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«Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

1. La verdad como punto de partida del amor

El escándalo no está en no decir la verdad, sino en no decirla toda entera, e introducir en ella una mentira por omisión, lo que la deja intacta por fuera, pero le roe el corazón y las entrañas, como un cáncer […]. No me cansaré de repetir a esa clase de gente que la verdad no les pertenece en absoluto; que la más humilde de las verdades ha sido rescatada por Cristo; que igual que cualquiera de nosotros, los cristianos, la verdad participa de la divinidad de Aquel que se ha dignado asumir nuestra naturaleza1.

Dios es incompatible con la mentira, y quien lo busca debe purificar todos los ámbitos de su vida si quiere que Dios los llene totalmente, en especial los que se refieren directamente a nuestra relación con él y con los demás. Comenzaremos por acercarnos a revisar nuestra relación con los demás, para descubrir cómo debe ser esa relación para que manifieste el amor que les debemos desde la verdad de la gracia de Dios que hemos recibido.

Y, para ello, lo primero es reconocer la perplejidad a la que nos lleva la gracia de Dios cuando incide en nuestra limitada realidad.

Partimos de una situación muy frecuente en las personas espirituales, que es la perplejidad ante una situación de conflicto personal aparentemente imposible de resolver, pero que hay que solucionar necesariamente para avanzar en la vida cristiana. Se trata de un conflicto que tiene dos polos:

  • 1. Profundizando en la oración descubro que Dios me regala la gracia de un ser nuevo, como la nueva identidad de mi persona tal como fue proyectada por Dios desde toda la eternidad. Y, unido a esto, descubro también en la oración la misión extraordinaria a la que Dios me llama. Una misión imposible para mí, pero que Dios quiere y puede hacer posible.
  • 2. A la vez, se me imponen con fuerza las limitaciones que provienen de mi psicología, mi historia, mis condicionantes personales y mi pecado…, que van absolutamente en contra del ser y la misión que me ofrece Dios. Y, además, mis circunstancias hacen también imposibles ese ser y esa misión que Dios me regala.

¿Qué hacer entonces? La gracia de Dios y mis limitaciones son dos realidades verdaderas y, a la vez, aparentemente incompatibles. Podemos negar una de ellas para salvar esa incompatibilidad, pero eso supone cercenar esencialmente nuestra vida. No existe otro camino que, sin negar ninguna de esas dos realidades, afirmar con fuerza una de ellas sobre la otra, apostando por ella hasta darle una primacía absoluta sobre la otra. De hecho, se trata de una elección ineludible, que vamos a hacer, consciente o inconscientemente. Por el hecho de no elegir, ya hemos elegido que primen nuestras limitaciones sobre la gracia.

Intentaremos profundizar en ello, tratando de ver la manera de salvar la verdad de Dios consciente y libremente, para evitar que nuestras inercias más básicas nos inclinen inconscientemente a elegir el ámbito meramente humano. Porque no existe otra opción real que elegir un ámbito e hipotecar el otro, con todas sus consecuencias.

Una vez más hemos de insistir en que, si Dios nos llama a un proyecto determinado, dicho proyecto tiene que ser posible; por lo que hemos de decidir si nos comprometemos radicalmente en buscar el modo de hacerlo posible. Y esta decisión sólo se puede hacer consciente y libremente.

Pero también podemos afirmar que nuestra psicología o las circunstancias de nuestra vida nos impiden responder al proyecto de Dios y nos obligan a renunciar a dicho proyecto, teniendo que conformarnos con un sucedáneo del mismo. Esta afirmación podemos hacerla consciente o inconscientemente. Para esto último, basta con que no hagamos nada. Y, en definitiva, esta elección, consciente o inconsciente, condiciona nuestra fe y la obra de la gracia en nosotros.

No existe ningún camino intermedio entre estas dos opciones. Aunque nos gusta pensar que existe una tercera vía, consistente en hacer humanamente compatibles los dos opuestos; pero eso no se puede lograr sin violentar o limitar la voluntad de Dios. Es la vía intermedia que eligen los que son conscientes de su llamamiento a la santidad y, para evitar los riesgos que comporta, se conforman con ser sólo «buenos» cristianos.

Para hacer luz sobre todo esto, veamos el proceso de discernimiento que hace posible la realización del plan de Dios en nuestra vida en medio de las dificultades que parecen hacerlo imposible.

2. La vocación contemplativa y la tensión que genera

Cuando nos acercamos a Dios, o, más bien, cuando Dios irrumpe en nuestra vida, se realiza un cambio sustancial en lo más profundo de nuestro ser. Se pone en marcha un proceso de renovación, una profunda conversión, que orienta toda nuestra vida hacia Dios como lo único necesario. Esta polarización de la vida es lo que fundamenta lo que llamamos vida contemplativa, y viene caracterizada por una intensa pasión por Dios que lleva al deseo radical de entrega a él y a los demás.

