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Contenido
1. Un primer acercamiento
Uno de los pilares de la espiritualidad del oriente cristiano es la llamada «oración del corazón»1, conocida entre los cristianos de Occidente por el librito titulado «Relatos de un peregrino ruso». También se denomina «oración de Jesús», «oración del nombre de Jesús» u «oración del Nombre» porque se fundamenta en la pronunciación del nombre del Señor. No se trata simplemente de una «técnica» de oración más o menos recomendable, sino de toda una espiritualidad y de un modo de orar que puede ser muy valioso para el que quiera ser contemplativo en la vida secular.
He aquí algunos testimonios:
El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios invocado en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la oración, es lo que se llama la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador». Esta oración repetida centenares de veces, e incluso indefinidamente, forma lo esencial de toda regla de oración monástica; puede, en caso de necesidad, reemplazar los oficios y todas las otras oraciones, pues su valor es universal. La fuerza de su oración no reside en su contenido, que es simple y claro, sino en el nombre muy dulce de Jesús. Los ascetas testimonian que ese nombre encierra la fuerza y la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado mediante este nombre, sino que él ya está presente en esta invocación (Sergio Boulgakov).
La oración del corazón puede también ser practicada de una manera muy humilde, no sistemática, y ha sido muchas veces readaptada con ese fin. Se podría incluso decir que la oración de Jesús, humildemente utilizada, conviene particularmente al hombre de hoy que pretende «no tener tiempo para orar». Si la practicara, por poco que fuera, él descubriría que tiene mucho más tiempo para orar de lo que suponía. Cuando se sube una escalera, cuando se camina por la calle, cuando nos recogemos un instante durante un trabajo intelectual, por la noche, cuando nos dirigimos a consolar a un niño que llora (Olivier Clement)2.
La invocación del Nombre de Jesús está al alcance de los misterios más profundos. Se adapta a todas las circunstancias de tiempo y lugar: los trabajos del campo, de la fábrica, de la oficina, del hogar, son compatibles con ella (Padre Lev. Guillet)3.
Esta técnica es tan simple que se encuentra al alcance de los adoradores más humildes y sin embargo penetra tan hondo que puede introducir a aquellos que la utilizan con fe en los misterios más profundos de la vida contemplativa… Ella expresa tanto lo pueril, la simple invocación a Dios del campesino piadoso, como la aspiración continua del gran contemplativo (Evelyn Underhill, 1875-1941).
Muchos parecen haber edificado toda su vida espiritual sobre la oración de Jesús… Una cierta técnica corporal fue practicada y recomendada por los maestros de dicha oración: inmovilidad, respiración regular, fijación de los ojos sobre el corazón, etc. Esos ejercicios «físicos» no estaban permitidos más que a aquellos que tenían un director experimentado para ayudarlos. Todos los Padres han insistido sobre el hecho de que esos métodos no son más que «muletas» que sirven de soporte al cuerpo y al alma, mientras se adquiere el control de sí mismo. Su fin es purificar el cuerpo y convertirlo en un instrumento de oración… La invocación era repetida, vocal, tanto como mentalmente… Para evitar una repetición mecánica, se modificaba de tiempo en tiempo la fórmula, pero no demasiado a menudo… Algunos consideraban suficiente llamar: «Jesús, Jesús» ¿Se trata de una oración de monjes, que pueden consagrarle todo su tiempo? De hecho, la oración de Jesús ha sido largamente practicada por los laicos de la Iglesia ortodoxa. Es tan simple que no es necesario esforzarse para recordarla. Puede permanecer sobre los labios del enfermo excesivamente débil para decir el Padre Nuestro… Muchos se dedican a su trabajo habitual repitiendo esta oración. Ni el trabajo de la casa, ni el de los campos, ni el de la fábrica son incompatibles con ella. En realidad, la monotonía de ciertas formas de trabajo manual puede proporcionar una ayuda para la concentración del espíritu. También es posible, aunque más difícil, unir a esta oración continua las ocupaciones intelectuales. Ella preserva de muchos pensamientos y palabras vanas o poco caritativas. Santifica el trabajo y las relaciones cotidianas. Después de un cierto tiempo, las palabras de la invocación parecen llegar hasta los labios por sí mismas. Introducen cada vez más en la práctica de la presencia de Dios. Las palabras parecen desvanecerse gradualmente. Una vigilia silenciosa, que acompaña a una paz profunda del corazón y del espíritu, se manifiesta a través del tumulto de la vida de todos los días. Pero, en el caso de distracciones, tentaciones, fatiga o aridez, es útil volver a la invocación oral… «Duermo, pero mi corazón vela» (Cantar, 5, 2). El acto de oración se convierte en un estado de oración. Como cualquier otro camino espiritual, ésta exige fidelidad, perseverancia, coraje. Pero este recuerdo continuo de Jesucristo se hace cada vez más profundo en nosotros y arroja una luz nueva sobre toda nuestra vida… La comunión en la Eucaristía y el sacrificio del altar penetran en un corazón, un espíritu y una voluntad que se ofrecen a la incesante invocación del nombre de Jesús. Por otra parte, podemos aplicar ese nombre a las personas, a los libros, a las flores, a todas las cosas que encontramos y vemos o en las que pensamos. El nombre de Jesús puede convertirse en una llave mística que abre el mundo, un instrumento de ofrenda secreta de cada cosa y de cada persona, la impresión del sello divino sobre el mundo (Nadiejda Gorodetzki)4.
2. Los fundamentos de la oración del corazón
La oración del corazón se apoya en tres pilares fundamentales: la fuerza salvadora del nombre de Jesús, la necesidad de orar siempre y la repetición como instrumento para pasar de la meditación a la contemplación.
Hemos de entender bien estos tres elementos para captar adecuadamente el valor que tiene la oración del corazón.
a) La eficacia de la invocación del nombre de Jesús
El primer pilar ‑quizá el más fundamental y específico de esta oración‑ es la fuerza salvadora que contiene el nombre de Dios y el nombre de Jesús. Podríamos hablar de una «gracia eficaz» de la invocación del nombre de Jesús.
