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«El justo vive de la fe» (cf. Hb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4).

1. Un problema endémico

En el conflicto político de 2017, en el que Cataluña intentó separarse de España, pudimos comprobar que, para muchos cristianos, tanto laicos como sacerdotes e incluso obispos, el nacionalismo primaba sobre la fe, de modo que ésta se supeditaba a las opciones ideológicas y políticas de los individuos.

Esta extraña mezcolanza de ideologías y cristianismo se da en conflictos a gran escala y también en situaciones habituales en el ámbito de la familia, la parroquia, la comunidad religiosa, etc. En ellos vemos que la fe se puede hacer compatible y subordinarse a cualquier cosa. Y eso nos obliga a plantearnos: «¿Qué es realmente la fe?»; y, a partir de ahí, ver si realmente tenemos fe. Porque, aunque a los cristianos, a los sacerdotes y obispos se nos supone la fe, en realidad podemos tenerla o no tenerla dependiendo de lo que entendamos por fe.

Lo primero que debemos tener en cuenta es que, con frecuencia, la fe no tiene mucho que ver con la vida. De hecho, la fe se suele limitar a unos conocimientos, convicciones, actos religiosos…, pero que están al margen de la vida real. Se llega a compaginar con naturalidad una fuerte vida de piedad y el ejercicio de una profesión de un modo que desentona claramente de la fe. Por lo tanto, esa fe es compatible y subordinable con todo, y no es extraño que, cuando llega un momento de gran dificultad, muchos cristianos tengan una «crisis de fe» que la pone en tela de juicio como se ponen en tela de juicio otras convicciones o sistemas: tenemos crisis de fe como hay crisis económicas o políticas según las circunstancias. Incluso nos desesperamos o «perdemos» la fe. Y, aunque no todos lleguen a abandonarla claramente, vemos que, muchos laicos, incluso religiosos, sacerdotes y obispos, se acomodan en la práctica a criterios ajenos o contrarios a la fe, principalmente porque no pueden soportar la presión de un mundo ajeno a Dios. Abandonan la fe, aunque no renuncien abiertamente a ella o apostaten. Y eso se nota. No podemos negar que existe una presión que intenta arrancarnos de la fe verdadera; y como tenemos una fe que se puede hacer compatible con cualquier cosa, podemos abandonar la fe sin que se note demasiado: de hecho, uno puede tener y no tener fe a la vez.

No se trata de algo nuevo. Esto ya lo reprochaba Dios a su pueblo en el Antiguo Testamento cuando les decía: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). Los profetas tienen que denunciar, una y otra vez, que el pueblo elegido no se fía de Dios, ni confía en él, ni sigue sus mandatos…, en definitiva, no tiene fe. Y el mismo Jesús echará en cara a sus discípulos la falta de la fe más elemental: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,20; cf. Mt 11,21-24). Se ve claramente que no se trata de tener mucha o poca fe, sino de tener un poco de aquella fe de la que se puede vivir. Es lo que le reprochará a Pedro cuando le dice que piensa «como los hombres, no como Dios» (Mc 8,33). Y se negará a hacer milagros en su pueblo, Nazaret, «por su falta de fe» (Mt 13,58).

Según esto, debemos preguntarnos: «¿Dónde está el problema?». Pues, sencillamente, en que la fe es lo que sustenta todo el entramado de las virtudes y la vida cristiana, y si ésta no es viva o falla, todo ese entramado de derrumba. Muchos, que se dicen cristianos, afirman tener fe porque «creen» que Dios existe, que ha creado el universo, etc.; pero tendrían que aplicarse lo que dice Santiago: «Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan» (St 2,19). Los demonios son mucho más coherentes con la fe que nosotros. Saben que existe Dios y, por lo menos, tiemblan.

No basta con la adhesión intelectual a las verdades religiosas, ni con la voluntad de cumplir unos preceptos, ni con tener sentimientos espirituales…, hace falta un acto concreto, el acto por el que se entra en la adoración, que se expresa en la renuncia a uno mismo para entregarse plenamente a Dios como el absoluto de la propia vida, sin el cual no entramos en el ámbito de la fe. El presente capítulo tiene como objetivo, precisamente, ayudarnos a encontrar ese acto. Y hemos de empezar afirmando que, puesto que se trata de entregarnos plenamente a Dios para que pueda ser nuestro absoluto, es necesario que nos dispongamos a renunciar a nosotros mismos, puesto que no podemos pretender entregar nuestra vida y, a la vez, quedarnos con ella.

De este modo, la fe, si es verdadera, empapa toda la vida y da sentido a todo lo que somos y lo que hacemos, y eso de manera real y constatable. Por eso, la auténtica fe tiene que poder ser percibida como tal por uno mismo, por los demás y por Dios. Eso supone que hemos de ser conscientes de esa fe en todo momento, en toda circunstancia, de manera que podamos percibir en nosotros mismos la realidad, la contundencia, la solidez de nuestra fe. Y también que la perciban los demás, de manera natural, ya que, si alguien tiene una fe verdadera, todos los que se encuentran con esa persona lo notan. Aunque, desgraciadamente, las consecuencias de esa percepción externa se suelen traducir en un rechazo por parte de quienes tienen una fe diluida. Pero, sobre todo, la fe la tiene que notar Dios, al que no podemos engañar. En definitiva, existe una contundencia en la fe, como la hay en el amor y en la oración: tiene que notarse, y eso supone que, de algún modo, tiene que doler.

A esto es a lo que Dios llama a la Iglesia y a cada uno de nosotros. Dios no nos invita a creer en su existencia, sino a reconocerlo vitalmente como el centro único, absoluto e indiscutible de nuestra vida. Ya en el texto que nos servía de introducción a este capítulo, el profeta Habacuc afirma la hegemonía de la fe: «El justo por su fe vivirá» (Hab 2,4). Una afirmación que será recogida varias veces en el Nuevo Testamento, especialmente en Rm 1,17; Gal 3,11 y Heb 10,38. Ciertamente: ¡El justo, el santo, vive de la fe! ¡Se alimenta de la fe, respira la fe, ama en la fe, siente en la fe y trabaja en la fe! Este «vivir de la fe» es algo que no se puede improvisar, ni siquiera conseguir trabajosamente; es un don de Dios que, como tal, hay que desear con toda el alma, hay que pedir humildemente, hay que disponerse dócilmente a recibirlo y, una vez recibido, hay que acogerlo apasionadamente.

Al decir que «el justo vivirá por la fe» se está afirmando que la fe es la puerta de la salvación; pero eso no se puede aplicar a cualquier forma de fe, ni mucho menos oponerla a las obras. La fe que salva es la fe viva, que empapa toda nuestra existencia. Y en este sentido podemos afirmar que el justo se salvará por la fe porque vive de la fe; ella es su alimento, el aire que respira su alma, su propia vida… De hecho, el mismo san Pablo dirá: «Vivo en la fe del Hijo de Dios…» (Gal 2,20).

Y todo esto hay que convertirlo en interrogantes a los que hemos de responder en verdad: «¿Vivo de la fe?, ¿me alimento de la fe?, ¿respiro la fe?, ¿ansío la fe?». O, dicho de otro modo: «¿Cuáles son mis anhelos, necesidades y preocupaciones más importantes: los que se refieren a lo meramente humano o los propios de la vida de fe?».

Para entender lo que significa «vivir de la fe» hemos de partir de la existencia, en la mayoría de los cristianos, de una línea divisoria entre la vida «real» y la fe como dos ámbitos yuxtapuestos que no llegan a unificarse: se juntan, se separan, se pueden mezclar un poco, pero son autónomos: vivo en la vida real, con sus problemas y preocupaciones, y luego, cuando voy a misa o rezo, entro en el ámbito de la fe como si fuera un microcosmos aparte. Y cuando salgo de ese ámbito, vuelvo a la «vida real» como un ámbito diferente.

Sin embargo, cuando soy capaz de ir más allá surge la maravilla, porque la vida se empapa de la fe y aparece la armonía propia de la vida cristiana. Pero hay que ir todavía más lejos. Lo más extraordinario sucede cuando doy un paso más y puedo decir, con san Pablo, que «vivo de la fe». No se trata de que la fe orienta e ilumina mi vida, sino que mi vida es la fe. Ahí es adonde tenemos que llegar: al acto por el que yo puedo decir que «vivo de la fe». Estamos ante algo de vital importancia, que toca la esencia del mensaje salvador de Cristo y de la vida cristiana; algo muy simple, pero, a la vez, enormemente delicado.

Ésta es la clave para entender el sentido de la vida del Señor y de los santos. Jesucristo no hace otra cosa que vivir en una íntima relación con el Padre; relación que para nosotros es la fe a la que nos invita. Él nos abre el camino para poder vivir esa vida y nos acompaña en ese camino. Igualmente, la vida de los santos sólo se entiende porque están cimentados en esa fe como lo esencial ‑y, en cierta medida, único‑ de su vida. En el fondo, se trata de adherirse a las realidades sobrenaturales con tal fuerza que no se añore ni se desee otra cosa que vivir en la fe y de la fe, en vez de añadirle la fe a la vida ordinaria como si fuera un apéndice de ella.

Desgraciadamente, esta fe es algo realmente excepcional, que no encontramos ni siquiera en la mayoría de los consagrados y los cristianos más comprometidos. Y se comprende que sean muy pocos los que aspiran a vivir así porque se arriesgan a ser considerados desde las mismas instituciones eclesiales como carentes de compromiso y, por tanto, de auténtica fe, siendo descalificados con unos demoledores juicios viscerales, que demuestran que se juzga desde una perspectiva meramente humana que poco tiene que ver con el Evangelio y sus criterios. Como resultado, la mayoría de los cristianos asumen como normales unas actitudes y motivaciones que les impiden vivir la auténtica fe y les obligan a hacérsela imposible a los demás; eso sí, revistiéndolo todo de superficiales sentimientos fervorosos o aparentemente comprometidos. Lo cual nos plantea la cuestión fundamental de saber cuál es la base en la que apoyamos la fe; o, lo que es lo mismo, en qué radica la autenticidad de la fe y las apoyaturas en las que se sustenta.

Dios nos ha creado para él, por tanto, para vivir en fe; y para que lo logremos nos ha dado, con su gracia, los instrumentos que necesitamos. Sin embargo, el nivel de fe que vemos a nuestro alrededor, como hemos dicho, demuestra que nos creemos con derecho a disponer a nuestro antojo de las gracias, luces e impulsos sobrenaturales con los que Dios apoya nuestra fe; y esto nos parece tan natural, que, si nos falta esa ayuda, nos sentimos dispensados del heroísmo propio de la fe auténtica. Y por la misma razón, nos permitimos quejarnos por las dificultades que nos encontramos, y exigimos a Dios las gracias a las que creemos tener derecho para evitar esas dificultades. Estamos siempre dispuestos a recibir los dones de Dios, pero poco dispuestos a darle nuestra fe. Ciertamente necesitamos recibir de Dios, pero sólo para darle lo que le debemos, que es la adhesión de nuestra fe: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29). No tiene sentido pretender recibir los regalos de Dios sin corresponderle con una vida de fe, porque él nos entrega sus dones únicamente para que hagamos el acto de fe, que es de lo que depende su obra de salvación.

Anticipando la conclusión a la que vamos a llegar, debemos denunciar una visión deforme y muy peligrosa de la fe, que aceptamos como normal, basada en un argumento equivocado que hemos de identificar: Dios me llama a la salvación y tiene que darme los medios necesarios para ello; por eso, no tengo que dar ningún paso hasta que él me dé la gracia -sensible e irresistible- para hacerlo fácilmente. Sin embargo, la verdad es diferente: Dios me llama a la santidad y me ha dado las gracias que necesito en Cristo, a través de la Iglesia, la Palabra y los sacramentos; pero no me lo da para evitarme el esfuerzo, sino como apoyo para que pueda dar el salto en el vacío que es el acto de fe, un salto que es imposible sin su gracia, pero que me implica absolutamente. Por eso, no debo vivir esperando una gracia que sustituya mi compromiso real, sino trabajando por corresponder a la gracia, a la espera del fruto propio de una fe en la que he comprometido mi vida entera.

