Descargar este documento en formato PDF
Contenido
1. Una nueva visión del examen de conciencia
El examen de conciencia es uno de los mejores instrumentos que tenemos para progresar en la vida espiritual, porque, de manera cotidiana y realista, nos ayuda a ir realizando un discernimiento espiritual profundo, que nos permite encauzar evangélicamente nuestra vida. Para entender su importancia, comenzaremos por realizar una visión de conjunto, para la que tomaremos algunas de las interesantes sugerencias de Jean Laplace1.
Ciertamente, el examen de conciencia, como reflexión sobre lo vivido, es recomendable incluso al margen de la fe, como un método necesario para corregir defectos o afirmar aciertos. Es una práctica de probada utilidad para quien desee progresar en la vida o tener éxito en cualquier empresa humana.
Para empezar, hemos de tener en cuenta que con cierta facilidad se ha deformado o malinterpretado la verdadera finalidad del examen de conciencia. De hecho, se suele convertir con frecuencia en una especie de examen exclusivamente moral de carácter jurídico. Quizá por eso encontremos actualmente una fuerte tendencia a desdeñar esta ascesis, porque se piensa que nos encierra en nosotros mismos o nos impide permanecer en la perspectiva de la gracia. Es más, para algunos es más ocasión de desánimo que medio para el progreso espiritual; y por eso se lo abandona con facilidad. Por lo tanto, para poder aprovechar este instrumento es necesario que superemos la visión limitada que sólo ve en el examen de conciencia un método para descubrir y enumerar los pecados cometidos en un determinado periodo de tiempo.
Más allá del reconocimiento de los pecados, el examen de conciencia nos permite descubrir la presencia de Dios en nuestra vida, la acción del Espíritu en nuestro interior y la respuesta concreta que damos a esa acción, que no siempre es la adecuada. A partir de aquí, podemos reconocer y acoger la acción del Espíritu Santo, precisamente por medio de los inevitables conflictos y deficiencias que surgen en nuestra vida. Realizando así el examen de conciencia cotidiano, adquirimos y mantenemos la actitud necesaria para el discernimiento y para permitir la acción de Dios en lo concreto de nuestra existencia.
Podríamos decir, entonces, que el examen de conciencia es el momento en el que la persona, tras haber estado atareada todo el día, vuelve en sí y se pone la mano en el corazón. Haya obrado el bien o el mal, considera ambas cosas exclusivamente en relación a Dios, y le dice a Dios: «Te ofrezco el mal que haya hecho, Señor, a fin de que sea para ti ocasión de manifestar tu amor y tu poder. Y te ofrezco también el bien que haya podido hacer, porque reconozco en él tu obra». Todo cuanto descubro en mí de odio, de amargura, de pereza, de sensualidad… lo reconozco y lo asumo, pero no para desanimarme ‑porque sé perfectamente que no conseguiré liberarme de ello por mí mismo‑, sino para exponerlo a la acción de la gracia de Dios.
En el fondo, hacer examen de conciencia consiste en saber situarme ante Dios y ponerme en el lugar adecuado en relación con él. El verdadero examen de conciencia cristiano me ayuda a mantener en mi vida cotidiana la visión nuclear de la fe que me descubre la realidad profunda de quién es Dios, quién soy yo y cuál es mi relación con Dios: soy amado por el Dios-Amor, que me llama a amarle en todas las cosas y en todo momento. Este ejercicio no me sirve sólo para detectar cuándo he abandonado esa visión, sino que me enseña a recuperarla y a mantenerla en las dificultades concretas que me han sacado de ella. De este modo, el examen diario de conciencia se convierte en una especie de posicionamiento permanente en nuestra fe en Jesucristo, un modo de ponernos en nuestro sitio por el que, desde el fondo de nuestro corazón, damos al Señor todo cuanto somos, para que él nos dé lo que él es.
Una de las expresiones más vivas de este nuevo posicionamiento ante Dios al que lleva el verdadero examen es la de san Alonso Rodríguez, cuando escribe: «Cuando experimento una amargura, pongo esta amargura entre Dios y yo, hasta que él la cambia en dulzura».