Ya en el Antiguo Testamento, el nombre de Dios ‑«Yahveh»‑ tiende a identificarse con Dios y se afirma claramente la eficacia de la invocación de ese nombre:
Todos los pueblos de la tierra verán que el nombre del Señor (Yahveh) es invocado sobre ti y te temerán. (Dt 28,10).
Moisés pronunció el nombre del Señor (Yahveh). El Señor (Yahveh) pasó ante él proclamando: «Señor, Señor, (Yahveh, Yahveh) Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,5-7).
El nombre de Yahveh es una revelación de Dios, que en él manifiesta su ser: al revelar su nombre, Dios abre un camino de acceso a él e invita a una nueva forma de conocimiento y de relación con él. Esto es tan importante que los judíos llegaron hasta tal punto en el respeto al nombre de Dios que dejaron de pronunciarlo.
El nombre del Hijo de Dios encarnado -Jesús- se manifiesta, antes de su nacimiento, a María (Lc 1,31) y a José (Mt 1,21). El significado de este nombre es claro y puede traducirse de varias maneras: «Salvador», «Yahveh salva» o «Salvación de Yahveh». Aquí hemos de recordar que, en el ámbito judío, el nombre manifiesta el ser y la misión de la persona que lo lleva. Así se entiende el juego de palabras que hace el ángel en la anunciación a José: «Tú le pondrás por nombre Jesús (Salvador), porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
En el Nuevo Testamento encontramos importantes referencias que nos hablan de la importancia salvadora del nombre de Jesús. Precisamente en ellas se apoya la eficacia de la oración del «Nombre» de Jesús, principalmente en los siguientes textos:
Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,9-11).
Bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos (Hch 4,12).
En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis (Jn 16,23-24).
Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo (Rm 10,13; cf. Jl 3,5).
En este sentido, resultan especialmente importantes los datos que encontramos en el libro de los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis. Éste, podríamos decir que es el libro del nombre de Jesús: Las iglesias sufren por el nombre de Jesús (Ap 2,3); son fieles a su nombre (2,13; cf. 3,8); el Señor da la recompensa a los que temen su nombre (11,18); existe una absoluta rivalidad entre el nombre de la Bestia y el nombre del Señor (Ap 13); los salvados llevan inscrito el nombre del Cordero y el nombre de su Padre (14,1; 22,4); Ap 19,11-16 manifiesta varios nombres de Cristo.
Y en los Hechos de los Apóstoles también aparece lo mismo: se predica en el nombre de Jesús o el nombre de Jesús (Hch 4,17-18; 5,28.40; 9,15.27-28); los convertidos creen en el nombre de Jesús (Hch 3,16); se bautiza en el nombre de Jesús (Hch 2,38; 8,16); se hacen milagros en nombre de Jesús (Hch 3,6; 4,7.10.30); y se arriesga y se entrega la vida en nombre de Jesús (Hch 5,41; 9,31).
«En nombre de Jesús» no significa sólo «por la autoridad de Jesús», sino mucho más. Hay una fuerza salvadora en el nombre de Jesús que se identifica con su persona. Él se hace presente por medio de su nombre; por eso, decir que se predica o se bautiza «en su nombre» significa que se hace presente la salvación que nos trajo el portador de ese nombre, Jesús.
También en la Iglesia primera y en los Padres de la Iglesia encontramos la clara conciencia del contenido salvífico del Nombre.
Recibir el nombre del Hijo de Dios es escapar de la muerte y entregarse a la vida (Pastor de Hermas, l. III, p. 9, c. 16).
Nadie puede entrar en el reino de Dios, si no es por el nombre de su Hijo (Pastor de Hermas, l. III, p. 9, c. 12).
El nombre del Hijo de Dios es grande e inmenso, y es él quien sostiene el mundo entero (Pastor de Hermas, l. III, p. 9, c. 14).
Actualmente, todavía el nombre de Jesús calma a las almas turbadas, reduce a los demonios, cura las enfermedades; su uso infunde una especie de dulzura maravillosa; él asegura la pureza de las costumbres; inspira la humanidad, la generosidad, la mansedumbre (Orígenes, Contra Celso, 1,7)5.
b) La necesidad de orar siempre
Uno de los problemas que se plantea la espiritualidad cristiana desde los primeros siglos, y que constituye una preocupación esencial en la espiritualidad oriental, consiste en descubrir el modo de orar sin cesar, siguiendo el mandato de Jesús y de los apóstoles.
Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer (Lc 18,1).
Sed constantes en orar (1Tes 5,17).
Dad gracias en toda ocasión (1Ts 5,18; cf. Ef 5,20).
Sed constantes en la oración (Col 4,2)
Sed asiduos en la oración (Rm 12,12).
Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos (Ef 6,18).
A la luz de estos textos tenemos que plantearnos necesariamente si es posible considerar como verdaderamente cristiana una vida que se conforma con los mínimos, limitándose, por ejemplo, a la mera participación en la eucaristía dominical, o incluso diaria. Igualmente, el rezo del rosario o la realización diaria de un breve rato de meditación u oración ¿podrían permitirnos afirmar que oramos «constantemente»? No cumplimos el mandato del Señor sacrificando el tiempo orando en las principales horas de la jornada, sino solo si somos capaces de santificar cada instante de nuestra vida.
Se han dado varias respuestas prácticas a la necesidad de oración constante. Por ejemplo, los grupos de monjes «acématas» se sucedían en el coro para que la salmodia no se interrumpiera jamás; pero eso no constituía una solución personal al asunto. Una buena respuesta consiste en hacer todo siendo consciente de la presencia de Dios, bajo su mirada, con gratitud hacia él y atención para con el prójimo.
En todo pensamiento y acción por la cual el alma rinde culto a Dios, ella está con Dios (Macario el Grande).
La oración incesante es tener el espíritu aplicado a Dios, en una gran reverencia y un gran amor… contar con Dios en todas nuestras acciones y en todo lo que nos sucede (Máximo el Confesor).
