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Introducción

El llamamiento al amor por parte de Dios requiere una peculiar respuesta de amor por nuestra parte, que empieza por la realización de un acto de fe muy profundo que nos permita aceptar el amor que Dios nos ofrece. Este salto en la fe es necesario porque estamos ante un amor tan inimaginable que no se puede reconocer o aceptar con nuestros recursos habituales, ya que rompe los esquemas mentales o psicológicos con los que funcionamos. Y, además, porque sólo una fe profunda y radical puede convertir nuestra vida en prueba fehaciente de amor, más allá de ideas o simples convencimientos.

Ésta es la gran invitación y la gran aventura del contemplativo: creer verdaderamente que Dios le ama de una forma extraordinaria y, en consecuencia, entregarse confiadamente a él de verdad, incluso a pesar de la propia debilidad, miseria o pecado.

En este punto debemos señalar las tentaciones más frecuentes que ponen en peligro el desarrollo de la vida contemplativa en sus primeras etapas. Precisamente en el momento en el que una persona reconoce la existencia de una gracia significativa de Dios en su alma y desea responder generosamente a ella, es cuando el demonio tratará de impedir que responda, colocando en su trayecto una serie de obstáculos que le impidan dar los primeros pasos en el camino de la comunión de amor con Dios, tratando de evitar que comience ese camino.

Así pues, si queremos iniciar este itinerario con seguridad hemos de salvar estos obstáculos, lo cual exige conocer muy bien las tentaciones que pueden surgir en el comienzo de la vida contemplativa, para aprender a distinguirlas y, así, poder vencerlas.

A) Tentaciones contra la fe

Las primeras y más importantes de estas tentaciones son las que atentan contra la fe, que afectan especialmente a los principiantes pero también pueden aparecer en cualquier momento del desarrollo espiritual. No se trata tanto de tentaciones sobre la existencia de Dios, que queda fuera de dudas, sino de tentaciones contra determinados aspectos y consecuencias de la fe, especialmente en lo que se refiere al ser verdadero del Dios real, al modo como nos encontramos con él, a la manera de descubrir y vivir la voluntad de Dios, a la propia vocación o a muchas de las consecuencias concretas de la vida de fe.

La gracia del llamamiento a una especial vida de comunión con Dios impulsa al alma a buscarlo apasionadamente. Y en este punto es normal que surjan miedos, cálculos, añoranzas, etc. Por eso, en este momento inicial, la tentación se dirige a impedir que miremos lo que Dios nos ha dado y a lo que nos llama, de modo que, al ignorarlo, no podamos caminar con paso firme hacia el encuentro transformador con él. Para lograr que apartemos la mirada de Dios, el enemigo nos invita a dirigirla a nuestro alrededor y comprobar que para ser buenos no hay necesidad de plantearse las cosas con tanta radicalidad, que tal como estamos somos mucho mejores que la mayoría, etc. Y así vamos limitándonos a construir simplemente una buena relación con Dios, apoyada en un poco de oración, de sacramentos, o en el cumplimiento de unas cuantas prácticas religiosas, lo que nos dará la impresión de avanzar en la vida de fe mientras mantenemos una prudencial distancia con Dios para que no nos complique demasiado la vida.

Hemos de ser conscientes de que una cosa es la mera «religiosidad» y otra la fe verdadera. De hecho, podemos ser muy religiosos, pero estar huyendo del Dios vivo. Se trata de una cuestión delicada y con peligrosas consecuencias, porque con nuestra misma práctica religiosa podemos estar construyendo una coraza que nos defienda del amor abrasador de Dios y nos justifique ante las exigencias de ese amor, haciendo que resulte imposible llegar a la rendición total al amor divino. Por esta razón, lo que el enemigo pretende es hacernos dudar, no de la existencia de Dios, sino de que Dios actúa realmente. Ésta es la tentación contra la fe que debemos temer, conscientes de que el enemigo no quiere que dejemos de creer en Dios, por lo menos en su existencia teórica, sino que dejemos de creer en el Dios vivo y verdadero, que nos ama con amor infinito y actúa en nosotros de forma extraordinaria.

Las tentaciones de este tipo se apoyan en la falta de fe en el amor de Dios. Esto es algo que flota en el ambiente, como consecuencia de la falsa imagen que hoy se tiene del rostro de Dios, que nos lleva a creer que las dificultades de la vida son más verdaderas e importantes que la gracia. Por lo tanto, cuando tenemos problemas, nuestra mirada se dirige espontáneamente a las dificultades, y caemos en el miedo, la incertidumbre o la angustia. Recordemos de nuevo lo que le pasó a Pedro, cuando el Señor le permitió ir hacia él caminando sobre las aguas (Mt 14,22-34)1: mientras Pedro mantuvo fijos sus ojos en Jesús y creyó posible el milagro, caminó seguro sobre la superficie del lago; pero cuando se fijó en la fuerza del viento, en la tormenta y las altas olas…, entonces comenzó a hundirse.

Si no creemos apasionadamente en la obra del Señor, que él nos presenta como una declaración de su amor, él no podrá llevar a cabo esa obra, y su gracia se verá frustrada en nosotros. Sucederá entonces lo que le ocurrió a Jesús cuando fue a predicar a su pueblo: que «no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58).

Además, si uno no cree en la obra de Dios, difícilmente podrá cooperar en la realización de dicha obra, mientras que, si cree de verdad en ella, estará dispuesto a lo que sea y pondrá los medios necesarios para secundarla.

Por todo esto resulta esencial entrar en la experiencia viva del amor divino. Precisamente la gracia de la vocación contemplativa radica en el don gratuito de la vivencia del amor de Dios, que se muestra como infinita ternura, acogida incondicional, atención permanente, amistad hasta dar la vida, compañía inseparable, delicadeza, respeto…, hasta llegar a la experiencia profunda del amor esponsal.

Este amor se recibe en la pobreza real de cada uno, con los miedos, complejos, angustias, inaceptaciones, etc., que todos llevamos dentro, porque todo aquello que nos hace pobres es lo que nos hace receptivos a la gracia. Pero todas esas realidades duras y dolorosas que nos lastran, suelen servirnos de justificación para centrarnos en ellas en forma de lamentos, añoranzas, miedos, angustias, inseguridades, etc. Es algo natural, que solemos permitirnos habitualmente, sin darnos cuenta de que al orientarnos hacia esas realidades nos estamos centrando en nosotros, y no en Dios. Por consiguiente, nuestro trabajo debe dirigirse a no dejar que nada de esto tenga más fuerza que ese «amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,39) para que surja en nosotros el amor absoluto que nace del convencimiento de que el Hijo de Dios «me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

Para iluminar este punto es muy conveniente hacer un análisis profundo de las diversas manifestaciones de la falta de fe que encuentra uno mismo en su interior, con el fin de ser consciente de ellas y poder afrontarlas adecuadamente.

