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«Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2Co 6,1).

1. El mayor drama que existe

«¡El Amor no es amado, el Amor no es amado!». Ésa era la frase dolorida que se dice que san Francisco de Asís repetía a gritos después de empaparse, en la oración, del fuego del amor de Dios y descubrir la indiferencia o desprecio con los que la humanidad recibe el extraordinario torrente de amor que Dios le regala. Ese dolor es el que ha consumido a los santos, que han hecho suyo el sufrimiento del mismo Dios al ver la falta de respuesta de sus hijos a la multitud de sus dones; y debería ser también nuestro dolor, y un importante acicate para responder de una vez por todas, con amorosa fidelidad, a tantas gracias como Dios nos regala.

Se trata de un drama invisible, pero no por ello menos terrible, tal como afirmaba el escritor converso Bernanos: «Un cristiano no es nada sin Cristo, incluso humanamente, incluso a la mirada de los hombres. Y el don inimaginable que hemos recibido sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo tiene, como contrapartida terrible, que al traicionarlo caemos por debajo de los hombres más mediocres, que nos volvemos monstruos, en el sentido etimológico del término»1. ¿Qué es lo más bajo a lo que se puede caer? ¿Qué es lo más terrible que un ser humano puede hacer? Inmediatamente imaginamos asesinatos, actos terroristas o genocidios, pero nadie piensa en las acciones que realizamos directamente contra Dios: el desperdicio de la gracia, el desprecio de Dios por parte de los suyos, de los cristianos, de los buenos. ¿Qué es peor, el desprecio de la vida humana de un asesino o el desprecio de la gracia de Dios por parte de un elegido?

Quizá muchos digan que esto último no es tan importante porque, al fin y al cabo, Dios no puede sufrir ya que es inmutable, y por eso mismo es indiferente a nuestras infidelidades. Y como Dios no se queja, y nadie nos reprocha que no respondamos a la gracia, no le damos importancia al asunto. Pero Dios mismo nos dice con su Palabra todo lo contrario. De hecho, ya en el Antiguo Testamento encontramos multitud de ocasiones en las que Dios reprocha a su pueblo que haya desperdiciado las gracias recibidas y que, siendo privilegiado sobre otros pueblos, responda con frecuencia desaprovechando o despreciando los dones recibidos. Y se queja dramáticamente de la falta de correspondencia a su amor. Así, Dios mismo se compara con un esposo amante y fiel que recibe como respuesta de su esposa una infidelidad que llega hasta la prostitución (Is 1,21; Jr 2,20-21; Ez 16,14-22; Os 2,4-15).

Yo me había dicho: «Quisiera contarte entre mis hijos y darte una tierra envidiable en heredad: la perla de las naciones. Esperaba que me llamaras “padre mío”, que nunca te apartaras de mí. Pero lo mismo que engaña una mujer a su marido, así me engañó Israel ‑oráculo del Señor‑» (Jr 3,19-20).

Sin embargo, el amor invencible de este Esposo recuperará a su amada de su postración y la restituirá a su condición de virgen ricamente engalanada para una boda real. Por eso, a pesar de todo, Dios asegura su misericordia, mostrando así una fidelidad tan extraordinaria y asombrosa (Os 2,21-22) que hace que resalte más la gravedad de la infidelidad de Israel. Por esa razón se quejará amargamente y llegará a arrepentirse de haber volcado su bondad en un pueblo tan infiel (Jr 15,6; cf. Dt 32,20).

Esta misericordia, inmerecida e inexplicable, debería haber sido el mayor motivo para que el pueblo de Dios desistiera de su pecado y correspondiera al amor inmerecido de Dios con una amorosa fidelidad. Y esto mismo lo podemos aplicar a nosotros, que somos beneficiarios de una misericordia divina tan sobreabundante como inmerecida. Por eso, quizá deberíamos reconocernos, abochornados, en el niño superdotado que se niega a estudiar para sacar la máxima calificación con la excusa de que con lo que retiene en clase le sobra para aprobar: hemos recibido medios que nos capacitan para la santidad y los empleamos para alcanzar fácilmente el nivel de mediocridad que otros sólo consiguen con trabajo.

2. Cuestión de justicia

Todos hemos asistido alguna vez a la escena del niño que no quiere acabar su comida, y sus padres le exigen un esfuerzo más para terminarla, diciéndole: «No la podemos tirar, habiendo en el mundo tanta gente que pasa hambre». Es verdad que se trata de una razón muy poco lógica y contra la que el mismo niño puede rebelarse, alegando que esa comida no le va a llegar a nadie, tanto si se la come como si se tira a la basura. Pero ninguna razón cambiará este criterio de los padres, puesto que no se apoya en un argumento lógico, sino moral: la comida es un bien valioso por sí mismo y, además, si muchas personas carecen de él estamos obligados a no desperdiciarlo. Y ese argumento, no sólo sirve para los niños ricos y antojadizos, sino también para muchos adultos, que no son menos caprichosos: no es justo que desaproveches algo que tú tienes en abundancia cuando los demás carecen de ello y lo necesitan para vivir.

Y lo mismo sucede con el agua, el papel o cualquier bien de consumo: el hecho de que uno posea algo en abundancia no le da derecho a desperdiciarlo, sobre todo teniendo en cuenta la necesidad imperiosa que tienen de ello muchas personas. Es más, sobre esta base se está fundamentando gran parte de la concienciación ecológica que se quiere implantar en todo el mundo y que entiende como una grave falta contra el planeta que alguien desperdicie unos bienes necesarios y escasos por el mero hecho de que a él personalmente le sobran.

Con todo, este argumento, tan valorado en lo material, no vemos que se aplique a los bienes sobrenaturales, a la gracia de Dios. Así, mientras la Iglesia insiste en este tipo de pecados ecológicos, no recrimina a los cristianos sus infidelidades a las gracias recibidas como un pecado o, simplemente, como la injusticia que los privilegiados que las dilapidan cometen contra aquellos que carecen de ellas. En este sentido hemos de tomarnos muy en serio la advertencia del Señor, que nos ha convertido en luz y sal para el mundo y sabe que nuestra infidelidad a su acción no sólo imposibilita nuestra transformación, sino que impide que el mundo se ilumine y transforme:

Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,13-16).

Esta generalizada insensibilidad quizá se explique porque se trata de infidelidades por omisión, que no suelen entrar en el examen de conciencia de quienes reducen los pecados a las acciones que atentan abiertamente contra los mandamientos, pensando que no han «hecho» nada malo. Pero podemos desperdiciar la gracia sin hacer materialmente nada malo e, incluso, haciendo mucho bueno. Además, como por su naturaleza las gracias no son materialmente visibles, pueden pasar desapercibidas e incluso ser ignoradas por unos cristianos contaminados por el materialismo del mundo actual. Como nadie ve las gracias y nadie va a exigir su fruto, tenemos la impresión de que no pasa nada por desperdiciarlas. Y, contagiados del materialismo del mundo, hemos perdido la conciencia de la gravedad de este pecado y nos hemos acostumbrado a él como algo normal.

Quienes dilapidan alegremente las gracias, confiados en que la bondad de Dios no dejará de bendecirlos con más dones, deberían tener en cuenta lo que decía san Agustín: «No digas: “Mañana me convertiré, mañana contentaré a Dios, y de todos mis pecados pasados y presentes quedaré perdonado”. Dices bien que Dios ha prometido el perdón al que se convierte; pero no ha prometido el día de mañana a los perezosos»2. Podemos confiar en que mañana Dios vuelva a bendecirnos con los dones que hoy hemos desperdiciado, pero no sabemos si vamos a tener ese mañana, y, entonces, tendremos que rendirle cuentas por unas gracias que hemos perdido para siempre. De este modo se nos acaba la vida anclados en el desprecio o desaprovechamiento del medio que tenemos para dar gloria a Dios y para ser santos, que es la gracia recibida. Además, aunque podemos contar con que Dios nos perdona fácilmente, el mundo, la psicología y la vida no lo hacen con tanta facilidad, de manera que, pasado el tiempo, puede resultarnos casi imposible de realizar lo que en su momento hubiéramos podido llevar a cabo con facilidad.

No obstante, la gracia de Dios siempre sigue ahí, a nuestro alcance. Para el creyente que tiene verdadera fe, todo en la vida es el cauce por el que fluyen incesantemente las gracias con las que Dios le inunda para hacerle capaz de lograr la santidad, según el proyecto con el que él lo soñó desde toda la eternidad. La gracia se nos da principalmente por medio de los sacramentos, pero no sólo a través de ellos: todos los acontecimientos, personas y circunstancias con los que nos encontramos son cauce de la gracia que Dios nos regala. Todo es gracia en visibilidad para nosotros. Pero no todo el mundo tiene las mismas gracias o la capacidad para reconocerlas. Muchas ‑muchísimas‑ personas tienen que vivir en medio de una gran oscuridad sobre Dios y sin los medios que otros tenemos de sobra y, por eso, no los valoramos o los despreciamos. Somos como niños caprichosos que abusamos y malgastamos unos dones que tenemos en abundancia e impedimos así que lleguen a los demás.

Esto es tan importante que constituye uno de los fundamentos de la evangelización, aunque parece que se haya olvidado: es de justicia que si nosotros tenemos multitud de medios sobrenaturales para salvarnos hagamos partícipes de ellos a quienes no los tienen. Y este argumento ha justificado que innumerables cristianos hayan entregado su vida a esta tarea a lo largo de la historia de la Iglesia. Es la consecuencia natural del mandato de Jesús de hacer discípulos por todo el mundo y bautizarlos para que se salven (cf. Mt 28,19; Mc 16,15), y la razón por la que podemos afirmar que la evangelización forma parte esencial de la misión de la Iglesia y del cristiano.