Si no se quiere permanecer simplemente en la solución fácil de las buenas intenciones o en las simples intuiciones, es necesario contar con un instrumento que permita poner todo esto en práctica. Dicho instrumento es la «oración del corazón».
El vigésimo cuarto domingo después de la Trinidad ‑escribe el Peregrino‑ entré en la Iglesia para orar. Se leía el pasaje de la epístola a los tesalonicenses, en el que se dice: «Orad sin cesar» (1Tes 5,17). Estas palabras penetraron profundamente en mi espíritu, y me pregunté cómo es posible orar sin cesar, cuando cada uno debe ocuparse de determinados trabajos para subsistir. Entonces, se puso en camino; comenzó su peregrinaje (El peregrino ruso, primera parte, capítulo primero).
Todo caminar cristiano es un peregrinaje hacia «el lugar del corazón», dónde el Señor nos espera, hacia dónde nos atrae. Los caminos seguidos en el espacio no hacen más que expresar y facilitar, por medio de los encuentros, de las irradiaciones, las intercesiones que encontremos en ellos, ese camino interior.
Se trata, esencialmente, de una búsqueda; y no una búsqueda cualquiera, sino una que es vital para nosotros porque manifiesta la necesidad absoluta de responder a lo que nos pide el Señor. Por eso, se busca apasionadamente a la persona o personas que nos den las «palabras de vida» que nos despierten a lo que nos es más interior, tan cercano y sin embargo tan lejano. El Peregrino ruso busca incansablemente, recibe respuestas parciales, encuentra muchas personas que le hacen avanzar hacia el «corazón consciente», pero no recibe una respuesta decisiva hasta que descubre un «starets», un «anciano» en el gran sentido espiritual de la palabra; y su respuesta fue la oración del corazón.
Entramos en su celda y me dirigió las siguientes palabras: «La oración de Jesús, interior y constante, es la invocación continua e ininterrumpida del nombre de Jesús, por medio de los labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en todo lugar y en todo tiempo, incluso durante el sueño. Ella se expresa por estas palabras: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”. Aquél que se habitúa a esta invocación recibe un gran consuelo y la necesidad de decir siempre esta oración. Al cabo de algún tiempo no puede vivir sin ella, y ella por sí misma brota en él, no importa dónde, no importa cuándo» (El peregrino ruso, primera parte, capítulo primero).
En la tradición benedictina antigua, se empleaban de la misma manera las palabras del salmo 70: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme» (Sal 70,2).
La Iglesia antigua utilizó mucho para orar el «Señor, ten piedad» (Kyrie eleison), con un sentido que es más profundo que el que le suele dar la piedad popular, porque implicaba todos los matices de la misericordia: dulzura, compasión, ternura, benevolencia… De hecho, en la actual liturgia ortodoxa monástica y parroquial se suele recitar cuarenta veces seguidas el Kyrie eleison. Está especialmente comprobada la utilidad de esta fórmula para los que comienzan y para los penitentes.
Cuando el Espíritu establece su morada en un hombre, éste no puede dejar de orar, pues el Espíritu no cesa de orar en él. Ya sea que él duerma, o que vele, la oración no se separa de su alma. Mientras bebe, come, está acostado, o se dedica al trabajo, el perfume de la oración brota de su alma. En adelante, no ya en momentos determinados, sino en todo el tiempo, los movimientos de la inteligencia purificada son voces mudas que cantan, en el secreto, una salmodia a lo invisible (Isaac el Sirio).
Me habitué tanto a la oración del corazón que la practicaba sin cesar y, finalmente, sentí que ella se hacía por sí misma, sin ninguna actividad de mi parte; ella brotaba en mi espíritu y en mi corazón no solamente en estado de vigilia sino durante el sueño, y no se interrumpía un segundo (El peregrino ruso, primera parte, capítulo segundo).
c) La oración de repetición en la vida contemplativa
Otro elemento para tener en cuenta es que la repetición de una breve frase (jaculatoria) sirve para profundizar de una forma contemplativa en ella y en su contenido.
En este sentido hemos de recordar que una parte fundamental de la lectio divina es la «rumia» de una frase de la Palabra de Dios, que es el paso imprescindible para la contemplación, en la que no se utilizan las palabras.
Así pues, podemos presentar ya unos cuantos principios básicos sobre este modo de orar:
- -La oración del corazón se basa -como veremos más adelante- en dos frases evangélicas.
- -Por medio de la repetición dejamos de razonar y analizar y podemos ir gustando una frase o una oración de modo interior, más contemplativo, para ir empapándonos de ella.
- -La oración litánica, repetitiva, nos saca de la oración discursiva y conceptual, y nos ayuda a entrar en el campo de la oración contemplativa. Esa repetición vacía nuestra mente de ideas o conceptos y llena el corazón de Dios.
- -La repetición del nombre de Jesús sirve para encontrar ese lugar del corazón donde habita Dios, para unir el intelecto al corazón. Ése es uno de los propósitos fundamentales de la oración del corazón que los autores orientales expresan diciendo que orar es «permanecer ante Dios con el intelecto unido al corazón o encerrado en el corazón» (Teófano el Recluso).
Resumiendo, podemos afirmar que la oración del corazón cumple a la perfección estos tres elementos: permite una oración continua, sirve para pasar a la contemplación6 y contiene la eficacia salvífica del nombre de Jesús.
3. Modo de realizar la oración del corazón
La oración del corazón comporta siempre y esencialmente una fórmula en la que se pronuncia el nombre de Jesús. Secundariamente ‑según muchos autores‑ implica un cierto método corporal destinado a facilitar la pronunciación de esa fórmula.
a) La fórmula de la oración
El Oriente bizantino designó con el término «oración de Jesús» toda invocación centrada en el nombre del Salvador, toda invocación repetida en la que el nombre de Jesús constituye su corazón y su fuerza. En ese sentido es en el que trataremos aquí este modo de orar, comenzando por los elementos que la componen:
La fórmula que se utiliza en la actualidad es: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador». Es una frase que reúne dos oraciones evangélicas:
- a) El grito de los ciegos en Mt 9,27: «Ten compasión de nosotros, hijo de David».
