Descargar este documento en formato Pdf
Quizá antes de emprender la tarea de la lectio divina con el libro del Éxodo tendría que preguntarme si tiene mucho sentido dedicarme a acoger la Palabra de Dios precisamente a través de un libro de la Biblia que puede parecerme lejano y poco relevante para mi vida cristiana. Me puede parecer que sería suficiente conocer y orar con el Nuevo Testamento, casi sólo con los evangelios. Sin embargo, tiene todo su sentido que me ponga a la escucha de Dios en este libro del Antiguo Testamento, por varias razones.
Debo tener en cuenta que el Antiguo Testamento, y en concreto el libro del Éxodo, forma parte de la historia de la salvación, de la historia de mi familia, en definitiva, de mi propia historia. ¿Cómo voy a conocer quién soy y de dónde vengo, como miembro del pueblo de Dios, si ignoro el comienzo de este pueblo en los acontecimientos del éxodo y de la alianza del Sinaí? No puedo saber quién soy ahora, como miembro del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia, si desconozco mis orígenes en el pueblo de la antigua alianza, especialmente los acontecimientos fundacionales de la salida de Egipto, el camino por el desierto y la alianza en el monte Sinaí, de los que vive el pueblo de Dios hasta la llegada de Jesucristo.
Esta parte de la Sagrada Escritura me permite, por otra parte, conocer la figura de Moisés y su trato con Dios, y a través de ella, renovar y purificar mi relación con Dios.
Del mismo modo, la relación de Dios con su pueblo durante el largo camino por el desierto a la tierra prometida, que no está exento de problemas y dificultades, me ayuda a verme reflejado en las situaciones que vive el pueblo de Israel y a descubrir en sus traiciones las mías y en la pedagogía de Dios con su pueblo el modo en que Dios me va guiando y enseñando. De modo que descubro que esas intervenciones de Dios me afectan directamente a mí, como me indica claramente la Palabra de Dios.
El Señor nuestro Dios concertó con nosotros una alianza en el Horeb. No concertó el Señor esta alianza con nuestros padres, sino con nosotros, con todos los que estamos vivos hoy, aquí. Cara a cara habló el Señor con vosotros en la montaña, desde el fuego (Dt 5,2-4).
Yo, como Israel, debo tener claro que Dios cuando habla y actúa no se dirige sólo a una generación concreta, sino que su palabra, su alianza, su salvación tienen que ver con todos y cada uno de los miembros de su pueblo a lo largo de los siglos. Los miembros de la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, no somos ajenos a estas palabras y acontecimientos. Por lo tanto, esa historia sigue vigente para mí. Yo estaba presente en la mirada y en el corazón de Dios cuando realizó todos estos prodigios. En consecuencia, no veo las palabras y los hechos de este libro como algo del pasado referido a otros, sino sabiendo que estoy implicado y aludido en todo lo que recoge la Palabra de Dios en el libro del Éxodo.
El mismo san Pablo me ayuda a entender que todo esto no es ajeno al pueblo de la nueva alianza, es decir, que sucede para nuestra enseñanza, de modo que estos acontecimientos y palabras que recoge el libro del Éxodo nos los debemos aplicar nosotros los cristianos:
Pues no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no seáis idólatras como algunos de ellos, según está escrito: El pueblo se sentó a comer y a beber y se levantaron a divertirse. Y para que no forniquemos, como fornicaron algunos de ellos, y cayeron en un solo día veintitrés mil. Y para que no tentemos a Cristo, como lo tentaron algunos de ellos, y murieron mordidos por las serpientes. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer (1Co 10,1-12).
La historia de Israel, según san Pablo, es una referencia para nosotros, para mí: todos esos acontecimientos, aunque no son la plenitud de la Revelación, son una figura para nosotros: bautismo, alimento y bebida espiritual. Todo esto encontrará su plenitud en Cristo: el bautismo que nos incorpora a Cristo (Rm 6,4-11), el verdadero pan del cielo que es él mismo (Jn 6,31-33.48-51), la roca de la que sale el agua salvadora que es el costado de Cristo (Jn 19,32-34).
