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Contenido
Introducción
Con este tema terminamos los números del Catecismo dedicados a la fe (n. 142-184): después de comprender que la fe es respuesta al Dios que se revela, que implica al ser humano en todas sus capacidades y dimensiones1, y de analizar las características esenciales de la fe2, vamos a dedicarnos a comprender el aspecto comunitario de la fe, porque la fe no es sólo personal, sino también eclesial. De nuevo, como en el tema anterior, nos encontramos con características de la fe que no debemos oponer, sino que hay que comprender cómo se complementan, sin eliminar ni el carácter estrictamente personal y libre de la fe, ni su dimensión eclesial, porque sin esa dimensión la fe del cristiano, aislada -no digamos enfrentada- de la fe de la Iglesia, no sería verdadera, ni siquiera posible.
Quizá sería conveniente recordar que la fe tiene necesariamente una dimensión eclesial porque también la tiene la Revelación:
- -Es la Iglesia en la que nacen las Escrituras y la que es capaz de definir el canon de la Palabra de Dios escrita (Dei Verbum, 8.11).
- -Es la Iglesia la que, con su doctrina, su liturgia y su vida, transmite la Tradición, recibida y transmitida por los apóstoles (Dei Verbum, 8).
- -La Iglesia, con su Magisterio, es la que interpreta rectamente la Escritura y la Tradición, y la que conserva fielmente la Palabra de Dios escrita o transmitida oralmente (Dei Verbum, 10.12).
No es posible, por lo tanto, una fe fuera de la Iglesia porque tampoco hay una revelación fuera de la Iglesia.
El contemplativo, aunque marcado por una entrega plena a Dios y su estrecha relación personal con él, es consciente de su pertenencia a la Iglesia y de la dimensión eclesial de su fe, de su vocación y de su misión. Por eso, este tema le resulta también especialmente cercano y querido.
Sólo podemos reconocer como verdadero contemplativo al que contempla a Jesucristo y, en él, a Dios. En realidad, la vida contemplativa no es otra cosa que la vida en Cristo (cf. Flp 1,21). Y puesto que Cristo se nos da en la Iglesia, no existe verdadera contemplación de Cristo si no es en ella, porque no se puede separar a Cristo de su Iglesia, ya que ambos forman un solo Cuerpo. Por eso, es imposible ser verdadero contemplativo fuera de la Iglesia, porque ella es la esposa de Cristo, por la que él ha entregado su vida en la Cruz y a la única que ha dejado en herencia el Espíritu Santo. Y así, el amor apasionado a Jesucristo lleva indefectiblemente a un amor apasionado a la Iglesia3.
También terminamos con este tema la primera sección de la parte del Catecismo dedicada al Credo, centrada en la Revelación y en la fe, para introducirnos a continuación en los distintos artículos del Credo, en la larga e interesantísima sección titulada «La profesión de la fe cristiana», en la que profundizaremos punto por punto en el contenido de la fe de la Iglesia para enriquecer y avivar nuestra fe.
Éste es el lugar de nuestro tema en el conjunto del Catecismo:
Primera sección: Creo-Creemos
Cap. 1: El hombre es capaz de Dios
Cap. 2: Dios al encuentro del hombre
Cap. 3: La respuesta del hombre a Dios
Artículo 1: Creo
I. La obediencia de la fe
II. «Yo sé en quién tengo puesta mi fe» (2Tm 1,12)
III. Las características de la fe
Artículo 2: Creemos
I. «Mira, Señor, la fe de tu Iglesia»
II. El lenguaje de la fe
III. Una sola fe
Segunda sección: La profesión de la fe cristiana
Dimensión personal y eclesial de la fe
[166] La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
Antes de adentrarse en la dimensión eclesial de la fe, el Catecismo quiere recordar el contrapunto necesario de esta característica de la fe cristiana: la fe es un acto personal. Ya lo veíamos en el tema anterior: la persona en toda su realidad tiene que implicarse en el acto de fe que responde a un Dios que se manifiesta, ama y se entrega en la revelación: el ser humano tiene que prestar libremente la obediencia de la fe, que le lleva a aceptar el contenido de lo que Dios revela, a fiarse de él y a entregarse a él con un amor de la misma categoría que el que recibe de Dios. Sin la libertad personal plenamente comprometida, no hay fe verdadera. Por eso, la dimensión eclesial, en la que vamos a profundizar, no puede eliminar el acto personal que requiere la fe.
Pero, a la vez, hay que afirmar con toda contundencia que «nadie puede creer sólo». La fe no es el acto de un ser humano aislado.
Señalamos algo que es evidente, que la fe, antes de ser un «creo» personal, es un «creemos» de la Iglesia, un «creo» de la Iglesia. La fe me antecede como fe de la Iglesia, es la Iglesia la que me la da. Nadie se da a sí mismo la fe como nadie se da a sí mismo la vida. Es la Iglesia la que me ha engendrado a la fe. «Yo creo» es como un eslabón de una cadena que comenzó el día de la resurrección de Cristo, recibiendo y transmitiendo la fe. Esta fe no sólo es un don de Dios, como hemos visto por la acción sobrenatural de Dios en el hombre, sino que es un don de la Iglesia, en sus elementos externos. De ella y por ella me llega el conocimiento de Cristo4.
Quizá el intento de acercarse a la Revelación en solitario, al margen de la Iglesia que transmite la Palabra y la Tradición, es un error común a cierta teología protestante y a la actitud crítica del hombre moderno. Los dos principios básicos de la «sola Escritura» y «la libre interpretación» de la misma, dejan al protestante solo ante la sola Palabra de Dios, lo que puede explicar la multitud de escisiones y subdivisiones que crea esta soledad; aunque, en la práctica, las distintas denominaciones tienen interpretaciones comunes e incluso obligatorias en puntos básicos de su fe. El hombre moderno con su espíritu crítico, ajeno -si no enemigo- a toda tradición y a toda autoridad, se enfrenta también solo al hecho cristiano y a la Palabra de Dios, sin percibir que sus prejuicios filosóficos y su propia experiencia personal también le influyen poderosamente a la hora de acoger o rechazar la revelación cristiana, de interpretar acertada o erróneamente lo que ve o lo que lee.
Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «yo» del fiel y el «Tú» divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al «nosotros», se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia […]. quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su «yo» se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, «tras el nacimiento nuevo por el bautismo», es recibido en la casa de la Madre para alzar las manos y rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a una nueva familia (Francisco [Benedicto XVI]5, carta encíclica Lumen fidei sobre la fe [2013], 39).
