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Introducción

Seguimos en la lectura contemplativa de la primera parte del Catecismo, dedicada a la profesión de fe. Una vez terminada toda la primera sección en la que nos hemos centrado en la Revelación y la fe, pasamos a la segunda sección, mucho más amplia, en la que iremos desgranando el contenido de la fe cristiana al hilo del Credo, por eso tiene tres grandes capítulos, dedicados respectivamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Pero antes de abordar el contenido del Credo siguiendo el esquema trinitario, el Catecismo ofrece una breve introducción a los símbolos de la fe, que es en lo que nos vamos a detener nosotros.

Éste es, pues, el lugar de nuestro tema en el conjunto del Catecismo:

Primera sección: Creo-Creemos

  Cap. 1: El hombre es capaz de Dios

  Cap. 2: Dios al encuentro del hombre

  Cap. 3: La respuesta del hombre a Dios

Segunda sección: La profesión de la fe cristiana

    (Los símbolos de la fe)

  Cap. 1: Creo en Dios Padre

  Cap. 2: Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios

  Cap. 3: Creo en el Espíritu Santo

Necesidad de las fórmulas de la fe

[185] Quien dice «Yo creo», dice «Yo me adhiero a lo que nosotros creemos». La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe.

Las diferentes fórmulas oficiales por las que la Iglesia proclama lo fundamental de su fe hacen relación a dos características de la fe que explicábamos en el tema anterior titulado «La fe de la Iglesia»:

  • -La fe es un acto libre de la persona que tiene necesariamente una dimensión eclesial, de modo que para decir «creo» es necesario adherirse a un contenido de la fe y a un acto de fe previos, que son la fe de la Iglesia que se manifiesta en un «creemos» común (Catecismo, n. 166-168).
  • -Para podernos unir a la fe de la Iglesia, tanto en la confesión de fe como en la liturgia, es necesario que haya un lenguaje común, unas fórmulas comunes, que podamos recitar juntos para expresar la comunión en la misma fe, sin la cual no hay unidad en la Iglesia ni unión a ella (n. 172-175). La Iglesia nos enseña el lenguaje de la fe (n. 171). Aunque no creemos en fórmulas, sino en Dios, estas fórmulas en las que la fe se proclama en palabras permiten expresar, transmitir, celebrar, asimilar y vivir la fe (n. 170).

No debemos olvidar nunca que la unidad de la Iglesia se fundamenta en la unidad de la fe, y esa unidad tiene que expresarse en un lenguaje común a todos los cristianos, por eso necesitamos un modo de expresar juntos lo que creemos. Si no podemos confesar una fe común, es que no pertenecemos a la misma Iglesia. Teniendo en cuenta que en las formulaciones de la fe no importan sólo las palabras, sino el contenido de las mismas, las realidades a las que se refieren. Por lo que no basta la coincidencia formal, meramente verbal de las palabras que pronunciamos, sino la coincidencia en su contenido, en las realidades a las que se refieren.

El Catecismo hace hincapié en que ese lenguaje es «normativo», no optativo, porque surge del Magisterio de la Iglesia que interpreta de forma fiel y auténtica la Revelación recibida y trasmitida por medio de la Biblia y de la Tradición. De tal manera que esas formulaciones «oficiales» de la fe se convierten en norma (canon) de la fe: quien no las profesa está fuera de la Iglesia, porque contienen lo que es «obligatorio» creer para ser cristianos. Estas formulaciones no se pueden cambiar a gusto, ni reinterpretar de cualquier manera, ni seleccionar de ellas lo que se acepta y lo que se rechaza. No faltan ejemplos de esta manipulación y selección del Credo de la Iglesia a lo largo de la historia, pero quizá esto sucede de forma especial en nuestro tiempo.

Pablo VI, a los escasos tres años del final del Concilio Vaticano II, sintió la necesidad de hacer una profesión de fe solemne, clara y valiente, ante la situación de confusión que ya entonces se podía percibir:

Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más ymás en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 4, 30 de junio de 1968).

Fórmulas breves de fe

[186] Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos (cf. Rm 10,9; 1 Co 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo:

«Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminadorum, 5,12; PG 33).

En la misma Escritura aparecen ya formulaciones de la fe que sin llegar a ser «credos» en el sentido estricto de la palabra, son verdaderas «fórmulas de fe» que expresan de una forma oficial y obligatoria elementos esenciales de la fe común de la Iglesia.

La tradición en forma de confesión sintetiza lo esencial en enunciados breves que quieren conservar el núcleo del acontecimiento. Son la expresión de la identidad cristiana, la «confesión» gracias a la cual nos reconocemos mutuamente y nos hacemos reconocer ante Dios y ante los hombres1.

Incluso podríamos encontrar verdaderas formulas de fe en el Antiguo Testamento que servían para manifestar la fe común del Pueblo de la antigua alianza en ese momento de la historia de la Revelación. Piénsese de forma especial en el Shemá, que proclama el elemento fundamental de la fe judía: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo» (Dt 6,4). La importancia que se le da a esta fórmula aparece en el mismo texto bíblico: «Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales» (Dt 6,6-9).

Merece la pena que, por su importancia, nos detengamos a analizar los dos ejemplos de confesión de fe, breves pero imprescindibles, que señala el Catecismo y aparecen en el Nuevo Testamento, en concreto en las cartas paulinas.

Si profesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo (Rm 10,9).

Se trata de una fórmula brevísima y que se centra sólo en Jesús y en lo esencial de Jesús: su título principal y el acontecimiento central de su vida y su misión.