Es importante insistir en que Dios me llama y me impulsa para que dé un salto -humanamente en el vacío-, que es el salto de la fe. Pero para poder darlo, llega un momento en el que debo renunciar a que Dios «me lleve», es decir: me sostenga con todo tipo de gracias sensibles, apoyos y garantías. La gracia de Dios me facilita el camino, pero no puede sustituir el acto libre de amor que expresa la autenticidad de mi fe. He de disponerme y buscar, por tanto, el momento adecuado para dar ese salto; sabiendo que, si no lo doy, toda mi vida cristiana se verá inmovilizada y sin fruto.

Es algo semejante a lo que sucede cuando un padre enseña a su hijo a nadar o a montar en bicicleta: hay un momento en el que lo tiene que dejar solo. Ése es el momento en el que el niño tiene que seguir nadando o pedaleando, aunque tenga la sensación de que se va a hundir o a caer; y debe resistirse a exigir al padre que lo siga sujetando y aceptar que lo suelte. Ahí es donde se tiene que fiar del padre, que le dice que puede hacerlo, que él está a su lado para ayudarle y que le tiene que soltar para que aprenda. Y entonces es cuando el niño puede hacer el acto humano de confianza y seguir adelante, a pesar de sentir que va a ahogarse o a caer. Ése es, en relación con Dios, el acto de fe que él espera de nosotros. Y hemos de reconocer que, lamentablemente, nos solemos comportar como el niño malcriado que se resiste a andar y exige que lo lleven en brazos.

consejos para ensenar a los ninos a montar en bici

Resumiendo, podemos decir que «vivir de la fe» quiere decir que la fe es irrenunciable para mí, porque se identifica con mi propia vida, a la que le da todo su sentido, ya que sin ella no soy nada. Si reconozco en verdad mi pobreza ante Dios y puedo decirle: «Señor, tú eres todo para mí», ya no hace falta más: cobra sentido la oración, el amor, la presencia de Dios, la entrega al prójimo, la alegría, la cruz… Pero no basta con decirlo en un momento de fervor, cuando el Señor me mueve sensiblemente y me sostiene; hay que decirlo cuando aparece la dificultad que me tira por tierra y sólo veo su fuerza destructiva. Porque entonces -y sólo entonces- es cuando puedo reconocer con lucidez la verdad de esa realidad que me amenaza y, a la vez, puedo afirmar con fuerza que no pasa nada porque «Dios es todo para mí».

2. El juicio sobre la fe

En el proceso de crecimiento espiritual es muy importante el «juicio» que hacemos sobre la fe. Acabamos de ver que la fe es lo que define realmente nuestra vida; sin embargo, todo depende del juicio que hagamos sobre ella porque difícilmente venceremos la tentación de juzgarla según nuestros intereses. En el fondo, por ser algo de Dios, resulta muy sencillo: Dios me invita a secundar el maravilloso proyecto de salvación para el que me ha creado y me da las gracias necesarias para lograrlo, lo cual exige de mi parte, simplemente, que lo acepte: que crea en ese proyecto, que reciba su gracia y que corresponda a todo ello implicando a fondo mi vida entera. Hasta aquí todo es simple y fácil de entender; el problema aparece cuando ese proyecto de Dios, por extraordinario que parezca, se opone al nuestro. Estamos fuertemente condicionados por nuestro temperamento, nuestra historia, nuestras carencias y necesidades, los cuales han ido configurando, consciente o inconscientemente, nuestro proyecto personal de vida. Y el único modo de salvar este proyecto cuando se ve amenazado por la oferta de otro distinto, aunque sea de Dios, consiste en buscar razones para descalificar este último. Es el modo habitual en el que acomodamos la fe a nuestros intereses o al mundo y nos quedamos tranquilos y satisfechos porque podemos definirnos como cristianos sin que ello afecte realmente nuestra vida.

El problema de este proceso estriba en que exige un determinado ejercicio de racionalización de los elementos que están en juego; y en el momento en el que racionalizamos y justificamos con un determinado juicio la acomodación de la fe, ya es muy difícil volverse atrás o cambiar de criterio. Si busco razones para justificar una fe mediocre entraré en un camino de mentira que me hará prácticamente imposible entender la fe verdadera y aspirar a la santidad.

Contaba un sacerdote que, en cierta ocasión, se había presentado en el despacho parroquial una pareja de novios que querían casarse. Por supuesto vivían juntos desde hacía varios años y no iban a misa ni realizaban ninguna práctica religiosa. Cuando el sacerdote les preguntó el motivo por el que querían celebrar el sacramento del matrimonio, ellos contestaron con gran aplomo que eran cristianos y se tomaban su fe en serio. Nuevamente el sacerdote les preguntó si creían que podían definirse como cristianos sin cumplir con lo más básico de la fe, como es la asistencia a la misa dominical. A lo que ellos respondieron: «Por supuesto: ¡es que somos creyentes, pero no fanáticos!». Evidentemente el juicio sobre la autenticidad de la fe depende de la perspectiva desde la que se haga ese juicio. Para un «creyente no practicante», el cristiano que va a misa el domingo es un «fanático», mientras que para un cristiano seriamente comprometido, esa misma persona de misa dominical es un cristiano mediocre.

Este tipo de juicios no se basan en datos objetivos, sino que se realizan en función del nivel de percepción y de compromiso de cada uno; lo cual resulta muy cómodo, no sólo por el relativismo de estos juicios, que permite manejarlos a capricho, sino, sobre todo, porque es la mejor arma para justificar cualquier opción religiosa como expresión de verdadera fe. La ridícula calificación de «fanática» a la fe que se conforma con la misa dominical no es algo excepcional. A nosotros puede parecernos un juicio falso y absurdo, pero es porque no nos afecta directamente, puesto que no estamos entre los que no llegan a los mínimos, ni entre los que se conforman con esos mínimos.

Sin embargo, si miramos la radicalidad de los santos desde la situación de una vida cristiana comprometida, podremos reconocer en nosotros mismos la sombra de ese mismo juicio: «¿No será “fanatismo” algo tan radical?». Es decir, cuando hemos de aplicarnos a nosotros el «realismo» de la fe es cuando aparece la tentación de poner nuestra propia vida como punto de referencia para calibrar la calidad de la fe de los demás. Y hacemos lo mismo que hacía la pareja del ejemplo: juzgamos como «deficiente» la fe del que está por debajo, y de «fanática» la del que está por encima. Y así, para evitar tener que medirnos con los santos, los medimos a ellos con nosotros y los tildamos de «exagerados».

Por esa razón, muchos cristianos seriamente comprometidos se sienten fuertemente movidos a criticar constantemente la mediocridad del comportamiento que muestran muchos cristianos, incluso consagrados y sacerdotes. Ése es el modo más fácil de manifestar que están «por encima» y afirmar la «calidad» de su fe y, de ese modo, dispensarse de trabajar por avanzar en esa misma fe; de manera que no se sientan obligados a realizar el esfuerzo que le están exigiendo al que ven en un nivel inferior. Es como si dijeran: «El que está por debajo de mi nivel de fe, y al que critico, debería llegar a mi nivel; pero yo no tengo por qué subir hasta el nivel de fe superior al que tengo».

Y eso nos suele pasar a todos. Hacemos un juicio sobre la fe de los que no llegan a nuestro nivel ‑a veces con razón‑, pero no estamos dispuestos a que nuestra fe se ponga en tela de juicio, porque la consideramos como la norma absoluta. Sin embargo, ¿no hemos recibido medios y gracias para ser como los grandes santos? ¿Nos parecemos a ellos o nos justificamos pensando que ese nivel es exagerado o inalcanzable? La razón que explica esta falta de autenticidad en la fe estriba en que, cuando llegamos al punto en el que hemos de dar el salto de la fe, nos conformamos con decir: «Me gustaría llegar a ese nivel, pero no puedo hacerlo porque Dios no me lleva».

Paradójicamente solemos justificar este conformismo a la vez que afirmamos genéricamente que hay que avanzar, que siempre hay que trabajar para crecer en la fe; pero no para lograr el objetivo, sino simplemente porque «todo es mejorable», sin reconocer que estamos en la misma situación de tramposa falsedad que denunciamos en los demás. Nos conformamos con lo que tenemos y nos justificamos pensando que podemos y queremos mejorar…, pero sin dar el salto para alcanzar nuestro propósito. Es como si nos dijéramos: «Es un objetivo excelente, por lo que debes caminar hacia él; pero hazlo tan despacio que no te canses, siempre te veas “avanzando” y nunca alcances la meta que puede complicarte la vida».

En rigor, para poder decir que tengo fe he de dar un determinado salto, que decido libremente: lo doy o no lo doy; y que, además, tiene que ser real y constatable. Para poder darlo, he de conocer muy bien de qué salto de trata y notar que lo doy, aceptando que no tengo más garantías que la presencia y la palabra del Señor que me dice: «¡Salta!». Los santos son los que lo dan, porque se fían de Dios. Nosotros, por el contrario, como no terminamos de fiarnos, no vamos más allá de nuestra lógica, esperando a que nos lleven en brazos; y tratando de justificarnos con razones de prudencia humana, olvidando que la fe está precisamente en un acto de aparente locura por el cual respondemos a la gracia y nos embocamos a la santidad.

Por regla general hacemos el juicio sobre la fe basándolo en datos subjetivos: mi carácter, mis condicionantes, mis circunstancias…, que empleamos para renunciar al acto de fe. Y no nos damos cuenta de que eso que aducimos como excusa para condicionar el acto de fe es precisamente lo que nos ayuda a realizarlo, porque esas mismas circunstancias son las que crean el abismo que nuestra fe tiene que salvar para ser auténtica.

La peligrosa actitud farisaica que supone esta justificación sólo se puede superar cuando el juicio sobre la fe se apoya en los datos objetivos que la sustentan, como son el realismo de la redención de Cristo, la verdad de su Palabra y la eficacia de los sacramentos. A lo cual hay que añadir los datos objetivos personales, que son las gracias recibidas de Dios y nuestra propia historia personal de salvación, que poco tienen que ver con esos sentimientos e impresiones a los que concedemos tanta importancia. Cuando uno se mira a sí mismo desde la verdadera perspectiva, se descubre más traidor a la fe que aquel que justifica su mediocridad definiendo como exagerado o «fanático» al que vive la vida cristiana más elemental. Si podemos reconocer en nuestra vida la existencia de gracias y medios objetivos para ser santos, no tenemos excusas para no serlo. Pero, desgraciadamente, preferimos disfrutar de esos medios a emplearlos para dar el salto que exige la fe.

El acto de fe es, ciertamente, un salto en el vacío, pero no en un vacío absoluto porque contamos, para darlo, con las garantías que hemos recibido del Señor. Es un salto que uno percibe como locura, pero se apoya en lo que Dios nos ha dado y nos hace gustar, al darlo, de lo que esperamos. Y esto no sólo es importante para la fe y para su fruto, sino que es el fundamento de la intercesión y del apostolado.

En este punto, nuestro mayor problema radica en que queremos hacer el acto de fe, tomamos impulso para dar el salto sobre el abismo, pero cuando llegamos al borde del precipicio nos entra el miedo, y allí nos detenemos, con lo que dejamos de vivir de la fe. Contemplando el precipicio, nos asustamos aún más… y corremos el riesgo de caernos. Es verdad que podemos precipitarnos al vacío; pero no es menos cierto que también podemos no caernos. Todo depende de aquello por lo que apostemos. Si no me apoyo en la fe y salto me caeré, pero si salto con fe no me puedo caer. ¿Qué le sucede al que coge impulso y se para justo cuando hay que saltar? ¿Acaso no es la situación de la mayoría de quienes nos reconocemos llamados a la santidad?

Hemos tomado carrerilla y al llegar al borde del abismo nos detenemos en seco. Tenemos un pie ya en el aire y nos sentimos sin fuerzas para saltar, pero tampoco podemos volvernos atrás, con lo cual tenemos asegurada la caída. Somos conscientes de la llamada de Dios a la santidad, nos hemos decidido a abrazarla, y como no hemos hecho el acto de fe que permite la santidad estamos en tierra de nadie.

Y la mejor forma de justificar nuestra falta de fe consiste en juzgar la fe de los demás, basándonos en las deficiencias reales que encontramos en ellos. Pero mientras nos fijamos en eso, no reconocemos nuestra propia situación, ni la necesidad de dar el salto de la fe que el Señor nos pide a cada uno, con lo que nuestra fe se ve frustrada y caemos en la mediocridad.