La característica fundamental de la revelación cristiana es que nadie se da la fe a uno mismo, sino que la recibe de otro. El único que da la verdad de Dios sin haberla recibido de otro ser humano es Jesucristo, el Hijo de Dios enviado por el Padre:
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11,27).
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1,18).
Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado (Jn 7,16; cf. 7,28-29; 3,11).
El que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él (Jn 8,26).
Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar (Jn 12,49).
A partir del Hijo de Dios hecho hombre, la revelación se transmite de persona a persona, se recibe de alguien y se transmite. Por eso es tan importante el papel de los apóstoles, los primeros testigos y transmisores de la palabra revelada.
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (Mt 28,19-20; cf. Mc 16,15-16; Hch 1,8).
Para san Pablo, el gran apóstol de los gentiles, que no ha recibido la revelación de Jesucristo, ya rige esa ley del contenido de la fe que se recibe y se transmite:
Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido (1Co 11,23; cf. 1Co 15,3).
El Apóstol nos hace conscientes de la necesidad de la predicación apostólica para que pueda nacer la fe.
¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie? y ¿cómo anunciarán si no los envían? Según está escrito: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien! Pero no todos han prestado oídos al Evangelio. Pues Isaías afirma: Señor, ¿quién ha creído nuestro mensaje? Así, pues, la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo (Rm 10,14-17).
La fe cristiana siempre viene a través del encuentro con Cristo, plenitud de la revelación en el Verbo encarnado, y el encuentro con el Verbo encarnado sólo es posible a través de la Iglesia apostólica, tal como hemos descubierto al profundizar en la realidad de la Revelación6. Por eso, la Iglesia de todos los tiempos es apostólica, no sólo en su origen, sino en su permanente dinámica de transmitir lo recibido a cada generación.
Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que de ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o por escrito, y que sigan combatiendo por la fe que se les ha dado una vez para siempre. Ahora bien, lo que enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree (Dei Verbum, 8).
Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del «yo» individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 38).
Esta característica de la Revelación, que es recibida de Cristo a través de los apóstoles y debe transmitirse en cada generación a la generación siguiente, se convierte necesariamente en una característica de la fe: desde Jesús, pasando por los apóstoles, el contenido de la fe tiene que recibirse y transmitirse de unos a otros, de modo que el acto de fe se hace posible por esa transmisión, sin que se elimine ninguno de los elementos del acto personal, libre y responsable de la fe.
Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: «Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos» (2Co4,13). La palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo, resuena para los otros, invitándolos a creer. Por otra parte, san Pablo se refiere también a la luz: «Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen» (2Co3,18). Es una luz que se refleja de rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios después de haber hablado con él: «[Dios] ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2Co4,6). La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 37).
Esta forma de transmisión por medio del reflejo de la luz de Dios acogida en la contemplación es especialmente querida para el contemplativo en el mundo, que primero se deja iluminar y transformar por esta luz y luego la refleja a través de su rostro lleno de luz y transfigurado por la contemplación del rostro de Cristo.
En Heb 1,3 se nos dice que el Hijo es «reflejo de su gloria, impronta de su ser»; y san Pablo afirma que es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), cuya luz ha brillado para que «resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2Co 4,6).
Y esto mismo define también el ser y el vivir del discípulo de Cristo, transformado en él por el bautismo. Como dice san Pablo, «todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor» (2Co 3,18). Al igual que Jesucristo, el cristiano se convierte, por la acción del Espíritu Santo, en trasparencia viva de la gloria de Dios, en un espejo en el que se refleja la grandeza, el poder, la majestad y la misericordia de Dios. Mediante la contemplación de la gloria de Dios, trasparentada en el Verbo encarnado, nos transformamos en la misma imagen ‑icono‑ de Jesucristo, que es el icono del Padre; lo cual se entiende mejor si tenemos en cuenta que, como nos dice san Pablo, el sentido y el fin de nuestra vida es reproducir la imagen de Jesucristo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29)7.
Por lo tanto, si la fe se transmite de generación en generación, de persona a persona, es absurdo pretender buscar la fe al margen de esta cadena de trasmisión: no existe una revelación cristiana al margen de la Iglesia, independiente de ella; ni se puede creer sin la transmisión de la fe que hace la Iglesia, y sin unirse al acto de fe que la Iglesia realiza. Por eso, el contemplativo que busca a Dios, necesita conocer y estar en sintonía con la fe de la Iglesia, porque sabe que fuera de ella no puede unirse al Dios revelado en Jesucristo. Esta comunión con la fe de la Iglesia le ayuda a evitar el gran peligro del iluminismo que consiste precisamente en crear una espiritualidad, una fe y una imagen de Dios al margen de la fe de la Iglesia, basada en la propia experiencia de Dios.
En este sentido son muy valiosas las palabras contundentes de san Cipriano de Cartago que recoge el Catecismo en el resumen de este artículo: «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre» (Catecismo, n. 181)8.
Pero el carácter eclesial de la fe no se reduce al momento de recibirla: necesitamos de la Iglesia para sostener la fe en medio de las dificultades del mundo, de la Iglesia y de la propia vida espiritual. La Iglesia sostiene la fe de los fieles de múltiples maneras, comenzando por la tarea del Magisterio de interpretar correctamente el contenido de la fe y aplicarlo fielmente a las nuevas situaciones que surgen en el devenir de la historia (Catecismo, n. 85-86), siguiendo por la predicación, la catequesis, la misma liturgia -que como expresión de la fe es alimento y sostén de la fe para el que la vive de forma consciente y fructuosa-, el apoyo de la fe que constituye el ejemplo de los santos, de los mártires y de los demás cristianos en los que puedo reflejarme y apoyarme, y terminando por la oración de los cristianos, de la Iglesia y de los contemplativos que supone un apoyo oculto, pero eficaz de la fe.
Este don de la Iglesia como transmisora y sostén de la fe se convierte inmediatamente en responsabilidad y tarea, porque tenemos la responsabilidad de transmitir la fe a los demás y servir de estímulo, ejemplo y apoyo para que otros crean. Como consecuencia de la comunión de todos los creyentes unidos en el cuerpo de Cristo, cada uno de nosotros sirve de empuje o de freno en la misión y en el camino de la Iglesia hacia Dios. La imagen de la cadena para describir esta realidad de la Iglesia no sólo nos hace descubrir lo que recibimos de los creyentes que nos preceden y el apoyo que recibimos de los demás cristianos, sino la responsabilidad de transmitir lo recibido, de tirar hacia delante -y no para atrás- de los demás y de que la cadena no se rompa precisamente por nuestro eslabón.