Este anhelo de entrega a los demás ilumina y da sentido al apostolado del contemplativo. En el caso del contemplativo monástico, este anhelo se orienta a la inmolación orante en favor de los demás desde la soledad del claustro; y en el caso del contemplativo secular, este mismo anhelo lleva igualmente a la inmolación en favor de los demás, pero a través de las tareas seculares, tanto en las específicamente apostólicas (catequesis, liturgia, caridad, etc.) como en las tareas normales de la vida cotidiana.

Dicho anhelo de entrega a los demás, como gracia de Dios que es, atrae sobre sí la tentación del enemigo, que, distorsionando la misma gracia, que nos empuja a ser fieles a la voluntad de Dios, trata de desorientarnos e impedirnos avanzar por ese camino.

En este sentido hemos de tener en cuenta que las tentaciones se adaptan perfectamente a nuestra realidad y a las gracias que recibimos del Señor. Y para ser eficaces, las tentaciones intentan minar lo esencial de la misión de cada uno, pasando desapercibidas o apareciendo como ayudas positivas para la misma misión. Por eso hemos de acudir al principal y más eficaz recurso de que disponemos, que es la oración, poniéndonos ante Dios para que nos ayude a desenmascarar una tentación que, bajo capa de bien y generosidad, esteriliza la vida de muchos contemplativos, tanto de los que están en los monasterios como de quienes viven en el mundo.

Y para empezar hemos de partir de la gracia que hemos recibido, porque en ella es en lo que se apoya la tentación. La vocación contemplativa, tanto monástica como secular, se define por la pasión por Dios. Y esa pasión le da al contemplativo un fuerte anhelo de colaborar con Dios en la tarea de la salvación, que podemos llamar «anhelo apostólico», pero que va mucho más allá de las tareas apostólicas que se incluyen dentro de la agenda de la semana. En ese «anhelo apostólico» entra no sólo lo que se refiere al apostolado concreto, sino también todo lo que se refiere a la preocupación por los demás y lo que se entiende por «caridad», es decir, el amor al prójimo en su sentido más profundo, que es el que tiene en el corazón de Dios.

Para entendernos, y simplificando, llamaremos «apostolado» no a las meras «obras de apostolado», sino a todo lo que el contemplativo descubre como misión a partir de la gracia de una visión muy viva de lo que tendría que ser la Iglesia, el mundo o el prójimo concreto. Y esa visión, que Dios le regala, le hace muy sensible a la gracia y, también, al pecado y al mal en todas sus formas, y le obliga a dar una respuesta eficaz y salvadora.

Los frutos de este anhelo demuestran que la vocación viene realmente de Dios, que ése es el sitio propio del contemplativo y, a la vez, una expresión de la pasión de Dios que le consume y le lleva a vivir para Dios en el servicio a los demás. Esto supone que el contemplativo tiene la absoluta necesidad de darle espacio real a Dios en su vida, y eso debe hacerse efectivo en todos los ámbitos de su existencia, también en su relación con los demás.

La gracia de la vocación contemplativa comporta una significativa presencia y acción de Dios en nosotros, que nos hace ver todo de un modo diferente a como lo veíamos antes. Así, vemos con mucha claridad la voluntad de Dios sobre el mundo, sobre las demás personas y sobre nosotros mismos. Y, a la luz de esta visión, vemos también con claridad el mal que se extiende por el mundo, la gracia que se derrama sobre tal persona y el modo en que es rechazada esa gracia, intuimos la acción de Dios y el pecado en las almas, así como la grandeza de nuestra vocación y las limitaciones que ponemos a esa vocación… Esta visión nos sitúa a contrapelo de la gente, nos descoloca ante el mundo y crea una permanente tensión respecto de Dios, de los demás y de nosotros mismos.

En consecuencia, ese impulso de la gracia nos hace sufrir porque vemos un plan de Dios, unas necesidades y unas gracias, y, frecuentemente vemos, a la vez, cómo esas gracias se pierden, el plan de Dios se frustra y cómo el mal y el pecado marcan la vida de muchas personas. Y ese mismo sufrimiento, que viene de Dios, alimenta más el fuego del anhelo apostólico.

3. La tentación que desvirtúa la gracia

Hasta ahí, todo va bien. Pero tenemos que resolver esa tensión que produce la nueva visión que nos da Dios y darle una salida adecuada al sufrimiento que provoca. Porque Dios nos regala esa mirada para iluminar nuestra misión y, por esa razón, en ese punto aparece la tentación, que trata de desorientarnos y apartarnos de nuestra meta.