Como vemos en los santos, la visión del pecado que descubren en los demás y en la Iglesia los lleva a una mayor entrega y radicalidad, porque les muestra su propio pecado de infidelidad a la gracia que Dios les ha dado. Lo que nos revela un elemento esencial de la fe, que es la pasión permanente por la fidelidad; algo que no hay que confundir con el perfeccionismo, sino con el amor que expresa la radicalidad de la fe.

3. Vivir por la fe, vivir en la fe

Cuando hablamos del realismo que debe tener la fe del contemplativo no nos referimos a una fe genérica, sino a una fe viva, que empapa toda la existencia. Es el tipo de fe que aparece en la Palabra de Dios y que es lo contrario de la división entre la fe y la vida que suele ser habitual en la mayoría de los cristianos.

Quizá podemos expresar mejor cómo es la fe a la que nos referimos si analizamos los distintos niveles en los que se puede desarrollar una vida en su relación con Dios. Podríamos decir que la vida puede vivirse en dos niveles:

  • 1. Un nivel humano, en el que las motivaciones, razonamientos y acciones son sólo humanos. Aquí están nuestras actividades cotidianas, los sentimientos que las acompañan, las dificultades y logros…, pero meramente humanos, cerrados en sí mismos.
  • 2. Un nivel sobrenatural, que es aquel en el que Dios habita, y en el que él lo es todo, porque todo está empapado de su amor y de su presencia.

Nosotros, en principio, estamos en el nivel humano; y la redención nos hace accesible el mundo de Dios. La palabra de Dios, la gracia y los sacramentos permiten que esos dos niveles se comuniquen; pero somos nosotros los que tenemos que elegir cómo se comunican. De hecho, según nuestras decisiones vamos eligiendo en qué nivel nos colocamos y cómo se relacionan en nuestra vida ambos niveles. Y en esto hay distintas posibilidades:

  • 1. En un primer nivel está la persona que vive humanamente, y en ese nivel ama, trabaja o desarrolla sus cualidades, pero sin referencia a Dios. Es el modo de vida de los que carecen de fe, pero también el de los cristianos que viven de forma meramente humana la oración, los sacramentos y la moral.
  • 2. Como ese primer nivel se queda corto para muchos cristianos, intentan conectar los dos niveles, pero lo hacen de forma intermitente. Se trata de las personas que viven humanamente sus tareas y su misión, pero cubren su vida con una capa evangélica externa; una capa fina y sobrepuesta, que apenas afecta a la vida humana, pero le da el color o el brillo de la fe, como si fuera un barniz, y permite vivir la vida humana con una apariencia de fe, de modo que, aunque ésta no afecta a la vida, le ofrece una fácil justificación.
  • 3. Pero, como esto anterior sigue siendo pobre, algunos intentan permanecer el mayor tiempo posible en el nivel de Dios. Esto sucede con las personas que viven su vida en dos campos separados o, a lo más, yuxtapuestos: la vida humana y la vida de fe; y se pasan el tiempo yendo de un campo al otro: trabajando humanamente en unas determinadas tareas y pasando al otro ámbito para hacer oración, preocupándose de cuestiones materiales y saltando al otro campo para preocuparse de asuntos espirituales.
  • 4. Incluso existen cristianos que intentan acercar lo más posible esos dos niveles, tratando de armonizar lo humano y lo divino y eliminando la separación entre estos dos ámbitos. Aquí encontramos la maravilla de la unión entre la vida y la fe; ambas se armonizan y se complementan de tal manera que no se distinguen, y el que vive así no necesita salir de un campo para entrar en el otro, porque siempre está en los dos. Es verdad que en algunos momentos puede tener más o menos fuerza uno de los dos niveles, o pueden separarse ligeramente durante un tiempo, incluso puede aparecer cierto desequilibrio de esta armonía en favor de lo humano; pero en general se viven las dos realidades de manera armónica. ¿Es esa nuestra expectativa?
  • 5. Puede parecer que este último modo de vivir es el más perfecto; pero hay un paso más, que es la maravilla de las maravillas. Igual que el primer escalón consiste en vivir sólo humanamente, el último escalón consiste en vivir sólo de fe. No es que la fe y la vida estén juntas, es que sólo existe la fe; la vida ha quedado diluida en la fe, como el azúcar en el café. ¡El justo, el santo, Abrahán, María…, viven de la fe! ¡Se alimentan de la fe, respiran la fe, aman en la fe, sienten en la fe y trabajan en la fe! Hagan lo que hagan y pase lo que pase nunca salen de su mundo, que es el mundo de Dios.

El contemplativo está llamado precisamente a esto: a vivir sólo de fe, de modo que la fe es todo para él, y todo lo ve desde la fe, toda su vida queda empapada en la fe y diluida en ella. Es lo que llamamos «vivir de la fe». Si Cristo ha muerto en la cruz para que nos fusionemos en él, todo tiene que orientarse a que podamos decir con toda verdad: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

Éste es el reto de la fe, que comienza por creer que es posible vivir de la fe y aceptar vivir de ella como meta. Así vivieron la fe la Virgen y los santos. Pero no debemos olvidar que ese «vivir de la fe» es algo que no se puede improvisar, ni siquiera conseguir trabajosamente; es un don de Dios que, como tal, hay que desear con toda el alma, hay que pedir humildemente, hay que disponerse dócilmente a recibirlo y, una vez recibido, hay que acogerlo, llevándolo a la vida, apasionadamente.

Hemos de pedir la fe, pero hemos de pedirla con fe. Y entramos aquí en uno de los dos bucles posibles. El primer bucle es el de la autocompasión: me miro a mí mismo y veo todo lo humano, que me duele, me preocupa, y me lleva a lamentarme…, y eso hace que me mire más a mí mismo, con lo que me duele más, me preocupo más y me lamento más. Pero hay un segundo bucle, que es el de la fe: miro al Señor, lo busco, lo adoro, me entrego a él…, y cuanto más lo busco, más lo encuentro y cuanto más lo encuentro más lo busco.

Si quiero entrar en esta experiencia de vida debo empezar por desear, pedir y acoger apasionadamente el don de vivir de la fe; pero esto debo hacerlo desde la fe, es decir, con todo el corazón, con la pasión del que sabe que se juega en ello la vida y no puede vivir sin fe. Sólo así puedo tener la garantía de que Dios no me la va a negar. Pido apasionadamente la fe, a la vez que hago el acto de fe acogiéndola como don. Pero sabiendo que para acoger ese don es necesario abrazar la pobreza y la cruz, colocándome en la realidad de la pobreza radical que me define y abrazando la cruz desde ahí. Esto exige un discernimiento fundamental para la vida contemplativa: «¿Tengo el don de vivir sólo de la fe?». Si todo esto que vamos considerando resuena como verdadero en mi interior, eso es un signo claro de que el Señor me ha dado el don de la fe. Y entonces, debo preguntarme: «¿Qué hago con ese don?».

Para realizar este discernimiento sobre la acogida del don de la fe he de considerar las siguientes verdades, que me sirven para ver si Dios me da el don de vivir de la fe y si estoy dispuesto a encarnarlo realmente en mi vida:

  • 1. La verdadera fe denuncia lo absurdo de tantos razonamientos realizados al margen de la fe, porque es incompatible con las componendas. Sin embargo, la fe mediocre se alimenta de las componendas y justificaciones para permitirme actuar como me venga en gana. Por eso, la fe auténtica nos hace inconformistas, en principio, con nosotros mismos.
  • 2. Esa fe nos ayuda a discernir con facilidad. Cuando se tiene fe, lo difícil no es ver la luz, sino escapar de ella. Tantas complicaciones como tenemos para ver y realizar la voluntad de Dios son síntoma de falta de fe. La fe verdadera simplifica las cosas, aunque sigan siendo costosas o desagradables. Lo que quiere Dios de mí tiene que ser posible y sencillo, por más que resulte doloroso.
  • 3. Sin esa fe no podemos dar respuesta a los retos que nos plantea la vida, porque responder a los problemas desde una fe llena de agujeros es como tratar de navegar en un barco con múltiples vías de agua. La fe viva no sólo nos impide hundirnos, es como un avión que nos permite volar.
  • 4. Sólo podemos orar desde esa fe. La oración no es ningún problema, como lo demuestra el hecho de que los niños saben orar muy fácilmente, porque poseen la lógica de la fe. Lo difícil es orar sin fe o con una fe mediocre. Cuando se tiene fe el problema no es cómo orar, sino que no es posible dejar de orar.
  • 5. Esa fe es lo único que nos da la libertad para amar. La fe que pone a Dios como el absoluto de nuestra vida relativiza todo lo demás. Cuando uno tiene todo lo que necesita y nadie se lo puede quitar se ve libre de miedos y preocupaciones, y entonces es libre para amar.
  • 6. La fe nos abre un horizonte nuevo, extraordinario y fascinante, que Dios nos regala, pero con la condición de que nosotros no llevemos la iniciativa ni el control: que acojamos agradecidos el don. Pero, lamentablemente, no estamos dispuestos a renunciar a nuestro protagonismo, de modo que preferimos fabricarnos un horizonte pequeñito, que sea nuestro y podamos controlar, en vez de aceptar un proyecto extraordinario, pero que nos impide ser los únicos protagonistas de nuestra vida.

4. Una «fe» que huye de la fe

Si deseamos esta fe, ¿qué hacer para encontrarla?, ¿por dónde empezar? Lo primero que debemos hacer es dejar de huir de la fe, porque la fe limitada que tenemos nos obliga a huir de la fe a la que estamos llamados. Para ello tenemos que reconocer las estrategias que empleamos para eludir la verdadera fe. Cada uno, según sus características y sus circunstancias, tiene que descubrir el modo concreto en que consigue huir sin que se note; y, sobre todo, la manera en que sustituye el salto de fe por otra cosa. Normalmente esa sustitución suele hacerse con alguna de las siguientes realidades:

  • 1. Con la actividad: con la excusa de que hay que hacer las «obras» propias de la fe, del «compromiso», etc., nos lanzamos a una actividad constante, sin discernimiento evangélico. Aquí tenemos el ejemplo bien claro de Marta y María (Lc 10,38-42).
  • 2. Con los sentimientos: en un mundo que valora tanto los sentimientos, resulta muy fácil suscitar en nuestro interior sentimientos religiosos o espirituales que nos permitan creer que lo que sentimos corresponde a lo que somos. Vamos a la oración a sentirnos a gusto o justificados. Y nos resulta problemático no sentir nada, lo que nos lleva a dudar de la eficacia de la oración. Por eso oramos con el fin de generar sentimientos o hacemos obras de caridad para sentirnos bien. Y acabamos creyendo que tenemos mucha fe porque tenemos sentimientos religiosos muy fuertes. El espiritualismo o iluminismo que se crea de este modo resulta muy atractivo, porque siempre será más fácil generar sentimientos que comprometer realmente la vida.
  • 3. Con las ideas, palabras o teorías, con las que justificamos como evangélico lo que nos interesa. Resulta tentador creer que lo que pensamos, hablamos o enseñamos manifiesta lo que somos y creemos realmente; sin darnos cuenta de que la fe no es una teoría ni un conjunto de ideas, por buenas o acertadas que sean. No somos lo que decimos, ni siquiera lo que pensamos; somos lo que hacemos. El acto de la fe no puede sustituirse por palabras o ideas:

No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?». Entonces yo les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad» (Mt 7,21-13).

  • 4. Con el cambio arbitrario de criterios: cuando no hay un pilar objetivo de verdad es muy fácil relativizar la fe; de modo que, según nos convenga, nos apoyamos en una visión de los valores evangélicos más radical o en otra más cómoda. Así se evita la unidad de criterio que caracteriza la fe auténtica que compromete la vida. La fe verdadera no se puede manipular de ninguna manera.

