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1. Santificados en la verdad en medio del mundo

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,14-19).

El cristiano vive en medio de un mundo que rechaza la verdad, especialmente la Verdad de Dios, o, por mejor decir, la Verdad que es Cristo, el Hijo de Dios e icono perfecto del Padre. Jesús conoce bien el conflicto que supone este rechazo y cuenta con el enfrentamiento entre el Mundo y la Verdad; un enfrentamiento a muerte que no pretende eliminar o evitar, sino que asume con realismo y al que da respuesta con la entrega de su propia vida como máximo servicio a esa Verdad que encarna y de la que depende la salvación de la humanidad.

Por todo esto, en su oración al Padre Jesús no le pide que aparte o libere a sus discípulos -a nosotros- del mundo, sino que seamos «santificados» ‑consagrados‑ (por él) en la verdad (cf. Jn 17,15-19), que es su Palabra ‑el Verbo‑, él mismo. De modo que el Padre acepta la consagración por la cual el Hijo se le entrega plenamente. Pero, por tratarse de una consagración u ofrenda sacrificial, necesita de un altar y una inmolación. Y ¿cuál puede ser el «altar» más adecuado para entregar la vida «en la verdad» que el mundo de la mentira? Así, la Cruz, que es la mayor expresión del mal, del pecado y de la mentira del mundo es, por eso mismo, el altar sobre el que el Hijo de Dios realiza su consagración -por amor- en la entrega sacrificial de su vida al Padre; una entrega que es fruto de su fidelidad a la Verdad.

Como cristianos somos seguidores de Cristo y, por eso mismo hemos de ser primero buscadores de Cristo y de la verdad. Nuestra vida tiene que orientarse plenamente a esa búsqueda, para lo cual debemos comenzar por contemplar profundamente a Cristo en su inmolación al Padre en la verdad, para empaparnos de este misterio hasta poder reproducirlo en nuestra propia vida. Como veremos más adelante con todo detalle, Jesús se inmola en la cruz, en un acto de ofrenda y holocausto, para que sus discípulos sean «santificados en la verdad» (Jn 15,17), algo que no podemos hacer sino reviviendo en nosotros el acto consecratorio del Señor a través de un modo de ser y de vivir que reproduzca el mismo ser y la misma entrega del Redentor.

Entrar en esta identificación exige necesariamente una profunda contemplación de Jesús en su inmolación sacrificial en el altar de la verdad, a manos de un mundo que encarna la mentira. Lo cual nos empuja a entrar en un modo de contemplación de Cristo que nos empape del misterio de su armonía esencial entre sus naturalezas divina y humana, entre lo que es, lo que piensa, lo que dice y lo que hace.

«Santificarnos en la verdad» es, por tanto, la respuesta salvadora a la mentira y al odio del mundo. Eso, que es lo que nos distingue del mundo es, a la vez, lo que constituye nuestra misión en él, como cooperadores de Cristo en la redención del mundo. Se trata de algo tan importante que es, precisamente, lo que Jesús le pide al Padre para los suyos en los momentos previos al comienzo de su pasión; tan importante, que él mismo lo asume y se «santifica» a sí mismo por medio de su pasión para que nosotros seamos santificados en la verdad, con el sentido que tiene la expresión «santificar» como el acto sacrificial por el que uno es consagrado por Dios para convertirse en su propiedad por la vía de la inmolación ‑cruenta o incruenta‑ de la propia vida por amor. Y el hecho de que sea una consagración «en la verdad» tiene como consecuencia práctica inmediata una autenticidad que unifica el ser que recibimos de Dios con las palabras y las acciones con las que manifestamos en nuestra vida nuestro ser verdadero, que es sobrenatural.

Todo esto puede parecer a simple vista demasiado elevado o teórico, por el mero hecho de que no se acomoda fácilmente a nuestra razón. Y de ahí a la tentación de desecharlo sólo hay un paso, que nos evita el desgaste de la búsqueda y nos regala la comodidad de lo razonable, reproduciéndose en nuestro interior el enfrentamiento entre el Mundo y la Verdad. Sin embargo, es algo de tal importancia que, en vez de tratar de doblegar este misterio a nuestra razón, deberíamos, como buscadores de la Verdad, doblegar nuestra razón al misterio a través de la contemplación y la adoración, colocándonos, humildemente, ante la luminosidad del Hijo de Dios en su autenticidad. Con esa actitud, la contemplación amorosa de Jesucristo nos introduce en el asombroso resplandor que irradia el Hijo de Dios; una luz que él nos quiere regalar, a través del Espíritu Santo, para guiarnos «hasta la verdad plena» (Jn 16,13) y convertirnos, también a nosotros, en «luz del mundo» (Mt 5,14).

Por este camino, la contemplación del Señor nos tiene que llevar al deseo y a la búsqueda de la imitación de su autenticidad; y, a la vez, a descubrir lo que contradice nuestra condición de discípulos del Testigo de la Verdad (cf. Jn 18,37) que es Cristo. A partir de aquí podemos realizar un preciso discernimiento de nuestra autenticidad evangélica, para descubrir la calidad de nuestra vida espiritual y del conjunto de elementos que configuran nuestro seguimiento de Cristo.

Nuestro trabajo en este momento consiste en dirigir la mirada al Señor, objeto fundamental de nuestra contemplación, para dejarnos fascinar por la armonía existente entre su ser y su acción, así como la que irradia su sacrificio para que nosotros seamos santificados en la verdad. Y, a partir de esa contemplación, podremos ponernos a nosotros mismos ante esa luz, que dimana de la autenticidad del Hijo de Dios, para que queden en evidencia las sintonías o discrepancias que existen con nosotros y, desde ahí, nos dejemos arrastrar por el Espíritu Santo a ser santificados en la verdad en el mismo holocausto de Cristo.

Pero antes de entrar en esa contemplación, es necesario que tomemos en consideración la situación del mundo en que vivimos, para comprender la necesidad que tenemos de «santificarnos en la verdad» como el Señor quiere y conocer las dificultades concretas que ello supone. Es en este mundo, que rechaza a Jesús y a los discípulos, en el que hemos de ser testigos de la verdad; es más, este mundo adverso es la circunstancia en la que se realiza la «santificación en la verdad»: en este mundo concreto tenemos que vivir, a contracorriente, la verdad de Cristo; este mundo hostil es el que convierte el testimonio cristiano en martirio, en sacrificio que nos santifica y que salva a la humanidad. Por ello, aunque nuestra contemplación se dirige a Cristo, no podemos olvidar el mundo del que el Señor no quiere separarnos, al que nos envía y que es ocasión de un testimonio que se convierte en ofrenda sacrificial.

Para entender la relación entre la oración contemplativa y la conciencia o preocupación sobre las realidades del mundo fijémonos en la diferencia que existe entre mirar y ver. Cuando miramos a alguien nos fijamos en él, pero eso no nos impide ver, a la vez, lo que hay alrededor de esa persona: nos fijamos en ella, que es el objeto de nuestra mirada, pero vemos el resto. Por el contrario, si nuestro interlocutor no nos interesa, fácilmente desviamos la mirada para fijarnos en algún objeto de alrededor: seguimos viendo a aquella persona, pero miramos al otro objeto. Lo mismo sucede con la oración contemplativa, que consiste en fijar nuestra atención en Dios, concentrando en él todos nuestros sentidos y capacidades; lo cual no es incompatible con ver lo que sucede a nuestro alrededor. De ese modo, podemos establecer un íntimo coloquio de amor en el silencio de esa mirada atenta a solo él, mientras que tenemos presente, en otro nivel, la conciencia del resto de realidades que, al estar presentes a nuestra vista, quedan incorporadas así a la misma contemplación.

Esto tiene su traducción directa a la vida en dos actitudes paralelas a la mirada y a la vista, que son la preocupación y la ocupación. La «pre-ocupación» es la actividad interior por la que nos centramos en alguna realidad, normalmente futura, que puede comportar problemas o sufrimientos y exige de nosotros soluciones adecuadas. Por el contrario, la «ocupación» es la sencilla ejecución de nuestras tareas ordinarias, que no comporta preocupación alguna y podemos realizar de manera natural y mecánica. Si esto lo aplicamos a Dios, veremos que de ello depende toda nuestra vida, que puede tener dos orientaciones absolutamente distintas, con resultados muy desiguales. Una actitud, la del contemplativo, es la del que se preocupa sólo de Dios y se ocupa de todo lo demás, para lo cual mira sólo a Dios y se limita a ver el resto. La otra actitud es la propia de quien se preocupa de diversas realidades humanas y se «ocupa» de Dios, como corresponde al que mira esas realidades, aunque vea también a Dios. En el primer caso, la oración se convierte en la expresión de la centralidad de Dios y el instrumento para vivir todas las demás realidades como simples «ocupaciones», con paz y alegría; mientras que, en el segundo caso, la oración es una mera «ocupación», porque la atención y preocupación están puestas en realidades que no son Dios.

Así pues, con ese sentido de atención contemplativa, vamos a mirar a Jesús, para descubrir en él la autenticidad como valor evangélico que garantiza la verdad de nuestro testimonio. Pero antes de empezar, es necesario que aclaremos brevemente la distinción que existe entre la autenticidad y la sinceridad. Por ésta entendemos la coherencia que existe entre lo que uno piensa y lo que dice, algo que tiene que ver con la fidelidad a la verdad, pero que afecta principalmente a lo que uno piensa o cree. De hecho, uno puede ser verdaderamente sincero manifestando una verdad en la que cree, aunque no la viva, mientras que la autenticidad exige que uno viva ‑o intente vivir‑ esa verdad en la que cree. De tal modo que no hace falta decir nada para ser «auténtico»: la propia vida trasparenta y hace verdad lo que uno cree. En ese sentido, el mismo Jesús puede decir que los cristianos somos «la luz del mundo» (Mt 5,14), no porque pregonemos la luminosidad de la luz, sino porque iluminamos con ella a nuestro alrededor «con nuestras buenas obras» (Mt 5,16).

2. El mundo al que nos envía el Señor

a) Un mundo que rechaza la verdad

Vivimos en un tiempo caracterizado por las tremendas presiones que hemos de soportar en todos los ámbitos de la vida y que son fruto de las mentiras y manipulaciones con las que el mundo intenta adueñarse de nosotros. Esto es posible, en gran medida, porque los medios de difusión son capaces de extender en un instante cualquier opinión o juicio sin ofrecer ninguna garantía de veracidad e impidiendo, a la vez, el más elemental discernimiento. El resultado es un desprestigio generalizado de la verdad, que ha sido sustituida por la moda y la conveniencia en el pensar o en el actuar. Se ha llegado hasta el punto de crear un nuevo concepto, el de la «postverdad» o verdad de los tiempos postmodernos, que no es otra cosa que la aceptación acrítica de la mentira oficial y, por tanto, la renuncia a encontrar la verdad. De hecho, ya no importa que algo sea verdad, basta con que sea admitido como verdadero por la mayoría. Una mayoría que, con frecuencia, puede no ser tal, sino una mentira más apoyada sobre estadísticas manipuladas o sobre una eficaz propaganda.

