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Metodología

La «lectio divina» es un modo de leer la Palabra de Dios que me permite acogerla interiormente de una manera tan viva que me lleva a la contemplación. La finalidad, pues, de la lectio es llegar al punto de especial resonancia de la Palabra que enlaza con una silenciosa acogida de ésta en sosiego contemplativo.

Como este tipo de lectura suele hacerse de forma continuada, al comenzar un capítulo o un apartado de la Escritura conviene que lo lea despacio y completamente. Luego, dependiendo del tiempo de que disponga o la importancia del texto, me detendré en los primeros versículos para hacer la lectio sobre ellos. Al día siguiente continuaré con el versículo o versículos que siguen, y así sucesivamente hasta terminar.

El orden a seguir debería asemejarse al siguiente:

Antes de empezar, me pongo en presencia de Dios y le pido que me ilumine por medio del Espíritu Santo para mostrarme internamente la luz de su Palabra. Puedo servirme de la siguiente oración:

Ven, Espíritu Santo,
y haz que resuene en mi alma la Palabra de Dios,
que se encarnó en las entrañas de María virgen
y se nos entrega en la Escritura, inspirada por ti.
Purifícame de todo pensamiento malo o inútil
así como de intereses y apegos contrarios a tu voluntad,
a fin de que busque sólo la Verdad y la Vida.
Concédeme la fe y la humildad necesarias
para que acoja dócilmente a Aquél que,
siendo la Palabra divina y eterna,
se hizo Palabra humana y temporal.
Ilumina mi entendimiento e inflama mi corazón
para que, meditando con devoción la Palabra,
la reciba con amorosa docilidad
y haga posible que habite en mi alma
y fructifique en mi vida para gloria Dios. Amén.

Luego, selecciono el pasaje concreto sobre el que voy a hacer la lectio.

1. Comienzo leyendo despacio el texto que he escogido, con la actitud y el deseo de que me «empape» interiormente e ilumine mi corazón, recogiendo las resonancias que descubro en mi interior.

2. Realizo una lectura sencilla de los materiales que me ayudan a entender el texto, fijándome especialmente en las conexiones que encuentro con las resonancias que me había ofrecido el texto sagrado.

3. Vuelvo a leer el texto, deteniéndome en aquello que ha resonado en mí, iluminándolo con los aspectos que el material me brinda para iluminar y profundizar en esas resonancias, sin preocuparme de abarcar toda la información que me ofrece dicho material de ayuda.

4. Realizo una repetición orante y gustosa de las palabras de la Escritura que Dios me va iluminando. Aquí, lo importante no es abarcarlo todo, sino continuar el proceso de la «lectio» del texto propuesto, para lo cual debo seleccionar sólo aquellos «bocados» de la Palabra que más me ayudan a acoger de forma amorosa lo que Dios me dice, sin preocuparme por agotar todo el texto bíblico ni los materiales complementarios.

5. Dejo que esas resonancias de la Palabra repetida vayan tomando forma en mi interior y susciten mi entrega generosa al Señor como respuesta amorosa al don que él me da en la Escritura.

6. Me voy sumergiendo en el amoroso diálogo iniciado, que se va simplificando a través del silencio de acogida y amorosa donación mutua, para desembocar en la contemplación de Dios y de lo que él me muestra, me regala y me pide; así me quedo largamente en el silencio de la comunión de amor que ha establecido conmigo a partir de su Palabra.

Introducción

Después de pasar por Mará y Elín, como ya hemos contemplado, el pueblo que salió de Egipto sigue caminando hacia el sur por la península del Sinaí. El Señor le había dado a Moisés como señal que cuando salieran de Egipto irían al Sinaí a adorarlo (Ex 3,12). Ellos se dirigen por el camino del Sur, evitando la ruta más transitada y en la que corrían más peligro (como ya vimos al comentar Ex 13,17-22).

El monte Sinaí tiene una importancia muy relevante tanto en los acontecimientos históricos del éxodo como en la estructura del relato. Es en el monte Sinaí donde Moisés se encuentra con Dios, después de haber escapado de Egipto, y allí recibe la revelación de Dios y la misión de liberar a su pueblo con el signo de que volverá allí desde la liberación. Después del paso del mar Rojo, el caminar del pueblo de Dios por el desierto se dirige al Sinaí donde se realiza la Alianza y la recepción de la Ley, y con esa alianza se dirigen desde el Sinaí a la Tierra Prometida.

Situamos los textos que vamos a comentar en el momento en que los israelitas atraviesan el desierto de Sin y giran hacia Refidín. Pero debemos tener en cuenta que no existe una plena seguridad en las localizaciones tanto en el tiempo como en el espacio, y los autores sagrados no siempre coinciden en estos datos, como veremos al comentar Nm 11. Hay que tener en cuenta que lo que interesa al pueblo de Dios es el mensaje de estos pasajes, el contenido teológico del que ellos se alimentan. A nosotros nos importa mucho la localización exacta de los acontecimientos, aunque muchas veces desaprovechamos el mensaje de lo que narra el texto sagrado.

En este camino suceden dos acontecimientos que van a aparecer una y otra vez en la tradición del pueblo de Israel: Dios alimenta a su pueblo con el maná y las codornices, y les da de beber haciendo brotar agua de una roca en Meribá.

El maná y las codornices (Ex 16,1-36)

Texto bíblico

1Toda la comunidad de Israel partió de Elín y llegó al desierto de Sin, entre Elín y Sinaí, el día quince del segundo mes después de salir de Egipto. 2La comunidad de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto, 3diciendo: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad».

4El Señor dijo a Moisés: «Mira, haré llover pan del cielo para vosotros: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba, a ver si guarda mi instrucción o no. 5El día sexto prepararán lo que hayan recogido y será el doble de lo que recogen a diario».

6Moisés y Aarón dijeron a los hijos de Israel: «Esta tarde sabréis que es el Señor quien os ha sacado de Egipto 7y mañana veréis la gloria del Señor. He oído vuestras murmuraciones contra él; mas nosotros ¿qué somos para que murmuréis contra nosotros?». 8Moisés añadió: «Esta tarde el Señor os dará a comer carne y mañana pan hasta saciaros; porque el Señor ha oído vuestras murmuraciones contra él; mas nosotros ¿qué somos? No habéis murmurado contra nosotros, sino contra el Señor».

9Moisés dijo a Aarón: «Di a la comunidad de los hijos de Israel: “Acercaos al Señor, que ha escuchado vuestras murmuraciones”». 10Mientras Aarón hablaba a la comunidad de los hijos de Israel, ellos se volvieron hacia el desierto y vieron la gloria del Señor que aparecía en una nube. 11El Señor dijo a Moisés: 12«He oído las murmuraciones de los hijos de Israel. Diles: “Al atardecer comeréis carne, por la mañana os hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro”». 13Por la tarde una bandada de codornices cubrió todo el campamento; y por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. 14Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, como escamas, parecido a la escarcha sobre la tierra. 15Al verlo, los hijos de Israel se dijeron: «¿Qué es esto?». Pues no sabían lo que era.

Moisés les dijo: «Es el pan que el Señor os da de comer. 16Esto manda el Señor: “Que cada uno recoja lo que necesite para comer: una ración por cabeza; cada uno recogerá según el número de personas que vivan en su tienda”». 17Así lo hicieron los hijos de Israel: unos recogieron más y otros menos. 18Y, al pesar la ración, no sobraba al que había recogido más, ni faltaba al que había recogido menos: cada uno había recogido lo que necesitaba para comer.

19Moisés les dijo: «Que nadie guarde para mañana». 20Mas no hicieron caso a Moisés, sino que algunos guardaron para el día siguiente; pero salieron gusanos que lo echaron a perder. Moisés se enfadó con ellos. 21Lo recogían todas las mañanas, cada uno según lo que necesitaba para comer, pues, con el calor del sol, se derretía.

22El día sexto recogieron el doble, dos raciones por persona. Los jefes de la comunidad fueron a contárselo a Moisés, 23y él les contestó: «Esto es lo que ha dicho el Señor: “Mañana es sábado, día de descanso en honor del Señor. Coced lo que tengáis que cocer y hervid lo que tengáis que hervir; lo sobrante, guardadlo para mañana”». 24Ellos lo guardaron para el día siguiente, como había mandado Moisés; y no le salieron gusanos, ni se echó a perder. 25Moisés dijo: «Comedlo hoy, pues hoy es sábado en honor del Señor. Hoy no lo encontraréis en el campo. 26Seis días podéis recogerlo, pero el séptimo es sábado y no lo habrá». 27El día séptimo salieron algunos del pueblo a recogerlo, pero no lo encontraron. 28El Señor dijo a Moisés: «¿Hasta cuándo os negaréis a guardar mis mandatos y mis instrucciones? 29Mirad: el Señor os ha dado el sábado; por eso, el día sexto os da pan para dos días. Que se quede cada uno en su sitio y no se mueva de él hasta el día séptimo». 30El pueblo descansó el día séptimo.

31La casa de Israel llamó a aquel alimento «maná»; era blanco, como semilla de cilantro, y con sabor a torta de miel. 32Moisés dijo: «Esto es lo que ha mandado el Señor: “Tomad una ración y conservadla, para que las generaciones futuras vean el pan con que os alimenté en el desierto cuando os saqué de la tierra de Egipto”». 33Moisés dijo a Aarón: «Coge un recipiente, mete en él una ración de maná y ponlo ante el Señor; que se conserve para las generaciones futuras». 34Según había mandado el Señor a Moisés, Aarón lo puso ante el Testimonio, para que se conservase.

