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Contenido
Introducción
Ya hemos visto en el capítulo anterior como nuestra realidad personal, en lo que tiene de más negativo, es el instrumento del que se sirve la gracia para impulsarnos a la santidad. Pero esa misma realidad, que configura nuestra vida, es, a la vez, la mayor dificultad para ser santos. Nuestros apegos afectivos, nuestras necesidades, miedos, complejos, etc. constituyen la gran dificultad para el crecimiento de la gracia, en la medida en que dejamos que sean más verdaderos y reales que la misma gracia.
Normalmente, cuando Dios nos ilumina con su luz resulta evidente que no podemos negar su acción sin negarnos a nosotros mismos, y por eso espontáneamente tratamos de responder en serio a la Verdad que reconocemos como ineludible. Pero después, cuando esa Verdad se enfrenta con nuestras verdades, surge el conflicto interior sustancial que determina lo esencial de nuestra vida y el desarrollo de la gracia en nosotros. En definitiva, es ahí donde nos jugamos realmente la santidad, incluso la salvación.
Todos llegamos a ese punto en el que entran en conflicto las dos grandes fuerzas que operan en nuestro interior. Incluso muchos parten de él, cuando el conflicto estalla precisamente en el momento de recibir la gracia de conversión. Aunque este tipo de situaciones son bastante simples, suelen percibirse con cierta complejidad y dramatismo, lo que obliga al ejercicio espiritual necesario para alcanzar la mirada interior con la que ver y vivir la realidad con simplicidad evangélica. Este ejercicio debe partir del convencimiento de dos realidades fundamentales:
- 1. Dios irrumpe en el alma descubriendo la Verdad de lo que es él y lo que somos nosotros, del sentido de la vida y la meta para la que hemos sido creados. Es la Verdad luminosa que ordena nuestra existencia y nuestros valores y que, lejos de poder ser «dominada» por nosotros, nos «domina» a nosotros, en el sentido de que orienta y condiciona esencialmente toda nuestra vida.
- 2. Esa Verdad ‑con mayúsculas‑ no anula la verdad más inmediata y sensible de las exigencias que nos imponen nuestra psicología, el mundo en el que vivimos, nuestra propia historia, etc.
Son dos mundos, con objetivos y medios muy definidos y coherentes en sí mismos, pero incompatibles entre ambos. Y esa incompatibilidad nos obliga a decidirnos claramente por uno de esos dos mundos. Incluso aunque no reflexionemos sobre ello o no decidamos algo conscientemente, tomaremos una decisión, aunque sea inconsciente, que orientará nuestra vida de un modo o de otro.
No existe alternativa posible a esta disyuntiva, lo que nos obliga a afirmar la verdad que Dios nos ofrece y relativizar nuestra propia verdad o, por el contrario, a afirmar lo que sentimos y somos materialmente hablando y negar todo lo que supone la acción de Dios en nosotros. De una forma u otra, todo se juega en este punto, que es el «ser o no ser» de la santidad y que, en el fondo, es la alternativa a la que nos enfrenta el Señor cuando dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24).
1. Condenados a la mediocridad por no elegir
La mayor y más peligrosa tentación que sufre el cristiano que aspira a serlo de verdad ‑el contemplativo‑ no es la que le empuja a alguno de los pecados capitales, ni siquiera la que pudiera llevarlo a la apostasía, sino la suave inclinación a la mediocridad. Para lograrlo, al llegar al punto crucial de la elección entre Dios o nosotros, el enemigo nos presenta el fascinante espejismo de creer posible encontrar un fácil equilibro que nos permita disfrutar de los beneficios de ambas alternativas sin tener que sufrir ninguno de sus inconvenientes. Así es como establecemos un sistema perfectamente ensamblado por el que aspiramos a elevadas metas, a las que creemos tener derecho, y disfrutamos de la gracia que nos facilita el trabajo, pero sin que nada estorbe la comodidad en la que estamos instalados. Es la tentación de creer que es posible una elección sin renuncia, por la que intentamos conseguir todo sin desprendernos de nada; cuando lo que mejor expresa la autenticidad de una elección es la aceptación real de las renuncias que comporta.
La facilidad con la que nos engañamos en este punto se debe al fuerte apego que tenemos por nosotros mismos. No olvidemos que, de hecho, nuestra vida está principalmente marcada, no tanto por nuestros pecados o por la gracia, sino por la influencia de nuestras ataduras y esclavitudes materiales o psicológicas; o, dicho de otro modo, por aquello que nos empuja a negar la oposición entre la gracia y la atadura.