Hay que recordar que el título de «Señor» hace referencia al Dios del Antiguo Testamento. Yahweh es el Señor (en hebreo Adonai; en arameo Mareh). De hecho, la traducción griega de la Biblia traduce el Yahweh hebreo por el Kyrios griego, la misma palabra con la que se afirma que Jesús es el Señor (Kyrios). Esta confesión esencial de la fe, «Jesús es el Señor», está equiparando a Jesús con el Dios del Antiguo Testamento, aunque no lo identifica con él: es Dios el que resucita a Jesús. Es una afirmación de su divinidad y de su papel como Señor del mundo y de la historia. La misma fórmula aparece como culminación del antiguo himno litúrgico que san Pablo inserta en la carta a los Filipenses: «Toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11). También esta fórmula empleada por san Pablo en la carta a los Romanos (escrita alrededor del año 58) es antigua: ya era sobradamente conocida por los cristianos a los que iba dirigida la carta.

No hay que perder de vista la relación que se establece en el texto paulino entre creer con el corazón y profesar con los labios: no basta con creer hay que profesar, pero hay que creer de corazón lo que se profesa. Y hay también una relación entre las dos realidades que proclamamos: Creemos que Jesús es el Señor porque ha muerto y ha resucitado. También hay que tener en cuenta que esta fe de corazón y esta profesión con los labios es necesaria para la salvación: aparece desde un principio que hay un contenido de fe que hay que profesar públicamente sin el cual no es posible la salvación. Esta idea permanecerá en todas las formulaciones de fe, de tal manera que el que no confiese sinceramente estas realidades no sólo queda fuera de la Iglesia, sino también excluido de la salvación2. Por eso, el Catecismo afirma que estas fórmulas son «normativas para todos», lógicamente también para nosotros y para siempre.

La confesión -análogamente al relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe (cf. Mt 16,13ss)- tiene aquí dos partes: se afirma que Jesús es «el Señor» y, con ello, teniendo en cuenta el sentido veterotestamentario de la palabra «Señor», se evoca su divinidad. A ello se asocia la confesión del acontecimiento histórico fundamental: Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Se dice también qué significado tiene esta confesión para el cristiano: es causa de la salvación. Nos introduce en la verdad que es salvación3.

· · ·

Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí (1Co 15,3-8).


San Pablo predicando

Esta nueva fórmula breve, aunque un poco más amplia que Rm 10,9, de nuevo se fija sólo en lo que se refiere a Jesús (por eso decimos que es «cristológica») y en lo que tiene que ver con la Pascua.

En este caso aparece con toda claridad la antigüedad de la fórmula porque, aunque la primera carta a los Corintios está escrita el año 54, se refiere a lo que les enseñó a los corintios en la primera evangelización que realizó los años 50-51, y de una confesión de fe que él recibió anteriormente. Los términos «recibir», «transmitir» son los propios de la tradición que se hacía ya en el mundo judío con todas las garantías de fidelidad4. No sólo percibimos la antigüedad de esta fórmula de fe5, sino la consciencia clara del apóstol de ser transmisor y garante de una expresión de fe oficial y normativa.

En este caso, el contenido de la formulación del misterio pascual como núcleo de la fe está más desarrollado: no sólo se afirma la realidad de la muerte y resurrección de Jesús, sino que en ambos casos se menciona que sucede «según las Escrituras», es decir, según el plan de Dios anunciado en el Antiguo Testamento; y se ofrece un testimonio comprobable del acontecimiento: la prueba de la muerte es la sepultura; la prueba de la resurrección son las apariciones con testigos que todavía viven. En el caso de la muerte se añade al acontecimiento y a la prefiguración por las Escrituras la interpretación de esa muerte, imprescindible y esencial para la fe: «Cristo murió por nuestros pecados». La pasión y la cruz es el acontecimiento salvador que nos libera del pecado. El mismo Jesús durante su ministerio público ayudó a entender el significado salvador de su muerte, especialmente anunciado por el cuarto cántico del Siervo de Yahweh del libro de Isaías (Is 52,13-53,12).

Lógicamente, el testimonio recibido termina en el v. 5, como señala el Catecismo, con la aparición a Pedro y a los Doce. Pablo puede añadir su propia experiencia6: él también se ha encontrado con el Resucitado, lo que supuso no sólo su conversión, sino el fundamento de su misión apostólica (Hch 9,1-18). Si se considera un «aborto» es porque antes de ese encuentro era perseguidor de la Iglesia y, por tanto, de Cristo.

Es curioso que la aparición a Pedro no se narra en ninguno de los evangelios, y, sin embargo, es un fundamento imprescindible para la fe. La recogen las palabras de los Once y sus compañeros a los discípulos de Emaús después de su encuentro con el Resucitado, y que suponen una verdadera fórmula de fe: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).

Según el contexto, esto es ante todo una especie de breve narración, pero ya destinada a convertirse en una aclamación y una confesión que afirma lo esencial: el acontecimiento y el testigo que es su garante7.

Estas formulaciones no son simplemente afirmaciones frías y teóricas que el cristiano debe hacer, sino que se trata de la expresión de la fe necesaria para la salvación. Así lo afirman las palabras de san Pablo anteriores a este brevísimo Credo: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié y que vosotros aceptasteis, en el que además estáis fundados, y que os está salvando, si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano» (1Co 15,1-2). Esta profesión resume el Evangelio que es necesario aceptar para obtener la salvación. Así entendemos mejor lo que quiere decir el Catecismo con el adjetivo «normativo» aplicado a estas formulaciones, no sólo algo que se impone como norma, sino que es necesario para realizar el acto de fe que lleva a la salvación, por eso se formula como norma. También aparece la función «misionera» de estas fórmulas de fe: ellas contienen lo que se debe anunciar para que los oyentes lleguen a la fe y a la salvación. No sólo sirven para la liturgia y para la comunión eclesial, sino también para la evangelización, para saber cuál es el evangelio que hay que anunciar, y que no podemos inventar ni recrear.