B) Tentaciones contra el amor

En un primer momento, solemos recibir la gracia de la experiencia del amor extraordinario de Dios con gozo y esperanza; y decidimos, animosos, ponernos en camino hacia una profundización y crecimiento en ese amor. Pero enseguida aparecen nuestras limitaciones y pobrezas, que nos llevan a oscuras zonas de desánimo y angustia. Esto es normal, porque debemos comenzar a recorrer un doloroso itinerario que tiene que llegar al fondo de nuestro ser, que es donde habita Dios. Y para ponernos en marcha tenemos que sortear los obstáculos que nos presenta el mundo en forma de consumo, riquezas, prestigio, etc., y las barreras que existen dentro de nosotros, como miedos, complejos, frustraciones, necesidades desordenadas de afectos y apoyos, etc.

Si queremos avanzar, debemos tener una clara y decidida determinación en el propósito inicial, contando con la lucha y aceptándola, como hizo el Señor en la prueba del desierto (Lc 4,1-13 y par.). El mismo Jesús nos anima, diciéndonos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga…» (Mt 16,24), lo que nos recuerda siempre que la prueba del amor es la fidelidad en las dificultades.

Esta misma experiencia de lucha es, precisamente, la que nos permite empezar a vivir ya, en este momento, la identificación con Cristo crucificado y la eficacia de la cruz. No es necesario estar muy avanzados en este camino para poder vivir el amor inmolado y experimentar su eficacia, incluso en medio de la noche oscura. En este sentido resulta muy iluminador el testimonio de santa Teresa del Niño Jesús:

¡Qué gracia más grande cuando por la mañana nos encontramos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! […] En lugar de perder el tiempo en reunir algunas pepitas de oro, extraemos diamantes (Carta 40).

¡Oh, cómo cuesta dar a Jesús lo que pide! ¡Qué dicha que esto cueste! […] ¡…la prueba que Jesús nos envía es una mina de oro sin explotar! ¿Perderemos la ocasión?… El grano de arena quiere poner manos a la obra sin alegría, sin ánimo, sin fuerzas, y todos estos títulos le facilitarán la empresa; quiere trabajar (Carta 59).

Rogad […] para que el grano de arena esté siempre en el lugar que le corresponde, es decir, bajo los pies de todos. Que nadie piense en él, que su existencia sea, por decirlo así, ignorada… El grano de arena no desea ser humillado; eso es todavía demasiado glorioso, pues para ello sería necesario ocuparse de él. Él no desea más que una cosa: ¡ser olvidado, ser tenido en nada!… Pero desea ser visto por Jesús (Carta 84).

La gloria de mi Jesús, ¡he ahí todo! En cuanto a la mía, se la entrego a él; y si parece que me olvida, pues bien, él es libre de hacerlo, puesto que no soy mía sino suya… ¡Antes se cansará él de hacerme esperar que yo de esperarle!… (Carta 81).

La aridez más absoluta y casi el abandono fueron mi patrimonio. Jesús, como siempre, continuamente dormido en mi navecilla. […] Puede ser que Jesús (dormido) no se despierte hasta mi gran retiro de la eternidad. Pero esto en lugar de entristecerme, me causa un grandísimo consuelo (Manuscrito A, 75vº).

C) Tentaciones contra la esperanza

En el momento en el que Dios irrumpe en el alma con su gracia transformante se percibe con fuerza el llamamiento al amor y a la transformación que él ofrece. Y esta invitación sólo puede tener como respuesta adecuada la esperanza, por la cual abrazamos el plan de Dios como fuente de la plenitud y la felicidad máximas, poniendo nuestra confianza en Cristo y apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios.

De esta actitud va a depender la posibilidad de que Dios realice en nosotros su proyecto personal de comunión de amor y de transformación. Y el demonio sabe que debe impedir el acto de esperanza que hace posible la eficacia de la acción del Espíritu Santo. Por ello, justo en este momento crucial, sugiere diversas tentaciones contra la esperanza, que toman principalmente la forma de miedos; en general suficientemente razonables como para que condicionen nuestra respuesta, como el miedo al futuro, con la incertidumbre de lo que nos espera por un camino nuevo; el miedo al compromiso, con la duda de si seremos capaces de responder adecuadamente; el miedo a las responsabilidades, que obliga a replantear valores, tareas y actividades; el miedo al qué dirán, que lleva a actuar según el criterio de los demás por encima del propio; etc.

Estos y otros miedos están perfectamente calculados para responder a las necesidades, las carencias o la psicología de cada individuo; y, además, se presentan con toda la fuerza de lo lógico y razonable. El peligro de estas tentaciones radica en que nos llevan a prestar una excesiva atención a unas dificultades, que son reales pero meramente humanas, para hacernos olvidar la invitación de Dios y su gracia, que son algo mucho más real e importante que cualquiera de las causas de nuestros miedos. Así, al mirar obsesivamente lo que tememos en lo humano, nos olvidamos de lo que esperamos en lo sobrenatural; y colocamos ambos niveles en el mismo plano, como si se tratara de dos realidades semejantes en importancia o, incluso, como si fuera más importante lo humano.

Esta actitud medrosa nos impide la valentía necesaria para dar el primer paso, que ha de ser generoso y decidido si deseamos entrar en el seguimiento del Señor. En consecuencia, como fruto de esta tentación se crea un bloqueo psicológico y espiritual del que resulta muy difícil salir; y, además, se llena el alma de tristeza e inquietud, signos que demuestran claramente que nos alejamos del Dios vivo y verdadero.

La única salida ante esta tentación consiste en tomar conciencia de la tensión que experimenta el alma entre los miedos razonables y la invitación de Dios, para tomar partido, decidido y valeroso, por el Señor, apoyándonos en su invitación, su promesa y su gracia. De esta forma, la ocasión para que se debilite la esperanza se convierte en un verdadero trampolín para que se fortalezca, no sólo la esperanza, sino toda la respuesta, haciendo posible una verdadera inundación de la gracia, que Dios no dejará de dar, como cumplimiento de su promesa y de su plan.

D) Tentaciones de incongruencia

Otro tipo de tentaciones importantes son las que podríamos denominar de incongruencia en los valores, que nos mueven a desarrollar una teoría muy bien estructurada sobre nuestros objetivos y valores, mientras nos permiten vivir de manea muy diferente en la realidad concreta de nuestra vida.

El que experimenta de verdad el amor de Dios descubre en sí mismo una serie de valores sustanciales, que configuran y definen un nuevo modo de ser y de actuar. Pero se trata de valores que, aunque están muy claros en teoría, no han llegado a asimilarse todavía en la práctica. Por lo tanto, cuando llega el momento de actuar y hay que tomar decisiones ‑pequeñas o grandes, claras o implícitas‑2, no las tomamos de acuerdo con los valores que hemos visto a la luz de Dios, sino empujados por los valores que pesan realmente en nuestra vida y que suelen ser los del mundo. Y aparece entonces la incongruencia que supone mantener con fuerza unos valores teóricos claros, mientras actuamos en la práctica en función de otros valores muy distintos. Es evidente que este proceso no se realiza abiertamente; la tentación proporciona argumentos para revestir esta falta de coherencia con motivaciones y justificaciones tan razonables que nos permiten salvar una apariencia de fidelidad a los criterios de Dios.