Esto es, además, especialmente problemático: primero, porque nos protege de la gracia y hace imposible que pueda fructificar; pero, sobre todo, porque es un planteamiento que se contagia fácilmente a los demás, haciéndonos caer en el pecado de escándalo. Si establecemos una estructura lógica que justifique la falsedad de una santidad sin cruz, les damos a otros la coartada para que, incluso de antemano e inconscientemente, puedan justificar su renuncia efectiva a la santidad y a la gracia. Y todo esto está basculando sobre la verdad, que es lo que se juega en el fondo. En esencia, es un problema de verdad o mentira, que va más allá de simples intenciones, opiniones o sentimientos. Esto exige que seamos muy conscientes de lo que somos realmente en lo profundo de nuestro ser y de quién es verdaderamente Dios, porque sólo descubriendo la verdad podremos reconocer la atadura propia de nuestra pobreza y la gracia que nos permite superarla para ser santos, asumiendo la purificación que supone el conflicto entre ambas realidades.
Se trata de un conflicto que Dios ha resuelto por medio de Jesucristo, que es la luz que lo ilumina y resuelve. Evidentemente, su solución tiene un precio; y por eso nosotros preferimos resolverlo a nuestro modo, para evitar tener que pagar el precio; y elegimos hacerlo de una manera mejor y más fácil, pero que es falsa, porque no sólo no resuelve nada, sino que lo complica más.
Justo en el punto en el que Dios nos llama a la santidad como radicalidad en la verdad y en amor, surge la tentación de la acomodación y el confort, lo que nos lleva a la mediocridad. Quien piensa y quiere vivir en el nivel de la comodidad, aun sin negar explícitamente el de la radicalidad, ése es el mediocre. Conviene que veamos en qué consiste esta forma sutil de traicionar, sin que lo notemos, nuestra identidad y nuestra misión.
Cuando hablamos de «radicalidad», el mundo actual se pone en guardia porque entiende que es sinónimo de exageración en algo negativo. Es más, el mundo valora la exageración en aquello que considera importante, pero no lo admite para todo lo demás. Para él es un héroe el que exagera en el derecho de los homosexuales al matrimonio, el derecho de las mujeres a disponer de la vida de sus hijos no-nacidos; y ve admirable exagerar la democracia, la libertad, etc. Pero el que defiende el derecho del no-nacido a la vida es un «radical», igualmente el cristiano que defiende los compromisos básicos de su fe, como la misa dominical, también es un «radical», un exagerado, un peligroso fanático. Por eso, no deberíamos olvidar que la radicalidad no es un valor que pueda definir el mundo en virtud de sus intereses o cálculos, sino que es algo que hace referencia a la verdad de las cosas, porque ser «radical» es ir a la «raíz», a la verdad, a la esencia de la realidad, independientemente de las modas o de las ideologías que imperen en el mundo en un momento concreto e intenten apoderarse de la verdad para dominarla.
En la práctica, el espíritu del mundo se cuela en nuestro interior para oponerse al Espíritu Santo y desactivar la gracia; de modo que cuando éste nos trata de empujar suavemente a vivir a fondo ‑«radicalmente»‑ lo que creemos, aquél intentará desanimarnos diciéndonos con fuerza que no es bueno exagerar ni debemos ser radicales.
a) El mediocre no reconoce las limitaciones
Una de las cosas que más nos cuesta es reconocer nuestras limitaciones y dejar de justificarlas. Pero si no las reconocemos, nos condenamos a nosotros mismos a vivir dentro de las fronteras de esas limitaciones, esclavizados por ellas de por vida y necesitados de esclavizar a los demás a sus limitaciones para poder justificarnos, lo que nos lleva necesariamente a la mediocridad. Y eso supone que nos condenamos a nosotros mismos a permanecer inmaduros de por vida, no sólo psicológicamente sino también espiritualmente. Así, a una vida limitada en lo afectivo y relacional, le corresponderá la vida espiritual limitada propia de un niño.
Sólo podemos salir de la mediocridad realizando un simple acto, que tiene que ser valiente y resulta doloroso, por el que reconocemos nuestras ataduras y lo que significan para nosotros, a la vez que afirmamos a Dios y su gracia como lo único verdaderamente real que tenemos que preservar en nuestra vida. Es algo semejante al despegue de un avión: necesita durante unos instantes emplear toda la potencia de sus motores para lograr el impulso necesario para elevarse. Si no lo hiciera así, seguiría rodando por la pista sin despegar y acabaría estrellándose.
Se trata de un acto que nos enfrenta con nuestra propia realidad, en lo que tiene de más duro o inaceptable, para aceptar de verdad y plenamente lo que somos, con nuestras ataduras concretas y, a la vez, reconocer de verdad lo que es Dios, con su poder y su gracia. Y, como consecuencia, provocamos un enfrentamiento entre estas dos realidades que nos obliga situarnos en la realidad y a tomar partido por una de ellas. Esta decisión debemos tomarla al principio del conflicto, porque las dos realidades contrapuestas no son iguales en importancia o fuerza. Partir de la realidad significa que somos conscientes de nuestras limitaciones y lo que suponen de obstáculo para la gracia, y contamos con ello; pero también con que nuestro verdadero punto de partida no es ése, sino lo que hay de más real, verdadero y poderoso en nosotros, que es la obra de la gracia. Partimos de nuestra condición de hijos de Dios, del ser nuevo re-creado a imagen de Cristo. Ése es el verdadero realismo cristiano, por el que hay que apostar decididamente para lograr el impulso necesario que nos permita vencer la fuerza de nuestras limitaciones para que pueda actuar la gracia que haga despegar nuestra vida hacia la santidad.
