos están dormidos, se han desentendido de él y lo han dejado solo, no les reprocha su cobardía o su mediocridad, sino su falta de oración: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41).
Tal como hemos apuntado y veremos más adelante, la oración del contemplativo tiene una estrecha relación con la oración de Jesús, por eso hemos de aprender de él a orar del mismo modo que él lo hace, porque la oración del contemplativo es la continuidad terrestre de la oración de Jesús glorioso. Él, por ser hombre, tiene una humanidad gloriosa en el cielo y sigue realizando allí la obra que realizó en la tierra: ser el mediador entre Dios y los hombres. Y ahora continúa esa obra intercediendo permanentemente por nosotros en el cielo. Y esa intercesión celeste es prolongada por los que participan de ella como vocación-misión. Igual que en la Iglesia hay vocaciones que continúan ahora en la tierra la curación a los enfermos o la evangelización que realizaba Jesús en su ministerio terreno, también existe una vocación de hacer presente y continuar la intercesión de Cristo en el cielo; razón por la cual el orante tiene que mirarse siempre en el espejo del Señor, para no desvirtuar su vocación y su misión de intercesión.
El vínculo esencial entre nuestra oración y la oración permanente del Verbo es el fundamento de la oración cristiana y de la misión principal del contemplativo, que consiste, por eso mismo, en ser «sacramento» de la oración de Cristo. Como todo sacramento es el signo visible que hace realidad lo que significa, de igual manera el contemplativo hace visible y eficaz en la actualidad la oración celeste de Cristo. La importancia de este don y de esta misión explica y justifica que existan personas que dediquen su vida a orar, consagrándose a hacer presente en su propia vida y en el mundo la permanente intercesión del Hijo de Dios, que es fruto de su comunión de amor con el Padre y con los hermanos3.
Para el contemplativo, orar no puede consistir en relacionarse con Dios porque le gusta, le interesa o quiere pedirle algo, sino en continuar la oración de Cristo, que, a través del Espíritu Santo, sigue orando en nosotros y nos permite ofrecerle nuestro cuerpo, nuestra vida y nuestra oración para que la oración celeste de Cristo tenga un «cuerpo» terreno que le dé continuación terrena e histórica.
En este sentido, la participación en la oración de Cristo glorioso nos introduce en la oración del Jesús terreno, especialmente la de Getsemaní, y nos lleva a un conocimiento profundo de Jesús y a la identificación con sus sentimientos, actitudes, disposiciones, deseos y voluntad, participando del corazón orante del Orante por antonomasia. Así pues, orar es revivir y acoger en nosotros los sentimientos y actitudes de Cristo; para lo cual Dios le da al contemplativo una especial percepción de su gracia y del mal que existe en el mundo, en la Iglesia y en sí mismo. Y eso le rompe interiormente, porque la mirada que recibe le hace muy sensible al mal del mundo y le impide verlo como un mero espectador. La gracia de una visión sobrenatural de la realidad le permite ver con gran profundidad y dolor lo que no se percibe a simple vista; y, además, le implica directamente en el problema del mal y del pecado, haciéndole responsable de ellos y moviéndole a responder con la única arma eficaz que existe, que es la participación en la cruz salvadora de Cristo.
Ahora podemos entender que, si bien la intercesión es una misión apasionante y extraordinaria, sin embargo tiene un precio que muy pocos están dispuestos a pagar y que explica que muchos se predispongan contra esa responsabilidad y se desentiendan de ella, renunciando a esa mirada para no plantearse la tarea de la intercesión. Esto explica por qué existe tan poco interés por este modo de orar entre los cristianos, incluso entre los que están llamados a vivir de ella como su misión específica en la Iglesia y a favor del mundo.
A eso es a lo que el Señor se refiere cuando, a propósito de que hay que «orar siempre, sin desfallecer», dice: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8). Es decir, ¿encontrará a alguien a quien le interese esta tarea, esta forma de responder al mal? Se lo pregunta porque ya podía prever que la mayoría de nosotros iba a mirar para otro lado. Pero, una vez que está planteada la cuestión tenemos que darle nuestra respuesta personal y consciente, lo que exige de nosotros una profunda y humilde contemplación de Jesucristo y una gran sinceridad con nosotros mismos. Sólo así purificaremos nuestra intención y estaremos dispuestos a imitar y seguir al Señor de verdad.
3. El problema de la acogida de la salvación
En este punto podemos preguntarnos por qué darle este dramatismo a la intercesión cuando trata de hacer eficaz la salvación de Cristo que tiene la mayor de las eficacias. Es cierto que la redención es algo perfecto e infinitamente eficaz. Pero el problema que exige una respuesta singular por nuestra parte, como es la intercesión, no es tanto la redención cuanto la «acogida» de la misma por parte del hombre. Con su encarnación, muerte y resurrección, Jesucristo ha realizado la obra de la salvación. Sin embargo, la situación del mundo demuestra que esa salvación no ha llegado, en la práctica, a una gran parte de la humanidad. En todos los niveles y ámbitos de la vida del ser humano existen injusticias, sufrimientos y vacíos que marcan negativamente la vida de tantas personas que viven y mueren sin conocer a Dios. ¡Cuántas personas se pierden la gracia de la salvación de Cristo y cuántas se condenan…! Y eso no se debe a la falta de eficacia de la redención de Cristo, sino a su falta de acogida por el hombre. Para que nos salvemos es necesario que el Señor nos salve y que nosotros acojamos la salvación. Por eso es tan importante la tarea misionera, que lleva la salvación a los que no la conocen, para que la acojan y puedan salvarse, más allá de las ayudas materiales que necesitan y que, por supuesto, hay que proporcionarles.
Dios ha dado la respuesta eficaz al pecado y al mal por medio de su Hijo Jesucristo, que nos ha salvado con su amor inmolado; lo cual tiene una indiscutible eficacia sobrenatural. Por eso, Jesús curó a algunos enfermos y resucitó a algunos muertos ‑pero no a todos‑ como signo de que venía a ofrecer una curación y una resurrección distintas a las naturales, realmente sobrenaturales. Pero el que la salvación sea sobrenatural no significa que no sea real y enormemente eficaz; pero tampoco que tenga un fruto mecánico o mágico. Posee una eficacia que requiere de la acogida y la colaboración del ser humano, puesto que éste no es una máquina ni una marioneta, sino un ser libre. La salvación es el fruto de esas dos acciones: por una parte, la acción de Dios, que nos regala la filiación divina y la vida eterna por medio de su Hijo y a través del Espíritu Santo; y, por otra, nuestra libertad, que acoge o rechaza ese regalo.
Del hecho de que uno reciba o rechace libremente la gracia depende que ésta pueda actuar o quede infecunda. Y para que llegue a actuar en el mundo es necesario que la gracia llegue a todos; pero no va a llegar ni mágica, ni automáticamente. Esto lo vemos con especial claridad al contemplar la multiplicación de los panes y los peces, donde podremos comprobar que Jesús puede hacer el milagro él solo, pero quiere contar con sus discípulos para hacerlo. Por eso les pide que colaboren con él para alimentar a esa multitud, diciéndoles: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37). Resulta significativo que reclame la colaboración de los suyos cuando «bien sabía él lo que iba hacer» (cf. Jn 6,6), que era el milagro.