- b) La humilde petición del publicano en Lc 18,13: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
La reunión de los nombres: «Jesucristo», «Señor» e «Hijo de Dios», es toda una confesión de fe tal como aparece en los escritos del Nuevo Testamento, y con los que se refieren a Jesús, además de Salvador, Mesías, Señor…
El verbo que está detrás del término griego (y eslavo) «ten misericordia» es doble: significa a la vez «tener misericordia» y «ser reconciliado»7.
La oración tiene una amplia diversidad, según se ponga el acento en una u otra palabra y en el contenido que subyace. Así, al que comienza se le recomienda que subraye la petición de misericordia y el reconocimiento de su realidad de pecador. El camino de la oración comienza con la compunción y la ascesis.
Según se avanza en este modo de orar se puede poner el énfasis en los títulos que encierran el misterio de Jesús. El segundo paso es la unificación de todo el ser por medio de la unión con Jesús.
Los más adelantados pueden limitarse al sólo nombre de Jesús. La etapa final es la de la iluminación: contemplar la luz de Jesús transfigurado en el Tabor, que también nos transforma a nosotros.
Hay un momento en que ya no son necesarias las palabras ni en los labios, ni en el corazón.
Llega un día en que el espíritu ha hecho progresos y recibe poder del Espíritu para orar total e intensamente: entonces no tiene necesidad de la palabra (Gregorio el Sinaíta).
La fórmula clásica tiene un profundo contenido trinitario: Invocamos a Jesús como Mesías y Señor. Esta afirmación sólo puede hacerse gracias a la presencia del Espíritu Santo (cf. 1Co 12,3: «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo»). Por tanto, hacer la oración del corazón es reconocer la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Además, al afirmar que Jesús es el Hijo de Dios, estamos haciendo mención del Padre, fuente y principio de todo, reconociendo la realidad de la paternidad universal de Dios.
La oración del corazón se basa en la realidad de la gracia bautismal, que, por el Espíritu Santo, nos identifica con Jesucristo y nos hace ‑con él‑ verdaderos hijos de Dios. A partir de aquí, podemos entrar en una relación de intimidad y comunión con las tres personas de la Trinidad. Como consecuencia, el bautismo nos permite orar de verdad porque nos regala la presencia del Espíritu, que ora en nosotros, nos identifica con el Hijo y hace nuestra su misma oración y, como hijos de Dios, nos permite comunicarnos confiadamente con el Padre.
Sin embargo, el eje de este modo de orar es el nombre de Jesús; él basta por sí sólo para constituir la oración del corazón. A este modo de orar se le ha llamado monología, porque es una oración que consiste en una sola palabra. Esto explica que la fórmula nunca haya sido rígida, sobre todo al principio, cuando la invocación revestía formas diversas, en las que el nombre de Jesús era empleado solo o insertado en fórmulas más o menos desarrolladas.
Corresponde, por otra parte, a cada uno determinar su propia forma de invocación del Nombre. El desarrollo de este modo de orar, el propio ritmo interior, así como el fruto que cada uno observe en su alma irá diciendo cuál es la mejor fórmula para utilizar. Como Nombre, se puede emplear el más usado en el principio, que es el más sencillo y fácil: «Jesús», aunque también puede hacerse con: «Jesucristo» o «Señor Jesús».
b) Métodos corporales para acompañar la oración del corazón
La oración del corazón ha sido asociada habitualmente a diferentes apoyaturas físicas, como unirla al ritmo de la respiración según una secuencia de inspiración normal, breve pausa conteniendo el aliento y expiración lenta. También se ha utilizado la vista, orientando la mirada hacia el centro del cuerpo o tratando de percibir una determinada luz.
En este sentido tiene gran importancia la respiración y el acompasamiento con el latido del corazón. Así, el Nombre, con la fórmula «Señor Jesucristo» o «Señor Jesucristo, Hijo de Dios» se dice sobre la inspiración; y el «ten piedad de mí», o «ten piedad de mí, pecador», sobre la espiración. Pero no como un mero mecanismo físico, sino con profundo sentido espiritual: con un sentido de total abandono, por amor, en Dios.
Esto no es nuevo. De hecho, la respiración rítmica y pausada es un método comprobado de relajación, que transmite calma y sosiego y ayuda a rezar8. En esto se apoya una metodología espiritual que acompasa la repetición de la oración del corazón con el ritmo del corazón, de modo que llegue un momento que la oración salga con la misma naturalidad que ese latido. Así se recogen los dos ritmos vitales fundamentales: respiración y latidos del corazón. De esta forma se unen en la oración el cuerpo, el espíritu y la afectividad.
También hay que tener en cuenta la postura en que se ora. Aquí no importa tanto la postura física, sino que en cualquier postura se fije la mirada en el corazón, como una manera de «hacer descender el espíritu al corazón», como afirman los maestros de oración.
En resumen, tengamos en cuenta que estos métodos tienen como finalidad «recoger el espíritu en el cuerpo», no tratar de sobrepasar los límites del cuerpo. No constituyen la base de la oración, sino una cierta apoyatura; por eso los métodos corporales hay que entenderlos en su contexto. Teniendo muy en cuenta, además, que se distinga claramente la oración del corazón de los métodos psico-físicos espirituales y de relajación. La diferencia está en que la oración del corazón vale por sí misma, aunque se apoye en la respiración, mientras que las otras prácticas se centran en lo físico y exigen un determinado contexto y la guía de expertos9.
c) Modo de realizar la oración del corazón
Vamos a ver, en detalle, como llevar a cabo esta forma de oración. En principio es conveniente partir de la necesaria valoración de la misma. Nosotros, los occidentales, tendemos a encuadrarla en el marco limitado de las devociones personales; sin embargo, en el mundo oriental no es una simple oración privada; de hecho, es tan importante que equivale y sustituye al oficio divino. Veamos sus características concretas más importantes:
- -Se suele rezar con el uso del rosario y acompañada de inclinaciones o postraciones (metanías).