En este sentido, el contemplativo, a la vez que debe saber apoyar y alimentar su fe en la auténtica fe de la Iglesia: Magisterio, liturgia, vida de los santos…, debe abrazar con generosidad la misión de ser apoyo para la fe de otros, no especialmente con su palabra, sino con la santidad de su vida y con la intercesión constante por la Iglesia y por los miembros más débiles de ella.
La iglesia predica la palabra hablada: la guarda, la propone, la explica, la defiende. Hace descansar esta predicación en la palabra contemplada, pues la jerarquía está asistida por el Espíritu Santo. La fe viva, la contemplación está siempre presente en la Iglesia: en los pastores, que son primero -y siempre- Iglesia creyente para ser Iglesia docente; y en los santos, en quienes la luz y el amor se explayan, y se despliegan y desbordan en el Cuerpo de Cristo […]. Esta fe ejercida en comunicación es la actividad que constituye el Cuerpo místico. Por el testimonio visible, por la influencia directa, por la plegaria oculta y la comunicación misteriosa, hace crecer a los miembros de Cristo9.
La transmisión de la fe de la Iglesia precisa también de la contemplación de la Palabra, de la santidad de vida, de la plegaria oculta a los ojos del mundo pero preciosa ante Dios y de una comunicación que va más allá de los cauces visibles. Todo ello es una llamada para que el contemplativo abrace su misión específica en la transmisión de la fe.
El que es consciente del don de la fe y de que la fe siempre se recibe de otro en una cadena de transmisión que no debe interrumpirse, debe lanzarse con generosidad a transmitir la fe recibida y a hablar de la fe, a comunicar al Dios que le ha salido al encuentro por medio de la Iglesia, por el testimonio de otros creyentes. Y, como vimos al hablar del papel de la Tradición y del Magisterio, en esta tarea de transmisión es imprescindible la fidelidad, para que lo que se transmita sea lo recibido de Cristo a través de los apóstoles. Sin esa fidelidad, de la que hablaremos más adelante, la transmisión de la fe sería inútil e incluso perjudicial.
[167] «Creo» (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. «Creemos» (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo», es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: «creo», «creemos».
El Catecismo expresa las dos dimensiones de la fe -personal y comunitaria- con las dos formas con las que comienza el Credo denominado de los apóstoles (más antiguo) y el que fue elaborado en los concilios de Nicea (año 321) y Constantinopla (año 381)10.
El concilio de los apóstoles subraya la dimensión personal de la fe en la que el creyente -especialmente en el momento del bautismo- expresa de forma consciente y responsable la fe, diciendo «creo», comprometiéndose personalmente en esa profesión de fe. Téngase en cuenta que ese «creo» manifestado personalmente llevaba a los cristianos de los primeros siglos -y también a los de ahora- a sufrir el martirio cuando era profesado ante el tribunal romano.
El credo nicenoconstatinopolitano comienza con «creemos» profesando así la fe común de la Iglesia expresada de forma solemne y oficial en un concilio ecuménico que intentaba definir esta fe frente a distintas desviaciones y errores11.
Sería absurdo oponer estas dos dimensiones y estas dos formas de expresar la fe. El que proclama su fe de forma personal y solemne a la hora de recibir el bautismo lo hace consciente de que profesa la fe de la Iglesia a la que puede incorporarse porque tiene una fe común. Cuando un concilio proclama de forma oficial y solemne la fe de la Iglesia lo hace para que las diversas comunidades y los fieles se puedan adherir personalmente a ella, conscientes de que si no pueden decir «creo» a ese Credo común quedan fuera de la Iglesia.
El que dice «creemos» con la Iglesia, realiza también una confesión personal y responsable de su fe; el que dice «creo» lo hace uniéndose al acto personal de cada hermano y al «yo» de la Iglesia que como un solo cuerpo dice «creo».
«Mira, Señor, la fe de tu Iglesia»
[168] La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra— cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también: «creo», «creemos». Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» Y la respuesta es: «La fe». «¿Qué te da la fe?» «La vida eterna».
Para profundizar esta relación entre los aspectos personal y eclesial de la fe, tenemos que afirmar con este n. del Catecismo que realmente el primer y principal sujeto de la fe es la Iglesia. Y es gracias a la Iglesia por la que yo puedo realizar mi acto de fe.
Es conveniente recordar, como señalamos al comenzar estos temas de la fe, que hay que distinguir la fe como acto de respuesta al Dios que se revela (con todos sus elementos) y la fe como contenido de lo que se cree, se conserva y se transmite a los demás.
En ambos sentidos el sujeto primero y principal de la fe es la Iglesia: ella es la que recibe a Cristo, plenitud de la Revelación, y la que lo transmite a la humanidad.
Es la Iglesia la que realiza el acto de fe: de ahí la importancia de la fe de los apóstoles reflejada en los evangelios (cf. Mt 4,18-22; Jn 2,11; Mt 16,15-18; Jn 20,8.28) y del acto de fe realizado por la Iglesia en su conjunto a lo largo de los siglos. Es este acto de fe el que constituye a la Iglesia: la comunidad de los creyentes en Cristo. Acto de fe que es preciso que se mantenga y renueve fielmente en cada etapa de la historia.
Con este acto de fe, la Iglesia hace posible la fe de cada uno de los creyentes. Yo apoyo mi fe en el acto de fe de la Iglesia: en la fe de los apóstoles, de los mártires y de los santos; en la fe de la Iglesia a lo largo de los siglos, en la fe de la Iglesia que ahora peregrina por el mundo.
Y, a la vez, es la Iglesia la que proclama y transmite el contenido de la fe que es Jesucristo, el Señor. De ella recibo el contenido de la fe, lo acepto, lo proclamo y lo transmito. Yo me uno (tanto con mi «creo», como con mi «creemos») a la fe de la Iglesia que es previa a mi fe, y necesaria para que yo pueda hacer el acto de fe. He de ser conscientemente agradecido de recibir la Revelación de la Iglesia, unirme a su acto de fe y poder creer con su apoyo. Creo con la Iglesia y en la Iglesia: no puedo creer sin ella ni fuera de ella. La fe en Cristo me une a la Iglesia y la separación de la Iglesia me aleja de la fe en Cristo y de la salvación.
La fe más personal se funda para el católico en la palabra de Dios transmitida por la Iglesia: la fe escucha la palabra en el seno de una obediencia religiosa y alegre. No hay fe más que por la acogida de la palabra de Dios, pero esta acogida no se realiza plenamente -en el plano de la inteligencia, del amor, de la vida- más que en la Iglesia de la Palabra de Dios12.
