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Contenido
Introducción
La tentación permanente que tiene toda vocación es vivir de las rentas de las gracias, los propósitos o la entrega que tuvimos un día. No existe verdadera fidelidad a Dios y a su voluntad si no vivimos en la permanente tensión que supone ser conscientes de su voluntad y reactivar en todo momento la pasión por cumplirla, cueste lo que cueste. La vida y el ambiente van desgastando el don que puso en marcha nuestra vocación y por eso lo tenemos que reactivar constantemente si queremos ser fieles a él. Y aquí podemos contar con la fragilidad, las caídas y el pecado, pero no con las trampas y los engaños, aunque no sean del todo conscientes: justificando, excusando y racionalizando nuestra infidelidad, afirmando que se trata de la voluntad de Dios o de nuestra cruz. Por ello, el sentido del presente retiro es ayudarnos a mantenernos en el camino de la fidelidad a Dios en la vocación a la santidad a la que nos llama.
Existe una verdad a la que tenemos que volver constantemente, puesto que es determinante para quienes deseamos seguir a Cristo con radicalidad, en virtud del llamamiento a la santidad que Dios nos ha dirigido y del que debemos sentirnos responsables. Dios no nos ha llamado simplemente a salvarnos, sino a ser santos, es decir, a vivir la radicalidad de los valores evangélicos, para unirnos a Cristo hasta hacernos uno con él. Esto supone que, en la práctica, la santidad se identifica con la vida contemplativa; teniendo en cuenta que ésta no es exclusiva de la vida monástica; por lo tanto, tenemos que ser santos, es decir, tenemos que ser plenamente de Dios, sin recortes ni paréntesis. No sólo los monjes tienen que ser contemplativos. Si nos fijamos bien, los laicos canonizados, así como los pastores y los grandes misioneros que veneramos en los altares, son esencialmente contemplativos, o lo que es lo mismo, han sido conscientes de ese llamamiento a la santidad y han apostado por vivirlo con radicalidad. Más aún, una de las cosas que tienen en común todos los santos, en sus muy diversas vocaciones y misiones, es el ser contemplativos. Este punto de partida es innegociable: si Dios me llama a ser santo yo no puedo hacer otra cosa que serlo, que no consiste en conformarme con ser buena persona o un simple cristiano, sino identificarme plenamente con Cristo.
Es cierto que la vida contemplativa tiene como cauce facilitador el monasterio, porque tiene los medios idóneos para vivir exclusivamente para Dios; pero también puede y debe vivirse la santidad en medio del mundo, aunque eso resulte más difícil o delicado de realizar, y para ello Dios nos da la gracia que necesitamos. La misma vida entregada sólo para Dios del monje la podemos realizar también los que vivimos fuera del monasterio. Por lo tanto, tiene que haber una gracia y unos medios adecuados para que, a través de la vida en el mundo, podamos llegar a la misma consciencia permanente de Dios, a la misma unión con Cristo y a la misma radicalidad evangélica que poseen los monjes. Sin embargo, la razón por la que esto no es así estriba en que estamos muy dispuestos a recibir la gracia, pero no queremos secundarla y poner los medios necesarios para que dé fruto.
Debido a la misma dificultad que supone vivir exclusivamente para Dios en medio del mundo es importante que conozcamos y aprovechemos los medios necesarios que nos permiten ser fieles a la vida contemplativa -a la santidad, en definitiva- en medio de las tareas, misiones y vocaciones que tenemos en el mundo, salvando en su justa medida los dos ámbitos en los que se desarrolla la santidad secular: la contemplación y el mundo.
En un retiro anterior1 tratamos el problema que supone para la vida espiritual la necesidad de armonizar en una única vocación lo contemplativo y lo secular. Esa armonía no se hace sola, hay que inventarla; y ése debiera ser nuestro trabajo permanente si no queremos desviarnos por uno de estos dos caminos: el activismo o el iluminismo, como tentaciones para tratar de alcanzar la santidad en el mundo sin armonizar esos dos ámbitos. El activismo es la tentación a dejarme arrastrar por las urgencias y presiones del mundo, lo que lleva a infinidad de tareas y compromisos, pero termina llenándonos de actividad, de modo que Dios ya no es todo para mí. El iluminismo, por el contrario, me lleva a orar cada vez más y a entregarme de tal forma a Dios que me voy alejando del mundo, dejan de afectarme sus problemas y no me entero de la realidad, pero estoy contento y tranquilo porque estoy con Dios. La única manera de que Dios sea todo para mí en la vida secular consiste en armonizar las dos realidades: Dios y mundo.
En el citado retiro veíamos que «la clave para ser contemplativos en el mundo no consiste en hacer plenamente compatible la vida interior y la vida secular; porque eso es prácticamente imposible. Se trata de armonizar los dos ámbitos, lo que exige poner cada uno de ellos en su sitio, dándole una indiscutible prioridad a la vida interior sobre la secular. Esto no se consigue dedicando más tiempo a la oración, por importante que sea ésta, sino tratando de lograr una armonización entre estos dos mundos, lo que exige un esfuerzo permanente de discernimiento, de vencimiento y de lucha; no tanto para lograr un equilibrio, más o menos inestable, entre Dios y el mundo, sino para entregarnos totalmente a Dios y ser fieles a él en medio del mundo concreto en el que nos toca vivir y que, en muchas ocasiones, nos desorienta, nos desanima o se opone a Dios. Por eso, en esta vocación no se puede vivir de las rentas de gracias recibidas, ni de decisiones tomadas en el pasado. Se requiere un esfuerzo permanente de fidelidad, que es, quizá, el elemento ascético más importante de este tipo de vida»2.
La prioridad de la vida interior significa que lo primero es la unión consciente y explícita con Dios y, con ella, los instrumentos que me permiten encontrar la identificación con Cristo que me permite decir, como san Pablo «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Claro que para llegar hasta ahí se necesita mucha oración y vivir intensamente la Eucaristía y demás instrumento de la gracia, pero la meta no es la oración ni dichos instrumentos. De hecho, puedo orar durante muchas horas y rezar muchos rosarios mientras permanezco encerrado en mi mundo y mis preocupaciones, lejos de Dios. Hace falta oración, pero, sobre todo, poner mi vida en tensión de Dios.
Igualmente señalábamos el riesgo que supone que las presiones del mundo impidan que le demos a Dios la primacía que debe tener en nuestras vidas. El mundo no nos va a ayudar a darle a Dios la primacía que le corresponde, todo lo contrario: va a presionar con tanta más fuerza cuanto mayor sea nuestro deseo de entregarnos al Señor, porque es el mundo el que quiere tener la primacía en nuestra vida. Y por la misma razón también nos presionará nuestra psicología, nuestra historia o nuestras circunstancias. Entonces, el mayor pecado para quien reconoce su vocación a la santidad es la renuncia al trabajo permanente para salvar esa primacía a cualquier precio.
El ejemplo de Marta y María (Lc 10,38-42) nos servía de modelo para ver lo que es una vida en la que priman las tareas y necesidades humanas y otra en la que la primacía la tiene el Señor.
En este sentido, la salvaguarda de la primacía de Dios sobre todo lo demás exige reconocer y afirmar una vocación a la que Dios me ha llamado personalmente, que es la santidad, es decir, a ser suyo reviviendo en mí a Cristo. Dios me pensó desde toda la eternidad para ese proyecto personal y único, me creó para ese proyecto y me ha dado las gracias para que se realice normalmente. Precisamente, en función de ese proyecto Dios da las gracias extraordinarias que considera necesarias para que conozca su voluntad y me ponga en camino de su cumplimiento. La santidad, por tanto, no es algo que yo elija; sino que lo que yo elijo es aceptar o rechazar la elección de Dios, que es quien me elige y me llama. Es necesario que, si reconozco mi vida como vocación, me diga a mí mismo con firmeza «tengo vocación». Y ese convencimiento es incompatible con aspirar a la mera salvación, puesto que estoy llamado personalmente por Dios a la radicalidad evangélica. Si esto es verdad, la vocación contemplativa en el mundo es lo que me define y constituye mi identidad, por encima de lo que me define humanamente: mi historia, mi familia, mi psicología. Ella es la razón por la que Dios me pensó desde la eternidad, lo que determina mi misión y el modo de vivir para alcanzar la comunión con Dios en la tierra y su plenitud en la eternidad.
Pero no basta con decir que «soy contemplativo secular», hay que matizar esa afirmación, puesto que los dos polos de esa vocación no tienen la misma importancia. He de reconocer que «el valor de mi vocación contemplativa secular exige reconocer un orden y una primacía como contemplativo-secular, en el sentido de que no soy contemplativo y secular: sólo soy contemplativo, aunque colocado en el mundo»3.
En continuidad con todo esto y para seguir profundizando en un asunto tan importante, recordemos un acontecimiento de la vida de Jesús que ilustra claramente cómo podemos tener un verdadero deseo de seguirlo y, sin embargo, carecer del sentido de primacía del Señor que demuestra la falta de autenticidad del seguimiento de Cristo:
Mientras Jesús y sus discípulos iban de camino, le dijo uno:
-«Te seguiré adondequiera que vayas».
Jesús le respondió:
-«Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
A otro le dijo:
-«Sígueme».
Él respondió:
-«Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre».
Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».
Otro le dijo:
-«Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa».
Jesús le contestó:
-«Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (Lc 9,57-62).