Hasta mediados del siglo XX la fe y la evangelización han estado absolutamente unidas en la Iglesia, porque se partía del convencimiento de que, si me encuentro con Cristo, tengo que llevarlo a todos, porque si no lo trasmito estoy haciendo ineficaz la acción de Dios en mí. Cuando la Iglesia se ha contagiado del materialismo del mundo, dándole primacía a lo material sobre lo espiritual, la «misión» ‑que es sinónimo de evangelización‑ se ha ido centrando cada vez más en proporcionar al tercer mundo los medios materiales, sociales y culturales que sobran en el primero, sin una especial preocupación por compartir los medios sobrenaturales que también tenemos en abundancia.

3. Una parábola elocuente

Quizá el pasaje evangélico que mejor exprese lo que piensa Jesús sobre este asunto sea la parábola de los «talentos», en la que nos muestra lo que supone la desatención o descuido de la gracia y lo que siente Dios al respecto, así como las consecuencias que tiene el modo en el que usamos los bienes que recibimos de Dios. Deberíamos mirarnos en ella como en un espejo.

[Se parecerá el Reino de los cielos a] un hombre que, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: «Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco». Su señor le dijo: «Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor». Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos». Su señor le dijo: «¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor». Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: «Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo». El señor le respondió: «Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 25,14-30).

Vamos a comentar este texto para facilitar su comprensión y poder meditarlo en toda su hondura. Y lo primero que hemos de tener en cuenta es que normalmente las parábolas sólo ejemplifican un aspecto de la enseñanza que nos dan, al contrario de las alegorías, en las que cada elemento del relato tiene un sentido moral o espiritual. Sin embargo, la parábola de los talentos posee los dos tipos de contenidos, por lo que podemos denominarla como «alegorizante». Por un lado, al ser una parábola, nos ofrece como enseñanza principal que a Dios le importa muchísimo el fruto que produzcamos con sus dones y que nos esforcemos seriamente en ejercitar esos dones que nos ha dado para algo: al terrateniente de la parábola no le importa tanto que uno haya recibido más o menos dinero, sino lo que haya trabajado para hacerlo fructificar, al igual que sucederá con los bienes que recibimos de Dios, de los cuales se nos va a pedir cuenta detallada cuando regrese el Señor en el día definitivo.

Además, podemos descubrir lo que significan los distintos elementos de la parábola en su aspecto alegórico. Así, el dinero que reciben los tres siervos son los bienes de la salvación ‑la gracia‑. Vemos, además, que lo reciben en cantidades exorbitantes, lo que indica la generosidad de Dios y la abundancia de sus dones. Los «talentos» no eran ninguna moneda, sino un enorme peso de plata (alrededor de cuarenta y dos kilogramos), que equivalía a seis mil veces el jornal de un operario. El terrateniente de la parábola distribuye su inmensa fortuna entre sus empleados porque se va de viaje, algo absolutamente innecesario si se tratara de un viaje del que va a regresar pronto. Es el modo de decirnos que Dios, aunque no tiene necesidad de hacerlo, nos entrega su gracia y lo hace en una abundancia y generosidad desmedidas. Así mismo, la cantidad de dinero se distribuye intencionadamente según la capacidad de los empleados, sin arbitrariedades ni favoritismos. Dios sabe qué dones da y a quién y por qué se los da, tal como nos dice san Pablo: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo» (Ef 4,7). Tengamos en cuenta que aquí está la clave de nuestra permanente discusión con Dios y la explicación de cómo desperdiciamos la gracia: Dios nos da su gracia ‑de manera ordinaria o extraordinaria‑ con una finalidad muy determinada, y lo hace por pura iniciativa suya, con toda generosidad, y de forma totalmente gratuita. Y lo hace en función de nuestras capacidades. Pero nosotros no nos fiamos de Dios, pensamos que se equivoca al pedirnos algo que creemos muy difícil o imposible. Olvidamos que nos da los medios para realizar aquello que nos pide, y tratamos de demostrarle que eso es imposible de alcanzar, regateando con él y poniendo multitud de excusas, apoyándonos en nuestras limitaciones, circunstancias o miedos. De este modo, al final, somos nosotros los que decidimos cuál es nuestra capacidad y los medios que necesitamos. El resultado es que buscamos nuestros intereses y nuestra comodidad, y empleamos la gracia que Dios nos da para un fin para conseguir nuestros limitados objetivos, que se reducen a quedar bien o evitar problemas. Así es como la gracia que Dios nos da para ser santos la utilizamos para alimentar nuestra imagen o asegurar nuestra comodidad, haciendo imposible la santidad. Es el proceso de la profecía cumplida: Dios nos brinda un proyecto y los medios necesarios para lograrlo; como lo que queremos es que no nos cueste nada, decidimos que el objetivo es imposible y despreciamos los medios de que disponemos, con lo que lo hacemos verdaderamente imposible, demostrando que teníamos razón y justificando nuestra renuncia efectiva a la santidad.

Los detalles del relato afinan mucho el mensaje de la parábola. Así, podemos ver que quien emprende el viaje es el Señor en el momento de su ascensión. Se trata de un viaje que durará «mucho tiempo», pero acabará cuando regrese al final de los tiempos. Al decir que el terrateniente regresa «después de mucho tiempo», Jesús nos dice que dará ocasión suficiente para que el dinero pueda proporcionar ganancias: Dios cuenta con la necesidad que tenemos de tiempo para que nuestros esfuerzos den fruto. Es lo que aparece también, por ejemplo, en la parábola de la higuera:

Les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”» (Lc 13,6-9).

Pero, al final, el señor vuelve. Y aquí aparece la enseñanza principal de la parábola: a su regreso, pide cuentas detalladas de los talentos que había entregado a cada uno de sus siervos. Como hemos dicho, a Jesús le interesa dejar claro el valor de los bienes adjudicados y que pedirá cuenta de ellos a su regreso al final de los tiempos. Porque le importa mucho lo que nos da y lo que nosotros hagamos con sus dones. De hecho, la cruz de Cristo es la medida de la importancia que tiene para Dios nuestra salvación y nuestra santidad, que en definitiva es lo mismo. Por esta razón no podemos aceptar la distinción que hacemos entre ser santo y salvarse, como si hubiera un cielo especial para los santos y otro, más «normal», en el que entran los que se salvan fácilmente. En función de esa falsa idea podemos desperdiciar la gracia pensando que no tiene consecuencias porque nos vamos a salvar aunque no secundemos la gracia, lo que demostraría que a Dios no le importa especialmente nuestra infidelidad. La parábola dice lo contrario: «A ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes».

Los dos primeros empleados le traen al señor, entusiasmados, el doble de lo que habían recibido y él felicita a cada uno por haber sido «siervo bueno y fiel», con un detalle significativo: los felicita por haber sido fieles «en lo poco», lo cual, tratándose de una cantidad tan grande de dinero estaría subrayando nuevamente la inconmensurable abundancia de los dones de Dios.

Y el premio que recibirán será una mayor abundancia de dones: al que encargó de administrar una cantidad limitada ‑lo «poco»‑ el señor le premiará dándole «un cargo importante» como administrador o mayordomo y con la entrada «en el gozo de su señor», en alusión a los bienes mesiánicos definitivos, al cielo.

Pero el siervo que por sus condiciones sólo había recibido un talento, lo devuelve, y se disculpa diciendo que «lo escondió bajo tierra», quizá para evitar que se lo robasen y tener que enfrentarse a un señor al que teme, tal como le dice: «Eres exigente, siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo». Estas palabras reflejan el mecanismo que aplicamos nosotros: como nos cuesta mucho responder a la gracia, como no sabemos hacerlo, como las circunstancias son adversas…, entonces nos sentimos justificados para eludir la responsabilidad. Y pensamos que no va a pasar nada, porque nadie nos va a pedir cuentas de nuestra pasividad.

Pero no es así. En el caso del tercer empleado, el mismo miedo que tiene le servirá al terrateniente para justificar su sentencia sobre él. El señor hace un duro juicio de este siervo, acusándolo de ser «negligente y holgazán» por no haber sido consecuente con el temor a un amo tan exigente y no haber hecho, al menos, lo mínimo que podía hacer, que era dárselo a los banqueros, que le habrían dado unos intereses que en aquella época rondaban el doce por ciento, y de ese modo podría haber devuelto el dinero más su rédito. Así habría demostrado algo de interés por corresponder a la confianza depositada en él por su señor. Éste ordena castigarlo quitándole el dinero encomendado y arrojándolo «a las tinieblas, allí será el llanto y el rechinar de dientes», en uno de los modos que tiene Jesús de aludir al infierno.

Por último, resulta significativo que el talento que se le quita al empleado incompetente se le entregue al que tenía diez, con la justificación de que «al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene». Es un modo metafórico de decir que el que usa bien las gracias recibidas siempre recibirá más de la generosa mano de Dios. Esto manifiesta la mecánica de la salvación de manera paradójica, indicando que quien acoge y hace fructificar la gracia recibida se hace digno de recibir más gracias, y, por el contrario, el que no hace nada ‑aunque no peque abiertamente‑ desperdicia la gracia y lo perderá todo, sin que le puedan valer las excusas de que ha recibido menos que otros, que Dios exige lo que no da o que no ha perdido lo que recibió. Se manifiesta así la aritmética de Dios: el que responde a la gracia recibe más gracia porque con su trabajo se ha capacitado para recibirla mejor.