De esta primacía de la fe de la Iglesia (como acto y como contenido) y de la necesidad de adherirme a ella personalmente para realizar el acto de fe que me conduce a la salvación y me incorpora al Cuerpo de Cristo, nace la necesidad de la fidelidad de la fe profesada y transmitida por la Iglesia, recibida de Cristo a través de los apóstoles, conservada fielmente con la ayuda del Espíritu Santo, a través de la Tradición y la Escritura, con la garantía del Magisterio. La Iglesia, comenzando por los apóstoles, es la que hace el acto de fe que acoge la revelación y la constituye como comunidad de creyentes; fe que le hace capaz de realizar su misión de transmitir el Evangelio a todos los lugares y todos los tiempos.
El creyente, y de forma especial el contemplativo que vive de la fe, debe adherirse a la fe de la Iglesia, teniendo especialmente cuidado de evitar opiniones y desviaciones que lo sacan de la fe de la Iglesia, de las que tenemos que ser conscientes:
Surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán signos y portentos para engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos. Os he prevenido (Mt 24,24).
El Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos algunos se alejarán de la fe por prestar oídos a espíritus embaucadores y a enseñanzas de demonios (1Tm 4,1).
Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas (2Tm 4,3-4).
Queridos míos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo (1Jn 4,1-3; cf. 2Jn 7).
Volveremos sobre la necesidad de la fidelidad a la fe apostólica y del peligro de los errores y desviaciones de la fe al comentar la unidad de la fe en el n. 172.
La realidad de que la fe personal se une a la fe de la Iglesia y se alimenta de ella se hace especialmente presente en el momento del bautismo, sacramento de la fe, en el que, a la vez, la fe se recibe como don, como contenido y como vida, y se profesa esa fe recibida.
La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. Pudiera parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que, en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que «por el bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios. El Apóstol afirma después que el cristiano ha sido entregado a un «modelo de doctrina» (typos didachés), al que obedece de corazón (cf. Rm 6,17). En el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 41).
Esto se hace especialmente significativo en el bautismo de adultos en el que primero se entrega el símbolo de la fe al catecúmeno, que expresa el «creemos» de la Iglesia, y luego éste profesa de forma personal y solemne su fe, su «creo», que coincide con la fe recibida. En estos bautismos, hay una entrega del símbolo (el credo), en una celebración previa al bautismo:
Después de la homilía el diácono dice:
-Acérquense los elegidos, para recibir de la Iglesia el Símbolo de la fe.
Entonces el celebrante les habla con estas o parecidas palabras:
-Queridos hermanos, escuchad las palabras de la fe, por la cual recibiréis la justificación. Las palabras son pocas, pero contienen grandes misterios. Recibidlas y guardadlas con sencillez de corazón.
A continuación el celebrante comienza el Símbolo, diciendo:
Creo en Dios
y prosigue o bien él solo, o bien juntamente con la comunidad de fieles:
Padre Todopoderoso… (Ritual de la iniciación cristiana de adultos, 184).
En otro momento los catecúmenos recitarán solemnemente la fe de la Iglesia que recibieron con el símbolo:
Con las manos extendidas ante el pecho, el celebrante dice la oración siguiente:
-Oremos. Te rogamos, Señor, que concedas a nuestros elegidos, que han recibido la fórmula que resume el designio de tu caridad y los misterios de la vida de Cristo, que sea una misma la fe que confiesan los labios y profesa el corazón, y así cumplan con las obras tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor.
Todos:
Amén.
A continuación los elegidos recitan el Símbolo:
Creo en Dios Padre Todopoderoso… (Ritual de la iniciación cristiana de adultos, 195-196).
Es conveniente recordar que las antiguas catequesis bautismales, dedicaban la mayor parte del período anterior al bautismo a explicar el símbolo de la fe. Por ejemplo, las famosas catequesis de san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV, contienen cinco catequesis introductorias, trece catequesis durante la cuaresma sobre los artículos del Credo antes del bautismo, y las cinco catequesis posteriores al bautismo que desarrollan durante la pascua la explicación de los sacramentos que se han recibido.
También aparece claramente la necesidad de proclamar la fe junto a la Iglesia en el bautismo de los niños. Sólo que en este caso son los padres y padrinos los que tienen que manifestar su comunión con la fe de la Iglesia. A los padres se les amonesta con estas palabras:
Queridos padres y padrinos: En el sacramento del Bautismo, este niño que habéis presentado a la Iglesia va a recibir, por el agua y el Espíritu Santo, una nueva vida que brota del amor de Dios. Vosotros, por vuestra parte, debéis esforzaros en educarlo en la fe, de tal manera que esta vida divina quede preservada del pecado y crezca en él de día en día. Así, pues, si estáis dispuestos a aceptar esta obligación, recordando vuestro propio Bautismo, renunciad al pecado y confesad vuestra fe en Cristo Jesús, que es la fe de la Iglesia, en la que va a ser bautizado vuestro hijo (Ritual del bautismo de niños, 149).
Y, al final de la profesión de fe de padres y padrinos, dice:
Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro. ¿Queréis por tanto que vuestro hijo sea bautizado en la fe de la Iglesia, que todos juntos acabamos de profesar? (Ritual del bautismo de niños, 152-153).
La forma dialogada de proclamar la fe, con la pregunta del celebrante y la respuesta del catecúmeno, de los padres o de la asamblea, también manifiesta el carácter eclesial de la fe. Un diálogo que hace referencia al diálogo eterno que fundamenta la realidad de nuestra fe:
Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo, usada en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una invitación, a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del individuo. Es posible responder en primera persona, «creo», sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice «creemos». Esta apertura al «nosotros» eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el «yo» y el «tú», sino que en el Espíritu, es también un «nosotros», una comunión de personas (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 39).
La fe en Cristo, por tanto, está estrechamente vinculada a la Iglesia de la que se recibe el sacramento de la fe, el bautismo. Por eso el Credo incluye en sus últimos artículos la fe en la Iglesia y la fe en el bautismo. Creer en el Dios revelado por Jesucristo lleva necesariamente a pedir el bautismo:
La fe es eclesial en un sentido estricto porque se realiza por la entrada y la permanencia en la Iglesia. La entrada en la Iglesia es el bautismo; pero tener fe es pedir el bautismo. Pues el bautismo es el acto por el que Cristo, en su Iglesia, nos asocia a su muerte y a su resurrección: su muerte al pecado y su resurrección en Dios. Y tener fe es creer no en un poder lejano y puramente invisible de resurrección y de vida en Cristo, sino creer en ese poder tan cercano, expresado en el rito sacramental, y, gracias al cual, nos recibe Cristo, nos arranca del viejo Adán y nos hace miembros de su cuerpo. Tanto que la salud por la fe se identifica plenamente con la salvación por el bautismo y la salvación por la Iglesia13.