Esto, que en nuestro mundo occidental y en nuestros días parece exacerbado, no es, sin embargo, algo nuevo, aunque hayamos conseguido perfeccionar un mal endémico en la historia de la humanidad. Así, hemos aceptado como normal la mentira sistemática en la política, en la educación, en la moral o las finanzas, y no sólo en sus manifestaciones más burdas, sino también en las formas solapadas de equilibrios y componendas que se defienden como logros positivos. Pero, en el fondo estamos ante el mismo comportamiento de Pilato preguntándose «¿qué es la verdad?» (Jn 18,38) para traicionar su convencimiento de la inocencia de Jesús frente a las presiones de los judíos poderosos. Es la historia que, abierta o solapadamente, se repite, una y otra vez, a lo largo del tiempo hasta llegar a expresiones tan descaradas como la defensa de la mentira como «arma revolucionaria», por parte de Lenin; o del exterminio judío, que hace Joseph Goebbels, como un servicio a la humanidad, amparándose en su famoso principio de que «una mentira mil veces dicha, se convierte en una gran verdad». Aunque, realmente, era consciente de que, en el fondo, el verdadero fruto de la mentira no es tanto engañar a la gente, sino ayudarles a engañarse a sí mismos.

Y, en la medida en que la Iglesia se empapa del espíritu del mundo se ve sumergida en los mismos males que aquejan a la humanidad, una de cuyas consecuencias es la utilización de la mentira como instrumento de gobierno en la misma Iglesia. Es algo de lo que no debemos extrañarnos, ya que junto a la gracia y la virtud siempre acecha el demonio, que es el padre de la mentira (cf. Jn 8,44). Esto es, por ejemplo, lo que se pudo ver con ocasión de la grave crisis mundial de la pandemia del coronavirus en 2020, donde se puso de manifiesto, de manera clara y grave, esta realidad cuando, desde el Papa a la mayoría de los obispos, ejercieron su autoridad pastoral para prohibir las misas, apoyándose en que «en este momento, lo importante es la salud». Esta verdad, aceptada comúnmente, contradice la verdad auténtica, que afirma que lo verdaderamente importante es la salvación; en función de lo cual, nunca deben supeditarse los medios sobrenaturales a los medios sanitarios. Precisamente porque lo más importante es la salvación eterna y la salud espiritual, la Iglesia debería haber facilitado a los fieles, con las naturales medidas sanitarias, el acceso a los sacramentos, especialmente a la eucaristía. Y, en vez de hacerlo posible, lo impidió.

Quien valora y busca la verdad no puede dejar de verse influido por esta presión de la mentira que oprime al mundo; y debe saber que los criterios que recibe del exterior suelen estar viciados por un ambiente general profundamente condicionado por una visión que falsea la realidad. Ante un panorama tal, es muy difícil no caer en el desaliento, la perplejidad, la frustración y el sentimiento de impotencia. Y es que la verdad, siendo una realidad de gran fuerza, no deja de poseer cierta fragilidad frente a la mentira, que aparece poderosa cuando se presenta como verdadera porque viene orquestada con todo tipo de artificios. Sin embargo, no estamos condenados a sucumbir al yugo de la manipulación y la mentira puesto que existe un camino para liberarnos de esa esclavitud: sólo la contemplación de Cristo-Verdad nos permite descubrir la auténtica fuerza de la verdad que posibilite derrotar la aparente invulnerabilidad de la mentira.

b) Entre las dos mentiras del pesimismo y del optimismo

Si a los errores, pecados y limitaciones humanos añadimos la mentira ‑personal o ambiental‑, podemos llegar al convencimiento de que hay multitud de problemas ‑sobre todo los más importantes‑ que no tienen remedio. Desde conflictos internacionales, muy difíciles de justificar, hasta situaciones personales desconcertantes, pasando por las falsedades e injusticias provenientes de las mismas instituciones entre las que se desarrolla nuestra vida. Y aquí no se puede hacer excepción de la misma Iglesia, garante y poseedora de la Verdad -que es Jesucristo-, pero afectada, en mayor o menor medida, por las lacras de nuestro tiempo.

Ante este panorama, la tentación en la que caemos fácilmente para evitar el enfrentamiento con la mentira y sus consecuencias consiste en lanzarnos por la pendiente de la ingenuidad o la del pesimismo, que son dos formas diferentes de mentira que comparten la misma finalidad: permitirnos huir de la verdad y sus dolorosas consecuencias.

El primer paso que damos en esta línea consiste en caer en la prisa y la exigencia de inmediatez en la resolución de problemas. Frecuentemente, cuando decimos que algo «no tiene solución», estamos diciendo, en realidad, que «no tiene una solución fácil, instantánea y a nuestro gusto». Este error de visión nos desanima e impide que nos apliquemos a la tarea de descubrir lo esencial. Cuando aparece una epidemia, por grave que sea, no se pide a los biólogos que se pongan a actuar frenéticamente, ni se les exige cualquier «solución» inmediata, sino que se pongan a investigar, con toda seriedad y rigor, y avisen cuando encuentren la solución al problema. Aunque no siempre se actúe así, ése debería ser el camino a seguir, dado que las consecuencias de no hacerlo así son siempre gravísimas.

Frente al agobio que crean los problemas y para librarnos de él hemos desarrollado un optimismo ingenuo que se niega a aceptar la verdad de las situaciones problemáticas o dolorosas, y cierra los ojos a los problemas y a sus consecuencias. Este optimismo suele apoyarse en el dogma que afirma que la sociedad avanza en un progreso imparable que no tiene marcha atrás y, por tanto, a pesar de las apariencias y las dificultades, las cosas acabarán resolviéndose adecuadamente.

Este optimismo se fundamenta, entre los mismos cristianos, en la verdad incontestable de que el Evangelio nos llama a una mirada positiva y constructora del mundo nuevo al que Dios nos invita. Lo cual es verdad; pero hemos de distinguir entre la esperanza cristiana, que cuenta con el mal y con la cruz, y el optimismo ingenuo, que no tiene que ver con el Evangelio, y que, ante los problemas, afirma de forma voluntarista y sin ningún fundamento, que «no pasa nada» y que «todo saldrá bien». De hecho, esta visión, carente de una referencia esencial a la verdad de la situación del mundo y a la propuesta de Dios, por muy evangélica que parezca, se perderá en la utopía más estéril y jamás dará fruto.

No es solución la ingenuidad, como tampoco lo es el catastrofismo negativista que afirma ante los grandes problemas que, dadas las circunstancias, «no hay solución» y «no se puede hacer nada». Estas afirmaciones del pesimismo son tan falsas como las del optimismo, que sostiene que todo tiene fácil e inmediata solución con un poco de buena voluntad. En ambos casos se niega la verdad, o, lo que es más peligroso, se recorta y se convierte en una media verdad, que es la peor de las mentiras.

Ciertamente tendremos que reconocer que existen cosas que no tienen remedio; pero, en principio, no podemos precipitarnos en ese juicio. No todo está perdido, como tampoco todo está ganado de antemano. Por este motivo, conviene que nos detengamos un momento, intentando hacer un serio análisis que nos permita descubrir la verdad de las realidades que nos toca vivir.

En primer lugar, cuando decimos que algo no tiene arreglo, ¿estamos seguros de ello? A veces se afirma esto por ciertas impresiones, por comentarios o modas, o incluso por pereza o por cobardía ante los problemas. En el fondo, la causa de esta actitud suele estar en nuestro interés por convencernos o demostrar que los problemas no tienen remedio para evitarnos el trabajo de intentar remediarlos. No obstante, por eso mismo, se hace necesario que nos enfrentemos a los problemas, tanto generales como particulares. Y hay que hacerlo con el arma más poderosa que tenemos, que es el pensamiento; lo que no significa que sólo tengamos que aplicar la mera razón o una cierta lógica a estas situaciones. Estamos inundados de afirmaciones, de juicios o profecías muy «razonables» y muy «lógicos», pero que no conducen a nada. La misma teología o la espiritualidad actuales están plagadas de tópicos que se dan por válidos porque son razonables y que, sin embargo, no son verdaderos. Es imprescindible un ejercicio «elevado» de la inteligencia, no un mero análisis superficial de unos cuantos elementos aislados. Porque, precisamente, lo que «no tiene arreglo» es la realidad vista de este modo recortado y al margen de la verdad completa.

Por otro lado, como parte de este ejercicio de sinceridad, hemos de plantearnos siempre si en esas situaciones difíciles o sin remedio hemos hecho o hacemos todo lo que está en nuestra mano, en fidelidad a lo que es nuestro ser y nuestra misión. No vaya a ser que nos quejemos de situaciones de las que somos plenamente responsables.

Con frecuencia se suele caer en una actitud negativa que lleva a complicar más lo que podría tener remedio y que, por una injustificada generalización, hemos dado por perdido. Por esa razón, al plantearnos este tipo de situaciones debemos revisar con sinceridad si hemos utilizado todos los recursos disponibles a nuestro alcance antes de declarar que algo no tiene solución.

Finalmente, cuando se ha reconocido la verdad de la situación, queda la aceptación. Por supuesto, se trata de una aceptación que nada tiene de desalentada resignación pasiva, sino de una actitud que, contando con la verdad de la realidad, mantiene una disposición activa y esforzada. Una vez llegados a la conclusión de que determinadas realidades no tienen arreglo ‑o bien que éste no está en nuestra mano‑, hemos de afirmar claramente que ese hecho no debe ser motivo de desánimo o derrotismo, porque todo lo que no puede arreglarse puede ser aceptable y llevadero con una determinada actitud. Descubrir y generar esta actitud realista es un trabajo esencial de autenticidad. Esto es lo verdaderamente positivo, muy lejos de la inútil ingenuidad o del catastrofismo negativista. Y, si bien no podemos evitar tener que enfrentarnos a problemas que no se pueden «resolver», podemos hacerlo sabiendo que se pueden «disolver» si los afrontamos desde una óptica verdadera y más elevada.

El único optimismo que me fascina es el de los santos; porque, a su lado, enseguida sentimos que han medido y miden cada día en su carne el peso del misterio de la iniquidad […]. No hay optimismo cristiano sin alguna forma de participación en esta Agonía. Tampoco hay pesimismo cristiano sin participación en la paz y en la bienaventuranza que siguen actuando en el corazón mismo de la Agonía de Cristo1.

c) La mentira de la mediocridad

A la hora de considerar las tentaciones contra la verdad y la autenticidad debemos tener en cuenta que la mediocridad es una de las formas más habituales que empleamos para defendernos de la verdad y del compromiso que conlleva. El «arte» de la mediocridad consiste, en esencia, en lograr mantenernos aparentemente en la verdad cuando, en realidad, estamos refugiados en la mentira, tratando de conseguir los beneficios de ambas y eludiendo sus inconvenientes. Esto se hace defendiendo unas verdades teóricas, más o menos razonables, pero desvinculándolas de la realidad, y actuando en función de esa teoría que parece lógica, pero no tiene nada que ver con la realidad en su conjunto. Se trata de un estado intermedio entre la afirmación de la verdad y la negación de ésta, lo que produce una apariencia de verdad, cuando, en realidad, es una falsificación de la misma. En este sentido podrían ser muy esclarecedoras y dignas de seria meditación las palabras de san Bernardo: «¡A cuántos he conocido muy tristes por percibir la verdad y mucho más porque no podían acogerse a la ignorancia como excusa, por no cumplir lo que conocían como exigencia de la Verdad!»2.