- -Es un modo de oración que puede ser pronunciada o solamente pensada. Se encuentra, por consiguiente, en el límite entre la oración vocal y la mental, y también entre la oración meditativa y la oración contemplativa.
- -Puede ser practicada en todo momento y en todo lugar: iglesia, habitación, calle, escritorio, taller, etc. Se puede orar estando sentado, o caminando, quieto o realizando alguna actividad manual.
- -Los principiantes harán bien sujetándose a una cierta regularidad en esta práctica, eligiendo unas horas fijas y los lugares solitarios. Ese entrenamiento sistemático no excluye por otra parte el uso paralelo y enteramente libre de la invocación del Nombre.
- -Antes de pronunciar el nombre de Jesús, es necesario intentar que uno se coloque en estado de paz y recogimiento y, desde ahí, implore la ayuda del Espíritu Santo, único medio de poder «decir: “Jesús es el Señor”» (1Co 12,3).
- -Todo otro preliminar es superfluo. Del mismo modo que, para nadar es necesario arrojarse al agua, así es necesario aquí arrojarse, de golpe, en el nombre de Jesús.
- -Habiendo sido pronunciado ese nombre una primera vez con adoración amante, resta sólo dedicarse a ello, ligarse a él, repetirlo lentamente, dulcemente, tranquilamente.
- -Sería un error querer «forzar» esta oración, inflar interiormente la voz, buscar la intensidad y la emoción. Se trata de concentrar poco a poco todo nuestro ser alrededor del Nombre y dejar que éste, como una mancha de aceite, penetre e impregne silenciosamente nuestra alma. Hemos de evitar forzar este proceso con nuestra voluntad, y conformarnos con seguir humildemente el ritmo de la oración y orando con todo el corazón en la medida de lo posible, mientras esperamos a que Dios actúe, unificando nuestro interior, dándonos su paz y llenándonos de su luz. No se trata de romper la coraza del corazón para que Jesús pueda bajar al centro ‑al lugar del corazón‑, sino de dejar brillar el sol del corazón, que es Jesús, para que él vaya transformándonos.
- -Hay que rechazar también toda sensualidad espiritual, toda búsqueda de la emoción. Sin duda es natural que esperemos obtener resultados de algún modo tangibles, sensibles; pero no pensemos que una hora en la que hayamos invocado el Nombre sin «sentir» nada, permaneciendo aparentemente fríos y secos, ha sido una hora perdida e infecunda. Esa invocación que pensamos que ha sido aparentemente estéril, será muy aceptable para Dios si es totalmente pura, puesto que está despojada de toda preocupación de delicias espirituales y ha quedado reducida a una ofrenda de la voluntad desnuda.
- -En el acto de invocación del Nombre, no es necesario repetir este último de manera continua. El Nombre pronunciado puede «prolongarse» en los minutos de reposo, de silencio, de atención puramente interior: tal como un pájaro alterna el batido de alas y el vuelo planeando.
- -Hay que evitar cualquier forma de tensión, inquietud o prisa. Si sobreviene la fatiga, es necesario interrumpir la invocación y volver a ella simplemente cuando uno se sienta dispuesto.
- -El fin por alcanzar no es una repetición literal constante, sino una especie de latencia y de aquiescencia del nombre de Jesús en nuestro corazón, como dice el orante: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2).
- -Es necesario recordar que los frutos de la oración del corazón no se producen de una forma automática, mucho menos mágica, sino que provienen de la gracia de Dios a la que la oración del corazón le abre la puerta y debe estar unida al conjunto de la vida cristiana, en concreto a la lucha contra las pasiones, la práctica de las virtudes y el cumplimiento de los mandamientos.
4. El discernimiento sobre la «necesidad» de la oración del corazón
La pregunta que uno puede hacerse en este momento es hasta qué punto esta forma de oración es buena o necesaria para mí. Para responder, podemos ofrecer algunas pistas que ayuden al discernimiento a la hora de adoptar la oración del corazón en el camino de una vida contemplativa dentro del mundo.
Hay distintos modos de enfocar este modo de orar. Para algunos puede constituir una etapa en su vida espiritual; para otros será más que una etapa y constituirá uno de los métodos que utilicen habitualmente, sin ser, sin embargo, el método principal; finalmente, habrá quien convierta esta oración en la actividad central de toda su vida interior.
Decidir orar de este modo de manera arbitraria, o por un capricho sería construir un edificio que se derrumbará miserablemente. De hecho, no se elige la «oración del corazón». Se es llamado a ella y conducido por Dios, si él lo juzga oportuno. Por eso nos consagramos a ella por obediencia a una vocación muy especial, respecto a la cual otras obediencias no tienen derecho de prioridad.
Teniendo claro esto, vayamos al discernimiento. Aunque no sean infalibles, sino meros indicios, los signos que hemos de considerar, con humildad y atención, para saber si estamos llamados a esta oración son:
- -Si esta forma de oración no es un obstáculo para las otras formas de oración a las que nos debemos en virtud de nuestro estado.
- -Si experimentamos hacia ella una atracción especial.
- -Si produce en nosotros frutos de pureza, caridad y paz.
- -Si nuestro director espiritual nos anima a practicarla.
Estamos ante algo importante. El «camino del Nombre», como itinerario espiritual, ha sido defendido por muchos padres monásticos orientales y también por varios santos de Occidente. Posee un valor y una eficacia innegables. Pero debemos evitar todo celo indiscreto, toda propaganda intempestiva del que pretende defender que ésta es la mejor oración, y todavía menos, la única oración.
Aquellos que están sometidos a una comunidad o a una regla deberán estudiar en qué medida el camino del Nombre es compatible con los métodos a los que deben obediencia; ayudados para el discernimiento por la autoridad competente.