Una amargura es un hecho. Querer ejercer violencia sobre el hecho de nuestra dificultad, de nuestro pecado o de nuestra amargura para vencerlos, corre el peligro de aumentar la dificultad. Sucede como cuando uno tiene tanto miedo a equivocarse, que ese mismo miedo es el que provoca el error. Pero, por otra parte, no podemos dejar de ser conscientes y de reaccionar ante lo que ocurre en nosotros con respecto a esa división interior de la que habla san Pablo en Rm 7,14-25: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco». Entonces hemos de convertir el obstáculo reconocido en un medio para el progreso: presentamos al Señor este estado de nuestro ser para que él lo cambie. Y volvemos a comenzar de nuevo desde el principio. El examen de conciencia consiste en hacer entrar al Señor en el corazón mismo del desorden en que nos encontramos para que él actúe. Nos situamos así de lleno en el juego de la libertad y la gracia: me sirvo del poco de libertad que encuentro en mí, para ofrecerme totalmente a la gracia, y, transformado por ella, con una libertad acrecentada, ofrecerme aún más.
2. El examen de conciencia como oración
No debemos olvidar nunca que el auténtico examen de conciencia es ante todo una forma de oración. Por eso, la única manera de hacerlo bien es convertirlo en un verdadero momento de oración; porque sólo en clima de diálogo amoroso con Dios podemos ir aprendiendo de él a recibir el conocimiento que quiere darnos de nosotros mismos. Por medio de este modo concreto de orar que es el examen aprendemos a encontrar a Jesucristo dentro de lo más hondo de nuestro ser, en ese «dentro» de donde sale todo lo que mancha al hombre (cf. Mc 7,21).
El examen es también el gran medio para conservar la mirada y la experiencia de Dios alcanzada en la oración. Por eso es importante insistir en que, lejos de ser un modo de introspección agobiante y angustiosa, se trata del instrumento que tenemos para hacer de todo una ocasión para volvernos a Dios, seguros de que hasta las dificultades, si son vividas en Cristo, se convierten en camino de progreso y de unión con él.
Por medio del examen como oración entro en una nueva visión de la realidad, que no se detiene en la contemplación global de las obras de Dios en el universo, en Jesucristo y en la Iglesia, sino que aplica esta contemplación a mí mismo, descubriendo la obra que realiza Dios en mi vida para hacerme entrar en la dinámica del amor.
Gracias a este modo de llevar a cabo el examen de conciencia recuperamos cada día la visión del Principio y fundamento de los Ejercicios espirituales y mantenemos la Contemplación para alcanzar amor, descubriendo ciertamente los propios conflictos y pecados, pero superándolos con la mirada nueva que adquiere el que se encuentra realmente con Dios.
Para orientar adecuadamente nuestro examen interior, antes de ponernos a descubrir deficiencias y pecados, hemos de comenzar por una acción de gracias de lo vivido. Porque sólo después de reconocer y agradecer la obra de Dios en nosotros podremos enmarcar convenientemente nuestros errores y deficiencias en su verdadero contexto y darles su auténtico valor. El descubrimiento de la presencia amorosa de Dios en nuestra vida se convertirá, así, en la ocasión de contar con su misericordia ante nuestras infidelidades y miserias y ante las de los demás. Con ese convencimiento de la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo podemos mirar los pecados propios y ajenos de un modo diferente:
Si alguno peca, tenemos un abogado, Jesucristo el Justo. El ha muerto por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los del mundo entero (1Jn 2,1-2).
Nos hallamos, pues, en las antípodas de lo que podría ser un ejercicio de autoacusación que llevaría a la falta de confianza en nosotros mismos o que nos paralizaría por el miedo a pecar. Lo que hace el examen cotidiano es situarnos en el centro mismo de una libertad que no deja de crecer delante de Dios. Aun en medio de la banalidad de lo cotidiano, experimentamos que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28). La múltiple realidad en la que nos vemos sumergidos con el correr de los días se unifica cada vez más gracias a la intención de nuestro corazón, que se renueva y se purifica en el examen.