También me recuerda san Pablo que, a pesar de todos los dones recibidos en el desierto (bautismo, alimento, agua, roca), el pueblo de Dios se dejó arrastrar por el pecado. Y el pecado que ellos cometieron también es llamada de atención para nosotros, los que vivimos en la plenitud de los tiempos que nos ha traído Cristo. Sin ser conscientes, ellos tentaban a Cristo; y nosotros, aprendiendo de aquellos acontecimientos, debemos escarmentar y no tentar a Cristo, al que sí conocemos claramente.
En consecuencia, no sólo acudimos a estos acontecimientos que recoge la Palabra de Dios para conocer nuestra historia, sino porque estamos implicados en ella, y en todo eso Dios ‑conscientemente‑ ha dejado enseñanzas para nosotros: tanto los dones como las tentaciones con los que yo tengo que contar ahora. Al leer estos textos no puedo olvidar que se dirigen a mí y tienen una enseñanza para mí. Ése es el acto de fe del que debo partir en la lectio: Dios me habla con su Palabra. Y eso es lo que la Iglesia, especialmente por medio de los Santos Padres, ha hecho aplicando estos textos de la Escritura a la vida concreta de la Iglesia y de los cristianos. Todo esto que sucedió en figura y ha sido escrito alegóricamente para la Iglesia tengo no sólo el derecho, sino la obligación de aplicarlo a mi vida concreta, porque ha sido escrito para mí, para que aprenda, para que escarmiente y me convierta. No puedo conformarme con una lectura meramente «histórica» de la Escritura, ateniéndome sólo a lo que les sucedió a aquellos israelitas, o lo que Dios les dijo a aquellos hombres del Antiguo Testamento. Por ser Palabra de Dios, Dios me habla a mí ahora por medio de la Escritura: partiendo de lo que Dios dice por medio del autor humano inspirado quiero llegar a lo que Dios me dice a mí ahora; y a la luz del Espíritu con el que fue escrita la Biblia y unido a la Iglesia que lee e interpreta la Palabra de Dios, busco lo que Dios me dice a mí aquí y ahora, y dejo que esa palabra me mueva y me transforme. Por eso hago lectio y no me conformo con hacer exégesis de la Biblia.
Esto mismo nos lo enseña san Pablo en otra ocasión, de modo que no me atengo a algo extraño que san Pablo dice en un solo lugar de sus cartas, sino un principio fundamental de lectura de la Escritura que encuentro en la misma Escritura: «Pues, todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15,4). No sólo me interesa «saber» lo que Dios hizo y dijo en aquel momento con la mentalidad de un historiador, sino que acudo al libro del Éxodo para aprender, encontrar consuelo, y mantenerme firme en la esperanza, ahora en mi circunstancia concreta.
Pero también debo recordar que acudo a la Palabra no sólo para encontrar consuelo, sino para afrontar el combate que me toca, con la «espada del Espíritu», que es la Palabra de Dios, sin la cual estoy indefenso ante mis enemigos: la carne, el mundo y el demonio:
Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos (Ef 6,13-18).
Lo mismo que el Señor en las tentaciones del desierto (Mt 4,1-11) se defiende con la Palabra de Dios (por cierto, con textos del Deuteronomio, tan cercano al libro del Éxodo) también yo recibo la Palabra de Dios como la espada del Espíritu que me permite luchar y vencer en los combates (interiores y exteriores) con los que me encuentro en mi vida cristiana.
Lo que el apóstol san Juan dice al final de su Evangelio, lo podemos aplicar a todas las Escrituras y, en concreto, al libro del Éxodo que vamos a ir leyendo con este espíritu de fe: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31). La lectura creyente y orante del libro del Éxodo debe tener como fruto el fortalecimiento de mi fe y de la vida de Dios en mí. Sería insuficiente conocer al dedillo todo lo que narra el libro del Éxodo, si, la Palabra de Dios acogida, no alimenta mi fe y estrecha mi unión con Dios, que me da la vida nueva. Si realmente quiero acoger como Palabra de Dios el libro del Éxodo, debo hacer todo el camino que me sugieren estas palabras de san Juan: conocer los hechos y las palabras por medio de los que Dios se revela, acogerlos con fe y alimentar con ellos mi fe para dejar que afecten a mi vida.