Es un grave error pensar que podemos desperdiciar la gracia y seguir siendo capaces de crecer y hacernos más santos. La parábola nos dice que de nada valen nuestras excusas para no responder a la gracia y que nos estamos jugando la salvación. Ciertamente, esto puede resultarnos duro, pero está en el Evangelio. No podemos seguir interpretando el Evangelio según nuestra imagen de un Dios bonachón al que no le importa lo que hacemos y que al final nos salvará a todos. Eso resulta cómodo y aceptable para muchos, pero ¿qué pasa si el Señor tiene razón y al que no aprovecha la gracia le espera «el llanto y el rechinar de dientes», que es el infierno? Quizá nos consolamos pensando que tampoco pasa nada por ir al Purgatorio, pero ¿sabemos lo que eso supone? El que se trate de una purificación «temporal» no significa que no conlleve un terrible sufrimiento.

En definitiva, si aceptamos el mensaje de la parábola no nos queda más remedio que reconocer que el rechazo y la burla de Dios que hacen los ateos es mucho menos grave para él que el desprecio de la gracia que hacemos los suyos.

4. Gracia y misión

Desde esta perspectiva y con una mirada mínimamente sobrenatural a nuestro alrededor podemos intuir que la mayor tragedia que existe en el mundo no es la del hambre o la guerra ‑con lo serias que puedan ser‑, sino la gracia desperdiciada. Y lo que hace particularmente grave esa tragedia es su conexión con el desprecio que siente el mundo hacia Dios: Cuando el mundo da un paso atrás y desprecia a Dios, los cristianos, en lugar de afinar en nuestra fidelidad a Dios, también damos un paso atrás y despreciamos la gracia. Cuando el mundo desprecia a Dios y lo abandona, la Iglesia, en vez de ser más fiel en testificar a Dios y trasmitir su gracia, da un paso atrás, se ajusta al paso del mundo y deja que se pierda la gracia que Dios vierte en ella. Y los que tienen un llamamiento significativo a la santidad ‑que ellos conocen bien, aunque los demás no lo vean‑ renuncian a ella; y, como no desprecian abiertamente a Dios, piensan que su rechazo no tiene consecuencias. No se dan cuenta de que están en sintonía con el desprecio y la burla de Dios por parte del mundo, aunque eso les escandalice y lo denuncien con amargura. De ese modo, ambos desprecios juntos hacen muy difícil la acción salvadora de Dios. Y, además, como nadie parece ver el problema o darle importancia, se hace más difícil darle solución, con lo que le ponemos a Dios muy complicado la construcción de su Reino.

El aspecto más lamentable de esta tragedia es que afecta a lo que más le importa a Dios: la correspondencia a la gracia por parte de quienes la han recibido abundante e inmerecidamente. No es fácil de entender que quienes reciben de Dios dones perfectamente reconocibles, no sólo los ignoren, sino que no se planteen su sentido; como si Dios actuara sin una finalidad concreta o diera sus bienes sólo para nuestro disfrute personal momentáneo.

Por eso es muy importante que tomemos conciencia y defendamos que toda gracia que Dios otorga tiene una finalidad muy concreta, lo que nos obliga a descubrirla si no queremos que se pierda y, con ella, se pierda también su fruto. Y en eso nos lo jugamos todo, porque nos jugamos nuestra salvación y la de aquellos que dependen de nosotros, ya que toda gracia tiene que ver con nuestra misión: es un medio necesario para que llevemos a cabo la misión para la que hemos sido creados; razón por la cual nuestro «trabajo» espiritual pasa necesariamente por encontrar la gracia de Dios en nosotros y descubrir la misión de la que esa gracia forma parte y la hace posible. Y este trabajo hay que hacerlo bien: no basta con los sentimientos o impresiones que podamos tener, ni con la buena voluntad que pongamos en hacer mejor las cosas. Hace falta un discernimiento evangélico verdadero y contrastado para tener la seguridad de lo que Dios quiere de nosotros en concreto y, así, poderle entregar plenamente nuestra vida con la seguridad ‑en fe‑ de que lo que hacemos tiene pleno sentido y merece realmente la pena.

Para entender bien esto puede servirnos de ejemplo el milagro de la pesca superabundante que Jesús hace en el mar de Galilea:

Una vez que la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de Dios, estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5,1-11).

Vemos aquí a Jesús llevando a cabo su misión de predicar a la gente que le sigue; y, al terminar, proporciona a Pedro y otros discípulos una extraordinaria e imposible pesca tras su fracaso de la noche anterior. Todos se quedan asombrados y sólo Pedro alcanza a reconocer y agradecer el regalo que el Señor les ha hecho. Algo parecido le sucede en el monte Tabor, donde reconoce también el milagro de la transfiguración de Jesús, pero lo único que piensa es en disfrutar de aquella gracia, con la esperanza de que dure mucho tiempo: «¡Que bien se está aquí, quedémonos en este sitio!» (cf. Mt 17,4). Pedro no entiende que la gracia recibida es el medio que Jesús le proporciona para que descubra el sentido de la Cruz y la misión que tiene en relación con ella. Pero lo que entiende Pedro es que tiene derecho a la comodidad y a verse libre de problemas; de modo que, en el momento de la Pasión, Pedro traiciona a Jesús y huye de la cruz, desaprovechando la gracia de la Transfiguración.

También después de la pesca milagrosa se queda conmocionado, se siente pecador ante esa maravilla, pensando probablemente lo mismo que en la Transfiguración: «¡Qué maravilla! ¡Sería estupendo que Jesús viniera a pescar con nosotros todos los días!». Sin embargo, el Señor le descubre el vínculo entre el don que le ha dado y la misión a la que le envía: «Desde ahora serás pescador de hombres»; como si le dijera: «No he multiplicado una pesca imposible para facilitar el trabajo que tú realizas, sino para que descubras que es mucho mejor el trabajo que yo realizo y del que quiero que participes. Te invito a dedicarte a llevar a cabo la extraordinaria misión de ser pescador de hombres, con el superabundante fruto que has visto que yo le puedo dar a tu trabajo». Una vez más comprobamos que se enfrentan dos proyectos: el de Pedro, que es ganarse la vida, y el de Jesús, que es construir el reino de Dios. Y, de nuevo, la gracia que Jesús le regala a Pedro para que participe en la construcción del Reino, él la quiere emplear en llevar a cabo con más comodidad su propio proyecto personal y humano.

Quizá así se pueda explicar el testimonio de un anciano jesuita que se lamentaba, diciendo: «He dedicado toda mi vida sacerdotal al ministerio de la confesión y la dirección espiritual de muchos cristianos buenos y muy comprometidos con su fe; y en todo ese tiempo nunca he encontrado a una sola persona preocupada realmente por conocer de verdad su propia identidad según el proyecto de Dios, ni siquiera entre los jóvenes que se plantean la posibilidad de una vocación consagrada. Incluso las personas a las que Dios les había concedido la gracia extraordinaria de conocer directamente su misión carecían de interés real por llevarla a la práctica, y pronto se olvidaban de todo para dedicarse a desarrollar su propio proyecto personal de vida cristiana. No deja de sorprenderme que, después de años de vida de oración y de compromiso cristiano, ni los consagrados ni los laicos sepan responder con seguridad a una simple pregunta: “¿Para qué te ha creado Dios?”. Por esa razón es imposible que puedan dar un solo paso firme para poner en práctica el designio de Dios. Después de años de insistirles a todos los que conozco en la importancia de reconocer la propia misión según Dios la proyecta, solo tres o cuatro personas mostraron algún interés en ello, y únicamente la mitad pusieron los medios para desarrollar su misión. Todo esto me ayuda a entender por qué es tan pequeño el porcentaje de santos en relación con el de los buenos cristianos, y que la mayor tragedia del mundo es la de la gracia desperdiciada».

Es muy cómodo dar una respuesta fácil y automática a la pregunta «¿para qué te ha creado Dios?», diciendo que lo ha hecho para que sea bueno, para que siga a Cristo siendo un buen cristiano, para que llegue a ser santo. Pero todo esto es demasiado general y no responde a la cuestión, porque Dios ha creado a cada uno de nosotros para algo muy concreto: cada uno tiene una vocación, una identidad y una misión única. Y lo peor no es que nadie conozca esa identidad, sino que a nadie le importe conocerla.

Es de vital importancia que descubramos el vínculo existente entre las gracias que recibimos de Dios y la misión a la que apuntan esas gracias, ya que no podemos separar ambas realidades. A esto debemos dedicar el tiempo, el esfuerzo y la oración que hagan falta, sin cansarnos de buscar y de hacer discernimiento, empleando en ello toda nuestra vida si fuera necesario. Se trata de algo tan importante, que el ministerio de la dirección espiritual ha sido puesto por Dios en la Iglesia únicamente para ayudar en este trabajo de discernimiento. Y el hecho de que se utilice este medio para otros fines, por buenos que sean, sólo demuestra el poco interés que tenemos por descubrir y vivir nuestra vida como la proyección concreta de la misión específica para la que Dios nos ha creado. Y si esto se puede aplicar a los sacerdotes y consagrados, con mayor motivo puede decirse de los laicos, que tienen más dificultad y desinterés para encontrar su identidad y misión específicas, porque no se cuenta con que las tengan.

¿Qué hacer, entonces? En el caso del cristiano que vive en el mundo y aspira a la santidad, lo primero que tendría que hacer es considerar que tiene una misión concreta y objetiva que compromete su vida. No hace falta ninguna gracia extraordinaria para reconocerla; basta con ser conscientes del problema de la falta de sentido personal de misión y recordar que todos hemos sido creados para cumplir la misión común que les es propia a los laicos, en virtud de su consagración bautismal. Y, a partir de ese importante marco general, cada uno debe encontrar, en su propia historia, las gracias que configuran su identidad personal y única según la misión específica para la que Dios lo pensó desde toda la eternidad y lo llamó a la vida con su nacimiento y su bautismo. Esto es lo que da sentido a toda vocación consagrada, incluida una especial consagración laical que se haga explícita de forma más o menos significativa; dado que, en contra de lo que suele pensarse, un laico no es lo que queda cuando a alguien le quitamos el sacerdocio ministerial o la consagración religiosa, es decir, prácticamente nada.