[169] La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: «Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación» (Fausto de Riez, De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.
La importancia de la Iglesia en la transmisión de la fe y en el apoyo al acto de fe no debe hacernos olvidar algo fundamental que nos explicaba el n. 153 del Catecismo: la fe es una gracia y, por lo tanto, es ante todo un don sobrenatural. Dios es el principal protagonista de la fe. Sin la acción de Dios, previa al acto humano, la fe es imposible.
En consecuencia, no podemos hablar del imprescindible papel de la Iglesia en la transmisión de la fe y en el acto personal de fe, dejando a Dios en un segundo plano.
Lo que queremos destacar en este momento es que recibimos el don sobrenatural de la fe por medio de la Iglesia. No olvidemos que la misma Iglesia, que es medio, es también un don de Dios. La Iglesia no es la creadora de la Revelación, sino la depositaria de la misma, con todos los dones necesarios para transmitirla fielmente. La Iglesia no es la que nos salva, sino la que nos transmite la salvación de Dios, especialmente por los sacramentos que Cristo depositó en ella. La Iglesia no es la luz del mundo, sino la portadora de esa luz. La Iglesia no es la salvación, pero en ella encontramos la salvación; y no la encontramos al margen de ella. Podemos encontrar un claro paralelismo con María que es realmente la Madre del Hijo de Dios porque de ella toma carne el Hijo de Dios y ella da a luz al Hijo de Dios hecho hombre. Pero ella no es la que «crea» al Hijo de Dios, porque es el Hijo eterno del Padre. Que el Hijo sea engendrado y no creado y proceda del Padre desde la eternidad, no elimina el papel de María como verdadera Madre de Dios.
Por eso debemos afirmar que la Iglesia, es la madre de nuestro nuevo nacimiento por la fe, porque de ella recibimos la Revelación que viene de Dios, ella sostiene nuestro acto de fe con la suya, en ella recibimos el sacramento de la fe, que es el bautismo. Sabemos bien quién es el autor de nuestra Salvación, Dios en persona por medio de la muerte de su Hijo en la cruz y del envío del Espíritu Santo. Pero reconocemos en la Iglesia a la madre gracias a la cual nos ha llegado la salvación.
Anticipándonos al comentario del n. 750 del Catecismo14, podemos explicar qué queremos decir cuando afirmamos que «creemos en la Iglesia». Como decíamos con anterioridad, «sólo Dios es digno de fe»15, sólo Dios es digno del asentimiento y la adhesión que supone la fe. En qué sentido, pues, dice el Credo que creemos en la Iglesia.
Para empezar, hay que decir que en el Credo de los apóstoles no se emplea la misma fórmula para decir «Creo en Dios» y «Creo en la Iglesia». En este caso falta la preposición «en» que se emplea para decir «creo en Dios»16.
En este antiguo «Símbolo de los Apóstoles», la Iglesia no es objeto de la fe del mismo modo que Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, ya que no se usa el credere in, que se aplica a las tres personas divinas, sino el simple verbo credere Eclesiam. Así, más bien se cree a Dios en la Iglesia… De ahí la exclamación cinco veces repetida de la «Tradición Apostólica» donde la glorificación de la Trinidad se realiza en (el interior de) la Iglesia: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo en la santa Iglesia (“in sancta Ecclesia”)»17.
Esta distinción es señalada claramente a lo largo de la vida de la Iglesia:
Si se dice [creo] en la santa Iglesia católica, esto hay que entenderlo en cuanto nuestra fe hace referencia al Espíritu Santo, que santifica a la Iglesia, de tal forma que el sentido es: Creo en el Espíritu Santo, que santifica a la Iglesia. Es preferible, sin embargo, y corresponde mejor al uso, no poner la palabra en, sino decir simplemente la santa Iglesia católica, como enseña también san León papa (Santo Tomás de Aquino)18.
Profesamos creer la santa Iglesia y no en la santa Iglesia. Mediante esta manera de hablar, distinguimos a Dios -autor de todas las cosas- de todas sus criaturas y de todos los bienes inestimables que ha dado a la Iglesia; al recibirlos, los relacionamos con su divina bondad (Catecismo Romano, I, 9, 22)19.
En consecuencia, es necesario saber que cuando decimos «creo en» la Iglesia, afirmamos algo muy distinto a cuando decimos «creo en Dios».
La iglesia no merece la preposición que parecería asimilarla a Dios, conviene a su vez reconocer el puesto privilegiado que la Iglesia ocupa, no obstante, en la economía de la fe cristiana20.
Puede decirse en un sentido recto «credo in Ecclesiam», pues esta fe se orienta hacia Dios en cuanto que él está presente y actuante en su Iglesia por medio del Espíritu de Cristo21.
No debemos terminar el comentario a este número sin señalar que la Iglesia no es sólo nuestra madre en la fe, sino también educadora de nuestra fe; aunque una verdadera madre nunca se conformará con dar a luz a un hijo, sino que necesitará educarlo.
La Iglesia educadora nos va distribuyendo el alimento adecuado de la Palabra de Dios cada día, en cada sacramento y en cada tiempo litúrgico. La Iglesia educa a sus hijos con la enseñanza cotidiana de la predicación y con la enseñanza sistemática de la Catequesis, que no sólo enseña las verdades de la fe, sino que introduce en la vida cristiana, en la oración y en la vivencia de los sacramentos (recuérdese la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica).
Otros dos elementos son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia. En primer lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver con los ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito del Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los demás el deseo de acercarse a él.
Además, es también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en las palabras que introducen los diez mandamientos: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto» (Ex20,2). El decálogo no es un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del «yo» autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús, en el Discurso de la Montaña (cf. Mt5-7).
He tocado así los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo de la fe, «todo lo que ella es, todo lo que cree» (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 46).
La liturgia, tanto en el contenido de las oraciones, como en los mismos gestos es un instrumento eficacísimo con el que la Iglesia nos educa en la fe. De ahí la importancia de una liturgia fiel a la Iglesia y de una participación consciente en la vida litúrgica de la Iglesia. Con el año litúrgico la Iglesia nos introduce en los misterios de Cristo y en la historia de la salvación; con los sacramentos nos enseña a acoger la gracia que viene de Dios; con la liturgia de las Horas educa nuestra oración.
La misma dirección espiritual, que debe realizarse siempre en comunión con la fe de la Iglesia, es una forma personalizada de esta función educadora de la Iglesia.
Como madre, la Iglesia también nos corrige, con las exhortaciones a través de la Palabra, del sacramento de la penitencia y del Magisterio cuando el error merece una corrección más solemne y oficial.