El examen de conciencia nos ayuda a mantener el esfuerzo espiritual impidiéndonos caer en la mediocridad o en la monotonía; teniendo en cuenta que en la vida espiritual el que no avanza retrocede. Sería un error concebir este medio para el crecimiento espiritual como una forma de autocomplacencia o de repliegue en uno mismo. El verdadero progreso espiritual consiste en salir de uno mismo para apegarse a Dios. El verdadero trabajo espiritual debe consistir en aceptar las necesarias purificaciones que la vida y las dificultades imponen a nuestro corazón, aún vacilante e indeciso. No debemos tratar, por tanto, de eludir las dificultades, porque a través de ellas vamos llegando progresivamente a amar a Dios y al otro por sí mismo. Y el examen de conciencia nos ayuda precisamente a reconocer esas dificultades interiores y exteriores y a ponerlas en relación con Dios, de modo que se convierten en un impulso para el progreso espiritual.
La práctica del examen resulta extraordinariamente útil para este esfuerzo espiritual porque nos mantiene a disposición del Espíritu Santo a partir de las realidades concretas que vivimos. En ella no tratamos tanto de analizar, ni de replegarnos sobre nosotros mismos ‑con una especie de narcisismo espiritual‑; tampoco se trata de un esfuerzo voluntarista para que no se nos pase nada por alto, debido al deseo de una perfección o impecabilidad que nadie nos exige más que nosotros mismos. El examen de conciencia consiste en una apertura de todo el ser al soplo de Dios, desde la certeza de que el Espíritu Santo no deja de actuar en nosotros, como no dejó de actuar en Jesús, si nos esforzamos en prestarle atención y permanecemos dóciles a su acción. Se trata, en definitiva y, ante todo, de un reconocimiento cotidiano de la presencia de Dios en nosotros y de su acción en nuestra existencia.
3. El examen de conciencia y el discernimiento
De lo dicho hasta aquí hemos de deducir que en esta forma de oración que es el examen de conciencia nos ocupamos de nuestra vida concreta, pero no sólo para descubrir los obstáculos que hay en ella, sino también para determinar, entre el abigarrado conjunto de nuestros pensamientos, cuáles provienen de nosotros y cuáles son inspirados por el buen o el mal espíritu. Concebido de este modo, el examen forma parte de esa tarea de discernimiento en la que se realiza lo que pide san Pablo:
Que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1,9-11).
Tal como lo estamos presentando, el examen nos hace aptos para encontrar a Dios en todas las cosas y para discernir su obra en nuestra vida. Y a partir de ahí, se convierte en un extraordinario medio para cooperar a la acción de Dios en nosotros y en el mundo.
Adquirir esta visión evangélica del examen interior no se consigue en un momento. Por ser un modo de orar, su naturaleza, como la de la oración y la de todo cuanto se refiere a la vida espiritual, sólo se descubre gradualmente. Quien se apresura en exceso y cree haber comprendido inmediatamente de lo que se trata, corre el peligro de hallarse enseguida en un callejón sin salida o de incurrir en esos excesos de los que tan frecuentemente se acusa al examen: escrúpulos, narcisismo, intelectualización, mecanización de la vida espiritual… Nada de esto deberá temer quien mire el examen como un medio para crecer en la libertad, en la autoconciencia y en la disponibilidad interior a la acción de Dios. Quien así lo vea podrá incluso, con absoluta confianza, aprovecharse de sus propios errores y pecados para llegar a descubrir progresivamente su propio modo de «examinarse» y se mantendrá espontáneamente fiel al mismo porque se encontrará a sus anchas en él. Y el fruto será la progresión serena y constante en la unión con Dios.