35Los hijos de Israel comieron maná durante cuarenta años hasta que llegaron a tierra habitada; comieron maná hasta atravesar la frontera de la tierra de Canaán. 36La ración pesaba cuatro kilogramos y medio (Ex 16,1-36).

Lectio

El texto es repetitivo porque es una mezcla de las tradiciones yahwista y sacerdotal, que introduce anacronismos: elementos impropios de la época del éxodo, pero que eran importantes en el tiempo en que se redactan las fuentes yahwista (siglos X y IX aC) y sacerdotal (siglos VI y V aC ) que recoge la redacción final.

[vv. 1-3] Después del canto triunfal tras la liberación de Egipto (Ex 15,1-21), el pueblo de Dios lleva dos meses caminando por el desierto, por una zona montañosa, angosta, pedregosa y árida que hacía sufrir a los israelitas, acostumbrados al clima benigno del delta del Nilo. No hay alimento suficiente para ellos ni para el ganado, que no pueden sacrificar para comérselo porque deben conservarlo para llevarlo a la Tierra Prometida.

La gran tentación que aparece, aunque parezca mentira, es Egipto, la esclavitud, porque allí comían hasta hartarse. Prefieren comer a la libertad. Le reprochan a Moisés y a Aarón, y en consecuencia a Dios mismo como subraya Moisés (v. 8), que preferirían no haber sido liberados de la esclavitud porque ahora se mueren de hambre. Añoran la situación que tenían y, por lo tanto, desprecian todo lo que Dios ha hecho para liberarlos de la esclavitud y sacarlos de Egipto.

Es una actitud muy nuestra, que nos afecta también a los cristianos. En el fondo se trata de envidiar la esclavitud de los demás: que puedan pecar y hacer cosas que a nosotros nos están prohibidas. Añorar lo que podíamos hacer antes de nuestra conversión, mirar con pena lo que podríamos hacer si no fuéramos cristianos.

Dios va a ir educando a Israel, que se comporta como un niño caprichoso y rebelde, casi como un bebé, al que sólo le importa comer y estar cómodo; y, cuando le falta algo de eso llora y patalea.

Llegan a preferir la muerte en la esclavitud con sus comodidades a la vida en la libertad con sus dificultades. El problema es que la libertad tiene un precio, porque nos introduce en un camino duro, que no nos gusta.

Sucede con frecuencia que cuando alguien inicia el camino de la oración, y pasadas las primeras etapas llenas de luz y de consuelo, llega el momento de la dificultad, de la aridez y de la fidelidad, y entonces se nos olvida todo lo que Dios ha hecho por nosotros, todo lo que hemos experimentado, y lo que queremos es tener el alimento de niños de los comienzos o volvemos a los alimentos del mundo que nos esclavizan.

[vv. 4-15] Es el Señor el que toma la iniciativa ante la queja terrible del pueblo y da una respuesta al pueblo rebelde que quiere volver a Egipto porque tiene hambre. Lo va a alimentar de dos formas: con las codornices y con el maná.

Las codornices. De forma breve hace mención el texto al hecho de que Dios da de comer carne a su pueblo, aunque estén en medio del desierto: lo anuncia Moisés en el v. 8 y se repite en el v. 12, y se narra el hecho en la primea mitad del v. 13. No se nos dice nada más. Será el libro de los Números el que nos dé más detalles de este acontecimiento, como veremos más adelante.

El milagro es un hecho que se puede explicar por medio de causas naturales. Lo milagroso no es lo sobrenatural o imposible del hecho -como sucedía con las plagas de Egipto-, sino que se den esas causas en el momento y en la situación precisa que el pueblo lo necesita, que Dios quiere y que es anunciado por Moisés. Se conocen unas migraciones de aves que bajan en otoño desde Europa al sur huyendo del frío y vuelven al norte al empezar la primavera, cuando el calor aprieta en África. Después de atravesar el mar, que es un trayecto largo y cansado, pueden pasar por la península del Sinaí y es fácil atraparlas.

El maná. El texto explica el nombre del pan con que Dios va a alimentarlos: «maná». El v. 31 nos dice que el pueblo llamó maná a ese alimento, y la explicación está en el v. 15 en el que el pueblo al ver ese «polvo fino, como escamas, parecido a la escarcha» (v. 14) pregunta: «¿Qué es esto?», que en hebreo (como recoge el texto original) se dice man hu. Se trata de una etimología popular que ofrece el texto sagrado que puede diferir de la etimología científica que ofrecen los estudiosos de las lenguas semíticas.

Es significativo que son los israelitas los que llaman «maná» al pan que Dios les da. Nunca Dios habla de «maná». La Escritura suele emplear otra denominación, como vemos en este pasaje: «El pan que Dios os da de comer»1. Cuando se haga referencia a este alimento en el libro de la Sabiduría, en el Deuteronomio o en labios de Jesús en el evangelio de san Juan, se prefiere decir «el pan del cielo». Lo comprobaremos más adelante al ver estos textos.

Los vv. 14 y 31 describen el maná: un polvo fino que aparece en la superficie del desierto, como unas escamas, como la escarcha, que tiene un color blanco, como la semilla de cilantro y sabor a torta de miel.

Lo describe también el libro de los Números:

El maná se parecía a la semilla de coriandro, y tenía color de bedelio; el pueblo se dispersaba para recogerlo, lo molían en la muela o lo machacaban en el almirez, lo cocían en la olla y hacían con él hogazas que sabían a pan de aceite. Por la noche caía el rocío en el campamento y encima de él el maná (Nm 11,7-9).

 No aparece con claridad si el maná cae debajo del rocío y aparece cuando éste se evapora, como dice el libro del Éxodo; o si se deposita encima de él como dice este texto de Números. Tampoco queda claro si sabe a torta de miel o a torta de aceite. Pero estos detalles, importantes para nuestra curiosidad, no lo son para el mensaje salvador del texto.

Como sucede con las codornices, también aquí se puede encontrar una explicación natural al fenómeno: existe en la península del Sinaí un arbusto llamado Tammarix mannifera (portadora de maná), del cual los moradores actuales del desierto extraen una especie de goma comestible. Los beduinos de aquellas localidades lo llaman tarfa.

La tamarix es alta, llega hasta seis metros; de sus ramillas más tiernas, turgentes de humor, en los meses de mayo a agosto (época de llegada de los hebreos al interior del Sinaí) destilan durante la noche ‑por la perforación, al parecer, que produce un insecto, la Gossyparia mannipara‑ gotitas que se consolidan al aire libre, y que en parte caen a tierra. Estos granillos tienen el volumen de una semilla de coriandro, de color blanco opalino, y de la consistencia de cera virgen; su sabor recuerda la miel; con el calor del sol se derriten sobre el suelo, que los absorbe. Los árabes actuales recogen los granitos al clarear la mañana, y, amasados, después de haberles quitado someramente las hojas y la tierra, consumen una parte con pan, y otra la venden para la exportación. La producción total de este maná en toda la península sinaítica es bastante escasa; se acerca anualmente a los 300 kilogramos. Es evidente que semejante producto no resiste a la cocción; su poder nutritivo es bastante limitado, por carencia de sustancias azoadas, mientras que, por el contrario, puede conservarse indefinidamente. La afinidad entre el fenómeno que describe la Biblia y el maná botánico fue señalada ya en la antigüedad. Pero, sin duda, la Biblia no presenta su fenómeno como cosa ordinaria y normal: en este aspecto podrá parangonarse a las diez plagas de Egipto. Lo mismo sucede con las codornices, que en su migración primaveral (era la estación entonces) atraviesan la península del Sinaí en grandes bandadas, vuelan muy bajas y, una vez atravesado el mar, se posan muy cansadas2.

El maná es una secreción dulce producida por la planta del tamarisco -llamada técnicamente tammarix mannifera- al ser picada por dos especies de insectos cóccidos que infestan la región. Esta sustancia gotea desde las hojas de la planta hasta el suelo, donde se solidifica al contacto con el fresco aire de la noche del desierto. Sin embargo, tiene un punto de fusión muy bajo (22º C), y esto hace que deba recogerse antes de las ocho y media de la mañana, es decir, antes de que el sol la derrita. Los beduinos que todavía vagan por la región la siguen considerando como golosina por su sabor dulce3.

Ellos se quejan y Dios satisface su hambre.

Y esto es muy importante para nosotros. «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis» (Mt 7,7). Ellos no supieron pedir bien: con humildad y confianza. Pero aún así Dios es tan humilde que nos da lo que necesitamos. No lo que creemos que necesitamos, sino lo que realmente nos hace falta. No les dio a comer lo que ellos echaban de menos (cf. Nm 11,5).

[vv. 16-30] Aquí encontramos las normas sobre el maná y la desobediencia del pueblo a esas normas.

Ya en el v. 4 el Señor manda que recojan la ración que cada día y les advierte de que con esta norma pone a prueba la obediencia del pueblo. Dios va tanteando al pueblo y enseguida va a ver que es un pueblo desobediente de dura cerviz.