Esta tentación aparece principalmente en los comienzos, pero es especialmente seria y grave cuando surge a medida que se va avanzando en el proceso espiritual. Después de los primeros fervores, mientras creemos mantenernos en los valores que conscientemente hemos abrazado, resulta que esos valores van perdiendo importancia casi imperceptiblemente, para dejar paso a otros que consideraríamos menos importantes. Y como este proceso es inconsciente, sólo un serio trabajo de honradez, sinceridad y conversión nos puede disponer a la gracia de luz que nos descubra, con gran sorpresa por nuestra parte, la desagradable realidad del engaño en el que vivimos.

La causa de este proceso de deterioro debemos buscarla en las falsas prioridades o en las urgencias que se nos imponen con fuerza y pueden vencernos, apartándonos del amor y de la voluntad de Dios; y son tanto más peligrosas cuanto menos conscientes seamos de ellas, porque van creando mecanismos de defensa que imposibilitan que penetre en nosotros la Palabra de Dios. Es una tentación que resulta imposible de vencer mientras permanezca en el inconsciente; por eso es esencial descubrirla y ponerla en evidencia.

Hemos de afrontar la lucha contra este tipo de tentaciones sabiendo que exigen necesariamente un gran esfuerzo de sinceridad con nosotros mismos, como único modo de poder subordinar los valores que vivimos a lo que Dios nos pide y nos da. A partir de ahí, hemos de ser realistas, concretos y prácticos, para ajustar la vida real a los valores que reconocemos como verdaderos, y no al revés.

Y para lograr esta coherencia fundamental no basta con la simple estrategia humana, que estriba en crear una aparente coherencia de vida a base de realizar ligeros retoques morales, como aumentar el tiempo de oración, trabajar tal o cual virtud, etc. Se necesita aspirar de verdad a la santidad, cuya esencia consiste en vivir consumido por la pasión de Dios, que lleva a seguir el llamamiento de Jesús: «Buscad primero el reino… y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Pues bien, si yo deseo más de una cosa, si tengo el corazón dividido, la mente dividida o una lealtad dividida, no solamente es imposible que sea santo, sino que ni siquiera seré feliz y, consiguientemente, no podré hacer felices a los demás.

Jesús es muy claro en este sentido: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). No se puede amar a Dios y al mundo, representado por el dinero, la seguridad, los afectos, etc. No se puede estar con Cristo y contra él, porque no se le puede seguir a medias. O todo o nada.

Este conflicto entre los valores evangélicos y las presiones del mundo sólo se puede superar por el camino de la simplicidad. Si poco a poco voy alcanzando la plena confianza en Dios, la entrega y la simplicidad del niño, muchas de las tensiones que me agobian y me agotan desaparecerán; serán desenmascaradas como falsas, vacías e inútiles, indignas del tiempo y de las energías que les dedico. Y así podré vivir una vida sencilla; y mis trabajos y quehaceres serán en verdad una forma de orar. Tendré una mente abierta a la percepción de muchas cosas de las que antes no me daba cuenta, y a la escucha de mucha gente a la que antes no oía. Ya no me preocuparé por mi prestigio, mi éxito, mis compensaciones afectivas o materiales, etc., y estaré abierto a la voz de Dios y a la voz de los demás. También sabré claramente lo que merece la pena hacerse y lo que no; qué relaciones o conversaciones he de mantener o he de evitar. Y estaré menos atado por pasiones que me llevan a hacer cosas que no debería hacer, y dejaré de perder mi tiempo en cosas que no son realmente importantes. Entonces tendré más tiempo para la oración, para la formación; y estaré mejor dispuesto para dar testimonio de Dios en el momento oportuno. En cualquier lugar o circunstancia en que me encuentre ‑en casa, en la calle, en el autobús, en el trabajo, etc.‑ no me sentiré inquieto y deseoso de estar en otra parte o haciendo otra cosa. Sabré que Dios es lo que cuenta y es lo importante, y tendré el gozo y la paz de reconocerle en cada momento y lugar, porque sabré situarme en el momento y lugar en el que él desea que esté.

Así se hace realidad lo que nos promete el Señor si lo buscamos de verdad, acogiendo y haciendo nuestra la pasión por Dios que él injerta en nosotros: «Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón» (Sal 69,33), «buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

E) El iluminismo espiritual

El iluminismo es como la sombra de la auténtica vida espiritual. Afecta principalmente a personas o grupos pequeños que pretenden alcanzar la «divinización» interior por el medio exclusivo de la oración y las experiencias místicas, despreciando las prácticas externas espirituales (sacramentos, liturgia, ejercicio de las virtudes, etc.) o materiales (caridad, pobreza, etc.); y una vez han logrado esa «divinización» se consideran perfectos y pueden permitirse los pecados más burdos, porque creen estar por encima del bien y del mal.

Es frecuente que surja con más o menos fuerza esta importante desviación en los que pretenden comenzar su vida espiritual con gran fervor. Porque el mismo afán sincero de crecimiento interior sirve de base para que el tentador sugiera un camino que permita alcanzar la meta de manera más rápida y cómoda. Al que da los primeros pasos en el seguimiento de Cristo le resultará difícil eludir la tentación de avanzar muy deprisa hacia la unión con Dios sin tener que pasar por la cruz, yendo por la vía de la eficacia inmediata y las satisfacciones sensibles del alma, como son los consuelos espirituales, el victimismo o la autosuficiencia. Y para lograr su objetivo, el tentador moverá al sujeto a deshacerse de todo lo que le recuerde el camino inicial al que Dios le invitaba.

Veamos las actitudes que pueden conducirnos a caer en las desviaciones que llevan al iluminismo espiritual:

a) Búsqueda de gracias sensibles

La base a partir de la cual el enemigo nos enreda en esta tentación es el hecho de que resulta mucho más fácil y rentable parecer santo que serlo de verdad. Las gracias recibidas para la conversión interior y la experiencia adquirida en la vida espiritual ofrecen un conocimiento del nuevo estilo de vida que permiten simularlo sin necesidad de vivirlo. En los primeros fervores, a nadie se le ocurriría urdir este tipo de trampas, porque lo habitual es disponerse a entregarle todo al Señor. Muy pocos cuentan, de manera realista, con el hecho de que ese «todo» que se entrega tiene que ser realmente todo y, para ello, debe incluir la entrega de uno mismo, tal como nos pide el Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). Cuando llegan las primeras dificultades se pone en evidencia la autenticidad de nuestra respuesta, que ha de demostrarse por la disponibilidad real a «negarnos a nosotros mismos». Esto es, precisamente, lo que casi nadie quiere, y se suele vivir como una pretensión abusiva de Dios, que amenaza lo único que realmente nos importa más que él, que somos nosotros mismos.