5. La peligrosa deriva actual

Para llegar a la contemplación de la misión propia del laico y la misión específica de cada uno, lo mejor es comenzar por analizar la situación actual de dicha misión, que es consecuencia del desaprovechamiento de la gracia. Podemos afirmar que este desaprovechamiento tiene dos consecuencias principales: la falta de progreso espiritual en la santidad y la falta de sentido de misión.

Respecto a la primera consecuencia, sucede frecuentemente que, después de que el Señor nos impulsa con su gracia y queremos responder en serio, ser transformados y ser santos, lo que realmente hacemos es intentar el imposible equilibrio de responder a la gracia sin que eso trastoque nuestros valores, hábitos y seguridades. Eso paraliza el crecimiento espiritual, porque hace que se desvanezca el impulso de la gracia y se vaya adormeciendo el sincero deseo inicial de santidad.

La segunda consecuencia consiste en la pérdida del sentido de misión, de modo que podemos asumir todas las tareas que queramos, pero sin darles su verdadero sentido, puesto que, en definitiva, se trata de que seamos buenas personas, buenos cristianos, que ayudemos a la familia o colaboremos en la parroquia… Así es como podemos dedicarnos a cualquier cosa que se nos proponga o que deseemos porque no tenemos una conciencia clara de nuestra misión personal.

Ambas consecuencias afectan principalmente al individuo, pero tienen importantes efectos respecto de los demás porque, si la gracia se atasca en nosotros, no puede pasar a otras personas. Así, de la falta de avance espiritual personal depende en gran medida la falta de santidad de la Iglesia, puesto que ésta es un Cuerpo en el que todos estamos conectados. Igualmente, la falta de sentido de misión lleva a la paralización de la evangelización del mundo: la misión propia del laico en la Iglesia es el apostolado, y, si no tiene una identidad clara y no conoce ni realiza la tarea que le ha encargado el Señor, no podrá colaborar a su obra a través de su misión específica de evangelización.

Las dos consecuencias están relacionadas, porque la santidad no se puede separar de la misión. No podemos ser santos sin llevar a cabo a fondo nuestra propia misión. Y no se puede realizar la misión sin la unión y fidelidad al Señor, que es el núcleo de la santidad. De hecho, la gracia que desperdiciamos no es sólo la que se refiere a nuestro propio beneficio espiritual, sino también la que alimenta nuestra misión y, por tanto, afecta a los demás, a aquellos cuya salvación depende de que cumplamos bien la misión a la que Dios nos llama. Y en este punto debemos tener en cuenta que no vivimos nuestra respuesta al Señor y nuestra misión en una burbuja independiente de nuestras circunstancias, sino en una realidad concreta. Y hemos de ser conscientes de que el ambiente general en la Iglesia, principalmente en Occidente, hace muy difícil descubrir y mantener la conciencia de misión porque la hemos perdido. Ni los pastores ni los laicos tenemos conciencia de nuestra misión y, lo que es peor, da la impresión de que eso no importa, con lo que podemos dedicarnos a lo que queramos. Esa falta de claridad en la identidad y en la misión permite a los sacerdotes inventarse su identidad para adaptarse a los reclamos del mundo; hace que el modo en que un religioso vive su consagración no se parezca en nada al de otro, incluso de la misma congregación; y a los laicos les permite conformarse simplemente con hacer cosas buenas. Hemos de contar con que el ambiente no nos va a ayudar a acoger la gracia con todas sus consecuencias y abrazar nuestra misión con fidelidad.

Y, sin embargo, la misión está ahí. No podemos renunciar a una misión que nos identifica y de la que depende la salvación del mundo. Desde el comienzo de la Iglesia, los cristianos se han sentido llamados a evangelizar, siguiendo el mandato del Señor: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16,15-16). Somos responsables, pues, de la condenación de aquellos a los que no les llega la noticia porque no cumplimos nuestra misión. Por esa razón, multitud de cristianos a lo largo de la bimilenaria historia de la Iglesia se han entregado a esta tarea e incluso han dado la vida por ella, intentando que no haya nadie al que no le llegue la gracia de Dios.

Es cierto que nuestro mundo occidental, tan orientado al materialismo, se ha hecho voluntariamente impermeable al anuncio del Evangelio y a la gracia, buscando las satisfacciones que ofrece el mundo. Pero lo más grave es que la Iglesia parece haber perdido el interés por su misión evangelizadora, que es para lo que fue fundada por el Señor, lo cual ha despojado a los laicos de su propia identidad al privarlos de la misión que les es propia. Resulta muy difícil encontrar a un seglar que se sienta directamente interpelado por esta obligación; como mucho, algunos colaboran en la catequesis o la acción social de la parroquia, pero la inmensa mayoría piensa que predicar el Evangelio es cosa de los curas. Y no es así: el apostolado es una obligación que afecta principalmente a los laicos, puesto que forma parte esencial de su vocación cristiana, mientras que la misión de los pastores es alimentar la fe de los laicos con los sacramentos, la predicación, la formación y la guía espiritual, para que puedan cumplir su tarea de ser fermento regenerador en medio del mundo.

Los seglares, cuya vocación específica los coloca en el corazón del mundo y a la guía de las más variadas tareas temporales, deben ejercer por lo mismo una forma singular de evangelización. Su tarea primera e inmediata no es la institución y el desarrollo de la comunidad eclesial ‑esa es la función específica de los Pastores‑, sino el poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etc. Cuantos más seglares hayan impregnados del Evangelio, responsables de estas realidades y claramente comprometidos en ellas, competentes para promoverlas y conscientes de que es necesario desplegar su plena capacidad cristiana, tantas veces oculta y asfixiada, tanto más estas realidades ‑sin perder o sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente frecuentemente desconocida‑ estarán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús (San Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 70).

Los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb 5,1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia (San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 22).

A lo largo de la historia y en la medida en que la misión de los pastores ha ido cobrando un mayor sentido de «poder», los laicos han ido relegando la responsabilidad del apostolado hacia los ministros de la Iglesia ‑obispos y sacerdotes‑ y los religiosos, desentendiéndose en gran medida de la evangelización y limitándose a ser unos meros subordinados de los eclesiásticos, al estilo de lo que sucede en el mundo laboral entre jefes y subalternos.

El concilio Vaticano II planteó con fuerza la necesidad de revitalizar la importancia y la misión del laicado en la Iglesia: frente a la pasividad y falta de sentido vocacional que dominaba la vida de los cristianos «de a pie» en aquel momento, acentuó el valor del «compromiso» como expresión de una fe auténtica. Sin embargo, a pesar del desarrollo de la teología del laicado, el Concilio no logró erradicar el sentido «empresarial» que existe en grandes sectores de la Iglesia, especialmente entre los pastores, así como el carácter de «poder» con el que se identifica una autoridad pastoral que debiera ser esencialmente un servicio evangélico consistente en dar la vida (cf. Jn 10,11). En la práctica, cualquier diócesis o parroquia se estructura según el tipo de pirámide empresarial propia del mundo: un jefe que manda y unos subordinados que colaboran con él obedeciendo sus órdenes.

Esta estructura mundana es la que se ha aplicado precisamente al impulso que el Concilio ha querido dar a los laicos, de modo que su misión, en vez de desarrollarse hacia fuera, para ser la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33), se ha desarrollado hacia dentro, como si su función se redujera al compromiso con las instituciones eclesiásticas.

Como consecuencia de este proceso se ha mantenido y acentuado la mentalidad organizativa o empresarial en la Iglesia, de modo que la «pastoral» se ha ido centrando en crear estructuras eclesiásticas que hay que alimentar con las personas y los esfuerzos que debieran dedicarse a una evangelización que queda desatendida. Mientras obispos y sacerdotes delinean ambiciosos «planes» pastorales, en el fondo, lo que esperan es que los laicos participen en los consejos pastorales, juntas económicas, equipos de liturgia, comisiones, delegaciones, asambleas, sínodos y demás estructuras de las diócesis, vicarías y parroquias, entendidas principalmente como órganos de influencia y poder. Es un tipo de participación que se ha acabado identificando con el «compromiso» laical que, paradójicamente, tiene tanto de clericalismo que los varones más «comprometidos» son los que se plantean acceder al diaconado como el colofón visible de su compromiso.

Esta mentalidad hace que la mayor parte del potencial evangelizador que posee el laicado se consuma en reivindicaciones y en alcanzar objetivos internos, como la sinodalidad, la democratización de la Iglesia o el acceso de la mujer a los puestos de «poder», junto con una serie de metas meramente filantrópicas o ideológicas. La consecuencia de todo esto es que apenas quedan energías ni medios para la verdadera misión, que es la evangelización.

Así, mientras hacemos consistir la misión del laico en participar activamente en las estructuras internas eclesiales, la misión de los pastores se centra en construir nuevas estructuras y mantenerlas a toda costa. Por esta razón, la mayoría de los pastores han olvidado que su misión es «dar la vida» (Jn 10,11) por su pueblo, a ejemplo de Cristo crucificado, y aspiran a ascender en la pirámide de poder, mientras que los laicos «comprometidos» se dedican principalmente a subir en el escalafón de esa misma estructura. Como resultado de esta situación, la Iglesia se convierte, en gran medida, en la institución para la que viven sus miembros, según un espíritu eminentemente mundano, lo que hace imposible que lleve a cabo la misión que le dio su Fundador, abandonando la acción evangelizadora que deben realizar los laicos en el mundo.