Cualquiera que intente tomarse en serio el Evangelio, o simplemente trate de vivir en la verdad, sentirá de inmediato la presión del mundo que nos empuja a recortar la verdad y nos lleva por las sendas de la mediocridad. Debemos ser conscientes de la permanente fuerza con la que el mundo tiende a atraparnos en la falsedad y la mentira; mientras que Dios, por el contrario, nos llama a la verdad, de donde brota la verdadera libertad, según las palabras de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Y ante esta situación de enfrentamiento, el arma con la que cuenta el cristiano para rescatar la verdad en medio de tanta maraña de falsedades es el discernimiento evangélico. Sin esa técnica singular, que nos descubre la voluntad de Dios en lo concreto de nuestra vida, resulta muy difícil eludir la tentación de la mediocridad que siempre acecha al creyente.

Esta presión a la que nos estamos refiriendo, unida a otras influencias externas e internas, origina en el cristiano el frecuente proceso de deterioro de la autenticidad que desemboca en la mediocridad y que puede resumirse en los siguientes pasos:

  • 1. En cierto momento una persona tiene un fuerte convencimiento de la verdad que le propone Jesucristo, cree en la posibilidad de seguir esa verdad y se entrega a ello.
  • 2. A medida que aparecen las dificultades exteriores e internas, esa persona cae en la cuenta de que seguir fielmente a Jesucristo es algo gozoso y apasionante, pero costoso. Si no se empeña fielmente en vencerse y en ser fiel a lo que ve como verdadero, acaba desanimándose y reconociendo que «aunque esto que pretendía es verdad, sin embargo, no es para mí, puesto que mis circunstancias, capacidades, etc. lo hacen imposible»; es decir: «El objetivo que me proponía es válido en general, pero no para mí». Así es como uno mismo se convierte en la excepción al principio general al que aspiraba.
  • 3. Pero como a nadie le gusta ser excepción «negativa», el sujeto busca todos los ejemplos posibles de «excepciones» como la suya, de tal modo que, poco a poco, consigue generalizar lo que era una excepción, hasta convertirlo en lo general, de modo que uno puede plantearse el objetivo del siguiente modo: «Esto es tan difícil que no se puede conseguir. Sólo unos cuantos privilegiados ‑la excepción‑ pueden lograrlo».

Y así es como consigue uno la justificación para su mediocridad y la tranquilidad de conciencia de que está llamado solamente a alcanzar el proyecto que tiene más a mano, por el cual no tendrá que pagar un precio excesivo, sino que, precisamente, el objetivo coincidirá, en gran medida, con aquello mismo que está viviendo. Evidentemente, si uno aspira a eso mismo que vive, le resulta muy fácil alcanzarlo.

Las consecuencias de este proceso son muy graves, porque suponen que se acepta como normal la mentira de que la santidad, como vivencia seria y radical del Evangelio, estaría reservada a una minoría selecta. Cuando el Señor nos dice que «muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mt 22,14) no se está refiriendo a una especie de examen de selectividad para escoger a una élite, sino que «todos» (el amplio significado de muchos en hebreo) son los llamados y pocos los que responden de verdad al llamamiento.

d) La necesidad de una mirada que descubra la verdad

No cabe duda de que la presencia tan viva del mal en el mundo, puesta de manifiesto por las diferentes formas de mentira que lo empapan, hace muy difícil que mantengamos fija en el Señor la mirada limpia y serena propia de la contemplación. De hecho, el mundo intentará colocarse frente a nosotros como un filtro que nos impida percibir alguna luz que esté fuera de él. Esto se ve claramente en las realidades ordinarias de nuestra vida que se nos imponen como permanentes urgencias que reclaman una atención que deberíamos dedicar a lo que realmente es lo más importante, lo que se traduce en el desconcierto ante la falta de sentido sobrenatural de lo cotidiano y en el desánimo por perder, como consecuencia, el horizonte de la voluntad de Dios en nuestra existencia.

¿Y qué pasa cuando no vemos claro en medio de esta maraña? Posiblemente sea nuestro caso ahora o pueda serlo en otro momento. Lo habitual, cuando estamos desconcertados, es que nos vengan las prisas por ver claro, la angustia ante la oscuridad, y, en definitiva, el desánimo y la desesperanza. Sin embargo, precisamente en esos momentos es cuando debemos avivar el convencimiento de que lo importante no es tanto alcanzar a toda costa una visión nítida de la voluntad de Dios cuanto permanecer en la fe, purificar todo aquello que puede servir de pantalla a la luz de Dios y creer firmemente en la presencia viva del Señor en medio del mundo. No se trata, pues, de ser capaces de descubrir la voluntad de Dios sólo con una ligera ojeada a la realidad, sino de que nuestra atención, interés y esfuerzo constante denoten que creemos en la presencia y la acción de Dios en el instante presente.

Mirar desde la fe

Sólo la fe ‑la fe verdadera y lúcida‑ es capaz de presentir la misteriosa presencia de Dios en la profundidad de las circunstancias y de los acontecimientos de la vida y de la historia. A partir de la encarnación del Verbo, entra Dios en nuestra historia y la asume como suya, de modo que se servirá de las realidades humanas para guiarnos, a través de la fe, hasta la salvación; para lo cual el Señor nos irá haciendo señas y dejándonos pistas para indicarnos el camino. Y el Espíritu Santo, que es el continuador la obra de Jesucristo en nuestro interior, nos irá desvelando el sentido profundo de la realidad; de tal manera que podemos decir que toda circunstancia es un don de Dios. No existe, por tanto, nada profano.

En cada momento, en cada acontecimiento y en cada encuentro personal, el Espíritu Santo se encarga de hacer presente en nosotros a Jesucristo, escribiendo en nuestros corazones su propio evangelio. Precisamente, la contemplación constituye la tarea propia de la fe por la que nos colocamos en esta perspectiva, para aprender a mirar la realidad con los ojos del Señor y, en consecuencia, sentir y actuar como él. Y, como su fruto natural, esta mirada contemplativa nos introduce en la adoración, que consiste en el reconocimiento asombrado que tiene el pobre de la presencia del Omnipotente al que contempla. Si descubro que el Señor, por su infinito amor personal a mí, está presente y actuando en todo momento y circunstancia para mi bien, no puedo hacer otra cosa que crear en mí el mayor vacío para que él lo llene todo. Ése es, en esencia, el acto de adoración: desaparecer para que él lo sea todo en mí. De ese modo, la adoración nos coloca ante la verdad de Dios y la nuestra, y así permite que el Espíritu Santo nos transforme hasta hacer verdad en nuestra vida lo que es verdad en el proyecto de Dios para nosotros.

En este sentido, hemos de contar con el hecho de que el pecado, del tipo que sea, oscurece las realidades entre las que se desenvuelve nuestra vida; y, al privarlas de la luminosidad propia de la fe, impide que podamos descubrir al Señor a su trasluz y, consecuentemente, dificulta la interpretación que debemos hacer de esas realidades para orientar nuestra vida evangélicamente.

Una mirada que compromete

Como acabamos de ver, hay un nexo esencial entre la contemplación de Jesús, la adoración de su presencia en nuestra existencia y el discernimiento evangélico de su voluntad en los acontecimientos de la vida. Y aquí, en la capacidad para interpretar evangélicamente lo que sucede, nos jugamos mucho, por no decir todo. Sólo somos cristianos en la medida en que alcanzamos el verdadero sentido pascual de los acontecimientos, que consiste en saber traducir la realidad en términos de desarrollo del reino de Dios, dándoles a los distintos momentos de la vida todo el valor que Dios les da.

Por esta razón, nuestros criterios a la hora de juzgar los hechos de la historia personal y general no pueden ser los mismos que adoptamos cuando intentamos valorar o interpretar cualquier objeto, incluso una obra de arte, que es algo que nos puede interesar o entusiasmar, pero no llega a afectarnos hasta el punto de comprometernos esencialmente. Sin embargo, la historia, la vida, es algo que nos afecta y nos compromete. Debemos, pues, juzgarla y valorarla desde una óptica del compromiso, no desde la mirada del espectador pasivo, que trata de simplificar lo que sucede para evitar implicarse y lograr huir de la realidad.

Una de las formas de huida más atrayentes para quienes intentan vivir una vida de fe es el idealismo, que consiste en gran medida en aspirar a una falsa realidad, acomodada a los propios deseos y expectativas, que nos libre del compromiso que exige la verdad. Así, el objetivo al que aspiramos puede ser tan elevado como se quiera, pero inalcanzable e «irreal», porque está situado en lo ideal; lo que nos permite vivir la vida real sin la molesta presión de unas aspiraciones «reales». Pero el Evangelio no es un «ideal» de vida, sino la manifestación de lo real divino y, como consecuencia, de lo real humano, porque la verdadera realidad no es la que nosotros imaginamos, sino lo que Dios pretende y lleva a cabo por medio de la creación y redención. En este sentido, el Evangelio constituye el punto central en el que se concentra todo nuestro mundo real; y en tratar de hacerlo real en nuestra vida consiste la coherencia cristiana.

Jesús no tenía un «ideal», sino que vivía lo real, que son dos cosas diferentes. Por eso, el Evangelio sólo puede consistir en un idealismo para aquel que se refugia en el mundo de las ideas, olvidando los acontecimientos en los que se transmite la voluntad de Dios. Y el desconocimiento de lo real conlleva necesariamente un desconocimiento de Cristo, puesto que Cristo está en la realidad.

Es un verdadero escándalo que el cristianismo no produzca apenas impacto en el mundo, que pase desapercibido, que no atraiga a los hombres de nuestro tiempo. Quizá una de las causas de este fenómeno haya que buscarla en una predicación y catequesis demasiado «didácticas», que no están en contacto con la verdadera realidad. Antes se enseñaban preferentemente los sacramentos y las virtudes, ahora se enseñan preferentemente valores éticos y sociales, con lo que se ha perdido la fuerza de la llamada a la conversión. El apostolado parece tener como fin la transmisión de unos criterios (en ocasiones la «ideología» religiosa propia del «apóstol») y no tanto el hacer posible el encuentro personal con Jesucristo y la realización de una verdadera conversión.

La atención a la realidad, que lleva a la «consciencia» permanente de la misma y de la presencia salvadora de Dios en ella, es lo que demuestra la autenticidad de la fe y lo que da verdadera luminosidad al testimonio cristiano.

Ponernos en camino

Ciertamente hemos de reconocer que cuesta llegar a mirar con una mirada nueva mientras vivimos en medio de un mundo que no tiene aparentemente sensibilidad para lo espiritual. Por eso hemos de aceptar que tenemos que aprender a mirar de ese modo y que el proceso para lograrlo puede ser lento.

Pero de ningún modo podemos refugiarnos en un mundo irreal, buscando distracciones que nos permitan evadirnos para poder pasar de largo ante la realidad, insensibles ante la verdad. Como acertadamente decía el Cura de Ars: «La falta de atención es lo que nos impide llegar a ser santos». Y esa atención es clave para el discernimiento evangélico, sobre todo para el discernimiento habitual, sin el cual es muy difícil alcanzar la santidad.