4. El examen de conciencia y el sacramento de la reconciliación
Finalmente hemos de añadir algo sobre la relación del examen de conciencia con la confesión. Para establecer adecuadamente esta relación hay que tener en cuenta que el sacramento de la reconciliación no es principalmente el acto por el que Dios nos ofrece un perdón «legal» de nuestros pecados, sino el instrumento por el que nos inunda con su misericordia, hasta el punto de que esa inundación no sólo se lleva por delante todos nuestros pecados, sino que nos sumerge plenamente en la vida divina, devolviéndonos nuestra condición limpia de hijos de Dios. En consecuencia, el examen de conciencia no tiene sólo la función de preparar la manifestación completa y sincera de los pecados al confesor, sino de disponernos a esa inundación de la gracia por medio del reconocimiento y de la aceptación de nuestra pobreza, alimentando, a la vez, la confianza en la misericordia de Dios, que es más poderosa que nuestro pecado; una misericordia que descubrimos presente y actuante en nuestra vida, también gracias al examen de conciencia.
El perdón, pues, que recibimos en el sacramento es una consecuencia del amor infinito e incondicional con el que Dios nos ama, y por el que Dios nos acoge con nuestras miserias y pecados. Por eso, el examen de conciencia tiene que disponernos a la actitud propia que debe caracterizar este intercambio: nos hace bajar hasta las profundidades oscuras de nuestro ser y nos lleva a entregarnos a Jesús tal como somos, para que él se nos entregue tal como es. Así, el intercambio que se produce en el sacramento de la penitencia consiste en que dejamos de ser nuestros y somos suyos; aceptamos que el Señor tome posesión de todo lo que constituye nuestra vida, incluso la maldad, tal como ha sido iluminado por el examen. Desde este punto de vista, el examen diario nos va disponiendo para confesarnos mejor.
Además, el ejercicio habitual del examen de conciencia no sólo nos facilita la celebración fructífera del sacramento de la penitencia, sino que nos ayuda a ir ordenando nuestra vida y, en definitiva, a la conversión, que es la meta fundamental del sacramento. Gracias a la realización del examen, tal como lo hemos planteado, podemos percibir toda nuestra vida, incluso sus realidades más negativas, con una luz nueva, la de la presencia y la voluntad de Dios; y así es como nos vamos transfigurando, no por un ejercicio de voluntarismo, sino como fruto de la presencia y la acción de Cristo en nosotros.
Lejos de ser motivo de desánimo, el examen de conciencia nos permite el reconocimiento, iluminación, aceptación y superación de estas realidades negativas y las convierte en una oportunidad para avanzar en el proceso de maduración espiritual, en el que buscamos reconocer a Dios en todo, entregarnos a su servicio por amor, y alcanzar la santidad, que es el fin para el que hemos sido creados.
5. Sugerencias concretas para el examen de conciencia
Los puntos que siguen no son propiamente un examen de conciencia, sino un material para que cada uno entresaque los aspectos que le permitan confeccionar un examen de conciencia adaptado a su realidad personal.
- ¿Me esfuerzo en reconocer mis pecados y limitaciones?, ¿los admito humildemente?
- ¿Me duele haber ofendido a Dios, que tanto me ama?
- ¿Procuro evitar los pecados veniales y las pequeñas faltas que desdicen de la finura de amor a la que Dios me llama?
- ¿Amo a Dios sobre todas las cosas, con una entrega total y generosa de mi vida?
- ¿Procuro la gloria de Dios por encima de todo o me preocupo en exceso de mí mismo, de mis intereses y de las cosas temporales?
- ¿He respondido con prontitud a las mociones del Espíritu Santo o las he ignorado o descuidado, arriesgándome a caer en el endurecimiento espiritual?
- ¿Convierto todo lo que me sucede en actos de adoración y amor a Dios?
- ¿Busco al Señor siempre y en todo?
- ¿Hago lo posible por conocerlo mejor cada día?
- ¿Se orienta mi vida al reino de Dios, viviendo como peregrino en camino hacia el cielo?
- ¿Intento agradar siempre a Dios, dispuesto a sacrificar todo a su voluntad, o me dejo llevar por mi propia voluntad?
- ¿Me esfuerzo por tener una conciencia recta y delicada?