En este mismo sentido podemos señalar las tentaciones contra la fe que sufre el que está llamado a la vida contemplativa secular, especialmente al inicio de su proceso espiritual1, y que se orientan:

  • 1. A que apartemos la mirada de la gracia, para fijarnos más en las dificultades, como hizo Pedro caminando sobre el agua (cf. Mt 14,22-34).
  • 2. A que olvidemos la meta a la que nos llama Dios, y aspiremos a acomodarnos al ambiente, asimilando su mediocridad. Esa actitud, tan distinta a la de la fe, se manifiesta en el miedo a desentonar del entorno.
  • 3. A convertir la entrega apasionada a Dios en mero cumplimiento de algunos actos religiosos. Dios nos comunica su pasión por nosotros y espera la respuesta de un amor semejante por nuestra parte. La tentación quiere impedir que nuestra vida se consuma en un amor de este tipo y nos propone la comodidad del mero cumplimiento de prácticas religiosas y la ejecución de acciones generosas en favor del prójimo. Así nos quedamos satisfechos haciendo algo bueno, pero sin vivir de la fe.
  • 4. A que dudemos del amor extraordinario que nos tiene Dios, y de la gracia que nos ha dado. Se trata de la dificultad para creer que tanta delicadeza, ternura y pasión con las que Dios me ama me demuestran que soy muy importante para él. No se puede dar el salto de la fe si no creemos en ese amor desmedido de Dios, que hace que confiemos en él absolutamente. Quizá tenemos esa intuición, pero no terminamos de creer en ella, y el enemigo sabe cómo sembrar la duda en ese amor y así lo hace imposible.

5. El camino de la fe

A partir del acto de sinceridad por el que reconozco el modo concreto en que huyo de la fe auténtica, debo buscar los elementos que me permiten construirla en verdad y dar el salto que supone. Esos elementos básicamente son:

  • -Silencio, no sólo callando, sino escuchando permanentemente a Dios. Vivimos en un mundo de ruidos, y el silencio será una de las primeras obras de fe a realizar. No podemos esperar que el mundo nos regale el silencio y, menos aún, el silencio interior, que siempre correrá de nuestra parte.

·Sólo el que sabe que Dios está vivo y presente en el mundo abandona todo para sumergirse en ese Dios presente en el que no hay nada más. El silencio no consiste en acallar los ruidos, sino en dejar que Dios sea todo y lo llene todo.

·Aprender a amar en silencio. Existe demasiado alboroto y complicación en el amor, porque hay que salvar demasiadas cosas: lo que siento, lo que me cuesta, el que me agradezcan, lo que tengo que hacer, lo que me gusta… Pero amar tiene que ser simple porque viene de Dios; y, por eso, hay que aprender a esperar en silencio. El verdadero amor, como don de Dios que es, exige espera y receptividad, que expresa el reconocimiento de algo que no depende de nosotros, que nos supera infinitamente, que no podemos crear ni controlar…, y sólo lo podemos esperar en actitud de adoración hecha acogida amorosa; y eso únicamente se puede hacer en silencio.

  • -Oración desnuda, que sólo se justifica por la fe. Eso requiere que dediquemos tiempo prolongado a orar, hasta llegar a un momento en el que salten todos los falsos resortes que pueden rellenar el tiempo de oración, como sentirnos mejor, pedir cosas, justificarnos… Hemos de orar hasta que el único aliciente para hacerlo sea que Dios está ahí, esperando y amando; de modo que podamos decir: «Señor, sólo tú, sólo por ti…, sienta o no sienta, me canse o me aburra, esté iluminado o a oscuras, todo esto me da igual. Tú estás aquí y me amas, y eso me basta».
  • -Adoración: reconocimiento de la propia pequeñez y atención prioritaria a Dios. Adorar exige orientarnos absolutamente hacia Dios hasta olvidarnos de nosotros mismos.
  • -Humildad: mantener en todo momento la conciencia de pequeñez que brota de la adoración, y lleva al gozo de experimentar que Dios es todo y yo no soy nada.
  • -Discernimiento: trabajar en serio por descubrir la voluntad de Dios. Si él lo es todo, su voluntad es lo único que me importa; de manera que ya no interesa quién tiene razón, ni quién tiene la culpa, sino lo que Dios quiere de mí, y mi objetivo consiste en actuar siempre según la Palabra de Dios.
  • -Fidelidad a la voluntad de Dios descubierta. Es muy importante que seamos radicalmente fieles a lo que vemos claro que viene de Dios, sin preocuparnos de ver o hacer lo que todavía no alcanzamos a ver con claridad.
  • -Abrazar la cruz en unión con Cristo, como ejercicio real de auténtica fe. La vida comporta dificultades y conflictos y es voluntad de Dios que yo viva esos conflictos en unión con Cristo crucificado, porque ésa es la dinámica de la salvación: el reino de los cielos se construye por medio de la Pascua del Señor. Si Cristo me muestra en la cruz su amor apasionado por mí, yo tengo que responderle también en la cruz, aprovechando las dificultades con las que me encuentro.
  • -Renunciar al egoísmo que busca compensaciones humanas para amar abnegadamente a los demás. Aceptar que me duela esa renuncia a que me agradezcan, me valoren o me correspondan, como un ejercicio de fe, porque ese dolor me permite demostrarle al Señor que no necesito nada de eso y sólo le busco a él.
  • -Hacer conscientes las motivaciones sobrenaturales de todo lo que hacemos.
  • -Austeridad general en todo, como forma de ir eliminando lo accesorio para que emerja en nuestra vida lo fundamental. También la austeridad de la fe: dejar en segundo lugar lo que es accesorio, sabiendo que lo único necesario es Dios.
  • -Simplicidad, que lleva a no hacer problema de nada y evita que nos centremos en nosotros mismos. No deberíamos preocuparnos por nada que no sea la fidelidad a la voluntad de Dios en el momento presente.

6. La fe y las obras

No podemos considerar la fe sin entrar en la cuestión de su relación con las obras, partiendo de una cuestión fundamental: lo que nos salva y da sentido pleno a nuestra vida, ¿es la fe o son las obras? Normalmente se entienden estas dos realidades como contrapuestas en cierto sentido. Una contraposición que llevará a Lutero hasta el extremo de negar el valor de las obras para salvarnos. Sin embargo, la doctrina neotestamentaria no respalda esta postura, como vemos en el conocido texto de la carta de Santiago:

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe». Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil? Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por sus obras al ofrecer a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ya ves que la fe concurría con sus obras y que esa fe, por las obras, logró la perfección. Así se cumplió la Escritura que dice: Abrahán creyó a Dios y eso le fue contado como justicia y fue llamado «amigo de Dios». Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe. Del mismo modo también Rajab, la prostituta, ¿no fue justificada por sus obras al acoger a los mensajeros y hacerlos salir por otro camino? Pues lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta (St 2,14-26).

Existe una unidad entre la fe y las obras; pero no entre cualquier tipo de fe y cualesquiera tipos de obras. De hecho, sí existe una oposición entre la fe y las obras cuando entendemos éstas como el precio que pagamos por la salvación, lo cual se opone a la verdad evangélica que nos dice que la salvación se nos da gratis por medio de la cruz de Cristo, y por la fe nosotros acogemos esa salvación (cf. Rm 1,17; Gal 3,11). Pero eso no significa que después de que uno es salvado gratuitamente por Cristo las obras no tengan importancia. Las obras son importantes; pero no las obras de la ley, sino las obras que deben surgir del corazón transformado por la gracia, lo que podríamos llamar las «obras de la fe»:

En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos (Ef 2,8-10).

Los que pretendéis ser justificados en el ámbito de la ley, habéis roto con Cristo, habéis salido del ámbito de la gracia. Pues nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor (Gal 5,4-6).

Solemos pensar que las obras de la fe son las del amor; pero ésas, por importantes que sean, son las obras propias de la virtud del amor. Si sólo nos fijamos en las obras de caridad y nos olvidamos de las obras propias de la fe, que nacen de una fe viva, tendremos uno de los más graves desajustes de la vida espiritual.

Lo específico de la fe es el salto en el vacío que expresa la confianza absoluta y el abandono total en las manos de Dios. Las obras de la fe son las que hacen posible ese salto y las que surgen de él. Ésa es la fe de Abrahán al sacrificar a su hijo, y la fe de María en la Anunciación.

Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por sus obras al ofrecer a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ya ves que la fe concurría con sus obras y que esa fe, por las obras, logró la perfección. Así se cumplió la Escritura que dice: Abrahán creyó a Dios y eso le fue contado como justicia y fue llamado «amigo de Dios» (St 2,21-23).

Se trata de obras de amor que nacen de la fe; pero no porque la fe se exprese sólo en actos de amor, como veremos2, sino porque esos actos exigen una motivación interior de fe y son expresión de ella. No son actos de amor necesarios para obtener la salvación, sino la expresión de una fe viva, porque sin la motivación y la fuerza de la fe, esos actos de amor son inconcebibles, y porque sin esa expresión de la fe en el amor, la fe estaría muerta. Una vez más estamos ante una verdadera locura, que no es otra que la locura de un Dios enamorado que nos invita a sumergirnos en su mismo amor hasta consumirnos en su fuego.

Se trata, entonces, de obras de amor que tienen un carácter singular que expresa el salto interior que exige la fe y que se caracterizan por contener estos dos elementos:

  • -La negación a uno mismo: son obras que exigen y manifiestan que nos negamos a nosotros mismos, y por las que renunciamos a lo que necesitamos.
  • -La aceptación del riesgo de perder algo importante o incluso esencial, como dinero, afectos, apoyos, seguridades, fama, etc., normalmente lo que más nos importa.

Estos son los signos de que uno está verdaderamente dispuesto a seguir a Jesús, a perderlo todo para encontrarlo a él, a poner su voluntad por encima de la propia, a dejar de apoyarse en uno mismo para apoyarse sólo en él…

7. La fe probada

Para entender mejor la relación entre la fe y las obras debemos tener en cuenta que la verdadera fe es la fe «probada», la que ha superado determinados obstáculos que la hacen aparentemente imposible. Se trata de realidades negativas que nos presenta la vida, y de las que Dios se sirve para que pasemos del mero convencimiento religioso a nuestra adhesión incondi­cional a él. Unas realidades que nos brindan excusas razonables para replegarnos sobre nosotros mismos y entregarnos a la autocompasión y la mediocridad o proporcionan la oportunidad para dar el salto al abandono confiado en las manos de Dios.

La Sagrada Escritura está llena de referencias a las pruebas de la fe, como, por ejemplo, el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, que hace el elogio de los hombres de fe. De todos los modelos que nos ofrece la Biblia podemos destacar los dos principales: Abrahán y María. El primero muestra su fe al salir de su tierra sin saber a dónde iba, al aceptar una promesa de imposible cumplimiento (Gn 12,1-4), y al disponerse a sacrificar al hijo único que hacía viable aquella promesa (Gn 22,1-19; Heb 11,8-19).

«Coge a tu hijo, a tu único, al que tú amas, y vete al país de Moria y allí ofrécemelo en holocausto». Esta palabra terrible dirigida por Dios a Abraham no hay verdadero servidor de Dios que no la oiga un día a su vez. Abraham había creído en la promesa que Dios le había hecho de darle una posteridad. Durante veinte años había esperado su realización. No había desesperado. Y cuando por fin había llegado el niño, sobre el que reposaba la promesa, entonces Dios exige a Abraham que se lo sacrifique. Sin ninguna explicación. El golpe era rudo e incomprensible. Pues bien: eso mismo es lo que Dios nos pide a nosotros también un día u otro. Entre Dios y el hombre parece que no se habla el mismo lenguaje. Ha surgido una incomprensión. Dios había llamado y el hombre había respondido. Ahora el hombre llama, pero Dios se calla. Momento trágico en que la vida religiosa limita con la desesperación, en que el hombre lucha completamente solo en la noche con el inaprensible. Ha creído que le bastaría con hacer esto o aquello para ser agradable a Dios, pero es a él a quien se exige. El hombre no es salvado por sus obras, por muy buenas que sean. Es preciso que se haga él mismo obra de Dios. Debe hacerse más maleable y más humilde en las manos de su Creador que la arcilla en manos del alfarero. Más flexible y más paciente que el mimbre entre los dedos del que hace cestos. Más pobre y más abandonado que la madera muerta en el bosque en el corazón del invierno. Solamente a partir de este estado de abandono y en esta confesión de pobreza, el hombre puede abrir a Dios un crédito ilimitado, confiándole la iniciativa absoluta de su existencia y de su salvación. Y entra entonces en una santa obediencia. Se hace niño y juega el juego divino de la creación. Más allá del dolor y del gozo, llega al conocimiento de la alegría y del poder. Puede mirar con un corazón igual al sol y a la muerte. Con la misma gravedad y con la misma alegría (Eloi Leclerc)3.