Debemos señalar en este punto que el principiante no estará fácilmente dispuesto a renunciar a la santidad, que desea fervientemente y le parece fácil; pero tiene un problema, imposible de solucionar, que consiste en aspirar a alcanzar la santidad sin pagar el precio que tiene. La solución fascinante que sugiere el enemigo se resume en conservar una aspiración a la santidad fuertemente afectiva que haga olvidar lo que realmente comporta la verdadera santidad. Para ello invitará a mantener, incluso exageradamente, los elementos externos propios de una vida espiritual de gran nivel, descuidando su contenido. Así, propondrá dedicar muchísimo tiempo a la oración, pero empleándola principalmente en suscitar sentimientos que nos centren sobre nosotros mismos, hasta hacernos creer que esos sentimientos son expresión de lo que vivimos y prueba del auténtico nivel de nuestra vida espiritual real. Este mundo de sentimientos produce grandes satisfacciones y, por supuesto, no exige la auténtica renuncia a nosotros mismos, que es lo único que Dios nos pide y también lo único a lo que no queremos renunciar.

Este convencimiento de poseer una profunda experiencia de oración lleva a la certeza de que todo lo que se siente en la oración viene directamente de Dios mismo y, por tanto, no se necesita ningún contraste objetivo o externo para discernir la autenticidad de gracias, mociones espirituales o sentimientos. Las experiencias interiores, que deberían orientar a Dios, se convierten en un fin en sí mismas, de modo que el alma se va apegando a los gustos espirituales y huye de la sobriedad de la fe. De este modo, todo lo que no sea una oración sensible cansa y se considera poco espiritual. Por consiguiente, se potencia este tipo de oración hasta hacer de ella el propio refugio, incrementando desmesuradamente el tiempo de oración en detrimento de otras obras, también necesarias para dar gloria a Dios.

Al subrayar tanto el aspecto afectivo y subjetivo de la vida espiritual, se acaba perdiendo la perspectiva de lo real y rechazando los avisos del director espiritual o de las personas que puedan percibir el engaño, con el convencimiento de que nadie puede enjuiciar una vida de fe tan elevada como la que supuestamente se tiene. La consecuencia de esta actitud es el desprecio por el ejercicio intelectual, la formación teológica y todo lo que contraste con la propia experiencia subjetiva.

b) Subjetivismo

La persona que busca la perfección por este camino no siente necesidad de la Iglesia ni de ningún tipo de comunidad. De hecho, considera que no tiene las necesidades de los demás, ni puede ser enjuiciada con los criterios ordinarios. Se rechazan así los medios eclesiales y a la misma Iglesia cuando ésta se opone a la propia visión. En el mejor de los casos, la Iglesia acaba siendo innecesaria porque se elige el ir por libre en función de una particular voluntad divina, que sitúa al individuo por encima de toda institución.

La única comunidad que se permite o se busca es la de los adeptos que aceptan al iluminado de manera absoluta e incondicional, o el pequeño grupo de selectos que participan de la misma visión. En ambos casos sólo se pretende de los demás un respaldo o garantía acrítica de la propia visión.

c) Soberbia espiritual

El iluminado no se siente entendido por los demás, que no pueden comprender su camino, y a los que considera un obstáculo para cumplir la voluntad de Dios. Lo cual fomenta el victimismo de quien se centra en sí mismo y vive la incomprensión de que se cree objeto como una verdadera gracia, signo evidente de que Dios le llama a recorrer el camino de soledad e incomprensión que es propio de los grandes santos.

d) Manipulación de los medios

Si el director espiritual se atreve a discrepar de las posiciones del iluminado, éste lo considerará automáticamente como un obstáculo para el cumplimiento de la voluntad de Dios, y lo eliminará de su camino, desacreditándolo, para poder alcanzar la libertad necesaria que le permita cumplir la «verdadera» voluntad de Dios. Entonces buscará como director espiritual a quien esté dispuesto a comprender y valorar todas estas experiencias, tratando de conquistarlo a base de mostrarle gracias, experiencias o remedos de virtud que hacen que el sujeto parezca humilde, generoso y obediente. El director espiritual «elegido» tomará como misión respaldar todas estas manifestaciones, incluso con una mayor exigencia de las mismas; animando a más oración afectiva o más sacrificios externos, pero dejando intacto el amor propio. Se produce entonces una eficaz simbiosis en la que el falso contemplativo ofrece una abnegada obediencia al falso director espiritual a cambio de un respaldo de éste, que concede dicho respaldo a cambio de una significativa cuota de «poder» sobre el iluminado.

Aunque tampoco es infrecuente que el iluminado se deshaga del primer director espiritual y no lo sustituya por otro, convencido de que no necesita ningún tipo de ayuda para el discernimiento, puesto que posee una especial plenitud de gracia, que lo coloca por encima de todo y le garantiza la infalibilidad e impecabilidad absolutas, de las que dan fe las patentes virtudes de que hace gala.

El camino para no caer en tan peligrosa tentación no es otro que abrazar el verdadero seguimiento de Cristo, que huye del efectismo y busca la humildad, siempre y por encima de todo, tal como lo expresa magistralmente san Juan de la Cruz:

Para huir este pestífero daño, a los ojos de Dios aborrecible, han de considerar dos cosas. La primera, que la virtud no está en las aprehensiones y sentimientos de Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que a este talle pueden sentir en sí; sino, por el contrario, está en lo que no sienten en sí, que es en mucha humildad y desprecio de sí y de todas sus cosas ‑muy formado y sensible en el alma‑, y gustar de que los demás sientan de él aquello mismo, no queriendo valer nada en el corazón ajeno.

Lo segundo, han menester advertir que todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, ni piensa mal sino de sí, y de sí ningún bien piensa, sino de los demás (1Co 13,4-7). Pues, según esto, conviene que no les hinchan el ojo estas aprehensiones sobrenaturales, sino que las procuren olvidar para quedar libres (Subida, III,9,3-4).

F) Otras tentaciones

La importancia de lo que se juega en este proceso, sobre todo en sus comienzos, así como lo delicado que resulta el trabajo espiritual, convierten los primeros pasos en el camino de la vida contemplativa en una ocasión particularmente propicia para las tentaciones. En estos momentos iniciales, el demonio suele poner en juego muchas de sus estratagemas para impedir que se realice un discernimiento afinado y se pueda progresar en la vida interior.