No hemos de descartar la multitud de dificultades que conlleva nuestra santificación, así como la lentitud con la que a veces hay que avanzar por ese camino; distinguiendo bien entre la lentitud propia del proceso real de santificación y la parsimonia que es fruto de nuestra apatía. Lo importante es que perseveremos con un gran entusiasmo en la empresa, buscando siempre mantener nuestra vista lo más elevada posible y con un apasionado afán por hacer posible el verdadero encuentro de los hombres con Cristo. Ésa es la tensión que, con la luz del Espíritu Santo, nos permite captar el verdadero mensaje de la vida al que tenemos que responder desde la fe.

Ante tantos sacerdotes, religiosos y laicos desalentados por el sentimiento aplastante de impotencia frente a un mundo ajeno al Evangelio, hace falta que surjan hombres y mujeres que se hagan sencillos para recibir la gracia de la luz y de la revelación de Dios, tal como dice Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas [las verdades del reino de los cielos] a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

No nos vendría nada mal en este sentido contemplar a la Virgen María. Ella es el modelo de la mujer que «ve» porque está en el nivel de los pobres, los sencillos y porque mantiene un permanente estado de atención a la realidad y de búsqueda constante de fidelidad en la respuesta al Dios que se le muestra y revela. En el fondo, María nos descubre que la cuestión es muy simple: se trata de saber mirar. Realizar un análisis espectroscópico de la luz no significa que seamos capaces de ver las cosas en sus auténticos colores y dimensiones; para ello no se necesita un especial trabajo científico o técnico, solamente hace falta abrir los ojos.

e) La respuesta ante la mentira y el precio de la verdad

Ante el ataque permanente que realiza el mundo contra la verdad es decisivo no entrar en el ambiente de mentira que nos envuelve, y, mucho menos, justificarlo engañándonos a nosotros mismos y engañando a los demás. Eso no significa que no podamos equivocarnos; es más, tenemos derecho al error, siempre que lo reconozcamos y rectifiquemos. Lo que jamás se puede permitir es la mentira, aunque ésta se aplique en nuestra sociedad de modo sistemático.

Y ¿qué hacer con la mentira cuando aparece? Pues desenmascararla y desenmascarar a su portador, evitando así que crezca en autoridad e impidiendo que la mentira se difunda, empezando por nosotros mismos. Sería necesario ‑aunque sea interiormente‑ exigir y exigirnos el mínimo rigor que supone el que se justifiquen las cosas que se dicen o hacen; porque el mayor peligro que entraña la mentira es la impunidad del mentiroso. Y aunque esto no siempre sea posible a niveles importantes, siempre es posible dejar de escuchar o de leer al que miente, no hacerle caso o ignorarlo.

Por otra parte, hay que ofrecer, como contrapartida a los profesionales de la mentira, personas con una voluntad decidida ‑y, si es necesario, heroica‑ de defender la verdad. Y el heroísmo no afecta sólo a lo exterior ‑la imagen o la fama‑, sino, sobre todo, a lo interior: la única respuesta auténtica a la mentira está en una vida que no se permite ninguna mentira. Y, claro está, no se trata de conformarse con no permitirse ninguna mentira «formal», sino de exigirse la verdadera autenticidad del que mantiene su vida en la verdad. Aquí necesitamos una gran valentía para hacer un serio examen de la veracidad de nuestra vida, por encima incluso de nuestros criterios y palabras. Y si descubrimos algún error en este sentido, si caemos en la tentación de la mentira ‑en la medida o en la forma que sea‑, hemos de estar dispuestos a reconocerlo, a rectificar y a purificarnos de inmediato.

Sólo partiendo de una escrupulosa exigencia de verdad, luchando por eliminar la mentira culpable, reconociendo la verdad en toda su complejidad y relaciones, se pueden plantear y afrontar seriamente los problemas. Sólo así podremos encontrar solución a asuntos que creíamos imposibles de resolver o, si esto no es posible, hallaremos la luz necesaria para afrontarlos tal como son y lograr que, no sólo no nos derrumben, sino que se conviertan en realidades constructivas para nosotros y para los demás.

En esta lucha y a la hora de responder adecuadamente a la mentira, hemos de empezar por considerar que la condición de cristiano comporta una actitud fundamental de trasparencia, que tiene mucho que ver con la autenticidad, y forma parte de la misión del contemplativo y de su forma de vivir la verdad en medio del mundo.

Cuanto mayor sea nuestra trasparencia, mayor será el rechazo que provoquemos en el mundo de la doblez y el fingimiento, pero también será mayor la capacidad de conectar con quienes intentan vivir en la verdad y en la libertad. De este modo, la trasparencia se convierte en un auténtico apostolado. Desde ella, el contemplativo se convierte en vínculo de comunión con los demás en la verdad, y va creando a su alrededor la fraternidad a la que Dios nos llama a todos y para la que nos ha creado3.

Esta trasparencia no es gratuita y nos aboca a la consideración del precio que tiene, que no es otro que el martirio. No debemos olvidar en este sentido que el martirio constituye un elemento esencial de la vida cristiana auténtica, y que un aspecto de la misión del contemplativo en el mundo consiste en abrazar el martirio incruento al que le lleva la fidelidad a esa misión.

El contemplativo secular ha de brillar como luz del mundo; pero éste empleará todas sus fuerzas contra quien esté decidido a vivir la misma vida del Crucificado, intentando arrastrarlo a una vida distinta o contraria a la que ha sido llamado. Sin embargo, esta misma oposición que sufre el discípulo de Cristo es lo que le permite ofrecer el testimonio incontestable de su fe en forma de martirio. De hecho, mártir significa «testigo» […]. La misión del contemplativo reclama de éste que reconozca la necesidad del martirio ‑incruento, pero no por ello menos doloroso‑ y lo abrace como único modo de unirse de verdad al Crucificado y poder dar «testimonio» veraz de él ante el mundo. Esta necesidad exige que el martirio, aunque no sea físico, sea real4.

Con todo esto podemos ver con claridad que el que quiere dar una respuesta a la mentira instalada en el mundo y ser testigo de la verdad tiene que aceptar ser rechazado por el mundo y pagar un precio, a veces muy alto, por defender la verdad y por vivirla, aunque sea en silencio. La ingenuidad de pensar que la verdad va a ser acogida con aplausos nos lleva fácilmente al desánimo cuando nos encontramos con el precio que tiene de soledad, incomprensión, aislamiento o crítica, incluso de oposición a cualquier intento por mantener la coherencia de la vida cristiana. Hemos de reconocer que, en muchas ocasiones, es el miedo al precio de la verdad lo que nos hace vivir en la mentira, en el disimulo o en la mediocridad. Por eso mismo, ser conscientes de que existe ese precio, y que puede ser alto, es el primer paso para valorar que la verdad merece el precio más alto y disponernos a pagarlo. A ello nos ayudará la contemplación de la autenticidad del Señor y del precio que él paga por proclamar la verdad de Dios y por hacernos capaces de ser testigos de la verdad.

f) Un examen de nuestra actitud

Si queremos imitar la autenticidad del Señor, antes de contemplarla es preciso que nos planteemos cuál es, en concreto, nuestra actitud frente a la verdad. No tanto para hacer un juicio moral, sino para tener clara nuestra situación y determinar qué debemos hacer para alcanzar la libertad necesaria para mirar sin miedo la autenticidad de Cristo y para dejarnos arrastrar por ella a su imitación:

  • -¿Qué problemas pueden dificultar o empañar mi propia búsqueda personal de la verdad? ¿Qué tipo de compensaciones busco que puedan condicionar esa búsqueda? ¿Tengo «refugios» donde esconderme de la verdad?
  • -¿En qué medida estoy dispuesto a aceptar la verdad y, sobre todo, las consecuencias que tiene?
  • -En los problemas que me aquejan, ¿soy capaz de identificar lo que hay de misión en la que debo trabajar y lo que hay de cruz que he de aceptar evangélicamente?
  • -¿Mi nivel de consciencia y de oración me ofrece garantías de poder caminar en la verdad?
  • -¿Tiene mi vida el talante positivo del que busca la verdad completa, o sólo busco las «verdades» que me interesan ‑positivas o negativas‑ para justificar actitudes quizá preconcebidas?
  • -¿Cuál es el tono de las quejas que realizo ante los problemas? ¿Muestro con sencillez la verdad en su complejidad o me lamento inútilmente, recalcando los aspectos negativos?
  • -¿En qué medida conjugo la «caridad de la verdad» con la debida prudencia a la hora de hacer o manifestar juicios?
  • -¿Qué relación existe entre lo que veo como verdadero y lo que vivo? ¿Cuáles son las causas y las consecuencias de los posibles desajustes en este terreno?
  • -En concreto, ¿qué problemas resultan susceptibles, por su importancia, de ser analizados con una visión más acendrada y evangélica? ¿Cómo debería ser ese nuevo enfoque o visión?
  • -¿Qué pautas concretas de reflexión, de actuación, de ayuda y de revisión debo establecer para asegurar un enfoque más verdadero y evangélico de mi vida?

3. La autenticidad de Jesús y la nuestra

a) Santificados en la verdad

Volviendo al texto con el que iniciábamos este capítulo, contemplemos con más profundidad la oración del Señor momentos antes de su pasión; en ella se ilumina poderosamente la autenticidad de Jesús y la nuestra:

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,14-19).

El mundo

En principio, hemos de considerar que Jesús ora al Padre en favor de los discípulos y de todos nosotros: «No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17,20); es decir, tiene en cuenta nuestra situación concreta en el mundo, que es la misma que tenía él: no somos del mundo, y el mundo nos odia (cf. Jn 15,18), pero estamos en el mundo y somos enviados al mundo. Ése es el ámbito en el que se manifiesta nuestra autenticidad: si somos fieles al Señor, el mundo nos rechazará, como lo rechazó a él; si somos testigos del que es la Verdad y de la verdad que él nos trae, tendremos que pagar el mismo precio que él pagó; si, por el contrario, nos empeñamos en encajar en el mundo y no estamos dispuestos a pagar el precio de ser testigos de la verdad, acabaremos «siendo del mundo» y negando al Señor.

Tengamos en cuenta que el «mundo» al que se refiere Jesús en su oración no es la creación, salida buena de las manos de Dios, sino el mundo que se cierra a la acción de Dios y se opone a Cristo, el mundo marcado por el pecado y cuyo príncipe es el demonio (cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11). Y este mundo es también al que Dios, por amor, envía a su Hijo para salvarlo (cf. Jn 3,16). Esto nos ofrece la única mirada verdadera que, en su profundidad, nos permite adentrarnos en la contemplación de Jesús y su autenticidad en relación con el mundo. Una mirada que nos descubre lo siguiente:

  • -Jesús es enviado por el Padre al mundo, aunque el mundo no lo reciba (cf. Jn 5,36-38).
  • -La razón por la que viene a salvar el mundo es el amor (cf. Jn 3,16).
  • -Con su misión, trae al mundo la verdad (cf. Jn 1,17; 18,37).
  • -El mundo odia a Jesús porque rechaza la verdad (cf. Jn 8,40).
  • -A pesar de todo, Jesús mantiene hasta el final la confesión de la verdad (cf. Mc 14,61-62; Jn 18,37).