Esta afirmación del Evangelio choca con una extendida interpretación, supuestamente exegética, que deja al lado el milagro de la multiplicación de los panes para afirmar que el verdadero prodigio es la solidaridad de aquella multitud que compartió lo que tenía, haciendo posible con los medios humanos que todos comieran. De ese modo se excluye el prodigio que hace Jesús, dando a entender que no necesitamos su milagro, porque está en nuestra mano solucionar los problemas sin necesidad de recurrir a Dios. Sin embargo, la realidad es la contraria: necesitamos a Dios precisamente porque no somos capaces de resolver nuestros problemas más importantes, especialmente el de la salvación. Ciertamente en nuestra mano está alcanzar lo posible, pero para lo imposible necesitamos a Dios. Y la redención es un imposible para el hombre; razón por la cual el Señor nos anima a aspirar a imposibles, y no a rebajar el cielo hasta convertirlo en el paraíso terreno que puede fabricar el hombre para eludir el hecho de que la gloria es imposible para nosotros.
La Iglesia, formada por los que nos decimos seguidores de Jesucristo ‑todos, sin excepción‑, tiene la misión de hacer llegar a la humanidad entera la fuerza de la gracia de Dios que nos ha traído su Hijo y que nosotros hemos recibido por la acción del Espíritu Santo que él nos ha dado. Todos los cristianos somos directamente responsables de esta misión, cada uno según su vocación personal y su puesto concreto en el misterio del cuerpo místico de Cristo.
Para hacer esto posible, Jesús nos da a los suyos su misma misión y la fuerza invencible que la sustenta:
Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios (Mc 3,13-15).
Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios (Mt 10,7-8)4.
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20,22-23).
Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra (Hch 1,8).
Jesucristo tiene un gran interés en que su mensaje, su gracia y su salvación lleguen a toda la humanidad. Entonces, ¿por qué razón no llega la gracia de Dios al mundo con la fuerza necesaria para transformarlo? Es más, ¿por qué ni siquiera transforma a los cristianos, a los que van a misa, a nosotros mismos? Sabemos que Dios acabará triunfando en la lucha del bien contra el mal, pero no da igual que ese triunfo se retrase por nuestra culpa o queden en la cuneta del camino multitud de víctimas de las que somos responsables. Si somos la luz del mundo y el mundo está en tinieblas, ¿a quién vamos a culpar?
¿Cuál es, por tanto, la razón de este fracaso de la gracia y de la salvación?5 Hay que responder diciendo que la principal razón del fracaso de la gracia en tantas almas y en tantas situaciones es nuestra falta de fe. Y a eso se refiere el Señor cuando se pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8), señalando la causa del problema. Algunos se excusarán pensando que tienen fe y diciendo que ciertamente creen en Dios; pero también el demonio cree en Dios ‑y más que nosotros‑, y eso no le sirve para salvarse, ni para hacer ningún bien (cf. St 2,19). Por eso el Señor nos dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (Lc 17,6)6. Lo que significa que la razón por la que Dios no puede actuar en muchos casos, y su palabra, su luz y su gracia no llegan a multitud de personas es porque nosotros no tenemos verdadera fe en la gracia. Si nuestra fe fuera como un granito de mostaza, al ver tanta necesidad, la pondríamos en manos de Dios como ejercicio de confiada entrega. Al no hacerlo, nos hacemos responsables, en gran medida, del mal que existe en el mundo.
Es innegable que la Iglesia y los cristianos hemos entregado al mundo infinidad de esfuerzos y de vidas dedicadas a ayudar a los demás. Pero en multitud ocasiones, sobre todo en la actualidad, muchos de esos esfuerzos se llevan a cabo para dar respuestas humanas a necesidades humanas, sin apoyarse en una fe viva. Eso hace que la mayor parte de las energías, esfuerzos e instituciones que la Iglesia pone al servicio del mundo no se diferencien mucho del trabajo y de las motivaciones que pueden tener los voluntarios de cualquier ONG. Y prueba de ello es que las mismas ONGs cristianas se diferencian cada vez menos de las no cristianas, dada la dificultad que existe para que mantengan una identidad y unos criterios eclesiales y evangélicos perfectamente reconocibles.
Por esa falta de fe solemos acabar conformándonos con pretender metas accesibles a nuestras posibilidades humanas, aspirando sólo a lo que podemos hacer con nuestras fuerzas y renunciando al milagro de la gracia al que Dios nos llama. Los sacerdotes o los padres cristianos renuncian a que sus fieles o sus hijos sean santos, porque no encuentran en ellos un eco a esa meta, y se conforman con que colaboren en algunas tareas parroquiales o domésticas, o con que no sean malas personas. Al final, nuestras aspiraciones se reducen a los mínimos, puesto que ellos nos dan la seguridad de saber que contamos con el resultado humano que podemos conseguir con nuestro propio esfuerzo, sin arriesgarnos a más. Esto no es algo nuevo: también les pasaba a los apóstoles, que se vieron impotentes para dar respuesta a determinadas situaciones de necesidad, a pesar de haber recibido el mandato del Señor y su gracia para hacerlo. Tal sucedió en el caso de su fracaso al intentar curar a un niño endemoniado:
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo [al demonio] nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,19-20).
Volveremos sobre esto más adelante. Mientras tanto, vendría bien recordar a los santos, que nos ofrecen multitud de ejemplos contrarios a esta actitud de los apóstoles, y constituyen una prueba incontestable de la fuerza que tiene la gracia de Dios como respuesta real a las necesidades humanas. Ellos nos demuestran lo que podría hacer Dios a través de nosotros si tuviéramos verdadera fe y le dejásemos actuar. Por eso, se podría decir de nosotros lo que dice el Evangelio de los paisanos de Jesús: «Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58). Tengamos, pues, en cuenta que es muy fácil echarle la culpa a los demás porque no creen, no se comprometen o no tienen valores…, y ocultar así la parte de responsabilidad que tenemos en ello como consecuencia de nuestra falta de fe.
4. La relación entre la fe y la oración
Ante la evidente impotencia o la poca eficacia de nuestros esfuerzos solemos refugiarnos en lo que entendemos por «eficacia» de la oración, algo que suponemos, pero en lo que no terminamos de creer; de modo que la oración para nosotros acaba siendo una excusa para ocultar nuestra falta de fe. Es un proceso muy simple: comienza por un problema o una necesidad que tenemos nosotros o vemos en alguien a quien queremos, y que es imposible de resolver. A partir de ahí, reconocemos la situación como un reto para nuestra fe, que convertimos inmediatamente en un reto para Dios que disfrazamos de un acto de fe que se podría formular del siguiente modo: «Me encuentro con tal situación que me resulta especialmente dolorosa y que exige una solución imposible para mí; por eso te la presento para que tú, que lo puedes todo, la resuelvas. Como confío en que lo harás, y no puedes defraudar mi fe, espero con seguridad que lo hagas». Se trata de un planteamiento aparentemente perfecto, en el que vemos la fe, confianza, la oración y la intercesión perfectamente armonizadas. Sin embargo, la verdadera actitud que subyace debajo es la siguiente: «Puesto que se trata de algo imposible o muy difícil, y yo no soy capaz de darle respuesta, le pediré a Dios que lo solucione». Aún así, el planteamiento parece evangélicamente adecuado.