b) El mediocre limita metas y objetivos
En el conflicto entre las incapacidades y los objetivos, en vez de trabajar por alcanzar la meta, el mediocre limita sus aspiraciones reales a lo que puede alcanzar cómodamente. Ahí muere la pasión, la esperanza, la fe y el amor heroico, que es el verdadero. El mediocre vive apoyado en sí mismo y actúa según sus capacidades naturales. Y naturalmente no puede alcanzar sino simples frutos de naturaleza caída.
Desde toda la eternidad, Dios nos llama al abismo de su amor, su presencia, su ternura y su salvación. Ése es nuestro verdadero ser, nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra meta; de tal manera que sólo podremos realizarnos como personas y ser nosotros mismos en la medida en que nos acerquemos a lo que Dios ha proyectado para cada uno; lo cual es posible porque él nos lo descubre y nos da la gracia para alcanzarlo. No tendría sentido que Dios nos llamase a una santidad imposible sin contar con nuestras limitaciones y sin darnos las gracias adecuadas que las convierten en fortalezas. Es necesario también que nosotros reconozcamos nuestra pobreza y, en vez de apoyarnos en nosotros mismos, nos apoyemos en Dios. Sólo así podremos trabajar eficazmente por alcanzar el fin para el que hemos sido creados.
Si no trabajamos por alcanzar la meta a la que Dios nos llama y por el camino por el que nos guía, nuestro ser no dará de sí más que lo que pueda ser materialmente hablando. Nos construiremos o nos destruiremos según la orientación que demos en este sentido a nuestra vida. Y, puesto que Dios nos crea y nos recrea en Cristo, puede llamarnos a un absoluto que es imposible para nosotros naturalmente. Por eso puede pedirnos el heroísmo y la santidad cuando nos dice: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Pero, frente a esta vocación a la santidad, nuestras ataduras humanas nos limitan fuertemente: nublan nuestra visión, haciéndonos ver como más verdadero aquello a lo que nos sentimos apegados, y paralizan nuestra voluntad, orientándola en la dirección de nuestros intereses.
El proceso por el que llegamos a justificar un cambio de rumbo que nos destruye, a nosotros y a los demás, empieza por una excesiva atención a nuestra realidad, hasta ver las propias limitaciones como lo más verdadero, lo auténticamente real; y por eso nos sentimos obligados a encontrar una forma de limitar la meta de la santidad para no poner en riesgo nuestros apegos y seguridades afectivas o materiales. No es difícil mantener una aceptación teórica de la meta mientras se actúa según la propia conveniencia. En el fondo, el mediocre no reconoce la verdad, al menos en la práctica. No la niega, pero la oye y la repite sin dejarse penetrar por ella. Así, el amor heroico para el que Dios nos capacita se transforma en un egoísmo que convierte el microcosmos de sus esclavitudes en el cómodo hogar en el que puede disfrutar del convencimiento de caminar hacia la santidad mientras retrocede cómodamente a lo más primitivo de su ser.
Esto hace del mediocre un ser esencialmente contradictorio, pues convierte en mentira existencial aquello que afirma como verdad real. El ser humano alcanza su plenitud cuando armoniza todas sus capacidades, entre ellas y con el plan de Dios para él. Por eso el mediocre no puede alcanzar la plenitud, porque se permite la disociación de sus capacidades. En el santo hay unidad y armonía entre lo que es, lo que siente, lo que vive, lo que hace y lo que dice; y eso encaja con la gracia y permite que dé fruto. El mediocre, en cambio, piensa, actúa o habla de forma contradictoria; y no porque se equivoque, sino porque es su forma de ser: no necesita que lo que piensa concuerde con la verdad sino con sus intereses, ni que lo que diga concuerde con lo que hace sino con las apariencias, impidiendo así la acción de la gracia y el fruto de armonía, plenitud y salvación que conlleva.
c) El mediocre se esconde tras la apariencia de virtud
A la hora de realizar el discernimiento que nos permita descubrir si somos mediocres hemos de tener en cuenta que la mediocridad es perfectamente compatible con la apariencia de piedad y de santidad. Un mediocre puede parecer una persona profundamente espiritual, aunque, en el fondo, la fe le sirva para buscar sus propios intereses y no los de Dios.
En este sentido, un signo claro de mediocridad es la pretensión de hacer las cosas por nosotros mismos «contando con la ayuda de Dios», como se suele decir. Dios es un recurso al que acudimos para que colabore en nuestros planes, no al revés. De ese modo, salvamos nuestras ataduras del riesgo en que las puede poner la gracia y le damos a nuestra vida el necesario barniz de religiosidad para justificarnos.