Las profesiones de fe cristiana plasmadas en fórmulas precisas, breves y fáciles, nacen muy pronto en la Iglesia como una necesidad vital. Necesidad de presentar lo esencial del mensaje cristiano en fórmulas bien definidas: «Yo os he transmitido lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Cor 15,3-4). Necesidad de tipo ritual-litúrgico: antes de recibir el bautismo, era natural que los catecúmenos hicieran la profesión de fe de la nueva religión a la que se comprometían, y, para ello, les presentaba la Iglesia, de un modo condensado y breve, lo más esencial del mensaje cristiano […]. Necesidad vital de transmitir la fe y de profesarla antes del bautismo; la fe había que vivirla en todo el decurso de la existencia cristiana. Por este motivo, entraron muy pronto esas fórmulas en la liturgia para que la norma de la fe se adecuara con la norma de la oración cristiana8.

Podrían añadirse otras formulas breves como la que recoge el libro de los Hechos de los Apóstoles en la predicación de san Pedro el día de Pentecostés: «Por lo tanto, con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2,36).

En el Nuevo Testamento hay una gran abundancia de estas fórmulas de fe. Lo cual prueba que ya desde el principio, aun antes de que existieran los escritos del Nuevo Testamento, existían fórmulas de fe concisas y breves, que tienen su origen en los mismos apóstoles y que constituían la verdadera regla de fe de la Iglesia primitiva. «Si los apóstoles -escribía San Ireneo a mediados del siglo II- no hubieran dejado ningún escrito, había que seguir la regla de la fe que ellos habían entregado a los jefes de las iglesias»9.

Si comparamos estas fórmulas de fe con cualquiera de los dos credos que rezamos en misa, comprobamos no sólo su brevedad, sino que se centran sólo en Jesús y en lo fundamental de Jesús: la afirmación esencial que le aplica a Jesús el título de Señor: «Jesús es el Señor»; y el acontecimiento fundamental en que se basa la fe en Jesús: su muerte y su resurrección. Esta profesión de fe nos ayuda a entender lo esencial de nuestra fe, a partir de lo que se articula todo lo demás: la pascua del Señor. Lógicamente estos elementos tienen que aparecer en los credos más desarrollados. Y, aunque los credos que empleamos en la liturgia, aparecen los artículos sobre el Padre y el Espíritu Santo, será lo que se refiere a Jesús lo que esté formulado con más detalle, desarrollando lo que se afirmaba en un principio en estas formulaciones tan resumidas.

Ya en estas primeras fórmulas de fe vemos las características que tendrán las formulaciones más largas, nuestros «credos»:

  • a) Son resúmenes: lo son estas primeras formulaciones especialmente sintéticas y referidas a lo esencial, pero también son resúmenes de la fe de la Iglesia y de la Escritura los que empleamos en la liturgia. Tienen el valor, como un buen resumen, de presentar lo esencial; pero no puede perderse de vista que no lo abarcan todo y que lo que afirman se puede y se debe conocer y comprender con más detalle.
  • b) Son orgánicos: pretenden ser completos en lo esencial de la fe, presentada de forma ordenada y proporcionada. Ciertamente los que aparecen en las cartas paulinas llevan a la mínima expresión lo esencial de la fe, por eso serán desarrollados muy pronto en los credos que nos son más familiares.
  • c) Son articulados: tienen un orden y una relación entre los distintos elementos. Aquí los elementos esenciales del misterio pascual, pero que como vemos en 1Co 15, ya se empiezan a relacionar con su fundamento en la Escritura (que sólo se menciona, aunque que no se desarrolla), con sus huellas en la historia y con su significado salvador.

San Cirilo, en las catequesis que daba a los bautizados en Jerusalén el siglo IV, ayudaba a los nuevos cristianos -y nos ayuda también a nosotros- a comprender el valor de los credos:

  • a) Son resúmenes que ofrecen una síntesis de fe en pocas palabras. Recogen lo más importante, a partir de lo cual podrá desarrollarse toda la verdad revelada. De hecho, es lo que hace el Catecismo en esta sección titulada La profesión de fe cristiana. Como síntesis tiene el valor de contener lo fundamental, pero como resumen tiene la limitación de que no puede contener todos los elementos y matices de la Revelación cristiana. Sería claramente insuficiente que nuestro contenido de la fe se limitara a las palabras del Credo. Pero es ciertamente útil saber que no puede ser verdadero lo que no encaja con esta síntesis de fe, fundamental y obligatoria para la comunión eclesial.
  • b) Estas formulaciones sintéticas no recogen opiniones, ni son fruto de la creatividad de una persona o de un grupo, sino que están extraídas de la Revelación contenida en la Palabra de Dios. De ahí sacan su fuerza normativa y son, a la vez, una invitación a acudir a la Palabra de Dios. Recuérdese que uno de los criterios de interpretación de la Escritura era que el fruto de esa interpretación debe prestar atención a la «analogía de la fe», para la cual la cohesión con los credos es imprescindible (cf. Catecismo, n. 114).

Por eso, el n. 188 afirma que estas síntesis de fe «recopilan las principales verdades de fe» y son el punto de referencia para la catequesis que debe centrarse en los elementos fundamentales de la revelación cristiana.

Los nombres de las profesiones de fe

[187] Se llama a estas síntesis de la fe «profesiones de fe» porque resumen la fe que profesan los cristianos. Se les llama «Credo» por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente : «Creo». Se les denomina igualmente «símbolos de la fe».

[188] La palabra griego symbolon significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaba como una señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El «símbolo de la fe» es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. Symbolon significa también recopilación, colección o sumario. El «símbolo de la fe» es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis.