De nuevo es san Pablo el que insiste en que la Palabra que sirve para enseñar y para defenderse afecta a la vida del cristiano de tal manera que lo hace perfecto y lo prepara para toda clase de obras buenas: «Toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena» (2Tm 3,16-17). Si me acerco al libro del Éxodo como Palabra inspirada no sólo me enseñará y me corregirá, como hizo Dios con el pueblo de Israel en sus primeros pasos, sino que me moverá a ser perfecto -es decir, santo- y me impulsará a obras de fe, esperanza y caridad, para llevarme a la verdadera patria prometida, que es el cielo.
No nos apartamos con ello del sentir de la Iglesia, expresado en la Constitución sobre la Divina Revelación del concilio Vaticano II, Dei Verbum: «Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (DV 11). Es nuestra salvación, no sólo nuestra instrucción, lo que Dios me ofrece en su Palabra, también en el libro del Éxodo.
Antes de comenzar con la lectura de los textos del libro del Éxodo es necesario conocer, de manera resumida, el contexto histórico de los acontecimientos que narra este libro sagrado para poder acoger mejor su mensaje y aplicarlo a la propia vida.
Hay que recordar que la estancia del pueblo de Israel en Egipto comienza con la historia de José narrada en Gn 37-47, que se sitúa en el siglo XVIII a.C. Cuando comienzan los hechos que narra el libro del Éxodo, en siglo XIII a.C., la situación es muy distinta a la que vivieron los primeros israelitas en el país del Nilo.
La época de José coincide con la aparición y el dominio de los reyes hicsos en Egipto, de origen semítico, que se instalan y dominan la zona oriental del delta del Nilo, de modo que encaja perfectamente la presencia de los patriarcas en Egipto con la presencia de estos otros pueblos también semíticos y que también proceden del Noreste. Incluso está atestiguada la presencia de algunos de estos semitas entre los altos funcionarios del faraón, como sucede con José.
Pero en el siglo XIII a.C. el panorama ha cambiado radicalmente porque los faraones consiguieron expulsar a los reyes hicsos, aunque mucha de la población semita más humilde permaneció en la zona que los egipcios volvieron a conquistar. Los nuevos faraones miran a estos habitantes semitas como un peligro porque pueden aliarse con sus enemigos, si de nuevo son invadidos por la frontera nororiental de Egipto. Como prevención establecen nuevas ciudades con guarniciones militares y depósitos de grano que puedan defender esas fronteras: Pitón, Sucot y Ramsés. Para la construcción de esas ciudades echan mano de los esclavos hebreos para aprovechar su fuerza de trabajo y a la vez tenerlos sojuzgados.
Es el contexto histórico que explica el comienzo del libro del Éxodo:
Después murió José y sus hermanos y toda aquella generación, pero los hijos de Israel crecían y se propagaban, se multiplicaban y se hacían fuertes en extremo, e iban llenando la tierra. Surgió en Egipto un faraón nuevo que no había conocido a José, y dijo a su pueblo: «Mirad, el pueblo de los hijos de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros: obremos astutamente contra él, para que no se multiplique más; no vaya a declararse una guerra y se alíe con nuestros enemigos, nos ataque y después se marche del país» (Ex 1,6-10).
El autor del libro del Éxodo no deja de subrayar la fecundidad extraordinaria del pueblo de Israel, que forma parte del cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán: «“Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas”. Y añadió: “Así será tu descendencia”» (Gn 15,5).
El faraón teme ante este pueblo que se va haciendo fuerte y se puede aliar con los temidos enemigos del norte. Ante este peligro, el nuevo faraón esclaviza a los israelitas para reforzar las defensas y los va debilitando disminuyendo su número.
A continuación, el libro del Éxodo narra como el faraón pasa de la voluntad de oprimirlos a la decisión de aniquilarlos. Hay que recordar las características que debe tener un pueblo para poder oprimir de este modo a otro: un gran refinamiento cultural en la cabeza, una administración y una burocracia eficaz y una masa analfabeta y pobre. Esas tres características se dan en Egipto en esta época y hace que los israelitas cada vez sean más débiles. El mal no tiene piedad de los pequeños, y el pueblo de Dios sufre la amenaza no sólo de ser debilitado, sino de ser destruido.