- ¿Reparo con amor, oración y sacrificio las ofensas que los pecados -míos y de los demás- le causan a Dios?
- ¿He mantenido la presencia permanente de Dios, consciente de que es mi Padre y habita en mí?
- ¿He cuidado el recogimiento, o he caído en distracciones, conversaciones vanas o miradas inútiles?
- ¿He buscado el gusto sensible de las cosas de Dios por encima de la fidelidad a su voluntad?
- ¿He tomado el nombre de Dios en vano?
- ¿He sido fiel a la oración, preparándola, dedicándole un tiempo prolongado, cuidando la actitud, la postura, el silencio interior, el recogimiento, y luchando contra las distracciones, el cansancio o el sueño?
- ¿He orado buscando la comunión de amor con Dios por encima de los consuelos sensibles?
- ¿He alimentado mi fe y mi vida interior con la Palabra de Dios, la liturgia de las Horas, la lectura espiritual y la formación cristiana?
- ¿Participo frecuente e intensamente de la Eucaristía?
- ¿Trabajo para que el reino de Dios crezca en mí?
- ¿Mi esperanza está puesta en la redención eterna más que en objetivos humanos?
- ¿Acepto con humildad las gracias y consuelos que Dios me regala?
- ¿Soy consciente de los dones recibidos de Dios y vivo agradecido por ellos, empleándolos en su servicio, o los uso en mi propio beneficio?
- ¿Me reconozco pobre delante de Dios, aceptándolo todo como venido de su mano?
- ¿Confío en Dios en todo momento, especialmente en las dificultades, agradeciendo su presencia en todo cuanto sucede?
- ¿He sido consciente de la misión que Dios me ha encomendado en el plan de salvación? ¿Me he esforzado en cumplirla fielmente?
- ¿He tratado de conseguir mis objetivos y propósitos sin contar con la gracia, ignorando que Dios es el único que puede colmar los deseos que ha puesto en mi corazón?
- ¿He confiado más en mí mismo que en Dios, agobiándome por los problemas y tratando de resolverlos sin contar con él?
- ¿Acepto las desolaciones del alma, reconociendo que son consecuencia de mi pecado o gracia para mi purificación espiritual?
- ¿Me impaciento o desanimo ante la sequedad interior, como si tuviera derecho a las gracias sensibles de Dios?
- ¿Aprovecho la dificultad, prueba u oscuridad para purificarme y crecer en santidad?
- En los momentos de aridez interior, ¿he recortado mi entrega a Dios y al prójimo o he puesto más amor y fidelidad?
- ¿Acepto con naturalidad los inconvenientes que conlleva seguir a Jesucristo?
- ¿Amo, respeto y defiendo a la Iglesia, cooperando con mi entrega y mi oración a su santidad?
- ¿Colaboro a su sostenimiento material y al desarrollo de sus obras?
- ¿Trato de llevar el Evangelio al mundo entero, en la medida de mi vocación, posibilidades y circunstancias?
- ¿Me he mostrado abiertamente cristiano en mi vida privada y pública, dando testimonio de mi fe ante los demás?
- Mi vida, mis palabras y mis obras, ¿manifiestan un verdadero amor a Dios y al prójimo?
- ¿Vivo el espíritu de las bienaventuranzas como expresión de mi seguimiento de Jesucristo?
- ¿Conservo una mirada evangélica frente a las ideas y atractivos materialistas del mundo?
- ¿Me he dejado llevar por supersticiones (horóscopos, espiritismo, etc.), poniendo en riesgo la calidad de la fe?
- ¿He mantenido una actitud positiva, alegre y esperanzada, fruto de una mirada sobrenatural?
- ¿He sabido descubrir siempre lo bueno en todo y en todos o me he fijado más en lo negativo?
- ¿Procuro crear buen ambiente a mi alrededor o me dejo influir por el mal que me rodea?
- ¿He abrazado la cruz con amor generoso, alegrándome de poder ofrecer a Dios los sufrimientos y dificultades de la vida, sin vanagloriarme por ello?