Este pasaje evangélico puede servirnos de referencia para el presente retiro. En él vemos a unas personas buenas, dispuestas generosamente a seguir a Jesús, pero antes de hacerlo pretenden responder a unas necesidades perfectamente lógicas y comprensibles. A lo que él les responde reprochándoles que no le dan a él la primacía sobre todo, que es la primacía que quiere tener en nuestra vida. Tengamos en cuenta que no les niega que respondan a esas necesidades, sino que las coloquen por delante de él. Este texto recuerda inevitablemente a la vocación de Eliseo (1Re 19,19-21): Elías, después de elegir a Eliseo echándole el manto por encima, le da permiso para que vaya a despedirse de sus padres. Es normal, pues se trata de un hombre llamando a otro hombre. Pero Jesús no actúa así, y reprocha a esos discípulos lo que sería humanamente normal porque no le han dado la primacía que le corresponde como Hijo de Dios. No es que Jesús esté en contra de que entierren a sus padres o se despidan de su familia, pero el seguimiento de Cristo no es posible si él no es lo primero en su corazón. El orden de valores en la elección es vital: si Jesús llama, todo lo demás pasa a un segundo lugar, y ya no es prioritario ni el entierro del padre ni la despedida de la familia. Todo queda supeditado al seguimiento de Cristo; luego ya se verá cómo encaja todo lo demás con la primacía del Señor en la vida del discípulo. Él no quiere que dejemos sin enterrar a los padres o que no nos despidamos de la familia; pero él tiene que ser lo primero, esperando una disposición por nuestra parte que diga: «Me entrego a ti, Señor, y todo lo demás ya se verá». Tengamos en cuenta que nadie desea nuestro bien mejor que el Señor, de modo que cuando le damos la primacía a él todo lo demás acaba saliendo bien, porque está en sus manos.
1. Contemplación y mundo
Recordemos que la vocación contemplativa, como llamamiento que es a la santidad, es la llamada del Señor a vivir exclusivamente para él, lo cual no significa que estemos todo el día orando, con permanentes visiones y arrobamientos, sino que nos consumimos completamente en su amor para llegar a la unión íntima de amor con él, aquí en el mundo, para capacitarnos a vivirla plenamente por siempre en la eternidad. Esta entrega plena no es ninguna exageración, aunque resulte escandalosa para muchos del mundo y de la Iglesia, como resultaba escandalosa la forma en que Jesús llama a seguirle, por ejemplo, a Mateo, que deja al instante todo su negocio y su vida y le sigue (Mt 9,9). Mateo entiende claramente que el Señor le pide esa radicalidad en la respuesta, pero nosotros, después de oír la llamada, enseguida le ofrecemos lo que a nosotros nos parece más generoso o conveniente, y le quitamos la primacía que debe tener él.
Para desmontar la tentación de pensar que esta entrega plena a Dios es exagerada o innecesaria debemos darnos cuenta de que, en el fondo, se trata simplemente de vivir el primer mandamiento de la ley de Dios, ratificado por Jesús: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente» (Lc 10,27; cf. Dt 6,5). La radicalidad propia de la santidad es la que se contiene ya en el primer mandamiento. Sencillamente, tenemos que plantearnos si nos lo creemos o no, si Dios me lo pide o no y si lo vamos a aplicar o no a nuestra vida. Por tanto, lo que nos define y lo que buscamos no puede consistir en ser un poco mejores, sino en alcanzar este amor pleno a Dios que abarca y compromete a toda nuestra persona y nuestra vida. Y este amor apasionado a Dios hemos de hacerlo compatible con la vida secular, en la que se desarrolla nuestra existencia. Ésta es la respuesta radical al llamamiento del Señor a buscar «sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
La difícil armonización de la contemplación y el mundo es un asunto de vital importancia, en el que se juega nuestra vocación y el sentido profundo de nuestra vida. La falta de esta armonización manifiesta lo difícil que resulta, pero también demuestra la falta de un interés real y efectivo por alcanzarla. El gran problema que tenemos consiste en armonizar el llamamiento al amor exclusivo a Dios en un mundo que reclama permanentemente ocupar el lugar de Dios, y no otros problemas que nos planteamos en la vida espiritual o que nos plantea el mundo. Si realmente tuviéramos conciencia del problema y verdadero interés en resolverlo buscaríamos más eficazmente el camino para lograrlo, en vez de conformarnos tan fácilmente con sucedáneos de nuestra vocación. Ciertamente se trata de una armonización que resulta humanamente imposible, pero nos la planteamos como si se pudiera resolver de forma sencilla y casi automática, simplemente con sentir consuelos en la oración que nos permitan creer que somos contemplativos en el mundo. Por muy intensa que sea la oración, no resuelve un problema de difícil solución y del que depende nuestra vocación. En la práctica, este problema se manifiesta en que la gracia y la luz de Dios que recibo en la oración se desvanece cuando vuelvo al mundo; o lo que es peor, que como no tengo verdadera pasión de Dios no consigo mantenerla en la vida del mundo: que estoy llamado a amar con todo el corazón a Dios y no tengo ese amor real. A partir de la conciencia lúcida del problema que supone la presión del mundo sobre la gracia, no puedo conformarme con cierta disposición a afrontarlo, sino debo consumirme en un deseo ardiente por resolverlo si no quiero fracasar en el empeño.
Todo esto reclama por mi parte una conciencia espiritual muy lúcida y que mantenga un serio trabajo de discernimiento que me permita alcanzar la armonía evangélica entre la contemplación y el mundo como camino real a la santidad. Y esto exige que sea consciente de lo específico de mi vocación concreta y examine mi situación personal y lo que debo hacer para ser fiel a esa vocación y salvaguardar de forma concreta la primacía de Dios en mi vida. No basta con aceptar una llamada general a entregarme del todo a Dios y vivir sólo para él; he de reconocer el modo concreto de vivir la exclusividad y la primacía de Dios en mi vida, que es lo que hace que mi respuesta a él en el mundo sea muy distinta a la de cualquier otro que tenga también un llamamiento a ser santo en el mundo4. Tanto mi ser de contemplativo como mi enraizamiento en el mundo son únicos en el plan que Dios tiene para mí. Cuanto más consciente sea de lo específico de mi llamada y mi respuesta en el mundo podré relacionarme mejor con Dios en la realidad de lo que soy yo y quién es él, y llevaré a cabo mi misión más adecuadamente. Forma parte de lo específico de mi vocación y de lo peculiar de mi identidad tanto lo que tiene de única mi relación con Dios como lo específico de mi situación en el mundo. Y tengo que reconocer lo específico de ambas realidades para poder responder a la vocación contemplativa secular.
Esta respuesta pasa por entender la vida espiritual como verdadera vida y no como una mera actividad, como parte de esa pasión por Dios que tiene que consumir mi existencia. La vida espiritual no es la oración o la misa, sino la vida de relación, confidencia, sintonía y comunión de amor con Dios, vivida de manera única por cada persona.
Esa relación con Dios es sagrada, pero en cierta medida el mundo en que Dios me coloca también es sagrado. Ciertamente, nadie que se sienta personalmente llamado a la santidad en el mundo negará la importancia de la vida espiritual, pero puede negar el valor de la vida secular. Se piensa ordinariamente que la vida espiritual define la vida contemplativa, mientras la vida secular se entiende o se vive como una dificultad o un obstáculo para la vida interior. El mundo se convierte, en cierto sentido, como una carga que hace muy difícil la vida espiritual y la propia vida evangélica en el mundo.
Hemos de evitar dos tentaciones contrapuestas: pensar que, además de todos los problemas que tiene la vida en el mundo, hay que cumplir con unos deberes espirituales que se convierten realmente en una carga añadida a la de la vida corriente; o, por el lado contrario, valorar la intimidad con Dios y la oración, tratar de amarle y hacerle presente en su vida, pero percibiendo como una carga la vida en el mundo: familia, trabajo, salud, dinero, amistades, que se convierten en una carga que nos impiden avanzar en la vida espiritual. Así, nos parece normal aspirar a entregarnos a Dios aguantando de mala manera una carga que nos resulta imposible de sobrellevar: sea la carga de la vida espiritual o la carga de la vida en el mundo. En cualquiera de los dos casos hemos perdido la armonía necesaria entre los dos campos y, desde luego, la primacía de Dios en nuestra vida.
El problema que tiene esta visión meramente negativa del mundo es que puede parecernos normal esta forma de relacionarnos con él, como si la distancia con el mundo indicara por sí misma la primacía de Dios. De este modo, para ser contemplativos bastaría con salvar la materialidad de la oración y aguantar pacientemente los inconvenientes del mundo, aunque nuestro corazón este más apegado a algunas realidades seculares que a Dios. El principal defecto de esta actitud es que, precisamente por los propios sentimientos y necesidades, se siente la realidad secular casi como un mal que hay que soportar para ser santos, en lugar de un ámbito que -con sus limitaciones y peligros- ha sido creado por Dios, contiene su presencia salvadora y es el medio idóneo para llevar a cabo nuestra misión y alcanzar la santificación propia de la vocación contemplativa secular.
Tengamos en cuenta que, a partir de la encarnación del Verbo, todo lo humano queda santificado por el amor de Dios que asume lo humano para salvarlo, llegando en su amor al mundo hasta el extremo de entregar a su Hijo para salvarlo (cf. Jn 3,16-17). El mundo se convierte en algo sagrado porque es la transparencia del amor, la providencia y la ternura de Dios. Ver la presencia de Dios en el mundo forma parte de nuestro trabajo: como llamados a ser santos en el mundo, nuestro verdadero problema no consiste en resolver las dificultades que nos plantea el mundo, sino reconocer clara y conscientemente la presencia de Dios en el mundo. Y no como una carga que aguantar para poder evadirme luego en la oración, pues no podemos ir a la oración a descansar del mundo. La identificación con Cristo se realiza en el mundo en el que vivo; de modo que, si tengo que amar a Dios con todo mi ser, no puedo hacer otra cosa que encontrarlo en todo: en la oración, en la misa, en la vida real, y en cada persona y acontecimiento, sea triste o alegre. Hemos de hacer compatible la pasión de Dios con ese inmenso abanico de problemas y dificultades que nos plantea la vida. Es cierto que Jesús nos advierte de que no somos del mundo y que el mundo nos odia, pero no es menos cierto que no quiere que nos apartemos del mundo (cf. Jn 17,14-16).
