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Introducción

Antes de estudiar con detalle lo que constituye la vida contemplativa secular es conveniente analizar algunos de sus elementos, que nos permitan entrar en un conocimiento inicial de la misma como una verdadera vocación y, a la vez, nos ayuden a realizar un posible discernimiento de ella.

Por este motivo, el presente capítulo tiene una especial importancia para quienes experimentan con fuerza el llamamiento a la vida interior y necesitan hacer un discernimiento sobre el sentido de dicho llamamiento, para ver si se trata de la gracia-vocación que abre paso a la vida contemplativa en el mundo. Va dirigido especialmente a aquellas personas que reconocen en su interior una fuerte inclinación a la oración y a una especial entrega de amor a Dios y, sin embargo, no se reconocen claramente llamados a una vocación monástica; aunque también puede resultar de utilidad a aquellos que se sienten llamados a dar a su fe la máxima profundidad para que su vida cristiana resulte lo más plena y auténtica posible, aunque no tengan una gracia especialmente sensible que les atraiga a la vida interior.

Comenzaremos analizando los elementos fundamentales que identifican la llamada de Dios a la vida contemplativa secular, con el fin de aportar datos objetivos que sirvan para conocerla mejor y realizar un adecuado discernimiento de dicha vocación.

A) Anhelo y búsqueda de Dios

El que ha sido llamado por Dios a la vida contemplativa experimenta un incurable anhelo de Dios que le hace sentir una insatisfacción general ante todo lo que no sea él, y vive además apasionadamente lo que expresaba san Agustín: «Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti»1. Nos hallamos ante la consecuencia natural de aquello que nos dice el Señor: «No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo» (Jn 15,19). Esto, que es común a todo cristiano, se hace dramático en el contemplativo.

Podríamos definir este anhelo como una polarización permanente e invencible hacia Dios; que puede vivirse tanto de forma «positiva», como experiencia de un fuerte deseo de Dios; o de forma «negativa», como sentimiento doloroso de su ausencia, que genera un gran deseo y mueve con fuerza a buscarlo.

Según se avanza en la vida interior, este anhelo permanece y va creciendo, aunque se hace más sereno porque va perdiendo la inquietud inicial por encontrar el sentido que tienen las nuevas y desconcertantes gracias recibidas. En este punto hay que dejar sentado que para que permanezca y crezca este deseo interior que pone en marcha la vocación contemplativa es necesario acoger la llamada de Dios. De lo contrario, el alma puede llegar a un estado de insensibilización que le impida ser consciente de dicha llamada y responder a ella.

Como elemento de discernimiento hemos de subrayar que el ansia de Dios, como algo específico de la vida contemplativa, es una gracia que tiende a permanecer siempre en el alma, incluso en medio del pecado y de la infidelidad temporal; y, si desaparece, es signo claro de la infidelidad radical o permanente de quien ha tomado un camino equivocado.

Hay que prestar especial atención a un cierto anhelo o añoranza que surge cuando desaparecen las primeras gracias sensibles, y que no es tanto la añoranza de Dios como la nostalgia de dichas gracias. Esta añoranza puede hacernos pensar equivocadamente que Dios se ha alejado de nosotros porque hemos perdido aquel sentimiento de su cercanía que tuvimos en otro momento, pero hay que tener cuidado con este error porque puede impedir la respuesta generosa que Dios espera de nosotros. Esta situación espiritual nos permite realizar un importante discernimiento, que consiste en comprobar si buscamos de verdad a Dios, y no solamente los afectos sensibles o el impulso apostólico. Es necesario que la búsqueda de Dios, sólo y por encima de todo, sea el deseo exclusivo que fundamenta la vida; un deseo activo que exige responder con todo el corazón a una llamada en la que Dios ha puesto todo el corazón.

B) Santa indiferencia

Este anhelo produce una sorprendente lejanía y distancia respecto de las preocupaciones y de los valores por los que la mayoría de la gente se afana. Es un ansia de Dios que hace que uno se sienta extraño a los hombres, como expresaba gráficamente Moisés en el desierto: «Soy peregrino en tierra extraña» (Ex 2,22).

No estamos ante un distanciamiento deliberado y egoísta del mundo y del prójimo, sino ante la consecuencia natural de la irrupción de Dios en nuestra vida, que hace que todo lo que no es él quede relativizado. Es una gracia por la que Dios nos impulsa con fuerza a la entrega de amor al prójimo, pero sin ninguna necesidad egocéntrica de compensación. Esto se percibe como una gozosa libertad frente a todo lo humano, aunque, a la vez, se vive con el paradójico dolor que supone la permanente tensión creada por la necesidad de entregarse a los demás y la constatación de que ni esa entrega ni nada, fuera de Dios, podrá llenar el alma plenamente.