De igual modo podemos caer en el extremo contrario, afirmando tan ilusoriamente la acción de Dios que nos sintamos dispensados de poner nuestra parte en la empresa, y así dejamos de poner en riesgo nuestros apegos. Resulta aparentemente muy espiritual una confianza tan absoluta en Dios que nos haga parecer muy piadosos, mientras que la misma confianza nos permite eludir el trabajo de romper nuestras cadenas, que podemos mantener intactas como nuestro verdadero tesoro.
Más allá de las palabras, los santos nos muestran, con la elocuencia de su vida, la posibilidad y la grandeza del amor heroico. Ellos deberían ser nuestros modelos reales, para animarnos en la esperanza confiada de que podemos ser como ellos. En vez de eso, el mediocre los admira un instante para reconocer inmediatamente después que la vida de los santos está fuera de su alcance. El «no tengo madera de santo», que tantas veces oímos, sólo se explica si creemos que la extraordinaria obra de la salvación, que le costó la vida al Hijo de Dios, tiene menos fuerza que nuestros miedos y frustraciones.
d) El mediocre es inmaduro
La falta de aceptación del riesgo de la fe y la resistencia al compromiso impiden el desarrollo espiritual del cristiano, lo cual suele aceptarse con bastante facilidad, como si el modelo por el que debe regirse el ser humano fuera permanecer siempre inmaduro y sin desarrollar. Pero, por esa misma lógica, ¿admitiríamos como normal que toda la extraordinaria obra biológica de la génesis de un ser humano no tuviera más fin que traer al mundo unos seres que a lo largo de toda su vida no pasaran de ser recién nacidos?
La inmadurez propia del mediocre hace que, aunque reconozca teóricamente la existencia de Dios, su amor providente y su propia condición de hijo de Dios, sea incapaz de vivir en serio esas realidades. A la hora de la verdad, no experimentará el amor providente de Dios, ni podrá actuar con la libertad de los hijos de Dios; incluso tendrá que vivir enmascarando continuamente la verdad y el bien para justificar sus inclinaciones más elementales.
El mediocre no puede madurar si no sale de la mediocridad. Podrá disimularlo, pero siempre será un inmaduro. Habrá que alimentarlo con biberón y, al no conocer otra cosa, él alimentará a los demás ‑hijos, fieles, alumnos, etc.‑ también con biberón.
Tampoco yo, hermanos, pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Por eso, en vez de alimento sólido, os di a beber leche, pues todavía no estabais para más. Aunque tampoco lo estáis ahora, pues seguís siendo carnales. En efecto, mientras haya entre vosotros envidias y contiendas, ¿no es que seguís siendo carnales y que os comportáis al modo humano? (1Co 3,1-3).
La misma inmadurez constituye un impedimento para descubrir y vivir la plenitud de vida a la que estamos llamados y que es una feliz realidad para nosotros por ser ya hijos de Dios.
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! […]. Queridos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,1a.2).
Al inmaduro le angustia la responsabilidad, tener que tomar cualquier decisión; por eso huye a lo superficial, a lo sensible y a lo teórico. Y por eso, al mediocre, aunque hable de ella, le aterra la santidad porque exige radicalidad.
e) El mediocre es frágil y violento
La consecuencia de la inmadurez es la fragilidad. Por eso, el mediocre, que es fuerte y grande sólo en los pensamientos, las ideas y las palabras, resulta ser extraordinariamente frágil en la realidad. Necesita del ambiente favorable, del compromiso del grupo para dejarse llevar por la inercia de los demás. No se plantea ponerse delante del carro y arrastrarlo él, para que otros se apoyen en su esfuerzo. En vez de eso, espera que los demás arrastren el carro, para que él pueda avanzar sin ningún esfuerzo.
El mediocre es frágil: se rompe a la menor dificultad, del tipo que sea; incluso ante la verdad, porque le incomoda. Por eso, al mediocre hay que tratarlo con sumo cuidado, respetando sus sentimientos y aceptando sus incongruencias; de lo contrario se sentirá incomprendido, atacado o herido y se sentirá justificado para desanimarse y abandonar, echando la culpa a quien tenía que haberle «animado» a su gusto.
Y entonces, esa persona que tanto proclama la bondad, la comprensión y la misericordia, se vuelve dura e irascible. Y lo peor no está en que caiga en unos comportamientos contrarios a sus ideales teóricos, sino en que se justifica sin ningún rubor. No se da cuenta de la injusticia que supone justificar su falta de amor real a los demás precisamente porque éstos no le dan, según cree, el amor que merece. Los demás tienen que amarle, comprenderle, aceptarle, no enfadarse con él, etc.; pero él se permite vivir todos estos valores en la pura teoría, de modo que si se siente agredido le parece normal contradecirlos en la práctica. Y, además, de nuevo, espera que Dios acepte sin más su comportamiento y le premie. La realidad es justamente la contraria, porque ante esa situación Dios le dice al mediocre:
Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo (Ap 3,15-17).