Para comprenderlo mejor, miremos a los monjes. Es evidente que los diferentes componentes ascéticos de la vida monástica, con todo lo que tienen de cruz para el propio monje, son los mejores instrumentos para alcanzar la santidad en su vocación y misión monásticas; de manera que no entenderíamos que un monje pretendiera ser santo «a pesar» de los inconvenientes de su vida monacal, sino precisamente «por medio» de todas las realidades propias de esa vida, incluidas las más duras o difíciles: el trabajo, el silencio, la pobreza, la austeridad, el horario… ¡Ésa es la vida monástica! ¡Ahí está Dios! Y el monje tiene que encontrarlo en todas esas realidades. Del mismo modo, no existe la santidad en el mundo sin una justa valoración del mundo y lo que contiene, reconociéndolo como obra de Dios e instrumento de salvación para nosotros, y como el ámbito adecuado de nuestro testimonio y nuestra misión. Los que vivimos en el mundo tenemos que encontrar a Dios en los problemas familiares, económicos, laborales o de salud, sin pensar que esos problemas nos impiden la santidad. Es verdad que existe una cierta oposición entre Dios y el mundo, que se refleja en la tensión existente entre contemplación y mundo, pero eso no significa que exista la imposibilidad de vivir la vida contemplativa en el mundo, como si tuviéramos que rechazar el mundo o huir de él para ser auténticamente contemplativos.
Como la relación -y, más aún, la armonía- entre estos dos ámbitos resulta ciertamente delicada, es fácil de entender que caigamos en la tentación de potenciar uno de esos ámbitos frente al otro. El resultado de este desequilibrio es normalmente el deterioro del sentido de vocación contemplativa secular, la falta de pasión por la santidad y la pérdida del fruto sobrenatural de la vida. Lo peor de este tipo de situaciones es que no es fácil reconocer su peligro, pues se suele mantener una valoración teórica positiva de los valores en juego, tanto los propios de la vida espiritual como los de la vida secular. Nadie va a negar abiertamente el valor de la vida espiritual o la vida secular. Pero lo negamos solapadamente cuando convertimos la oración en la materialidad de un tiempo que dedicamos a una tarea religiosa; y el mundo con todas sus realidades se convierte en problemas que nos sacan de Dios y en una carga que tenemos que soportar. Pero este mismo reconocimiento formal suele enmascarar un estado de desequilibrio entre esos dos ámbitos y de infidelidad a la propia vocación, haciendo muy difícil reconocer el problema y salir de él. Se necesita un afinado discernimiento para resolver evangélicamente un asunto tan delicado como importante, del que probablemente no somos conscientes y creemos haber resuelto.
La clave fundamental para descubrir la verdadera dimensión de la tentación contra la santidad a la que estamos llamados está en el análisis del realismo de nuestras opciones. La renuncia -intencional o inconsciente- a la santidad no se manifiesta sólo por la renuncia a la oración o al apostolado. De hecho, podemos defenderlos como valores importantes, pero manteniéndolos solamente como tareas materiales que llevamos a cabo. Así encontramos muchos cristianos que cumplen con un completo plan de vida espiritual para entregarse apasionadamente a un activismo que se justifica por una sobrevaloración de lo secular; mientras que, por el contrario, el iluminismo lleva a muchos cristianos a soportar materialmente las tareas seculares a la espera de dedicar el máximo de tiempo a las espirituales. En ambos casos aparece una cierta evasión de un ámbito para potenciar el otro, con el resultado del deterioro de ambos. Lo que evidencia este error -y el pecado de infidelidad que comporta- es que se juega siempre con lo material de los dos ámbitos, justificándose así para descuidar la pasión que debería darles sentido. ¡Que fácil resulta sustituir la pasión de Dios que nos consume por una generosa entrega a la materialidad de la oración, del apostolado o a la familia! Pero uno puede ser materialmente fiel a un plan de vida espiritual o dedicar mucho tiempo y energías a tareas seculares sin que eso suponga necesariamente que es evangélicamente contemplativo o secular. Existe una «calidad» específica en la implicación de nuestra vida en cada uno de esos ámbitos que denota nuestra autenticidad. Y esa calidad es la que tenemos que descubrir y revisar si queremos ser fieles al llamamiento específico a la santidad que Dios nos hace como contemplativos en el mundo.
La gracia de la vocación contemplativa conlleva necesariamente la pasión interior que nos consume, que es el amor apasionado que Dios infunde en nosotros por medio del Espíritu Santo. Y eso lo tiene que empapar todo y de forma consciente. Cualquier recorte o condicionamiento que pongamos a esa pasión es una limitación a nuestra vocación y a nuestra identidad. Este amor, para que sea auténtico, debe traducirse en la vida real de manera concreta, tanto en la soledad del desierto o del monasterio como en la vida secular. Y lo concreto de las obras en las que se proyecta la pasión de Dios tiene que servir de base para el discernimiento de la autenticidad de la propia vocación y misión contemplativas. No basta con hacer cosas buenas ni con hacerlas bien; hemos de hacer exactamente lo que Dios quiere que hagamos y exactamente del modo concreto en que quiere que lo hagamos. La materialidad del cumplimiento de una misión y la ejecución de las diversas tareas que conlleva no es suficiente para avalar la fidelidad vocacional, hace falta que esas tareas, por buenas que sean y por bien realizadas que estén, traduzcan esa pasión divina que debe consumirnos y le dé su peculiar impronta a lo que hacemos y al modo en que lo hacemos.
Ser contemplativo en el mundo exige un delicado equilibrio entre lo natural y lo sobrenatural, algo que humanamente es imposible, pero a lo que estamos llamados, y que Dios hace posible con su gracia. Y la clave de este equilibrio está en la vida interior, en la primacía real de la vida espiritual y de la oración, pero siempre que sea verdadera, no una especie de paréntesis espiritual desconectado de la vida, sino la expresión más verdadera de nuestra vida, de nuestro corazón. Dios nos regala inicialmente un tipo de oración y nos llama a mantenerla fielmente como motor de nuestra vida, pero acabamos convirtiéndola en una excusa para vivir una vida a nuestro gusto -por generosa que sea- como si fuéramos fieles al gusto de Dios.
Realmente, todo esto, que parece tan complicado y difícil, es muy simple: todo se resuelve en la oración verdadera, que no es otra cosa que la pasión de Dios, el ámbito sagrado en el que yo establezco una comunión apasionada con Dios, que me permite decir con toda verdad, como la esposa del Cantar de los cantares: «Mi amado es para mí y yo soy para mi amado» (cf. Cant 6,3).
Aquí podemos ver la importancia de la autenticidad de la oración como garantía de nuestra fidelidad a la vocación. Si toda mi vida se apoya en una verdadera oración, será posible armonizar lo espiritual y lo secular, así como los diferentes elementos que conforman cada uno de estos ámbitos. Pero siempre que se garantice la verdad de lo que hacemos, reconociendo cualquier tipo de trampa que pueda empañar la verdad para eliminarla de raíz de nuestra vida. En este sentido, la trampa más frecuente que solemos hacer consiste en jugar con la verdad de las cosas para acomodarlas a nuestro provecho. Cuando algo nos interesa, nos parece fácil y ponemos empeño en conseguirlo; pero si no nos interesa, decimos que la misma cosa es imposible. Por eso afirmamos, según nos interese, que podemos ser santos o que es muy difícil serlo. Estamos tan acostumbrados a esta manipulación de las realidades humanas que nos parece normal hacer lo mismo con Dios. Cuando nos interesa, decimos que lo que sucede «será porque Dios lo quiere», aunque nos lo hayamos ganado a pulso; o que «será la cruz que me manda Dios», cuando realmente es consecuencia de nuestros errores; o que «Dios no puede querer esto», cuando no nos gusta su voluntad. Y, del mismo modo, podemos relativizar o controlar la vocación contemplativa en el mundo. Ésa es la razón por la que tenemos que plantearnos la verdad y la radicalidad de nuestra vocación, pues Dios no me llama hoy a una cosa y mañana a otra distinta, ni tiene que acomodarse a mis deseos; por lo cual no puedo decir que veo mi vocación con toda claridad y luego refugiarme en que es muy difícil o que Dios quiere otra cosa totalmente distinta.
Es innegable que cada uno puede opinar y hacer lo que quiera en el uso de su libertad, pero habría que buscar una referencia verdadera en la que apoyar nuestras decisiones, que no puede ser otra que el reconocimiento de que Dios me llama o no, que ésta es mi identidad o no lo es. Éste es el planteamiento ineludible que tiene que hacer todo el que se siente llamado a la santidad. Quien desee vivir la radicalidad de su vocación necesita ir a lo esencial y vivir con radicalidad la pasión por Dios, lo que supone vivir para buscarle, para encontrarme con él, y para entregarme a él; de modo que yo sea suyo y el mío. Y eso debo realizarlo en los dos ámbitos en los que se desarrolla mi existencia, tanto en el espiritual como en el secular.
Y en el ámbito espiritual la verdad de nuestra vocación se expresa en la verdad de la oración. Reconozcamos que podemos pasar horas y horas ante el Santísimo sin llegar a rezar verdaderamente nada. Podemos parecernos a la iglesia de Éfeso, que recibe el reproche de Dios en el Apocalipsis porque, aunque sus obras y su fidelidad son estupendas, ha perdido el amor primero (Ap 2,1-5). Hemos de recuperar el amor primero, la pasión de Dios, es decir, la verdad y la radicalidad de la vida espiritual y de la oración, pero también la radicalidad en el sentido sobrenatural del mundo. Y hemos de hacerlo con conciencia muy clara de que sin ese amor no se puede hacer nada.
¿Cómo entender el sentido de este equilibrio para llevarlo a cabo en nuestra vida? Por un lado, hay que reconocer que vivimos y nos santificamos en el tiempo y en este mundo, que es donde se desarrolla nuestra vida real. Pero, por otra parte, trascendemos el tiempo por medio de la oración, puesto que entramos en la comunión de intimidad con Dios, que está fuera del tiempo. Al acercarnos a Dios en la oración, llevamos con nosotros a ese encuentro todo lo nuestro; de modo que, por la oración, entramos en el tiempo y en el mundo de Dios, llevando con nosotros todo lo que forma parte de nuestra vida, desde lo más pequeño a lo más grande: las cosas de cada día, las personas que nos rodean, el mundo entero con sus necesidades y sufrimientos, y la Iglesia con todo lo que comporta.