Entre otras tentaciones, de tantas que encontramos, hay que prestar especial atención a algunas que pueden pasar inadvertidas, pero que podrían echar por la borda los mejores esfuerzos para avanzar en el verdadero camino que Dios nos traza. He aquí las principales:

a) Tentaciones de desorientación

También las podríamos denominar «falsas tentaciones», porque nos inclinan a pecar en ámbitos que no deberían revestir dificultad en estos momentos o que no tienen una importancia decisiva para dificultar el proyecto de Dios. Por ejemplo, las tentaciones claras y groseras contra la castidad o la caridad, claramente desproporcionadas con la situación espiritual que se vive en este nivel. Por esta razón, mientras nos entretenemos en reaccionar ante estas tentaciones y gastamos en ello nuestras energías, el enemigo puede trabajar más sutilmente en empujarnos, sin que nos demos cuenta, a otras tentaciones que hagan imposible el plan de Dios. Aquí es muy importante tener claro cuál es el plan al que la gracia nos encamina y cuáles son las tentaciones principales que podemos encontrar en el camino, sospechando de las demás tentaciones, sobre todo de las más claras y llamativas.

En esta línea suele ser frecuente la tentación de soberbia, con la que el demonio nos invita a creernos mejores o superiores a los demás porque recibimos unas gracias que otros no tienen. Salvo excepciones, esto no suele ser importante, porque las gracias recibidas se viven desde un fuerte sentimiento de pequeñez e inmerecimiento. Pero, como acabamos de decir, una tentación tan abierta y fácil de identificar es muy útil al enemigo para enmascarar otras tentaciones más sutiles e importantes, creando desconcierto y desánimo, al introducirnos en una lucha estéril que se retroalimenta a sí misma; de modo que, como la tentación no tiene base suficiente, la lucha carece de sentido, pero nos sentimos en la obligación de actuar contra una tentación de soberbia tan clara; y como no vemos avance, creemos que el problema es grave y hemos de luchar más en su contra, perdiendo así las preciosas energías que debiéramos usar en luchar contra las verdaderas tentaciones. Esto es más notorio cuando se trata de una persona que no ha tenido especiales dificultades en ese campo, cuando hay una historia marcada por la pobreza personal o cuando existen tendencias psicológicas contrarias a la tentación y que la hacen casi imposible, como complejos o sentimientos de culpa.

b) Autosuficiencia

Vamos a tratar de una tentación que no es muy abierta y por ello es más peligrosa. Puede constituir una verdadera tentación encubierta de soberbia; y no de soberbia en general, sino de la soberbia que se apoya en la propia vocación contemplativa. Y de ahí al iluminismo sólo hay un paso.

En un primer momento los dones de Dios se reciben con un jubiloso sentido de indignidad; pero, poco a poco, el beneficiario de esos dones se va acostumbrando a los mismos y, sin darse cuenta, los asocia a su propio proceso espiritual como una posesión. Pasa, casi insensiblemente, de la conciencia de que ha recibido algo excepcional a la conciencia de que posee algo excepcional. A continuación se convence de que los dones que ha recibido de Dios le pertenecen, lo que le permite emplearlos con cualquier finalidad, aunque sea distinta de aquélla para la que se le dieron.

Se olvida, por tanto, de que la virtud que posee es absolutamente regalada, porque él es pobre y no tiene capacidad de generarla. Fascinado por el progreso de la gracia en él, llega a creer que ya ha crecido hasta la altura a la que apunta la acción de Dios; y lo que es un hermoso proyecto por realizar le parece ya la obra acabada, y, consiguientemente, no necesita de nada ni de nadie para mantenerla o hacerla crecer. Como consecuencia, desprecia aquellos medios que son necesarios para el verdadero progreso espiritual, especialmente al director espiritual, considerándolo un medio innecesario o un obstáculo para su crecimiento interior.

Para descubrir esta tentación resulta revelador el hecho de que, mientras el sujeto trata de ser humilde y vencer la supuesta inclinación a la soberbia, se permita la sistemática sospecha hacia los instrumentos que hasta ese momento ha reconocido inequívocamente como recibidos de Dios e idóneos para responder a su voluntad.

La base en la que se apoya el enemigo para lograr este cambio demoledor es la dificultad que tenemos para ajustar nuestros valores al Evangelio y la necesidad de sentirnos comprendidos. Inconscientemente deseamos que esté justificado lo que hacemos y se nos comprenda afectivamente;por esta razón, todo lo que suponga una revisión y un discernimiento serios de los propios valores y actitudes se percibe como una forma de agresión. Por eso, el medio que el enemigo emplea para atacarnos aquí es el subjetivismo; y la única salida que tenemos es la de objetivar, normalmente con la ayuda del director espiritual.

Es evidente que puede haber razones para cambiar de director espiritual o de determinados medios espirituales, pero siempre que existan datos objetivos y contrastados que justifiquen tal determinación y se cuente con una alternativa mejor que la actual.

c) Gusto por las gracias sensibles

Cuando Dios mueve a la unión con él por medio de gracias más o menos extraordinarias, cobra mucha fuerza la tentación de «disfrutar» de dichas gracias. Nuevamente nos encontramos a las puertas del iluminismo.

Es la tentación en la que cayeron los tres discípulos elegidos por Jesús para contemplar su transfiguración en el Tabor (Mt 17,1-5). El Señor les regaló una gracia muy especial, cuyo único objetivo era darles a conocer su verdadera condición de Hijo de Dios; porque sin esa experiencia no podrían superar el escándalo de la inminente pasión de su Maestro. Pero ellos, en lugar de aplicarse a aprender la lección, se dedicaron a disfrutar de la experiencia, tal como exclama Pedro: «Señor, ¡qué bien se está aquí!» (Mt 17,4). Por esta razón, en el momento de la pasión, el mismo Pedro negó a su Señor y todos huyeron. A la mayoría de ellos, la lección no les había servido para nada; sólo Juan será capaz de quedarse junto a Jesús en el Calvario.

El único modo de afrontar esta tentación consiste en recordar que toda gracia de Dios es una lección, que forma parte de su pedagogía. A través de un camino concreto y personal quiere guiarnos a la unión con él; para lo cual tiene que darnos las indicaciones justas con las que podamos orientarnos, sin facilitarnos tanto el camino que nos impida hacer el acto de fe y de amor que necesitamos para alcanzar la santidad. Por ello, lo más importante de cualquier gracia es descubrir su mensaje, para lo cual hay que realizar siempre un ejercicio de discernimiento que nos permita saber si estamos ante una verdadera gracia de Dios y el sentido que tiene la misma. Cualquier otra actitud, especialmente la búsqueda del disfrute egoísta de los dones de Dios, sólo servirá para hacernos perder la gracia y desorientarnos, mientras creemos que avanzamos por el hecho de poseer algo cuyo fruto, paradójicamente, hacemos imposible.

d) Ansia de comunicar las gracias

En la misma línea de la tentación anterior está el ansia de comunicar a otros todo lo que se ve o se vive en el ámbito espiritual. Puede parecer que se trata de algo inofensivo o, incluso, de una exigencia de caridad o apostolado, pero es una peligrosa tentación de la que muy pocos se libran, que nos hace gastar muchas energías en «airear» la gracia en ciernes y así perder el calor interior necesario para conservar dicha gracia.