En la misma línea, María es el modelo perfecto de fe con su respuesta al ángel (Lc 1,38): Dios irrumpe en su vida trastocando todos sus planes al proponerle un proyecto increíble y desconcertante. Su respuesta consiste en ponerse inmediata­mente al servicio incondicional del plan de Dios, con una absoluta fidelidad en la que se mantendrá hasta llegar al culmen desgarrador que supone permanecer firme al pie de la cruz (Jn 19,25).

Si la fe verdadera es la fe probada, es necesario entonces que exista la prueba, y por eso es imprescindible que sepamos reconocerla y superarla, porque sin prueba no puede haber purificación, y sin purificación no es posible la fe; de modo que si pido la fe verdadera y la busco en serio tendré que aceptar la purificación que comporta. Para lograrlo, he de reconocer y aceptar las dificultades de la vida -sin excepciones- como medios necesarios para que se purifique mi fe. Es falso pensar que, si yo tuviera otro carácter, otras circunstancias, otra historia, etc., podría ser santo. Las dificultades, problemas o conflictos que me presenta la vida y parecen dificultar mi entrega a Dios son lo que necesito absolutamente para entregarme, porque sin ellos no podría dar el salto que exige la fe y que sólo es posible si ésta se pone a prueba. Esto exige que hagamos de Dios el centro indiscutible de nuestra vida y dejemos de dar prioridad a la satisfacción de nuestras necesidades psicológicas, afectivas o materiales, que nos empujan a lo natural («carnal» en sentido paulino del término) y nos llevan a quejarnos, justificarnos, compararnos, culpabilizar, desanimarnos, enfadarnos, desespe­rarnos, lo cual da un tono a nuestra vida incompatible con la auténtica vida de fe.

Para entrar en el camino de la fe probada hay que situarse decididamente en el ámbito sobrenatural, superando el «carnal». Se trata de reconocer en todas las cosas la providencia de Dios; lo que supone:

  • -Verlo todo enmarcado en la providencia y, por tanto, como venido de Dios. Esto no significa que Dios nos «mande» la desgracia o la fortuna con las que nos encontramos en la vida, sino que todo pasa por su corazón, porque lo quiere o porque lo permite aunque no lo quiera, y, en ese sentido, viene de él.
  • -Aceptarlo todo confiadamente, sin condiciones. En ocasiones lo acabamos aceptando, pero después de meses o años de rebeldía o de lucha. La aceptación propia de la fe es inmediata.
  • -Convertirlo todo en un acto de amor y de entrega. Eso es lo que nos permite dar el salto de la fe. Para ello, el ejercicio fundamental que hemos de hacer es el ofrecimiento a Dios de todo; siendo conscientes de que ofrecer algo a Dios supone desprenderse de ello, renunciando a lo que comporta de deseos, necesidades, miedos, cálculos o seguridades. Este «ofrecimiento», como entrega de algo a Dios, para ser verdadero exige:

·Dárselo de verdad, sin añoranzas.
·Dárselo incondicionalmente.
·Dárselo con confianza plena en él.

Se trata de un camino ciertamente glorioso, pero no exento de dificultades, trabajos y sufrimientos, incluso de incertidumbres y oscuridad. Pero es el único camino que nos permite alcanzar el fruto sobrenatural de la fe como obra de Dios y no como resultado de nuestro esfuerzo.

Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe ‑de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego‑ llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis, no lo veis, y creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación (1Pe 1,6-9).

Es un camino que pasa por aceptar con naturalidad todo lo que nos presenta la vida, viviéndolo en fe, en medio del dolor y, en ocasiones, de la oscuridad. Y para lograrlo debemos apoyarnos en las luces que Dios nos concede para habituarnos al claroscuro y a la oscuridad propios de la fe, sabiendo que la misma oscuridad que acompaña a la fe es lo que permite su pleno desarrollo por medio del ofrecimiento.

En ese punto es donde se descubre la fuerza y la «claridad» amorosa de Dios, que inundan la oscuridad de la fe. Pero eso sólo es posible si nos disponemos del siguiente modo:

-Abrazando como don precioso de Dios la luz que él nos concedió un día; y recordando que lo que vimos como luz y sabemos que es verdad sigue siendo verdad siempre y a pesar de todo.

-Apostando la vida por esa luz, por encima de todo y cueste lo que cueste, ofreciendo la oscuridad a Dios, con humildad y confianza.

-Reconociendo la oscuridad como consecuencia, no de la falta de consistencia de las realidades sobrenaturales, sino del deslumbramiento que provocan esas realidades en el alma.

8. La obra de la fe o «fe en acto»

Tarde o temprano llega el momento en el que hemos de plantearnos con sinceridad la cuestión decisiva, que es muy simple, y que resume perfectamente todo el asunto de la autenticidad de la fe:

¿Cuál es el «salto en el vacío» que Dios espera de mí, y en qué medida estoy dispuesto a dar ese salto por Jesús, como prueba de mi confianza en él y medio para abrirme a su gracia?

No se trata, por supuesto, de una «heroicidad» que elijamos a nuestro gusto, sino de una decisión que responda a la voluntad de Dios y suponga una renuncia contundente a nosotros mismos; lo cual no se puede realizar sin una autoimposición que contradiga nuestra psicología, gustos, necesidades, etc.

Para ayudarnos a entenderlo, repasemos algunos de los principales «saltos en el vacío» que nos muestra la Biblia, sobre todo el Nuevo Testamento:

  • -Abrahán sacrificando a su hijo (Gn 22,1-19).
  • -Los judíos ante el mar Rojo (Ex 14,10-14) o el Jordán (Jos 3,14-17).
  • -Pedro caminando sobre el agua (Mt 14,22-33).
  • -Los que se sientan para esperar la multiplicación de los panes (Jn 6,10).
  • -Los que abren el techo y ponen a su amigo paralítico ante Jesús (Mc 2,1-5).
  • -El centurión que se vuelve a casa, sin saber si Jesús ha curado a su siervo (Jn 4,46-54).

El proceso que consigue la realización del acto de fe al que nos referimos en su relación con Dios y con su gracia es el siguiente:

  • 1) Dios manifiesta algo que quiere de mí.
  • 2) Yo lo acepto y me predispongo a colaborar para que lo haga.
  • 3) Aparecen las dificultades que lo hacen imposible.
  • 4) En vez de apostar por lo que indican esas dificultades, apuesto mi vida al proyecto de Dios.
  • 5) Me gozo en la realización de ese proyecto y lo agradezco, aunque todavía no se haya realizado.

Evidentemente se trata de una actitud que no surge de forma espontánea, sino que es fruto de un cultivo amoroso de la fe. Y ese cultivo es el trabajo más importante de nuestra vida, porque la fe es la tarea principal ‑quizá, única‑ que Dios quiere de nosotros.

Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,28-29).

Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó (1Jn 3,23).

La obra que nos pide Dios es que «creamos»; es lo único que espera de nosotros. Lo vemos en Abrahán y, especialmente, en María, en la Anunciación. Ella, después de recibir el anuncio increíble del ángel y de aceptar la colaboración única que le pide Dios, lo que hace es salir de Nazaret y marchar a ayudar a su prima Isabel… (Lc 1,38-39). Es algo ridículo en relación al importante plan de Dios; pero ese realismo de la respuesta de María es lo que manifiesta la calidad de su fe. El proyecto es extraordinario, y la respuesta es simple, real y concreta. Y esa respuesta concreta, que por sí misma no sirve para nada, coloca a María en la disposición adecuada que le permite actuar a Dios con total libertad.

También cada uno de nosotros tiene que realizar un acto concreto con el que responde a Dios en verdad. Se trata de la respuesta de fe, que es naturalmente desproporcionada pero sobrenaturalmente adecuada e imprescindible para demostrar la fe y permitir la obra de Dios. Esa obra de la fe pone las condiciones para que actúe Dios; y sin ella, hacemos imposible la acción de Dios en nuestra vida y a través de nosotros. Sin esa fe, expresada en el acto concreto que Dios espera, nos atascamos en lo espiritual y nos convertimos en un estorbo para la gracia. Contemplando a María, José, Abrahán, a los santos, vemos cómo, gracias a la fe, dan ese paso concreto en libertad.

Debemos descubrir los miedos que nos impiden dar ese salto y las ataduras que nos paralizan, como el afán de protagonismo, las prisas, la falta de discernimiento, etc. Y, una vez descubiertas, liberarnos de esas ataduras por medio del amor.

Descubrir la obra de la fe según el proyecto de Dios para mí exige comenzar por cumplir a rajatabla y amorosamente lo que veo claro y relativizar lo demás. Ésa es la fe que me mueve a hacer mi parte, con confianza, y a dejar que Dios haga la suya. Pero esto se hace imposible cuando, en vez de dar decididamente el primer paso que vemos con claridad, nos dedicamos a buscar la luz que necesitaremos más adelante para dar futuros pasos. Así es como evitamos el compromiso que supone responder a Dios, aparentando preocuparnos por un proceso en el que sólo buscamos la seguridad. Dios nos invita a iniciar un itinerario que exige una confianza que demostramos poniéndonos en camino; pero, en vez de eso, le exigimos que nos muestre en detalle todo el recorrido para ver si nos merece la pena. De ese modo despreciamos la gracia que Dios nos ha dado, esperando que nos dé la que queremos tener; y así perdemos el don que se nos concede en el aquí y el ahora para enredarnos en lo que será en el futuro o en pasos teóricos que no nos comprometen.

La base para realizar este acto de fe que permite la obra de Dios no es otra que la oración: debemos orar de verdad, en tiempo y en calidad; orar con heroicidad, no comparándonos con lo que reza la mayoría sino con lo que Dios nos pide; aceptando que no vamos a encontrar referencias imitables a nuestro alrededor. Se trata de orar para poder escuchar a Dios con claridad, venciendo los miedos y resistencias; y para eso hace falta la fe, manifestada en un modo de orar que nos permita escuchar de verdad a Dios. Ésa es la actitud básica en este proceso.

9. La fe del contemplativo

Existe una curiosa afirmación que encontramos repetidas veces en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: «El justo vive de la fe» (cf. Heb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4), lo que nos indica la importancia que tiene la fe para el creyente, hasta el punto de constituir lo que le define como tal «creyente». Pero ¿qué es la fe en realidad?, porque lo cierto es que hay diferentes maneras y niveles de ser creyente o de ser cristiano, y en todos los casos se puede decir, de algún modo, que «tienen fe».

En particular existe un tipo de cristiano que ha recibido la gracia especial de conocer a Dios de una forma personal y «directa», lo que supone una singular llamada a la santidad que conduce a una vida que llamamos «contemplativa», caracterizada por una relación particularmente íntima con el Dios que se le ha manifestado de un modo personal. Lo cual nos lleva a plantearnos el asunto de la fe, con el que habíamos empezado, de un modo más concreto: «¿En qué consiste la fe para quien ha recibido de Dios la gracia de conocerlo personalmente? ¿Cuál es la fe del contemplativo?».

Para la mayoría de las personas -creyentes y no creyentes- la fe consiste, básicamente, en reconocer la existencia de Dios como ser supremo. En principio, para tener fe bastaría con un mero reconocimiento formal de ese ser superior, que muchos expresan con una fórmula muy conocida: «Yo soy creyente, pero no practicante». A lo más que llegan algunos es a aceptar la existencia de Dios en general, reconocerlo en su Revelación y tratar de atenerse a sus mandatos, contenidos en la Biblia, que recoge lo fundamental de lo que Dios nos ha revelado. Así es como, con estos elementos, se va edificando, enriqueciendo o destruyendo la fe de los cristianos. Y en ese proceso se intercalan luces, sombras, crecimiento, crisis, compromisos o abandono, dando lugar a un itinerario vital que se convierte en una verdadera aventura de incierto final. Sin embargo, la verdadera fe es la respuesta que el hombre da, con todo su ser, al Dios que se revela, sometiendo completamente a él su inteligencia y su voluntad4.