A partir de esta contemplación del Hijo de Dios, nuestro modelo, podemos vernos en él, como en un espejo, para descubrir los detalles que deben caracterizar nuestra autenticidad:

  • -También nosotros somos enviados al mundo (cf. Jn 17,18).
  • -Como él, hemos de buscar la salvación del mundo por amor.
  • -Debemos llevar al mundo la Verdad (la de Jesús, no la nuestra) (cf. Mc 16,15).
  • -Tenemos que aceptar que el mundo, que rechaza la verdad de Jesús, nos rechazará a nosotros si somos fieles a él (Jn 15,18-20; 17,14).
  • -Hemos de asumir la consecuencia de la fidelidad a la Palabra, que es el martirio, que constituye la plena manifestación de la Verdad (cf. Hch 5,25-32.40-41; Ap 12,11).

Además de descubrir el camino de la autenticidad propio del Señor, uno de los frutos de esta contemplación será la iluminación interior de todas aquellas realidades de nuestra vida que no coinciden con nuestro modelo, que es Jesús. Para ello conviene que conozcamos los riesgos y tentaciones a los que debemos enfrentarnos:

  • -Podemos sentirnos dispensados de ir a un mundo que rechaza a Cristo y que nos odia, como consecuencia de la tentación de huir del mundo para disfrutar de la Verdad sin lucha, pero sin misión.
  • -Podemos ir al mundo, pero para juzgarlo y condenarlo, sin amor, apartándonos del elemento esencial de la Verdad de Cristo, que es el amor y la salvación a los que el mundo se opone.
  • -Podemos ir al mundo, pero sin llevar la Verdad de Cristo: callando la Verdad, para no ser odiados, y llevando otra verdad para ser aceptados. Así es como la sal se vuelve sosa y la luz se mete debajo del celemín (cf. Mt 5,13-15).
  • -Podemos dejarnos sorprender porque el mundo nos rechaza, manifestando nuestra sorpresa en forma de lamento, de tristeza, de huida o de parálisis. Si creyéramos en las palabras de Jesús (cf. Jn 15,20) no nos desconcertaríamos, ni buscaríamos una supuesta autenticidad que se pueda conseguir sin pagar el precio que exige la verdad.
  • -Podemos olvidar que la incomprensión, el rechazo, el martirio y la cruz que acompañan a los que son fieles (Mt 5,11-12) constituyen la ocasión de llevar hasta el final la autenticidad y el amor salvador unidos a Cristo. Este olvido nos lleva a huir de la cruz con nuestras quejas y egoísmos, desaprovechando la oportunidad de cooperar a la salvación que realiza el Crucificado.

La verdad

La verdad que Cristo y el cristiano llevan al mundo es la Palabra de Dios, tal como dice Jesús: «Tu Palabra es verdad» (Jn 17,17). Y esa Palabra es la que han recibido los discípulos ‑nosotros‑ y la que hemos de llevar al mundo. Se trata de una Palabra que va más allá de las simples palabras y las verdades humanas, porque es el mismo Cristo, Palabra encarnada (Jn 1,14), lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14.17). Él en persona es la Verdad (Jn 14,6).

A partir de aquí podemos comprender hasta qué punto la autenticidad del cristiano va mucho más allá de la sinceridad. Sincero es el que dice lo que piensa, auténtico el que vive lo que piensa. En el caso del cristiano, la autenticidad no puede conformarse con manifestar lo que se piensa, se siente o incluso lo que se cree, sino que exige la máxima coherencia posible entre lo que Dios le pide, lo que vive, lo que hace y lo que dice. Todo esto tiene que reflejar claramente la Verdad con mayúsculas, que es Cristo, su persona, su vida y su mensaje; una Verdad que hemos recibido por gracia, con la misión de transmitirla fielmente al mundo. Sólo así seremos «auténticos», porque realizaremos en verdad la acogida de la Palabra en una vida que transparenta la persona de Cristo, y la transmitiremos al mundo sin falsificaciones teóricas ni prácticas.

Para el mundo, la sinceridad es la libertad para decir lo que uno quiera, sin ningún tipo de restricciones ni consecuencias. Pero no existe verdadera libertad sin verdad, sino mero subjetivismo; y sólo en la Palabra es donde se unen autenticidad y libertad porque ella es la verdad que nos hace libres; y no sólo para saberla o creerla, sino para «permanecer en ella» (cf. Jn 8,31-32). Mientras que el mundo nos ataca e intenta dominarnos con sus verdades, acoger con fidelidad la Palabra de Dios ‑la única Palabra que es Cristo‑ es lo único que nos hace verdaderamente libres para poder ser lo que tenemos que ser.

Y con esta Palabra que hemos recibido, el Señor nos envía al mundo; de modo que sólo cumpliremos nuestra misión como cristianos si somos auténticos testigos suyos dando testimonio de ella con la coherencia evangélica de nuestra vida.

Ser «santificados en la verdad»

Merece la pena, por su importancia, contemplar con minuciosidad la relación que Jesús establece entre la verdad y la santificación. Ser «santificado» es ser «separado» para Dios, y, por tanto, ser «consagrado» y «dedicado» enteramente a él, convirtiéndose en posesión de Dios; y no por decisión propia, sino porque Dios lo decide y lo realiza. Es Dios ‑el único Santo‑ el que santifica, y, de ese modo, hace participar al que recibe la santificación en su misma santidad, por lo que ser santificado es también ser «purificado» por Dios a su imagen, de forma que comulga con la santidad de Dios. Así, la santificación afecta al ser porque la persona es transformada esencialmente; pero, además, la acción de Dios afecta también a la misión, de modo que el que es santificado ya puede ser también «dedicado a una misión» concreta que Dios le da, convirtiéndose normalmente en un «enviado» de Dios5.

Resulta significativo el modo en que esta oración de Jesús nos muestra que es él mismo quien se santifica y cómo lo hace. Ciertamente es el Padre el que lo ha consagrado para enviarlo al mundo, tal como Jesús había dicho: «A quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”?» (Jn 10,36). Pero ahora es él quien se santifica «a sí mismo»; y lo hace «por» los discípulos, «para» que ellos, a su vez, sean santificados.

El contexto de la oración de Cristo que estamos contemplando, lo que le ha pedido al Padre y el modo en que lo hace nos indica que Jesús mismo se «santifica por», es decir que en la pasión que está a punto de comenzar se sacrifica en favor de sus discípulos para que puedan ser «santificados en la verdad».

Ciertamente, Jesús no dice textualmente de sí mismo que se va a santificar «en la verdad», pero no cabe duda de que se ha dedicado por entero a la verdad de Dios ‑que es él mismo‑, y que su sacrificio es, entre otras cosas, el precio que paga por haberse dedicado plenamente a la verdad con toda fidelidad, es decir, por su autenticidad.

Estamos, pues, ante tres modos diferentes de santificación que conviene distinguir: una es la que el Padre lleva a cabo al enviar a su Hijo al mundo, otra la que Jesús realiza, entregándose a sí mismo, para consagrar a sus discípulos, y otra la que reciben los discípulos para ser purificados por la verdad y ser testigos de la misma.

En la segunda de estas santificaciones contemplamos a Jesús que «se santifica» -«se ofrece»- como víctima en favor y en lugar de otros ‑los discípulos‑, nosotros. El «santificarse por» se refiere a la muerte que está a punto de padecer6.

Por ser el sacrificio la consagración suprema, Jesús se orienta entero hacia la cruz. Ofrenda, inmolación, sometimiento al mandato del Padre, adelantan por grados, desde la inicial consagración hasta la última: en continuo alejamiento de sí y acercamiento al Padre. A lo largo del año aceptable, «pasa» hacia la definitiva Pascua, cada vez menos suyo y más de Otro […]. Santificado ya desde su bajada al mundo (Jn 10,36), como quien viene de arriba (Jn 3,31…), se santifica aún más a la hora de volver a Dios. Víctima del sacrificio de la cruz, se consagra al Padre para unirse directamente con él7.

Resulta muy luminoso contemplar como Cristo se consagra ‑se entrega‑ por los suyos, no sólo para salvarlos, sino para santificarlos y consagrarlos:

Él se entregó a sí mismo por ella [por su Iglesia], para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada (Ef 5,26-27).

Primero dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias, que se ofrecen según la ley. Después añade: He aquí que vengo para hacer tu voluntad. Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre […]. Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados (Heb 10,8-10.14).

Tal como hemos visto, Jesús se consagra en beneficio de la consagración de los discípulos «en» la verdad, que significa que son consagrados a la vez «por» la verdad y «para» la verdad. Son consagrados «por» la verdad, que tiene una particular eficacia para transformarlos y liberarlos, según proclama Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32)8. Recordemos que la verdad que santifica no es cualquier verdad, sino la Palabra de Dios, que es Jesucristo. A la vez, son consagrados ‑separados‑ por Dios «para» la Verdad (Cristo), para transformarlos en Cristo y para hacerlos portadores de Cristo (Verdad de Dios y Palabra de Dios).

Junto con esto, los discípulos, al ser «santificados en la verdad», pasan a ser posesión de Cristo y quedan unidos a él para manifestarlo al mundo. Además, por su identificación con Cristo y por vivir en el mundo, su «santificación», por y para la verdad, tendrá también un aspecto de sacrificio, de entrega de la vida, de participación en la cruz: el que es consagrado a la verdad de Dios se convierte en testigo, es decir, en «mártir». Ahí es a donde lleva en último término el ser santificado por la verdad de Dios, el dedicarse a ella y el entregarse por ella.

En el hombre, la consagración entraña disposiciones morales, y aún físicas, de cuerpo y alma. La de mayor excelencia, una inmolación sacrificial. Aquel se consagra, en el sentido más alto, que se inmola en sacrificio […]. «Para que también ellos sean consagrados en la verdad». A consagrar los discípulos en la verdad se dirige la inmolación de Cristo, Sin mirar a eso sólo, mira también a eso. La consagración de la vid repercute en los sarmientos. «Uno murió por todos; luego todos murieron» (2Cor 5,14). Los Once, místicamente identificados ‑como todos los hombres‑ con él, están llamados a representar a Cristo ante los hombres (2Cor 5,20). Inmolado él, quedan místicamente inmolados ellos. El apostolado, además, como inmolación continua, perpetúa el sacrificio de Jesús9.

Podemos resumir el contenido profundo de esta oración del Señor, del siguiente modo: «El Padre santifica al Hijo para enviarlo al mundo. El Hijo se consagra a sí mismo por los discípulos. Los discípulos ‑nosotros‑ somos santificados por él “en” la verdad».

La contemplación de esta realidad nos lleva inmediatamente a contemplar la pasión de Cristo como sacrificio por nosotros; no sólo por nuestros pecados, sino para que seamos santificados en la verdad. Jesús, consagrado a la verdad, paga el precio de haber defendido con autenticidad la verdad de Dios y manifiesta esa verdad en la Cruz; pero, además, paga el precio necesario para que nosotros, débiles y pecadores, podamos dedicarnos a la verdad y sacrificarnos por ella. Mirando a la Cruz y escuchando esta oración descubrimos la importancia que le da el Señor al hecho de que seamos consagrados en la verdad y que nos sacrifiquemos por ella. La oración de Jesús pone claramente de manifiesto que su santificación sacrificial es don y llamada, porque él ha hecho su parte ‑santificarse a sí mismo en la Cruz‑ para que nosotros hagamos la nuestra, que consiste en dejarnos santificar en la verdad por Dios, con todas las consecuencias que ello tiene de purificación, dedicación y entrega hasta el sacrificio.