Así pues, nombraron capataces que los oprimieran con cargas, en la construcción de las ciudades granero, Pitón y Ramsés. Pero cuanto más los oprimían, ellos crecían y se propagaban más, de modo que los egipcios sintieron aversión hacia los israelitas. Los egipcios esclavizaron a los hijos de Israel con crueldad y les amargaron su vida con el duro trabajo del barro y de los ladrillos y con toda clase de faenas del campo; los esclavizaron con trabajos crueles.
Además, el rey de Egipto dijo a las comadronas hebreas, una de las cuales se llamaba Sifrá y otra Puá: «Cuando asistáis a las hebreas, y les llegue el momento del parto: si es niño, lo matáis; si es niña, la dejáis con vida». Pero las comadronas temían a Dios y no hicieron lo que les había ordenado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los recién nacidos. Entonces, el rey de Egipto llamó a las comadronas y las interrogó: «¿Por qué obráis así y dejáis con vida a los niños?». Contestaron las comadronas al faraón: «Es que las mujeres hebreas no son como las egipcias: son robustas y dan a luz antes de que lleguen las comadronas». Dios premió a las comadronas y el pueblo crecía y se hacía muy fuerte. Y a las comadronas, como temían a Dios, también les dio familia. Entonces el faraón ordenó a todo su pueblo: «Cuando nazca un niño, echadlo al Nilo; si es niña, dejadla con vida» (Ex 1,11-22).
En la Palabra de Dios descubro la fuerza del mal que se abate sobre los hebreos, pero que intenta hacer compatible la opresión con sacar de ellos la mano de obra que necesitan.
También puedo ver cómo la esclavitud que experimentan es tan fuerte que el pueblo de Dios olvida sus orígenes. Es cierto que siguen manteniendo el recuerdo de las tribus que surgen de los doce patriarcas; por ejemplo, sabemos que Moisés era de la tribu de Leví. Pero han olvidado al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. De hecho, es curioso que Israel no clama a Dios, tal como aparece en las palabras que Yahweh dirige a Moisés en el episodio de la zarza: «El Señor le dijo: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos”» (Ex 3,7). Dios ha visto el sufrimiento del pueblo, pero ellos no han clamado a Dios pidiendo la salvación. Lo que Dios escucha no son las oraciones que el pueblo le dirige, sino las quejas que dirigen contra los opresores. A Dios llega el clamor de los hijos de Israel (cf. Ex 3,9), pero no aparece, como es frecuente en la Escritura, el clamor dirigido a Dios. El pueblo no recurre a Dios, le falta fe, fuerza y esperanza para hacerlo, pero Dios, que los ama, está atento: mira, escucha y conoce y por eso sale al encuentro de su pueblo. Lo cual es importante para mí: Dios siempre está al lado de los suyos y me escucha, me ve y me conoce, aunque no me dirija a él.
Dios va a dar respuesta a esa situación desesperada que los israelitas no pueden resolver. De hecho, en el libro del Éxodo aparece el fracaso de Moisés cuando intenta resolver la situación por su cuenta y riesgo. Será una respuesta gratuita e inesperada de lo alto, que ni siquiera se ha pedido, la que libere a Israel de su opresión, porque es demasiado profunda para que ellos mismos puedan hacer nada.
Y es aquí cuando, como anunciaba el apóstol san Pablo, las Escrituras son un consuelo para mí en mi situación concreta: si me encuentro en una situación de opresión y esclavitud (que bien puede ser interior), puedo tener la confianza y la seguridad de que Dios escuchará mi clamor.
Orígenes interpreta esta situación que narra el comienzo del libro del Éxodo para aplicarlo a nuestra situación y darnos una enseñanza para nuestra vida: el faraón es el demonio, Egipto es el país de la esclavitud, los israelitas es el pueblo de Dios que, en la medida que está oprimido, se convierte para Dios en una llamada a intervenir en su favor. Todavía va más allá e interpreta alegóricamente a los niños como los pensamientos racionales del alma y a las niñas como las pasiones del alma, para darnos una enseñanza espiritual: lo que intenta el demonio es eliminar los pensamientos racionales y fomentar las pasiones para que seamos siempre esclavos. Dios va a intentar fomentar los pensamientos racionales y controlar las pasiones, para que podamos liberarnos de la esclavitud del demonio. Con independencia de que la literalidad del texto se refiera a esto, nos encontramos con un intento significativo de ofrecer una enseñanza -que no es falsa- para nuestra vida cristiana: caer en la cuenta de nuestras esclavitudes y de la necesidad de una liberación que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas, que ha de ser gratuita y que va más allá de lo que podemos pedir e incluso imaginar (cf. Ef 3,20).