Un aspecto particularmente importante es la posible interferencia entre la oración del corazón y la oración litúrgica. Sobre esto no hay nada que decir, porque bajo ningún concepto pueden entrar en conflicto los dos modos de orar.
Hemos de evitar sugerir a aquellos cuya oración es un diálogo auténtico con el Señor o a aquellos que se han sumergido en el gran silencio de los estados contemplativos, que abandonen su oración para practicar la «oración del corazón».
No debemos despreciar ninguna forma de oración. Pues la mejor oración para cada uno es, en definitiva, aquella -cualquiera que sea- a la que lo encamina el Espíritu Santo a través de las circunstancias y las direcciones autorizadas.
Lo que sí podemos afirmar, con sencilla verdad, de la «oración del corazón» es que ella ayuda a simplificar y unificar nuestra vida espiritual. Mientras que los métodos complicados exigen un trabajo agotador de atención, esta oración, que consiste en una sola palabra, posee un poder de unificación e integración que hace mucho bien a las almas divididas por la legión de los demonios (cf. Mc 5,9) que se manifiestan en la multitud de pensamientos, distracciones y pasiones propios del hombre viejo.
El nombre de Jesús, convertido en hogar de una vida, reúne todo. Pero no pensemos que la invocación del Nombre sea un método mecánico, fácil y «breve» que dispense de las purificaciones ascéticas. De hecho, supone un verdadero camino ascético:
- -No se puede hablar, entonces, de procedimiento mecánico o de método breve.
- -El nombre de Jesús es en sí mismo un instrumento de ascesis, un filtro a través del cual sólo deben pasar los pensamientos, las palabras, los actos compatibles con la divina y viviente realidad que ese Nombre simboliza.
- -El crecimiento del Nombre en nuestra alma implica un decrecimiento correspondiente del amor propio y la muerte cotidiana del egoísmo del que brota todo pecado.
- -La oración del corazón mueve a acentuar amorosamente el esfuerzo ascético, no es un atajo para evitarlo.
- -Proporciona una ayuda para abrazar la cruz, pero no dispensa de ella.
- -Crea un ambiente personal de «ascesis» sin el cual la oración del corazón no puede dar fruto.
5. Los efectos de la oración del corazón
Este modo de orar se profundiza y se dilata a medida que nosotros descubrimos, en el Nombre, un nuevo contenido. Por eso existen grados en la oración de Jesús. Veamos las etapas por las que se avanza en ella y la profundización que se realiza en el orante.
a) Adoración y salvación
La oración del corazón comienza por la viva conciencia de la presencia del Salvador en nosotros, que es lo que significa su nombre y que llevará al acto de adoración. La invocación del «Nombre» nos introduce en el misterio de la salvación porque nos pone en comunión con el único Salvador, aquel que nos ofrece la verdadera y plena liberación.
Esa salvación que recibimos en Jesús es, en principio, él mismo; ya que es, a la vez, el dador y el don; no solamente es el purificador, sino la absoluta pureza; no solamente el que alimenta a los hambrientos y quita la sed a los sedientos, sino el alimento y la bebida que sacia toda hambre y toda sed.
Su nombre devuelve la paz a aquellos que son tentados. En lugar de discutir con la tentación, en lugar de considerar la tempestad que causa estragos ‑esa fue, en el lago, la equivocación de Pedro después de su buen comienzo‑, hemos de mirar sólo a Jesús, e ir hacia él marchando sobre las olas, refugiándonos en su nombre. Para ello basta que la persona que es tentada se recoja suavemente y pronuncie el Nombre sin ansiedad ni tensión, de modo que con ese nombre llene su corazón y construya una barrera contra los vientos malos. Y, si se ha cometido algún pecado, que el Nombre sirva de reconciliación inmediata, sin dudas ni retrasos, que sea pronunciado con arrepentimiento, con caridad perfecta, y se convertirá inmediatamente en un signo de perdón; y Jesús recuperará naturalmente su lugar en la vida del pecador. Esto no supone en absoluto que haya que rechazar o subestimar los medios objetivos de penitencia y la absolución que la Iglesia ofrece al pecador en el sacramento de la reconciliación; no tratamos de esto, sino de lo que sucede en lo secreto del alma y lo impulsa a buscar la gracia sacramental.
La oración del corazón tiene un valor sanador de todas las enfermedades que produce en nosotros el pecado y que se manifiestan especialmente en las pasiones. La recitación del nombre de Jesús se convierte así en una verdadera medicina del alma.
A la vez que se sitúa en la cima de la vida espiritual, aparece como una de sus bases, como uno de los principales medios que permiten al hombre, por la gracia de Dios, purificarse de sus pecados, curarse de pasiones y adquirir virtudes10.
b) La encarnación
El nombre de Jesús es más que un misterio de salvación, más que un socorro en las necesidades, más que un perdón después del pecado. Es un medio por el cual podemos aplicar a nosotros mismos el misterio de la Encarnación.
Más allá de la presencia de Jesús, esta forma de oración, según se avanza en ella, nos lleva a la unión con él. Pronunciando el Nombre, entronizamos a Jesús en nuestros corazones, nos revestimos de Cristo, ofrecemos nuestra carne a la Palabra para que la asuma en su Cuerpo místico; hacemos desbordar en nuestros miembros, sometidos a la ley del pecado, la realidad interior y la fuerza de la palabra «Jesús». Y así, somos purificados y consagrados.
c) La transfiguración del mundo
El nombre de Jesús es un instrumento, un método de transformación de la realidad. Pronunciado por nosotros, nos ayuda a transfigurar en Jesucristo el mundo entero, incluyendo también a la naturaleza inanimada.
El universo material avanza, gimiendo, hacia Cristo (cf. Rm 8,19-22). Como respuesta a esta aspiración universal, pertenece al ministerio sacerdotal de cada cristiano expresar dicha aspiración, pronunciar el nombre de Jesús sobre los elementos de la naturaleza ‑las piedras y los árboles, las flores y los frutos, la montaña y el mar- y aportar la respuesta a esta larga, muda e inconsciente espera.