Existen algunos cristianos -incluso algunos no creyentes- que han tenido una experiencia viva de Dios, una gracia sobrenatural por la que se han encontrado realmente con él de una forma personal y profunda. Ese encuentro lleva aparejada la fe, una fe muy distinta a la que tenían antes o de la que carecían, y que se hace absolutamente connatural a la persona que recibe ese don de Dios. Lo cual nos lleva nuevamente a plantearnos qué es lo que constituye la fe; pero, en este caso, la fe de los que conocen personalmente a Dios.

Lo fácil para los que reciben esta gracia -y lo que hacen la mayoría de ellos- es aplicarse a sí mismos el mismo concepto elemental de fe que tenían, que es el que admite todo el mundo: creer unas verdades y cumplir unos mandamientos. Pero, al conocer personalmente a Aquel que es el objeto de la fe, no pueden realizar el salto espiritual que supone para el resto de los mortales aceptar la existencia de Alguien al que sólo conocen por las referencias externas que ofrecen la Biblia o el testimonio de los creyentes. Porque una de las características principales de la fe es ese «salto» que implica a toda la persona y en el que ésta compromete su vida y la orienta hacia un Dios del que no tiene una experiencia directa. Pero quien tiene ese tipo de experiencia no puede dar ningún salto de esta índole porque no puede dudar de Dios.

Para quien posee un conocimiento directo de Dios no es necesario, ni posible, un ejercicio mental o espiritual para reconocer lo que le resulta evidente; ni tiene que dar un salto, más o menos costoso, que le comprometa a admitir unos dogmas y una moral determinados, o a cumplir unos mandamientos, tales como la misa dominical o la abstinencia cuaresmal. El creyente que «conoce» personalmente a Dios no tiene que hacer ningún esfuerzo para «creer»; es más, no podría negar la existencia de Dios, aunque quisiera hacerlo. Tampoco tiene que dar ningún salto que implique riesgos difíciles de asumir para aceptar y vivir el fuerte compromiso de vida al que se siente llamado. Todo esto se lo facilita la misma gracia recibida. El resultado es una forma de vida que lleva a la persona agraciada con ese don -y a todos los que la rodean- al convencimiento de que tiene fe, y una fe verdadera y de calidad.

En la práctica, el cambio de vida que se origina como fruto de una experiencia profunda de Dios se asemeja mucho al tipo de vida propio del cristiano que posee una fe que le lleva a creer simplemente en la existencia de Dios y aceptar sus mandamientos. Esto podría dar la impresión de que en ambos casos es posible hablar de vivir la fe. Sin embargo, ¿es fe lo que tiene el primero?, ¿el mismo tipo de «fe» que el segundo? Volvemos así, una vez más, a la pregunta que nos hacíamos: «¿En qué consiste la fe del contemplativo, del santo?».

Entre quienes reciben la gracia del encuentro con Dios existe, como tentación, un gran interés por mantenerse en el convencimiento de que la fe para ellos es, prácticamente, lo mismo que para los demás, aunque quizá con un mayor compromiso de vida, pero en la misma línea. Como consecuencia de este convencimiento, piensan que pueden tener unas dificultades y crisis de fe semejantes a las que tienen los demás; y ese falso convencimiento los lleva a generar, sin darse cuenta, unas aparentes crisis de fe que serían expresión de su crecimiento espiritual y que, en realidad, son imposibles en quien ha conocido directamente el objeto de la fe. Es la forma inconsciente, pero muy eficaz, de entretenerse en falsas dificultades de fe para evitar plantearse en serio lo que debe suponer para ellos la fe y dar el verdadero salto espiritual que Dios está esperando.

En realidad, el contemplativo no puede «perder la fe», como suele decirse, porque no puede negar lo que para él es una evidencia. Lo cual no significa que no pueda perder de alguna forma la gracia recibida y sus frutos, pues, aunque no niegue a Dios, puede olvidarse de él o ignorarlo, aprovechando que sus recortes en este campo no desdicen del nivel corriente de fe y, al menos aparentemente, no hay consecuencias visibles de esos recortes en su comportamiento.

Todos estos juegos y estrategias, más o menos conscientes, responden a la tentación que acompaña al encuentro con el Dios vivo para evitar la fe verdadera, con todo lo que supone5. No olvidemos que toda gracia va acompañada siempre del contrapeso de su correspondiente tentación, ya que ésta es la prin­cipal tarea del demonio, que tiene un gran interés, no tanto en hacernos pecar sin más, sino en inutilizar la fuerza de la acción de Dios en nosotros y desviarnos así de su plan personal de santidad para el que nos ha creado. Y para ello no nos invita al mal, sino a un bien que nos resulta más razonable, atractivo, fácil y eficaz que el que Dios nos propone, pero que nada tiene que ver con la voluntad divina y nos separa de ella.

Este proceso, al que alienta la tentación, acaba manteniendo en el sujeto la conciencia de ser un privilegiado por poseer una fe «de calidad», mientras configura su vida cristiana siguiendo su propio criterio y voluntad, en vez de ser fiel a la voluntad de Dios; lo que le lleva, en la práctica, a hacer compatible su particular llamamiento por parte de Dios con una vida mediocre:

Para lograr que apartemos la mirada de Dios, el enemigo nos invita a dirigirla a nuestro alrededor y comprobar que para ser buenos no hay necesidad de plantearse las cosas con tanta radicalidad, que tal como estamos somos mucho mejores que la mayoría, etc. Y así vamos limitándonos a construir simplemente una buena relación con Dios, apoyada en un poco de oración, de sacramentos, o en el cumplimiento de unas cuantas prácticas religiosas, lo que nos dará la impresión de avanzar en la vida de fe mientras mantenemos una prudencial distancia con Dios para que no nos complique demasiado la vida.

Hemos de ser conscientes de que una cosa es la mera «religiosidad» y otra la fe verdadera. De hecho, podemos ser muy religiosos, pero estar huyendo del Dios vivo. Se trata de una cuestión delicada y con peligrosas consecuencias, porque con nuestra misma práctica religiosa podemos estar construyendo una coraza que nos defienda del amor abrasador de Dios y nos justifique ante las exigencias de ese amor, haciendo que resulte imposible llegar a la rendición total al amor divino6.

Para hacer luz en el asunto de la fe del contemplativo lo mejor es que dirijamos nuestra mirada a aquellos personajes que son nuestros modelos en este campo. El primero de ellos es, lógicamente, Abrahán, al que reconocemos, con toda razón, como «nuestro padre en la fe» (cf. Rm 4,11-12.16). De él nos dice el libro del Génesis que «Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia» (Gn 15,6), lo que será repetido en el Nuevo Testamento en varias ocasiones (cf. Rm 4,3; Gal 3,6; St 2,23).

¿Qué significa que Abrán «creyó», razón por la cual fue justificado? No podemos pensar que se refiere simplemente a que reconozca la existencia de Dios. Eso no lo hace ni único, ni modelo de fe, pues muchos realizan ese mismo reconocimiento. Además, tampoco tiene especial mérito reconocer algo de lo que ha tenido una experiencia tan fuerte como para hacerle cambiar de vida. De hecho, muchos creen en la existencia de Dios sin ese apoyo. Entonces, ¿qué es lo que «creyó» este hombre para convertirse en modelo de fe? ¿Dónde está su salto en el vacío que es propio de la fe verdadera? Porque una cosa es aceptar la existencia de un Dios que se me manifiesta claramente, y otra, bien distinta, aceptar que el arriesgado plan que me propone vale la pena, creer que es posible y que merece que hipoteque mi vida por él.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que Abrahán es modelo de la obediencia de la fe, que consiste en someterse libremente a la palabra escuchada, garantizada por Dios mismo7. «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad […]. Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: ofreció a su hijo único, el destinatario de la promesa» (Heb 11,8.17). Por el contrario, una fe que cree que Dios existe, pero que no se traduce en entrega plena a Dios, se acerca demasiado a la fe de los demonios. Ellos no dudan de la existencia de Dios y sus prerrogativas; pero eso no les sirve para nada. Se cumple así lo que nos dice el apóstol Santiago: «Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”. Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan» (St 2,16-19). Esto vale para todo creyente, que debe traducir en su vida concreta aquello en lo que cree, pero resulta insuficiente para quien ha recibido una apoyatura especial por parte de Dios. En este caso, las obras que demuestran la fe del contemplativo no son las propias del compromiso de vida cristiano en general sino algo muy concreto y especial.

Aunque sea muy clara su experiencia de Dios, nada le garantiza al contemplativo el sentido, el valor y el fruto de un proyecto que, por atractivo que pueda resultar, exige que cierre los ojos y se lance al vacío de una confianza ciega en aquello que Dios le ha manifestado. De hecho, puede creer que Dios existe y le ama; pero eso no le impide pensar con preocupación o angustia: «¿Qué va a ser de mí si me entrego a Dios?»8. Aquí es donde se confunde la fe en Dios con la fe en la obra concreta que Dios realiza en el sujeto. No se trata de una duda sobre el compromiso de vida propio del creyente, que es algo fuera de toda discusión, sino del compromiso particular que va más allá de lo que es común a todo cristiano y supone una verdadera locura para el mismo creyente.

El contemplativo no duda que Dios exista, pero ese convencimiento no le basta para entregarse a él en un proyecto de vida y una misión de las que no tiene más garantías que las imprecisas indicaciones que Dios le da. Y en la aceptación de ese proyecto es donde se demuestra la fe del contemplativo; de forma que dudar de él es su forma de dudar de Dios, una duda más peligrosa que la que mucha gente puede tener sobre la mera existencia de Dios. Por otra parte, se trata de una duda culpable e injustificable, porque Dios le ha dado mucho más que el convencimiento de su existencia: le ha mostrado su amor y su presencia de una forma excepcional. Y, además, su duda resulta enormemente dolorosa para Dios, que tanto amor le ha mostrado al salir a su encuentro y llamarlo personalmente a la unión con él.

¿Qué habría pasado si Abrahán no hubiera hipotecado su vida para secundar la llamada de Dios, apoyándose en cualquiera de las muchas razones, compatibles con la fe, que podría esgrimir en pura lógica?, ¿o si la hubiera sustituido por el simple culto externo al Dios único que había descubierto, pero sin salir de su casa? Ciertamente no se podría decir que Abrahán «creyó», y mucho menos afirmar que es nuestro padre en la fe, si se hubiera negado a prestar la obediencia de la fe a Dios. Sin embargo, con esa actitud sí habría podido mantener un fuerte convencimiento de la existencia de Dios y, más aún, el reconocimiento de la manifestación personal recibida de Dios mismo.

Este aparentemente sutil cambio de planes por parte de Abrahán le habría llevado a cerrarse a la acción de Dios y a negarse a sí mismo, aunque quizá no se diera cuenta de ello al engañarse pensando que ignorar el proyecto concreto de Dios o dudar de él no es importante, puesto que no afecta a lo supuestamente esencial de la fe, que es la adhesión a Dios y el cumplimiento de su voluntad en general. Pero no es así: en el modo en que respondemos al plan personal de Dios estamos manifestando la autenticidad de nuestra fe y la forma en que queremos relacionarnos con Dios. Y, aunque para la mayoría de los creyentes la fe no vaya más allá de los compromisos básicos y comunes a todos, para el contemplativo, la fe en Dios no puede separarse de su respuesta al personalísimo plan de vida para el que ha sido creado y que implica la obediencia de la fe y la entrega de toda la vida a dicho plan9.

Ésta es, quizá, la razón principal por la que fracasan con tanta frecuencia la vocación y misión personales de los contemplativos, sobre todo, si viven en el mundo. Se convencen de que pueden creer en Dios y elegir la respuesta que deben darle, como lo harían si no se hubiesen encontrado con él, como si su respuesta fuera opcional y se pudiera cambiar por cualquier trabajo espiritual, caritativo o apostólico, por exigente o generoso que sea. Sin embargo, nuestra voluntad nunca podrá suplir a la de Dios, especialmente en lo que se refiere a nuestra vocación y misión personales. Si lo hacemos así, no sólo atentamos contra nuestra identidad de contemplativos, sino que ponemos en riesgo nuestra fe, reduciéndola a una simple creencia en Dios, que tendremos que rellenar con el iluminismo para que se asemeje a la intensidad de fe auténtica, que implica toda la vida y es propia del verdadero creyente.