- ¿He aprovechado la cruz para amar más abnegadamente a Dios y al prójimo o me ha llevado a centrarme en mí mismo?
- ¿He deseado o pedido a Dios que me libre de las dificultades y tentaciones para no sufrir, en vez de aprovecharlas para darle gloria?
- ¿Me he quejado o impacientado por no tener los consuelos espirituales y gracias que me gustarían?
- ¿Veo en el sufrimiento la mano providente de Dios?
- ¿Le doy a la cruz su verdadero sentido de participación en la pasión de Cristo?
- El sufrimiento, ¿me cierra sobre mí mismo o me hace generoso?
- ¿He exagerado mis padecimientos para llamar la atención?
- ¿Lucho seriamente contra las tentaciones y el mal o me permito concesiones con ellos?
- ¿Estoy predispuesto al trabajo y al sacrificio o trato de evitarlos?
- ¿Me he mortificado para acompañar al Señor en la cruz?
- ¿He dominado mis sentidos, impulsos y pasiones o he dejado que me dominen?
- ¿He sido austero en la comida, el descanso y las diversiones?
- ¿Me he fijado excesivamente en mí mismo, en mis cualidades, dificultades o méritos, buscando ser el centro de mi vida?
- ¿Me he preocupado más de mí y de mis asuntos que del prójimo y sus necesidades?
- ¿He sido discreto al hablar de mí mismo y de mis intereses?
- ¿Me he creído mejor que los demás o superior a ellos?
- ¿Procuro hacer siempre actos de amor a Dios y al prójimo o evito el desgaste propio del amor, buscándome a mí mismo?
- En mi vida espiritual, ¿me he dejado llevar por simples impulsos naturales en lugar de las inspiraciones del Espíritu Santo?
- ¿Vivo los temores, alegrías y esperanzas de mi vida con sentido puramente humano o les doy un valor sobrenatural?
- ¿He buscado con excesivo interés los placeres y compensaciones mundanos?
- ¿He procurado el éxito humano de mis actos por encima de su fruto sobrenatural?
- ¿Me he permitido disfrutar de algo a lo que sabía que debía renunciar por amor al Señor?
- ¿He caído en la susceptibilidad?
- ¿He sido curioso, indiscreto o entrometido?
- ¿Me he mostrado engreído o autoritario?
- ¿Actúo con espíritu de servicio o me sirvo de los demás para mis fines?
- ¿Presto atención a las habladurías, modas y novedades del mundo?
- ¿He juzgado favorablemente mi proceder y con dureza el ajeno?
- ¿Soy bondadoso en mis pensamientos, palabras y actos?
- ¿Amo al prójimo por compasión o simpatía naturales o como expresión del amor que Dios ha derramado en mi corazón?
- ¿Coopero por todos los medios al crecimiento y la santidad de aquellos que Dios me ha encomendado?
- ¿Hago míos los problemas, necesidades y sufrimientos del mundo, de la Iglesia y del prójimo, compartiéndolos con Cristo crucificado a través de la intercesión y la caridad fraterna?
- ¿Utilizo mis bienes, dinero, capacidades y tiempo en mi beneficio o para expresar mi amor a Dios y al prójimo?
- ¿He estado atento a las necesidades de los demás?
- ¿Busco formas concretas de socorrer a los pobres?
- ¿He ayudado a quienes he visto necesitados?, ¿lo he hecho discretamente o he procurado hacerme notar?
- ¿Procuro el bien de los que me rodean o me sirvo de ellos para mis intereses?
- En mis acciones, ¿busco hacer el bien o que me quieran, valoren o reconozcan?
- ¿He dado mal ejemplo a los demás?
- ¿He movido a otros a pecar con mis palabras o mi comportamiento?
- ¿He juzgado interiormente a alguien?
- ¿He sido discreto y respetuoso al hablar de otras personas?
- ¿He consentido en juicios, críticas, murmuraciones o calumnias?
- ¿Soy sincero en lo que digo y hago o he mentido o disimulado la verdad?
- En mis conversaciones, ¿transmito paz o genero tensión?