La situación del mundo y de la Iglesia, así como el vacío esencial que percibimos en los demás hacen que el anhelo apostólico sembrado por Dios en nuestra alma se exacerbe y nos empuje con fuerza a realizar nuestra misión apasionadamente: buscando la gloria de Dios, ayudando a los demás a descubrir la voluntad de Dios, tratando de eliminar el pecado en nuestra vida y en la de los que nos rodean… Y esa misma fuerza que nos impulsa es de lo que se sirve el demonio para empujarnos a ir por un camino distinto al que el Señor quiere que recorramos.

La acción de Dios en nosotros nos mueve a un cambio de vida; pero la tentación trata de diluir la gracia de Dios en el desconcierto, el fracaso y el desánimo. Por eso es imprescindible realizar un discernimiento afinado de lo que Dios nos pide y, sobre todo, del camino concreto por el que tenemos que caminar para alcanzar la meta a la que él nos llama. Y esto es esencial a la hora de traducir el anhelo apostólico a actitudes concretas, descubriendo la tentación que nos mueve a buscar salidas fáciles y buenas, pero no acordes con la voluntad de Dios

a) Falta de libertad

El problema empieza cuando permitimos que el anhelo apostólico se traduzca en una preocupación excesivamente humana por los demás y en un trabajo apoyado principalmente en las propias fuerzas.

Con frecuencia, la misma forma de preocuparnos por el prójimo demuestra que nos falta libertad para amar de verdad, es decir, para buscar el bien real de ellos. Nos conformamos con darles lo que nos piden, porque buscamos más su agradecimiento o su bienestar que su verdadero bien, que muchas veces no quieren. Otras veces nos empeñamos en darles el bien que a nosotros nos gusta y nos conviene; y, más que la caridad, buscamos nuestro prestigio, el reconocimiento de los demás o la influencia sobre ellos.

b) Interés excesivo por la conversión del prójimo

Otro síntoma claro de que estamos desvirtuando el impulso apostólico que Dios nos ha regalado es que tratamos de lograr el cambio de los demás con un excesivo interés, sospechosamente mayor que el interés que tenemos por nuestro propio cambio. Lo que está detrás de este comportamiento es la tentación de fariseísmo, que nos lleva a pensar que el trabajo constatable por la conversión de los demás es el signo del trabajo real por nuestra conversión y de nuestra respuesta al anhelo apostólico que Dios nos regala. Realmente está sucediendo lo contrario: todo ese trabajo exterior es la justificación que empleamos para descuidar nuestra propia conversión; porque si ésta es verdadera tiene que ocupar la prioridad en la preocupación y en el esfuerzo real. Aquí deberíamos aplicarnos lo que el Señor nos dice de quitar la viga de nuestro ojo para poder quitar la mota en el ojo del hermano (Mt 7,3-5).

No siempre podremos conseguir la conversión de otros, pero nuestra conversión siempre es posible, por muchas que sean las presiones que sufrimos en la vida. Un ejemplo de ello lo tenemos en Jean-Marie Lustiger, judío converso, que fue nombrado por san Juan Pablo II cardenal Arzobispo de París en 1981. Con ese motivo le preguntaron en una entrevista cuál era el punto más importante de su plan pastoral para la diócesis que iba a dirigir; a lo que respondió, sencillamente: «El punto central del plan pastoral es la conversión del Obispo». Es un modo de aplicar a la vida el llamamiento que el Señor nos hace a todos al decirnos: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

c) El celo exagerado

Otras señales de que nos salimos de la verdadera respuesta al anhelo apostólico y caritativo que nos tiene que caracterizar son las formas exageradas en que se expresa ese anhelo: a veces con una excesiva benevolencia afectiva; y otras, por el contrario, con una exigencia más o menos dura o descarnada.

Esos bandazos son fruto de nuestros estados de ánimo, de nuestros intereses o de nuestras frustraciones, pero no de la búsqueda sincera de los planes de Dios.

d) Contar con Dios… como una ayuda

Un signo claro de que intentamos ayudar a los demás a nuestra manera y con nuestras fuerzas es el lugar que le damos a Dios en esa tarea apostólica. ¿Es que no contamos con Dios? Sí, pero no como el que nos señala la misión, el modo de realizarla y el precio a pagar por ella; sino reservándole sólo el lugar de colaborador de nuestros propios planes. Le pedimos a Dios ayuda (a veces se la exigimos), pero para que ese anhelo salvador se realice según el modo que nosotros hemos decidido. Y si no sale como querernos, sacamos como consecuencia que Dios no nos ha ayudado.

e) Sólo nuestro esfuerzo o sólo la oración

Un discernimiento riguroso en este punto nos descubre que, aun contando con Dios, no le dejamos el espacio que necesita para actuar y que, en definitiva, lo ocupa nuestro yo (nuestros planes y nuestras fuerzas). Esto explica muchos de nuestros estériles sufrimientos y los verdaderos fracasos apostólicos.