Existe una especie de ley «física» en la vida espiritual por la que el alma no permite que existan vacíos en ella. Así, lo que no se llena de Dios se llena de otras cosas; y el vacío que deja una vida espiritual imperfecta o una vocación sin realizar se tiene que rellenar con algún sucedáneo de las mismas que ofrezca la impresión de que todo funciona correctamente -según Dios lo quiere- y el proceso de santificación avanza adecuadamente. Una de las formas de suplir la falta de verdadero compromiso en la voluntad personal de Dios para con un individuo consiste en volcarse en multitud de actividades buenas y meritorias que llenan el tiempo y crean la impresión de llenar una vida que carece del sentido preciso para el que fue creada. Pero la forma más fácil de evitar responder a Dios consiste en generar multitud de sentimientos, imaginaciones y deseos elevados que vengan a sustituir la respuesta concreta que se está evitando dar. Es la tentación del iluminismo, de la que, una vez se entra en ella, resulta extremadamente difícil salir porque, mientras genera un fuerte entusiasmo afectivo, vacía el alma del amor de Dios y la aísla de su gracia.

Lo mismo que vemos en Abrahán, lo encontramos en Moisés, en los profetas, en la Virgen María10, en san José y en la mayoría de los santos. En todos ellos podemos reconocer, como la más importante característica que tienen en común, que no separan su fe en Dios de su adhesión al plan salvador concreto que les propone, impidiéndose a sí mismos toda posible manipulación de la voluntad divina sobre ellos.

En el caso de María esto se hace particularmente claro, hasta el punto de definir su vida y determinar el fruto de la misma. Ella creía en Dios con toda su alma y vivía orientada hacia él de modo absoluto, pero eso no le impidió tener que dar el «salto» en el claroscuro de la fe que supone la aceptación del plan que Dios había preparado personalmente para ella. El «aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) expresa, precisamente, la aceptación incondicional de la voluntad divina sobre ella, tanto en lo general como en lo particular, así como su disposición a estructurar toda su vida en función del designio de Dios y cumplir a rajatabla lo que le pide. Así, responderá decididamente a lo que este designio deja claro, que es lo que ella puede entender del insondable proyecto que Dios le ha presentado; y, a la vez, también dará respuesta a la parte oscura del mismo, la que se refiere al modo concreto en que deberá traducir ese proyecto a la vida ordinaria en cada momento, así como el futuro que le espera y lo que va a suponer para ella el cumplimiento de la voluntad divina.

Precisamente, la grandeza de María se muestra con especial claridad en su respuesta a Dios en el simple acto de aceptación con el que contesta al ángel de la Anunciación; pero su verdadero valor se pondrá de manifiesto en la fidelidad con la que mantendrá esa misma actitud, sin fisuras, a lo largo de su vida. Así es como se realiza el «acto» de fe que se demuestra en una «vida de fe», haciendo realidad que «el justo vive de la fe» (cf. de nuevo Heb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4). De hecho, su fe le lleva a vivir pendiente de la voluntad de Dios en medio de las incertidumbres de la vida, para lo cual tendrá que dedicarse a meditar «todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19).

Así pues, la manifestación extraordinaria de Dios es inseparable del proyecto concreto que tiene para la persona a la que se manifiesta, como si «¿quién es Dios?» y «¿qué desea de mí?» fueran las dos caras de la misma moneda. Por eso, como hace san Pablo cuando se encuentra con Cristo resucitado, debemos preguntar a la vez: «¿Quién eres, Señor?, ¿qué quieres de mí» (cf. Hch 22,8.10).

Este tipo de gracias, a las que nos venimos refiriendo, comportan una fuerte experiencia de la existencia de Dios como ser personal, de su amor único por mí, de su gran interés en que le corresponda con un amor -absoluto y real- proporcionado al que recibo, cumpliendo un proyecto único de vida que Dios acarició con infinito amor desde toda la eternidad y para el que me creó y redimió personalmente.

Resulta muy significativa la gran valoración afectiva que le conceden a las gracias extraordinarias los que las reciben, así como el interés que suelen poner en dar testimonio de las mismas, sin tomar en consideración que el sentido principal de dichas gracias es, precisamente, dar a conocer al individuo la concreta voluntad de Dios para su vida, y no tanto que los demás lo reconozcan como el privilegiado receptor de unos dones excepcionales de Dios.

Tengamos en cuenta que el designio personal de Dios para el contemplativo no se reduce a una simple tarea apostólica o espiritual, sino que abarca toda su vida. Por eso, determina la verdadera y más profunda identidad del sujeto, la orientación y el sentido de su vida interior, su misión espiritual y apostólica, el fruto específico de su existencia, así como las motivaciones y actitudes que deben regir su comportamiento. Todo lo que conforma su existencia está afectado por la voluntad de Dios y debe ser descubierto y aplicado a su vida por el creyente del modo más concreto y preciso posible.

Es muy frecuente, como hemos apuntado, que el fuerte impulso espiritual que genera este tipo de gracias se traduzca en un gran entusiasmo por dar testimonio de esa experiencia, por realizar grandes obras para dar a conocer a ese Dios recién descubierto y mover a conversión a los más posibles. Bajo el impulso de ese anhelo, la persona concibe multitud de ideas que poner en práctica. Y así, de inmediato, se ve sumergida en un universo de proyectos, objetivos, tareas, etc., con sus corres­pondientes trabajos y problemas que exigen constantes ajustes y llevan a una montaña rusa de entusiasmos, esfuerzos, decepciones, éxitos y fracasos. Todo lo cual acaba ocupando el tiempo, la imaginación y la vida, creando la impresión de que se está desarrollando un proyecto personal que se corresponde con el que Dios le manifestó en el momento de darle la gracia del encuentro con él11.

Sin embargo, la realidad es bien distinta: todo ese esfuerzo realizado no es, en esencia, más que el modo de evitar plantearse y ejecutar el verdadero plan que Dios quiere darle a conocer y que se contiene en la gracia del primer encuentro. Resulta muy elocuente, en este sentido, que mientras se tiene un extraordinario interés en hacer cosas -las que sean- no existe ningún interés real por conocer de manera concreta la vocación y misión particulares que se derivan de la gracia recibida. Más aún, la simple propuesta de realizar el trabajo de discernimiento de la vocación y la misión se considera una agresión, puesto que plantea un problema -como algo negativo a desechar- que desdice de la luz, del entusiasmo y de la facilidad que empapa todo en ese momento. Sin embargo, aunque sea lo único que no esté del todo claro y carezca de la exaltación del momento, ese trabajo de discernimiento es la expresión más importante y real de la respuesta de amor a Dios y el verdadero signo de que nos tomamos en serio su gracia, por encima del fervor o los sentimientos pasajeros que suscite esa gracia en el alma.

Debemos, pues, plantearnos si, a partir de la gracia del encuentro con Dios, es posible vivir -sincera y conscientemente- sin conocer en detalle la propia identidad, vocación y misión. Se trata de una cuestión de vital importancia: «¿Cómo puedo vivir una vida nueva, transfigurada, si no conozco el sentido y las características concretas de esa vida?». Realmente es imposible pretenderlo. Sin embargo, la triste realidad es que a nadie le interesa este asunto, y todo el interés se centra en disfrutar de la nueva visión y de los sentimientos que produce la gracia, sin tomar conciencia de que eso no es lo importante, sino una consecuencia de la misma. Caemos, así, tontamente en el error que denunciaba aquel que decía que «cuando el sabio señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo». Cuando Dios nos señala la nueva vida que nos ofrece, nosotros nos quedamos mirando el indicador sensible y pasajero con el que nos muestra el objetivo; y mientras llenamos nuestro tiempo, entretenidos estudiando el dedo, vaciamos nuestra vida del sentido que tendría alcanzar la meta a la que el dedo nos dirige.

10. La fe y la oscuridad

La importancia que tiene la prueba para que se pueda desarrollar una fe auténtica explica la necesidad de la oscuridad interior, que es el clima normal en el que se comprueba la calidad de la fe. Necesitamos la oscuridad para crecer en la fe.

Por eso a san Juan de la Cruz no le preocupa que el alma esté en la noche, ni anima a que salga de ella; por el contrario, intenta acelerar la entrada en la noche, pues lo importante no es evitarla sino permanecer en ella. La fe necesita mantenerse en el riesgo, en el vértigo. Y es verdad: muchas personas han vivido los momentos culminantes de su vida espiritual en la noche de la fe, porque prepararse a la unión con Dios y vivir la unión van juntos. Eso explica por qué en la primera estrofa del poema Noche oscura el santo carmelita manifiesta que el motivo de la entrada en la noche es el amor inflamado, el ansia que pone en movimiento a la persona hacia la oscuridad y la prueba: «Con ansias, en amores inflamada, pasó y salió en esta noche oscura del sentido a la unión del Amado»12.

Esta relación entre fe y oscuridad nos permite afirmar que la fe, que es luminosa, también es oscuridad.

Pues hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve? (Rm 8,24).

No podemos pretender vivir de la fe como quien recorre un camino cómodo, sin inseguridades ni riesgos. Todo cristiano, pero especialmente el contemplativo, tiene que aceptar que no se vive sólo de impulsos luminosos, porque eso haría imposible vivir de fe. De modo que pretender que todo esté claro y sea fácil demuestra que huimos de la oscuridad de la fe, y, por tanto, de la misma fe.

En ese sentido, no debemos buscar el discernimiento como una garantía de facilidad que nos permita caminar sin experimentar la oscuridad de la fe, porque el discernimiento es un ejercicio de fe en la oscuridad. Y esto no vale sólo para el trabajo espiritual individual sino especialmente para la misma dirección espiritual, cuando pretendemos que nos facilite el camino dándonos hecho un discernimiento que deberíamos haber elaborado nosotros. Pero, por el contrario, el desinterés por el discernimiento es una señal de la huida de la fe oscura, una manifestación de la pretensión de seguir a Cristo sin el riesgo que exige la fe.

Quizá la razón de la huida de la oscuridad interior esté en nuestra resistencia a ser pobres. La heroicidad de la Virgen María y de los santos se basa en que han vivido de la poca luz que tenían, agradeciéndola, desde la pobreza, como don inmerecido, aceptando que la luz de Dios no impide la oscuridad de la fe, y a veces la provoca; de manera que podemos decir que «vivir de la fe» es aceptar la oscuridad de la fe y seguir adelante fielmente.

De nuevo hay que insistir en la necesidad de entregarse, de verdad y a fondo, a la oración. Porque es ahí donde descubrimos la ofrenda, la pobreza, la fe, el abandono… El camino de la fe supone la continuidad en el caminar; y caminar exige orar. Debemos tener muy claro que Dios quiere que peregrinemos por la fe a través de la oración.

Dicho esto, no debemos pensar que Dios nos llama a una oscuridad absoluta o permanente. Siempre deja encendida alguna luz, aunque sea humilde y pequeña, pero de vital importancia para orientarnos en la noche. Y siempre, al menos, podemos contar con la luz que supone la certeza de saber que, en caso de duda y por mucha oscuridad que tengamos, Dios quiere siempre de nosotros fe, confianza, abandono y pobreza. Y esto es posible, siempre y para todos. Más aún, es lo único posible y eficaz, porque Dios cuenta con nuestra pobreza para desplegar su poder. Y, además, no se trata de algo difícil, porque basta con aceptar la pobreza que tenemos para alcanzarlo; no hemos de buscar fuera o fabricar nada que no tengamos a mano.

11. El martirio, prueba y expresión de la fe

Nada de esto puede entenderse si tomamos la fe como un salvoconducto que elimine o suavice las dificultades de nuestra vida terrenal. Pero si descubrimos nuestra existencia como fruto de la acción extraordinaria de Dios, que nos ha soñado desde toda la eternidad para un proyecto maravilloso de vida y salvación, entonces todo lo que configura nuestra existencia tiene una extraordinaria densidad sobrenatural; incluso en medio de la oscuridad y el sufrimiento.

Esto es lo que explica la importancia del martirio como la mejor expresión de la fe auténtica, porque dar la vida por la fe es la obra suprema del amor sobrenatural, que sólo se entiende desde la fe. Así, el martirio, tanto cruento como incruento, se explica únicamente porque la fe constituye la razón suprema que gobierna nuestra vida.