Aunque no lo parezca, ésta es la manera que tenemos de justificarnos, como si hubiéramos hecho nuestra parte en forma de fe, oración e intercesión, cuando, en realidad, estamos eludiendo nuestra responsabilidad para endosársela solapadamente a Dios. Ciertamente no es fácil ver un problema que se esconde a nuestra mirada superficial e interesada; pero a poco que profundicemos descubriremos que estamos pidiéndole a Dios que arregle el asunto que nos preocupa, sin plantearnos realizar lo que tenemos que hacer nosotros, y sintiéndonos justificados porque estamos rezando por esa situación difícil.
De ese modo ponemos toda la carga de la responsabilidad en Dios, y logramos eludir nuestra responsabilidad, diluyéndola en la oración. Así, nos convencemos de que el hecho de acudir a Dios prueba nuestra fe y nuestra confianza en su amor, en su poder y en su misericordia para con nosotros. Aunque, realmente, nuestra oración lo único que pretende, en el fondo, es autoconvencernos de que hemos «hecho» algo eficaz para solucionar determinado problema, cuando en realidad nos hemos limitado a realizar unas oraciones o sacrificios para «conseguir» de Dios algo que no parece dispuesto a hacer. Con nuestra petición o nuestro sacrificio podemos limitarnos a «hacer» algo práctico y fácil que nos deje tranquilos, mientras le endosamos la responsabilidad a Dios. Resulta significativo, además, que convirtamos la oración en una especie de trueque en el que, según la importancia o la dificultad de la situación, determinamos la cantidad de oraciones o el tipo de sacrificios a realizar; y que, una vez hechos, nos proporcionan la tranquilidad de haber cumplido nuestra parte. Da qué pensar, no obstante, que estemos ante una forma de intercesión que nos resulta especialmente fácil y práctica.
Con mucha probabilidad, el lector de estas líneas se estará preguntando cuál es el problema. Y eso mismo revela la falta de profundidad en nuestra fe y en el sentido de la oración de intercesión. La realidad es que, aunque no lo parezca, mientras nuestra oración apela a la bondad de Dios, lo que hacemos realmente es proclamar su dureza ‑o, incluso, su «crueldad»‑. Éste es el motivo por el que muchos cristianos se sienten decepcionados por Dios, o se enfadan con él, cuando «no escucha» sus oraciones; es decir, cuando Dios no obedece lo que ellos le exigen, a pesar de haberle dado en pago unas oraciones o sacrificios más o menos generosos.
La razón de la ineficacia de la oración de petición, en la que ponen sus esperanzas tantos cristianos, es que no es una oración cristiana, sino pagana. Ciertamente, ningún cristiano negará el valor de la oración, pero para la mayoría ésta se limita a la mera petición, principalmente de carácter vocal, aplicada sólo a lo que nos interesa a nosotros, no a lo que le interesa a Dios. Decimos «hágase tu voluntad», pero pretendemos que él haga la nuestra. Por eso, cuando un cristiano se encuentra con un sufrimiento o un problema de difícil solución, se plantea: «¿Qué puedo hacer si no está en mi mano resolverlo?»; y se responde: «Pues, sencillamente, puedo rezar por ello». Esto se aplica a nuestros propios intereses o a las necesidades de los demás. Lo solemos decir con frecuencia: «No te preocupes, rezaré por ti». Incluso añadimos una afirmación profética: «Ya verás cómo se soluciona». Si no nos olvidamos de nuestra promesa, la cumpliremos rezando unas oraciones por esa persona, pero sin tener ninguna seguridad de que se vayan a resolver sus dificultades. Ciertamente confiamos en ello, pero como el que espera que le toque la lotería. Pedimos que Dios solucione el problema para evitar el sufrimiento que comporta, pero se nos olvida preguntarle a Dios qué es lo que él quiere; y nos quedamos satisfechos pensando que hemos afrontado ese problema por medio de la oración de intercesión.
Esto nos obliga a recordar que la «oración» es uno de los elementos fundamentales de cualquier religión; y no es exclusiva del cristianismo, ni siquiera de las religiones del libro. Los paganos rezaban y hacían sacrificios a sus dioses, que eran seres poderosos, excelsos, que vivían alejados y desentendidos de los hombres, a los que imponían, tiránica y cruelmente, su voluntad. Para sobrevivir al poder de los dioses, los seres humanos tenían que congraciarse con ellos y arrancarles su ayuda en los asuntos más problemáticos o dolorosos; lo cual se lograba por medio de oraciones y sacrificios, que ponían de manifiesto la sublimidad del dios al que acudían y la confianza que tenían en recibir sus favores.
Todo esto partía del convencimiento de que el dios en cuestión no conocía el problema ni tenía especial interés en resolverlo; por eso había que informarle del asunto y convencerle de que ayudase a resolverlo. Lo cual nos indica que nosotros no estamos lejos de la actitud pagana. De hecho, es habitual que si a un cristiano le toca la lotería diga que ha tenido suerte; y, si le sobreviene una desgracia, se pregunte qué ha hecho para que Dios permita algo así, o incluso le castigue por ello, como si Dios repartiera injustamente desgracias a los buenos. Y así nos creamos el problema que supone creer que Dios nos manda unos males que no merecemos por el hecho de ser buenos.
Si nos fijamos bien, para la mayoría de las personas la «oración» cristiana y la pagana suelen tener la misma estructura: primero se informa a Dios del problema y, luego, se le suplica su ayuda. Todo ello sobre el supuesto de que sin esa información y esa súplica Dios no va a actuar. El desarrollo viene a ser el siguiente: «Dios, tú que eres todopoderoso, ¡ayúdame! Fíjate en tal situación. Date cuenta del sufrimiento tan grande que supone para mí (o para tal persona); además, considera que la situación resulta, por tal motivo, particularmente dura. Tú lo puedes todo, por eso a ti no te cuesta nada resolver el problema. Tú puedes hacer, en un instante y sin esfuerzo, lo que nosotros no podremos hacer jamás. Por eso te pido que tengas misericordia. Sé bueno y ayuda a quien tanto lo necesita. No te hagas de rogar y dame lo que te pido, y que a ti no te cuesta nada». Con objetivos similares se puede «ofrecer» a Dios un rosario o un sacrificio más o menos costoso.