Es una experiencia que surge como reflejo de la luz interior que transforma el alma y realiza un cambio interior de mirada y de actitudes, llevándonos a la verdadera libertad ‑la del amor divino‑ que nos hace amar a todos y a todo sin estar apegados a nadie ni a nada. Se trata de un cambio que se produce sin ningún esfuerzo por nuestra parte y que nos llena de admiración, alegría y paz, signos claros de la autenticidad de la transformación realizada por Dios, aunque el asombro inicial irá desapareciendo a medida que se acepte el proceso espiritual y se avance en él.

Esta transformación resulta sorprendente cuando se descubre en la juventud o más adelante; sin embargo, también puede darse en la infancia, y entonces el encuentro con Dios, la conciencia de su presencia y la efusión de su amor llegan a ser algo tan natural que el niño no tiene ninguna impresión de extrañeza, porque carece de elementos para comparar y valorar su experiencia, a la que está tan acostumbrado que le parece absolutamente normal.

A partir de la toma de conciencia de la transformación que Dios ha operado en el alma, se descubre un desconcertante sentimiento de lejanía y libertad ante todo lo que no es Dios; porque, aunque el don de Dios se da en un clima de gracia y de gozosa libertad, sin embargo, se percibe una sorprendente distancia e insatisfacción en relación con la mayor parte de las realidades que nos rodean. Este sentimiento, que aparentemente carece de sentido, mueve al individuo a analizar lo que sucede en su interior para comprenderlo adecuadamente. Al revisar la propia vida puede ver que las cosas quizá no van mal, que vive una vida honrada, buena, cristiana… Pero yendo al fondo, tiene que reconocer, si es sincero, que se encuentra atado por las cosas y no tiene verdadera libertad, que no es realmente feliz, que le falta el amor; no un amor humano, que puede conseguir fácilmente y que no le puede llenar del todo, sino un amor mucho más grande ‑infinito‑ que es el único que le puede llenar plenamente.

C) Oración

Todo esto suscita en el que es llamado a ser contemplativo un deseo constante de soledad y de oración, que le hace sentirse permanentemente insatisfecho con el tiempo dedicado a Dios, aunque su oración sea árida o dolorosa. Este deseo es uno de los frutos de la gracia que corresponde al llamamiento del Señor a «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1). Es un anhelo que mueve a la oración y lleva a aceptarla incondicionalmente, abrazando un modo de orar que se va haciendo cada vez más silencioso y «pasivo», pero al mismo tiempo resulta más irrenunciable, porque constituye el momento en el que uno se siente más uno mismo, más vivo y verdadero.

D) Amor a Jesucristo

Con la vocación contemplativa surge, desde lo más profundo del corazón, un deseo intenso de amor a Jesucristo, que mueve a buscar una plena identificación con él, con su misión y con los valores que él vive. Se trata de un amor apasionado e incondicional, que va de la mano del descubrimiento de Cristo como persona, como un Tú, como alguien vivo que está dentro de uno mismo y es más real que todo lo real. Es un verdadero enamoramiento de Jesucristo, que lo coloca en el centro de la propia vida, como expresa san Pablo: «Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).

Este amor apasionado busca a Jesucristo para amarle en sí mismo, por lo que es, con el propósito de alcanzar la plena identificación con él, que es el fundamento y la meta de toda vida contemplativa. Por este motivo nunca hemos de consentir que Cristo se convierta en un medio para ninguna otra cosa, por santa o importante que sea, puesto que él es un fin en sí mismo; más aún, tiene que ser nuestro fin último y esencial; de modo que todo lo que hagamos sea medio para crecer en la relación personal de amor con él.

Este amor del que estamos tratando es un amor real, que va más allá de las ideas o las meras intenciones, incluso de obras simplemente buenas o piadosas. Es un amor que conlleva un fuerte deseo de manifestarlo de manera concreta, en particular trabajando y sufriendo por Cristo, por amor a él. Es, por tanto, un amor crucificado, capaz de reconocer la cruz como invitación y como don, y abrazarla con amor.

El Padre invita al Hijo a redimir el mundo por medio del amor absoluto, y del mismo modo resuena en nuestra alma su invitación a participar de la cruz de Cristo. Dicha invitación, lejos de sentirse como exigencia o carga, se descubre como don, porque es el signo de que Dios me configura con Cristo y me capacita para amar y sufrir como él. Parafraseando a san Pablo (cf. Gal 2,20), descubro que es Cristo quien vive, ora, ama, sufre y se entrega en mí. Esto es el resultado de la transformación realizada por Dios, que produce una identificación real con los sentimientos de Cristo, tal como manifiesta Flp 2,5-8, que nos propone el ejemplo de Jesucristo como estímulo para abrazar una respuesta de amor que se manifiesta en vaciamiento, abajamiento y muerte en cruz.