Vivir en el mundo exige reconocerlo como obra de Dios y don suyo, lo que lo convierte en instrumento de santificación; de modo que la vida humana en el mundo real se vive con la luminosidad sobrenatural de un diálogo vivo de amor con Dios paralelo al de la oración, como si fuera otro modo de orar. Y esto se lleva a cabo contando con todo lo que comporta el mundo: sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus penas, lo bueno y lo malo. Las mismas contradicciones, oposiciones y obstáculos que el mundo nos presenta constituyen el medio providencial del que Dios se sirve para que vivamos nuestra vida secular como identificación con Cristo crucificado y cooperadores eficaces en la obra de la salvación. Y eso sólo lo podemos realizar si, en vez de considerar el mundo como problema, lo descubrimos como transparencia de la gloria de Dios y el altar en el que le damos gloria a Dios, ofreciéndole nuestra vida inmolada en el amor a él y al prójimo. Si no es así, se rompe la armonía, perdemos el sentido vocacional, la misión, la identidad de nuestra vida y la pasión de Dios.
Hacer compatible la vida interior y la vida secular exige armonizar las distintas condiciones de ambas, manteniendo el valor sobrenatural que tienen, pero, como ya hemos dicho, dándole una indiscutible prioridad a la vida interior -que no es la materialidad de la oración-. Esto supone que mi vida tendrá necesariamente un estilo peculiar, muy distinto a lo que el mundo propone e, incluso, a lo que vive la mayoría de los cristianos. El verdadero cristiano no es el que no se distingue en nada de los demás, pero va a misa y hace sus oraciones. El discípulo de Cristo tiene una vida peculiar, con un estilo claramente distinguible, porque la transformación que el Señor realiza en nosotros y nuestra unión con él tiene un efecto tangible: uno nota la fuerza interior que le da Dios, no sólo en el fervor de la oración, sino también en el sentido que le da a la cruz y a las dificultades; y también nota una transformación en los sentimientos, actitudes, comportamientos, que hace que sienta, mire, piense y viva como Cristo. Como consecuencia, tenemos que aceptar como normal que, de alguna manera, nuestra vida nunca encajará del todo en el mundo e, incluso, en la misma Iglesia como comunidad humana.
Esta primacía que deben tener los valores sobrenaturales sobre otros valores nos obliga a reconocer que, de alguna manera, nuestra vida no sólo no encaja del todo en el mundo, sino que no tiene necesariamente que encajar en él. No podemos vivir intentando una imposible armonización, espontánea y sin problemas, de dos realidades tan distintas u opuestas. Y el hecho de que esta dificultad nos desconcierte o que nos lamentemos de ello demuestra que no la aceptamos, lo que indica que tenemos un problema vocacional5.
Aquí hay que tener cuidado con la tentación de buscar ser aceptados por todos y encajar en el mundo, como si eso fuera señal de éxito apostólico. Tenemos la falsa idea de que, si hacemos el bien, los demás lo verán y lo reconocerán. La realidad es que, si seguimos a Cristo, vamos a seguir realmente sus huellas de bien, de verdad y de amor, pero también de cruz y soledad. Es normal esperar una acogida positiva de un mundo que valoramos sobrenaturalmente, o esperar la natural correspondencia del mundo cuando le entregamos algo que nos parece valioso, al igual que esperar que nuestra dedicación a la oración nos resulte más gustosa y fructífera. Sin embargo, la realidad nunca responde a estas expectativas; lo cual nos desconcierta y desanima, convirtiéndose en una fuente de tentaciones que hace muy difícil vivir en la práctica la vida contemplativa secular6. Pero ¡atención!, que no se trata de desentonar con el mundo como si eso fuera un valor o un objetivo que debemos alcanzar. De hecho, muchas personas desentonan con el mundo sin ser contemplativos ni cristianos. Se trata de ser libres del mundo para ser plenamente fieles a Dios en la vocación contemplativa vivida en el mundo; y cuando esa fidelidad nos lleve a una tensión con el mundo, debemos aceptar las consecuencias.
Ciertamente no es tarea fácil vivir la fe con radicalidad en medio de la realidad secular. Más aún, es imposible, porque, aunque Dios nos da su gracia, la presión interior y exterior es tan grande, que esa gracia se va a perder y no vencerá la presión del mundo, salvo que nosotros la acojamos con pasión hasta hacerla fructificar con todo el potencial sobrenatural que tiene. No basta para ser santos con hacer cosas -ni siquiera muchas cosas- buenas y meritorias en favor de los demás, como tampoco es suficiente rezar mucho o hacer muchas mortificaciones. La fidelidad a la vocación a la santidad propia de la vocación contemplativa consiste en alcanzar el equilibrio perfecto entre lo espiritual y lo secular, lo humano y lo divino, un equilibrio imposible que sólo Dios nos puede dar como un don que armoniza esos dos ámbitos en los que él se nos manifiesta. No hay que pedir ese don como si hubiera que convencer a un Dios reacio para que nos lo dé, pues se trata de una gracia que Dios nos quiere dar. Si Dios me llama a vivir una vida peculiar y desarraigada del beneplácito del mundo, me tiene que ofrecer una apoyatura interior suficientemente fuerte como para que esa vida sea posible; por eso me dará la estabilidad emocional, afectiva, y espiritual necesaria para que pueda llevar a cabo esa vida sin especial dificultad.
Estamos, en verdad, llamados a algo imposible, pero la maravilla no es que ese imposible es posible, sino que es incluso fácil por la gracia de Dios. Pero para recibir esa gracia tenemos que estar dispuestos a realizar, no el trabajo de suavizar las tensiones y el conflicto con el mundo, sino profundizar en la pasión de Dios y el trabajo constante que exige relativizar muchas de las presiones exteriores e interiores para darle al Señor su primacía, salvaguardar nuestra identidad contemplativa, aceptando, en consecuencia, desentonar con el mundo y pagar el precio que eso comporta.
La vocación a la que Dios nos llama vale por sí misma y no depende de nuestras apetencias, sentimientos o circunstancias. Por tanto, nada debería asustarnos. Cuando uno se desconcierta ante dificultades, tanto espirituales como materiales, es porque está fuera de la realidad y no cuenta con la presencia de Dios en la vida en forma de purificación, cruz o prueba. Por eso, cualquier enfermedad o problema económico o familiar nos desconcierta y demuestra que no estamos preparados para vivir contemplativamente, porque vivimos al margen de la auténtica «verdad» de la vida -que es la de Dios- y cuanto en ella sucede.
Todo esto supone que hemos de vivir la vida contemplativa y la secular en un delicado equilibrio que permita salvar ambas, dándoles su verdadera importancia. No cabe que nos dejemos llevar por nuestros gustos, necesidades o miedos para valorar o potenciar alguno de estos dos campos en los que se desarrolla nuestra vida. Ambos son importantes y necesarios, porque son dones e instrumentos de Dios, y no los valoramos según nuestros gustos sino según los recibimos de él.
Pero si apostamos por la radicalidad evangélica propia de la santidad, hemos de tener en cuenta que esas dos vidas, siendo irrenunciables como dones de Dios, son incompatibles en el mismo nivel. «Es decir: no podemos ser plenamente contemplativos y, en el mismo nivel de intensidad, plenamente seculares. No podemos vivir la profundidad de la vida interior consumida en holocausto de amor y, a la vez y en el mismo nivel de intensidad, vivir la vida secular o la vida sacerdotal pastoral como un compromiso totalmente absorbente. Hay que reconocer, defender y llevar a la práctica la prioridad indiscutible que el mismo Jesús fórmula en palabras a las que ya hemos aludido: “Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33)»7.
Claro está que nada de esto se entiende fuera del ámbito de la fe, que nos descubre este equilibrio como misterio de gracia en una vocación singular que es fruto de una providencia extraordinaria de Dios. Sólo así podemos reconocer que Dios llame a vivir estas dos vidas en una misma vocación y misión peculiares; lo cual exige que aceptemos vivir en el permanente desgarro que comporta la coexistencia de estas dos vidas y la tensión constante para mantener la primacía de una sobre la otra. En el contemplativo secular la primacía es clara: la vida interior. Pero, en la práctica, la vida secular siempre intentará lograr la preeminencia sobre la contemplativa, tratando de que ésta se adapte a aquélla. Por esta razón, al tener que vivir inmerso en el mundo, el contemplativo secular tiene que estar dispuesto a realizar el trabajo constante que exige relativizar muchas de las presiones del mundo, aceptando, en consecuencia, desentonar con el mundo y con todo lo que representa y recibir su descalificación y su oposición.
Se trata de trabajar por rescatar constantemente la primacía de Dios, que es en realidad nuestro único trabajo. Y, desgraciadamente, suele ser lo último en lo que pensamos, prueba de lo cual es que le solemos dar la primacía a quién tiene razón o a los intereses propios o ajenos, lo que nos sitúa fuera del camino vocacional y de santidad. En el momento en que Dios ya no es lo único hay que rescatar su primacía como sea, porque el espacio de la primacía en nuestra vida va a estar siempre lleno: si quitamos a Dios del centro de la vida, no esperemos que el espacio que ocupaba quede vacío, para que Dios pueda volver a ocuparlo cómodamente después. En realidad, ese espacio es ocupado automáticamente por cualquier otra realidad: afectos, intereses, miedos, tareas, la misma oración…, algo que, por importante que sea, no es Dios. Y si permito que Dios vaya siendo arrinconado o abandone el lugar de primacía que le corresponde en el altar de mi vida, mi corazón se irá llenando de cosas que nada tienen que ver con él. Y si esto llega a ocurrir, y notamos el vacío de Dios, su ausencia o la falta de su primacía, entonces no resultará fácil volver a poner a Dios en su sitio. Y, si lo pretendemos, tendremos que quitar todo aquello a lo que le hemos dado prioridad, cosa a cosa. Ése es el trabajo ascético principal.