En el v. 16 aparece otro mandato: se debe recoger sólo lo necesario, una ración por cabeza para los que habitan en una misma tienda.

La reacción del pueblo aparece en el v. siguiente: unos recogen más y otros menos; y, sin embargo, ni sobraba ni faltaba: cada uno había recogido lo que necesitaba para comer. A los ansiosos por tener más comida o a los avariciosos y desconfiados que quisieron guardar más les dio igual: no les sobró.

Dios nos da también a nosotros la cantidad que necesitamos, es lo que nos enseña Jesús a pedir en el Padrenuestro: «Danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11).

El siguiente mandato aparece en el v. 19: no guardar para el día siguiente. Enseguida aparece la desobediencia y la consecuencia: se les echa a perder lo que avariciosamente conservaron comido por los gusanos. No obedecen. No se fían del Señor. Moisés se enfada con razón.

La siguiente norma está relacionada con el precepto del descanso sabático: el sexto día -el viernes- se debe coger doble cantidad y el sábado no realizar el trabajo de recogerlo ni el de cocerlo (vv. 22-24). Los que se fían de la norma comprueban que en esta ocasión no se echa a perder lo que habían guardado, como cuando lo hacían por avaricia o desconfianza, porque ahora se trata de la voluntad del Señor sobre el sábado. Pero otros, como narra el v. 27, salieron a recoger el maná el día séptimo ‑el sábado‑, desobedeciendo una vez más los mandatos del Señor. El resultado es que no encuentran nada: su desobediencia no da ningún fruto.

Tienen una obstinación y una rebeldía propia de los niños caprichosos y rebeldes, que hacen sistemáticamente lo contrario a lo que se les manda. El Señor se queja a Moisés con un «¿hasta cuándo?» que desgraciadamente aparecerá más veces en labios de Dios en el Antiguo Testamento y de Jesús en el Evangelio4. Dios tiene que ir enseñando a su pueblo con una paciencia infinita.

La conclusión de la prueba planeada en el v. 4 es que el pueblo de Dios es obstinado y se niega a guardar los mandatos del Señor. Dios comprueba que el pueblo no le hace caso. No se fía de Dios, de que él lo cuida y lo alimenta. Dios se lleva a su pueblo al desierto para hacer de un pueblo de esclavos un pueblo fuerte y no puede estar respondiendo a sus caprichos ni tolerar sus desobediencias. El pueblo debe conocer al Señor, pero para eso tiene que aprender a fiarse de Dios y a obedecerle. Con estas correcciones el Señor los va educando: no les vale coger más, ni acaparar, ni saltarse el descanso del sábado.

A nosotros nos pasa lo mismo con el alimento que Dios nos da, que son las gracias. Y aparece la tentación de acaparar y acumular la gracia de Dios. Dios nos da ayudas y apoyos para hoy, pero no para mañana, y nosotros queremos seguridades para el futuro y nos quejamos, desconfiamos o nos paramos. Le exigimos al Señor las gracias que nos tiene que dar y cuándo debe dárnoslas: le pedimos más de lo necesario, le reclamamos que nos las dé por anticipado. Y, si no nos hace caso, nos enfadamos con Dios y nos rebelamos. Nos olvidamos de que él tiene más interés en nuestra vida y en nuestro avance que nosotros mismos.

También nosotros tenemos con Dios la misma obstinación caprichosa y la misma rebeldía adolescente. También a nosotros nos tiene que enseñar Dios con una paciencia infinita para que aprendamos a obedecer con sencillez y confianza. Nos cuesta creer que Dios vela por nosotros (Mt 7,7-11), que es nuestro Padre, que está empeñado en darnos todo lo que necesitamos. Eso sí, no quiere maleducarnos ni mimarnos.

Es significativo todo el énfasis que hace el relato sobre el mandato del descanso sabático. Es la tradición sacerdotal (la misma que habla del descanso sabático en el relato de la creación: Gn 2,2-3) la que tiene especial interés en inculcar el cumplimiento del mandato de no trabajar en sábado y subraya este mandato, su incumplimiento y el resultado de esta desobediencia en el relato del maná.

[vv. 32-34] El autor del Éxodo introduce un anacronismo en el texto, porque Dios les manda colocar una ración de maná en el arca de la Alianza, junto a las tablas de la ley, para que se conserve para las generaciones futuras y puedan tener una prueba de los prodigios que hizo Dios en camino por el desierto: el «Testimonio» al que se refiere el texto son las piedras que Dios da a Moisés con el decálogo, ¡y el pueblo todavía no las tiene, porque ni siquiera han llegado al Sinaí! El autor de la fuente sacerdotal ha puesto en la narración algo que él conocía de sobra y que era importante para él (aunque en esa época ya habría desaparecido el maná y las tablas de la ley en la destrucción del templo realizada por Nabucodonosor)5. Será después de los cuarenta días que estuvo Moisés en el monte Sinaí cuando reciba las tablas de la ley: «Cuando acabó de hablar con Moisés en la montaña del Sinaí, le dio las dos tablas del Testimonio, tablas de piedra escritas por el dedo de Dios» (Ex 31,18). Comprebamos que son llamadas las tablas del Testimonio como en el v. 346. A la Escritura no le importa tanto la coherencia exacta de los datos como el mensaje que quieren transmitir. No es que el dato sea falso, el maná estuvo depositado en el arca de la Alianza, pero lo mencionan aquí cuando todavía no es posible.

· · ·

Podemos detenernos a contemplar la pedagogía divina que aparece en este relato y se desarrolla en el resto de la Escritura. Dios alimenta a su pueblo dándole pan porque no va a dejar que muera en el desierto. Dios se siente responsable de su pueblo y Moisés se lo recuerda para que no tengan duda: «No habéis murmurado contra nosotros, sino contra el Señor» (v. 8). Si Dios les ha mostrado su poder con las plagas y con la victoria sobre el faraón en el paso del mar Rojo, ¿no merece que su pueblo confíe en él?

Eso mismo nos pasa a nosotros. Pensamos que nuestra vida espiritual depende de nosotros y no somos capaces de confiar en Dios y descansar en él. Esto no significa que la vida espiritual sea cómoda, porque vivir con Dios es como vivir sobre un volcán. Dios no nos va a proporcionar la tranquilidad que tanto nos gusta, pero una cosa es segura: no nos va a fallar. No debemos olvidar que Dios es el primero que tiene interés en nuestra vida.

Este interés de Dios lo vemos en la situación paralela del pueblo de Israel que camina hacia el Sinaí y de Elías que camina al mismo monte, llamado Horeb en la tradición del Norte: los dos necesitan ser alimentados por el camino:

Luego anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: «¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!». Se recostó y quedó dormido bajo la retama, pero un ángel lo tocó y dijo: «Levántate y come». Miró alrededor y a su cabecera había una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y volvió a recostarse. El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: «Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo». Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios (1Re 19,4-8).

Como el pueblo en el Éxodo, Elías camina hacia la montaña del Señor y está agotado, no puede continuar. Pero Dios se preocupa del profeta que huye del rey que quiere acabar con su vida por proclamar la palabra de Dios. Y Dios lo busca, y lo alimenta lo suficiente para el camino que es largo, cuarenta días en paralelo a los cuarenta años del éxodo del pueblo de Dios. En ambos casos se ve como Dios se preocupa de su pueblo peregrino hasta que llega a su presencia.

Lo mismo sucede hoy con nosotros, que somos su pueblo: Dios nos alimenta mientras peregrinamos hacia él para que lleguemos a su presencia. Y el alimento que Dios nos da es el mismo Jesucristo. Lo encontramos en el llamado «discurso del pan de vida» del cuarto evangelio que realiza Jesús después de multiplicar los panes y que contiene una verdadera confrontación con los judíos.

Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» […]. «Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,30-35.48-58).

Le echan en cara a Jesús que Moisés acreditó que venía de parte de Dios dándoles el maná y que él tendrá que acreditar que se manifieste como profeta y se ponga a la altura de Moisés. Mientras los judíos emplean el término maná, Jesús va a evitarlo y referirse a él de otro modo. Jesús se refiere al «pan del cielo», como la cita que aducen los judíos que puede referirse a nuestro texto de Ex 16,4.15 o al Sal 78,24. Él es el pan de la vida, el verdadero pan bajado del cielo, porque este pan que dio Moisés en el desierto bajaba del cielo, pero no daba la vida verdadera; pero Jesús es el pan que baja del cielo y da la vida eterna. Lo mismo que el pueblo de Dios tuvo que ser alimentado con el maná en su deambular por el desierto, lo mismo que Elías tuvo que ser alimentado por Dios camino del monte de Dios, Jesucristo es el pan que Dios nos ha dado para que podamos llegar hasta el encuentro con él en el cielo: el pan, que es el mismo Jesús, da la vida eterna, él es verdadero pan vivo que da la vida. El Hijo ha bajado del cielo para ser nuestro alimento en el doble sentido: como Palabra y como Eucaristía, que se manifiesta en el doble banquete de la celebración Eucarística. Con ese doble alimento, que es Cristo, se nos da la vida de Dios, se nos fortalece para nuestra peregrinación hasta el cielo. No hay otro alimento que nos pueda dar la vida eterna.