Estos dos números del Catecismo se dedican a explicar los tres nombres con los que nos referimos a estas importantes síntesis de fe para la Iglesia:

  • -Se llaman «profesiones de fe» porque son los instrumentos con los que la Iglesia y cada uno de sus miembros «profesan» su fe, teniendo en cuenta que profesar es más que decir o proclamar, porque como dice la Real Academia profesar es «defender o seguir una idea o doctrina». La profesión de fe supone que se va a defender y a poner en práctica lo que se proclama con los labios. Téngase en cuenta que el otro sentido de profesar tiene que ver con el acto del novicio que se compromete a cumplir los votos de una determinada orden. En un mundo como el nuestro, en el que se ha perdido la conexión entre lo que se dice y lo que se vive, en el que ya no se está dispuesto a luchar y a sufrir por defender lo que se cree, los cristianos, cuando profesan su fe, tienen que ser conscientes del compromiso de coherencia y de valentía que supone manifestar públicamente la fe. Los mártires entendieron muy bien hasta dónde estaban dispuestos a llegar por mantener la profesión de fe que habían realizado.
  • -«Credo» es la primera palabra que aparece en las fórmulas latinas que se usan tanto en la liturgia como en las definiciones de los concilios. Es el equivalente al «creo» con el que empezamos la profesión de fe en la misa dominical. Con este verbo se expresa la conexión entre lo que decimos y la fe: es la expresión de nuestra adhesión a la Revelación de Dios a la vez que expresa el contenido fundamental de la fe.
  • -«Símbolo» es quizá la forma más lejana a nuestro lenguaje para referirnos a esta síntesis de fe. En este caso proviene del griego y sirve para manifestar el carácter de recopilación o resumen de las verdades fundamentales de la fe, como ya hemos indicado. Es hermosa la imagen de las dos partes de un objeto, p. ej. de una moneda, que encajan de una manera exclusiva y sirven para identificar a las personas que las hacen coincidir, porque el Credo, aunque no se parte, es lo que nos identifica a unos cristianos con otros: al coincidir en la profesión de la fórmula de fe somos conscientes de que formamos parte de la misma Iglesia, que compartimos la misma fe que es lo que nos une. Por eso es tan importante la proclamación común y unánime del símbolo de la fe en la misa, y por eso, los concilios proponían estas fórmulas para garantizar la comunión de la Iglesia y que quedara claro que se excluía de esa comunión el que no podía coincidir con la fe definida en el símbolo propuesto por la Iglesia. De ahí el contrasentido de sustituir caprichosamente los símbolos que unen a la Iglesia universal con fórmulas adaptadas, originales o recortadas; o simplemente de eliminar el Credo en la liturgia porque resulte aburrido o complicado.

La tradicionalidad de la fe cristiana, expresada ampliamente por San Ireneo en el siglo II, es tan consustancial a dicha fe, que cualquier alteración que cambiara el sentido primitivo de una fórmula dogmática, equivaldría a romper las amarras que la ligan a su origen cristiano y apostólico. De ahí que toda explicación, alteración o añadido en una fórmula dogmática tiene que salvaguardar siempre el mismo sentido y el mismo contenido de la fórmula primitiva10.

Del mismo modo que a la lista de los libros de la Biblia se le llama canon11, también se usó esta expresión para las síntesis de fe que solemos llamar credos:

Estas profesiones de fe que originariamente se llamaban regla o canon de la verdad, se suelen llamar símbolos de fe; porque no sólo son una regla o patrón al que ha de ajustarse la fe de la Iglesia, sino también son un testimonio, una profesión, un signo de reconocimiento: ésta es la idea que subyace en el término griego12.

La estructura de las profesiones de fe

[189] La primera «Profesión de fe» se hace en el Bautismo. El «Símbolo de la fe» es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.

[190] El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: «primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación» (Catecismo Romano, 1,1,3). Son «los tres capítulos de nuestro sello (bautismal)» (San Ireneo de Lyon, Demonstratio apostolicae praedicationis, 100).

[191] Cada una de estas tres partes se subdividen en una serie de fórmulas variadas y exactas. Utilizando una comparación frecuentemente repetida en las obras de los Santos Padres, llamamos artículos a cada una de las fórmulas del Símbolo que clara y distintamente hemos de creer, lo mismo que llamamos artículos (articulaciones) a las distintas partes en que se divide cada una de las partes del organismo humano (Catecismo Romano, 1,1,4). Según una antigua tradición, atestiguada ya por san Ambrosio, se acostumbra a enumerar doce artículos del Credo, simbolizando con el número de los doce apóstoles el conjunto de la fe apostólica (cf. San Ambrosio, Explanatio Symboli, 8: PL 17, 1158D).

Ya hemos tratado con cierto detalle el lugar de la profesión de fe en el rito del bautismo, cuando desarrollamos el carácter eclesial de la fe13. Baste con recordar que la profesión de fe es un elemento imprescindible para recibir el bautismo y entrar a formar parte de la Iglesia.


Profesión de fe en el Bautismo

Lo que aquí relaciona el Catecismo es la fórmula trinitaria del bautismo, recogida ya en el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), con la estructura trinitaria que adquieren enseguida los símbolos de la fe, que comienzan con las verdades de fe relacionadas con el Padre, siguen las que se refieren al Hijo -más amplias- y terminan con las relacionadas con el Espíritu Santo, donde se añaden algunas afirmaciones acerca de la Iglesia, los sacramentos y las realidades futuras. Pero no olvidemos las fórmulas más antiguas y más breves, que se centraban en la persona del Hijo y en su muerte y resurrección.

Es difícil describir los primeros inicios de este símbolo. Pero, a lo que parece, es el resultado de la fusión de dos fórmulas, una cristológica, que resumía los principales misterios de la vida de Cristo, otra trinitaria. De todas formas, hay que ponerlo en relación con la liturgia del bautismo; el que acepta el sacramento de la regeneración debe hacer profesión de la fe cristiana. En África, en el siglo III, la triple inmersión del bautismo va acompañada de una triple interrogación: ¿Crees en el Padre? ¿Crees en el Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo?. En el siglo II en Roma, san Justino atesta que el bautismo es conferido «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Los escritos de Ignacio de Antioquía permiten reconstruir un símbolo cristológico, y por los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de san Pablo se ve que el neófito debía confesar su fe en los misterios de la encarnación y de la redención (Act 8,37; 10,9; 1Cor 15,3). En efecto, las creencias cristológica y trinitaria formaban parte de la enseñanza de los apóstoles14.