El libro del Éxodo nos irá revelando la respuesta de Dios a esta situación.
Esta introducción al libro del Éxodo y los primeros textos que he leído ya me pueden servir para empezar a adentrarme en la lectura orante de la Palabra de Dios, que es la lectio.
Puedo empezar avivando el acto de fe de que todo lo que voy a contemplar en esta parte de la historia de la salvación ilumina mi propia historia, disponiéndome a que Dios me ilumine, me corrija, me mueva con su Palabra en el libro del Éxodo.
También puedo dar gracias a Dios por el don de su Palabra que es palabra viva y actual que se dirige a mí en mi situación concreta, y así puedo entrar en una relación tan fuerte y cercana con él como la tuvieron aquellos israelitas que vivieron el éxodo o más cercana aún porque yo gozo de la plenitud de la Revelación y el don del Espíritu Santo tras la muerte y resurrección de Cristo.
Igualmente puedo comenzar pidiendo la fe necesaria para acoger su Palabra, no como un documento histórico, sino como la Palabra que Dios me dirige a mí y que recibo en el seno de la Iglesia, que me ayuda a entenderla y aplicarla a mi vida. Pido ayuda al Espíritu Santo para que sea él quien ilumine para mí aquello que Dios quiere decirme con su Palabra y haga que reconozca en la sintonía de mi corazón aquella parte de su Palabra que es el mensaje y el don de Dios para mí en cada momento.
Aunque en estos textos del primer capítulo del Éxodo no aparece todavía la respuesta de Dios a la opresión de su pueblo, ya pueden resonar en mí las palabras que describen la esclavitud y puedo hacerlas mías para descubrir mis esclavitudes y mis opresores, también los interiores: no sólo personas y circunstancias, sino mi propia psicología, mi historia, mi pecado… y, detrás de todo eso, el demonio que es el que sin duda me quiere esclavizar y aniquilar. Pero también la Palabra de Dios puede llevarme a sintonizar con tantos hombres esclavizados y aniquilados, material, psicológica y espiritualmente, mirándolos con la mirada con la que Dios los mira, sabiendo por su Palabra, que a Dios no le resulta indiferente el sufrimiento de ningún ser humano.
Al descubrir cómo la opresión y el sufrimiento pueden eliminar la esperanza y desterrar la misma oración, puedo caer en la cuenta de que esa misma reacción de olvido y desesperanza en mí. Y a la vez que la Palabra de Dios me hace saber que Dios está atento a mis necesidades, aunque yo me olvide de él, puedo sentir la llamada a convertir siempre mi sufrimiento en oración y no olvidarme de él en el dolor. También la Palabra de Dios puede iluminarme la tarea de poner fe y voz a la plegaria de los que, desde su postración, son incapaces de orar.
Incluso el detalle de aquellas comadronas que no siguieron las órdenes injustas del faraón puede iluminar aspectos concretos de mi vida, para que yo sea fiel a Dios con la esperanza de que Dios bendice a los perseguidos por ser fieles a él, como bendijo a esas comadronas (cf. Mt 5,10-12).
Con la resonancia concreta que el Espíritu Santo suscita en mí por medio de la Palabra, yo me adentro en la tarea de la lectio para ir repitiendo esas palabras concretas de la Palabra para irlas asimilando y sembrando en el corazón. Dejo que se conviertan en petición y respuesta: para clamar a Dios por mis esclavitudes y por las del mundo entero, para pedir sintonizar con la mirada de Dios ante el mal y la injusticia en el mundo o para confiar en que Dios no deja de escuchar los gemidos de cada hombre y de responder a ellos. La acción del Espíritu me puede llevar a orar ya en silencio mirando al Dios que mira el sufrimiento del mundo, o mirando a Jesús que es la gran respuesta a la esclavitud que produce en mí el pecado y la muerte.
Por estos caminos o por otros puede llevarme ya la lectura orante de este libro del Antiguo Testamento.