Hay que insistir en que esta oración no es propia de un verdadero cristiano, sino que corresponde al modelo básico de oración que se da en cualquier religión pagana, en la que se dirigen a un dios distante y cruel. El cristiano, por el contrario, sabe que gracias a la encarnación del Verbo de Dios, y por medio de la efusión del Espíritu Santo, Dios no sólo no está lejos, sino que es «más íntimo que nuestra propia intimidad»7; y se nos descubre cómo el «abbá» (papá) al que se dirige Jesús; sabe que Dios nos ama con el amor infinito y entrañable que demuestra en su permanente y su solícita Providencia, con la que vela constantemente por nuestro bien8. La relación de Jesús con su Padre no tiene nada que ver con esta visión pagana y nos dice que nuestra relación con Dios debe ser muy distinta. Recordemos que el mismo Jesús nos dice que Dios, nuestro Padre, no tiene necesidad de que le informemos, porque «ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso» (Mt 6,32), y no tenemos que convencerle de que nos ayude, porque «si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7,11). Por tanto, a Dios no le tenemos que informar, ni mucho menos convencer para que nos ayude.
Si esto es así, hemos de reconocer que la oración habitual de la mayoría de los cristianos no solamente no tiene nada que ver con la oración que nos enseña Jesús, sino que resulta ofensiva para el Padre, a quien supuestamente se dirige, puesto que lo trata de ignorante y desentendido ‑o, incluso, cruel‑. ¿Qué otra explicación podemos darle a la insistencia en informarle con detalle de las necesidades y en tratar de convencerle de que nos ayude y sea misericordioso? Más aún, solemos suponer que la gravedad o complejidad de las situaciones por las que pedimos exigen una cantidad proporcional de oraciones y sacrificios, con lo que le damos a la plegaria una eficacia claramente mecánica o mágica.
Todo lo dicho hasta aquí no significa que haya que desterrar en absoluto la oración formal de petición o las oraciones vocales, sino que éstas no pueden ser el fundamento de la intercesión; sin embargo, hay ocasiones que sirven de sustento para hacernos más conscientes de una necesidad, para reconducir unos sentimientos no evangélicos o para disponernos a la verdadera intercesión.
En principio, hay que señalar que lo distintivo de la verdadera oración de petición es la perseverancia: orar, como nos pide Jesús, «siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1), y no sólo cuando hay una necesidad que nos afecta personalmente. Esto se opone al modo generalizado de orar para «cumplir» con un rito que nos permita liberarnos fácilmente de nuestra responsabilidad. Porque este tipo de oración de «información y petición de misericordia» no puede tener eficacia por ser diferente de la intercesión que nos pide el Señor, ya que expresa lo contrario de la fe: el convencimiento de que Dios ignora lo que sucede, y por eso hay que informarle; y porque, además, se resiste a ayudarnos. En definitiva, si rezamos a un dios tonto y malo, ¿podemos esperar que nos escuche el verdadero Dios, que no tiene nada que ver con nuestro ídolo?
5. Un modelo de intercesión
Para ver el contraste existente entre este modo de orar y la verdadera «intercesión» evangélica, podemos recurrir a un modelo paradigmático de la misma, que es la intercesión de María en la boda de Caná de Galilea (Jn 2,1-12). En medio de una boda, en la que coinciden Jesús y su madre, se acaba el vino, lo que suponía la ruina de la fiesta y una tragedia para los novios. María se da cuenta enseguida del problema y lo encaja en una perfecta visión de fe que podríamos resumir del siguiente modo: «Existe este problema real; pero Jesús está aquí, lo que no puede ser mera casualidad. Por otra parte, mi presencia en la boda también tiene un sentido, que es ser lo que soy. Yo tengo una misión en cualquier sitio en que esté, y no puedo ser indiferente a lo que sucede. Tengo que ser un humilde instrumento de la gracia de Dios y colaboradora de la acción de Jesús. Esto supone que he de poner la fe y el amor que hace falta para unir esta necesidad humana, de la que soy consciente, con la gracia y el poder del Redentor».
Con esa disposición, María se acerca a Jesús no para informarle del problema, sino para poner de manifiesto la sintonía que tiene con él, fruto de la fe y el amor, con la seguridad que le da su función de intercesión, como eficaz catalizador o intermediaria que es; lo cual se concreta en una expresión muy simple: «No tienen vino». Esto no hay que entenderlo como una información, puesto que para ello debería ir acompañada de datos que demostrasen la gravedad de la situación. Es la forma de decir: «Yo sé que sabes antes que yo que no tienen vino, me doy por enterada de mi función y me pongo a ello».
Es el guiño de «complicidad» de quien ya está participando de la manifestación de la acción de Dios; el acto de fe y confianza que con tres palabras ‑«no tienen vino»‑ viene a decir: «Me he enterado de lo que quieres hacer y esperas de mí que sea el puente para unir tu poder, tu acción y tu misericordia con esta necesidad. Sé que estás aquí para esto y esperas de mí que te ofrezca mi humilde colaboración para que hagas tu obra. Por eso me has hecho conocer el problema. Pues bien: aquí estoy, para decirte que sí, que acepto compartir contigo tu conciencia del problema y tu deseo de actuar. Toma lo que soy y tengo, que no es nada. No puedo aportar nada, más que mi ser y mi entrega. Conviértelo en eficaz instrumento de tu gracia». Y, a renglón seguido, demuestra la fe que sustenta su intercesión con un acto audaz, dirigiéndose públicamente a los criados y diciéndoles: «Haced lo que él os diga».
En medio de las dos frases, lo que hay es una prueba de fe. La Virgen está colocada en su sitio: «Hay un problema, pero está Jesús; lo que no puede ser casualidad, como no es casualidad que yo esté aquí. Me doy por enterada. No le tengo que informar. Lo que tengo que hacer es el acto por el que acepto mi misión. Hago míos su preocupación y su deseo de salvación. Hago mía la necesidad que tienen estos novios y me pongo en las manos de Jesús. Le doy lo que tengo». Ésa es la intercesión y el acto de fe.
Entonces Jesús le dice: «Esto no tiene nada que ver conmigo, ni contigo. Y además, aunque tengas razón, no ha llegado el momento».
Esto nos recuerda la prueba de fe a la que somete Jesús a la mujer pagana que viene a pedirle la curación de su hija, y a la que le dice que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mc 7,27). Y la mujer responde humildemente que «también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños» (Mc 7,28).
Estamos ante un proceso que resulta fascinante. Jesús, al problema de la falta de vino en la boda, le añade la dificultad que supone el negarse a hacer el milagro que le pide su madre. Y ésta es la ocasión privilegiada para que ella haga el acto de fe audaz que, paradójicamente, posibilita ese milagro.
Es el acto de «abrir el paraguas» que reclama siempre de nosotros la oración de intercesión.
En una dura sequía castellana, los labradores de un pueblo acudían repetidamente al párroco para pedirle que los convocase a realizar unas rogativas para pedir la lluvia. Como el sacerdote les daba largas, le amenazaron con denunciarlo al obispo por no atender una solicitud tan razonable y piadosa. Ante eso, finalmente los convocó a todos en la iglesia para el siguiente domingo a las cinco de la tarde. Ese día y a esa hora, el pueblo al completo abarrotaba el templo. El párroco se dirigió lentamente al púlpito y, después de un largo silencio, se limitó a decir: «Habéis venido hoy a la Iglesia a pedir al Señor que os conceda la lluvia que tanto necesitáis. Y yo me pregunto… ¿dónde están vuestros paraguas, que no los veo?».