Y lo mismo cabe decir del error contrario, en el que también podemos caer, que consiste en limitar el amor y el apostolado a la simple oración, dejándole el resto de la preocupación y el trabajo a Dios, como si él no contara con nosotros o no se necesitará nuestra colaboración para que la gracia dé fruto.

f) Desviar a los demás la finalidad de las gracias que recibimos

Gran parte del problema consiste en que aplicamos mal las gracias y la luz que Dios nos da para que colaboremos con él. Dios nos hace ver claramente el mal, y con la misma claridad vemos el camino para responder a ello. Esto se une a un gran dolor ante el mal, sus consecuencias, la oscuridad que provoca, los riesgos que supone… Se nos hace inevitable el esfuerzo por aportar la luz, el juicio y la respuesta que los demás necesitan. Es algo tan claro para nosotros que estamos seguros de que los demás lo verán todo con claridad cuando se lo expliquemos, lo aceptarán fácilmente y lo resolverán enseguida. Y entonces nos lanzamos apasionadamente a transmitirles una luz que, con frecuencia, apenas tiene efecto sobre ellos y no pocas veces les crea desconcierto y desánimo.

Esto demuestra que se nos olvida en la práctica que todos los elementos en los que nos basamos son gracias que hemos recibido, no frutos de nuestras capacidades; gracias que tienen como primera finalidad nuestra propia conversión, no la de los demás. Y, junto con esto, la gracia que necesitan las otras personas no se la podemos dar nosotros, sino Dios.

Paradójicamente la respuesta apasionada y arrolladora que aportamos al prójimo se convierte en la tentación que nos impide ser fieles a la gracia de nuestra misión; y eso nos lleva a frustrar la acción de Dios en los demás, al intentar aplicar a otros lo que nos tenemos que aplicar a nosotros mismos. En el fondo, es el modo fácil e inmediato de resolver el problema que hemos visto y liberarnos del sufrimiento que nos provoca. El enemigo se sirve, con toda lógica, de la luz y la gracia de Dios para desbaratar la obra de la gracia y hacer que se pierdan oportunidades preciosas o únicas.

g) La prueba de nuestro error

Dice el refrán que «los errores se pagan»; y eso vale también para la vida espiritual. En nuestro caso, la apuesta por aplicar prioritariamente a los demás la conversión que Dios nos pide a nosotros se traduce en el fracaso seguro de nuestro esfuerzo. Es posible que, por poco tiempo, pueda parecer que amamos a los demás o que somos excelentes cristianos; pero la tarea que nos imponemos va a requerir un costosísimo esfuerzo que, a la larga, no dará fruto y nos hundirá en el agotamiento y el desánimo. Por eso, la dificultad con la que realizamos nuestros planes y lo que nos cuesta encajar el fracaso de esos planes demuestran que esta forma de responder al anhelo de salvación y de caridad no es evangélica.

Además, cuando nos encontramos con las dificultades o el fracaso, normalmente caemos en el desaliento y nos echamos para atrás o, por el contrario, reincidimos con más fuerza en el mismo error, aumentando así la frustración. De este modo, el apostolado y la caridad se convierten en tareas difíciles y complicadas que nos complican y cansan, en lugar de liberarnos y darnos paz.

Pero hay más. Cuando nos dejamos llevar por este tipo de tentaciones y llegamos al fracaso no es infrecuente que rematemos nuestro error identificando dicho fracaso con la cruz querida por Dios, y así podemos consolarnos pensando que, como cruz que es, nuestro sufrimiento será bendecido con el fruto invisible de gracia, cuando realmente estamos ante el más grave de los fracasos, que es el fracaso de la misma gracia.

Es bueno recordar que el que busca su satisfacción personal en el apostolado quizá pueda alcanzar esa satisfacción que busca, aunque sea al precio de la falta de verdadero fruto; pero, en definitiva, tendrá lo que quiere realmente, y poco más. Pero quien busca la verdadera eficacia de la gracia desviándose del modo evangélico de alcanzarla, caerá en el peor de los fracasos, porque no obtendrá ninguna satisfacción personal, ni tampoco ningún fruto de la gracia.

h) Las tentaciones de Jesús

Resulta sorprende y digno de contemplación el hecho de que Jesús sufriera este tipo de tentaciones contra el sentido de la gracia de Dios y de la propia misión:

Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”». Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían (Mt 4,1-11).