Esta larga disertación adquiere todo su sentido dada la importancia que esta oración de Jesús tiene para nosotros, no sólo por el contenido de sus palabras, sino porque después de ellas, su pasión y muerte las ratifican y les confieren una especial fuerza, que estamos llamados a recibir y aprovechar por medio de la contemplación.

Como consecuencia de todo esto podemos contemplar cómo nuestra autenticidad se basa, no en nuestras fuerzas, sino en la santificación que realiza Dios en nosotros gracias al sacrificio de Cristo. Por lo tanto, nuestra falta de autenticidad no es solamente una consecuencia normal de la debilidad propia de nuestra condición humana limitada, sino el fruto del pecado que supone orientar nuestra vida al margen de la fe y que, como resultado, hace que desperdiciemos y frustremos el sacrificio de Cristo y su eficacia transformadora en nosotros. Escuchar con fe esta oración de Jesús al Padre nos descubre que somos transformados en la verdad que es Cristo, hechos portadores de la Verdad y capacitados para entregar nuestra vida como testimonio de la Verdad. Nuestra autenticidad, por lo tanto, consiste simplemente en ser fieles a lo que ya se nos ha dado, en manifestar la santificación que el Padre ha realizado en nosotros y en secundar la acción del Espíritu Santo que nos lleva a continuar en nuestra vida la consagración y la autenticidad del mismo Cristo.

La oración de Jesús y su consagración se convierten, así, en una fuerte llamada al contemplativo secular para que se consagre a Dios, aprovechando para ello las circunstancias en las que vive, y testimoniando su entrega a través de la autenticidad y sencillez de una vida que trasparente al mundo la Verdad de Dios que es Cristo.

El Señor destina al contemplativo secular a una consagración en la verdad para la que él mismo se consagra: «Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19).

La gracia de la consagración que Dios va realizando no separa al contemplativo secular del mundo, sino que lo sumerge más plenamente en él, y le da la capacidad de servirse de todas las realidades seculares que constituyen su vida para ofrecerse plenamente a Dios; de modo que la familia, el trabajo, los problemas, el entorno, la historia, etc., le sirven para convertir su vida en un puro acto de adoración, y para santificar esas mismas realidades, empapándolas de la presencia salvadora de Dios.

Así, la consagración de la propia vida a Dios, que hace el contemplativo secular, no le impide vivir a la intemperie en un mundo frecuentemente hostil. Al contrario, esta misma dificultad le permite crecer cada día en un amor más confiado, recio y universal, aprovechando precisamente la lucha interior por mantenerse fiel al amor que ha recibido. De este modo, vuelve a escoger nuevamente a Jesucristo, como si fuera la primera vez; renovando así, permanentemente, la consagración y la entrega de su vida a Dios10.

Prolongar esta oración de Cristo

Hemos intentado desgranar el contenido de unas palabras del Señor; pero no estamos frente a una doctrina que proclame ante los demás, sino ante una intensa oración que dirige al Padre. Y el hecho de que la haga en el momento en el que se encamina a la Pasión nos permite vislumbrar lo más profundo de su alma. Por lo tanto, la contemplación de la oración de Jesús debe llevarnos a reproducir en nosotros esa misma oración y lo que conlleva, disponiéndonos a participar de su pasión, muerte y resurrección; con una disposición que podríamos expresar del siguiente modo:

  •   Padre, tu Hijo amado, que es tu Palabra eterna, se me ha entregado a mí como Palabra llena de Verdad. Acepto que no soy del mundo, como tampoco lo es tu Hijo. Dame tu luz y tu gracia para que no me deje atrapar por el mundo y sus valores. Hazme fiel a Cristo, para ser tuyo y de él, y no del mundo. Y, a pesar de que el mundo me odie y me rechace, te pido que no me retires del mundo, sino que me introduzcas en él como portador de la Verdad que es Jesucristo. Guárdame del maligno, de sus engaños, de su deseo de llevarse la Palabra sembrada en mi corazón, de sus astucias que me quieren hacer confundir tu Palabra con mis intereses y con la palabrería del mundo, y que, en ocasiones, también se introduce en tu Iglesia.
  •   Santifícame, Padre, en la Verdad, consagrándome a tu Verdad, que es Cristo. Purifícame con la Verdad de su Palabra, para que ella sea como el fuego del holocausto que lo consume todo y sólo deje la llama del Amor y la luz de la Verdad. Que el sacrificio de Cristo por ser fiel a la Verdad hasta dar la vida no se pierda por mi falta de autenticidad. Ayúdame, para que me deje santificar por su sacrificio en la Cruz, para que pueda entregarme a la Verdad, actualizarla en mi vida y ser su valiente testigo ante el mundo, aceptando ser rechazado por ello y manifestando la Verdad a los que la rechazan, para seguir así las huellas de tu Hijo crucificado y llegar con él a la resurrección y la gloria.

b) El momento culmen de la autenticidad

Toda la vida de Cristo es testimonio valiente y coherente de la verdad de Dios. Ya desde el comienzo de su ministerio público se vislumbra el precio que tendrá que pagar, no sólo por proclamar el «Evangelio del reino de Dios», sino por manifestar que él es igual al Padre. Tras el milagro del paralítico, los escribas lo tachan nada menos que de blasfemo por ponerse en el lugar de Dios y perdonar pecados (cf. Mc 2,7). Después de la curación del hombre de la mano paralizada, que realiza abiertamente en sábado, se confabulan para acabar con él (Mc 3,6). Pero, a pesar de que la persecución va arreciando, Jesús mantiene con coherencia y valentía la fidelidad a su mensaje y a su mismo ser, aún a sabiendas de que esa autenticidad lo conducirá a la cruz (cf. Mc 8,31;10,33-34). Pero es en el momento solemne de su juicio ante el Sanedrín cuando llega al punto máximo de autenticidad, proclamando solemnemente que él es el Mesías, el Hijo de Dios, consciente de que el precio que le harán pagar por mantener la verdad será la condena por el supremo tribunal religioso de Israel y la muerte ignominiosa en la cruz como un blasfemo.

Esta autenticidad del Señor, que está dispuesto a pagar el precio máximo por la verdad, resulta especialmente luminosa vista sobre el telón de fondo de la impotencia del sumo sacerdote para condenar a Jesús, teniendo que amañar un proceso injusto plagado de testigos falsos que mienten y se contradicen (cf. Mc 14,55-60). Y Jesús, que ha callado ante la mentira y las acusaciones sin fundamento, responderá a la pregunta sobre la verdad de su ser y de su misión, afirmando claramente quién es y para qué ha sido enviado por el Padre, sabiendo que sus palabras le van a condenar y que su silencio le hubiera salvado. En realidad, Jesús nunca había callado la verdad de Dios, y no iba a hacerlo en el momento culminante de su vida, cuando tenía que dar el paso de cumplir la voluntad salvadora de Dios y debía ratificar con su vida la verdad de Dios.

El sumo sacerdote, levantándose y poniéndose en el centro, preguntó a Jesús:

-¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?

Pero él callaba, sin dar respuesta. De nuevo le preguntó el sumo sacerdote:

-¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?

Jesús contestó:

-Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene entre las nubes del cielo.

El sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras, dice:

-¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?

Y todos lo declararon reo de muerte (Mc 14,60-64).

La contemplación de este acto extraordinario que manifiesta la autenticidad del Señor contrasta con todas las trampas que solemos hacer para conseguir nuestros intereses, hasta convencernos de que son los intereses de Dios, como hacían los judíos del Sanedrín. El silencio de Jesús ante las falsas acusaciones choca con la fuerza con la que defendemos nuestra inocencia o nuestra imagen cuando pensamos que pueden verse dañadas. La afirmación clara y contundente que hace Jesús de su identidad, consciente de que le va a costar la vida, denuncia nuestras cobardías, medias verdades y silencios cuando proclamarnos cristianos o actuar como tales va a tener un precio, aunque no sea tan alto como el que pagó el Señor.

Tenemos que contemplar a fondo este acto supremo de autenticidad de Jesús para sentirnos animados a hacer lo mismo que él cuando tengamos que expresar con palabras y obras que somos hijos de Dios y testigos de su verdad, y que estamos dispuestos a morir por ella.

c) La autoridad que da la autenticidad

En el comienzo de la vida pública, Jesús empieza a predicar y a realizar milagros en Cafarnaún, junto al lago de Galilea. Y desde el primer momento sorprende tanto por su forma de enseñar como por su modo de actuar.

Los que lo contemplan manifiestan su sorpresa aplicando a Jesús la palabra «autoridad». No se trata de que él detente la autoridad del que manda mucho o, menos aún, del que impone su voluntad caprichosa por la fuerza. Lo que notan es una diferencia enorme entre la enseñanza de Jesús y la de los escribas, que eran los maestros religiosos de Israel. Estos hombres enseñaban la voluntad de Dios encadenándola a las interpretaciones de la Ley de Moisés que habían recibido de sus maestros; unas interpretaciones alambicadas y muchas veces contradictorias que resultaban incomprensibles para el pueblo llano.

Y Jesús, el nuevo maestro, sorprende porque no se parece en nada a los escribas: habla con toda claridad, sin necesidad de apoyarse en opiniones de otros maestros, manifestando lo que sabe, no lo que le han enseñado, con una gran audacia para corregir la ley de Moisés y hablar de Dios como el que lo conoce de primera mano. Por tanto, habla con autoridad porque conoce a Dios, ha venido de él y es igual a él. Y el resultado de esa «autoridad» es una enseñanza verdadera, que ofrece de manera clara, concreta, inteligible y práctica. Su autoridad tiene como fundamento la autenticidad de lo que él es y de lo que enseña.

Pero no sólo sorprende por lo que dice, sino por lo que hace. Es el maestro capaz de expulsar a los demonios con sólo su palabra; no con un amplio ritual de exorcismo o con una larga súplica a Dios, sino con una orden sencilla y directa, que recuerda la fuerza de la palabra creadora de Dios, que «lo dijo y existió» (Sal 33,9). La fuerza de su palabra viene de lo que es ‑el Santo de Dios‑, y eso mismo es la fuente de su autoridad. Y sus sorprendentes actos trasparentan lo que es. Su autoridad salvadora es simplemente uno de los aspectos de su autenticidad: sus acciones manan sencillamente de su ser, que se manifiesta en lo que hace, sin afectación ni propagandas. Y los que oyen y ven a Jesús lo notan.

Y entran en Cafarnaún y, al sábado siguiente, entra en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar:

-¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.

Jesús lo increpó:

-¡Cállate y sal de él!

El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos:

-¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad (Mc 1,21-27).

Al contemplar la «autoridad» de la enseñanza de Jesús, que se basa en lo que es, en lo que ha visto y no en lo que ha oído o aprendido, queda al descubierto nuestra enseñanza teórica y nuestra palabrería, que esconden con frecuencia nuestra falta de consistencia y de experiencia. Nuestros circunloquios y complicaciones a la hora de hablar de Dios o de nosotros mismos manifiestan que nos falta esa autenticidad del Señor que sorprende por su novedad, sencillez y fuerza.