Es lo mismo que sucede con los hebreos ante el Mar Rojo (Ex 14,13-16) y el Jordán (Jos 3,15-17), que hace posible el milagro de que las aguas se separen, pero justamente en el momento en que los primeros hombres realizan el acto audaz de dar el paso que los llevaría a entrar en el agua y que, sin embargo, lo dan en seco.
Cuando María pide a los criados que atiendan las indicaciones de Jesús, lo que está haciendo, en realidad, no es sólo «llevar el paraguas a las rogativas», sino abrir ese paraguas, con la seguridad de que Dios no permitirá que su fe quede en ridículo, pero aceptando valientemente el evidente riesgo real que existe de fracasar.
No se puede pedir la lluvia sin abrir el paraguas. Si le pedimos al Señor el agua que necesitamos, tenemos que abrir el paraguas porque va a llover. Y ésta es la verdadera dificultad de la intercesión: no podemos abrir el paraguas porque vamos a quedar en evidencia, si no llueve. Por el contrario, la intercesión supone que, si realmente hace falta la lluvia, Dios lo sabe y va a llover, porque Dios quiere que llueva; y yo sé lo que supone para esta gente la falta de agua y lo que supone para Dios la necesidad de estas personas. Y entonces abro el paraguas, aunque no haya una nube, porque va a llover. Ésa es la verdadera dificultad de la intercesión: tener la garantía de lo que quiere el Señor y de lo que realmente es necesario, y pedirle lo que él quiere; pero sabiendo que no lo va a hacer si yo no se lo pido. Y para ello tengo que arriesgar la fe, tengo que arriesgarme a quedar en evidencia. Esto no tiene nada que ver con un esfuerzo, por grande que sea, de convencimiento mental de que va a suceder lo que deseamos, sino con la expresión de nuestra colaboración a una acción que Dios ve necesaria y desea realizar.
Así, María llama a los criados y les dice: «Haced lo que él os diga». Y eso «obliga» a Jesús a actuar, en el sentido de que él se obliga a responder al acto de fe propio de esa intercesión haciendo lo que él quiere hacer, pero no sin contar con la específica colaboración de su madre. En el fondo es lo mismo que él pretende al decirle a los apóstoles: «dadles de comer», cuando va a realizar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (cf. Mt 14,16).
De manera que podríamos decir que, ante la intercesión y la fe de María, Jesús no «puede» negarse a actuar. No porque esté atado por una voluntad distinta de la suya, sino porque ha querido ligar su voluntad a ese acto de intercesión. María sabe lo que quiere Jesús y, una vez que ella asume la voluntad de su hijo como propia y se la presenta como humilde súplica, Jesús no tiene más remedio que hacer lo que él desea hacer. Esta «obligación» es lo que el mismo Jesús quiere poner de relieve al manifestar, paradójicamente, que él no tiene nada que ver con el problema de la boda y que, además, no ha llegado todavía su momento de hacer milagros. María, en la «complicidad» de la intercesión, entiende la dificultad que le plantea su hijo como la prueba necesaria para la fe; y por eso responde afirmando su fe con la audacia que supone pedir a los sirvientes que se dispongan a hacer lo que Jesús les va a pedir.
Todo esto demuestra que la verdadera dificultad de la intercesión es la falta de esa sintonía con Cristo y la poca voluntad que tenemos de alcanzarla. Evidentemente, rezar un rosario con los brazos en cruz es infinitamente más fácil, nos permite sentirnos bien y creer que nos justificamos ante Dios, para poder seguir en nuestras cosas, y eludir cualquier responsabilidad en el caso de que no se resuelvan los problemas por los que rezamos. Si, por el contrario, queremos interceder de verdad, hemos de situarnos en el punto preciso en el que está situada María, sintonizando nuestro corazón con el de Jesús, hasta saber lo que él quiere y cómo quiere realizarlo, y descubriendo lo que tenemos que poner de nuestra parte para ser instrumentos de su gracia y puente entre él y una determinada persona o necesidad.
Esta función de mediación eficaz de una herramienta incapaz de hacer nada por sí misma se parece mucho a la función que desarrolla un «catalizador» en un proceso químico. Existe una serie de reacciones químicas en las que determinados elementos actúan entre sí en función de un resultado que depende en gran medida de la presencia de otro elemento que no actúa en la reacción, pero sin el cual, ésta no se realiza adecuadamente. Eso mismo es el «intercesor»: alguien que está presente en la reacción que se da entre la gracia de Dios y el mal humano, sin hacer nada ni tomar ninguna decisión. Basta con que sea lo que tiene que ser y permanezca en el lugar preciso en el que tiene que estar. Al igual que un enchufe, que no fabrica la electricidad, pero es necesario para conectar ésta a la bombilla. Y ésa es la grandeza y la eficacia del intercesor.
Así actúa la gracia por medio de la intercesión. En muchas ocasiones la acción de Dios en una persona o en una situación se limita o se potencia en virtud de la «presencia» de una tercera persona, que no tiene que hacer prácticamente nada, salvo aportar una presencia, aparentemente pasiva, pero que concentra su ser y su vida en un acto simple de fe, amor, confianza y abandono; que es, precisamente, el acto del que Dios quiere servirse para actuar en el mundo.
6. Un modelo de falta de fe
Para entender mejor de qué estamos tratando, veámoslo en negativo, contemplando diferentes ejemplos evangélicos de situaciones en las que la falta de fe hace imposible la acción extraordinaria de Jesús. El caso más significativo es el del rechazo que encontró en su visita a Nazaret: Jesús fue a su pueblo y se encontró con que sus paisanos y familiares no tenían en él la confianza que había hallado en otros lugares en los que era desconocido. Por eso se marchó de su pueblo «y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58).
En la mayoría de los milagros de Jesús vemos que, antes de actuar, exige la fe de los que acuden a él. Hay muy pocas excepciones a esta regla, como fue el caso de la viuda de Naín, la cual llevaba a enterrar a su hijo único y de la que Jesús se compadece y resucita al hijo, pese a que la mujer no le ha pedido el milagro (Lc 7,11-17). Aquí actúa sólo la misericordia del Señor, sin necesidad de intercesión ni mediadores. En el caso de la hemorroísa que se cura con sólo al tocar el borde del manto de Jesús (Mc 5,25-34), vemos que no había pedido el milagro, pero su misma actitud es prueba de una fe grande y humilde.
Paradójicamente, las mayores dificultades que implica la falta de fe, las encuentra Jesús en su pueblo y entre sus discípulos. Hay un acontecimiento que nos muestra lo que es la intercesión a partir de la falta de fe de los apóstoles. Se trata de la multiplicación milagrosa de los panes y los peces. Mateo y Marcos ofrecen, cada uno, dos relatos de un acontecimiento que aparece también en Lucas y Juan, lo que nos indica que se trata de un hecho importante en el ministerio de Jesús. En todos los casos aparece, en mayor o menor medida, la falta de sintonía y de fe de los discípulos en relación al poder de su Maestro. Jesús quiere hacer el milagro apoyándose en los suyos, pero éstos se limitan a cumplir sus órdenes o a poner pegas y dificultades ante el problema de la falta de alimento de la multitud. En cualquier caso, los discípulos no estaban predispuestos al milagro ni contaban con él, al contrario de lo que hemos visto que hace María en la boda de Caná. Por su falta de fe, lo natural es que Jesús no hubiera hecho ningún milagro; pero, dada la situación, su misericordia hacia una multitud necesitada, que no tiene culpa de la torpeza de los apóstoles, y el hecho de que quiera seguir contando con aquellos hombres frágiles como colaboradores suyos, obligan al Señor a realizar, a pesar de todo, el prodigio de la multiplicación del alimento.
Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Los discípulos le dijeron: «¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?». Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos contestaron: «Siete y algunos peces». Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos. Los que comieron eran cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños (Mt 15,32-38).
Vemos, en primer lugar, una necesidad real y apremiante, de la que Jesús se hace eco. En Mt 14,15 son los discípulos los que acuden al Maestro para decirle que, dada la situación, mande a la gente a los pueblos cercanos a buscar comida, dejando claro que no se les ocurre más recurso que el meramente humano. Cuando Jesús manifiesta a los apóstoles su preocupación por la gente que lleva tres días sin comer, ellos sólo ven un problema del que no quieren responsabilizarse, quejándose por la imposibilidad de encontrar pan para todos. En Jn 6,7 vemos incluso que uno de ellos, Felipe, plantea la imposibilidad de resolver el problema comprando pan, puesto que «doscientos denarios no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Jesús tiene que hacer caso omiso de una falta de fe bastante frecuente en los suyos. Recordemos el caso del niño epiléptico al que los apóstoles no pueden curar (Mt 17,20), o su angustia durante una tormenta, que los lleva a despertar al Maestro reprochándole que no le preocupe que se hundan (Mc 4,38). De modo que, en contra de su costumbre, ha de actuar al margen de la fe de los discípulos. Y realiza un milagro extraordinario dando de comer a «cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños» y sobrando todavía abundante comida (Mt 15,38).
El comportamiento de los apóstoles nos ayuda a descubrir, en negativo, lo que es la intercesión; para lo cual nos vendría bien compararlo, para ver su contraste, con la actuación de María en la boda de Caná. Precisamente lo que hace ella es lo que los discípulos se niegan a hacer.
En principio vemos que Jesús es el primero que se interesa por el problema y desea resolverlo. En Jn 6,6 se nos dice que le pregunta a Felipe cómo solucionar la cuestión «para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer». Se ve que el Señor espera el acto de fe y confianza en el que apoyar su acción. Pero, en vez de eso, lo que aparece es la preocupación ante la imposibilidad de resolver la situación con medios humanos. Los discípulos son un perfecto paradigma de lo ciegos que estamos nosotros para mirar la realidad con ojos de fe. Y prueba de ello es que ese mismo hecho lo interpretamos, como hacen algunos exegetas, no como un milagro, sino como el mero producto de la solidaridad humana que lleva a aquella multitud a compartir con los demás los alimentos que cada uno tiene. Así tendríamos un «milagro» que podemos hacer nosotros y no requiere de intervención divina ni de nuestra fe; y en el que Jesús sería el catalizador de nuestra acción.
¿Qué esperaba Jesús de sus discípulos? Pues algo tan sencillo como que entraran en la dinámica de la intercesión, único modo de afrontar imposibles. Eso supone no «pre-ocuparse» por resolver algo imposible para ellos, sino «ocuparse» simplemente en ponerlo en manos de Jesús. El «no tienen vino» de María podría ser en este caso: «Sabemos que esta gente tiene hambre, como tú bien conoces. Aquí nos tienes, para ayudarte en lo que necesites para solventar el problema, como tú ya sabes perfectamente».
Cuando Jesús les dice que les den ellos de comer, no deberían haber informado a Jesús de los detalles por los que no se podría comprar pan para todos. Ni siquiera tendrían que haber esperado que les preguntara si tenían algo de alimento. De haber tenido fe, su respuesta debería haber sido la siguiente: «Toma Señor estos pocos panes. No son nada para lo que hace falta, y ya están duros; pero no importa. Los ponemos en tus manos para que hagas con ellos lo que quieras. Tú sabes bien lo que estas personas necesitan y quieres dárselo. Y no estamos aquí por casualidad. Nosotros vemos la misericordia que colma tu corazón y nos complace que cuentes con nuestra insignificante colaboración. Porque somos pobres, te damos todo lo que tenemos: estos pocos panes, que no son prácticamente nada. Sírvete de esta nada y haz tu obra. Nos consideraremos felices de ser los siervos inútiles a los que tan bondadosamente has querido asociar a tu obra».
Y, siguiendo la comparación con María, los apóstoles deberían haber realizado el acto de audacia en la fe, invitando a la gente a sentarse para acoger el milagro. Lo único que hacía falta es que asumieran como suyo el sufrimiento de Jesús por la necesidad de aquellas personas, y que le entregaran lo poquito que tenían, a la espera del milagro del que no dudaban. Ese sencillo gesto de poner en manos del Maestro unos pocos panes hubiera bastado como acto de oración para manifestar su fe y su confianza invencible, a la vez que expresaría el amor de quien es capaz de entregar todo, aunque no valga nada lo que entrega. Y ese mismo gesto habría puesto de relieve la audacia del que se arriesga a fracasar, o a quedar en ridículo, pero no renuncia a apoyarse únicamente en su fe y su confianza en Jesús.
Podemos afirmar, entonces, que la intercesión se juega precisamente en ese acto peculiar de fe, que tiene que ser verdadero y, por tanto, real. Hay que lamentar que la falta de fe que vemos en los apóstoles siga caracterizando en la actualidad a muchos cristianos, con la grave consecuencia de dificultar que el Señor pueda hacer los prodigios que pretende realizar. Es verdad que sigue actuando, entonces y hoy, a pesar de que sus apóstoles no tenemos suficiente fe y no ponemos nuestra parte. Pero ése no es el plan de Dios. ¿Habrá alguien que tenga esta fe cuando vuelva el Hijo del hombre? ¿Habrá alguien que quiera entender este mensaje? ¿Habrá alguien al que esto no le resulte indiferente? ¿Habrá alguien que no se permita justificarse con cuatro rezos mal hechos y que, en cambio, se implique en esta tarea en la que se está jugando la salvación del mundo? ¿Es que no hay necesidades humanas por las que interceder? ¿Es que el corazón de Dios no se está derritiendo con ansias de ayudar, salvar y consolar? Claro que Dios quiere actuar, pero no puede hacerlo porque nosotros estamos en otra onda o trabajamos en su contra.
7. Un ejemplo de búsqueda de la eficacia de la gracia sin intercesión
Veamos ahora un último ejemplo de intercesión, al que hemos aludido en varias ocasiones, y que nos muestra la dificultad que supone la falta de fe y de oración para que se abra paso en el mundo la fuerza de la gracia de Dios.
Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?». Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo». Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe». Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,14-29).