Pero, en el fondo, tanto el bautismo como los símbolos de la fe tienen una estructura trinitaria porque la Trinidad es la realidad fundamental de nuestra fe cristiana: ése es el núcleo de la Revelación, de la realidad de Dios y de la salvación: Dios revela la trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo y nos llama a participar de esa comunión de amor entre el Padre y el Hijo por medio del Espíritu, incorporándonos a ella por medio del Hijo encarnado y la unión con el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Como ya dijimos al comentar el n. 150, sólo Dios es digno de fe, y el Dios trino es el objeto y la meta de nuestra fe.

En cada una de las partes del Credo se contienen afirmaciones bien definidas que llamamos «artículos». El mismo Catecismo va enumerando y explicando los diferentes artículos. Podemos presentar estas tres partes y estos artículos, por ejemplo, en el llamado Credo de los Apóstoles, el más breve de los dos que se proclaman en la celebración de la Eucaristía. La profesión de la fe que se hace de forma «orgánica» y «articulada» como afirma el n. 186, se articula en concreto de esta manera:

Padre

Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra (artículo 1).

Hijo

Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor (artículo 2),

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen (artículo 3),

padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado (artículo 4),

descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos (artículo 5),

subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso (artículo 6).

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos (artículo 7).

Espíritu Santo

Creo en el Espíritu Santo (artículo 8),

la santa Iglesia católica, la comunión de los santos (artículo 9),

el perdón de los pecados (artículo 10),

la resurrección de la carne (artículo 11)

y la vida eterna (artículo 12). Amén.

La estructura externa de los símbolos es susceptible de una enorme variedad […] El esquema más repetido es el esquema trinitario, que ya aparece en el símbolo apostólico. Pasando el tiempo y según las circunstancias, se va desarrollando uno u otro de los tres artículos, bien abstractamente, bien históricamente; sobre todo, si se trata del segundo artículo, es decir, de lo relativo al Hijo de Dios. A estos tres artículos se suele añadir una cláusula final relativa a la Iglesia presente y escatológica15.

Diferentes símbolos de fe

[192] A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas (cf. DS 1-64), el Símbolo Quicumque, llamado de san Atanasio (cf. Ibíd., 75-76), las profesiones de fe de varios Concilios (de Toledo XI: DS 525-541; de Letrán IV: ibíd., 800-802; de Lyon II: ibíd., 851-861; de Trento: ibíd.,1862-1870) o de algunos Papas, como la fides Damasi (cf. DS 71-72) o el «Credo del Pueblo de Dios» de Pablo VI (1968).

[193] Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser considerado como superado e inútil. Nos ayudan a captar y profundizar hoy la fe de siem`[pre a través de los diversos resúmenes que de ella se han hecho.

Aunque nosotros empleemos sistemáticamente dos credos en la liturgia y en la catequesis, debemos tener en cuenta que hay una variedad de profesiones de fe, que subrayan unos u otros elementos de la verdad revelada, según las necesidades de cada tiempo. Lo mismo que sucede con los dogmas que proclaman los concilios, los diferentes credos subrayan aquellas verdades que se ponen en duda en un determinado momento y emplean formulaciones nuevas para aclarar las dudas que pueden surgir ante los que niegan o malinterpretan la fe de la Iglesia.

Por ejemplo, el Credo niceno-constantinopolitano (el que llamamos el Credo «largo de la misa») tiene que añadir a la sencilla proclamación del Credo apostólico (el «corto») «creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor» un largo añadido porque las diversas herejías, especialmente el arrianismo, habían negado la divinidad de Jesucristo:

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo.

Tan fuerte era la herejía arriana que se sintió la necesidad de dejar bien definida la divinidad de Jesús con todas estas fórmulas, especialmente con el término «de la misma naturaleza» que, aunque no aparece en la Escritura, se considera necesario para proclamar y defender la realidad divina de Jesucristo, contenida en la Biblia. No se trata de que esa realidad divina no estuviera clara para los que profesaban el Credo de los apóstoles, sino que en ese momento no había surgido la necesidad de salir al frente de los que negaban la divinidad de Jesús.

Estas fórmulas primitivas se van ampliando en el tiempo, por la misma necesidad de mantener incontaminada la primitiva fe apostólica. En efecto, con el nacimiento de las primeras herejías que adulteraban el sentido tradicional de las fórmulas antiguas, se sintió la necesidad de completarlas, para defender de este modo el contenido primitivo que tenían en la tradición apostólica. Porque lo importante no es la fórmula muerta, sino el mensaje contenido en dicha fórmula. El caso más llamativo de esta ampliación a nivel solemne y universal lo tenemos en el símbolo de Nicea: contra los intentos de Arrio que, admitiendo las fórmulas antiguas, las vaciaba de su contenido tradicional, hubo que añadir nuevos incisos que hicieran imposible la tergiversación […]. Ni que decir tiene que estos símbolos, muchos de los cuales nacieron en iglesias particulares, son de una autoridad indiscutible y expresan verdades de fe vinculantes para toda la Iglesia, una vez que fueron aceptados por el magisterio universal: v.gr. mediante la aprobación de un concilio ecuménico o del Romano Pontífice, la incorporación en la liturgia universal, etc16.