- ¿Acepto al prójimo tal como es, con sus defectos y limitaciones?
- ¿He tratado a todos por igual o hago acepción de personas?
- ¿Respeto la vida, la libertad y la fama del prójimo?
- ¿Me he aprovechado de alguien de alguna forma?
- ¿He tratado de imponer mi voluntad a los demás?
- ¿He deseado desordenadamente los bienes materiales o espirituales de alguien?
- ¿Me he irritado o impacientado interior o exteriormente?
- ¿He consentido en desear algún mal al prójimo?
- ¿He perdonado y tratado de olvidar el daño y las ofensas que me han hecho?
- ¿Amo a los que me han herido, procuro su bien y rezo por ellos?
- ¿Pido perdón cuando es necesario?
- ¿He sido paciente con los errores o faltas del prójimo y las dificultades de la vida?
- Mis imperfecciones y faltas, ¿me impacientan y enfadan o me hacen más humilde?
- ¿Mi paciencia es alegre y sobrenatural o me limito a soportar las dificultades?
- ¿Me desanima mi falta de progreso en la virtud, como si quisiera ser santo inmediatamente?
- ¿Me agobio por mi progreso espiritual, como si la santidad dependiera principalmente de mí?
- ¿He sido perfeccionista, buscando más el detalle externo que la actitud interior?
- ¿Me he inquietado porque las cosas no hayan salido según mis planes?
- ¿He reprochado alguna cosa a alguien?
- ¿Me he quejado?
- ¿Me he excusado?
- ¿He buscado los errores y pecados ajenos con la excusa de un interés o una caridad falsos?
- ¿Me he enfadado con el prójimo por defectos de los que no es responsable?
- ¿He sido injusto o arbitrario con los demás?
- ¿He defendido a los débiles u oprimidos?
- ¿Realizo mi trabajo y obligaciones con espíritu de servicio?
- ¿He cumplido mis deberes cívicos?
- Cómo conductor o viandante, ¿me he comportado con prudencia y respeto hacia los demás?
- ¿Soy pobre en el empleo de las capacidades, energías, tiempo, dinero y medios que poseo?
- ¿He sido ordenado con mis cosas y mi tiempo?
- ¿Comparto mis bienes con los necesitados?
- ¿Me he entregado a los demás generosamente con todo lo que tengo?
- ¿Valoro el esfuerzo y la fidelidad o prefiero los resultados a cualquier precio?
- ¿Aprovecho el trabajo y el cumplimiento del deber para expresar mi amor a Dios y al prójimo?
- ¿He cumplido mi deber con sencillez, generosidad y paz?
- ¿Realizo mis tareas con responsabilidad, paciencia, puntualidad y alegría?
- ¿Hago lo posible para favorecer la justicia y el bien en mi entorno?
- ¿Trabajo para que se haga presente el reino de Dios en el mundo?
- ¿Procuro superarme y ser mejor cada día o me acomodo a las circunstancias?
- ¿Me esfuerzo por corregir mis malas inclinaciones?
- ¿He sido perezoso o negligente?
- ¿He caído en la ociosidad?
- ¿Transparenta mi vida el espíritu evangélico, caracterizado por el gozo constante y la sencillez en el trato?
- ¿He comunicado paz y alegría a los que me rodean?
- ¿He aceptado la soledad, la incomprensión y las dificultades?
- ¿He sido fiel y delicado en mi entrega absoluta a Dios?
- ¿He cuidado la castidad como expresión de mi amor al Señor y de mi condición de templo suyo?
- ¿He buscado o permitido afectos, amistades o relaciones que, aún siendo buenos, han dificultado el crecimiento en el amor absoluto a Dios?
- ¿He sido delicado y honesto en mis conversaciones, actitudes, vestido y trato con los demás?
- ¿He ofendido a Dios con alguna falta contra la pureza?
- ¿He actuado con rectitud de intención?
- ¿Son limpias y evangélicas mis motivaciones?
- ¿He dejado de actuar con autenticidad y libertad por quedar bien ante los demás o por respeto humano?
NOTAS