Quizá podríamos recordar aquí algunos puntos concretos para orientar los mínimos de ese trabajo, tal como aparecen Enel libro de los Fundamentos:
-Disponer del tiempo y el modo necesarios para la oración contemplativa.
-Buscar frecuentemente espacios amplios de tiempo para hacer retiros espirituales.
-Vivir las realidades del mundo de forma radicalmente evangélica.
-Encontrar el propio ritmo de la fidelidad a Dios permaneciendo en el mundo.
-Ordenar el tiempo y las diferentes tareas seculares con criterio evangélico para que no obstaculicen el desarrollo de la vida interior.
-Regular adecuadamente el descanso para evitar el embotamiento y la excesiva tensión.
-Rehusar en lo posible todo lo que dispersa, como visitas innecesarias, exceso de televisión, cine, etc., pero estando informado de lo sustancial que sucede en el mundo8.
2. Vocación y gracia de Dios
Si un cristiano se reconoce llamado personalmente por Dios a la santidad en la entrega exclusiva a él en cualquier estado de vida, situación o lugar en el que se encuentre, puede afirmar que tiene vocación contemplativa9. Ésta exige que oriente su vida en sentido «vocacional» contemplativo, para lo cual se requieren dos condiciones previas fundamentales:
- 1. Un discernimiento claro que garantice que ésa, y no otra, es la propia vocación.
- 2. Libertad frente a las ataduras que impone el ambiente y la propia psicología, para realizar las renuncias necesarias que salven la vocación contemplativa y su prioridad sobre todo lo demás.
Se trata, por tanto, de una vocación a la que Dios llama y de una elección de vida por la que el llamado responde a la vocación: Dios me ha elegido a mí y ha elegido para mí una vida, y yo tengo que decidir si lo elijo a él o no, si elijo esa vida o no; no la vida que me parece mejor o me gusta más, aunque me parezca mejor que la que Dios me propone. Hace falta un trabajo para rescatar la primacía de Dios y la primacía de esa vocación y de esa elección de forma real, lo que da lugar a un tipo de vida que no se puede llevar a cabo sin reconocerla con claridad y desearla con todas las fuerzas y luego defenderla, porque nadie nos va a recordar cuál es nuestra vocación, ni nos va a ayudar a realizar esa vida en la que Dios tiene la primacía absoluta. De lo contrario, todo se quedará en teorías o intenciones o, lo que es peor, en imitaciones engañosas de esa vida y vocación.
Esto vale, en general, para todos los que están llamados a vivir contemplativamente en medio de las ocupaciones seculares; pero cada uno tiene que encontrar su forma peculiar de vivir la relación y el equilibrio entre esos dos polos -contemplación y mundo- entre los que se desarrolla su vida. De hecho, el proyecto personal de Dios que sustenta la vocación de cada contemplativo secular posee una especificidad concreta.
En realidad, la vocación del contemplativo secular es la resultante de la unión de dicha vocación, en lo que tiene de común para todos los que la poseen, y lo que es específico para cada persona. Todos ellos están llamados a vivir contemplativamente en medio de las ocupaciones seculares, pero cada uno vive de manera diferente el equilibrio de los dos polos entre los que se desarrolla su vida: la vida espiritual y la relación con el mundo. Eso es lo que define el proyecto personal y único de Dios que sustenta la vocación de cada contemplativo secular, cuya especificidad concreta tiene que ser descubierta y reconocida como tal para poder vivir a fondo la propia misión según el proyecto único que Dios tiene para cada uno10.
Nuestra tentación será siempre fabricar esa realidad única y específica que es nuestra vocación; pero no la podemos crear nosotros porque es un don de Dios, que sólo podemos conocer si él nos lo manifiesta; y no lo hará si no tenemos un gran interés por conocerlo, que se demuestra en que nos mantenemos en un permanente estado de búsqueda y receptividad ante esa manifestación gratuita de Dios que constituye una auténtica revelación.
Hemos de tener mucho cuidado, porque no pasa nada cuando uno se equivoca y es infiel, mientras pueda decir: «lo reconozco, me arrepiento y rectifico», porque cuando peco puedo convertirme y seguir adelante. Pero, si hago trampa y justifico mis infidelidades y pecados como si fueran la voluntad de Dios, establezco en la vida espiritual y en la vocación una distorsión insoportable que impide el progreso espiritual y vocacional. Porque los planes de Dios resisten la limitación, la debilidad, y el pecado, pero no resisten la mentira o la trampa. Y resulta muy difícil desmontar la distorsión que se crea cuando le adjudicamos a Dios nuestros errores como venidos de su voluntad y de nuestra vocación.
A partir de esta revelación, y teniendo ante nosotros esos dos aspectos de vocación ‑contemplativa y secular‑, debemos afirmar con rotundidad la primacía de lo contemplativo sobre lo secular, reconociendo, con todas las consecuencias, que no somos «contemplativos» y «seculares» en la misma medida, sino «contemplativos que viven en el mundo», como ya dijimos al comienzo. Y a partir de esto, en nuestra existencia concreta hemos de darle una peculiar primacía a lo contemplativo sobre lo secular y a lo particular de nuestra vocación personal sobre lo general de la misma.
La singularidad de esta primacía estriba en que no le resta importancia o valor a un ámbito frente al otro, sino que potencia el valor sobrenatural que ambos tienen a partir de la fuente de gracia que les da su valor a los dos, que es la vida espiritual. La experiencia de amor personal que Dios regala a una persona constituye el germen de la vida contemplativa, que se plasmará en una vida marcada por el fuego de la pasión de Dios, que se alimenta de la comunión de ese amor con el Amado -Cristo- tanto en la oración como en la vida entregada en el mundo. Ambas son fuente y expresión de amor e inmolación, e igualmente importantes. Y ambas están presentes en la vida de los santos y los definen, desde el eremita que vive en la mayor de las soledades hasta el misionero que consume su vida en el servicio visible al prójimo. No obstante esto, y sin que suponga demérito de una sobre otra, hay un orden en la relación existente entre ambas que debe reconocerse y salvarse a toda costa: dado que lo que caracteriza la vida contemplativa -monástica o secular- es la pasión de Dios, y ésta tiene su origen en la intimidad de la comunicación interior de Dios con el alma, podemos afirmar que para el contemplativo secular la vida interior tiene primacía sobre la secular, porque sin esa «pasión» que le lleva a consumirse en holocausto de amor no tiene verdadero sentido para él ni la vida espiritual ni la vida secular.
En el conjunto de gracia y cruz, que es la vocación contemplativa, hay un aspecto esencial de inmolación: cuando uno llega a plantearse el seguimiento de Cristo, en un mundo tan utilitarista como el nuestro, es muy difícil que no piense en la utilidad que tiene Dios para él, que se plantee para que «sirve» ser cristiano, ir a misa, la oración o ser contemplativo, y eso le aparta del verdadero sentido del amor, que es la pasión por Dios, el amor apasionado a Dios que jamás puede ser un amor utilitario. El carácter peculiar de la pasión a la que estamos llamados por la vocación a la santidad, expresada desde el primer mandamiento, es la inmolación: amar hasta el sacrificio, desear entregarme con todas las consecuencias. Sin esa pasión, podremos llenar nuestro tiempo de actividades apostólicas, caritativas o de oración, pero no podremos llenar nuestra vida.
Esto es muy importante para el discernimiento de la autenticidad de una vocación de este tipo y del nivel de fidelidad con el que se vive. En la medida en que disminuye o se pierde esa pasión y el deseo de inmolación, aunque se mantenga el mismo plan exigente de vida espiritual o de vida apostólica, éstos carecerán de su verdadero sentido vocacional, porque Dios no nos ha llamado a la materialidad de un estilo de vida, por bueno que sea, sino a la pasión por él y al deseo de inmolación que manifiestan la autenticidad de la respuesta a la vocación. De hecho, se puede dedicar mucho tiempo a la oración o muchas energías al compromiso material con el prójimo, pero no pasaran de ser actividades que pueden llenar el tiempo, sin que llenen la vida, porque no son expresión de una verdadera vocación y misión. Hasta puede que, una vez que se pierde esa pasión peculiar que Dios infunde en el alma, uno pueda emplear más tiempo a la oración o al apostolado, incluso pueda quitarle, según convenga, más tiempo o energías a uno de los dos para dárselo al otro. Pero nada de esto sustituirá el fuego del amor apasionado que demuestra la autenticidad de la propia vocación.
En el fondo, se trata de algo muy simple: seguir a Cristo de verdad o no. Y seguir a Cristo de verdad consiste en aceptar el don del amor apasionado que él nos ofrece y desarrollarlo con todas las consecuencias. Nada -ni actividades, ni propósitos, ni renuncias- puede sustituir el fuego del amor apasionado que expresa la verdadera vocación.
Hacia ahí tiene que dirigirse nuestro examen interior, el discernimiento espiritual, la oración de petición y el trabajo ascético de fidelidad que nos capacita para recibir la gracia.
3. Un camino de cruz
Es necesario tener presente, como dijimos en el retiro anterior, que en este equilibrio nos jugamos la respuesta sincera a la llamada de Dios y la fidelidad a la propia identidad. Es un grave error gastar las energías que necesitamos para vivir como contemplativos en el mundo intentando que todos nos comprendan o que acepten nuestras opciones, y debemos asumir de antemano que no vamos a encajar en el mundo. Es cierto que esa aceptación nos da seguridad y nos desagrada la incomprensión de los demás, pero esa necesidad de convencer nada tiene que ver con el apostolado, sino con la tentación de no desentonar, que hace que le demos la primacía a lo que piensan los demás, a encajar en el ambiente y a no sufrir…, con lo cual Dios deja de ser el centro de nuestra vida. Si lo intentamos, fracasaremos, tanto en la respuesta a Dios como en la aceptación de los demás: «Un fracaso que quizá podemos atribuir erróneamente a la cruz, cuando en realidad es la consecuencia natural de un error de base»11.