De nuevo hay que insistir en la gravedad del estado de mediocridad, que no consiste tanto en caer, equivocarse o pecar en alguna ocasión, como es propio de la condición humana, sino en habituarse a vivir en un estado de pecado que se justifica como normal. Eso es lo que hace sumamente difícil la conversión para el mediocre; y explica que el Señor nos diga que «más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos» (Mt 19,24), entendiendo por «rico» no tanto el que tiene dinero, sino el que se apega a algo ‑en este caso, a la propia seguridad‑ hasta ponerlo por encima de Dios y justifica su apego como normal.
f) El mediocre daña gravemente a los demás
Por otra parte, el mediocre supone un grave problema para los demás. ¿Qué diríamos de un cirujano que, sin saber nada de medicina, se metiera en un quirófano a realizar una operación de riesgo; o de alguien que sin capacidad quisiera diseñar un gran rascacielos? ¿No es eso mismo lo que hacen los padres, los profesores, los sacerdotes, los psicólogos, los catequistas, los políticos, todos los que tienen en sus manos las vidas de otros y no pueden hacer otra cosa que proyectar sobre ellos su propia mediocridad? Si esto se admite como normal, no sólo renunciamos a la excelencia en todos los campos, sino que colocamos la mediocridad y la inmadurez como norma, de modo que todo el que se sale de ella queda descalificado. Por esa razón los santos son rechazados por todos, empezando por los más cercanos; y, como mucho, sólo se admitirán como una excepción a lo normal, como una patología; de modo que la santidad es la patología y la mediocridad es lo adecuado, la norma y el objetivo.
Y eso nos plantea si cabe esperar que una Iglesia marcada por la mediocridad sea la sal de la tierra, como nos pide el Señor. ¿Qué podemos hacer si el problema se hace endémico? ¿Nos quedaríamos de brazos cruzados si le dieran el título de cirujano a cualquier persona sin ninguna preparación por el hecho de que le guste «salvar vidas»? ¿No deberíamos exigir una adecuada capacitación en todas las profesiones y responsabilidades? Pero quizá tendríamos que empezar por nosotros mismos. ¿Podríamos quejarnos de tener que ser intervenidos por un cirujano incompetente cuando somos igual de incompetentes en nuestras profesiones? Del mismo modo, el mundo y la Iglesia de hoy necesitan santos, personas de fe que se levanten por encima de la mediocridad y apuesten por la radicalidad. Y eso no como una excepción, sino como lo normal; porque la santidad no es una opción excepcional para unos pocos, sino la esencia misma de la fe. Todo cristiano está llamado a ser santo, a vivir el heroísmo propio de la vida de la gracia. Por eso decimos que la Iglesia es santa, porque está santificada por Cristo y constituye un verdadero ejército de santos que continúan librando la batalla de la redención que llevó a cabo Jesús en la cruz. ¿Podemos admitir como normal que ese ejército esté compuesto mayoritariamente por cobardes y desertores?
El problema no es nuevo. Ya en los primeros siglos de la Iglesia se consideraba a los mártires como los verdaderos cristianos. Y cuando hizo su aparición la mediocridad, muchos sintieron la necesidad de huir al desierto para mantener el heroísmo como manera verdadera de vivir la fe. Hoy son los cuantiosos mártires de nuestro tiempo los que nos recuerdan cuál es la respuesta al problema de la mediocridad.
También los monjes y los contemplativos en el mundo sólo tienen razón de ser como expresión y recordatorio de que la fe sólo es auténtica si es radical; es decir, si va a la raíz. Pero si los contemplativos, que han recibido la gracia de ver la realidad con los ojos de Dios, se acomodan al mundo, entonces ¿qué podemos esperar? Ahí quedan las palabras del Señor:
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,13-16).
g) El mediocre no ama
El drama del mediocre es que no ama. Se refugia en sucedáneos del amor, que le permiten creer que ama o parecer que lo hace, cuando realmente le garantizan que no se consumirá nunca en el amor de Dios, en el fuego del Espíritu Santo. Y eso vacía su vida y perjudica a los que le rodean.
El mediocre no negará los grandes sufrimientos de la Iglesia y de la humanidad, incluso rezará por ellos, se indignará contra los que crean divisiones entre los cristianos, distorsiones en la fe o hambre e injusticias en el mundo. Pero no se sentirá responsable de ello, lo suficientemente responsable como para llevar a cabo un cambio real de vida, una auténtica conversión.
Y al igual que carece del fuego del amor de Dios, tampoco se dejará consumir por la llama del amor al hermano. Se quejará del mundo tan inhóspito en el que vivimos, pero no dejará que su amor traspase los límites de los sentimientos y las ideas; todo menos llegar al compromiso real que cambia la vida.
Disfrutará de los sentimientos de compasión, amor y comprensión hacia los demás, siempre que no condicionen su vida. Y en nombre de la bondad tratará de evitar conflictos y justificará su huida de cualquier situación que le pueda herir o comprometer. Poco a poco tendrá que ir haciéndose más insensible ante los sufrimientos de los demás, y se volverá más irascible ante todo lo que le incomode. Aunque parezca cordial y cercano, estará realmente aislado de los demás.