Por supuesto, no hay -y no puede haber- contradicción entre unos credos y otros, porque todos expresan la fe de la Iglesia. Ningún credo puede considerarse anticuado e innecesario, ningún credo nuevo puede eliminar a un credo anterior, porque todos ellos están amparados en la infalibilidad del magisterio de la Iglesia y ayudan a descubrir la unidad de la fe y la riqueza de sus formulaciones. Esta diversidad encaja en lo que su momento hemos llamado el progreso del dogma cristiano17.

Como ejemplo se puede leer esta formulación breve, anterior al Credo de los apóstoles que nosotros conocemos:

[Creo] en el Padre omnipotente,
y en Jesucristo, Salvador nuestro,
y en el Espíritu Santo Paráclito, en la Santa Iglesia,
y en el perdón de los pecados18.

Aparece con claridad en este Credo más primitivo que tiene ya una estructura trinitaria, pero todavía no se ha desarrollado toda la sección relativa a la segunda persona de la Trinidad. Pero también resulta evidente que nosotros ahora podemos unirnos a la profesión de fe de aquellos primeros cristianos.

Podemos leer el símbolo del concilio de Toledo del año 400, un poco posterior a nuestro Credo largo, que como vemos tiene un gran interés por salir al paso de las herejías que aparecieron en esa época en España (priscilianismo).

Creemos en un solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo, hacedor de lo visible y de lo invisible, por quien han sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra.

Que Este es un solo Dios y Esta una sola Trinidad de nombre divino [de sustancia divina]. Que el Padre no es [el mismo] Hijo, sino que tiene un Hijo que no es Padre. Que el Hijo no es el Padre, sino que es el Hijo de Dios por naturaleza [, que es de la naturaleza del Padre]. Que existe también el Espíritu Paráclito, que no es ni el Padre mismo ni el Hijo, sino que procede del Padre [que procede del Padre y del Hijo]. Es, pues, ingénito el Padre, engendrado el Hijo, no engendrado el Espíritu Santo, sino que procede del Padre [y del Hijo]. El Padre es de quien se oyó esta voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido, a Este oíd [Mt. 17,5; 2Petr. 1,17; cf. Mt. 3,17]. El Hijo es el que dice: Yo he salido del Padre y de Dios vine a este mundo [cf. Ioh. 16,28]. El [Espíritu] Paráclito mismo es de quien el Hijo dice: Si [yo] no me fuere al Padre, el Paráclito no vendrá a vosotros [Ioh. 16,17]. Esta Trinidad, distinta en personas, [la creemos] una sola [unida] sustancia, virtud, potestad, majestad indivisible [por virtud, potestad y majestad] indistinta, indiferente. Fuera de Ésta [de ella] (creemos) no existe naturaleza alguna divina, de ángel, o de espíritu, o de virtud alguna, que sea creída Dios.

Así, pues, este Hijo de Dios, Dios nacido del Padre absolutamente antes de todo principio, santificó en el vientre [el vientre] de la bienaventurada Virgen María y de ella tomó al hombre verdadero, engendrado sin semen de varón [viril, conviniendo en una absolutamente sola persona sólo las dos naturalezas, esto es, de la Divinidad y de la carne], esto es, [Nuestro] Señor Jesucristo. No [ni] era un cuerpo imaginario o compuesto sólo de forma [v. 1.: No hubo en El un cuerpo imaginario], sino sólido [y verdadero]. Y éste tuvo hambre y sed, sintió el dolor y lloró y sufrió todas las demás calamidades del cuerpo [v. 1.: y sufrió todas las molestias del cuerpo]. Finalmente, fue crucificado [por los judíos], muerto y sepultado, [y] resucitó al tercer día; luego, habiendo conversado con [sus] discípulos, el día cuarenta [después de la resurrección], subió a los cielos [al cielo]. Este Hijo del hombre se llama también Hijo de Dios; mas el Hijo de Dios, Dios, no se llama Hijo del hombre [se le da el nombre de Hijo del hombre].

Creemos la resurrección [futura] de la carne humana [para la carne humana]. El alma del hombre [decimos] no ser sustancia divina o parte de Dios, sino una criatura no caída (?) [creada] por voluntad de Dios19.

Puede verse claramente el interés por dejar bien definida la realidad de la Trinidad (que ya aparecía en el Credo anterior al de los apóstoles que acabamos de leer), y cómo se dan toda serie de precisiones, incluso apoyadas en pasajes concretos de la Escritura, y se añaden algunos temas, como que la naturaleza del alma humana y de los ángeles es distinta a la naturaleza divina, porque era necesario dejarlo claro en ese momento.

El 30 de junio de 1968, Pablo VI, pronunció solemnemente una profesión de fe denominada «Credo del Pueblo de Dios» en el marco del Año de la fe en conmemoración del XIX centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo.


Pablo VI

La situación que hizo necesaria este nuevo símbolo de fe queda clara en las mismas palabras del santo pontífice que preceden al Credo, citadas al comentar el n. 18520.

Al leer este credo con detenimiento, además de ser confirmados en la fe, podemos descubrir los elementos en los que se detiene esta profesión de fe, que indican así los puntos en los que la fe de la Iglesia se ponía en duda. No es exagerado afirmar que muchas de esas dificultades permanecen o se acentúan en nuestro tiempo, y que este símbolo sigue siendo de gran ayuda para nosotros. A la vez, puede comprobarse como no hay contradicción con los otros credos que conocemos21. Merece la pena leer el texto completo:

Unidad y Trinidad de Dios

Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles -como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida- y de las cosas invisibles -como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles- y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal.

Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés (cf. Ex 3,14), él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan (cf. 1Jn 4,8) de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible (cf. 1Tim 6,16), está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano.

Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima Trinidad.

Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad.

Cristología

Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona.

Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará.

Y su reino no tendrá fin.

El Espíritu Santo

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf Mt 5,48).

Mariología

Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas.

Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y de la redención, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos.

Pecado original

Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno.

Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (cf. Rom 5,20).

Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús.