Merece la pena que profundicemos en este punto para prestar más atención a cómo se desarrolla la tentación que nos mueve a tratar de no desentonar con el entorno y, realmente, nos empuja al fracaso en nuestra vocación y misión. Se trata del fracaso de la mediocridad, muy distinto del fracaso propio de la fidelidad. La mediocridad consiste en mantener la santidad como objetivo teórico, pero en la práctica diluirlo o recortarlo para evitar desentonar, tener problemas o sufrir. Y esa mediocridad supone el fracaso de la vocación: Dios me llama a consumirme por él en la oración, en la Eucaristía, en el apostolado, en el trabajo, en la vida familiar…, y como no quiero consumirme voy rebajando el llamamiento a la santidad y al holocausto. Y puedo comprobar que no pasa nada especial: mantengo la oración, el apostolado, la entrega a la familia y, aunque carezca de la exigencia de la entrega plena que me consume, todo sigue aparentemente igual. Además, nadie me dice o me reprocha nada en ese sentido, lo que me permite vivir una vida normal con plena tranquilidad. Descubro que he encontrado el modo de hacer lo mismo que Dios me pedía, pero sin desgastarme, sin complicarme la vida, sin perder unas energías que puedo dedicar a hacer más cosas en favor de los demás. Y entonces es cuando se cierra la trampa al defender que todo eso que hago es la voluntad de Dios, porque él no quiere que me desgaste ni que me complique la vida inútilmente.
El que rebaja o disimula la radicalidad evangélica para hacer que sus valores sean más aceptables para el mundo recibe de éste una buena acogida inicial que le anima a seguir por ese camino. Pero, pronto descubre que el mundo no se acerca a la fe, a pesar de las simpatías que parecía tener hacia ella; y, además, experimenta una incomoda sensación de malestar. Esta insatisfacción es la infidelidad del mediocre, aunque éste crea que es consecuencia de su virtud y fidelidad. En realidad, como reconocer el fracaso resulta humillante, la tentación del mediocre consiste en atribuir la incomprensión externa y la inquietud interior a la cruz propia de la fidelidad. Así es como el mediocre acaba atribuyéndose una fidelidad inexistente, que le sirve para justificar su permanencia en la mediocridad y la renuncia a la verdadera santidad. Es cierto que todo el que opte de verdad por la santidad y la vida contemplativa tendrá que sufrir la cruz que supone la incomprensión y la oposición del mundo, pero no todo el que es incomprendido por el mundo lo es por ser santo o por intentar serlo sinceramente; también los cristianos mediocres sufren la oposición del entorno, y a veces con especial virulencia, porque su debilidad moral los hace más vulnerables y anima al mundo y al demonio a derribarlos.
Tanto la santidad como la mediocridad comportan sufrimiento, pero sólo en un caso este sufrimiento es cruz y sirve a la salvación. Por eso se hace imprescindible el discernimiento evangélico de la autenticidad de la vocación basado en el discernimiento de la autenticidad de la cruz, un discernimiento que distingue claramente entre dos formas de sufrimiento. La primera es la cruz que comporta ser fiel a una vocación en contra de la oposición de un mundo que no la comprende ni acepta; y, la segunda, el sufrimiento propio del que tiene que conseguir lograr un imposible reconocimiento y aceptación por parte del mundo. En este caso, no estamos ante la cruz sino ante el resultado natural del error de base del que hemos partido. Si sigo a Jesucristo, me encontraré con la cruz; pero, si renuncio al seguimiento, aunque sea solapadamente -y especialmente en ese caso-, me voy a encontrar con el sufrimiento, la frustración y el vacío. Y en esa situación, si me atrevo a defender como cruz ese sufrimiento propio de la mediocridad, quedaré irremisiblemente atrapado en la mentira.
Cuando alguien que tiene la gracia de la vocación a la santidad en el mundo cede a la presión de éste y le da cierta primacía sobre Dios, su vida pierda la luz y la armonía propias de su vocación, lo que origina el lógico sufrimiento, que debería ser una señal de que hay que construir la vida espiritual de otra forma. Pero, en vez, de verlo así, la tentación se dirige a creer que se trata de un sufrimiento inevitable, el propio de la cruz de los santos, consecuencia de la apuesta radical por Dios en un mundo que es hostil a Dios y a todo lo que él significa. Esto lleva al individuo a convencerse de que está avanzando por el camino de la santidad mientras en realidad se centra en sí mismo en lugar de hacerlo en Dios, sintiéndose un auténtico mártir por su causa. La cruz de los santos consiste en consumirse, y el discernimiento que debemos hacer debe comprobar si realmente nos estamos consumiendo, porque un amor que no desgasta ni nos rompe no es verdadero amor.
Sin embargo, la realidad es la contraria a la que parece: la persona ha intentado salvar sus propios intereses y no desentonar con el mundo, y eso la coloca fuera de la verdad y sometida a una tentación constante que distorsionará su vida espiritual permanentemente y hará imposible su vocación y el fruto de la misma.
Por el contrario, existe una disposición a la fidelidad que lleva hasta el final el seguimiento de Cristo. Todos podemos admitir que la consecución de cualquier objetivo exige algún tipo de esfuerzo y de sacrificio, y que, lógicamente, el seguimiento de Cristo comporta necesariamente renuncias. Esto nos obliga a elegir, porque hay sufrimientos que son inevitables y no podemos eludir, pero la inmolación propia del amor no consiste en soportar un sufrimiento inevitable, sino disponernos a abrazar el sufrimiento que podemos evitar. Cuando Dios me llama a la santidad me llama a ir más allá de la lógica y la prudencia humanas; aunque puedo evitar dar ese paso que me va a hacer sufrir. La cuestión decisiva es si nuestra actitud se limita a la aceptación resignada de los sufrimientos inevitables o estamos dispuestos a ir más lejos. El trabajo de discernimiento que debo hacer en la oración es plantearme si la respuesta al llamamiento a la santidad que me hace Dios se limita a aceptar resignadamente lo inevitable, pensando además que es virtud, o acepto ir más allá por responder a su llamada con valentía. Precisamente, esta segunda postura se demuestra en la predisposición a ir más allá de lo básico o inevitable, orientando la vida hacia el heroísmo, tal como nos pide el Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). La cruz no es principalmente el sufrimiento evitable, sino el sufrimiento propio del amor que se abraza voluntariamente. Ahí está la prueba de la fe y del amor, porque precisamente el amor es la fuerza que nos impulsa a ir más allá de lo necesario. Se ama tan poco porque el amor comporta sufrimiento y nadie quiere sufrir; pero es el amor el que nos impulsa a ir más allá de lo prudente, de lo necesario y de lo exigible. Y nos engañamos al afirmar que Dios sólo nos pide que hagamos lo normal, lo prudente, obligándole a atenerse a nuestros criterios y cálculos humanos. Se podría decir de la verdadera fe lo que santo Tomás dice de la paciencia: «Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse»12. El que no se conforma con los mínimos exigibles a la hora de seguir al Señor y busca una entrega heroica demuestra la libertad propia del amor que caracteriza la auténtica fe, que es la fe que encarnan los santos.
Recordemos en este sentido que Dios mismo ha santificado el mundo y lo ha convertido en instrumento de salvación y camino hacia la gloria. Por tanto, hemos de vivir nuestra inserción en el mundo desde esa concepción del mundo como instrumento de salvación; y ahí entra, naturalmente, el dolor y la cruz; porque encarnarme en el mundo, descubrir en el mundo la presencia de Dios, entregarme y hacerle presente en él, necesariamente me va a romper. Pero, en vez de huir del sufrimiento, ahí descubro la ocasión de dar un paso adelante diciendo: «Esto es lo que quiero: quiero la verdadera entrega a ti con todas las consecuencias, porque quiero el amor, y quiero todo lo que tiene el amor, que es la pasión en su doble sentido: la pasión de entusiasmo y la pasión de consumirme y romperme». La encarnación del Hijo de Dios, su vida, su misión en el mundo y su muerte en la cruz tienen como finalidad salvar a un mundo que lo rechaza y lo lleva a la muerte, de modo que la cruz -la de Cristo y la nuestra- no es una consecuencia indeseable de estar en el mundo, sino el modo de salvar al mundo desde dentro de él, que es la razón por la que el Verbo de Dios se encarna: «Jesús se hace plenamente hombre, vive realmente en el mundo, vive como uno de tantos…, pero no para confundirse con la masa, sino para hacer presente a Dios, para traer la salvación de Dios, consciente de que la fidelidad a esa misión, en el mundo concreto en el que se inserta, le va a llevar a la cruz, que se convierte en camino de salvación hacia la gloria y, de ese modo, nos arrastra con él. En esto no hay nada de equidistancias entre Dios y el mundo, nada de intentar hacer compatible lo incompatible, sino una inmersión plena en el mundo, que comienza con despojo, lleva a la humildad y concluye en la cruz; pero sólo como la forma específica de cumplir el plan salvador de Dios, que es el anhelo que mueve a Jesucristo, que es muy consciente del precio que va a tener su inmersión salvadora en el mundo real, dominado por el pecado y la mentira, en el que se hace presente»13.
4. La primacía de Dios
Aquí hemos de aplicarnos con radicalidad el llamamiento que nos hace Dios a ser él lo primero y fundamental en nuestra vida, muy por encima de todo lo demás. Ésta es una consideración que podemos hacer con la ayuda de unos textos bíblicos, muy apropiados para la contemplación, que hacen referencia, desde diferentes ángulos, a lo esencial de la fe, que es el reconocimiento gozoso de la primacía absoluta de Dios como la principal razón de nuestra existencia. Se trata de un principio que aparece en varias ocasiones en el Antiguo y en el Nuevo Testamento:
El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,4-5).
Un doctor de la ley le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero» (Mt 22,35-38; cf. Lc 10,25-27).
Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor, la majestad, porque tuyo es cuanto hay en cielo y tierra, tú eres rey y soberano de todo. De ti viene la riqueza y la gloria, tú eres Señor del universo, en tu mano está el poder y la fuerza, tú engrandeces y confortas a todos (1Cro 29,11-12; cf. también: Dt 4,39; 10,14; 32-39; Ne 9,6; Is 66,1-2; 44,8; Dn 3,52-90).
Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor altísimo es terrible, emperador de toda la tierra (Sal 47,2-3; cf. también Sal 150).
Donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón (Mt 6,21; cf. Mt 13,44).
A partir de esta contemplación, puedo revisar mi vida como el conjunto de realidades que la conforman y que tratan de llenarla, pugnando por conseguir la primacía en ella. Igualmente, puedo ver si mi comportamiento y mis decisiones van en la línea de rescatar la primacía de Dios o la de esas otras realidades; incluso también si trato de hacer compatible ambas opciones, buscando alcanzar un objetivo imposible. En la oración debemos revisar en lo concreto de nuestra vida qué es lo que refleja nuestra existencia, comportamiento, valores y actitudes en relación con la primacía de Dios.
De este examen debería salir una opción firme y decidida por ser fiel a una vocación que no he elegido yo, sino que me ha sido dada por Dios, ilusionarme por ser fiel a una voluntad de Dios que no es genérica, sino concreta, específica, con la que yo me identifico y que me identifica a mí. Y si es Dios el que me llama a ser recipiente vivo de su presencia soberana, no queda por mi parte más que aceptar o rechazar ese llamamiento; lo cual no lo demuestra ninguna declaración de intenciones, sino la apuesta real de mi propia vida por llevar a cabo un serio trabajo para encontrar y desarrollar los medios adecuados que me ponen en el verdadero camino de la santidad. Podemos aceptar o rechazar lo que Dios ha elegido para nosotros, pero lo que no cabe es hacer trampa e intentar modificar la elección que ha hecho Dios o tratar de convencerle de que elija él lo que nosotros queremos.
5. Cristo, el modelo
Para dar el paso que supone poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida nos ayuda mucho contemplar la primacía absoluta de Dios que constituye una clave esencial en la vida de Jesús, que vivió dándole siempre al Padre la absoluta prioridad sobre todas las cosas, hasta el punto de poder decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34). Jesús se alimenta de la voluntad del Padre, y hasta que yo no pueda decir lo mismo, no puedo estar tranquilo ni conformarme. Es lo que él nos pide: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Ésa es la razón por la que vive y muere, y por la que reaccionará con fuerza cuando alguien trate de apartarlo de ese camino, como hizo con Satanás en el desierto, diciéndole: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto» (Mt 4,10), o con el mismo Pedro «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23)14. Cuando aparece la tentación, Jesús rescata la primacía de Dios y se encara con fuerza con quien haga falta. Contemplemos al Señor que, abraza plenamente nuestra vida y, por ello, se encuentra con el conflicto entre la voluntad de Dios y el mal del mundo, y no rebaja la voluntad de Dios, ni calcula lo que está dispuesto a hacer o a sufrir, ni aparta la primacía de Dios, sino todo lo contrario, la rescata y la reafirma con fuerza.
Un ejemplo de esta fidelidad y su consecuente estado de libertad lo tenemos en la primacía que Jesús concede a la oración en general y en momentos de particular intensidad orante, como sucede en su experiencia en el desierto o en Getsemaní.
Cuando Jesús va a comenzar su vida pública, se le viene encima todo lo que supone la misión que tiene que abrazar. Y entonces, lo que hace no es buscar opiniones favorables o apoyos tácticos, se va al desierto, a la soledad, a ayunar, a orar, y a enfrentarse consigo mismo delante de Dios…, y a afrontar la tentación del demonio. Podemos ver que Jesús no es el que aguanta lo inevitable, sino el que lucha, el que abraza un sufrimiento que podría rechazar de forma razonable -que es lo que le presenta el demonio-. Pero, si hubiera hecho esto, ya no amaría de verdad, ni se inmolaría por amor, ni viviría en la dependencia de obediencia y amor hacia el Padre, que es lo que le alimenta.
Igualmente, en Getsemaní, Jesús suda sangre en la oración, porque sufre la tensión de la injusticia y del fracaso que supone una pasión que le resulta inaceptable. Es lo contrario a nuestra reacción, que nos lleva al rechazo de la cruz, al enfado ante la injusticia, a la violencia ante lo que nos resulta inadmisible, al abandono de la oración cuando nos cansamos y a la negación de la primacía de Dios y de su voluntad cuando no nos resulta rentable. Getsemaní es realmente el acto heroico del Señor por el que, cuando todo el pecado del mundo se le echa encima, se niega a que nada ni nadie le arrebate la primacía de Dios: ni el miedo, ni la angustia, ni la sensación de fracaso…, hasta enfrentarse consigo mismo, hasta llegar a querer lo que no quiere, a abrazar lo que no puede aceptar, a superar la contradicción entre «que pase de mí este cáliz» y «hágase tu voluntad». ¡Qué diferente es la oración de Jesús en el huerto a nuestra oración! Nuestra oración corre paralela normalmente con nuestros gustos y pasiones: nos cansamos, nos aburrimos, nos dormimos, nos distraemos, buscamos consuelos… La oración de Jesús está en proporción a su pasión por Dios, que no puede soportar que Dios pierda la primacía absoluta en su vida.
Y lo que contemplamos en Jesús debería ser nuestra propia imagen, pues su camino y su lucha deberían ser los nuestros; y, por duros que puedan parecernos, realmente son lo único que de verdad merecen la pena. Hemos de elegir a partir de su ejemplo. Ciertamente podemos elegir conscientemente el camino contrario al suyo, sabiendo que quien decide vivir al margen de Dios disfruta, a su modo, de los placeres de la vida, aunque tenga sus problemas y sufrimientos. Por el contrario, los santos, que son los que han buscado a toda costa la primacía de Dios, sufren mucho porque aman, y con ello afrontan cosas que podían evitar, por las que nadie sufre. Su camino es duro, pero no quieren dejar de sufrir, porque no renuncian a amar; pero tienen una vida gloriosa, que resulta enormemente atrayente. El gran problema aparece cuando queremos poseer el sentido pleno de la vida que tienen los santos y disfrutar, a la vez, de la vida sin problemas, como los que renuncian a Dios. El que elige de esos dos opuestos sólo lo bueno, para evitar lo malo, se encontrará con lo malo de las dos opciones. La mediocridad en el ámbito cristiano es la peor de las tragedias, porque el mediocre no tiene nada, ni disfruta de Dios, ni disfruta del mundo; el que lo quiere todo, al final no tiene nada. La verdadera elección no se demuestra en la luminosidad del objeto que elegimos, sino en la radicalidad de nuestra renuncia: ciertamente, si elijo la oración, acepto consumirme y renuncio a un tiempo y a una comodidad para mis cosas; si renuncio a la oración, ganaré un tiempo precioso para descansar, trabajar o divertirme, pero perderé el sentido sobrenatural de mi vida. Ahora bien, si quiero todo a la vez tendré que rebajar la oración hasta hacerla compatible con mis intereses, y el tiempo empleado no será de oración ni me servirá para nada. Si pretendo tener oración y tiempo holgado para mí, que mi vida tenga sentido y vivir tranquilo, entonces perderé cualquier posible ventaja y tendré todos los inconvenientes de las dos opciones. Y lo mismo podemos decir de cualquiera de los demás valores o virtudes de la vida cristiana.
Nuestra mirada debe dirigirse a Jesús, no sólo como modelo de vida, sino también como el Señor absoluto de nuestra vida, pues es la imagen perfecta de Dios, el puente por el que nos relacionamos con él; de modo que para darle la primacía al Padre se la tenemos que dar al Hijo. Por esta razón, en virtud la divinidad de Cristo, desde el primer momento la fe cristiana asimiló la primacía de Cristo a la de Dios, lo que le lleva al cristiano a proclamar:
Digno es el cordero que fue inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5,12).
Cristo está por encima de todo, Dios bendito por los siglos (Rm 9,5).
Dios lo exaltó [a Cristo] sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,9-11).
[Cristo] es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud (Col 1,18-19).
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col 3,1-3).
El reconocimiento de la gloria de Cristo y la adoración a Cristo glorioso llevan a participar de la gloria divina a todos aquellos que siguen a Cristo y forman su Cuerpo, ya que Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos» (Ef 1,4). En la medida en que nosotros nos acercamos a la vida del Señor, la compartimos y participamos de ella, nuestra vida se hace gloriosa, que es lo que vemos en la vida de los santos, en la radicalidad de sus opciones. En ellos se transparenta la vida gloriosa de Cristo. Por eso, cuando vemos esa gloria en los santos nos atrae y la deseamos, pero no estamos dispuestos a buscarla porque no se consigue sin esfuerzo ni renuncia. Y por esa razón no participamos de la gloria a la que estamos llamados.
Unidos a Cristo por el bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3,20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3,3). «Con él, Dios nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2,6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3,4) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1003).
En el fondo, la actitud de adoración a Cristo y de fidelidad a su voluntad es la respuesta natural al amor que él nos ha demostrado, desde su encarnación hasta la consumación de su vida en la Cruz. Un amor que nos mueve a amar más al que más nos ama, tal como exclama la esposa del Cantar de los Cantares: «Mi amado es mío y yo suya» (Cant 2,16). Esto es de lo que viven los santos y lo que expresarán en multitud de ocasiones, como hace, por ejemplo, san Benito en su famoso lema: «No anteponer nada a Cristo»15, algo que ya aparece en san Cipriano, que nos da la razón de esta actitud: «No anteponer absolutamente nada a Cristo, porque él nos ha preferido a cualquier otra cosa»16. Es, pues, una primacía que nace del amor y que es irrenunciable para el Señor, que nos dice: «El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30).