Todo esto resulta enormemente atractivo, porque a todos nos viene muy bien esta situación, ya que resulta más cómodo y menos comprometido engrosar las estructuras eclesiales que evangelizar al mundo. Por eso nos enredamos en los conflictos humanos que se viven en todas estas estructuras y gastamos en ellos las fuerzas necesarias para una misión que tendría que abarcar el mundo entero y todos los aspectos de la vida de los hombres. En consecuencia, se queda sin realizar la misión sagrada del laico que deriva de la condición real, profética y sacerdotal que le confiere el bautismo. Los laicos participan del sacerdocio de Cristo para ofrecer su vida para gloria de Dios y la extensión de su reino, y no para entretenerse en el mantenimiento de una estructura empresarial.

Tengamos en cuenta que una organización de carácter empresarial conlleva necesariamente una estructura de poder. Y en ausencia del impulso a la santidad y de la dedicación a la misión, las fuerzas se dedican a una lucha de poder en los diversos niveles de esa estructura. Esto explica la rivalidad, cada vez más acentuada, que existe entre laicos y pastores por alcanzar niveles mayores de poder, así como la presión de los sectores feministas por lograr que la mujer consiga las mismas oportunidades en la lucha por el poder dentro de la Iglesia. Siempre la cuestión es la misma: el poder. Por eso resulta sorprendente, amén de escandaloso, el empecinamiento generalizado en estas posturas, a pesar de que se oponen radicalmente a la voluntad que el Señor ha expresado con claridad en el Evangelio. Por el contrario, no se ven batallas similares por entregar más generosamente la vida, por realizar los servicios más duros o por conseguir el último lugar, que es lo que nos pide Jesús:

El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20,26-28).

Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga (Mt 16,24).


Rubens, Jesús lavando los pies a los Apóstoles

Nada de esto es nuevo, ni debiera sorprendernos, porque es algo que siempre ha existido en la Iglesia; y el mismo Jesús tuvo que enfrentarse a ello cuando, por ejemplo, dos de sus discípulos maniobraron para alcanzar los puestos de mayor poder en el reino material que esperaban (cf. Mc 10,35-45), un reino muy distinto del que buscaba su Maestro. Pero, al final, esos discípulos y los demás ‑que tenían pretensiones semejantes‑ entendieron cuál era su misión y acabaron dando la vida por Jesús y como él. Aprendieron una lección fundamental que pocos hoy parecen querer entender.

A la luz de esto, podríamos preguntarnos si los pastores actuales tendrían el mismo interés por ascender en el «escalafón» si ello supusiera necesariamente soportar duras penalidades y poner en riesgo real su propia vida. Si fuera así, podríamos ver claramente quién tiene verdadera vocación.

A lo largo de la historia de la Iglesia, multitud de pastores se han jugado la vida y la han entregado heroicamente por ser fieles a su misión y por defender al pueblo de Dios, delante del que caminaban, a ejemplo del buen pastor que es Cristo (cf. Jn 10,4). En las recientes y cruentas persecuciones que han padecido los cristianos a manos del comunismo tenemos muchos ejemplos de heroicidad y martirio, como es el caso de la persecución en España o en los países del este de Europa. En Polonia, por ejemplo, su episcopado se enfrentó con valentía al gobierno comunista que sojuzgaba tiránicamente a la católica nación polaca: «Si se nos coloca ante la alternativa de elegir entre someter la jurisdicción eclesiástica al poder civil o hacer el sacrificio de nosotros mismos, no vacilaremos un solo instante. Lo afrontaremos, fieles a nuestra conciencia sacerdotal y a nuestra vocación apostólica. Venga lo que viniere, no seremos nosotros quienes demos la espalda a las persecuciones. Si el sufrimiento es nuestra porción, lo será únicamente por Cristo y su Iglesia. No tenemos derecho a poner en los altares del César lo que es de Dios. “¡NON POSSUMUS!”»3. Hoy, sin embargo, vemos multitud de ejemplos de pastores que «se apacientan a sí mismos» (Ez 34,2), asumiendo los criterios materialistas del mundo e incluso aliándose con los poderes políticos, dejando abandonados y escandalizados a los fieles. Lejos de dar la vida por las ovejas, aseguran su propia comodidad al precio de poner en riesgo la vida eterna del rebaño que deberían alimentar y defender.

Igualmente, podríamos preguntarnos sobre el verdadero compromiso del laico: si la palabra «laico» fuera realmente sinónimo de testigo radical del Evangelio ‑con la vida y la palabra‑ en la familia, el trabajo, la sociedad o la política, ¿cuántos cristianos estarían dispuestos a asumir el riesgo de ser despreciados, arrinconados o perseguidos, teniendo que renunciar al prestigio, al nivel social e incluso al desarrollo de su profesión por ser fieles a su fe? Hemos creado una conciencia de la vida cristiana tan laxa que resulta impensable que se puedan plantear estos retos, que son elementales para quien se toma el Evangelio en serio. El verdadero reto del laico es dar la vida y la única rivalidad posible entre cristianos tendría que ser la de la entrega, el servicio y la búsqueda del último lugar, que es lo contrario de nuestras rivalidades y quejas cuando no se nos tiene en cuenta, nos humillan o nos cuesta cumplir nuestra misión.

Es cierto que después del concilio Vaticano II, y como consecuencia del impulso que se ha querido dar a los seglares, han surgido multitud de movimientos laicales en la Iglesia, algunos con mucha fuerza y difusión. Se trata de grupos numerosos de seglares que cuidan la formación y valoran el carácter evangelizador de su vocación y misión como laicos. Sin embargo, en la práctica, no se ven libres de ciertos intereses mundanos, y el meritorio esfuerzo evangelizador que realizan no tiene con frecuencia como principal finalidad conquistar almas para Dios incorporándolas a la Iglesia, sino lograr que los que ya son cristianos se incorporen a su propio grupo o movimiento, al que suelen identificar con la «verdadera» Iglesia, en oposición al resto de la misma, que para ellos no merece el nombre de Iglesia por carecer de la autenticidad que su propio carisma les brinda4. Esto pone de relieve que los seglares no tienen verdadera conciencia de su misión y no la pueden defender porque no la conocen ni la valoran. Y así es como se hace estéril la misión de la Iglesia.

Matices aparte, sobre los que se podría discutir, esta sucinta ojeada a la situación de la Iglesia actual en Occidente debería permitirnos revisar el problema de fondo, que dificulta nuestra propia salvación y la de aquellos a los que deberíamos ofrecérsela, y que tiene como base la tentación de asimilarnos al espíritu del mundo que nos lleva al materialismo, haciendo que sustituyamos la salvación de Cristo, crucificado y resucitado, por la «salvación» que supone el progreso material de la humanidad. Debemos aceptar que un mundo que sólo aspira al «cielo» de una confortable y egoísta vida material no puede recibir de buen grado el llamamiento a una salvación que exige el auténtico amor y el doloroso precio que éste supone, que es la entrega de la vida (cf. Jn 15,13). Lo fácil es, entonces, promocionar en la Iglesia todos aquellos aspectos que encajan con los objetivos del mundo y pueden ser fácilmente entendidos y aceptados por él: la solidaridad, la atención a los más desfavorecidos, la preocupación por el medio ambiente, etc. Esto forma parte de la vida cristiana, como lo prueba el hecho de que los santos han sido las personas más entregadas a ayudar a los demás, pero sin separar esa entrega del amor de Dios. No se puede disociar el Evangelio del compromiso social, pero mucho menos del amor de Dios y la entrega al prójimo. Por eso, ni la Iglesia es una gran organización filantrópica, ni los santos son unos meros activistas sociales. De hecho, la Iglesia ha dado siempre testimonio de la indisoluble unión entre el amor a Dios y al prójimo, en línea de lo que pide la Biblia y Jesús subraya con fuerza:

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente». Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas (Mt 22,37-40).

Como consecuencia, vivir y proclamar los valores evangélicos es lo esencial de la vida cristiana; y de esa vida y esa proclamación brotará la auténtica transformación del mundo que Dios espera. Esos valores comienzan por la defensa de la primacía de Dios en nuestra vida, como camino de amor que nos identifica con Cristo y nos lleva a la plenitud de esa identificación en la comunión del amor trinitario en el cielo. Y para que sea posible la vida cristiana auténtica, necesariamente misionera, es para lo que Jesús funda la Iglesia y la dota de unos ministros consagrados que alimenten a sus discípulos con la gracia que emana principalmente de la Palabra y de los sacramentos.

Todos los discípulos de Cristo, como cuerpo suyo que son, participan del mismo ser y misión de su Señor y constituyen un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. El bautismo consagra por igual a todos los cristianos para participar de esta triple dimensión de la vida y la misión de Cristo. Ésa es la base de la que parte acertadamente el Vaticano II para subrayar la grandeza e importancia de la misión del laicado en la Iglesia y en el mundo. Por eso, los laicos no son meros colaboradores materiales de unos pastores que son los que tienen la «misión», sino que, al igual que los pastores, poseen su propia e importantísima misión: han sido consagrados por el bautismo para ser realmente sacerdotes, profetas y reyes en Cristo. Más aún, ellos son los que tienen el sagrado deber de anunciar el Evangelio al mundo desde dentro del mundo, como levadura en la masa. Y deben hacerlo de tal modo que el mundo se transforme realmente en el reino de Dios para el que fue creado. He aquí unos textos del Concilio y de san Juan Pablo II que son muy claros al respecto y sobre los que todo laico debería examinarse:

El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7). Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 31).

Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en las cosas que esperamos (cf. Hb 11,1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo […]. Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo (Lumen Gentium, 35).