Nosotros, como el caprichoso pueblo del desierto, anhelamos otro alimento. Nos gustaría un alimento más llamativo, más gustoso, con más cuerpo, con una apariencia mejor. Pero sólo este alimento que nos da Cristo es el que otorga la vida de Dios.

Apetecemos comidas distintas de las que Dios nos da. Nos saben más sabrosos otros alimentos que el que Dios nos ofrece. Dios nos da un alimento de adultos, para fuertes, por ejemplo, en la oración, y nosotros preferimos la comodidad, darnos gusto, aunque nos esclavice en el pecado.

Ante la incomprensión de los judíos («¿Cómo puede este darnos a comer su carme?»), el Señor no se echa para atrás y afirma con contundencia que es necesario comer su carne y beber su sangre si se quiere tener vida. Que sin él la vida lleva a la muerte.

Esto ayuda a entender la dura situación de los que son conscientes de esto y sin embargo no pueden comulgar porque están separados de Cristo a causa de su pecado.

Este alimento, que es Cristo, es especial y maravilloso, porque no lo asimila el que lo come y desaparece en él, sino que «permanece» en el que lo come de modo que se da una comunión mutua: «Habita en mí y yo en él». Este verdadero pan del cielo no se asimila y se transforma en el que lo come, sino que el que lo come se transforma en Cristo.

En la Eucaristía, que no es otra cosa que Cristo convertido en verdadera comida, Dios se preocupa de nosotros y nos da el alimento que proporciona las fuerzas necesarias para que lleguemos a la meta a la que él nos llama.

A la luz de esta realidad se ve con tristeza el grave error de aquellos cristianos que por vergüenza a confesarse -o lo que es peor, por vergüenza a que les vean comulgar- se privan de la comunión del pan vivo bajado del cielo que da la vida eterna, porque privarse de él es un verdadero suicidio.

Este alimento que necesitamos, Dios nos lo ofrece gratuitamente, pero hay que tomarlo, hay que hacer un cierto trabajo para recogerlo como hacían los judíos cada mañana. El pueblo luego lo molía y lo cocía.

Eso nos sucede también con las gracias que Dios da a cada uno de forma personal: Dios nos da su alimento, pero hay que recibirlas, tenemos que colaborar con ellas, necesitan un trabajo. Y no podemos ni rehusar esas gracias ni pedir otras.

Y el alimento que nos da Dios hay que recogerlo cada día. Eso es lo que nos enseña el Señor a pedir en el Padrenuestro: «Danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11). No pedimos el pan de mañana, del mismo modo que los judíos no podían recoger más pan que el necesario para cada jornada. Porque cada día tiene su afán, o como dice el texto de Mt 6,34: «A cada día le basta su desgracia», y al mal de cada día le corresponde el pan de cada día, la gracia de cada día, que no se puede ni anticipar ni acumular. Por eso el Señor nos manda no agobiarnos por el mañana (cf. Mt 6,25-34, especialmente, v.34: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio»), del mismo modo que a los israelitas les mandó no acumular maná para el día siguiente.


Planta y semilla de cilantro o coliandro

Dios en el desierto quiere enseñar a su pueblo lo mismo que a nosotros Jesús en el sermón del monte: «Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?» (Mt 6,26). También en el desierto enseña a los israelitas que se cuida de ellos como un padre. Aunque parezca imposible que Dios les de a comer pan y carne en el desierto Dios, lo hace; también les dará a beber agua, porque es un padre que protege a Israel que es su hijo. Dios quiere que su pueblo, a través de todas estas experiencias aprenda a fiarse de él.

El pueblo de Dios no sólo estaba agobiado en su caminar por el desierto, sino enfadado y en clara rebeldía. Les encajan perfectamente las palabras del Señor:

No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura (Mt 6,31-32).

Esto es lo que los israelitas pudieron experimentar y aprender con los cuidados de Dios en el desierto. Pero una y otra vez se comportaban como los paganos, como los que no conocen al Dios verdadero que cuida de los suyos como un verdadero padre. Y Dios, con su paciente pedagogía les iba mostrando que velaba por ellos y que no tenían sentido ni sus agobios ni sus rebeldías.

En el desierto de nuestra vida también nosotros nos agobiamos innecesariamente. Andamos preocupados por cosas que no son las esenciales (el reino de Dios y su justicia), y nos olvidamos de que Dios es nuestro Padre celestial que sabe que tenemos necesidad de todo eso y nos agobiamos como los que no tienen fe en Dios, como los que afrontan la vida como huérfanos de Padre del cielo. Lo que buscan afanosamente los paganos «Dios lo da a sus amigos mientras duermen» (Sal 127,3). Con nuestra desconfianza en Dios le impedimos que se nos manifieste como es, que se nos muestre como padre. Si nos paráramos a pensar, podríamos comprobar que lo hemos experimentado alguna vez en nuestra vida: cuando nos preocupamos y nos agobiamos por nuestros problemas, nos encerramos en nosotros mismos, estamos solos y nos enfrentamos solos con los problemas de la vida y fracasamos; pero cuando reconocemos nuestra incapacidad y nos ponemos en manos de Dios y le dejamos actuar, las cosas se ordenan y sorprendentemente se soluciona lo que parecía imposible. Y esto vale para lo material y para lo espiritual. Deberíamos vivir siempre así en el desierto de la vida, que es también duro e inhóspito, donde no faltan necesidades y enemigos. Vivir fiándonos del que nos da el alimento a su tiempo, pero como dice san Pablo, «la piedad es ciertamente una gran ganancia para quien se contenta con lo suficiente» (1Tm 6,6). Dios no va a satisfacer nuestros caprichos ni nuestros lujos, pero, si aprendemos la sobriedad de la vida evangélica, del caminar por el desierto, tanto en lo material como en lo espiritual, no va a faltarnos lo que necesitemos. Está comprometida la palabra de Dios, pero no nos fiamos: «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente?» (Mt 7,9-10). Como el pueblo de Dios por el desierto, nosotros vamos por la vida con nuestras quejas, desconfianzas y rebeldías. Como con aquellos judíos, Dios tiene que sacar ahora de un pueblo caprichoso, rebelde y de dura cerviz, un pueblo fuerte con una confianza firme apoyada en la fe en Dios, que pueda llegar a la meta que Dios le plantea. Nosotros queremos mantenernos en la inmadurez y en el capricho, y Dios quiere nuestra maduración. Así lo dice el apóstol a los corintios: «Tampoco yo, hermanos, pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Por eso, en vez de alimento sólido, os di a beber leche, pues todavía no estabais para más. Aunque tampoco lo estáis ahora, pues seguís siendo carnales» (1Co 3,1-3).

Es Jesús el que asume esta tentación de su pueblo en el desierto, la vence y nos enseña a vencerla:

Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» (Mt 4,1-4).

El demonio le plantea a Jesús que solucione su hambre con su poder, con sus medios. Si Israel hubiera podido, habría buscado el alimento con sus propias fuerzas (de hecho, piensan que sería mejor volver a Egipto, donde lo tenían asegurado). El Señor sabe rechazar la tentación y responde lo que el pueblo de Dios habría debido responder. Así aprendemos que no debemos dedicarnos a buscar nuestro alimento con nuestras propias fuerzas, con nuestra iniciativa; sino que debemos fiarnos de su palabra, porque él sabe lo que nos tiene que dar.

Es necesario que apliquemos esta enseñanza a las gracias que recibimos en nuestra vida espiritual. Si no acogemos las luces y las gracias de Dios, de modo que no las ponemos en práctica y trabajamos en lo que nos indican, se pierde la gracia, porque en el fondo no la hemos recogido. Si, por el contrario, le exijo al Señor gracias y luces que no necesito para caminar, que son un capricho, que son para otro momento de mi crecimiento espiritual, le exijo y le reprocho lo que no debe darme para mi verdadero crecimiento y fortalecimiento. Si intentamos arrebatar a Dios lo que es un don e intentamos alimentarnos de lo que no nos corresponde, estamos cayendo en algo muy parecido a la primera tentación que el demonio le planteó a Adán y Eva: tomar por la fuerza el alimento que Dios quería dar más adelante. Y cuando hablamos de buscar por nuestra cuenta otros alimentos distintos a los que Dios nos quiere dar hay que pensar no sólo en lo material, sino en personas a las que queremos, personas que nos han ayudado en la vida espiritual, gracias recibidas… Todo eso nos da seguridad y cuando lo perdemos nos quejamos, nos entristecemos. Pero ¿nos fiamos o no nos fiamos de Dios?

Ante nuestras quejas tenemos que oponer la enseñanza de Jesús: «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso» (Mt 6,32). Hemos de ser libres, dejarnos llevar por el desierto, que él decida con que alimentarnos para que sea él quien realice su obra y nos dé lo que quiera darnos, lo que necesitemos. Como a los israelitas nunca nos va a sobrar ni nos va a faltar. Siempre vamos a caminar con lo justo, pero nunca nos va a faltar lo que necesitemos. Dios, como buen educador, siempre está tirando de nosotros: lo suficientemente cerca para que le veamos y sintamos su ayuda y lo suficientemente lejos para que tengamos que caminar e ir creciendo. Por eso es a la vez santo y cercano, compañero e inaccesible, padre pero exigente, que nos hace caminar hasta el extremo de nuestras fuerzas y que nos alimenta lo necesario para que sigamos el camino, como a Elías.