Y nuevamente estamos ante el reto de la fe. No podemos decir que creemos en Cristo y justificar lo contrario de lo que él dice y vive. Él no vive un amor limitado, ni hacia el Padre ni hacia los demás. ¡En cuántas ocasiones el Evangelio nos recuerda que el amor al prójimo no tiene otra medida que el amor del Señor! Si amamos de otro modo, cometemos la grave injusticia de pretender de Dios lo que nosotros negamos a los demás. Se trata de una injusticia que el Señor jamás aceptará: no perdonará al que no perdona (cf. Mt 6,15; Mt 18,21-35), ni dará al que no dé (cf. Lc 6,38). Y esto no es algo opcional que podemos elegir como expresión de una especial generosidad, sino algo que le debemos en justicia al que nos ha dado la luz y la capacidad para amar de verdad, al estilo de Cristo.
Por eso, todo lo que tenemos más que Jesús nos impide ser realmente pobres como él, y todo lo que amamos menos que él nos impide amar de verdad y parecernos a él… Y en este débito que tenemos con Dios y con el prójimo hemos de meter tanto lo material como lo espiritual: el dinero o los bienes materiales que tenemos de más se los sustraemos a los que no tienen nada; así como el testimonio, la intercesión o el amor del que carecen muchos porque no se los damos o se los damos mal; al igual que la redención, que no les llega a los que la necesitan porque nos resistimos a amar de verdad porque no queremos sufrir.
2. Santidad: radicalidad frente a la mediocridad
En el fondo estamos ante una cuestión de fe, porque el mediocre cree en sus límites más que en la gracia. Encierra la gracia en sus propias limitaciones y la hace estéril. Y él se queda incompleto e inmaduro.
Sin embargo, cuando contemplamos a la Virgen María y a los santos, vemos que sus vidas tienen un elemento común evidente, que es la radicalidad. Viven en circunstancias diferentes, como diferentes son también sus cualidades o defectos, sus vocaciones o misiones; pero todos coinciden en un mismo objetivo y un mismo empeño por alcanzarlo. Precisamente este mismo empeño hace que no se pierdan en pactos con nadie para diluir su respuesta, su entrega o su decisión; y están dispuestos generosamente a pagar el precio de «renunciar a sí mismos» para poder seguir al Señor (cf. Lc 9,23-25). Para lograrlo, centran su voluntad en lanzarse a la consecución de la meta a la que se saben llamados, sin cálculos, excusas o dilaciones. Y con ese fin, aceptan vivir rescatando constantemente la conciencia de la motivación por la que viven, que es adquirir el nuevo ser que Dios les ofrece, y negándose a ser aquello a lo que la naturaleza, marcada por el pecado, trata de arrastrarlos.
Y precisamente lo contrario de la radicalidad y el heroísmo es la mediocridad, que supone la renuncia consentida a la radicalidad propia de la santidad cristiana. Por esta razón no se puede pretender ser cristiano de verdad aspirando a los mínimos, sino reconociendo que sólo es cristiano pleno el santo y, por lo tanto, quien aspira a serlo está obligado a vivir apasionadamente la fe y a plasmarla fielmente en lo concreto de su vida. Y este impulso real hacia la santidad no se puede realizar si no trabajamos con ahínco para salir de la mediocridad; y esto, no tanto porque nuestro esfuerzo pueda hacernos santos, sino porque es lo que permite que el verdadero artífice de la santidad, que es Dios, pueda actuar plenamente en nosotros, sin trabas por nuestra parte. Por eso podemos afirmar que una adecuada ascesis es uno de los mejores instrumentos para superar la mediocridad y emprender eficazmente el camino a la santidad.
a) La ascesis del monje y del contemplativo secular
Tradicionalmente la vida contemplativa se ha identificado con la vida monástica, y ésta con la ascesis y la mortificación. De hecho, los padres del desierto se retiraban a la soledad para hacer penitencia como forma de vivir un cristianismo heroico. Luego fueron los monjes los que, aislados en los monasterios, trataron de continuar este estilo de vida por medio de las renuncias físicas y espirituales. Y todo ello desde el convencimiento de que los atletas de la fe se imponen privaciones, como hacen los deportistas para estar en forma:
¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio? Pues corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita. Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire; sino que golpeo mi cuerpo y lo someto, no sea que, habiendo predicado a otros, quede yo descalificado (1Co 9,24-27).
Evidentemente, al igual que la vida monástica, la vida contemplativa en el mundo exige renuncias para poder ser una vida cristiana radical. Pero son renuncias distintas a las que se exigen en los monasterios. La misma vida secular provee al contemplativo del arsenal de renuncias que necesita, en la medida en que trata de hacerle imposible la radicalidad de su vida.