La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos» […]. En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: «Allí son llamados por Dios». Se trata de un «lugar» que viene presentado en términos dinámicos: los fieles laicos «viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida». Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su condición no como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado. Es más, afirma que «el mismo Verbo encarnado quiso participar de la convivencia humana (…). Santificó los vínculos humanos, en primer lugar los familiares, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un trabajador de su tiempo y de su región». De este modo, el «mundo» se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El Bautismo no los quita del mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo: «Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en la condición en que se encontraba cuando fue llamado» (1Co 7,24); sino que les confía una vocación que afecta precisamente a su situación intramundana. En efecto, los fieles laicos, «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad». De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de «buscar el reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (San Juan Pablo II, Christifideles laici, 15).

A quienes [Cristo Jesús] asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1P 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios (Lumen Gentium, 34).

El testimonio laical no es un mero compromiso externo, sino el fruto de una gracia del Espíritu Santo que transforma al cristiano en auténtico sacerdote, capaz de convertir su vida ‑con todos los elementos que la componen‑ en una ofrenda sacrificial que, unida a la de Cristo, dé gloria a Dios y coopere a la santificación y salvación del mundo. Así es como se ejerce el sacerdocio común de los fieles.

Los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1P 3,15) […]. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras (Lumen Gentium, 10-11).

Y, en relación con esto, los sacerdotes ordenados ejercen su misión ayudando a los laicos a que lleven a cabo eficazmente su propia misión sacerdotal, con todas sus consecuencias. Por eso, el compromiso del seglar no se debe medir, como se hace normalmente, por la cantidad de los grupos en los que participa y por la importancia de las responsabilidades que asume en el organigrama eclesial. La prueba que demuestra que los laicos realizan fielmente su misión es que viven en una permanente confrontación evangélica con el mundo. Si un cristiano trata de ser fiel al Evangelio, dando testimonio de Cristo, no puede pretender vivir en el mundo cómodamente, sino que ha de aceptar ser crucificado, de manera más o menos cruenta, porque el único camino que lleva a nuestra salvación y a la extensión del Reino es el que pasa por la Cruz. Éste fue el camino del Salvador y es también el camino al que él nos invita cuando nos dice: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,11-12; cf. Lc 6,22-23.26).

El verdadero compromiso de todo cristiano ‑cualquiera que sea su vocación‑ no se mide por las responsabilidades eclesiales que asume, sino por su fidelidad a las bienaventuranzas, que definen el verdadero camino de la vida evangélica, por lo que debe estar dispuesto a renunciar, por Cristo, al prestigio, a la comodidad, al nivel profesional, social y económico. Hemos de reconocer que es muy difícil ser realmente cristiano en muchos de los ambientes y profesiones actuales. Y el hecho de que los laicos encajen cómodamente en todas esas situaciones, sin experimentar conflictos, es la prueba de la renuncia a su verdadera identidad y misión. Por el contrario, abrazar la verdadera condición de cristianos en el mundo en que vivimos exige necesariamente del laico aceptar ser crucificado, de manera incruenta y cotidiana, a causa de su identificación con Cristo. Por eso, para recuperar su genuina identidad, el laico tiene que revisar en qué medida valora, vive y trabaja por conocer y realizar su misión en la aceptación real de las bienaventuranzas, identificándose con Cristo en la pobreza, en la mansedumbre y en la persecución.

Y todo esto vale especialmente para los contemplativos seculares, que quieren vivir a fondo la fe y buscan la santidad, y cuya misión también consiste en ser levadura en la masa. Su misión incluye el testimonio de palabra, pero con un carácter muy peculiar, que exige principalmente la íntima unión con el Señor, fruto de la contemplación y la adoración, de modo que vivan permanente y conscientemente sumergidos en él. Así es como, viviendo en medio del mundo, hacen presente al Señor con la eficacia casi sacramental que despliega todo su poder transformador. Es lo que contemplamos en María, cuando convierte la simple visita a su prima Isabel en instrumento eficaz de gracia para ésta (Lc 1,39-56).

Se pone en camino como parte de la misión que surge de su encuentro con Dios. De tal manera que María no va sola, pues lleva a Jesús con ella. Y así, el servicio material que presta a Isabel se transforma en la obra de santificación que realiza Jesucristo. Ella, la «Portadora de Dios» por excelencia, lleva a todas partes la Presencia silenciosa, oculta y eficaz del Redentor. De este modo, el trabajo humilde de María es medio para el trabajo redentor del Hijo. Y el hecho de llevar a Jesús, «habitando» en ella, la convierte en instrumento de santificación para los demás.

Este misterio que se realiza en la Virgen María es el mismo misterio que Dios quiere llevar a cabo en el contemplativo secular, que está llamado, como ella, a ser recipiente vivo de Jesucristo, a llevar en silencio la salvación a todos los que le rodean, convirtiéndose en sagrario de Cristo en medio del mundo, haciendo presente al Señor, no por la palabra sino con su presencia silenciosa, predicando el Evangelio no con la boca sino con la vida, y cooperando eficazmente a la santificación del mundo5.

Así, el laico contemplativo está obligado, en virtud de su misma misión apostólica, a ser eficaz trasparencia de Cristo resucitado, para que él, desde esa presencia viva, atraiga a sí a todos, y los inflame y consuma en el fuego salvador del amor de Dios. Eso no es una actividad opcional del contemplativo secular, sino que constituye la esencia de su misión apostólica, razón por la cual esta misión y su eficacia sobrenatural tienen que alimentarse vivamente por medio de la oración y la intercesión, además de ser revisada con frecuencia en el examen de conciencia para evitar que su sentido se desvíe o se pervierta. Esto es algo que no debemos dar por supuesto, porque ¿cómo es posible que los laicos que se plantean la santidad y han dedicado diariamente largas horas a la oración durante años no tengan una conciencia clara, lúcida y viva de su misión, y se permitan vivir tranquilamente sin saber de forma concreta y matizada para qué los ha creado Dios?

6. Nuestra responsabilidad

A la luz de todo lo anterior podemos preguntarnos: «¿Qué sucede con la gracia desperdiciada?, o mejor aún: ¿qué nos sucede cuando desperdiciamos la gracia?». Aparentemente puede parecer que no pasa nada por ignorar la gracia; de hecho, no vemos correr la sangre a nuestro alrededor y nadie nos reprocha nada, incluso podemos proclamar que «no hacemos nada malo» y, por tanto, suponer que nuestro comportamiento no tendrá consecuencias (¡Ay, los terribles pecados de omisión y sus efectos!). Pero ¡claro que tiene consecuencias!, principalmente dos: el dolor que le causamos a Dios frustrando su proyecto concreto para cada uno de nosotros y el daño que ocasionamos a los demás al privarles de la gracia que deberíamos transmitirles.

El dolor que le ocasionamos a Dios es el resultado de lo mucho que le importa a él nuestra salvación según el proyecto para el que nos creó y de lo mucho que le importa la gracia que nos da para que podamos realizar ese proyecto; por lo que también le importa muchísimo que aprovechemos esa gracia y no la desperdiciemos. Tengamos en cuenta que todas las gracias que recibimos dimanan de la cruz redentora del Salvador, y el altísimo precio que pagó por nosotros nos da idea del valor que posee para Dios nuestra santidad y, por lo tanto, cuánto le afecta que despreciemos, en la forma que sea, sus dones.

El daño que hacemos a los demás es el efecto de nuestro pecado en el misterio de la comunión de los santos, puesto que en el Cuerpo de Cristo todos estamos conectados, y su gracia fluye a través de nuestras vidas y riega a la Iglesia para que dé fruto. Con nuestro descuido o desprecio de la gracia, ésta se «atasca» en nosotros y no pasa a los demás ‑a aquellos que dependen misteriosamente de nuestra fidelidad‑, haciéndonos responsables de su infidelidad o su pecado. Y el hecho de que no hayamos hecho nada abiertamente pecaminoso ‑o ni siquiera levemente malo‑ no nos dispensa de nuestra responsabilidad. Como tampoco puede justificarnos el que no hayamos hecho nada ‑las «omisiones»‑, porque, «nuestras faltas ocultas envenenan el aire que otros respiran»6.

La misma Palabra de Dios nos muestra con claridad lo mucho que le importa a Dios que su gracia dé fruto a través de nuestra fidelidad. Ya en el Antiguo Testamento aparece este interés de Dios, como, por ejemplo, cuando asegura que pedirá cuentas al vigía que no cumpla su cometido (Ez 3,16-21; 33,1-9).

Y en la misma línea se sitúa la predicación de Jesús, que habla con dureza de los pecados de omisión a propósito de los que pasan de largo ante el hombre maltratado por los bandidos (Lc 10,30-32) o de los condenados en el juicio final:

Entonces también estos [los condenados] contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?». Él les replicará: «En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo». Y estos irán al castigo eterno (Mt 25,44-46).

El apóstol Santiago lo dice con rotundidad: «El que sabe cómo hacer el bien y no lo hace, ese está en pecado» (St 4,17). Y, como hemos visto, Jesús trata el asunto explícitamente en la parábola de los talentos, aludiendo a la condena eterna que sufrirá el siervo que escondió el dinero de su amo bajo tierra. Es verdad que no se apropió de ese dinero, por lo que en realidad no «hizo» nada malo; sin embargo, su castigo fue el despojo de todo y la condenación. Por eso no deberíamos suponer que nos vamos a librar del infierno por el hecho de no haber realizado ninguna acción positivamente mala, como si a Dios no le importase el desprecio de su gracia que supone el que no hayamos hecho nada con ella.