· · ·

Otros textos de la Escritura iluminan la realidad del maná no sólo como respuesta al hambre física del pueblo, sino como ofrecimiento de un alimento sobrenatural por parte de Dios:

Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón: si observas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios (Dt 8,2-3).

El Señor prueba al pueblo con la aflicción para que salga a la luz lo que realmente hay en su corazón, para conocerle, y también para que el pueblo pueda conocerse a sí mismo. Es la pedagogía de Dios con su pueblo. Dios va trabajando en el corazón del pueblo para que no sólo espere el alimento cotidiano, sino que a través de la prueba y la aflicción aprenda a esperar la palabra del Señor, el alimento que Dios le ofrece. El maná es alimento suficiente para que el hombre no se quede sólo en buscar el pan que alimenta el cuerpo, sino que vaya más allá y busque todo cuanto sale de la boca de Dios.

Jesús en el desierto experimenta la misma tentación que el pueblo de Israel: buscar ante todo el alimento que proporciona el bienestar físico, la estabilidad personal. Pero la supera con palabras de este mismo pasaje del Deuteronomio: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).

Dios llama a su pueblo a anhelar y buscar otro alimento. El maná es oferta para que el pueblo no muera de hambre y también invitación a que el pueblo, transcendiendo el maná, desee y busque un sustento distinto.

Pero ellos volvieron a pecar contra él,
y en el desierto se rebelaron contra el Altísimo:
tentaron a Dios en sus corazones,
pidiendo una comida a su gusto;
hablaron contra Dios: «¿Podrá Dios
preparar una mesa en el desierto?
Él hirió la roca, brotó agua
y desbordaron los torrentes;
pero ¿podrá también darnos pan,
proveer de carne a su pueblo?».
Lo oyó el Señor, y se indignó;
un fuego se encendió contra Jacob,
hervía su cólera contra Israel,
porque no tenían fe en Dios
ni confiaban en su auxilio.
Pero dio orden a las altas nubes,
abrió las compuertas del cielo:
hizo llover sobre ellos maná,
les dio pan del cielo;
y el hombre comió pan de ángeles,
les mandó provisiones hasta la hartura.
Hizo soplar desde el cielo el levante,
y dirigió con su fuerza el viento sur;
hizo llover carne como una polvareda,
y volátiles como arena del mar;
los hizo caer en mitad del campamento,
alrededor de sus tiendas.
Ellos comieron y se hartaron,
así satisfizo su avidez (Sal 78,17-29).

El salmo nos revela que al Señor le duele que su pueblo no se fíe de él. Él, que lo ha liberado con su mano poderosa de la esclavitud con los prodigios que afligieron a los egipcios y salvaron a los israelitas, que les hizo cruzar milagrosamente el mar Rojo derrotando a sus enemigos, que ha sido su protección con la nube que le da sombra durante el día y le guía con la columna de fuego por la noche, él no encuentra fe en su pueblo. Por eso se indigna y se enciende su ira contra ellos. Pero Dios sigue mostrando su benevolencia para con su pueblo y los alimenta.

Encontramos también en el salmo claves importantes para entender lo que es el maná. Lo llama «pan del cielo». No es pan de la tierra, pan hecho por los humanos, es un pan que procede del cielo, por eso dice que «el hombre comió pan de ángeles». No es un alimento de esta tierra, es un pan espiritual apropiado para los ángeles, es un pan espiritual que permite no sólo sobrevivir y crecer físicamente, sino crecer espiritualmente. Y ¿de qué se alimentan los ángeles en el cielo?, ¿en qué consiste ese pan? El alimento de los ángeles no es otra cosa que la contemplación del Verbo. Por tanto, en el maná Dios da a los hombres un alimento celeste que nosotros, cristianos, sabemos que es Jesucristo, nuestro Señor, porque no hay más alimento en el cielo que él. Él es el árbol de la vida, el árbol que alimenta y da la eternidad (cf. Gn 2,9; Ap 2,7; 22,2). Con el maná Dios ofrece ya a los israelitas el signo de ese alimento celestial. Por eso, invitados por el salmo, vemos en el maná una alusión a Cristo, a la Eucaristía.

Nos hace bien descubrir que Dios, que privó a Adán y Eva de la posibilidad de tomar el alimento del árbol de la vida después de su desobediencia al comer del árbol del bien y del mal (Gn 3,22), lo va a dar a su pueblo en Cristo, y lo significa con el maná con el que alimenta a su pueblo en el desierto, que es un pan del cielo, un pan de ángeles.

También el libro de la Sabiduría llama al maná «manjar de ángeles»:

A tu pueblo, en cambio, lo alimentaste con manjar de ángeles,
y les mandaste desde el cielo un pan preparado sin esfuerzo,
lleno de toda delicia y grato a cualquier gusto.
Este sustento revelaba a tus hijos tu dulzura,
pues se adaptaba al gusto de quien lo tomaba
y se convertía en lo que cada uno quería (Sab 16,20-21).

Este pasaje de la Biblia subraya que se trata de un alimento que los israelitas consiguen sin esfuerzo: no es fruto de la actividad del hombre, sino don de Dios. El mismo que dejó sin comida a los egipcios con las plagas del pedrisco y la langosta, ahora reparte entre sus fieles un alimento acorde con el pueblo santo que son. Este alimento que se les da, que no proviene de su trabajo, llena de toda delicia, es grato a cualquier paladar y sacia a todo el que tenga la debida disposición interior. Dios adapta su alimento al gusto del que lo recibe, se convierte en lo que cada uno quiere. Así se indica la eficacia nutritiva y gustosa a la vez de un alimento que el hombre desconoce.

De nuevo se señala el sentido espiritual del maná que Jesús recoge en sus signos y en sus palabras. Jesús alimenta a las muchedumbres hambrientas. Primero con su palabra: hablándoles y enseñándoles con calma les sacia porque están perdidos como ovejas sin pastor (Mc 6,34). Y, cuando ya están saciados de la Palabra, les alimenta con pan, como hizo Dios con su pueblo en el desierto, pero este pan que ofrece Jesús al multiplicar los panes significa mucho más que el alimento terreno:

Al pasar a la otra orilla, a los discípulos se les había olvidado tomar pan. Jesús les dijo: «Estad atentos y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos». Discutían entre ellos diciendo: «Es porque no hemos cogido panes». Dándose cuenta Jesús dijo: «¡Gente de poca fe!, ¿por qué andáis discutiendo entre vosotros que no tenéis panes? ¿Aún no entendéis? ¿No os acordáis de los cinco panes para los cinco mil?, ¿cuántos cestos sobraron? ¿Ni de los siete panes para los cuatro mil?, ¿cuántas canastas sobraron? ¿Cómo no comprendéis que no me refería a los panes? (Mt 16,5-11).

Jesús les recuerda las multiplicaciones de los panes que ha realizado para señalar un pan sobreabundante que llena y sacia a todo aquel que lo busca.

Volvemos al evangelio según san Juan donde aparece con claridad la realidad que los signos contienen. Primero Jesús les revela a sus discípulos quién es él y por qué les ofrece el verdadero pan del cielo:

Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan» (Jn 6,30-34).

Los discípulos aceptan la palabra del Señor: el verdadero pan del cielo no es el que dio Moisés, sino el que da el Padre del cielo: el pan que baja del cielo y da vida al mundo es Jesús en persona. Jesucristo, el Hijo de Dios bajado del cielo, el Verbo hecho carne, es el verdadero alimento del que se nutren los ángeles, el único que da las fuerzas necesarias para poder vivir caminando en esta vida hacia la patria celeste.

Más adelante se lo dice a los fariseos con más claridad si cabe:

«Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,48-58).

Jesús nos habla de un pan que no es meramente humano. El maná, aunque es enviado por Dios desde el cielo, tiene una eficacia limitada: da vida al cuerpo y puede ayudar al alma si se le reconoce como el alimento futuro, pero no libra de la muerte. Sin embargo, el que come del pan verdadero que ofrece Dios, que es Jesús, no muere, sino tiene vida eterna. Y ese pan para sorpresa y desconcierto de los que lo escuchan -y para nosotros- es su propia carne. Nos habla ya con toda claridad de la carne entregada de Jesús como verdadero alimento. Y ese alimento nos incorpora a Dios porque hace que él habite en quien lo coma y el que lo recibe habita en él. Al comer del nuevo maná que Dios nos da, que es la carne del Hijo de Dios, nos incorporamos a él y por medio de él nos incorporamos al Padre, de modo que ese alimento no se transforma en nosotros, sino que nosotros nos transformamos en lo que comemos en la Eucaristía.

· · ·

También la Escritura profundiza en el sentido del envío milagroso de las codornices con las que Dios dio carne a su pueblo en medio del desierto en el libro de los Números:

La masa que iba con el pueblo estaba hambrienta, y los hijos de Israel se pusieron a llorar con ellos, diciendo: «¡Quién nos diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos! En cambio ahora se nos quita el apetito de no ver más que maná» […]. «Y al pueblo le dirás: “Purificaos para mañana, pues comeréis carne. Habéis llorado pidiendo al Señor: ‘¡Quién nos diera de comer carne! Nos iba mejor en Egipto’. El Señor os dará de comer carne. Y la comeréis, no un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte, sino un mes entero, hasta que os salga por las narices y la vomitéis. Porque habéis rechazado al Señor, que va en medio de vosotros, y habéis llorado ante él diciendo: ‘¿Por qué salimos de Egipto?’”». Replicó Moisés: «La gente que me acompaña son seiscientos mil de a pie, ¿y tú dices: “Les voy a dar carne para que coman un mes entero”? Aunque matemos las ovejas y las vacas, no les bastará, y aunque reuniera todos los peces del mar, no les bastaría». El Señor dijo a Moisés: «¿Tan mezquina es la mano del Señor? Ahora verás si se cumple mi palabra o no». Moisés salió y comunicó al pueblo las palabras del Señor (Nm 11,4-6.18-24).