Si queremos que nuestra fe crezca y se fortalezca, debemos buscar y aprovechar la educación de la fe que nos proporciona nuestra madre, la Iglesia, aunque a veces nos tenga que corregir.
La fe se expresa en palabras
[170] No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite «tocar». «El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.
Con este número, el Catecismo reflexiona sobre las fórmulas que expresan la fe, señalando, de nuevo, dos polos aparentemente opuestos que deben mantenerse: la fe no se remite a las palabras, pero necesitamos palabras adecuadas para expresarla.
Sería un grave error pensar que la fe consiste simplemente en aceptar y saber ciertas formulaciones, p. ej., el mismo Credo. La fe se remite al mismo Dios, al Dios revelado por medio de Jesucristo. Como ya vimos en los temas anteriores, la fe es la respuesta a Dios que se revela, no sólo con palabras sino con hechos (n. 53) y, en definitiva, entregándose a sí mismo para entrar en comunión con nosotros (n. 1.50.142); por eso, sólo Dios es digno de fe (n. 150), y la respuesta de la fe es una entrega a Dios de toda la persona, que abarca todas sus dimensiones (n. 143.154-156.160), no sólo el conocimiento. La fe sólo tiene sentido en una relación personal con Dios, y esta relación no puede reducirse sólo a la aceptación de unas formulaciones sobre la realidad de Dios o sus enseñanzas. Una fe así sería una especie de gnosis que no compromete la vida, y correría el peligro de ser una fe muerta, como la de los demonios (St 2,19). La fe, junto a la esperanza y la caridad, es una virtud teologal, es decir, que tiene como objeto a Dios mismo. En consecuencia, es necesario que vayamos siempre más allá de las palabras y de los dogmas -nunca en contra de ellos- para dirigirnos a la realidad de Dios, siempre mayor que lo que las palabras pueden expresar.
Pero, sin rebajar en nada esta realidad, tenemos que afirmar a la vez que necesitamos las palabras para expresar la fe, porque no hay conocimiento humano ni comunicación humana sin el lenguaje que se articula en palabras. Si la fe no se pudiera expresar con fórmulas y palabras, no sería una fe realmente humana, porque dejaría fuera del acto de fe el conocimiento y la razón (n. 156-159), que en el hombre se realizan necesariamente por medio del lenguaje. La fe necesita ser formulada en palabras porque no creemos solos y debemos comunicar la fe tanto con los creyentes para manifestar la fe común -como hemos visto en el rito bautismal- como para anunciar la fe a los demás. Profundizar en el sentido de las fórmulas de la fe nos ayuda a alimentar y profundizar la fe misma. Es lo que da sentido al mismo Catecismo de la Iglesia y a la reflexión de las fórmulas que utiliza. Las fórmulas de la fe son también imprescindibles en la liturgia en las que debemos expresar con palabras unánimes la comunión en una misma fe. De ahí la importancia del aprendizaje de esas fórmulas y de que su uso sea común para toda la Iglesia, huyendo de las formulaciones individualistas o de pequeños grupos que dificultan esta función de expresar una fe y una oración común. Las palabras que expresan la fe, como indica también el Catecismo, nos sirven para confrontar nuestra vida cristiana y nuestro comportamiento con formulaciones claras -p. ej., los mandamientos- y no con meros sentimientos u opiniones.
A la hora de valorar las formulaciones de la fe, que no son la meta última de la fe, pero son necesarias, debemos recordar que el mismo Dios ha empleado palabras humanas para revelarse a los hombres, a través del Verbo encarnado, de los profetas y de la misma Escritura, de modo que el lenguaje necesariamente «analógico» para hablar de Dios22, no es meramente humano, sino que tiene también una inspiración divina. Especialmente en los dogmas hemos de ser consciente del refrendo del Espíritu Santo que tienen las formulaciones de fe.
[171] La Iglesia, que es «columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3,15), guarda fielmente «la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.
Al comprender la importancia y la necesidad de las fórmulas de la fe para la comunión eclesial, para la liturgia y para el anuncio del Evangelio, caemos inmediatamente en la cuenta de que la Iglesia, que tiene la responsabilidad de transmitir fielmente la Revelación entregada por Cristo a los apóstoles, debe ser también la encargada de velar por la fidelidad del lenguaje de la fe y la precisión de las fórmulas de la fe. Para dejar clara esta responsabilidad y esta tarea de la Iglesia el Catecismo llama a la Iglesia «columna», «fundamento», «madre» (maestra), que tiene como función «guardar», «transmitir» y «enseñar» el lenguaje de la fe.
Entendemos así, por ejemplo, que en los primeros concilios de la Iglesia se dé tanta importancia a algunas palabras que expresan la fe, como la diferencia entre «naturaleza» y «persona» para definir la realidad del Dios revelado; el término «consustancial» para definir la divinidad de Cristo y la importancia de afirmar que María es «Madre de Dios» para expresar la realidad de la Encarnación. Sería por lo tanto una frivolidad pensar que entonces y ahora se discute simplemente de palabras o que la Iglesia no tendría que preocuparse porque las expresiones de la fe sean conformes a la fe recibida, como cuando, por ejemplo, se pretende sustituir el término «transustanciación» para hablar del milagro de la Eucaristía por el de «transignificación», que no mantiene la fe de la Iglesia en la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que la Iglesia ha expresado de diversas maneras a lo largo de los siglos.
El Magisterio, guiado por el Espíritu Santo y apoyado en la Tradición de la Iglesia, tiene la función de velar por la fidelidad del lenguaje de la fe y de sus expresiones, para que se realice el deseo del Señor de que el contenido de la fe llegue a todos los hombres y puedan obtener la salvación (1Tm 2,4). Y para ello no basta que el mensaje del Evangelio llegue a todos los hombres, sino es necesario que llegue expresado con fidelidad (n. 74).
Cuando hablamos del lenguaje de la fe, no debemos pensar sólo en las palabras, formulaciones y dogmas, sino también los gestos, oraciones, ritos, costumbres… con los que se comprende, vive y trasmite la fe. Especialmente la Liturgia se apoya en un lenguaje no corporal que expresa la fe y que debe ser enseñado y vivido fielmente. Por ejemplo, la genuflexión delante del sagrario, la genuflexión del sacerdote en la consagración, la postura de rodillas de la asamblea en ese momento de la misa, manifiestan sin palabras, pero con la fuerza de un gesto común, la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. También es preciso aquilatar el lenguaje de la oración para que sea realmente expresión de nuestra fe, amor y adoración. No olvidemos que el mismo Señor se preocupó de dejarnos palabras concretas para dirigirnos convenientemente al Padre (Mt 6,9-13), que son especialmente la norma con la que debemos confrontar la autenticidad de nuestra forma de dirigirnos a Dios. Todas las oraciones de la Liturgia, de la Tradición y de los santos, son también cauce y alimento para dirigirnos a Dios como conviene.