Las dificultades que pone el mundo al contemplativo son, paradójicamente, los elementos más adecuados para ejercitar las mejores renuncias. Sin embargo, esas mismas dificultades conllevan una fuerte tentación que le mueve a tratar de eludir la lucha y el sufrimiento que le exige la oposición del mundo, lo cual puede conseguir con facilidad refugiándose en una forma meramente «espiritual» de vivir su vocación contemplativa, convirtiéndola en un confortable refugio frente a los ataques del mundo. Eso supone una traición a su vocación, al igual que sería una traición ir a un monasterio para liberarse de las preocupaciones del mundo y gozar de tranquilidad. La vida contemplativa sólo se puede vivir si se paga el precio de la radicalidad y el heroísmo, que son propios del santo como peregrino que es en tierra extraña:
Queridos míos, como a extranjeros y peregrinos, os hago una llamada a que os apartéis de esos bajos deseos que combaten contra el alma (1Pe 2,11).
b) La guerra exige mortificación
Vivimos en un mundo cómodo, amorfo y flojo; en medio del cual el contemplativo tiene que vivir una fe realmente exigente y recia, como corresponde a la reciedumbre y disciplina de los soldados, pues estamos en medio de una guerra, la guerra más dura que existe, que es la guerra entre la luz y las tinieblas, el Bien y el Mal, la verdad y la mentira, Dios y el mundo; y es imposible encontrar un punto medio entre ambos contendientes sin traicionar la causa por la que Cristo dio su vida en la cruz.
Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos. Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1Tm 6,12-14).
No deja de ser un desertor el que se sirve de los medios que ha recibido para luchar precisamente para evitar esa misma lucha. Y el análisis de nuestras quejas y la resistencia ante el sufrimiento que comporta la autenticidad evangélica revelan el nivel de nuestra mediocridad y, por tanto, de nuestra traición.
No podemos dejar de experimentar en nosotros mismos las dos fuerzas antagónicas que luchan en nuestro interior: por un lado, la presión de nuestras pasiones que gritan con fuerza y, por otro, el impulso de la gracia, que susurra suavemente. La fuerza que hacen es proporcionalmente inversa a su importancia. Por eso hemos de acallar el clamor de nuestras pasiones para prestar la atención que se merece al susurro del Espíritu Santo. Y esto sólo se puede lograr con un notable esfuerzo de vencimiento propio; un esfuerzo que exige lucha, sacrificio y sufrimiento.
Este esfuerzo, si es verdadero, nunca carga contra los demás, sino que empieza por uno mismo. La reciedumbre que se precisa para disponerse a la gracia no puede dirigirse hacia el exterior, del que no somos directamente responsables, sino que empieza por nosotros mismos, que somos los responsables de nuestra vida y nuestra conversión. No puede ser santo el que espera la conversión del prójimo para convertirse él, sino el que se lanza a realizar su propia conversión con el convencimiento de que así contribuye al cambio de los demás. Evidentemente el cristiano recio tiene una función profética de denuncia; pero no es evangélica la denuncia que no empieza por uno mismo; de hecho, una forma de fariseísmo solapado consiste en creer que somos recios porque exigimos mucho a los demás sin empezar a cumplir lo que exigimos a otros.
c) Ascesis para acoger la gracia
Hemos de tener en cuenta que la mortificación forma parte del esfuerzo personal necesario para acercarnos a Dios, o, mejor dicho, para permitir que él se acerque a nosotros, porque constituye un elemento fundamental de nuestra disposición a acoger la gracia de la transformación que Dios realiza en nuestra alma. No podemos decir «sí» a Dios si no decimos «no» a nosotros mismos, entendido esto como enfrentarnos a la parte de nosotros que se opone a la gracia de Dios.
Por eso es muy importante establecer un trabajo sistemático que adecúe la mortificación a la realidad de nuestras ataduras y al proyecto de Dios sobre nosotros. Esto supone que debemos encontrar caminos concretos de ascesis que respondan a nuestra vida en el mundo y a nuestra vocación contemplativa.
Para ello es fundamental que partamos del hecho universalmente aceptado de que el ser humano está constituido por materia y espíritu. Más allá de precisiones filosóficas sobre el asunto, podemos convenir que este hecho establece que nuestra vida se desarrolla en dos niveles: el material y el espiritual. Ahora bien, cada uno de estos dos niveles tiene su distinta importancia, prioridad, inercia y fuerza. Precisamente la tentación del que aspira a la perfección no tiene que empujarle necesariamente al mal; basta con que le invite a darle la primacía a lo material sobre lo espiritual, tal como nos previene el Señor: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). La materia de la que estamos hechos y el nivel material en el que vivimos conforma nuestra parte más superficial y externa, mientras que lo más profundo e importante hace relación a lo espiritual, donde está el pensamiento, la conciencia y la voluntad.