Todos hemos recibido gracias suficientes para ser santos. Podemos no serlo, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que no es porque no podamos sino porque no queremos ser santos. Lo peor es la mentira: las excusas que esgrimimos para defender que no podemos ser santos, dada nuestra historia, familia, psicología o capacidades. Así es como nos instalamos en la mediocridad, y no podemos esperar salvarnos con la salvación que Dios ofrece a los santos; y no existe otra salvación, porque ésa es el fruto normal de las gracias que hemos despreciado y que, precisamente por ese desprecio, han quedado estériles. Ciertamente muy pocos cristianos estarán de acuerdo con esta afirmación, pero es la única coherente con el valor de la cruz de Cristo y de la gracia que brota de su corazón traspasado, es la única coherente con el llamamiento universal a la santidad y con el convencimiento multisecular de la Iglesia, tal como lo han manifestado los Padres, los grandes teólogos y los místicos.

Ésa es la razón por la que Jesús dirá a los fariseos: «Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros (excluyéndoos) en el reino de Dios» (Mt 21,31). Sus interlocutores eran en verdad personas con gran interés por su formación, con un fuerte compromiso religioso y social, y entregados apasionadamente al cumplimiento de los preceptos religiosos; pero nosotros hemos tenido cuidado de darle al término «fariseo» un significado despectivo para justificar que no tenemos nada que ver con ellos.

Sin embargo, los fariseos eran lo que hoy denominaríamos creyentes «comprometidos» y, por tanto, dignos de admiración. Por eso, Jesús no les reprocha que hagan cosas malas, sino que se sirvan precisamente de lo que hacen bien ‑que es mucho‑ para justificar lo que no hacen, que es reconocer en Jesucristo la presencia y la acción de un Dios que quiere mostrarles su voluntad y dirigirlos hacia la salvación. En el fondo, su pecado es el de la mediocridad que supone refugiarse en el mero cumplimiento de lo estrictamente estipulado para evitar ir más allá, librándose así de entrar en el terreno del verdadero amor, de la «pasión» ‑en su doble sentido de ansia y de dolor‑ por Dios, en definitiva, evitando la «locura» del amor en la que Dios vive y a la que nos quiere atraer. La Creación, la Encarnación o la Cruz son expresiones de un amor tan absolutamente incomprensible que sólo merece el nombre de locura; y la gracia de Dios, que él derrocha superabundantemente sobre nosotros, es fruto de esa locura y el medio para contagiarnos de ella.

Jesucristo no ha muerto en la cruz para que nosotros seamos unos buenos cumplidores de una religión, sino para empaparnos de su pasión, amor y dolor, para hacernos participar de su locura: él consume su vida en el fuego de la pasión de Dios para contagiarnos de esa pasión y esa locura, y nos da el Espíritu Santo, que es el fuego de Dios, para que nos incendie en amor… Y nosotros lo que queremos es calentarnos, y nos alejamos del fuego de Dios lo justo para no pasar frío sin abrasarnos. Hemos convertido el fuego de Dios en una cómoda calefacción. Y eso es lo que realizaron los fariseos, negando la locura del amor e intentando eludirla a toda costa. Y el mismo interés de Jesús por vivir de esa locura y contagiárnosla suscitó en los judíos comprometidos una encarnizada oposición para evitar que consiguiera llevar a cabo la misión que tenía y por la que estaba dispuesto a dar la vida. Y así fue como la gracia se estrelló contra aquellos mismos a los que iba dirigida.

Esta actitud de oposición a la gracia le resultó tremendamente dolorosa al Señor, como lo demuestran sus lágrimas ante la Jerusalén que se resiste a su mensaje (Lc 19,41-42) y el dolorido lamento por las ciudades de Galilea que han dilapidado la gracia que él les ha ofrecido con su predicación y sus milagros:

Se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían convertido: «¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Pues os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Pues os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti» (Mt 11,20-24).

¿Cuál es la razón de este rechazo? El interés de los judíos por descalificar a Jesús era el modo de evitar tener que dar el salto en fe que él pedía para pasar de una fe controlada humanamen-te a entregarse de verdad a Dios como el absoluto de nuestra vida que es; y eso mismo es lo que hoy explica la mediocridad de la mayoría de los cristianos. Prueba de ello es, por ejemplo, la banalización de los sacramentos o el significativo interés por negar la existencia del infierno o reducirlo al castigo excepcional reservado sólo a los grandes pecadores públicos. Éstas son algunas de las maneras de quitarle importancia al descuido o desprecio de la gracia, como si a Dios no le hubiera costado nada dárnosla y no le importase que se perdiera. Por otro lado, si la gracia no importa mucho y podemos instalarnos en la mediocridad sin consecuencias, se explica que ser cristiano se pueda reducir a ser buena persona ‑en sentido meramente humano‑ y la Iglesia a una gran organización filantrópica. Y ahí está el mayor pecado: quitarle importancia a la redención, a la gracia y a la salvación.

Evidentemente es imposible alcanzar la santidad reduciendo la salvación a nuestras cómodas coordenadas humanas y olvidando la esencia de la redención que Dios mismo nos ha mostrado en su Palabra. Y, además, esta perversión del mensaje revelado lleva necesariamente a la condenación a los que la perpetran, por mucho que pretendan justificarse porque «no han hecho nada malo» según sus criterios. Pero el juicio de Dios se realizará según los criterios y la valoración de Dios, no los de los hombres. Y aquí hemos de aplicar el juicio que Dios hace sobre el tibio o mediocre diciéndole: «Te vomitaré de mi boca» (cf. Ap 3,15). Y esta condenación comienza ya aquí en la tierra con la insensibilidad ante la belleza y el bien, ante lo extraordinario, con la incapacidad para el asombro y el éxtasis. Esto, que caracteriza al mundo actual y a la mayoría de los cristianos, manifiesta claramente una mediocridad incompatible con la verdadera fe.

Pero ¡es tan dulce la mediocridad! No soy malo, no soy bueno. Me entrego, pero no me entrego. Sufro sin sufrir, amo sin amar. La mediocridad no tiene el dramatismo de la renuncia cobarde ni la tensión de la fidelidad; tan sólo un atractivo adormecimiento de la conciencia y de todo nuestro ser, una somnolencia suave que hace compatibles con nuestra vida cristiana los consuelos, refugios y compensaciones que nos ofrece el mundo para que olvidemos la trascendencia y así hacernos suyos. ¡Son tantos los consuelos afectivos que hacen que nos «sintamos» felices aún a sabiendas de que no lo somos ni lo podremos ser nunca por ese camino!

7. Discernimiento y fidelidad

Si es tan importante no desperdiciar la gracia que hemos recibido de Dios para reconocer y realizar la propia misión, ¿cómo saber con certeza si acogemos o desperdiciamos la gracia? Para empezar, tengamos en cuenta que saberlo no es tan fácil como podría parecer, porque se puede confundir la fidelidad a la gracia con el rechazo de la misma, ya que la infidelidad suele enmascararse con sustitutos de virtud que ofrecen un consolador convencimiento de aparente fidelidad. Casi todos los que cambian la santidad por la mediocridad lo hacen de manera que no lo note nadie, ni siquiera ellos, retorciendo el Evangelio hasta donde haga falta y apoyándose en todo tipo de excusas y falacias.

Por esta razón, como no es fácil saber la verdad de nuestra propia situación, necesitamos realizar un discernimiento fiable, y el mejor es el que se basa en la aceptación realista de las bienaventuranzas en lo concreto de nuestra vida. Si queremos hacer este discernimiento, debemos analizar si aceptamos o rechazamos en la práctica la mansedumbre, ser pobres, tener hambre, ser perseguidos, llorar… Así pues, ante la vida y sus dificultades ‑interiores y exteriores‑, preguntémonos si abrazamos de buen grado las bienaventuranzas o las rechazamos apoyándonos en que tenemos razón, que no es justo tal comportamiento ajeno que nos daña o que nos resulta muy dura e inaceptable determinada situación. Y es necesario que seamos muy sinceros en este discernimiento porque de él depende que valoremos nuestro comportamiento, no nuestras intenciones.

San Pablo nos puede ayudar a comprender que la debilidad no puede ser una razón para quejarnos o un obstáculo para realizar nuestra misión, porque tenemos la gracia de Dios que se manifiesta precisamente en nuestra debilidad y nos hace capaces de realizar fielmente el plan de Dios en nosotros:

Un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12,7-10).

La importancia de este discernimiento estriba en que nuestra actitud real ante las dificultades no sólo revela que aceptamos la incomprensible locura de las bienaventuranzas, sino también que aceptamos la misteriosa realidad que la sustenta, que es la locura de la cruz, como nos dice san Pablo:

El mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen.

Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados ‑judíos o griegos‑, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres (1Co 1,18-25).

Una atenta mirada a nuestra vida real puede mostrarnos si amamos la cruz o la rechazamos ‑las dos únicas opciones posibles‑, lo cual nos revelará la auténtica medida de nuestra acogida o rechazo de la gracia divina. O, lo que es lo mismo, nos revelará en qué medida nos buscamos a nosotros mismos o buscamos de verdad a Dios, en qué medida queremos entrar en la espiral destructiva del amor propio y del orgullo o abrazamos libremente la locura de la humildad y el abandono, en qué medida necesitamos demostrar que somos fuertes y autónomos o aceptamos ser niños indefensos en las manos de Dios.