Por lo tanto, como sucede con el idioma de un país que los ciudadanos tienen el derecho y el deber de conocerlo y usarlo, los creyentes tenemos la necesidad y el deber de aprender el lenguaje de la fe, el que emplea la Biblia, el Catecismo y la Liturgia. No debemos tener ninguna prevención de enseñar un lenguaje especial para el ámbito de la fe, cuando desde niños aprendemos lenguajes propios de los deportes, de la informática o de los hobbies. Asimismo, debemos estar alerta ante el peligro de inventar otro lenguaje distinto al de la Iglesia para salir de la rutina o adaptarnos al hombre de hoy. Claro que es posible encontrar expresiones nuevas de la fe, pero que digan lo mismo que la Iglesia ha expresado desde el principio y sin privar a las nuevas generaciones del lenguaje que les permita acceder al tesoro de la Tradición de la Iglesia y manifestar la fe común con toda la Iglesia universal. Por eso mismo el concilio Vaticano II recomendó que todos los cristianos pudieran expresar en latín como lengua común la profesión de fe y las oraciones fundamentales: «Procúrese, sin embargo, que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponde» (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, 54).
La unidad de la fe
[172] Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre (cf. Ef 4,4-6). San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:
[173] «La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe […] guarda diligentemente la predicación […] y la fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es igual en todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una sola boca» (Adversus haereses, 1,10,1-2).
[174] «Porque, aunque las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otra fe u otra Tradición, ni las que están entre los iberos, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro del mundo…» (Ibíd.). «El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero» (Ibíd. 5,20,1).
[175] «Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (Ibíd., 3,24,1).
La unidad de la Iglesia se fundamenta en la unidad de la fe:
Esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos (Ef 4,3-6).
La unidad de la fe común es lo que permite la unidad y la continuidad de la Iglesia a lo largo de los siglos y las diferentes culturas en las que se encarna la Iglesia. Sin esa unidad de la fe de nada serviría -realmente es imposible- una unidad afectiva y una unidad de acción. No debemos caer en la falacia de que no es necesaria la unión en las «ideas», mientras haya unas buenas relaciones personales o seamos capaces de realizar juntos tareas caritativas. Esos acercamientos humanos no servirán para la verdadera unidad de la Iglesia mientras no seamos capaces de profesar una fe común que, además, coincida con la fe de la Iglesia desde los apóstoles hasta hoy.
Como dejó claro el Señor en su oración tras la última cena, esta unidad de los creyentes, que necesita la fe común, es condición para que el mundo crea. Y no sólo la unidad de los apóstoles, sino la nuestra, la de los creyentes en Cristo a lo largo de los siglos:
No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,20-21).
La unidad de la fe es (o debe ser) un rasgo distintivo de la Iglesia católica, frente a la diversidad doctrinal y a la división de las iglesias nacidas de la Reforma.
La unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: «Un solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe» (Ef4,4-5). Hoy puede parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada. El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: «Si la fe no es una, no es fe».
¿Cuál es el secreto de esta unidad? La fe es «una», en primer lugar, por la unidad del Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos enriquece, porque se nos comunica y nos hace «uno».
La fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia concreta que comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este punto contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una fe ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de Cristo y de la contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo y perfecto, la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que se eleva con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más allá de la carne de Cristo. Ante este planteamiento, que sigue teniendo su atractivo y sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la fe es una sola, porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación, sin superar nunca la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido revelar plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de «aquel que destaca por su elocuencia» y de «quien es más débil en la palabra», entre quien es superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede ampliar la fe, ni el segundo reducirla.
Por último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y tenemos una única mirada para penetrar la realidad (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 47).
Al servicio de la unidad de la fe está la sucesión apostólica y el Magisterio de la Iglesia que garantiza la pureza de la fe.
Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra que escucha, custodia y expone. En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en Mileto, recogido por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el encargo que el Señor le confió de anunciar «enteramente el plan de Dios» (Hch 20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo plenamente (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 49).
El contemplativo no sólo debe valorar la necesidad de comulgar con la fe común de la Iglesia de todos los siglos, sino que tiene que vivir con dolor las divergencias en la fe que surgen en el seno de la Iglesia católica e interceder no sólo para que se conserve la pureza de la fe, sino para que en torno a esta fe única se restaure y se fortalezca la unidad de la Iglesia. No podemos ser ingenuos e ignorar la crisis de fe que está en el origen de la crisis de la Iglesia en muchos de sus aspectos:
El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces (Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 21-12-2011).
No podemos dejar de vivir con preocupación el hecho de que esta dificultad de proclamar la fe común y única de la Iglesia esté afectando al organismo que tiene que velar por esa misma fe:
Hoy la crisis de la Iglesia ha entrado en una nueva fase: la crisis del Magisterio […]. Algunos de los que deberían transmitir la verdad divina con una precaución infinita no dudan en mezclarla con las opiniones de moda, incluso con las ideologías del momento23.
La vida espiritual, y de forma especial la vida contemplativa, necesita de una fe recta, de la comunión con la fe de la Iglesia; sin eso perderá su vigor y su rumbo.
De hecho, no se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Esta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia (GS 19) (Juan Pablo II, carta apostólica Tertio Millenio Adveniente [1994], 36).
· · ·
Solamente hay que ir hasta el final y reconocer entonces que todo el mundo está en peligro de dejar que la fe se diluya, empezando por el mismo obispo. A partir de ahí, puede perderse el sabor de la sal, y de hecho se pierde en estos «miembros principales» de la Iglesia, que son los contemplativos y las contemplativas. En la medida en que este supremo bastión de la fe es atacado, afirmo que estos son los últimos combates de nuestra cristiandad antes de su extinción. Naturalmente todo puede empezar de cero, como en tiempo de los bárbaros… Pero será después de la desaparición de nuestra cristiandad. Si no queremos esperar a que se produzca esta desaparición, es preciso esperar que al menos los contemplativos permanezcan. No hablo hoy de los contemplativos laicos (muy numerosos a mis ojos, por la misericordia gratuita del Espíritu Santo; quizá vuelva a hablar de esto y, de todas formas, estas Cartas les están destinadas). Pero, paradójicamente, hay comunidades menos protegidas que los laicos, porque están más expuestas al veneno de las teologías modernas. Confieso que pienso especialmente en las carmelitas, en parte porque las conozco mejor, en parte porque doy una importancia muy especial a su existencia. Si se corrompen, será una catástrofe irreparable y, como ya he dicho, el hundimiento de uno de los últimos bastiones de la fe24.