Nosotros no somos el Hijo de Dios, venido del Padre, y no tenemos la autoridad divina para hacer milagros como Jesús, pero a base de contemplarlo a él y dejarnos transformar en él podemos hablar de lo que conocemos porque el Padre nos lo ha revelado, y podemos hacer obras mayores (cf. Jn 14,12) porque estamos unidos realmente a Jesús y creemos de verdad en él. Del mismo modo, si tuviéramos la autenticidad de nuestro ser de hijos de Dios, transformados en Cristo, portadores del Espíritu, se notaría en una forma nueva de actuar que sorprendería al mundo.

d) Libertad frente a las dificultades

El evangelio de san Juan recoge largas y fuertes controversias de Jesús con los judíos que no quieren creer en él11. En estas discusiones, Jesús no ataca a sus enemigos, ni se defiende de ellos, sino que proclama la verdad con claridad y con valentía, buscando que sus adversarios se conviertan, y así se lo dice: «Si digo esto es para que vosotros os salvéis» (Jn 5,34; cf. 10,37-38). Jesús afronta con claridad y sinceridad la discusión proclamando la verdad de Dios, incluso la verdad del pecado de sus interlocutores, asumiendo las consecuencias de su propia autenticidad, que le llevará a ser rechazado por Israel, lo que hará posible la llegada de su «hora», la hora de las tinieblas y la de la gloria.

El Señor contesta a los judíos claramente con palabras y con obras, pero ellos -la parte del pueblo de Dios que rechaza a Jesús- no aceptan sus palabras, porque no forman parte de sus ovejas, porque prefieren la tiniebla a la luz, para no tener que convertirse. Y Jesús expresa con claridad y autenticidad el punto clave en el que no podrá haber acuerdo y que causará el rechazo frontal si no creen en él: él es el Hijo de Dios, está en plano de igualdad con el Padre, y ninguna obra buena que pueda realizar hará que los judíos superen ese «escándalo», si no quieren creer en él.

Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:

-¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.

Jesús les respondió:

-Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.

Los judíos agarraron de nuevo piedras para apedrearlo. Jesús les replicó:

-Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?

Los judíos le contestaron:

-No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios (Jn 10,22-33).

Jesús ha hablado abiertamente durante toda su vida; de modo que quien no lo conoce es porque no quiere. Y, aunque soporta en silencio y con humildad la persecución y el sufrimiento, tiene libertad para señalar que intentan acallar la verdad con la violencia.

El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. Jesús le contestó:

-Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído de qué les he hablado. Ellos saben lo que yo he dicho.

Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:

-¿Así contestas al sumo sacerdote?

Jesús respondió:

-Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? (Jn 18,19-23).

Contemplar la autenticidad y la libertad que Cristo mantiene en los numerosos enfrentamientos con los judíos nos permite descubrir la diferencia que existe entre su comportamiento y el nuestro. Desgraciadamente, nuestros enfrentamientos no suelen ser consecuencia de nuestra defensa de la verdad de Dios y de nuestro auténtico ser, sino del intento de conseguir nuestros intereses, para disimular nuestros pecados o para ocultar nuestras contradicciones. Pero, incluso cuando intentamos defender la verdad de Dios, nos falta la autenticidad que nos permita decir, como Jesús: «Creed a mis obras». Incluso cuando manifestamos la verdad de Dios y denunciamos el pecado de los demás carecemos de una fuerte preocupación por la salvación de los que nos escuchan. Con demasiada frecuencia se nos cuela el interés por defendernos y por convencer a los demás, para eludir la cruz y evitar llegar a la hora a la que el Señor dirigió toda su vida.

La serenidad de Jesús en todas estas luchas es fruto de una autenticidad que armoniza a la vez lo que él es, lo que dice, lo que hace, lo que defiende, lo que busca de sus oponentes y el destino al que le lleva esta oposición. Necesitamos, pues, mirar mucho al Señor para ver lo diferentes que somos de él, para aprender de su ejemplo y para empaparnos de su identificación con la verdad que defiende.

e) El Espíritu de la verdad

Quizá pueda parecernos imposible alcanzar la autenticidad que contemplamos en el Señor a lo largo de su vida, que surge del hecho de ser el Hijo de Dios, de la valentía con la que defiende la verdad y de la coherencia con los valores que ha elegido. Y ciertamente esto sería imposible para nosotros si no se nos hubiera dado el Espíritu Santo, que es el «Espíritu de la Verdad» que habita en nuestro corazón y nos identifica con el mismo Cristo.

Ese Espíritu es quien nos permite estar en el mundo sin ser del mundo, el que nos enseña la Verdad, que es Cristo, y nos la va recordando en el momento adecuado. Gracias a su presencia y a su ayuda podemos ser testigos valientes y coherentes de la verdad hasta el martirio. Recordemos en este sentido el cambio operado en los apóstoles a partir de Pentecostés, tal como nos lo describe el libro de los Hechos de los apóstoles. El Espíritu Santo, compañero, maestro y defensor, nos lleva a la plenitud del conocimiento de Jesús y a vivir con fidelidad una Verdad que es él mismo, no una teoría, y que nos conduce a una comunión con él y a una vida como la suya. Esa verdad plena nos impulsa a la autenticidad que armoniza lo que somos, lo que sabemos, lo que hacemos y lo que decimos.

Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros (Jn 14,16-17).

Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho (Jn 14,25-26).

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo (Jn 15,26-27).

Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn 16,12-14).

En nosotros ya se han cumplido estas promesas del Señor porque hemos recibido el Espíritu Santo; por eso podemos rumiar con fe las palabras de Jesús, que nos invitan a buscar, pedir e intentar alcanzar la misma autenticidad que contemplamos en él, con la esperanza de que la presencia del Espíritu en nosotros realice lo imposible. La fe en el Espíritu Santo y la docilidad a sus inspiraciones hará posible la autenticidad que encontramos en Pedro después de la resurrección del Señor o en Pablo después de su conversión. Sin olvidar nunca que nuestra fe y nuestra oración tienen que ir acompañadas de la obediencia, porque el Espíritu Santo se da a los que obedecen a Dios (cf. Hch 5,32).

4. La autenticidad de Jesús en el Evangelio

Todo esto exige una respuesta por nuestra parte que pasa necesariamente por un afinado discernimiento sobre nuestra sintonía real con la Verdad en medio de la falsedad del mundo. Para hacer ese discernimiento y aplicarlo adecuadamente a la vida nada mejor que contemplar la respuesta del Señor a diferentes situaciones que ponen en riesgo su veracidad y coherencia. Y lo primero que nos muestra el Evangelio es que la autenticidad de Jesús no es un aspecto más entre los muchos que conforman su vida y su misión, sino que constituye una clave esencial de las mismas, como lo demuestra el hecho de que empape todo el Evangelio de principio a fin. Para entrar en la contemplación sosegada de la luminosa armonía en la que vive el Hijo de Dios y de la que quiere impregnarnos nos puede ayudar el repasar, con amorosa serenidad, algunos de los momentos que muestran la coherencia absoluta que caracteriza toda la vida del Señor y a la que nos llama a sus discípulos.

a) Jesús es la plena Verdad porque es el Verbo de Dios

Comencemos viendo cómo la autenticidad del Señor no se construye desde el voluntarismo o el esfuerzo del hombre hecho a sí mismo, sino desde su ser de Verbo de Dios. El Evangelio nos permite contemplar lo que él es desde la eternidad, que como Verbo encarnado está lleno de la verdad de Dios y trae la luz al mundo. No anuncia la verdad con su palabra, sino que lo hace mostrándose a sí mismo, porque él «es» la verdad.

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios […]. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad […]. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1,1.9.14.17-18).

Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí (Jn 14,6).

Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18,37-38).

Nosotros no somos el Hijo de Dios, pero hemos sido hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo. Nuestra autenticidad no nace de lo que podemos saber con nuestras capacidades ni hacer con nuestras fuerzas, sino de nuestra condición de hijos de Dios, que nos permite saber, sentir y vivir como hijos-en-el-Hijo. La Verdad que es Cristo -Palabra eterna de Dios- y la verdad de Cristo -el Evangelio- se nos han dado para que las vivamos y las manifestemos. Seremos auténticos cristianos en la medida en que recibamos al Verbo -Verdad de Dios- y no echemos en saco roto la gracia recibida: «A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

b) La autenticidad puesta a prueba

Antes del comienzo de la vida pública de Jesús, el diablo lo pone a prueba por medio de las tentaciones en el desierto, a las que responde desde la verdad de lo que él es, de la misión que el Padre le ha dado y del modo de realizarla que le pide, demostrando que es el Mesías humilde, que se ha hecho semejante a nosotros (cf. Flp 2,7-8; Heb 4,15). Las tentaciones intentan que Jesús falsifique su ser y su misión, y él las vence contraponiendo a ellas la verdad de Dios, apoyado en su Palabra. La afirmación consciente y firme de su identidad y de lo que Dios le pide es lo que le permite iniciar su misión con fortaleza y fidelidad.

Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo:

-Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.

Pero él le contestó:

-Está escrito: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo:

-Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras».

Jesús le dijo:

También está escrito: «No tentarás al Señor, tu Dios».

De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo:

-Todo esto te daré, si te postras y me adoras.

Entonces le dijo Jesús:

-Vete, Satanás, porque está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto».

Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían (Mt 4,1-11).

Al igual que Jesús también nosotros necesitamos el desierto, el ayuno, la oración y las tentaciones para ser conscientes de nuestro ser y de nuestra misión, y para permanecer fieles a lo que Dios nos da y nos pide. Por eso, aunque nuestro primer impulso es huir de la prueba y de la lucha, no deberíamos olvidar que las dificultades y la tentación constituyen el crisol en el que se depura la autenticidad de nuestra vida, porque nos permiten afirmar la verdad de Dios ante las falsificaciones que se nos proponen a nuestro alrededor.

c) Asumir el riesgo de plantear las maravillas de Dios

Después de la multiplicación de los panes, Jesús comunica a sus oyentes el significado pleno de ese signo: él es el Pan vivo, bajado del cielo, que da la vida eterna. Sin embargo, a los judíos les cuesta creer tanta maravilla y se escandalizan del ofrecimiento que les hace: les resulta inconcebible que Jesús se entregue como alimento para permanecer en sus discípulos y darles su vida. Pero el Señor no suaviza sus afirmaciones, ni esconde la verdad del don de Dios porque vaya a ser malentendido o rechazado, sino que acepta el abandono de muchos y plantea valientemente a sus discípulos la posibilidad de abandonarle si no aceptan este don.

-Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.

Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún. Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron:

-Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?

Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:

-¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida […].

Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce:

-¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,55-63.66-67).

Nuestros cálculos para hacer aceptable el don de Dios por miedo a perder seguidores choca con la actitud de Jesús, que asume el riego de proclamar una verdad que va a ser rechazada precisamente porque desborda las expectativas de sus oyentes. Por eso hemos de contemplar la firmeza del Señor, que no rebaja la verdad de Dios, aunque pueda escandalizar a los que están en otra onda, para aprender de él y que su ejemplo nos impulse a seguirle con fidelidad.

d) La trampa del tributo al César

Le envían algunos de los fariseos y de los herodianos, para cazarlo con una pregunta. Se acercaron y le dijeron:

-Maestro, sabemos que eres veraz y no te preocupa lo que digan; porque no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?