Vemos, una vez más, la importancia que Jesús concede a la fe como condición para poder actuar. En este caso, se trata de la fe del padre del niño epiléptico, que tiene que reconocer que es muy pobre y, por eso, le suplica con fuerza a Jesús que se la aumente, consciente de que sin una fe viva su hijo no será curado. Pero el Señor va todavía más lejos y espera también la fe de sus discípulos y, por extensión, la de los asistentes, y la de todo el pueblo de Dios, lamentando amargamente tener que verse limitado en su acción por la falta de fe de unos y de otros. En su respuesta vemos el vínculo que une la fe del hombre a la acción de Dios. Por eso Jesús escruta la actitud del padre y espera para hacer el milagro a que eleve su fe a la altura de la confianza necesaria para poder actuar. En el «todo es posible para el que tiene fe» hemos de ver una invitación a lanzarnos a la confianza que no tuvieron los apóstoles, y hacer así posible que el Señor haga en la actualidad los prodigios que el mundo necesita.
Dando un paso más, resulta iluminador ver la conexión que establece el mismo Jesús entre fe y oración. Al principio, cuando le presentan al niño enfermo, achaca la impotencia de sus discípulos para curarlo a su falta de fe; pero cuando ellos le preguntan por la razón de su incapacidad, Jesús les responde que ese tipo de milagros sólo se pueden realizar por medio de la oración (v. 29).
Resulta muy clarificador comprobar que el texto paralelo de este milagro en el primer evangelio alude a la falta de fe donde Mc señala la falta de oración; lo que nos descubre, de nuevo, el estrecho vínculo que existe entre fe y oración como puente necesario para que llegue al mundo la acción extraordinaria de Dios:
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,19-20).
Para los judíos, la enfermedad iba más allá de una mera cuestión física: constituía una expresión del poder del demonio y de su acción sobre un individuo. Por eso, los milagros de Jesús son signos inequívocos del poder de Dios sobre todo, incluso sobre el mal y su más poderoso representante.
No podemos dudar del deseo del Señor de seguir actuando en favor de un mundo que sufre con tanta fuerza el permanente ataque de Satanás, que hace que se extienda la presencia y la fuerza del mal por doquier. Esta situación de la humanidad y el deseo salvador del Señor tienen que impulsarnos con fuerza y esperanza a descubrir la importancia del ejercicio de fe y oración que llamamos intercesión y a ponerlo en práctica con fuerza.
8. El camino de la intercesión del contemplativo
A partir de lo expuesto hasta aquí, y para avanzar en una mejor comprensión de la intercesión, vamos a profundizar en la contemplación del intercesor por antonomasia, que es Jesucristo, y en el modo en que lleva a cabo su mediación-intercesión, de la que nos ha hecho partícipes, para hacer lo mismo que él y con su misma eficacia.
Para ello, empezaremos recordando lo dicho anteriormente sobre la permanente intercesión de Cristo en el cielo, que continúa y perpetúa su intercesión en su vida terrena, especialmente en Getsemaní y en la Cruz:
(Cristo) como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos (Heb 7,24-25).
Está a la derecha de Dios y además intercede por nosotros (Rm 8,34).
El contemplativo, unido a Cristo cabeza, hace presente ahora en el mundo la intercesión de Cristo ‑la de Cristo crucificado y la de Cristo glorioso‑, porque «la vida celeste y gloriosa de Jesucristo es una ininterrumpida intercesión por los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones»9. Ésa es su forma específica, y especialmente eficaz, de perpetuar en el mundo la misión de Cristo.
El contemplativo aprende esa misión del mismo Cristo, al que contempla como mediador-intercesor, que no sólo «reza», sino que ofrece, que cumple la voluntad del Padre ‑como vemos especialmente en Getsemaní y en la cruz‑; y, además, se une a la tarea de intercesión que Cristo ahora realiza ante el Padre en el cielo. Esto es lo que atrae al contemplativo y le mueve a actuar:
Todo esto mueve el corazón del contemplativo para que haga de la oración su actividad principal, como consecuencia natural de la unión con nuestro Intercesor; siendo consciente de que la oración de Cristo es la única que llega verdaderamente hasta el corazón del Padre y encuentra el pleno agrado de Dios.
Cuando decimos que el contemplativo vive para orar, queremos decir que tiene que fijar los ojos en su modelo, que es Cristo, convertirse plenamente en oración y reproducir en sí mismo su perenne oración celestial10.
Esta eficacia de la oración no impide la conciencia de la propia debilidad y pequeñez ante una misión que sólo puede realizar Cristo por su condición de hombre y Dios, de sacerdote y víctima, de puente que une las dos orillas: la de Dios y la del hombre. Por eso, el contemplativo sabe que sólo puede participar de esa misión unido a Jesucristo con la fuerza del Espíritu Santo, que es la gracia que el Señor le concede inmerecidamente y por la que debe estar agradecido.
Eso nos permite entrar en la gozosa gratitud por haber sido elegidos personalmente por el Señor para llevar a cabo esta intercesión eficaz, como fruto de una auténtica vocación, tal como nos dice el mismo Jesús: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé» (Jn 15,16).
Pero esta vocación-misión sólo podemos realizarla unidos a Cristo, según nos dice por medio de la alegoría de la vid y los sarmientos:
A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,2-5).
Se trata de una unión verdadera, no simbólica; como verdadera es también su eficacia.; de modo que el Señor puede decirnos estas consoladoras palabras: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (Jn 15,7-8).
Estamos ante algo tan extraordinario que supera infinitamente nuestra comprensión y nuestras capacidades humanas; por eso necesitamos absolutamente la fuerza del Espíritu Santo:
La Encarnación introduce en la historia humana la verdadera oración a través de la oración de Jesús. Pero sólo a partir de Pentecostés es cuando esa oración se hace presente en el alma de todo el que recibe el Espíritu Santo, hasta el punto de poder afirmar que no es el hombre el que ora, sino que ora el Espíritu, que está presente en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano. Él es el que pone en nuestros corazones y en nuestros labios la oración de Cristo. Él ora en nosotros por medio de su Espíritu (cf. Rm 8,26)11.
Gracias al Espíritu, que habita en nuestros corazones y ora en nosotros, estamos en contacto con Jesús, el único hombre que ha sabido orar de verdad; de modo que sólo unidos a Cristo y movidos por el Espíritu, nuestra oración es verdaderamente cristiana y puede llegar a la presencia del Padre. Y, puesto que el único orante es Jesucristo, sólo oramos cuando prolongamos su oración en la tierra y nos unimos a su intercesión en el cielo. Éste es uno de los dones más importantes del Espíritu Santo12.
Estamos, por tanto, ante la extraordinaria eficacia de la intercesión, que nace de nuestra unión con Cristo mediador y de la presencia del Espíritu Santo en nosotros, y cuyo fruto es la acción eficaz del mismo Dios. Esta eficacia exige que el contemplativo pida y busque, ante todo, que se realice el plan de Dios, y, para ello, ponga en sus manos todo lo demás, con la seguridad de saber que, si se une a la voluntad de Dios, se le concederán las demás cosas, según la promesa del Señor: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33). En definitiva, Dios ha querido que la eficacia de nuestra intercesión tenga que pasar por la entrega de nuestra vida, a ejemplo de nuestro modelo, Cristo, que nos invita a reproducir su misma entrega, diciéndonos que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24)13.