A diferencia del relato del Éxodo, el libro de los Números sitúa este acontecimiento después del encuentro con Dios en el Sinaí. La localización espacial o temporal no es lo que más les preocupaba. A nosotros nos debe importar descubrir la prueba que supone este acontecimiento para el pueblo de Israel. Curiosamente la crítica no comienza por Israel, sino por la masa de extranjeros que acompaña al pueblo de Dios. Ya vimos que, al salir de Egipto, otros esclavos que no son hebreos se incorporan a la multitud que escapa de la esclavitud del faraón. Aquí las quejas no están originadas por el hambre, porque según este relato ya se están alimentando del maná. Es precisamente el hartazgo de comer sólo maná lo que les hace lamentarse y rebelarse. No les basta el alimento que Dios les da, quieren un alimento mejor. Y entonces añoran el alimento de la esclavitud, no el que Dios les da. Prefieren la esclavitud con el vientre lleno y los caprichos cubiertos, a la libertad con un alimento generoso y milagroso, pero que no les acaba de saciar porque -como hemos visto- se trata de un alimento espiritual.

Así somos los seres humanos. Nunca nos satisface nada. Siempre queremos algo distinto de lo que tenemos. Y no sólo en lo material.

No es la única vez que los hebreos se van a quejar del maná y añorar el pan de la esclavitud:

El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia» (Nm 21,4-5).

El maná es un alimento para los que buscan a Dios y no sólo para llenarse el estómago. Lo podemos entender mejor con lo que dice san Pablo para aplicárnoslo a nosotros:

La piedad es ciertamente una gran ganancia para quien se contenta con lo suficiente. Pues nada hemos traído al mundo, como tampoco podemos llevarnos nada de él. Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, contentémonos con esto (1Tm 6,6-8).

Los dones de Dios son una ganancia para los que anhelan el otro mundo y ansían saciarse de Dios. Es lo mismo que nos quiere decir Jesús en las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Sólo serán plenamente saciados los que buscan el alimento que puede llenar el corazón el hombre de, lo que realmente necesita: ser justos ante Dios. Pero los que sólo quieren llenar su vientre sólo buscarán un pan material, que al final no da la vida eterna y les pasará como a los israelitas que murieron en el camino y no llegaron a la tierra prometida.

Dios, ofendido y rechazado, interviene para responder a su pueblo y les promete que van a comer carne. Es significativo que después de prometerles darles de comer carne, en el v. 18 les manda purificarse para alimentarse de las codornices. Es una señal de que se trata de un alimento que trasciende el alimento que sacia el cuerpo, es un alimento espiritual que requiere una pureza ritual, es un don de Dios más allá del alimento físico, que requiere una actitud y una preparación precisas para recibirlo. Desgraciadamente, el pueblo de Israel no va a estar preparado. Es un alimento inferior al maná, pero deben recibirlo de la mano de Dios. Y ese alimento, inferior al maná, va a hartarles, porque no creen en el Señor y eso significa que lo han rechazado.

Aquí aparece de nuevo el gran pecado del pueblo de Dios en el desierto: han rechazado a Dios que está en medio de ellos y han preferido la esclavitud, deseando volver a Egipto porque Dios no satisface sus gustos y caprichos.

Aparece de nuevo el mismo problema que compartimos con el pueblo de Israel: queremos lo tangible, lo seguro, lo que satisface nuestros instintos. Pero Dios quiere darnos más, no que tengamos saciados los instintos, sino que aceptemos tener hambre de otra realidad, que en definitiva es Dios mismo, es el cielo. Y, desgraciadamente, nos decidimos por la esclavitud que satisface nuestras pasiones y rechazamos al que nos da lo que realmente sacia nuestra hambre profunda.

Tendríamos que pararnos a pensar qué le pedimos al Señor. Con cuánta intensidad anhelamos y pedimos los bienes de la tierra y los del cielo. Y aunque Dios nos da los bienes de la tierra, él desea que le pidamos los del cielo, porque en los dones del cielo que Dios quiere dar «tanto alcanza cuanto espera», como dice san Juan de la Cruz7. Y si no los anhelamos y no los pedimos, Dios no puede darnos los dones celestiales que tiene preparados para nosotros y desea darnos. Si estamos siempre pidiendo y deseando lo concreto, lo cotidiano, lo de esta tierra, entonces nuestro anhelo de eternidad no crece, y los dones de esta tierra en vez de impulsarnos a desear los dones del cielo se convierten en una pantalla que nos impide ver todo lo que Dios nos está ofreciendo.

Ante la promesa de Dios de que les va a dar comer carne durante tanto tiempo y a tanta gente aparece también la incredulidad en Moisés. Y Dios se lamenta de que hasta Moisés crea que la mano del Señor es débil y tacaña para hacer este prodigio. Y el Señor acepta el reto implícito en la incredulidad de Moisés.

Dios no nos da más porque no nos atrevemos a pedirle más. Él es el omnipotente y no encuentra a nadie que tenga suficiente valor e imaginación para presentarle retos elevados. Nos conformamos con pedir cosas de esta tierra: seguridades, comodidades… Pero Dios está anhelando que alguien vaya más allá de lo que él promete. Es lo que hace el centurión de Lc 7,1-10, que alegra a Jesús cuando le pide que haga el milagro sin necesidad de que entre en su casa con su sola palabra, porque cree que Jesús tiene autoridad para ello. A Jesús le gusta el reto que plantea ese acto de fe. Es la misma actitud de ir más allá de las seguridades que tiene la Virgen que cree que «para Dios no nada hay imposible» (Lc 1,37) y por eso será dichosa al ver que se cumple la maravilla que Dios le ha propuesto, como le anuncia Isabel (Lc 1,45). Si el Señor encontrara corazones parecidos al de María, semejantes al del centurión, capaces de creer en lo imposible, haría maravillas porque es el Dios todopoderoso. Nosotros limitamos los milagros del Señor a nuestras expectativas: «Que te suceda según has creído» (Mt 8,13); «Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58). Y pedimos cosas concretas de este mundo y entristecemos a Dios porque pensamos que su mano es mezquina. Si pidiéramos el tesoro de la intimidad con Dios, si pidiéramos la perla preciosa de la santidad, que no es otra cosa que buscar sólo a Dios, se nos daría. Pero como nos aferramos a otras cosas, al final no las tenemos en plenitud ‑porque si Dios nos las diera nuestro corazón se quedaría encerrado en lo material‑, ni tenemos lo que él quiere darnos, que no es otra cosa que a sí mismo.

Más adelante, el libro de los Números nos ofrece el relato del prodigio de las codornices, de forma más detallada a como lo leemos en el libro del Éxodo:

El Señor hizo que se alzara un viento que trajo bandadas de codornices de la parte del mar, y las hizo caer sobre el campamento, en una extensión de una jornada de camino alrededor del campamento, y a una altura de un metro del suelo. El pueblo se dedicó todo aquel día y toda la noche y todo el día siguiente a recoger las codornices. El que menos, recogió diez modios. Y las tendieron alrededor del campamento. Todavía tenían la carne entre los dientes, todavía la estaban masticando, cuando se encendió la ira del Señor contra el pueblo y lo hirió el Señor con gran mortandad. Aquel lugar se llamó a Quibrot Hatavá, porque allí fue sepultada la muchedumbre de los que se habían dejado llevar de la glotonería. De Quibrot Hatavá partió el pueblo hacia Jaserot y se quedaron en Jaserot (Nm 11,31-35).

Ya mencionamos más arriba el fenómeno natural que puede estar detrás de este prodigio: muchas aves cuando empieza el calor emigran hacia el norte pasando por la península del Sinaí, y el agotamiento causado por el paso del mar hace que algunas caigan al suelo. No es algo extraño o infrecuente. Lo que sí es sorprendente y extraordinario, y lo expresa el autor con cifras fantásticas, es que caen en el campamento cubriendo una extensión equivalente a una jornada de camino alrededor del campamento, lo que supone una buena cantidad de kilómetros (15 ó 20) y hasta la altura de un metro de codornices exhaustas y moribundas. Estuvieron dos días recogiendo aves y los diez modios que, por lo menos recogió cada uno, equivale casi a 3.500 kg8. El autor utiliza estas cifras exageradas para manifestar hasta qué punto Dios tiene poder para saciar a su pueblo de forma sobreabundante, inesperada e increíble.