Las tentaciones del Señor en el desierto ponen de manifiesto que, al igual que nosotros, él también sufrió la tentación contra la gracia y la misión; y nos ayudan a ver cómo se afronta el problema y cuál es el enfoque evangélico que hemos de mantener ante la tentación. Jesús tiene que aceptar una doble realidad: que su misión es salvar al mundo, y que esa salvación tiene que realizarse por la vía del amor crucificado. La fuerza de la tentación está en que aprovecha el mismo anhelo salvador del Señor para empujarlo por el camino de la eficacia humana y del fruto constatable, sacándolo así de su misión. El diablo le intenta apartar de su misión orientándole a buscar un mejor modo de llevarla a cabo. Pero Jesús vence la tentación con ayuno, oración, fidelidad a la Palabra de Dios y claridad sobre el modo en que va a salvar al mundo. La superación de la tentación le lleva a abrazar la vida oculta, la oración del Huerto y la cruz. No es extraño que, cuando llega al culmen de su «anhelo salvador» en Getsemaní y en el Calvario, surja la misma tentación de rechazar el cáliz y de bajar de la cruz, y él dé la misma respuesta de fidelidad a la voluntad del Padre (cf. Lc 23,35-37).

En nuestro caso, con frecuencia el anhelo apostólico y caritativo nos empuja a poner en el apostolado y en las relaciones personales un tipo de interés y esfuerzo visibles, constatables y eficaces que nos agotan, pero nos permiten pensar que estamos gastándonos en el amor por los demás, aunque realmente el tipo de afán que tenemos nos aleja de nuestra verdadera misión. Es verdad que nuestra intención es amar al prójimo y ayudar a su salvación; pero en la práctica no es así, porque para conseguir el plan de Dios empleamos los medios del mundo o nuestros propios medios, que no siempre son buenos ni genuinamente evangélicos. Y por eso fracasamos en nuestra misión, al intentar realizarla de un «modo» distinto al del Señor, porque la mayoría de las energías que gastamos en nuestro propio empeño se las quitamos a la única tarea verdaderamente importante, que es descubrir y cumplir la voluntad del Padre y abrazar la cruz.

i) La causa del fracaso de los discípulos

Una forma de eludir el sentimiento de derrota y la frustración ante el fracaso de la gracia en nosotros consiste en convencernos de que, en realidad, el Señor no nos pide tanto como podemos creer, que no se puede hacer nada ante una situación que nos supera y, en consecuencia, hemos de conformarnos pasivamente con lo que venga. Pero eso no es verdad, y el mismo planteamiento demuestra que seguimos fuera de la visión evangélica. La verdad es que el Señor nos envía a hacer lo mismo que él hizo, «incluso obras mayores» (Jn 14,12), y nos da la gracia para ello. El problema no está en la imposibilidad de la misión, sino en que no acertamos con el modo de realizarla. Esto es algo que vemos que ya les sucedía a los apóstoles:

Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?». Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo». Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe». Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,14-29).

4. La respuesta que nos da el Evangelio

Resumiendo todo lo anterior, podemos concluir que el mismo fracaso apostólico (real o sentido como tal), tan evidente en nuestra vida, nos obliga a buscar una luz que el Señor, en su misericordia, quiere concedernos. Se trata de una luz que acompaña la vocación contemplativa y contiene tres gracias bien diferenciadas:

  • 1. La primera es la capacidad para ver con claridad la acción de Dios y la acción del mal en las almas, así como el drama que esta doble acción supone. Esta mirada, que es la misma mirada de Cristo, es un don que Dios nos da para identificarnos con su Hijo.
  • 2. Junto con esa luz, la segunda gracia es el dolor que comporta esta visión y que lleva, igualmente, a la identificación con Cristo, porque nos hace participar de lo que siente el Señor cuando nos mira. Es lo que nos pide san Pablo cuando dice: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
  • 3. Una tercera gracia es el anhelo de responder al drama que esa mirada nos descubre, aportando a los demás la luz que hemos recibido de Dios. Ése es el afán salvador de Cristo, que le lleva a la cruz y le mantiene en ella, y que aparece varias veces en el Evangelio: «He venido para esta hora» (Jn 12,27); «he venido a prender fuego a la tierra…» (Lc 12,49); «tengo sed» (Jn 19,28).

Estas tres gracias crean en nuestra alma una fuerte inquietud y una necesidad imperiosa de dar respuesta al tremendo drama que descubrimos en el mundo, en la Iglesia y en nosotros mismos. Una respuesta que no podemos inventar ni improvisar desde nuestros esquemas, sino que tiene que estar iluminada por la luz de Dios. Por eso, si queremos dar una respuesta evangélica a la necesidad de colaborar con Dios a la salvación del mundo, tenemos que acudir al Evangelio para buscar luz. Para ello, podemos contemplar la respuesta de Jesús al diablo en el desierto, que ya hemos visto, así como otros momentos significativos de la vida del Señor:

a) La multiplicación de los panes y los peces

Un ejemplo muy claro de la colaboración que nos pide el Señor es la multiplicación milagrosa del alimento. A Jesús le da lástima la multitud que le sigue porque están desorientados y tienen hambre; y dice a los apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). Vemos que el Señor no es ajeno a los problemas de la gente. Su amor a los demás le hace descubrir sus necesidades y su precariedad, y le mueve a hacer por ellos lo que está en su mano para ayudarles. Éste es un caso especialmente significativo, porque Jesús pone el asunto en manos de sus discípulos: «Vio Jesús una multitud y se compadeció de ella… Dadles vosotros de comer» (Mt 14,14.16).