Por eso, no podemos hablar del amor a Jesucristo sin referirnos a la cruz; teniendo en cuenta que por cruz no entendemos el sufrimiento en general o cualquiera de sus formas, sino el sufrimiento máximo, el que más desconcierta, el que rompe el alma y parece imposible de superar; pero, a la vez, es el sufrimiento que permite expresar el mayor amor y convertirlo, por ese amor, en instrumento de redención. Esto es algo tan grande, que resulta misterioso para quien no lo ha vivido; pero después del encuentro con el amor de Cristo crucificado se tiene una idea muy clara de lo que es la cruz, y se comprende que la respuesta de amor al Crucificado tiene que realizarse precisamente en ella.

Estamos ante el amor más grande que existe: un amor que no podemos crear o dominar a voluntad, porque es fruto de una invitación y de un don de Dios. Pero para que pueda desarrollarse en nosotros ese amor es imprescindible que queramos ser invitados a él. Y una vez experimentemos esa invitación al amor, que pasa por la cruz, es necesario aceptarla y quererla, para ser capaces de pedirla y abrazarla. Aquí, desde que comenzamos a vislumbrar el valor de la cruz hasta que somos capaces de abrazarla, es donde nace y se desarrolla el proceso de crecimiento en el amor crucificado, que fundamenta todo el itinerario cristiano.

Nos encontramos ante un descubrimiento tan extraordinario y apasionante de Jesucristo, que hace que nos sintamos muy pequeños e inmerecedores; pero, a la vez, desbordados y privilegiados por ser objeto del amor infinito y redentor de Dios.

E) Sentido de Iglesia

El que es objeto de la acción de Dios que le impulsa a la contemplación se siente «raro», y probablemente lo parece a los ojos de los demás; sin embargo, no se siente «aislado», sino todo lo contrario: tiene un profundo sentimiento de pertenencia a la Iglesia. Un sentimiento que se manifiesta de dos modos: Por una parte, por medio de un amor profundo a la Iglesia, vivida como la Esposa de Cristo, convertida en nuestro hogar, en el que vivimos la fe y recibimos la gracia de Dios, y por la que merece la pena entregar la vida. Y en segundo lugar, por medio de un sentimiento intenso de responsabilidad, que descubre las limitaciones humanas de la Iglesia y de cuantos la componen, y mueve a trabajar con todas las energías y todo el ser para que la Iglesia sea verdaderamente santa, tal como el Señor la proyectó.

Esta experiencia se vive como una realidad dolorosa, que expresa y ahonda la vivencia de la cruz. La transformación por la que Dios nos identifica con Cristo hace que veamos con más claridad y dolor las deficiencias de la Iglesia, que las asumamos como propias y que nos sintamos urgidos a dar una respuesta similar a la del Señor, que dio la vida por los suyos, a pesar del abandono y las traiciones de éstos.

F) Amor a los hermanos

El amor a Jesucristo produce en la persona una sintonía profunda con él como Salvador, haciendo que participe de su ansia de salvación y que desee compartir y consolar los sufrimientos que le causan el pecado y el mal que existe en el mundo.

Inseparablemente unido a esto, se experimenta una peculiar sintonía con la humanidad en general, y en especial con quienes padecen mayores sufrimientos o pobreza; lo que le lleva a sentirse hermano de todos los hombres y responsable de ellos ante Dios, así como llamado a consolar eficazmente sus dolores y llevarlos a la salvación.

G) Amor eficaz

El amor a los hermanos forma parte de la doble solidaridad esencial que vincula al contemplativo con Dios y con los hombres, y que le lleva a entregarse a fondo en el servicio del prójimo. Una entrega que no se orienta hacia cualquier forma de actividad o de ayuda. Aun reconociendo la importancia y el valor de la mayor parte de las acciones que se realizan en favor del prójimo, se perciben sus limitaciones para responder eficazmente a las necesidades más profundas del ser humano, y surge la necesidad de encontrar un modo de entrega nuevo y más profundamente eficaz, que lleve a acciones concretas sustentadas en la donación silenciosa y total de la propia vida.

En este sentido, el llamado a la contemplación percibe una peculiar sintonía con Jesucristo en su vida oculta, descubriendo la luminosidad y grandeza de los valores que él abrazó en esta larga etapa de su historia, que se desarrolló en medio del anonimato, la humildad y el silencio, y que hicieron de su vida y su trabajo escondidos un eficaz instrumento para la salvación de la humanidad. Esto suscita una fuerte necesidad de humildad, anonadamiento y deseo de pasar inadvertido a los ojos del mundo.

Este amor peculiar y eficaz, cuya necesidad se percibe apremiantemente, se intuye relacionado esencialmente con la cruz y su poder salvador, y lleva a una generosa disposición a padecer con Cristo y con el hermano que sufre, como fundamento de la verdadera eficacia de las palabras y acciones.