Por supuesto que una cierta comunicación espiritual con los demás puede ser buena, pero únicamente si se hace en función de la propia misión, de la caridad o de la necesidad de discernimiento, y no por impulsos afectivos que buscan la propia satisfacción o quedar bien ante los demás. Y siempre que se haga, ha de limitarse a aquellos aspectos generales que pueden hacer bien a los demás, omitiendo los detalles que nos hagan parecer mejores que ellos o más privilegiados. Salvo en la dirección espiritual, las gracias recibidas no se deben manifestar si no es comunicando el mensaje que contenían esas gracias, de manera general, eludiendo los detalles personales, y en la medida en que ese mensaje pueda servir a otros para entender la verdad que hemos descubierto.

e) No confiar la gracia a nadie

Lo contrario de esta última tentación también es peligroso y puede acercarnos al iluminismo. En ocasiones, el enemigo nos mueve a no confiar nada de lo interior a nadie, ni siquiera al mismo director espiritual, con la excusa de que son cosas sagradas «entre Dios y yo». De este modo nos introduce en el subjetivismo y nos impide hacer un verdadero discernimiento. Para superar este escollo debemos ser muy conscientes de nuestra radical pobreza e incapacidad para responder objetiva y adecuadamente a la gracia. No necesitamos mucha ayuda para hacer el bien, pero no podemos hacerlo bien sin la ayuda adecuada para garantizar que estamos realizando la voluntad de Dios. El recurso al director espiritual nos coloca en el terreno seguro de la humildad y nos ofrece la necesaria objetividad que requiere el verdadero discernimiento.

f) Traducción de la gracia

Otra tentación muy frecuente y peligrosa es la que nos lleva a traducir la acción divina. Como acabamos de ver, cuando Dios nos da una determinada gracia, lo hace en función de un proyecto concreto que él tiene para cada uno; sin embargo, cuando nosotros tomamos conciencia de la gracia recibida, normalmente no sabemos su sentido verdadero y último; de forma que, en vez de realizar un discernimiento profundo y afinado, nos vemos impelidos a ceder a la tentación de darle a dicha gracia el sentido que nos parece más claro o conveniente, traduciéndola inadecuadamente según nuestro criterio, y de manera superficial y precipitada. Es lo que le pasa al joven Samuel (cf. 1Sm 3,1-10), que recibe la gracia del llamamiento de Dios para una determinada misión; pero él, en vez de escuchar atentamente para enterarse bien y poder ser fiel, acude al sacerdote Elí, siguiendo la primera interpretación que se le ocurre, que es una interpretación falsa de la gracia recibida. Samuel cree conocer a Dios, en cuya casa vive, pero no se entera de la verdadera acción de Dios. En su caso, y gracias a la intervención del anciano sacerdote, aprende a rectificar a tiempo; pero muchas personas toman de este modo el primer camino que les parece bueno y, con la mejor voluntad, se alejan velozmente del camino que Dios les había trazado, frustrando su vocación.

g) Búsqueda de resultados extraordinarios

Cuando experimentamos con claridad la acción de Dios, es muy frecuente que sintamos la inclinación a buscar gracias o resultados extraordinarios que nos aseguren fácilmente que vamos por el buen camino. Esta necesidad de seguridad puede parecer muy lógica, pero esconde una peligrosa e inconsciente huida de la purificación, la fe y la cruz. Dios no da su gracia para suplir nuestra fe, sino para orientarnos y animarnos a avanzar por el camino estrecho de la renuncia a nosotros mismos, hasta poder hacer el acto de fe que nos une a la cruz de Cristo.

Esto es tan importante que constituye uno de los apoyos fundamentales de las tentaciones a las que el demonio somete a Jesús en el desierto (Mt 4,1-10), invitándole a renunciar a cumplir la voluntad de Dios para conseguir resultados extraordinarios que le faciliten su misión como Mesías. Y es, también, la tentación en la que cayeron los setenta y dos discípulos que envió el Señor a evangelizar por delante de él:

Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,17-20).

A estos discípulos sólo les importan los resultados; y su visión meramente humana de la realidad les impide descubrir la razón sobrenatural de la acción de Dios; porque los dones que él concede no tienen sentido si no sirven para que alcancemos la santidad, por encima de seguridades o resultados.

Esta tentación no es algo extraordinario, como ya lo demostraron los fariseos que, en varias ocasiones, le exigieron a Jesús apoyaturas sobrenaturales para abrirse a la fe:

Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: «¿Por qué esta generación reclama un signo? En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación». Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla (Mc 8,11-13)3.

El objetivo último de esta tentación es conseguir que le demos tal importancia a lo extraordinario, que caigamos en la autocomplacencia de apropiarnos de ello y nos olvidemos de lo fundamental, que es el amor. De esta forma, identificamos la santidad con los milagros o las experiencias extraordinarias, y descuidamos el amor, que es el único camino que lleva verdaderamente a la santidad y no precisa de nada extraordinario. Esto es lo que denuncia claramente san Pablo:

Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría (1Co 13,1-3).

Para vencer este tipo de tentaciones es imprescindible que nos dispongamos a aceptar de antemano los posibles fracasos que puedan sobrevenirnos, y busquemos nuestro apoyo sólo en la fidelidad al amor que se manifiesta en la fe oscura.

h) Desánimo ante el fracaso

Otra tentación de los comienzos es la del desánimo porque no salen las cosas como habíamos calculado. Cuando Dios actúa en nuestro interior no podemos evitar pensar en el futuro, soñar en altas metas que estamos seguros de que vamos a lograr. Y, en medio de nuestras ilusiones, el enemigo nos impide ver que las cosas no tienen por qué salir como queremos, sino como quiere Dios, y que lo que hemos de poner de nuestra parte no es el resultado, sino el amor y la fidelidad, con independencia de los resultados. Es más, debemos aceptar que muchos de los fracasos en la vida espiritual forman parte del mismo proceso interior, que pasa necesariamente por el aprendizaje de la pobreza y el abandono.

i) Falsa caridad

La verdadera caridad es el amor de Dios que se desarrolla en nosotros y se expresa en nuestro amor real a los demás. Jesucristo y los santos nos demuestran que el amor al prójimo debe responder a las necesidades reales de éste según la voluntad de Dios, no a supuestas necesidades o exigencias que los demás nos imponen bajo capa de caridad4.

El contemplativo no busca desentenderse del prójimo, sino unirse plenamente a Dios para poder dar a los demás el mismo amor divino que recibe, a través de la propia entrega. Por eso se esfuerza en amar al prójimo según la voluntad de Dios, no tratando de hacer la voluntad de los demás indiscriminadamente, como si eso fuera automáticamente fruto del amor de Dios. El tentador tratará de hacernos creer que, como lo que importa es el amor, debemos dedicarnos a los demás sin necesidad de discernimiento, como si cualquier entrega pudiera responder de igual manera al amor de Dios. Esa actitud lleva a olvidar que al mundo le da igual la fuente y la finalidad del amor si cumple sus expectativas, y tratará de impedir el amor que tiene su origen en Dios.