Adivinando su hipocresía, les replicó:

-¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.

Se lo trajeron. Y él les preguntó:

-¿De quién es esta imagen y esta inscripción?

Le contestaron:

-Del César.

Jesús les replicó:

-Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Y se quedaron admirados (Mc 12,13-17).

Este pasaje evangélico nos permite contemplar algunos luminosos aspectos de las actitudes y el comportamiento de Jesús. Y lo primero que vemos es que su coherencia no produce resultados automáticos. De hecho, irónicamente, sus enemigos reconocen su autenticidad («sabemos que eres veraz»), aunque esto no les sirve para cambiar, sino para atacarle, tendiéndole una trampa. Y su respuesta manifiesta la humildad que supone aceptar tener que elegir entre enfrentarse al pueblo judío diciendo que hay que pagar impuestos al imperio dominador (que además era pagano e idólatra) o, por el contrario, decir que no hay que pagar y poder ser acusado ante los romanos como un revolucionario.

El Señor demuestra que no se busca a sí mismo, saliendo airoso de la trampa, sino que va mucho más lejos, ofreciendo a sus oponentes la enseñanza que necesitan, diciéndoles: «Dad a Dios lo que es de Dios», es decir: «¡Abríos a la fe en el enviado de Dios al que os oponéis!».

Contemplar este comportamiento debería llevarnos a vivir de tal modo que puedan decir de nosotros: «Sabemos que eres veraz y no te preocupa lo que digan; porque no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad». Por eso, en las controversias que necesariamente se nos plantean, no debemos buscar salir vencedores, sino decir la verdad que necesitan nuestros oponentes para salvarse.

Existen en el Evangelio otras situaciones similares, como la alambicada trampa de los saduceos sobre la resurrección de los muertos (Mc 12,18-27) o la pregunta capciosa sobre el mandamiento principal (Mt 22,34-40), que en Lc 10,25-37 se convierte en el intento de Jesús por hacer que su interlocutor pase de sentirse justificado por la ley a ponerla en práctica de verdad.

e) La autenticidad exige autenticidad

Volvieron a Jerusalén y, mientras paseaba por el templo, se le acercaron los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían:

-¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad para hacer esto?

Jesús les replicó:

-Os voy a hacer una pregunta y, si me contestáis, os diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Contestadme.

Se pusieron a deliberar:

-Si decimos que es del cielo, dirá: «¿Y por qué no le habéis creído?» ¿Pero cómo vamos a decir que es de los hombres?

(Temían a la gente, porque todo el mundo estaba convencido de que Juan era un profeta). Y respondieron a Jesús:

-No sabemos.

Jesús les replicó:

-Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto (Mc 11,27-32).

En esta ocasión, la autenticidad de Jesús le lleva a exigir en sus interlocutores la sinceridad necesaria para poder responder a la pregunta que le han hecho. Ciertamente, Jesús no contesta a la pregunta, pero no por eso elude el verdadero problema, que es el que les plantea, haciéndoles ver que no están buscando la verdad ni tienen la sinceridad necesaria para encontrarla.

f) La exigencia de verdad, fruto del amor del Señor

En el Apocalipsis el mismo Jesús habla a los suyos, destapando la falsa imagen de sí mismos que tienen algunos discípulos, y planteándoles con crudeza su realidad: piensan que son ricos, que no tienen necesidad de nada y, sin embargo, son pobres, ciegos, están desnudos y son dignos de lástima. La mentira en la que están instalados los lleva a la mediocridad que asquea al Señor.

Jesús los enfrenta a la dura verdad de su vida, pero no para hundirlos sino para moverlos a conversión y ofrecerles la ayuda necesaria para dejar de ser pobres, ciegos y desnudos. Lo que los discípulos sienten como una bofetada dada con la verdad de su situación es en realidad expresión del amor del Señor que quiere sacarlos de la mentira y hacer que realicen la verdad a la que han sido llamados.

Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas; y vestiduras blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y colirio para untarte los ojos a fin de que veas. Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete (Ap 3,16-19).

Con mucha facilidad también nosotros nos engañamos en la percepción de nuestra propia realidad. Por eso necesitamos que Dios, por los medios que tenga a su disposición, nos enfrente a la realidad de nuestra situación, aunque nos duela. Hemos de aprender a reconocer el amor que hay detrás del impacto que nos provoca enfrentarnos a la verdad de lo que somos, y tomarlo como la oportunidad que nos ofrece Dios para convertirnos a la verdad de lo que él quiere que seamos. Nuestros enfados ante aquello que nos deja en evidencia demuestran que no buscamos la verdad y preferimos instalarnos en la mentira de una tibieza que el Señor aborrece.

g) La Verdad que nos hace libres

Dijo Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32).

La verdadera libertad no consiste en la absoluta autonomía para decidir lo que uno quiera con independencia de todo y de todos, sino en la superación de las ataduras de la mentira que nos impiden realizar la verdad. Y esa verdad es, en esencia, la que nos da Jesucristo con su Palabra. Las falsas verdades o verdades incompletas, de las que frecuentemente nos alimentamos, nunca podrán darnos la libertad que nos ofrece la palabra del Señor, y que no sólo tenemos que oír y conocer, sino en la que hay que permanecer para ser auténticos discípulos suyos.

h) La sencillez en la autenticidad al hablar

Recordemos unas palabras de Jesús que reflejan la transparencia y sencillez que él vive y que demuestran la autenticidad de nuestro ser y nuestra palabra:

Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno (Mt 5,37; cf. St 5,12).

A la luz de esta enseñanza y siguiendo a san Pablo podemos descubrir que muchas de nuestras complicaciones y circunloquios denotan lo poco que nos parecemos al Señor en su coherencia y autenticidad:

El Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue sí y no, sino que en él sólo hubo sí. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él. Así, por medio de él, decimos nuestro Amén a Dios, para gloria suya a través de nosotros (2Co 1,19-20).

i) Obrar la verdad o huir de la luz

La actitud ante la luz de la Verdad de Dios, que es Cristo12, divide a la humanidad entre los que reciben esta luz y los que la rechazan; pero la aceptación o el rechazo de Cristo -Verdad y Luz- depende de la actitud concreta que se tiene previamente ante la verdad. Los que aceptan a Cristo «obran la verdad» y, en consecuencia, no temen la luz. Aquellos cuyas obras son malas actúan en contra de la verdad y tienen que huir de la Verdad y de la Luz plenas, lo que los introduce más profundamente en la oscuridad de la mentira y del mal.

Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,19-21).

Esto pueden parecer que deja sin salida a los que no obran la verdad, pero simplemente está planteando radicalmente las dos opciones posibles, para que seamos conscientes de las causas y las consecuencias del rechazo de la Luz. Siempre queda la posibilidad de que el que no obra la verdad haga el acto de humildad de ponerse ante la Luz para que se vean sus obras y acogerse a la misericordia de Dios para que lo transforme, como hizo el publicano de la parábola (cf. Lc 18,9-14).

j) La autenticidad de Jesús en imágenes apocalípticas

Finalmente, el Apocalipsis presenta con especialísima fuerza la realidad de Jesús como el Hijo de Dios que entrega su vida para salvar al mundo y, glorificado por el Padre, se convierte en Juez-Salvador de la humanidad. El mensaje del último libro de la Biblia es el más rotundo de todo el Nuevo Testamento, para lo que se sirve del estilo simbólico y el lenguaje propio de los libros apocalípticos, muy alejado del estilo más comprensible del resto de libros bíblicos. A pesar de su lenguaje misterioso, el mensaje del Apocalipsis es crucial y nos revela aspectos esenciales sobre la relación de Jesús con la verdad.

En principio, vemos a Jesucristo como «el Amén, el testigo fiel y veraz» (Ap 3,14; cf. 1,5), «el Santo y el Verdadero» (Ap 3,7). Por eso se llama «Fiel y Veraz», y su nombre es «el Verbo de Dios» (Ap 19,11.13). Esta calidad de testigo fiel va unida a la de Cordero degollado puesto en pie (cf. Ap 5,6): su testimonio fiel le ha llevado a dar la vida como un cordero inmolado, pero no está derrotado, sino en pie por la resurrección. De su boca sale una espada aguda de doble filo, que es su Palabra (cf. Heb 4,12), con la que vence a los enemigos (Ap 1,16; 2,12.16; 19,15).

A partir de aquí, los que siguen fielmente al Testigo fiel y veraz, dan testimonio de la Palabra con su propia sangre: son testigos y mártires. «Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte» (Ap 12,11; cf. 6,9; 20,4). El mismo Juan, autor del Apocalipsis, está «desterrado en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap 1,9).

Con su peculiar lenguaje, el Apocalipsis expresa lo mismo que vemos en la oración de Jesús en el Jueves Santo: que él se ha consagrado por y para la verdad de su testimonio y el de los suyos; de modo que nos permite contemplar la autenticidad del Señor con todas sus consecuencias y nos mueve a abrazar las consecuencias de la nuestra.


NOTAS

  1. M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis. La douceur de n’être rien, Paris 2004 (Téqui), 1, 160.
  2. San Bernardo, Sermón 74, 8.
  3. Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), VI,2,K: Sencillez y transparencia (p. 225).
  4. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, VI,2,E: Martirio (p. 207.208-209). Cf. también, IV,2: En el mundo sin ser del mundo (p. 90-92).
  5. «Consagrarse, entre profanos, es darse de lleno a una ocupación, al cumplimiento de un ideal. La Escritura lo concibe, previa la purificación, como entrega estable al servicio de Dios. En su virtud, lo consagrado se sustrae a todo uso profano, y pasa a ser de Dios. En contacto con él le imprime cierto carácter de santidad, un halo de protección que inspira en torno reverencia» (Antonio Orbe, Oración sacerdotal. Meditaciones sobre Juan 17, Madrid 1979 (BAC), 225).
  6. «“Y por ellos me consagro a mí mismo”. No pudo anticipar con más sencillez la oblación sublime y última de Jesús en la cruz» (Orbe, Oración sacerdotal, 255).
  7. Orbe, Oración sacerdotal, 253.249.
  8. Este poder purificador de la Verdad, por medio de su palabra, aparece claramente en la carta a los Hebreos: «La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón» (Heb 4,12).
  9. Orbe, Oración sacerdotal, 225-226.260.
  10. Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, VII,2: La consagración, fundamento del ser y de la misión del contemplativo secular (p. 260-268).
  11. Estas controversias aparecen después de la purificación del templo (Jn 2,20); después de la curación del paralítico de la piscina de Betesda (Jn 5,16-47), después de la multiplicación de los panes, en el discurso del pan de vida (Jn 6,30-53), en la fiesta de las tiendas (Jn 7,14-30.32-36), después del episodio de la adúltera (Jn 8,12-20.21-27.31-59); después de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9,40-41), en la fiesta de la dedicación (Jn 10,22-39), y después de anunciar que iba a ser elevado sobre la tierra (Jn 12,32-36).
  12. Cf. Jn 1,9; 8,12; 9,5; 12,46.