H) Vocación al amor

El fuerte impulso a amar a Jesucristo y a los demás surge del hecho de que la vocación contemplativa es esencialmente una vocación al amor. Pero en este punto hemos de tener en cuenta lo limitada e imperfecta que es nuestra comprensión humana del amor. Aunque tengamos muchas y hermosas ideas sobre el amor, la verdad de nuestro amor se manifiesta en nuestros actos, y estos demuestran, con frecuencia, que no sabemos o no queremos amar de verdad. Así, por ejemplo, podemos descubrir en nosotros el deseo de un amor excluyente, que dice: «me amas de verdad sólo si amas menos a los demás»; de un amor posesivo, que dice: «si me amas, tienes que estar pendiente de mí»; o de un amor manipulador, que dice: «si me amas, harás tal cosa por mí».

De cualquiera de estas formas erróneas de amor se desprenden sentimientos y actitudes destructivos que llevan a la tristeza, a los celos, a la ira e, incluso, a la violencia. Y frente a esto, hay que afirmar que «el amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal» (1Co 13,4-5). Es necesario, por tanto, que aprendamos esta forma de amar, que es la única respuesta adecuada a la invitación que nos hace Dios: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5; cf. Mt 22,37-38). Éste es, precisamente, el mayor y el primero de los mandamientos. Y el contemplativo tiene que vivir la vida de tal manera que sea signo explícito de la importancia que tiene cumplir el primer mandamiento como la única manera de poder llegar a cumplir el segundo mandamiento, que «es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). Porque el amor absoluto e incondicional a Dios es el único motor que puede hacer posible el verdadero amor al prójimo, que es generoso, solícito e ilimitado. Y, por el contrario, sin esta base sobrenatural, lo que muchas veces llamamos «amor al prójimo» no es sino un mero sentimiento pasajero de filantropía.

I) Una nueva identidad

Hemos visto que lo que sustenta la vocación contemplativa es el amor, no entendido superficialmente, sino como una relación de comunión profunda con Dios y con el prójimo, que es fruto de la nueva vida que resulta de la transformación que Dios ha operado en el alma. Y esa transformación crea en el individuo el mismo desconcertante sentimiento, al que hemos aludido antes, de ser un extraño en el mundo.

Para entender mejor cómo se reconoce esta nueva identidad tendríamos que recordar la expresión clásica «perderse en Dios», que expresa el fruto del cambio que opera el amor de Dios en el alma; algo similar a lo que le sucede a una gota de agua que se diluye en un barril de vino. Sin embargo, algunos místicos afirman que el verdadero amor a Dios no lleva a perderse, sino a «encontrarse en Dios», porque no sólo lo encontramos y lo amamos a él, sino que, en él, nos encontramos con nuestra más profunda realidad y alcanzamos el más elevado amor a nosotros mismos. Nos descubrimos en una identidad nueva y luminosa, porque nos descubrimos mirados por la mirada eternamente nueva de Dios.

Y, además, en Dios no sólo nos descubrimos a nosotros mismos, sino también descubrimos al prójimo, al que vemos como manifestación de la misma gloria de Dios, que muestra su belleza y su amor a través de la extraordinaria variedad de formas que constituyen los diferentes seres humanos, únicos e irrepetibles. Porque lo que confiere infinito valor a cada persona y la hace única y totalmente diferente, no es su idiosincrasia particular, sino la proyección de Dios sobre ella, que la convierte en reflejo vivo del amor de Dios y la une a toda la humanidad, para convertir a ésta en una comunidad viva de amor divino. Y éste es, precisamente, el fundamento de la fraternidad universal de todos los hombres.

J) La respuesta

Aquí es necesario hacer una observación muy importante: Quien descubre todas estas realidades propias de la vocación contemplativa tiene que dar necesariamente una respuesta auténtica, real y proporcionada. Una gracia de Dios como la que sustenta este llamamiento divino exige, por su propia naturaleza, una disposición a vivir en serio y con toda radicalidad la vocación descubierta, cueste lo que cueste. Sólo una respuesta plena y generosa está proporcionada a la gracia recibida; lo cual exige evitar todo tipo de cálculos y recortes, que fácilmente se pueden introducir en nuestra respuesta, limitando significativamente nuestra capacidad para vivir a fondo esta vida a la que Dios nos llama.

Un signo claro de vocación contemplativa es la perseverancia en el deseo de consumirse en la pasión por Dios que él ha depositado en el fondo del alma; lo cual exige una disposición eficaz a mantenerse en una permanente tensión espiritual. Por el contrario, la necesidad de «descansar» de esa pasión o el deseo de controlarla para evitar que nos consuma es lo que hace imposible que la gracia de la unión con Dios pueda arraigar en el alma.


NOTAS

  1. San Agustín, Confesiones I,1,1-2,2.