La importancia de esta tentación estriba en que, al orientarnos de forma ambigua a cualquier tipo de entrega, diluye y debilita la forma de entrega propia de la vocación particular a la que Dios nos llama. Por esto, el contemplativo tiene que discernir el modo de amar que Dios le pide y mantenerse en él por encima de cualquier presión del ambiente o tentación del enemigo5.

j) Exceso de preocupación

Vivimos en un mundo agobiado por la urgencia de resolver apresuradamente los problemas que surgen en la vida, o de huir de ellos a cualquier precio si no se pueden solucionar con facilidad. Esto explica la tentación que sufre el contemplativo de preocuparse en exceso por los problemas y dificultades, propios o ajenos, para buscar cómo resolverlos fácilmente, al margen de cualquier otra consideración. Por esta razón acaba agobiado por una visión poco evangélica de la realidad que le lleva a estar demasiado preocupado o involucrado en multitud de problemas que no son de su incumbencia, y pierde la gracia de su vocación, que debería ser su única preocupación. El resultado es la pérdida de la libertad para discernir la voluntad de Dios y, consiguientemente, la orientación de la propia vida por un camino que no es evangélico. Es el riesgo del que nos advierte el Señor en el Evangelio:

No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia (Mt 6,31-34 cf. 6,25-30)6.

Para responder a esta tentación debemos mantener una visión evangélica de la vida y realizar un discernimiento adecuado de los problemas, que nos haga distinguir, según la voluntad de Dios, entre las dificultades que hay que aceptar y las que hay que vencer, así como los problemas que tenemos que hacer nuestros y los que hemos de eludir. En definitiva, hemos de diferenciar claramente entre «pre-ocuparnos» y «ocuparnos», de modo que nuestra única «preocupación» ha de ser Dios y su gloria; y todo lo demás deben ser «ocupaciones», es decir, asuntos en los que trabajamos con toda el alma, pero sin agobios y en presencia de Dios. Esa presencia nos dará la libertad y el valor para implicarnos a fondo en lo que nos incumbe y dejar de lado lo que no es voluntad de Dios que asumamos.

k) Activismo

La actividad como tentación tiene mucho que ver con las dos anteriores. Nuestro mundo está muy marcado por la agitación propia de una actividad frenética, que pretende que llenemos a toda costa el tiempo, para que olvidemos que estamos vaciando la vida. Esto influye en los cristianos, que se sienten movidos a realizar multitud de tareas sin un adecuado discernimiento, impulsados, no por el deseo de cumplir la voluntad de Dios, sino para cubrir las necesidades, urgencias y caprichos de los demás. El resultado de esta presión es una vida cristiana desarrollada en lo externo y carente de la necesaria profundidad, en la que se identifica la caridad con la acción y la oración se entiende como una huida de lo que se considera el máximo valor, que consiste en responder a lo que los demás desean de nosotros, y no a lo que realmente necesitan. En este ambiente, el contemplativo, que se siente fuertemente urgido a la caridad, experimenta la fuerte tentación de mantener, a la vez, la vida interior a la que se siente llamado por Dios y las diferentes exigencias del ambiente; y la incompatibilidad de ambos objetivos le hace sentirse culpable de no amar lo suficiente por no cumplir las expectativas de los demás.

Se trata de una agitación bien intencionada, pero que se olvida de lo más importante, que es la relación con el Señor y la acogida de su Palabra; y la encontramos claramente representada en el episodio evangélico de Marta y María (Lc 10,38-41). Resulta significativo que Marta no sólo se empeñe en impedir que María haga lo que tiene que hacer, sino que lleva su activismo al punto de pedirle ayuda al Señor para conseguir implicar a María en su misma agitación. Precisamente la defensa de «lo único necesario» que reclama Jesús es la tarea fundamental del contemplativo y el único modo de librarse de esta trampa.

Esta tentación lleva a tratar de compaginar la voluntad de Dios con el estilo del mundo, dándole la prioridad a éste sobre aquélla. De este modo, se afirma que «todo es oración» o que «el servicio a los demás es oración» y, por tanto, suple a la oración. El resultado es la renuncia efectiva a la vida interior en aras de una actividad indiscriminada, que aleja de la vocación contemplativa y hace imposible la misión7.

Si la tentación de calificar como oración cualquier actividad no surte efecto, el tentador sugerirá que se hagan compatibles los dos estilos de vida, haciéndonos creer que podemos lograr vivirlos a la vez. El resultado es un intento de mantener la profundidad de la vida interior a la vez que aceptamos como misión la constante dispersión en tareas y urgencias que se abrazan sin discernimiento espiritual. La consecuencia es una duplicidad de vida imposible de mantener porque lleva ineludiblemente a una tensión interior insostenible, que acaba en el fracaso de la vida espiritual y la frustración, empujando al individuo al desánimo y la desesperanza para hacer que abandone la vocación a la que se sentía llamado.

En el fondo, lo que se está jugando aquí es muy simple: Dios nos invita a construir nuestra vida de dentro a fuera y el mundo nos empuja a hacerlo de fuera a dentro. Dios quiere que encontremos en nuestro interior nuestra identidad, nuestra vocación y misión, y a partir de ahí vayamos encajando responsabilidades, tareas y misiones; así, una vida plena de sentido se desarrollará en unas actividades que darán plenitud a la vida. El mundo, sin embargo, nos propone trabajos, urgencias y necesidades, sin permitirnos elegir o priorizar, como si la única manera de amar a los demás fuera hacer cosas por ellos, sin que importe el sentido o el valor de lo que hacemos. Como se trata normalmente de trabajos buenos y meritorios, podemos suponer que agradan a Dios, cuando la realidad es que no se puede construir una vocación partiendo de los quehaceres externos y esperando que éstos construyan la raíz de nuestra vocación o misión. Porque no son las tareas lo que da sentido a nuestra vida, sino la razón de nuestra vida lo que da sentido a las tareas.

El único modo de afrontar esta tentación es tener muy claras las prioridades, en virtud de la voluntad de Dios para con uno mismo, y, a partir de aquí, realizar las elecciones apropiadas para defender dichas prioridades y las correspondientes renuncias a todo lo que pueda impedirlas. Para ello es imprescindible apoyarse en la prioridad absoluta que debe tener Dios en el alma enamorada de él y ejercitar la libertad que nos proporciona este amor, la única libertad que nos puede defender de la fuerte presión del mundo. Esta es, precisamente, la respuesta con la que vence Jesús al tentador en el desierto cuando le dice: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», «no tentarás al Señor, tu Dios», «al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto» (cf. Mt 4,1-10; Lc 4,1-13).