El contemplativo no sólo necesita evitar el error en la fe, sino cualquier ambigüedad que disminuya su vigor:
Lo esencial no es el hacernos caer en errores precisos, sino, por el contrario, dejarnos en la vaguedad, sumergir la Verdad en la vaguedad. Es imposible jugarse la vida por ideas vagas, y, por consiguiente, ser santo en esas condiciones: su fin está alcanzado, no habrá plenitud en la vida mística. Es tarea nuestra comprender el juego para no dejarnos engañar25.
Por lo tanto, no podemos ahorrarnos el esfuerzo de conocer la única fe de la Iglesia para profesarla y vivirla, para que nuestra oración y nuestra vida cristiana no se vea carcomida por el error o la ambigüedad.
Dado que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe (cf. 1Tm6,20), para que se insista oportunamente en todos los aspectos de la confesión de fe. En efecto, puesto que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la comunión (Francisco [Benedicto XVI], Lumen fidei, 48).
San Ireneo de Lyon, el santo padre que cita el Catecismo, tuvo que enfrentarse en el siglo II al peligro de las herejías de su tiempo, y uno de sus principales argumentos para buscar la verdad y desenmascarar la herejía era la fe transmitida por los apóstoles, la «regla de la fe»:
En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para san Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.
De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al aceptar esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo. Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia.
Con esos argumentos, resumidos aquí de manera muy breve, san Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los «intelectuales»: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter «secreto» de la tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los Apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera conocer la verdadera doctrina le basta con conocer «la Tradición que procede de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» (Contra las herejías III, 3, 3-4). De este modo, sucesión de los obispos -principio personal- y Tradición apostólica -principio doctrinal- coinciden.
b) La Tradición apostólica es «única». En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis. Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.
Hay un párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías: «Habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición» (I, 10, 1-2).
En ese momento -es decir, en el año 200-, se ve ya la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes de Alemania, España, Italia, Egipto y Libia, en la verdad común que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es, como dice él en griego, la lengua en la que escribió su libro, pneumática, es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, espíritu se dice pneuma. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia; es lo que la mantiene siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu, para san Ireneo, son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro Contra las herejías, «que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. (…) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia» (III, 24, 1) (Benedicto XVI, Audiencia general del 28 de marzo de 2007).
Tanto el texto de san Ireneo que recoge el Catecismo como la explicación del papa Benedicto XVI, subrayan que el criterio de la unidad de la fe es la fe apostólica (la Tradición), con el valiosísimo testimonio que supone encontrarse con la misma fe en lugares (y en tiempos tan distintos). Esa unidad se manifiesta en que la Iglesia católica es una única casa, con una sola alma, un solo corazón y una boca, cuando predica, enseña… y también cuando reza y ora. La unidad de la fe ofrece el camino de salvación, que es uno solo, y que es Jesucristo al que la fe común presenta con fidelidad. Esta conservación de la fe única no sólo no envejece, sino que rejuvenece en cada generación a la Iglesia que la profesa.
Estos mismos criterios, que ya empleaba san Ireneo y recoge el Catecismo, son los que hoy debe mantener la Iglesia y cada cristiano frente a los «inventos» de algunos «intelectuales», frente a la triste realidad de encontrarnos dentro de la Iglesia como en casas ajenas, escuchando diferentes bocas, de modo que ya no aparece ante el mundo el testimonio de que todos los creyentes tienen una sola alma y un solo corazón (Hch 4,32).
NOTAS
- Antes de introducirse en este tema es conveniente haber asimilado el primero de estos temas dedicados a la fe: «La respuesta a la Revelación: la fe».
- También debe haberse leído antes que este tema el anterior: «Características de la fe».
- Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), 163.
- J. A. Sayés, Compendio de teología fundamental. La razón de nuestra esperanza, Valencia 1988 (Edicep), 489-490.
- Aunque la encíclica es promulgada por el papa Francisco y pertenece oficialmente a su magisterio, la autoría intelectual pertenece en su mayor parte al papa Benedicto XVI: «Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal, pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones» (n. 7).
- Conviene recordar aquí todo lo dicho en el tema «La transmisión de la Revelación».
- Contemplativos en el mundo, Fundamentos, 124-125.
- San Cipriano de Cartago, De Ecclesiae catholicae unitate, 6: PL 4,503A. En el número siguiente cita al papa Pablo VI: «Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia […] para ser creídas como divinamente reveladas» (Credo del Pueblo de Dios, 20).
- J. Mouroux, Carácter personal de la fe, en L. Alonso Schökel (dir.), Comentarios a la constitución Dei Verbum sobre la divina revelación, Madrid, 2012 (BAC), 215.217.
- Sobre los símbolos de la fe trata el Catecismo en los n. 185-197.
- Téngase en cuenta que en el actual texto del Misal Romano (traducción castellana del año 2016, que refleja el texto de la tercera edición típica enmendada del año 2008) ambos credos comienzan con el singular «creo». Pero la diferencia «creo» – «creemos», que fielmente conserva el Catecismo puede verse en Dz 4.86. Probablemente la intención del Misal es subrayar en cualquier caso la dimensión personal de la fe, evitando que el compromiso personal de la fe se diluya en una profesión de fe común.
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 216.
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 216.
- «En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa (Credo […] Ecclesiam), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 750).
- Véase el comentario al n. 150 del Catecismo en el tema «La respuesta a la Revelación: La fe».
- Aparece tanto en la versión latina (in) como en la griega (eis).
- S. Pié-Ninot, La teología fundamental, Salamanca 2001 (Secretariado Trinitario, 4ª ed.), 543.
- Suma de Teología, II-II, q. 1, a. 9.
- Catecismo ordenado por el concilio de Trento y publicado en 1566.
- H. de Lubac, La fe cristiana, Madrid 1970 (Fax), 193, citado en Pié-Ninot, La teología fundamental, 545.
- O. Semmelroth, Mysterium Salutis, IV-1, 323, citado en Pié-Ninot, La teología fundamental, 545.
- Téngase en cuenta lo dicho en el tema «¿Cómo hablar de Dios?».
- Cardenal Robert Sarah, Se hace tarde y anochece, Madrid 2019 (Palabra), 107.
- M.-D. Molinié, Cartas a sus amigos, 11 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis. La douceur de n’être rien, Paris 2004 (Téqui), 1, 218-219).
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 4ª ed.), 167.