La Iglesia

Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria celeste. Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su plenitud. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.

Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas. Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio.

Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el culto, y el vinculo de la comunión jerárquica. La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan.

Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica, y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad, esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.

Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna.

Eucaristía

Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial.

En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino, como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico.

La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.

Escatología

Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.

Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón- constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.

Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza.

Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.

Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.

Sin pretender hacer un análisis completo de esta profesión de fe, hay que señalar que recoge verdades proclamadas por todos los concilios ecuménicos, incluyendo Trento, Vaticano I y Vaticano II, y también de los dogmas marianos proclamados por los papas. Es significativo que este Credo dedique apartados extensos a la Virgen María, al pecado original, a la Eucaristía y a la Escatología, sin duda porque se necesitaba salir al paso de afirmaciones que ponían en duda la fe en estas realidades tan importantes. Y un detalle hermoso para terminar con este símbolo: cuando habla del Espíritu Santo subraya su papel santificador afirmando que es el que nos hace capaces de ser santos, es decir, de cumplir el mandato del Señor de ser perfectos como Dios es perfecto.


Profesión de fe de un obispo

Los principales símbolos de fe

Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:

[194] El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: «Es el símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina común» (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 7: PL 17, 1158D).

[195] El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.

[196] Nuestra exposición de la fe seguirá el Símbolo de los Apóstoles, que constituye, por así decirlo, «el más antiguo catecismo romano». No obstante, la exposición será completada con referencias constantes al Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que con frecuencia es más explícito y más detallado.

El Catecismo nos ofrece estas dos breves reseñas sobre los dos credos que empleamos en la catequesis y en la liturgia:

  • -Uno más antiguo y más breve, el llamado Credo de los apóstoles.
  • -Otro posterior, aunque también antiguo, que recibe el nombre de Credo de los concilios en los que fue promulgado, que aclara y desarrolla alguno de los artículos del Credo de los apóstoles.

El valor del símbolo de los apóstoles se basa no sólo en su antigüedad, sino en que refleja la fe de la Iglesia de Roma, la fe de Pedro, en la que se apoya la fe de la Iglesia.

No tiene nada de extraño que en Roma se usara muy pronto un símbolo de fe con las verdades más fundamentales, recibidas de los apóstoles. A este símbolo de la Iglesia romana lo llama San Ambrosio el símbolo de los apóstoles, no, ciertamente, porque lo hubieran compuesto los apóstoles antes de separarse, como lo afirmó la leyenda, sino porque, en realidad, contiene los enunciados de la fe transmitida por los apóstoles a la Iglesia. Este símbolo presenta diversas redacciones con variantes de poca importancia y, en su sustancia, puede afirmarse con tranquilidad que procede de los mismos apóstoles; en él se dan dos fórmulas apostólicas: la trinitaria y la cristológica22.

El Credo llamado niceno-constantinopolitano fue ratificado en el concilio ecuménico de Calcedonia (451) y contiene fundamentalmente el credo del concilio de Nicea (352) con los añadidos del concilio de I de Constantinopla (381) sobre la divinidad del Espíritu Santo. El contexto de este Credo de tanta importancia y autoridad en la Iglesia es el de las fuertes controversias teológicas que negaban la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo.

El símbolo trinitario se enriquece [en Nicea] con una explicación sobre el segundo artículo. Jesucristo es Hijo de Dios, nacido del Padre y de su substancia, luz de luz, Dios verdadero procedente del Dios verdadero, engendrado, no creado, fórmulas que se resumen en una palabra de origen filosófico, sobre la que pronto se desencadenarán controversias apasionadas: homouousios […]. En el concilio romano de 379 y sobre todo en el concilio ecuménico de Constantinopla de 381, la fe de Nicea es afirmada de nuevo solemnemente. Las luchas no han sido vanas, pues entretanto han surgido nuevas herejías, en particular la de los pneumatómacos macedonianos. Éstos, adversarios del Espíritu Santo, provocan una nueva explicación: la consubstancialidad del Espíritu Santo viene afirmada con la del Verbo. El credo trinitario está ya acabado y no se lo volverá a tocar jamás23.

El Credo y la comunión con Dios y la Iglesia

[197] Como en el día de nuestro Bautismo, cuando toda nuestra vida fue confiada «a la regla de doctrina» (Rm 6,17), acogemos el símbolo de esta fe nuestra que da la vida. Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos:

«Este símbolo es el sello espiritual […] es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre presente, es, con toda certeza, el tesoro de nuestra alma» (San Ambrosio, Explanatio Symboli, 1: PL 17, 1155C).

Como hemos ido descubriendo, tanto la Revelación como la fe no se reducen a la aceptación de verdades, mucho menos de meras fórmulas: «El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)», dice santo Tomás de Aquino24. En la Revelación, Dios se entrega para comunicarnos su vida y con la fe aceptamos esa entrega y respondemos con la entrega de todo nuestro ser25. Por eso no debe extrañarnos que, después de estas precisiones un tanto técnicas de lo que es el Credo, de los diversos credos y de su origen, el Catecismo nos introduzca en el aspecto vivencial, si se quiere místico, del don divino que supone el Credo y de la entrega personal que implica recitar el Credo conscientemente. La profesión de la fe mediante el Credo, especialmente en el momento del bautismo, y renovada solemnemente cada domingo, supone que confiamos nuestra vida a la verdad que expresa y al Dios que nos la revela, que acogemos la vida divina que se nos ofrece en el Padre con la muerte y resurrección del Hijo y el envío del Espíritu Santo. Por medio de la fe recibimos la vida de Dios26 y el Credo es la expresión cierta y solemne de nuestra fe, por lo que se convierte en portador de la vida de Dios.