Como Adán en el paraíso, tenemos que dar un nombre a todos los animales: cualquiera que sea el nombre que la ciencia les dé, invocaremos sobre cada uno de ellos el nombre de Jesús, devolviéndoles así su dignidad positiva que tan a menudo olvidamos, recordando que fueron creados y amados por el Padre en Jesús y por Jesús.
Pero es, sobre todo, en relación con las personas cuando el nombre de Jesús nos ayuda a ejercer un ministerio de transfiguración. Jesús, que después de la resurrección quiso aparecer varias veces ante los suyos «en figura de otro» (Mc 16,12), continúa encontrándonos, velado, en nuestra vida cotidiana y saliéndonos al encuentro en su presencia en el ser humano. Por eso, tras los rasgos de cualquier persona podemos ver, por los ojos de la fe y del amor, el rostro del Señor.
Inclinándonos hacía la angustia de los pobres, los enfermos, los pecadores y cualquier ser humano, podemos colocar nuestro dedo sobre la marca de los clavos, hundir nuestra mano en el costado atravesado por la lanza, adquirir la convicción personal de la resurrección y de la presencia real -sin confusión de esencia- de Jesucristo en su cuerpo místico, y decir con Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28; cf. Mt 25,40.45).
Así, el nombre de Jesús es un medio concreto y poderoso para transformar en su más profunda y divina realidad a las personas que nos cruzamos en la calle, en la fábrica, en la oficina y, sobre todo, aquéllos que nos molestan o nos resultan antipáticos.
Hemos de ir hacia ellos con el nombre de Jesús en nuestro corazón y sobre nuestros labios, pronunciando silenciosamente sobre ellos ese nombre que es su verdadero Nombre. ¡Nombrémoslos con ese nombre en un espíritu de adoración y de servicio!
Por el reconocimiento y la adoración silenciosa de Jesús, aprisionado en el pecador, en el criminal, en la prostituta, liberaremos en cierto modo a esos pobres carceleros y a nuestro Maestro. Si vemos a Jesús en cada persona, si decimos «Jesús» por cada persona, iremos por el mundo con una visión nueva y con un don nuevo de nuestro propio corazón.
Se trata de una forma única de interceder por los demás, que no consiste tanto en rogar por él ante Dios como en aplicar a su nombre el nombre de Jesús y adherirlo a la intercesión de nuestro Señor mismo por sus amados. Como hemos visto que sucedía a los primeros cristianos en el libro de Hechos de los Apóstoles, comprobaremos que en el nombre de Jesús se cumplen los signos milagrosos y las vidas transformadas.
En este sentido, existe también un uso pentecostal del nombre de Jesús. Sólo la debilidad de nuestra fe y de nuestra caridad nos impide renovar en el nombre de Jesús los frutos de Pentecostés, arrojar los demonios, imponer las manos a los enfermos y curarlos. Eso es lo que continúan haciendo los santos.
d) El efecto de la oración de Jesús en el Cuerpo de Cristo
La invocación del nombre de Jesús tiene un aspecto eclesial. Tocamos aquí el misterio de la Iglesia. Allí dónde está Jesucristo, está la Iglesia. Y el que está en Jesús, está en la Iglesia. Por eso el nombre de Jesús es un medio de unirnos a la Iglesia, pues la Iglesia está en Cristo.
No podemos creer que las interpretaciones divergentes del Evangelio sean verdaderas o que los cristianos divididos posean la misma luz; pero creemos que aquéllos que pronuncian el nombre de Jesús intentando unirse a su Señor mediante un acto de obediencia incondicional y de caridad perfecta, sobrepasan las divisiones humanas, participan de algún modo en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo y son miembros -si no visibles y explícitos, al menos invisibles e implícitos- de la Iglesia. Y así, la invocación del nombre de Jesús, hecha con un corazón íntegro, es un camino seguro hacia la unidad cristiana.
Esta oración nos ayuda también a reunir en Jesús a los fieles difuntos. Es en él donde encuentran ahora su verdadera vida, y nosotros deberíamos esforzarnos por llegar hasta ellos ligando a sus nombres el nombre de Jesús. Esos muertos, cuya vida está oculta en Cristo, constituyen la Iglesia celestial, la parte más numerosa de la Iglesia eterna y total.
Finalmente, en el nombre de Jesús nos unimos a los santos que llevan «su nombre sobre sus frentes» (cf. Ap 22,4), a los ángeles y a María misma. ¡Ojalá podamos -en el Espíritu- escuchar y repetir el nombre de Jesús tal como María lo escuchó y lo repitió!
e) El aspecto eucarístico de la oración de Jesús
El nombre de Jesús se puede convertir para nosotros en una especie de Eucaristía. Así como el misterio de la eucaristía resume la vida y la misión del Señor, del mismo modo existe un cierto uso eucarístico del nombre de Jesús, que reúne y unifica los aspectos de ese nombre considerados hasta aquí.
Nuestra alma es como un cenáculo donde Jesús desea celebrar la Pascua con sus discípulos o dónde la Cena del Señor puede ser revivida. En esta Cena, puramente espiritual, el nombre del Salvador puede tomar el lugar del pan y del vino del sacramento.
Podemos hacer del nombre de Jesús una ofrenda de acción de gracias. Recordemos que el sentido original de la palabra eucaristía es precisamente «acción de gracias». De este modo, podemos convertir la invocación del nombre en la materia de un sacrificio de alabanza ofrecido al Padre.
En esta ofrenda interior e invisible, al pronunciar el nombre de Jesús presentamos al Padre al Cordero inmolado, su vida entregada, su cuerpo quebrantado y su sangre derramada. El Nombre sagrado, en este uso sacrificial que se hace de él, se convierte así en un medio de aplicar los frutos de la oblación única y perfecta de Jesús en el Gólgota.
