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Sea cual sea el punto del que partimos, nada más empezar el camino aparecen las dificultades, y la meta se revela como imposible. Imposible para el hombre, que se siente débil y sin fuerzas; pero también imposible para Dios. No tanto porque Dios no lo pueda todo, sino porque la empresa que parecía que él proponía se ve como un sueño, una quimera tan irrealizable que sería una locura que Dios se quisiera embarcar en ella.

La gravedad del problema estriba en lo lógica y racional que es esta tentación. Por un momento, tanto una percepción sobrenatural como una invencible inquietud interior permiten entrever una vocación de altura; pero al comenzar a caminar surgen los obstáculos que parecen contradecir la autenticidad de esa vocación, y lo que parecía el amanecer de un día radiante se va convirtiendo en noche oscura. No aparecen los asideros que se suponen necesarios, y lo inmediato es juzgarlo todo como un sueño o la loca ilusión de un momento de fervor.

No nos damos cuenta de que estamos haciendo trampa. Inconscientemente, pero hacemos trampa. Es verdad que vemos la oscuridad y los obstáculos, que son innegables. Pero el hecho de que éstos sean una realidad cierta no desdice en modo alguno la verdad de la acción de Dios por la que nos pusimos en camino. Aquel cimiento, que reconocimos claramente como verdadero, innegable y venido de Dios, no puede ser mentira, de repente, por el hecho de que haya surgido otra realidad distinta ‑oscuridad, dificultades, etc.‑ que parece contradecirlo. En el fondo no son realidades incompatibles, aunque puedan parecerlo a simple vista, puesto que las gracias de Dios y las dificultades humanas conviven en buena armonía, ya que aquéllas siempre se acomodan a éstas. Lo que sucede es que no tenemos la fe suficiente para aceptar el poder de un Dios empeñado en hacer su obra por encima y a través de las dificultades, aunque éstas nos parezcan insalvables.

Nos asemejamos a los apóstoles cuando realizaban la travesía del lago de Galilea en una frágil barca sacudida por una peligrosa tormenta:

Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios». Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret (Mt 14,22-34).

Tenemos aquí un magnífico retrato de nuestra propia situación. Los discípulos se sienten amenazados por la noche, la tormenta, el fuerte viento y las olas. Todo ello les hace temer por su vida. Pero Jesús está allí, aunque ellos no lo vean. De repente descubren a alguien caminando sobre las aguas; pero su dificultad para ver y su falta de fe les inducen a pensar que se trata de un fantasma. Así, la consoladora presencia del Señor se convierte en un motivo más de angustia y de miedo. Y Jesús, paciente, les asegura que es él mismo y no tienen motivo para temer. Y entonces Pedro parece descubrir, por fin, la gozosa realidad y, animado y valeroso, le pide al Señor que le deje ir hasta él caminando sobre las aguas. Es una petición muy atrevida, que rompe todos los esquemas humanos. Sin embargo, Jesús le invita a ello: «Ven», le dice. Es un llamamiento ‑una «vocación»‑, pero a lo imposible. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, a Pedro se le ofrece algo, no sólo posible, sino tan simple que parece lo más natural del mundo. Y, fiado en la palabra de Jesús y fija su mirada en él, Pedro salta de la barca y comienza a caminar sobre las aguas, en medio de la noche y la tormenta, abriendo así un imposible camino sobre el mar y la tempestad.

Pero, de repente, aparece en su mente la «realidad» y se le impone la lógica humana con tal fuerza que ya no puede considerar otra cosa. Esa lógica evidente e incontestable le dice que es imposible caminar sobre el agua, superando la oscuridad de la noche, la fuerza del viento y la tormenta. Y todas estas realidades se hacen tan claras y tan verdaderas a su alrededor, que el bueno de Pedro se olvida de que es verdad ‑mucho más verdad, si cabe, que las olas‑ el hecho de estar caminando sobre las aguas en medio de la noche, la tormenta y las olas. La fascinación por lo «lógico», como lo más real y verdadero, le hace olvidar una verdad tan evidente como real. De este modo, desvía la mirada de Jesús, convertido en una ilusión imposible, y mira aterrado la fuerza de la tormenta, la altura de las olas, la negrura de la noche…; de modo que ya sólo existe esta realidad amenazadora y destructiva. Están solos Pedro y la tempestad… Y Pedro se hunde en el agua. Pero antes de hundirse materialmente en las aguas furiosas del lago se ha hundido en las turbulentas aguas de la falta de fe en Jesús, olvidándose de aquel llamamiento ‑«vocación»‑ del Señor que justificó e impulsó el paso arriesgado de saltar al agua en medio de la noche.

Esto es una exacta fotografía de lo que puede sucedernos a quienes realizamos la difícil travesía por las tormentosas aguas de la vida en medio de la noche y entre amenazadoras olas. Dios conoce nuestras dificultades, y desde esa realidad nos llama, por un camino imposible para nosotros, a una meta luminosa e inimaginable. Lo único que hace falta para que se lleve a cabo el plan de Dios ‑que él mismo realiza‑ es que aceptemos y queramos su acción y su poder en nosotros. No se nos pide más: sólo tenemos que aceptar. Pero el tentador, que conoce muy bien nuestras posibilidades y riesgos, se encarga de desorientarnos, recodándonos las verdades lógicas que parecen contradecir la verdad de la acción y el poder de Dios. La tentación nos induce a dejar de mirar al Señor para fijar nuestra atención en nosotros y nuestras dificultades, haciéndonos creer que las realidades más negativas de nuestra vida son más reales que el amor y la providencia de Dios. Este cambio de mirada desdibuja la fe e impide el desarrollo de la vocación contemplativa, y nos lleva, como a Pedro, a hundirnos, obligándonos a dedicarnos en cuerpo y alma a defendernos de las consecuencias de esas realidades en las que nos hemos centrado.

Y como todos a nuestro alrededor obran así, terminamos olvidando que estábamos llamados a un mundo maravilloso y posible, y acabamos actuando como aquel polluelo de águila que cayó en un corral de gallinas y se pasó toda su vida viviendo como una gallina, sin sospechar nunca que había sido creado para realizar los más altos y majestuosos vuelos.

Al final hacemos imposible lo fácil, porque nos negamos a creer en el poder de Dios, a pesar de tener la evidencia de ese poder y del proyecto que el mismo Dios tiene sobre nosotros.