Puestos delante de Dios, en oración, deberíamos ver si se nota y en qué se nota esa supeditación de todo a Cristo en nuestra vida real, más allá de las simples palabras, los sentimientos o las meras intenciones. Para ello tendríamos que analizar si nuestros criterios, decisiones, actitudes o reacciones son verdaderamente evangélicos, tanto en su origen como en su finalidad y su desarrollo. De esta oración tendría que surgir una disposición firmísima a vivir buscando siempre «lo que agrada al Señor» (Ef 5,10), de modo que conformemos completamente nuestra voluntad con la de Dios. Ésa es la verdadera sabiduría, la que hemos de buscar y pedir, como hace Salomón, que la valora por encima de todos los bienes y riquezas: «Mándala [la sabiduría] de tus santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato» (Sab 9,10).
Todo esto es algo que sólo se entiende a la luz de la fe. La vocación contemplativa no sigue la lógica humana, es algo misterioso, al estilo de Dios y de las cosas de Dios. Y, más misteriosa resulta, si cabe, la llamada a la contemplación viviendo en medio del mundo. Se trata de un camino apasionante, pero insondable; que sólo se puede entender desde la contemplación profunda de Cristo, porque él es el único hombre que ha realizado el auténtico equilibrio que supone ser verdaderamente contemplativo en el mundo, que consiste en vivir permanentemente de cara a Dios, dándole la prioridad absoluta en todo y, a la vez, vivir plenamente insertado en el mundo. Y al vivir esta vida, Cristo nos muestra cómo vivirla, la ha hecho posible y la ha consagrado como camino de santidad.
6. Amor y libertad
El que decide darle a Dios la primacía absoluta en su vida debe conocer lo que eso implica y las consecuencias que tiene; y una de esas consecuencias es la soledad. una soledad que no es sólo el resultado de la incomprensión de un mundo que no acepta la trascendencia y lo que supone; también lleva a la soledad, y de un modo particularmente doloroso, la incomprensión de muchos cristianos, incluso pastores, y de las mismas instituciones de la Iglesia; y, especialmente, la falta de testimonio de aquellos que comparten esta misma vocación y deberían comprender y ayudar a quienes tratan de ser fieles a ella. El contemplativo secular abraza esta soledad no como una consecuencia desagradable de su vocación sino como un elemento necesario para vivirla y como el sello de su autenticidad17.
Pero a nadie le gusta la incomprensión, porque crea en el alma un doloroso sentimiento de inseguridad y soledad, y siempre necesitaremos buscar el refugio que supone la aceptación de los demás. Por eso, la fidelidad al llamamiento de Dios a un amor tan singular y exclusivo como es el propio de la vida contemplativa pasa necesariamente por la tentación de huir de la incomprensión y la soledad que comporta esa vocación. Pero cualquier forma de paliar o dulcificar esa soledad supondría una traición a la vocación contemplativa, y demostraría que uno no cree de verdad que «sólo Dios basta», como dice santa Teresa de Jesús, ni que el amor al que Dios llama es tan exclusivo y absorbente que no permite injerencia alguna en la intimidad esponsal que lo consagra, diciendo: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Cant 6,3; cf. 2,16).
La vida interior se convierte así en el tesoro más preciado que he de conservar, en el fuego interior que no puedo sacar afuera para presumir o en busca de admiración o comprensión, porque entonces se enfría y se apaga, y perdemos la razón de nuestra vida. Como dice la Escritura hay un secreto entre el alma y Dios que no se debe compartir con nadie: «Mi secreto para mí» (Is 24,16, en la versión de la Vulgata). Puedo compartir los frutos de mi vida interior, pero conservando para Cristo-esposo lo que forma parte de mi intimidad con él18.
Evidentemente, la salvaguarda de la intimidad con Dios comporta el riesgo del subjetivismo y, peor aún, del iluminismo, al considerar que mi vida espiritual es algo tan íntimo que nadie puede saber u opinar sobre ella, ni siquiera el director espiritual. Se trata de un riesgo que hay que considerar y evitar. Junto a esta tentación del intimismo existe el riesgo contrario, que consiste en airear las gracias y permitir que todos juzguen las cosas de Dios en mi vida, lo que lleva inevitablemente a que se diluya mi propia identidad sobrenatural.
Pero, lógicamente, un riesgo, por real que sea, no justifica que se cambie la meta a la que aspiramos, centrándonos en reservar o dar testimonio de nuestra experiencia personal, en vez de llevar a cabo el cambio real de vida al que nos empuja la gracia recibida, de manera que sea nuestra propia vida la que dé testimonio de Cristo y de su gracia19.
La única salida a estas dos tentaciones consiste en mantenerme radicalmente fiel a Dios y muy libre ante los hombres. Una libertad que me permita superar la necesidad de ser comprendido por los demás, de agradarles o de conseguir el objetivo imposible de que todos compartan o aprueben mis opciones.
Ésta es la libertad que vemos en Jesús frente a lo que los judíos esperaban de él o a las normas en las que pretendían que encajara, como vemos en los milagros que realiza en sábado, en los que la fidelidad al Padre prima sobre la opinión de la gente, además de la libertad con la que actúa a pesar del altísimo precio que le harán pagar por ello (cf. Mc 3,1-6; Lc 4,16-30; 13,10-16; Jn 5,2-18; 9,1-16). La misma libertad que tiene ante sus discípulos, como cuando se enfrenta con Pedro porque intenta apartarlo de la Cruz (Mt 16,23), cuando reprende a los apóstoles que le piden los primeros puestos (Mc 10,35-38) o quieren emplear la violencia contra los que se les oponen (Lc 9,54-55; Mt 26,51-52). Igualmente vemos su libertad frente a las trampas que le ponen los fariseos ante la mujer adúltera (Jn 8,3-11) o con motivo del impuesto del denario (Mt 22,15-22); o su libertad para perdonar, aunque resulte escandaloso (Mc 2,3-12). Y la razón de esa libertad siempre es la obediencia plena a los planes de Dios, aunque le desgarre el corazón, como sucede en Getsemaní (Mt 26,36-46).
A ejemplo de Jesús, el que es libre puede cumplir su misión sin que le afecten las injerencias internas o externas con las que se encuentre; por eso, el que busca la santidad da testimonio de su fe con la vida, y sabe que su misión no consiste en convencer a nadie ni en cambiar el mundo con sus propios medios. Por eso, el contemplativo no puede perder tiempo ni energías en justificar sus opciones, ni en compararse con otras personas u otras vocaciones, porque tiene que concentrar todas sus fuerzas en ser lo que tiene que ser, dando así gloria a Dios y colaborando según su propia misión a la salvación del mundo20.
Pero esa libertad ante el mundo sólo es posible al que ama a Dios con todo su corazón y se ha entregado a él con todo su ser. Sin amor apasionado a Dios y sin la absoluta dependencia de él, como los que tuvo María, ‑la esclava del Señor‑, no podemos tener libertad frente al mundo ni frente a nosotros mismos.
NOTAS
- Se trata de un retiro que actualmente constituye el capítulo III del Itinerario para la misión de nuestra web, que se titula «Contemplación y mundo». También puede encontrarse en A. Carreres, Fascinados por la misión, Madrid2023 (Caparrós), 93-107. Igualmente hay pistas importantes sobre este tema en Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019(2ª ed. corregida), IV,2: En el mundo sin ser del mundo (p. 90-92), que se puede leer en nuestra página web pinchando aquí.
- A. Carreres, Fascinados por la misión, 94-95.
- A. Carreres, Fascinados por la misión,100.
- Véase la nota 10.
- A. Carreres, Fascinados por la misión, p. 97.
- Puede leerse Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, III,5,F,n: Necesidad de no desentonar (p. 87-88). Puede leerlo en nuestra página web pinchando aquí
- A. Carreres, Fascinados por la misión, 97.
- Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 91-92.
- Se puede recordar la definición de vocación contemplativa secular ofrecida al comenzar el capítulo «Contemplación y mundo» de A. Carreres, Fascinados por la misión, 93: «El llamamiento que me hace Dios a vivir exclusivamente para él en medio del mundo, consumiendo todo mi ser en su amor, a través de la vida secular, para así llegar a la unión íntima de amor con él y a una eficaz participación en su obra redentora en la misión que él me encomienda».
- Véase la tentación de pretender una identidad común para el mismo estado de vida en A. Carreres, Fascinados por la misión, capítulo V: «Misión personal e identidad sobrenatural»; especialmente las p. 148-153 (Puede leerse en nuestra web pinchando aquí). El proceso para defender y realizar la identidad sobrenatural de este mismo capítulo ofrece pistas concretas que muy bien pueden aplicarse a la tarea de mantener la identidad contemplativa en el mundo (p. 170-171).
- A. Carreres, Fascinados por la misión, 100.
- Santo Tomás de Aquino, Conferencia 6 sobre el Credo.
- A. Carreres, Fascinados por la misión, 102.
- Puede ampliarse esta contemplación con lo dicho en A. Carreres, Fascinados por la misión, 100-105, que se puede leer en nuestra web pinchando aquí.
- San Benito, Regla 4,21. También 72,11: «Nada absolutamente antepondrán a Cristo» (cf. 43,1).
- San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro, 15, CSEL 3,278.
- Cf. A. Carreres, Fascinados por la misión, 100.104. Véase en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, VI,3,D(p. 238-239), para descubrir la «soledad en medio del mundo» como un medio para la misión del contemplativo secular. Puede leerse en nuestra web, pinchando aquí.
- Cf. A. Carreres, Fascinados por la misión, 104-105.
- Esto está desarrollado en el apartado 4, del capítulo III, de A. Carreres, Fascinados por la misión, titulado: Los riesgos que hay que afrontar (p. 105-107). Se puede leer pinchando aquí. Recuérdense aquí las dos tentaciones opuestas que aparecen en el contemplativo: ansia de comunicar las gracias y no confiar la gracia a nadie (puede verse en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, III,5,F,d-e(p. 75-76), y leerse en nuestra página web, pinchando aquí.
- A. Carreres, Fascinados por la misión, 106-107.