Dejan secar al sol las codornices para comerlas después. Se podría ver en esa putrefacción el origen de una epidemia que acabó con un buen número de israelitas en esa ocasión: «una gran mortandad» (v. 33). En cualquier caso, el pueblo de Dios comprende que ha pecado contra Dios con sus quejas y exigencias: «Se habían dejado llevar de la glotonería» (v. 34). Han buscado sólo el alimento de la tierra, han tentado a Dios exigiéndole alimento terreno y a su gusto. Aparece, sin embargo, la misericordia de Dios, porque si hubiera saciado al pueblo sin más consecuencias, hubieran dejado de buscar los bienes de arriba. Permite que el pueblo glotón que sólo quiere el alimento de esta tierra llene sus estómagos como desea y tenga como consecuencia la muerte. Así el resto del pueblo podrá buscar un alimento mejor y más elevado.

· · ·

Entre la queja del pueblo y la respuesta de Dios aparece la intercesión de Moisés de la que tenemos mucho que aprender:

Moisés oyó cómo el pueblo lloraba, una familia tras otra, cada uno a la entrada de su tienda, provocando la ira del Señor. Y disgustado, dijo al Señor: «¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia a tus ojos, sino que me haces cargar con todo este pueblo? ¿He concebido yo a todo este pueblo o lo he dado a luz, para que me digas: “Coge en brazos a este pueblo, como una nodriza a la criatura, y llévalo a la tierra que prometí con juramento a sus padres”? ¿De dónde voy a sacar carne para repartirla a todo el pueblo, que me viene llorando: “Danos de comer carne”? Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, hazme morir, por favor, si he hallado gracia a tus ojos; así no veré más mi desventura» […]. Replicó Moisés: «La gente que me acompaña son seiscientos mil de a pie, ¿y tú dices: “Les voy a dar carne para que coman un mes entero”?» (Nm 11,10-15.21).

La situación de Moisés es realmente difícil y comprometida: dolido por las quejas y peticiones del pueblo, agotado por la carga que le ha puesto Dios y solo ante toda esa responsabilidad. Siente sobre él la angustia del pueblo que llora, que tiene hambre, que clama, se queja y se rebela, que es como un niño pequeño que no se conforma con nada. Moisés se siente responsable del pueblo y experimenta la angustia de ofrecer una respuesta que no puede dar. Pero de cara a Dios, está dolido por el rechazo del pueblo, que no se fía de Dios. Moisés ve el corazón de Dios y sabe que se siente rechazado y sufre, y se avergüenza del rechazo a Dios por parte de su pueblo. Ni puede con el pueblo, ni puede darle al pueblo lo que le exige, ni puede darle a Dios lo que pide. Tiene una clara conciencia de que no puede hacer nada. Y Moisés ya ha aprendido que en esta situación no vale de nada apelar al pueblo, porque no les va a convencer, no va a saber ayudarles. Al que puede apelar es a Dios, y por eso se dirige a Dios y se queja ante él con angustia. No puede cargar con el pueblo, él no lo ha engendrado, es como mucho la nodriza. No les puede alimentar como le piden, no puede calmarles, no puede evitar que se quejen a Dios.

Dios le va a responder y en esa respuesta tienen su origen los jueces que van a ayudar a Moisés a regir al pueblo.

El Señor respondió a Moisés: «Tráeme setenta ancianos de Israel, de los que te conste que son ancianos servidores del pueblo, llévalos a la Tienda del Encuentro y que esperen allá contigo. Bajaré a hablar contigo y apartaré una parte del espíritu que posees y se la pasaré a ellos, para que se repartan contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Nm 11,16-17).

Dios se apiada de Moisés, que está tan agotado se desea la muerte.

No es extraña esta actitud en los amigos de Dios que saben por propia experiencia que Dios pide demasiado para un hombre. Pero en el fondo lo que sucede es que Dios quiere que los que guían al pueblo se fíen únicamente de él y no de sus propias fuerzas; que sepan que Dios los ha puesto al frente de su pueblo, pero que no tienen la respuesta que necesita el pueblo de Dios. Si Dios no se lo da, no serán capaces de satisfacer las demandas del pueblo. Lo mismo le sucede a Elías, a Jeremías, a Jonás. Quizá el que lo expresa con más fuerza es Jeremías agotado por predicar a un pueblo que lo rechaza y lo persigue:

Maldito el día en que nací,
no sea tenido por bendito
el día en que mi madre me parió.
Maldito el hombre que anunció
la buena noticia a mi padre:
«Te ha nacido un hijo varón»,
y le dio una gran alegría.
Sea ese hombre igual que las ciudades
que el Señor destruyó sin compasión;
que escuche alaridos de mañana,
gritos de guerra al mediodía.
¿Por qué no me mató en el vientre?
Mi madre habría sido mi sepulcro,
con su vientre preñado eternamente.
¿Por qué hube de salir del vientre
para pasar trabajos y fatigas
y acabar mis días deshonrado? (Jr 20,14-18).

El profeta anhela la muerte porque al final está en tierra de nadie: Dios no le escucha y los hombres tampoco. Se encuentra acosado por ambas partes y no tiene respuesta a la situación.

Como hemos visto, Dios se compadece de Moisés: dará comida para el pueblo y enviará jueces que le ayuden, porque Dios es compasivo y quiere a los suyos. Es aleccionador y conmovedor que Dios lleva a Moisés hasta el extremo para que sólo se fíe de él, para que no se instale en su poder de intercesor y no crea que es él quien guía al pueblo. Una y otra vez, Dios hace que Moisés conozca sus límites para que sea humilde y acuda al Señor su Dios.

Es una buena imagen de lo que es la vida del sacerdote, que también experimenta la impotencia y el dolor de no poder satisfacer a los hombres, de descubrir que Dios ofrece lo que el pueblo no pide y no quiere recibir, de no poder dar lo que le piden. El sacerdote sólo tiene como respuesta al Señor y en muchas ocasiones no tiene esa respuesta porque todo depende de que Dios ponga en las manos del sacerdote lo que quiere entregar a los demás. Eso va haciendo que el sacerdote sea pobre, dependiente, consciente de que, como Moisés, no es él quien gesta al pueblo, sino que, como mucho, es la nodriza. El sacerdote sólo es padre en sentido metafórico, porque sólo Dios es el Padre, sólo él da la vida. A veces Dios utiliza mediaciones humanas que reciben también el nombre de «padre», pero a condición de que sean conscientes de quién es el verdadero padre, del que son meros instrumentos. Son más bien nodrizas para bien del pueblo que tienen que desaparecer y aprender a ser humildes.

El agua que brota de la roca (Ex 17,1-7)


Tintoretto, Moisés hace manar agua de la roca

Texto bíblico

1Toda la comunidad de los hijos de Israel se marchó del desierto de Sin, por etapas, según la orden del Señor, y acampó en Refidín, donde el pueblo no encontró agua que beber. 2El pueblo se querelló contra Moisés y dijo: «Danos agua que beber». Él les respondió: «¿Por qué os querelláis contra mí?, ¿por qué tentáis al Señor?». 3Pero el pueblo, sediento, murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?». 4Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Por poco me apedrean». 5Respondió el Señor a Moisés: «Pasa al frente del pueblo y toma contigo algunos de los ancianos de Israel; empuña el bastón con el que golpeaste el Nilo y marcha. 6Yo estaré allí ante ti, junto a la roca de Horeb. Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo». Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. 7Y llamó a aquel lugar Masá y Meribá, a causa de la querella de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17,1-7).

Lectio

[vv. 1-4] Después de este recorrido por los textos que desarrollan el alimento que Dios da a su pueblo con el maná y las codornices, volvemos al relato del Éxodo y al camino del pueblo de Dios por el desierto. El pueblo va cayendo en la cuenta de que el tránsito por el desierto es duro y tiene que ir aprendiendo la confianza en Moisés y en Dios de la que carece. Lo que el pueblo experimenta con fuerza son sus necesidades y, de nuevo, se vuelve iracundo contra Moisés y contra Dios cuando le falta agua para calmar la sed.

En Refidín el agua escasea, experimentan la sed y se quejan ante Moisés. Pero Moisés no se lo toma como un ataque personal a su persona, sino como un ataque a Dios: «¿Por qué tentáis al Señor?» (v. 2). Él es consciente de que no tiene respuestas, pero los israelitas deberían saber que Dios sí las tiene y no deberían tentar a Dios quejándose de esa manera. Es importante descubrir que Moisés no se toma esas quejas como un ataque personal, no encontramos en él una susceptibilidad herida. Le duelen estas quejas porque, en definitiva, van dirigidas a Dios. Moisés da la respuesta de lo que el pueblo necesita, no se queda atrapado por lo que el pueblo manifiesta.

Aparece de nuevo la misma tentación en el pueblo: añorar las comodidades y la seguridad que les ofrecía la esclavitud de Egipto, olvidarse de la tierra prometida como una quimera inalcanzable. Y Moisés, una y otra vez, tiene que hacer lo mismo: dirigir su mirada a Dios, para manifestarle las necesidades y las quejas del pueblo -como si Dios no lo supiera-. Pero Dios quiere escuchar estas peticiones de labios de Moisés. En gran medida las atiende porque Moisés se las dirige. Hace falta un mediador entre la necesidad y el sufrimiento del pueblo y la respuesta salvadora de Dios.

[vv. 5-6] Dios responde a Moisés que tome el bastón milagroso que le dio en el primer encuentro con él (Ex 4,1-5), con el que realizó las plagas en Egipto (Ex 7,8-12) y con el que abrió las aguas del mar Rojo para liberarlos (Ex 14,16), y que le acompañen algunos ancianos de Israel para que sean testigos y que golpee la roca para que salga agua y el pueblo pueda beber.