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Los discípulos le dijeron: «¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?». Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos contestaron: «Siete y algunos peces». Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos (Mt 15,32-37).

A esas alturas, los apóstoles ya deberían conocer el modo de actuar del Maestro y lo que esperaba de ellos. Pero se plantean el problema como lo haría cualquiera que no conociera a Jesús: «No tenemos pan suficiente… Es imposible hacer lo que nos pides». Existe un claro contraste entre la actitud del Señor y la de sus discípulos. Éstos no se han dado cuenta de la situación; y cuando se la presentan, se agobian tratando de resolverla por sus propios medios.

Contemplar la actitud de Jesús, que «siente compasión…», debe llevarnos a la oración profunda, en la que el Señor nos hace partícipes de sus sentimientos y preocupaciones. En ella nos muestra los verdaderos problemas del mundo y en qué medida le preocupan a él. Y ahí es donde se realiza el discernimiento que nos indica el modo concreto de colaborar con el Señor; y no la forma de obligarle a él a colaborar con nosotros para intentar resolver el problema a nuestro modo y por nuestros medios.

El apostolado no puede ser una excepción del criterio fundamental que rige la vida del contemplativo, que es cumplir la voluntad de Dios a través de los medios evangélicos. Por eso, en el apostolado, el contemplativo no puede salirse del plan de Dios y de la misión que ha recibido de él, ni en el fin ni en los medios. Y no puede confundir los planes de Dios con los suyos, ni aplicar a sus propios planes las energías que le corresponden a la misión que Dios le encomienda.

b) Los medios que necesita el apóstol

Contemplemos, a modo de ejemplo, dos pasajes evangélicos en los que Jesús envía a los apóstoles a la misión:

Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento (Mt 10,7-10).

Habiendo convocado Jesús a los Doce, les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: «No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno (Lc 9,1-3).

En estos acontecimientos vemos que el Señor manda a sus discípulos a cambiar el mundo, realizando obras extraor­dina­rias: ¡las mismas que él y aún mayores! (cf. Jn 14,12). Pero esa transformación no la hacen ellos, sino Dios; y por eso han de enfrentarse a su misión con absoluto desprendimiento de medios humanos, para poder recibir un extraordinario poder que nada tiene que ver con nuestros medios. Si buscan la eficacia de Dios, han de renunciar a su fuerza y a sus medios, por mucho interés que tengan en conseguir un buen resultado.

c) La petición que nace de la mirada compasiva del Señor

Vamos a contemplar qué ve el Señor cuando mira al mundo y lo que pide a los suyos como respuesta al verdadero drama que se desarrolla ante sus ojos:

Al ver a las muchedumbres, [Jesús] se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,36-38).

Ante el más importante de los problemas, que es la salvación de la humanidad, representada por la gente extenuada, Jesús no pide a sus discípulos que pongan en marcha grandes estrategias o empresas apoyadas en medios proporcionados a esas necesidades, sino que acudan a la oración, para que el Padre provea de instrumentos que lleven a cabo la obra de la salvación.

d) Echar las redes cuando parece inútil

Frente a las previsiones y los cálculos humanos, el Señor nos sorprende con una mirada diferente a la nuestra y una acción asombrosamente eficaz:

Jesús dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse (Lc 5,4-6).

El Señor propone a Pedro una tarea imposible: pescar durante el día, cuando no han pescado nada a lo largo de la noche. Además, se sienten cansados y fracasados. Toda una ausencia de medios y de posibilidades que, con una actitud de fe, hacen posible y fácil un resultado extraordinario, demostrando que el fruto y la proporción del mismo no dependen de los medios humanos sino de la fidelidad a la voluntad de Dios. Es la obediencia a la palabra del Señor lo que da eficacia a la acción de Pedro. A pesar del cansancio y las dificultades, se embarca en una acción que no es iniciativa suya ni se apoya en sus medios, sino en su fe y su confianza en el Señor; y eso es lo que le garantiza el extraordinario fruto que Jesús les regala.

5. Vencer la tentación y responder al anhelo apostólico

a) Un primer discernimiento

Para evitar la tentación que desvirtúa el anhelo apostólico es necesario distinguir bien entre la acción que le corresponde a Dios -y que realiza a través de la gracia- y la acción que nos corresponde a nosotros; porque, con frecuencia, tratamos inútilmente de hacer el trabajo de Dios y esperamos que él haga nuestro trabajo. Esto lo vemos con claridad en la multiplicación de los panes y los peces (Mt 14,32-38) o en la pesca milagrosa (Lc 5,4-6), donde los discípulos hacen un cálculo humano de medios y posibilidades, que es lo mismo que hacemos nosotros y lo que impide que nuestro esfuerzo dé fruto, al menos el fruto que concuerda con el plan de Dios. En el primer caso, Jesús tiene que multiplicar milagrosamente el alimento a pesar del intento de los apóstoles de imponerle su visión obtusa. Por el contrario, la actitud de confianza de los suyos («en tu nombre echaremos las redes») facilita el milagro de la pesca superabundante.