La clave de este discernimiento está en aceptar nuestra indefensión y pobreza, ya que, en el fondo, la gracia ‑todas las gracias que recibimos‑ tienen como finalidad última hacernos dóciles ‑maleables‑ a la acción del Espíritu. Para ello, tengo que aceptar que soy realmente pobre porque estoy seriamente limitado por mi salud, mi psicología, mi historia, mi familia o mis circunstancias; además, porque vivo en un mundo, una Iglesia, una parroquia deficientes y limitados. Pero a la vez, debo ser plenamente consciente de que tengo la gracia y que eso me basta (cf. 2Co 12,9). Sólo así es como el Espíritu Santo puede transformarnos en Cristo para llevarnos a la comunión de amor con Dios en el cielo por toda la eternidad. Esta maleabilidad es, precisamente, el espíritu de infancia que Jesús dice que es imprescindible para salvarnos: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3).

Pero ahí radica precisamente la gran dificultad que tenemos para ser verdaderos cristianos y para salvarnos, porque hemos hecho prácticamente imposible el espíritu de infancia: no queremos ser niños, ni queremos ser pobres, ni queremos sufrir; y por eso no deseamos conocer la gracia que nos define. Jesús nos dice que, puesto que no somos niños, hemos de convertirnos ‑transformarnos‑ en niños si pretendemos entrar en el reino de los cielos. Y como no sabemos de qué se trata eso, no podemos hacerlo; y por esa razón, tratamos de sustituir esa conversión ‑la única necesaria‑ por cualquier «reforma» de vida que nos resulte más conveniente o fácil. Para ayudarnos a esa sustitución no van a faltarnos enemigos y tentaciones que hagan que nos apartemos de la infancia espiritual; y no sólo vendrán del mundo, que es hostil a la gracia, sino también de la misma Iglesia y de nuestra propia comunidad parroquial, apostólica o consagrada.

Desgraciadamente no podemos esperar que alguien nos recuerde la verdad evangélica ‑y muy simple‑ de la que depende nuestra fidelidad: «¡Si no os hacéis niños…!». Eso es algo que a nadie le interesa. Por tanto, como un marinero se aferra al mástil de su embarcación sacudida por el temporal, tenemos que mantenernos firmemente abrazados a esa realidad espiritual que es el espíritu de infancia, a pesar de que va en contra de nuestros instintos y necesidades más básicos ‑e incluso de nosotros mismos‑, porque se opone a nuestro amor propio. Hemos de aceptar que vamos a estar solos frente a los elementos y tomar la valiente decisión de mantenernos abrazados al espíritu de infancia por encima de todo, aunque ello nos desgarre por dentro y nos empuje a la muerte interior. Sólo así llegaremos a morir a nosotros mismos para nacer como niños ‑¡verdaderos hijos de Dios!‑ y poder ser transformados en Cristo, llevados a la eterna comunión trinitaria en el cielo. De lo contrario, la gracia de Dios se estrellará contra el acantilado de nuestra autosuficiencia, y se perderá su eficacia transformadora para nosotros y su fruto para los demás.

Ahora bien, difícilmente podremos ser fieles a la gracia si no la conocemos. Por esa razón, previamente al discernimiento sobre el sentido de las gracias que recibimos, hemos de tomar conciencia de las mismas, para reconocerlas y, así, poder interpretarlas y tenerlas presentes en la vida cotidiana como referencia fundamental que oriente nuestra fidelidad hacia la voluntad de Dios. Si tenemos en cuenta que hemos sido bendecidos con multitud de gracias de todo tipo, quizá olvidadas o malgastadas, habremos de tomarnos en serio la tarea de recuperarlas, para lo cual lo primero que debemos hacer es reconocerlas, ya que probablemente nos han pasado desapercibidas o se han perdido entre las entretelas de la vida.

Aquí podríamos aplicarnos la recomendación que san Pablo dirige a su discípulo Timoteo, animándole a reavivar la gracia recibida. Aunque se refiere a la gracia del sacerdocio, el consejo vale perfectamente para todas las demás gracias que Dios nos ha dado; y resulta muy sugerente ver que las pistas que da para reavivar la gracia tienen que ver con la participación en la cruz de Cristo y con el testimonio valiente de vida en el apostolado:

Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio. De este Evangelio fui constituido heraldo, apóstol y maestro. Esta es la razón por la que padezco tales cosas, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día. Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros (2Tm 1,6-14).

Por lo tanto, nuestra principal tarea consiste en encontrar nuestra verdadera identidad para poder llegar a ser lo que somos en la mente de Dios. Ése es el trabajo en el que debemos emplear nuestra vida, ocupándonos a fondo en el descubrimiento o recuerdo de la gracia, para lo cual es necesario reconstruir nuestra propia historia, no tanto como la sucesión de los acontecimientos externos que la configuran, sino como «historia de salvación». Esto exige que recuperemos la memoria de nuestra vida a la luz de la presencia y la acción de Dios en ella; y, para lograrlo, hemos de pedir la mirada sobrenatural al Espíritu Santo que nos permita leer nuestra propia historia con otros ojos, con los ojos de Dios. Sólo así podremos descubrir la multitud de dones que él ha ido derramando en nosotros.

Dios ha ido dejando en nuestra vida señales para que encontremos el camino; no es un dios cruel que nos deja solos en una existencia sin sentido: él nos ha dado pistas y signos más que suficientes para que encontremos nuestra identidad y alcan­cemos la meta a la que nos ha destinado. Quizá algunos signos ya los hayamos visto en su momento y quedaron sepultados en el olvido, otros aparecerán como nuevos al mirarlos de un modo diferente. En cualquier caso, la recopilación de las gracias recibidas, en sus múltiples manifestaciones, a lo largo de nuestra existencia nos dará una idea bastante clara de la voluntad de Dios porque nos mostrará las líneas fundamentales del designio o proyecto para el que nos pensó desde toda la eternidad.

Tenemos que buscar, pues, las pistas que Dios ha dejado en nuestra vida, identificarlas, recopilarlas, interpretarlas, conservarlas y traducirlas a la vida. Y para eso hace falta que seamos pobres: porque sólo el verdadero pobre es capaz de valorar lo poco que tiene y agradecer lo que recibe. Con esa actitud, la recopilación de las acciones de Dios en nuestra historia personal nos descubrirá una nueva y luminosa conciencia de nuestra propia fisonomía espiritual, aportándonos elementos y matices, grandes y pequeños, con los que configurar y orientar nuestra vocación y misión personales en el momento presente de nuestra historia, y también como el modo más seguro de orientar esa historia hacia el futuro al que Dios la quiere encaminar. Y esto debe realizarse en clima de oración, con mucho silencio, y a lo largo del tiempo que sea necesario.

Finalmente, y a partir de la conciencia de las gracias recibidas, debemos tener cuidado para conservarlas y evitar que se pierdan; y el mejor de los medios para ello es la simplicidad, que tiene mucho que ver con el espíritu de infancia. Los santos son muy simples en sus opciones fundamentales: van a lo esencial y son capaces de rescatarlo de entre el bullicio interior de las tentaciones y pasiones y el bullicio exterior del mundo y sus presiones. Y para ello aplican a todo la radicalidad evangélica en la que polarizan su vida y su misión. Nosotros, por el contrario, para eludir una respuesta verdadera y comprometida, nos perdemos en disquisiciones y matices teóricos que entrelazamos mentalmente para complicar las cosas y convencernos de lo difícil que resulta ser santo y así dispensarnos de intentarlo, lo que nos aboca irremisiblemente a la mediocridad. En el fondo, las cosas son más simples de lo que parece y todo se decanta en nuestras opciones a favor de un combate que busca la luz-simplicidad-radicalidad o una huida hacia la confusión-complicación-ambigüedad. Se trata del discernimiento fundamental y el ejercicio de libertad definitivo, de los que dependen el sentido de nuestra vida y nuestra salvación.

El que acepta este combate, apoyado en la conciencia de la propia pobreza y en la docilidad a la acción de la gracia, colabora con ella y permite que crezca en lugar de frustrarse:

Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo (1Co 15,10).

Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2Pe 3,18).

Todas estas consideraciones que venimos haciendo sólo pueden ser comprendidas de verdad en clima de oración; por esa razón debemos dejar que resuene en nuestros oídos y en nuestro corazón la exhortación que el Señor nos dirige por medio del apóstol san Pablo y que constituye el resumen de todo lo expuesto hasta aquí para ayudarnos a no desperdiciar la gracia recibida:

Como cooperadores suyos, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios. Pues dice: «En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé». Pues mirad: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación (2Co 6,1-2).

Según esto ¿quién puede decir que este momento no es el momento oportuno para descubrir la gracia, el verdadero día de la salvación para él?


NOTAS

  1. G. Bernanos, Cristiandad francesa, artículo de 1941 publicado en Écrits de combat, Beyrouth 1943 (Les presses du journal La Syrie et l’Orient). Traducción de Javier Martínez, publicada en 1984 en Cuadernos Nueva Tierra, 1, p. 27.
  2. San Agustín, Comentario sobre el salmo 114.
  3. De la carta enviada por el cardenal primado de Polonia, Stefan Wyszyński, junto con todo su episcopado, al gobierno comunista, fechada en Cracovia el 8 de mayo de 1953, recogida en: Stefan Wyszyński, El Calvario de Polonia. Un Obispo al servicio de Dios, Salamanca 1982 (Secretariado Trinitario).
  4. Son muy significativos en este sentido los «criterios de eclesialidad» que ofrece san Juan Pablo II, Christifideles laici, 30, para las asociaciones de fieles: a) El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad; b) La responsabilidad de confesar la fe católica; c) El testimonio de una comunión firme y convencida; d) «La conformidad y la participación en el “fin apostólico de la Iglesia”, que es “la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes” [AA 20]. Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que los lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización»; e) «El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre».
  5. Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), apartado VI,2,F: Transparentar a Cristo (p. 214-215).
  6. G. Bernanos, Diario de un cura rural, Barcelona 1976 (Luis de Caralt), 177.