9. Los límites de la intercesión
Antes de concluir este capítulo hemos de plantearnos una cuestión delicada: después de todo lo dicho hasta aquí, ¿es aplicable la intercesión a todas las necesidades con las que nos encontramos? Lo que nos plantea, a su vez, el asunto de los límites de la intercesión.
En principio hay que afirmar que la intercesión del orante se puede aplicar a todas las personas y situaciones que existen, puesto que, fundamentalmente, el amor verdadero, a semejanza del amor de Dios, no tiene límites.
Pero, en rigor, esta última afirmación ha de condicionarse a la disposición personal del que es amado. Ciertamente el amor de Dios es «ilimitado», pero eso no significa que no tenga límites en absoluto, sino que no los tiene en él o en su disposición. Pero la disposición del amado ‑que soy yo‑ condiciona la capacidad de recepción de ese amor y el fruto del mismo.
Esto es lo que explica determinados comportamientos y palabras de Jesús que parecen, a simple vista, especialmente duros o faltos de amor. Así, por ejemplo, cuando se resiste a hacer milagros en su pueblo y se marcha de él por la actitud de sus paisanos (cf. Mc 6,5-6 ); cuando dice a sus discípulos que si no los reciben en un sitio dejen constancia de su mensaje y se marchen (Lc 10,10-11), incluso que sacudan el polvo de sus sandalias como signo de que no quieren saber ya nada de ellos (Mc 6,11); cuando les aconseja que no den «lo santo a los perros» (Mt 7,6); cuando se niega a contestar a los fariseos que le hacen preguntas envenenadas (Mt 21,23-27); o cuando se queda en silencio ante el sumo sacerdote (Mt 26,63), ante Herodes (Lc 23,9) o ante Pilato (Jn 19,9), a pesar de que le presionan para que responda a sus preguntas.
La gracia y la salvación de Dios no se nos imponen al margen de nuestra libertad; y ésta se manifiesta en nuestras actitudes, condicionando nuestra receptividad y el modo en que Dios nos ama. Si nos cerramos libremente al amor y a la acción de Dios, él no dejará de amarnos infinitamente, pero lo hará de lejos, doliéndose de nuestra cerrazón y sin poder actuar en nosotros. Nuestra actitud hará imposible la acción divina que forma parte de la relación personal y la intimidad que exige el amor en libertad.
Y la dificultad o imposibilidad que pone el ser humano a la gracia condiciona también la misión de intercesión. Lo cual no quiere decir que cualquier actitud de rechazo o indiferencia justifique que podamos renunciar a prestarle al prójimo nuestra ayuda en el ámbito sobrenatural. De ser así, santa Mónica debiera haber renunciado a interceder por su hijo Agustín y no habría alcanzado de Dios su conversión. Se requiere en este punto un afinado discernimiento, que comporta una grave responsabilidad y exige, por ello, una sintonía profunda con la mirada y los sentimientos de Cristo.
Es necesario distinguir lo que late en el fondo del corazón humano: la oposición a la verdad y al bien puede provenir de un endurecimiento interior voluntario, de una vida superficial, cínica o mendaz, o de unos prejuicios que manifiestan la soberbia o la cerrazón voluntaria al amor. Pero también puede ser la consecuencia del error o la ignorancia inculpables, de la debilidad humana o de los tropiezos que forman parte de la lucha interna del que busca la luz. No tienen nada que ver el pecado contra el Espíritu, que no tiene salida (Mc 3,28-30), y la búsqueda apasionada de Dios del que carece de los medios necesarios para encontrarlo; y entre ambas posturas existen multitud de posiciones en las que nos situamos los seres humanos, y cuyo conocimiento exige por nuestra parte un serio discernimiento que solo podemos realizar desde el amor, la luz sobrenatural y la libertad interior.
Hemos de considerar que en el acierto o el error del juicio que tengamos sobre la actitud de una persona puede jugarse su vida ‑la terrenal y la eterna‑. Por eso no podemos equivocarnos, porque echaríamos a perder la gracia, el tiempo y el esfuerzo que otros necesitan; ni podemos desentendernos, puesto que privaríamos a los demás de recursos imprescindibles para su salvación.
Y lo más grave de esta situación es que no podemos renunciar a hacer este juicio, como tampoco podemos simplificarlo por comodidad, afirmando, por ejemplo, que el amor nos exige apoyar sin más a alguien que vemos verdaderamente cerrado a la gracia, diciéndonos que «a lo mejor cambia, quizá no es consciente, prefiero equivocarme ayudando que hacerlo negando mi ayuda…». Se trata de criterios que tienen sentido, pero en los que no podemos apoyarnos para eludir el delicado discernimiento que exige la intercesión. Evidentemente estamos ante algo exigente y comprometido, pero que forma parte del precio que comporta la verdadera intercesión, que nos exige saber a quién ayudar y en qué y cómo tenemos que hacerlo.
Para este discernimiento se requiere de manera imprescindible una gran identificación con Cristo y una delicada sintonía con su criterio, sin lo cual corremos un grave riesgo de equivocarnos en el juicio, con las graves consecuencias que ello comporta. Y para llegar a esa unión de criterios y voluntades necesitamos de una profunda vida de oración, que nos acerque al conocimiento interior del Señor y nos dé la luz sobre nosotros mismos que nos lleve a la libertad necesaria para no tener otro objetivo que buscar y cumplir la voluntad de Dios en todo.
Evidentemente no somos quiénes para excluir a alguien de la salvación. Sólo en la medida en que tenemos garantías de haber recibido la luz de Dios, podemos acompasar nuestra intercesión al amor divino, no dejando de amar al prójimo, sino aceptando amarle desde la distancia en la que él mismo nos coloca y con el dolor de verle cerrado a una gracia que rechaza. Sin esa luz interior no deberíamos dejar de interceder por el prójimo.
NOTAS
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 171-172.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 171.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 173.
- Compárese con la misión de Jesús descrita en Mt 4,23: «Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (cf. Mt 9,35).
- Recuérdese lo dicho en el capítulo I: «La gracia desperdiciada».
- Recuérdese lo que les dice a los discípulos que no han podido curar al niño endemoniado: «Generación incrédula»…, «sólo puede salir con oración» (cf. Mc 9,19.29); «…por vuestra poca fe» (Mt 17,20).
- San Agustín, Confesiones, III,6,11.
- Cf. Mt 6,25-34; 7,7-12.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 156.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 156.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 157. Recuérdese lo que dice la Ordenación general de la liturgia de las Horas, 8: «No puede darse, pues oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia nos lleva al Padre por medio del Hijo».
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 160.
- Sobre la intercesión como misión y su eficacia puede verse Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, capítulo VI: «La misión del contemplativo secular», apartado ,1: Una misión eficaz (p. 165-167), y apartado 2,A,d: Oración eficaz (p. 179-182). Puede encontrarse una visión de conjunto de la dinámica y el precio de la intercesión en ese mismo capítulo VI, apartado 2,B: Intercesión (p. 184-199).