Como consecuencia de la mundanización en que vivimos nos hemos olvidado del martirio. Es más; no sólo no contamos con él como algo deseable, sino que tratamos de evitarlo por todos los medios. Pero si miramos la cruz de Cristo, descubrimos la calidad del amor del Señor y el sentido de su martirio. Y la correspondencia a ese amor es nuestro propio martirio. Contemplar a Cristo crucificado nos hace salir del tono mediocre del mundo y nos invita a vivir una fe heroica.

Seguir a Jesús hoy exige contar con el martirio que comporta ser testigos-mártires de la fe heroica; para lo cual necesitamos hacernos conscientes de la tentación y del deseo que tenemos de eludir esa valentía, por lo que hemos de acostumbrarnos a abrazar el heroísmo de la fe como lo más natural; porque, de hecho, eso es lo normal. Lo raro, en realidad, es una fe vivida entre componendas y mediocridades. Y esto es aplicable a esas formas que tenemos de huir de la heroicidad amparándonos en la ejecución de actos realmente generosos o abnegados, pero de un nivel inferior al heroísmo propio de la auténtica fe.

Si reconocemos todo esto como verdadero podremos empezar a descubrir cómo se realiza, en la práctica, la «ascética» de la fe, que sigue el siguiente proceso:

  • -Para vivir de la fe debo empezar disponiéndome a negar con fuerza todo lo que me impide que Dios sea mi absoluto. Esto requiere un importante esfuerzo de sinceridad y humildad. Y he de saber que eso que niego es de lo que vivo, lo que me alimenta.
  • -Luego he de llevar a cabo esta negación en la práctica, renunciando ‑en concreto y realmente‑ a los impulsos del mundo y a las presiones interiores, lo que crea un vacío en mi interior casi imposible de mantener, porque me exige apremiantemente que lo llene con esos mismos impulsos que le he arrebatado. Si quiero que Dios sea mi único alimento para vivir de la fe, tengo que quitar lo que me alimenta en la actualidad, sabiendo que voy a sentir hambre, miedo, vértigo y vacío.
  • -Entonces es el momento de mantener ese vacío, con lo que supone de angustia y vértigo. Lo espontáneo ante esos sentimientos es tratar de llenar ese vacío, volver a lo que me alimenta, a lo seguro. Sin embargo, lo que hay que hacer es no rellenar ese vacío con nada. Ese vacío no es pecado. Puede doler, pero no ofende a Dios. Y yo elijo quedarme ahí y mantener ese vacío, aunque me rompa por dentro, sin huir; como ejercicio de confianza en que Dios lo va a llenar plenamente. Sé que sólo Dios puede llenar ese vacío y se lo presento a él, para que lo llene cuándo y cómo quiera.

Esta última fase puede ser más o menos larga, según sea la purificación que necesitemos; pero es muy importante que mantengamos el vacío interior, evitando que se llene con algo que no sea solo Dios. Al principio costará más y resultará, ciertamente, muy doloroso; pero si no desfallecemos, poco a poco iremos habituándonos al vértigo interior y aprenderemos a esperar confiadamente en Dios.

Así empezaremos a hacernos pobres, a ser niños, y seremos capaces de dejar que Dios haga su obra en nosotros, aunque el proceso tarde más tiempo del que nos gustaría. Y de ese modo es como nuestra fe se irá purificando y creciendo, y empezará a dar verdadero fruto. Todo esto requiere humildad, entrega, abandono, oración, contemplación y adoración.

12. El fruto de la fe

En definitiva, todo lo anterior no es sino un conjunto de actitudes y actos que exigen y expresan una manera peculiar de «optar» por Dios, haciendo un acto de fe muy determinado y preciso. Y la prueba de la autenticidad de esa opción y la verdad de esa fe las podemos comprobar con los siguientes frutos sobrenaturales:

a) Capacidad para ver a Dios en todo y en todos

El que vive de fe busca apasionadamente la presencia y la voluntad de Dios en todo, incluso en la oscuridad o en las dificultades; esto le hace experimentar la vida como un permanente y gozoso encuentro con el Señor, que lo es todo para él, consciente de que «Cristo habita por la fe en nuestros corazones» (cf. Ef 3,17).

[Dios] no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch17,27-28).

b) Confianza y abandono en la Providencia

La fe verdadera necesita demostrarse de manera concreta en una plena confianza en Dios, en cuyas manos uno se abandona completamente, buscando por encima de todo que se cumpla su voluntad y en la seguridad absoluta de que el amor de Dios nunca le fallará, porque «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28).

¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones (Mt 10,29-31).

c) Descubrimiento luminoso de la cruz como don

La fe nos descubre la cruz de Cristo como expresión máxima del amor de Dios e instrumento definitivo de la salvación; por eso, gracias a esa misma fe, reconocemos nuestra propia cruz como un regalo precioso de Dios por el que participamos realmente de la cruz de Cristo y de su poder salvador.

Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12,9-10).

Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24).

El mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios (1Co 1,18).

d) Paz invencible en la lucha

El que vive de la fe puede mantener la paz profunda en el sufrimiento y en la lucha, porque ve más allá de la superficie y percibe el sentido y el fruto de esa lucha, lo cual ordena todo y le da pleno sentido.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde (Jn 14,27).

e) Alegría desbordante en medio de las dificultades

Junto con la paz, la alegría. El descubrimiento de la cruz como regalo extraordinario de Dios que llena de alegría desbordante al creyente; porque no existe fuente de mayor gozo en el mundo que la unión íntima con Cristo crucificado, a la que llegamos a través de la aceptación amorosa de nuestra cruz como expresión viva de la verdadera fe.

Vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría (Jn 16,22).

Estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo (1Pe 4,13).

Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24).

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5,11-12).

Considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas (St 1,2; cf. Rm 5,3-5).

f) Garantía de discernimiento

El que camina en fe pasará necesariamente por la oscuridad, pero también experimentará después la consoladora certeza de que el camino seguido era el que Dios quería. Es el caso de Abrahán que, después de superar la prueba por la obediencia de la fe, ve claramente confirmado su camino porque se cumplen las promesas de Dios (cf. Heb 11,8-12.17-19).

[Pablo y Bernabé] volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, Animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Hch 14,21-22)

Además, al que obedece por la fe se le concede el Espíritu Santo para que pueda encontrar la voluntad de Dios:

El Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen (Hch 5,32).

g) Eficacia de la oración de fe

Quizá el ejemplo más claro del fruto de la oración que se apoya en la verdadera fe lo tenemos en la actuación de la Virgen en Caná de Galilea (Jn 2,1-12), donde vemos que su petición a Jesús es atendida porque expresa una total confianza en él y en su poder. Esto es tan importante que el Señor vincula normalmente la eficacia de su acción a la fe de los que le piden algo13.

Todo lo que pidáis orando con fe, lo recibiréis (Mt 21,22).

Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas (Mt 15,28).

Que os suceda conforme a vuestra fe (Mt 9,29).

¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado (Mt 9,22).

Por la fe en su nombre, este, que veis aquí y que conocéis, ha recobrado el vigor por medio de su nombre; la fe que viene por medio de él le ha restituido completamente la salud, a la vista de todos vosotros (Hch 3,16).

h) Transformación de uno mismo y de los demás

La fe viva no es una idea o un sentimiento, sino un acto real por el que me vinculo profundamente a Dios. Este vínculo es tan fuerte y poderoso que transforma mi vida y, a la vez, la vida de los que me rodean.

Todo es posible al que tiene fe (Mc 9,23-24).

El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores (Jn 14,12).

A los que crean, los acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos (Mc16,17-18).

Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echar nosotros (al demonio de un niño enfermo)?». Les contestó: «Por vuestra poca fe» (Mt 17,19-20).

i) Sentido glorioso de la vida

La fe nos introduce en una verdadera experiencia de gloria, como anticipo de la plenitud que viviremos sin limitaciones en el cielo.

¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? (Jn 11,40).

Lo que Dios espera de nosotros no son, fundamentalmente, nuestras obras, sino nuestra fe; de modo que eso es lo que da gloria a Dios. Tal es el caso de Abrahán, que glorificó a Dios por medio de su fe, como fe en acto:

Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto ‑tenía unos cien años‑ y de que el seno de Sara era estéril, no vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete; por lo cual le fue contado como justicia (Rm 4,19-22).

Y eso mismo lo podemos aplicar a nosotros, que damos gloria a Dios cuando damos nuestro «amén» a sus promesas:

Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él. Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya a través de nosotros (2Co 1,20).

Y, por el contrario, los que no creen en Dios están impedidos para buscar su gloria:

¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? (Jn 5,44).

13. Un ejercicio de contemplación

Quizá pueda servir de ayuda para la contemplación considerar en forma litánica lo que supone la fe verdadera.

La fe es:

-Creer en el Dios que nos muestra Jesucristo.
-Buscar a Dios como lo único necesario.
-Vivir con la mirada fija siempre en Dios.
-Dejarme conquistar por su amor
-Confiar ciegamente en él.
-Darme incondicionalmente a Dios.
-Alegrarme de pertenecerle totalmente.
-Adherirme plenamente a su voluntad.
-Serle fiel, aunque no lo vea.
-Vivir en manos de la providencia divina.
-No oponer resistencias a la gracia.
-Relativizar todo lo que no es Dios.
-Acallar en mi interior lo que intente destacar sobre Dios.
-Mirar todo con los ojos de Dios.
-Ver a Dios en todo.
-Fiarme de Dios por encima del mundo y las apariencias.
-Dar sentido evangélico a la vida, a los sufrimientos y a todo.
-Lanzarme adelante en la oscuridad de la noche, siguiendo la luz que un día vislumbré, aunque no sepa a donde me va a llevar.
-Sobrellevar con alegría las confusiones, las sorpresas, las fa-tigas y los sobresaltos que conlleva la fidelidad a Dios.
-Caminar, luchar y sufrir con la sonrisa en los labios.
-Levantarme enseguida cuando caigo.
-Mantener el rescoldo divino que ilumina y consuela en las lu-chas más terribles de la vida.
-Hacer que mi vida transparente a Dios en todo.
-Disponerme gozosamente al encuentro definitivo con Dios en el cielo.

· · ·

Quizá el mejor modo de terminar esta contemplación sea recoger la pregunta de Jesús con la que termina la parábola de la viuda inoportuna, que representa al que vive en oración, clamando a Dios día y noche, porque vive de fe. Una pregunta que manifiesta la preocupación del Señor sobre el drama más profundo de la condición humana en su relación con Dios, que es la falta de fe ante la obra de la salvación. Por esa razón, cada uno de sus discípulos -los que nos decimos cristianos- debería contemplar la añoranza, deseo e ilusión con los que el Señor le interpela con el deseo de tocarle el corazón.

Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lc 18,8).

¿No debería acoger la pregunta como una llamada personal que me hace a mí? ¿No tendría que ser ésa la obra fundamental de mi vida, de modo que garantice que alguien mantiene «esa fe» hasta que él venga?


NOTAS

  1. Cf. Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), III,5,A: Tentaciones contra la fe (p. 56-59).
  2. Profundizaremos en ello en el apartado 8: La obra de la fe o «fe en acto».
  3. Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre, Madrid 1992 (Marova, 12ª ed.),p. 147-148.
  4. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 143.
  5. Es necesario tener en cuenta lo dicho en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, III,5,A: Las tentaciones del comienzo. Tentaciones contra la fe (p. 56-59); aunque también puede tener relación con las Tentaciones de incongruencia (p. 63-66).
  6. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 57.
  7. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144.
  8. Cf. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 56.
  9. Recuérdese lo dicho en este mismo capítulo en el apartado 3: Vivir por la fe, vivir en la fe, en el que se describen las diversas posibilidades de relacionar la fe con la vida, donde concluíamos que el contemplativo está destinado a vivir sólo de fe. Puede leerse también Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, V,3,A: Vivir de la fe (p. 112-117).
  10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144, afirma que la Virgen María es la realización más perfecta de la obediencia de la fe. Cf. también n. 148-149.
  11. Cf. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, III,5,F,f: Traducción de la gracia (p. 76-77).
  12. San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro l, cap. 14, 2. Cf. Noche Oscura, Canciones del alma, 1: «En una noche oscura, / con ansias, en amores inflamada / ¡oh dichosa ventura!, / salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada».
  13. Cf. A. Carreres, Fascinados por la misión, capítulo VIII: «Un singular apostolado contemplativo», apartado 6: La necesidad de la fe para el milagro (p. 266-270).