Pero el agua era algo que faltaba constantemente en el camino por el desierto, no basta un milagro puntual en aquel lugar, es necesario que se prolongue en el tiempo para ir dando a beber al pueblo a lo largo del camino. Por eso san Pablo, que sigue a los rabinos que interpretaban la Escritura9, afirma que la roca sigue al pueblo: no sólo mana agua en Masá y Meribá, sino que va detrás de Israel para calmar su sed.

Pues no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo (1Co 10,1-4).

San Pablo nos ayuda a entender qué representa esa roca misteriosa y nos dice dónde podemos encontrar la fuente de agua viva. La roca misteriosa que sigue al pueblo y ofrece el agua que mana de sus entrañas es el anticipo de Cristo, el que ofrece el agua viva:

El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritó: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”» (Jn 7,37-38).

A la samaritana le explica qué tipo de agua ofrece:

El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,13-14).

La roca que golpea Moisés es Cristo, el bastón es la lanza del soldado que abre las puertas de las que mana el agua salvadora que necesita el pueblo sediento, que no es otra cosa que el Espíritu Santo (Jn 7,39). Si en Masá y Meribá es Moisés el que golpea la roca, es ahora el soldado romano el que abre la fuente de la salvación (Jn 19,34). El agua que sacia la sed corporal de los israelitas es signo y anticipo del agua que sacia la sed de salvación del alma humana, la que brota del corazón de Cristo.

[v. 7] Masá y Meribá significa «tentación» y «querella», así se denomina el lugar donde el pueblo se enfrentó a Dios y en el que Dios aceptó que se golpease la roca para que brotara de ella el agua que podía saciar la sed del pueblo.

Masá y Meribá quedará como signo de la dureza del pueblo, que hay que evitar a toda costa, si no queremos vagar por el desierto sin encontrar la tierra prometida. En vez de la falta y la rebeldía lo que necesitamos para no tentar a Dios es escuchar su voz:

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
«Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso» (Sal 95,7-11).

La carta a los Hebreos no deja de aplicar este salmo a los cristianos que se echan atrás en el seguimiento de Cristo, y señala la causa de esa rebeldía que es la falta de fe:

Por eso dice el Espíritu Santo:
Si escucháis hoy su voz,
no endurezcáis vuestros corazones
como cuando la rebelión,
en el día de la prueba en el desierto,
cuando me pusieron a prueba vuestros padres,
y me provocaron,
a pesar de haber visto mis obras
cuarenta años.
Por eso me indigné contra aquella generación
y dije: Siempre tienen el corazón extraviado;
no reconocieron mis caminos,
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso
.
¡Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo e incrédulo, que lo lleve a desertar del Dios vivo. Animaos, por el contrario, los unos a los otros, cada día, mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado. En efecto, somos partícipes de Cristo si conservamos firme hasta el final la actitud del principio. Al decir:
Si escucháis hoy su voz,
no endurezcáis el corazón,
como cuando la rebelión,

¿quiénes se rebelaron, al escucharlo? Ciertamente, todos los que salieron de Egipto por obra de Moisés. Y ¿contra quiénes se indignó durante cuarenta años? Contra los que habían pecado, cuyos cadáveres cayeron en el desierto. Y ¿a quiénes juró que no entrarían en su descanso sino a los rebeldes? Y vemos que no pudieron entrar por falta de fe. Temamos, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros crea haber perdido la oportunidad (Heb 3,7-4,1).

· · ·

Es necesario que recordemos algunos textos de la Escritura relacionados con esta roca de la que mana agua, que ya hemos citado en otra ocasión10, pero que merece la pena señalar aquí:

Ofrecí la espalda a los que me golpeaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba;
no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda,
por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado (Is 50,6-7).

La roca, que es Cristo, como dice san Pablo, se deja golpear porque sólo puede brotar de ella el agua salvadora que apaga la sed del pueblo si antes es hendida por los golpes.

No sólo Jesucristo es la fuente del agua viva, sino que todos los que se acerquen a él se convertirán ellos mismos en un surtidor de agua viva, un agua tan especial que salta a la vida eterna. De alguna manera tenemos la oportunidad de revestirnos de Cristo, transformarnos en roca por fuera, dejar ser hendidos y que de nosotros también brote agua de salvación para los demás.

Mira, hago tu rostro tan duro como el de ellos, y tu cabeza terca como la de ellos; como el diamante, más dura que el pedernal hago tu cabeza. No les tengas miedo ni te espantes de ellos, aunque sean un pueblo rebelde (Ez 3,8-9).

Tenemos que dejarnos golpear y generar en nosotros la dureza de la roca para que podamos ser golpeados y llevar luego al mundo el agua que necesita.

Es necesario tenerlo en cuenta porque a veces tenemos la piel muy fina, nos sorprenden las dificultades y desprecios y nos quejamos ante Dios y ante los demás. El cristiano sigue a un crucificado, al que aceptó ser pedernal golpeado, roca perforada, corazón traspasado, y no puede ser fecundo para los demás si no es a través de compartir los sufrimientos de Cristo (cf. 2Co 1,7; 1Pe 4,13).

El apóstol san Juan da solemne testimonio del momento en el que Jesús, roca hendida, se transforma en fuente de agua viva:

Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19,34-35).

Dios quiere que seamos como el Señor, duros, sólidos, que pongan el rostro como el pedernal, que acepten los golpes, pero con entrañas de misericordia de las que también mane agua viva para los demás.

Y no debemos olvidar que el mismo Jesús nos desvela qué es esa agua que sale del costado de Cristo, nada menos que el Espíritu Santo:

El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritó: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”». Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él (Jn 7,37-39).

Esta imagen de la roca de Masá y Meribá es enormemente rica y sugerente, porque está mostrando que lo que parece duro, estéril y muerto: la roca; sin embargo, es el receptáculo de la vida de Dios. De Cristo, roca firme, pedernal golpeado, brota nada menos que el Espíritu Santo que da la vida de Dios a los que lo reciben.

Comprobamos que no brota agua sin que se horade la piedra. Tampoco nosotros podemos pretender dar vida a los demás sino rompiéndonos. Nos olvidamos de ello y pretendemos ser fecundos por medio de la eficacia y el éxito, pero esa fecundidad no es la de Dios y se queda en nada, porque no es la fecundidad evangélica, la fecundidad de la cruz, de la que pende la roca traspasada de la que mana agua y sangre, que entrega en abundancia el Espíritu de vida (cf. Jn 19,30).

El salto a la contemplación es absolutamente gratuito por parte de Dios, pero debe prepararse por mi parte con el deseo ardiente de esa contemplación y una disposición de plena docilidad ante la presencia y la acción de Dios, que puede llevarme por cualquier camino. Para ello debo convertirme en una caja de resonancia en la que resuene interiormente lo que Dios me ha mostrado en su Palabra, recogiendo esa resonancia en el silencio y el recogimiento prolongados hasta que queden llenos del suave eco de la misma, en el cual me abandono y cuyo fruto procuraré apasionadamente que no se pierda en mi vida concreta ordinaria.


NOTAS

  1. El episodio lo denomina «pan del cielo» (v. 4), «pan» (vv. 8.12), «el pan que el Señor os da de comer» (v. 15); «el pan con que os alimenté en el desierto» (v. 32).
  2. G. Ricciotti, Historia de Israel, I. 2.8.
  3. Comentario Bíblico San Jerónimo, I, 177.
  4. Por ejemplo, vuelve a aparecer en Nm 14,11; Sal 82,2; Jr 13,17-22; Mt 17,17.
  5. Como ya dijimos, la fuente sacerdotal es la última de las cuatro fuentes literarias del Pentateuco, y se puede situar a partir de la época del exilio de Babilonia (587-538 aC), después de la destrucción del templo el año 586 aC.
  6. En Ex 24,12, cuando Moisés sube al encuentro del Señor son llamadas «las tablas de piedra con la instrucción y los mandatos que he escrito para que los enseñes».
  7. De la poesía de san Juan de la Cruz, titulada Tras un amoroso lance.
  8. El texto hebreo usa la medida de capacidad ḥômer, que equivale a unos 394 litros, que el texto griego de los Setenta traduce adecuadamente por kor. El modio de la versión de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española, que no aparece en el texto hebreo ni en el griego, equivale a unos 8,75 litros, por lo que la cantidad recogida por cada uno sería elevada, 87,5, pero no imposible.
  9. Un testimonio de esta tradición lo encontramos en la Tosefta Suka, 3,11: «Y así el pozo que estuvo con los israelitas en el desierto era una roca, del tamaño de una gran tinaja redonda, que manaba y gorgoteaba hacia arriba, como de la boca de este pequeño frasco, que subía con ellos a las montañas, y que descendía con ellos a los valles. Dondequiera que acampaban los israelitas, él acampaba con ellos, en un lugar elevado, enfrente de la Tienda del Encuentro. Los príncipes de Israel se acercan y lo rodean con sus báculos, y entonan un canto referente a él: “Sube, oh pozo; a él contad” (Nm 21,17-18)».
  10. Puede verse en nuestra web el modelo de ejercicio de desierto titulado: «El camino del desierto».