El verdadero apostolado y, por supuesto, el apostolado contemplativo sabe discernir cuál es la tarea que le corresponde al creyente y cuál la que le corresponde a Dios, y evita la tentación de empeñarse en lograr lo que es obra de Dios para dejarle a Dios lo que es insustituible misión nuestra.

Esta distorsión de juicio es consecuencia de la necesidad que tenemos de eludir el trabajo y el sufrimiento, buscando el camino más fácil o rentable. La acción de Dios tiene un precio de discernimiento, lucha y purificación que resulta ineludible si queremos salir de los esquemas mundanos para entrar en los evangélicos. Por esa razón, en la medida en la que el contemplativo busca el auténtico fruto del amor apostólico tiene la responsabilidad y la obligación de ver y discernir las cosas con la mente y el corazón de Dios, aceptando el precio de dolor que eso tiene.

b) Una nueva mirada para aceptar la cruz

No hemos recibido la gracia de una mirada nueva para disfrutar de ella, sino para unirnos íntimamente al Señor en su amor crucificado y redentor. Esto constituye la base de la misión y el apostolado del contemplativo, tanto monástico como secular. Sin embargo, cuando el contemplativo, del tipo que sea, experimenta el dolor que le produce ver, con la luz de Dios, la situación de desorden y desconcierto que hay a su alrededor, siente la fuerte tentación de hacer algo «eficaz» para resolver el problema de cualquier manera. Esto es lo que explica que muchos monjes abandonen la exclusividad de la vida de oración para dedicarse a tareas apostólicas seculares y que los que viven en el mundo se vuelquen en esas tareas con las motivaciones, la fuerza y los medios que emplearía cualquiera que carezca de la gracia de la contemplación.

Hemos de tener en cuenta que la mirada que el Señor concede al contemplativo le permite ver evangélicamente el pecado y el mal en los demás y en sí mismo, lo cual le causa un gran dolor interior ‑de cruz‑ y le obliga a responder a Dios con una actitud que exige lo siguiente:

-No apartar la mirada ante el mal.
-Aceptar el desgarro interior que esa mirada produce.
-Renunciar a la urgencia y eficacia de los medios humanos.
-Abrazar la pobreza y el amor crucificado como único modo de darle espacio a Dios en mi vida y abrirme a la verdadera eficacia redentora.
-Contar con el fracaso inmediato y aparente de la acción.
-Renunciar a quejas, protestas, juicios y murmuraciones estériles.
-Vivir todo como un acto de ofrecimiento a Dios: aceptando, su-friendo, callando, amando y sonriendo en todo.

Todo esto lo podemos encontrar en María, especialmente en el momento de la anunciación (Lc 1,26-38), en las bodas de Caná (Jn 2,1-11) y cuando está al pie de la cruz de su Hijo (Jn 19,25). En esos tres momentos vemos la mirada y la respuesta a la que Dios llama al contemplativo, que le llevan necesariamente a la identificación con Cristo de la que nos habla san Pablo cuando afirma: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1,24).

En este sentido hemos de vigilar la tentación que mueve a tratar de cambiar a los demás descuidando el propio cambio, lo que se pone de manifiesto por un excesivo celo en la misión. Para salir de esta tentación es imprescindible reconocer que las gracias de luz y de discernimiento que poseemos no nos las da Dios prioritariamente para que cambiemos a los demás, sino para nuestra conversión, identificándonos con Cristo crucificado. Sólo así podremos ser instrumentos eficaces de su gracia para otras personas, conscientes de que, por mucho interés que tengamos por ellas, él es quien más las ama y no espera ni necesita que las salvemos nosotros.

c) Contemplar la respuesta del Señor

Para orientarnos en este camino debemos contemplar las palabras del Señor cuando uno le pide que intervenga en la herencia de su hermano (Lc 12,13-15), o cuando responde a los que le preguntan de dónde viene su poder (Mt 21,23). Igualmente elocuente es su silencio y su inacción cuando pospone su visita a Lázaro enfermo (Jn 11,6). Mirándole a él, sus actitudes y su comportamiento, es donde encontramos las pautas concretas para actuar eficazmente como auténticos instrumentos de la gracia.

d) El ejemplo de los santos

Esto se entiende muy bien a la luz del ejemplo que nos proporcionan los santos, sobre todo de aquellos que han destacado por su misión de consejo y orientación espiritual. Ellos tienen la mirada y los sentimientos del Señor, pero no trabajan con la intención principal de resolver los problemas, sino de cumplir amorosamente una humilde misión, limitándose a llevar a cabo su sencilla labor cotidiana.