Para lograr esta actitud es necesario el discernimiento del que nos habla san Juan: «No os fieis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios» (1Jn 4,1); y san Pablo: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1Tes 5,21). Se trata, pues, de colocar a Dios como centro absoluto de nuestra vida, tal como nos pide el Señor: «Buscad sobre todo el reino de Dios» (Mt 6,33). Él mismo nos dará ejemplo de ello8 hasta el final, en el que podrá decir: «Está cumplido» (Jn 19,30). El camino del contemplativo es, ciertamente, el camino del amor, pero entendido no de cualquier forma, sino como lo vive el Señor, que ama hasta dar la vida en la cruz como acto supremo de adoración y amor obediencial9.

l) Miedo al futuro

En la misma línea está la tentación que trata de desviarnos del camino sembrando en nuestra alma un aparentemente razonable miedo a un futuro incierto. Nos sabemos embarcados en un proyecto, pero no tenemos garantías absolutas de cómo se desarrollará; ni siquiera lo conocemos con detalle, a pesar de que de él depende nuestra vida, lo que hace muy difícil ver cómo podemos acertar con la realización de dicho proyecto.

Aquí nos jugamos, una vez más, lo que es fundamental en la vida interior, que es la fe y el amor: la fe en forma de confianza incondicional; y el amor en forma de fidelidad. La tentación nos empuja a calcular qué nos espera en el futuro y si seremos capaces de responder a lo que el Señor nos pida más adelante. De este modo perdemos las fuerzas que necesitamos para dar la respuesta concreta a Dios en el momento presente, que es lo único que tenemos en nuestras manos y donde realmente nos encontramos con Dios.

m) Desconcierto

El enemigo también tratará de desorientarnos sembrando en nuestro interior el desconcierto, a partir del hecho de que uno no es capaz de entender plenamente o controlar lo que le sucede. Estamos frente a una tentación muy simple pero muy eficaz, en la que podemos atascarnos con gran facilidad, poniendo en riesgo la gracia y el plan de Dios. El sencillo mecanismo que la sustenta se apoya también en la necesidad que tenemos de seguridad y en el afán por controlarlo todo, lo que resulta incompatible con la fe y el amor. El Señor nos da su gracia y nos hace ver claramente el camino; luego se parece esconderse, aunque sigue a nuestro lado para ayudarnos a crecer y madurar espiritualmente. Pero como no tenemos la apoyatura que quisiéramos, y que haría muy cómodo el camino, nos desconcertamos y nos creemos abandonados por Dios, con problemas de fe, etc. Y la salida habitual consiste en gastar en lamentos y luchas estériles las energías que deberíamos emplear en el trabajo abnegado y en la fidelidad a lo que hemos visto, que son los signos de la seriedad con la que nos tomamos las cosas de Dios.

n) Necesidad de no desentonar

Por último, hemos de referirnos a una tentación que influye mucho en el contemplativo, porque se apoya en la gran fuerza que tiene el ambiente que nos rodea: Es la tentación que nos impulsa a no desentonar del mundo.

La gracia de la conversión interior transforma nuestros criterios, de modo que la nueva vida que suscita choca claramente con los valores del mundo a los que ha dejado de ajustarse. El entorno reaccionará tratando de defenderse de algo que no entiende o que parece amenazar sus seguridades por medio de reproches, acusaciones o ataques que se apoyan en todo tipo de argumentos «razonables».

En los primeros momentos del proceso interior de conversión, el fuerte impulso de la gracia nos mantiene en tensión a pesar de las adversidades, pero no tarda en aparecer el cansancio que resulta de mantener la tensión creada por un conflicto que no se ha buscado, pero del que no parece posible escapar.

Es algo parecido a lo que le sucede al mismo Jesús, al que acusan de «echar los demonios por arte de Belzebú» (Lc 11,14-22), cuando la verdadera razón de este ataque es que a los judíos les molestan sus milagros y su predicación porque no están dispuestos a entender su doctrina, y por eso quieren eliminarlo. Los mismos discípulos intentarán impedir que Jesús desentone de los criterios de la mayoría; y él tendrá que defenderse incluso de Pedro, al que le llega a decir: «¡Apártate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8,31-33).

Este tipo de presión nos empuja a no desentonar del ambiente, a ajustarnos a lo «razonable» y a renunciar a vivir o a testimoniar unos valores que escandalizan o parecen hacer daño a los demás. Surge así la imposible batalla por lograr ser fieles a Dios y quedar bien ante el mundo, que nos lleva a gastar inútilmente muchas de las energías que nos da la gracia tratando de ser aceptados, en vez de emplearlas en amar al prójimo de verdad y dar un testimonio fiel del Evangelio. En resumen, se trata de la inclinación a buscar nuestra comodidad, en lugar de la coherencia de nuestra propia vida con la verdad de la fe.


NOTAS

  1. Véase el comentario a este texto en este mismo capítulo III, en el apartado 3. Llamados a lo imposible, p. 31.
  2. Siempre que nos referimos al «mundo» hemos de distinguir entre el ámbito en el que se desenvuelve la vida humana, creado y querido por Dios (p. ej. Jn 3,16s; 10,36), y el mundo en el sentido que le da frecuentemente san Juan como el conjunto de realidades que se oponen a Dios y a su plan (p. ej. Jn 1,10; 7,7; 14,17), y que en la espiritualidad cristiana constituye, con el demonio y la carne, uno de los tres enemigos del alma.
  3. Véase también Mt 12,38s: «Entonces algunos escribas y fariseos le dijeron: “Maestro, queremos ver un milagro tuyo”. Él les contestó: “Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás”»; Mt 16,1-4: «Se le acercaron los fariseos y saduceos y, para ponerlo a prueba, le pidieron que les mostrase un signo del cielo. Les contestó: “Al atardecer decís: ‘Va a hacer buen tiempo, porque el cielo está rojo’. Y a la mañana: ‘Hoy lloverá, porque el cielo está rojo oscuro’. ¿Sabéis distinguir el aspecto del cielo y no sois capaces de distinguir los signos de los tiempos? Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el de Jonás”. Y dejándolos se marchó».
  4. El mismo Jesús se niega a actuar cuando lo que le piden no tiene que ver con su misión: «Entonces le dijo uno de la gente: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Él le dijo: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”» (Lc 12,13-14). Igualmente, no se deja atrapar por los que quieren retenerle, impidiéndole anunciar el Evangelio: «Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: “Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado”» (Lc 4,42-43).
  5. El Señor no deja de invitar a seguirle a él con radicalidad, abandonado obras buenas o incluso necesarias: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Lc 9,59-62). Por eso pide que busquemos primero y ante todo el Reino de Dios (cf. Lc 12,31).
  6. En el mismo sentido nos dirá san Pablo: «Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones» (Flp 4,6-7).
  7. El pasaje de los discípulos que no pueden expulsar al demonio que no dejaba hablar al niño (Mc 9,14-29) demuestra perfectamente la ineficacia de un activismo en el que falta la fe y la fuerza de la oración, que son las principales armas del contemplativo.
  8. Véase Jn 4,34: «Mi alimento es cumplir la voluntad del Padre»; Jn 5,30: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».
  9. Éste es el verdadero amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn15,13); y el auténtico servicio: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Véase también Hch 5,29.