Y, puesto que no existe Cena del Señor sin comunión, nuestra eucaristía invisible implica lo que la tradición llama «comunión espiritual». La oración de Jesús proporciona un acceso constante, invisible y espiritual al cuerpo y la sangre de Cristo; acceso distinto de un acercamiento general a su persona, porque implica una relación especial entre nosotros y el Señor, considerado como alimentador y alimento de las almas. El nombre de Jesús puede servir de forma, soporte y expresión de dicho acceso. Puede ser para nosotros un alimento espiritual, una participación en el Pan de Vida. Y en ese nombre, en ese pan, nos unimos a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Finalmente, existe una determinada manera de pronunciar el nombre de Jesús que constituye una preparación para la muerte, un salto de nuestro corazón más allá de la barrera, una suprema llamada al Esposo, al «que, sin haber visto lo amáis» (1Pe 1,8). Decir «Jesús» es, por consiguiente, repetir el grito del Apocalipsis: «¡Ven, Señor Jesús!» (22,20).
f) Hacia el Padre
Nuestra lectura del Evangelio seguirá siendo superficial en tanto veamos en él sólo una vida y un mensaje dirigidos hacia nosotros. El corazón del Evangelio ‑el misterio de Jesús‑ es la relación entre el Padre y el Hijo único. Pronunciar el nombre de Jesús es, pues, pronunciar la Palabra que «existía en el principio» (Jn 1,1), la Palabra que el Padre pronuncia durante toda la eternidad.
El Nombre de Jesús es la única palabra humana que el Padre pronuncia, mientras engendra al Hijo y se da a él. Por eso, pronunciar el nombre de Jesús es acercarnos al Padre, es contemplar el amor y el don del Padre concentrándose sobre Jesús, es sentir ‑en nuestra pobre medida‑ algo de ese amor y asociarnos a él desde lejos, es escuchar la voz del Padre declarando: «Tú eres mi Hijo, el amado» (Lc 3,22) y decir humildemente «sí» a esta declaración.
Por otra parte, pronunciar el nombre de Jesús es entrar en la conciencia filial de Cristo. Después de haber encontrado en la palabra «Jesús» la tierna llamada del Padre: «Hijo mío», encontramos también allí la tierna respuesta del Hijo: «Padre mío». Así reconocemos en Jesús la expresión perfecta del Padre, nos unimos a la eterna orientación del Hijo hacia el Padre, y participamos de la ofrenda total del Hijo a su Padre.
Pronunciar el nombre de Jesús es como unir de, alguna manera, el Hijo al Padre y entrever algún reflejo del misterio de su unidad. Es encontrar el mejor acceso al corazón del Padre.
g) Jesús todo entero
Hemos considerado diversos aspectos de la invocación del nombre de Jesús y los hemos dispuesto según una especie de escala ascendente, tal vez pedagógicamente útil pero artificial, pues, de hecho, los escalones se mezclan. En la práctica, en cualquier estadio de este modo de orar puede ser bueno, incluso necesario, concentrarse sobre algún aspecto particular del Nombre divino.
Pero llega el momento en que semejante particularización se hace pesada, difícil, a veces incluso imposible. La consideración y la invocación del nombre de Jesús se universalizan. Todas las implicaciones del Nombre se nos hacen simultáneamente presentes, aunque sea de forma confusa.
Decimos «Jesús» y reposamos en una plenitud, una totalidad que nos resulta difícil separar. El nombre de Jesús se hace entonces portador del Cristo total, y nos introduce en la Presencia total. En ésta se encuentran dadas todas las realidades hacia las cuales el Nombre ha sido el medio para acercarnos: la salvación y el perdón, la Encarnación y la Transfiguración, la Iglesia y la Eucaristía, el Espíritu y el Padre. Todas las realidades se nos muestran entonces como «recapituladas en Cristo» (cf. Ef 1,10).
Quien ha alcanzado la Presencia no tiene ya necesidad del Nombre, porque éste no era más que el soporte de aquélla, y al final del camino debemos llegar a estar libres del Nombre mismo, libres de todo, salvo de Jesús, del contacto viviente e indecible con su Persona.
6. Breve bibliografía
Anónimo, El Peregrino ruso, Burgos 2009, editorial Monte Carmelo, colección Ediciones populares. O también: Anónimo, Relatos de un peregrino ruso, Salamanca 2018 (6ª edición), editorial Sígueme.
Un monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement, La oración del corazón, Buenos Aires 1990 (2ª edición), editorial Lumen.
VV. AA., La oración del corazón, Bilbao 1996, editorial Desclée, colección Biblioteca Catecumenal.
Jean Lafrance, La oración del corazón, Madrid 2006 (8ª edición), editorial Narcea, colección Libros de espiritualidad.
Jean Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, Salamanca 2016 (Sígueme, 2ª ed.), 339-349.
NOTAS
- N. Crainic afirma que la oración de Jesús es el «corazón de la ortodoxia» (cf. Olivier Clement, La oración del corazón, en Un monje de la Iglesia de Oriente y Olivier Clement, La oración del corazón, Buenos Aires 1990 (Lumen, 2ª ed.), 11).
- Olivier Clement, La oración del corazón, 9.
- Olivier Clement, La oración del corazón, 10.
- Nadiejda Gorodetzki, The Prayer of Jesus: Blackfiars (febrero 1942), 74-78.
- La reflexión más completa en la Iglesia latina sobre el nombre de Jesús se encuentra en el Sermón XV al Cantar de los Cantares de san Bernardo.
- «Esta sublime forma de oración tiene estrechos vínculos con la contemplación» (J. C. Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, Salamanca 2016 (Sígueme, 2ª ed.), 340).
- De las dos palabras: ἐλέησον (tener misericordia) y ἱλάσθητι (ser reconciliado), la primera se encuentra en la oración de Jesús, en el «Kyrie eleison» de la misa y en Mt 9,27; la segunda es la que emplea el publicano de la parábola.
- Recordemos que san Ignacio de Loyola, en los Ejercicios Espirituales (n 258) habla de la oración por «anhélitos».
- Para más información sobre el método psico-físico en la oración del corazón puede leerse J. C. Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, 345-347.
- J. C. Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, 340.