Un ejemplo significativo de esta actitud, propia del apostolado contemplativo, lo encontramos en santa Mónica. De ella dirá su hijo, san Agustín, que lo engendró dos veces, la segunda por medio de grandes sufrimientos, con oraciones y lágrimas, que dieron como fruto su conversión y su total entrega al servicio de Cristo2. De hecho, esta mujer avanzó firmemente hacia la santidad a través de la incomprensión y la oposición de su marido y sus hijos. Sin embargo, esa misma dificultad le sirvió para entregarle al Señor la humilde ofrenda de su sufrimiento y su oración en favor de aquellos a los que más amaba. Y así se convirtió en eficaz instrumento de la gracia que transformó a los miembros de su familia, especialmente a su esposo y a su hijo Agustín. En cierta ocasión en que estaba preocupada por el fruto de su intercesión en favor de su hijo, san Ambrosio la tranquilizó, diciéndole: «Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3.

Otra referencia la encontramos en la Madre Teresa de Calcuta, que no llevó a cabo su extraordinaria obra de fundación de una congregación religiosa de tan enorme difusión como un objetivo que se hubiera propuesto, sino como la consecuencia, querida por Dios, del humilde servicio que ella prestaba personalmente a los más pobres. Cuando dejó su convento, su intención era sólo atender a los moribundos de la calle.

De igual modo, el Cura de Ars no pretendió influir significativamente en la renovación espiritual de Francia sino, simplemente, cumplir muy bien su sencillo deber de cura de aldea. Pero ese deber, cumplido heroicamente, fue un instrumento providencial del que se pudo servir Dios para levantar la fe de todo un país.

La misma santa Teresa de Jesús emprenderá la extraordinaria reforma del Carmelo desde el convencimiento de la eficacia de la humilde fidelidad a su misión: «Toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo»4.

e) La cruz y la intercesión

Todo esto tiene mucho que ver con la cruz y toca de lleno la tarea de la intercesión. Dios pone en mi corazón la luz y los sentimientos de su Hijo para que pueda consumirme en ansias de salvación. Esas ansias, aceptadas en cruz e inmoladas por amor, al romperme por dentro, me liberan de cualquier interés humano o personal, me hacen pobre y humilde, y me convierten en instrumento eficaz de la acción de Dios.

¡Qué distinto es tratar de resolver los problemas de los demás que cargar a los demás sobre los hombros con humilde amor! ¡Qué distinto es ayudar a los demás a trabajar espiritualmente que ofrecerse a llevar a cabo, en su nombre, la batalla que el otro no puede librar! Esto es lo que hizo Cristo, y lo que pide san Pablo que hagamos también nosotros: «Llevad los unos las cargas de los otros» (Gal 6,2).

f) La humildad necesaria

Este modo de llevar a cabo nuestra misión es consecuencia de la elección consciente de dicha misión como un humilde servicio cuya eficacia está en Dios. Es un simple servicio, que exige pobreza y humildad y, de ese modo, realiza en nosotros un proceso de despojo que nos lleva a la cruz. Y, al ser de Dios ese proceso, no podemos pretender controlar o ver su resultado, que, por ser un fruto de la fe, queda escondido en Dios.

Estamos, por tanto, ante la opción de la pobreza y el fracaso frente a la tentación de la orgullosa eficacia que inutiliza nuestra vida y nuestra misión. En definitiva, somos unos «siervos inútiles que hacemos sólo lo que tenemos que hacer» (cf. Lc 17,10).

Y el efecto de esta actitud de humildad en nuestra alma es el crecimiento en el amor, el abandono, la confianza en Dios, la paz y la libertad. Y el fruto en los demás es la gracia de una transformación, normalmente invisible, pero siempre eficaz.

Uno se pregunta qué hacer ante el mundo moderno, uno se hace muchas preguntas. Me dan ganas de responder: no existe solución, existe el Salvador. No hay más que hacer que seguir al Salvador, hacer hoy lo que nos pide hoy, hacer mañana lo que nos pida mañana. Y yo os puedo decir en seguida lo que él hará en primer lugar: salvaros[5].


NOTAS

  1. G. Bernanos, El escándalo de la verdad, en G. Bernanos, Escritos inéditos en torno a la guerra civil española, Granada 2019 (Nuevo inicio), 126-127.G. Bernanos, El escándalo de la verdad, en G. Bernanos, Escritos inéditos en torno a la guerra civil española, Granada 2019 (Nuevo inicio), 126-127.
  2. Cf. San Agustín, Confesiones, IX,8,17; III,11,19; V,7,13.
  3. San Agustín, Confesiones, III,12,21.
  4. Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 1,2.