Lejos de ser una parte rutinaria, formal y aburrida de la misa, la recitación del Credo se convierte en una forma de «comulgar», en el sentido de entrar en comunión: en primer lugar con Dios, porque nos unimos a él por medio de la fe; y, en segundo lugar, con la Iglesia, porque participamos de una fe común, no sólo con los que la recitamos juntos en un momento y en un lugar concreto, sino con todos aquellos que la han recitado a lo largo de los siglos en cualquier lugar del mundo, empezando por los apóstoles. Estos dos aspectos son inseparables porque no hay ninguna forma verdadera de realizar la profesión de fe que nos une a Dios si no es uniéndonos al Credo que la Iglesia nos comunica y profesándolo en unión de corazón con ella27. De nosotros depende que la recitación del Credo en común o en privado se convierta en un verdadero acto de fe en el que entremos en comunión con Dios, recibamos su vida y nos unamos más fuertemente a la Iglesia. La profesión de fe implica una entrega y un compromiso del que debemos ser conscientes:

Así, el que pronuncia su homología, no sólo confiesa su convicción acerca de la divinidad de Cristo y la plena adhesión a su revelación (2Cor 9,13), sino que le reconoce como su Señor y Maestro, profesa pertenecerle y se compromete a obedecer a sus mandamientos. Su «profesión de fe» expresa tanto un estilo de vida como la fidelidad y obediencia a la verdad. La conducta debe estar en armonía con la creencia: «los que participan de la vocación celeste» han hecho a la vez una profesión de fe en Cristo Sumo Sacerdote (Heb 3,1) y una profesión de indefectible esperanza (10,23). Una vez así comprometidos, se les exige que se mantengan firmes, que sean fieles a su juramento y realicen plenamente la vida cristiana, según las palabras de Heb 10,18: «Mi justo vivirá por la fe-fidelidad»28.

Como afirma san Ambrosio, en el Credo encontramos un tesoro, porque nos comunica las riquezas de nuestra fe; una materia de meditación para conservar y gustar con el corazón; un guardián, que nos defiende de todo error que pretenda arrebatarnos la verdad de Dios.


NOTAS

  1. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid 2012 (Encuentro), 233-234.
  2. Cf. Catecismo, n. 161.
  3. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 234. El papa añade que seguramente se trate de una fórmula empleada en la liturgia bautismal.
  4. «Si agrupamos los datos que acabamos de recoger en las cartas de san Pablo sobre la parádosis, constatamos que este término designa algunas veces esos compendios de la fe cristiana que son los primeros “credos” (1Cor 15,3s). Esas fórmulas las ha recibido Pablo como el núcleo de su evangelio; las transmite tal como las ha recibido, demostrando de esta manera que él no es el dueño, sino el servidor de la palabra. En la concepción judía y rabínica a la que pertenece la categoría de paralambanein-paradidonai [recibir-transmitir] supone una actitud de fidelidad ante lo que se ha recibido y se transmite. No se trata de crear, de innovar, de transformar, sino de transmitir. La palabra revela una mentalidad y un ambiente dominados por la preocupación de conservar la palabra recibida cómo si se tratara de un depósito, de una herencia» (R. Latourelle, A Jesús el Cristo por los evangelios, Salamanca 1982 (Sígueme),166).
  5. «A este respecto, la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién exactamente ha recibido Pablo dicha confesión, así como también la tradición sobre la Última Cena. En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues, un verdadero testimonio de los orígenes» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 235).
  6. «Me parece importante el hecho de que Pablo, por la idea que tenía de sí mismo y por la fe de la Iglesia naciente, se sintiera legitimado a unir con el mismo carácter vinculante la confesión original y la aparición que tuvo del Resucitado, así como la misión de apóstol que ello comportaba. Él estaba claramente convencido de que esta revelación del Resucitado entraba también a formar parte de la confesión: que formaba parte de la fe de la Iglesia universal, como elemento esencial y destinado a todos» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 235-236).
  7. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 234.
  8. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, Madrid 1984 (BAC, 2ª ed.), 845-846.
  9. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 845. La cita de san Ireneo es de Contra las herejías, III,4,1.
  10. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 846.
  11. Recuérdese lo dicho en el apartado ¿Qué es el canon de la Sagrada Escritura?, de nuestro tema «La Iglesia ofrece la Palabra de Dios».
  12. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 846.
  13. En nuestro tema «La fe de la Iglesia», al comentar los n. 167-168 del Catecismo.
  14. H. Rondet, Historia del dogma, Barcelona 1972 (Herder), 77-78.
  15. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 846.
  16. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 846-847.
  17. Véase el apartado El crecimiento en la inteligencia de la fe de nuestro tema «La transmisión de la Revelación», que comenta el n. 94 del Catecismo.
  18. Cf. E. Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, Barcelona 1963 (Herder, 3ª reimpr.), Dz 1.
  19. Dz 19-20.
  20. El interesante articulo de Sandro Magister (http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/204969ffae.html?sp=y) aclara la intervención del cardenal Journet y la aportación esencial de Maritain a este credo, en respuesta a la preocupación introducida por el Catecismo publicado por los obispos holandeses que tenían «el objetivo de sustituir dentro de la Iglesia una ortodoxia por otra, una ortodoxia moderna por otra tradicional».
  21. Así lo dice el mismo papa: «Repite sustancialmente, con algunas explicaciones postuladas por las condiciones espirituales de esta nuestra época, la fórmula nicena: es decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios» (Credo del Pueblo de Dios, 3).
  22. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, 846-848.
  23. Rondet, Historia del dogma, 88.90.
  24. Citado en el n. 170 del Catecismo.
  25. Recuérdese el comentario hecho a los n. 51-52; 143.150.154 del Catecismo.
  26. «La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica […]. La fe es ya el comienzo de la vida eterna» (Catecismo, n. 163).
  27. Cf. Catecismo, n. 166.168.
  28. C. Spicq, Teología Moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970 (Universidad de Navarra), I, 264.