En este sentido, lo primero que aparece, tanto en nuestro mundo como en nuestra propia alma, es la gran importancia que le damos a todo lo material. Estamos inmersos en un mar de materialismo y consumismo que hace que nos parezca irrenunciable el mantener lo que hemos dado en llamar «calidad de vida», sin la cual la existencia humana pierde su valor. Los bienes materiales y de consumo, las comodidades, la comida placentera, las diversiones, etc. son tan importantes que llegamos a depender de ellos absolutamente; de tal manera que el mundo actual está estructurado para proporcionarnos todos esos bienes, y sin ellos creemos no poder «realizarnos», cuando, en realidad no buscamos la verdadera realización personal, sino la satisfacción de nuestros sentidos por medio del placer sensible que nos proporcionan los medios materiales.
Esta dependencia de lo material hace que acabemos siendo sus esclavos y cayendo en la idolatría: dejamos de vivir para Dios y vivimos para satisfacer nuestros sentidos. Pero desde la atadura del mundo «material» es imposible iniciar el seguimiento de Cristo y, consiguientemente, entrar en el reino de los cielos. Por eso resulta extremadamente importante y urgente que venzamos nuestro ser material y empecemos a ser espirituales o, en la terminología paulina, nos despojemos del hombre viejo para estrenar el hombre nuevo creado a imagen de Cristo (cf. Ef 4,22-24). Sabiendo que para decir «sí» a lo que exige esa nueva condición, debemos decir «no» a la antigua. De ahí se desprende la necesaria aceptación de una vida de espiritualidad frente al materialismo y de austeridad real frente al consumismo.
d) La madurez exige renuncia
Esto tiene una raíz antropológica muy importante: el ser humano no se define por lo que piensa ni por lo que decide, sino por lo que hace, porque lo que hace es la mejor expresión de lo que es, tal como decía santo Tomás: «Operari sequitur esse» (el actuar se sigue del ser). Y lo que mejor expresa el valor de lo que hacemos es la aceptación de las renuncias que conllevan nuestras decisiones. Esto es, justamente, lo opuesto a la inmadurez, que se caracteriza por pretender elegir sin renunciar. Por eso es importante que nos ejercitemos en las renuncias, como forma de madurar humana y cristianamente, porque se trata de renuncias que nos enriquecen; de modo que, lejos de renunciar a algo o perderlo, ganamos mucho más: perdemos esclavitudes y ganamos libertad, creciendo y madurando como personas.
Ésta es la razón que justifica el que renunciemos libremente a realidades buenas en sí mismas. La mortificación cristiana no consiste en hacer morir ‑de ahí el término «mortificación»‑ lo que haya de malo o pecaminoso en nosotros. Eso se da por descontado. Se trata de ordenar nuestro comportamiento para que nuestro ser y nuestra vida se adecúen a la importancia y la primacía que tiene lo espiritual sobre lo material. Teniendo en cuenta la inversión de este orden en el mundo y en nuestra propia vida, este trabajo de armonización va más allá de lo meramente religioso: debemos rescatar a toda costa el verdadero orden entre lo material y lo espiritual para poder ser auténticas personas.
e) Cristo orienta nuestra ascesis
En perfecta sintonía con esta exigencia antropológica elemental, Jesucristo nos revela que la plenitud de ese «orden» humano está en él, que es el modelo perfecto de hombre. De modo que su vida y su predicación nos ayudan a dar forma concreta a nuestras renuncias, a la vez que nos ofrece la motivación para trabajar en este terreno y la fuerza para hacerlo con garantías de éxito:
Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga (Mt 16,24).
El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10,38-39).
Mirando al Señor y contemplándolo en sus opciones concretas descubrimos el estilo de vida y los valores por los que hemos de apostar claramente y por los que hemos de renunciar a todo lo que trate de alejarnos de ellos. Esto exige un compromiso recio de vida que se concrete en el trabajo eficaz que nos haga capaces de abrirnos a lo «espiritual» y poder sintonizar con el Cristo real y sus valores, lo que pasa por hacernos libres frente a las esclavitudes materiales.
f) El ejemplo de los santos
De nuevo hemos de acudir al ejemplo de santa Teresa del Niño Jesús, que conoce su debilidad y eso mismo le permite pasar del escrúpulo enfermizo a la confianza plena, de la sensibilidad excesiva a la reciedumbre de una Juana de Arco. En ella se armonizan perfectamente la consciencia de la realidad, la lucha específica que necesita y la confianza plena en Dios. Así es como encuentra el camino concreto para llevar a cabo una transformación plena evitando a la vez el voluntarismo pelagiano y el abandono iluminista.
En la misma línea encontramos a santa Teresa de Jesús que nos ofrece el ejemplo de este tipo de lucidez, cuando descubre la importancia de la oración y del recogimiento necesarios para responder a la gracia y es capaz de buscar y luchar largos años hasta empezar a orar de verdad y aceptar las consecuencias concretas que conlleva encontrar el ambiente propicio para la verdadera oración. Y eso vale tanto que luego no le importará «romperse» al tener que renunciar a la vida que desea para pasar multitud de fatigas andando por los caminos y ocupada en sus fundaciones con el fin de hacer posible que los demás puedan disponer del recogimiento necesario para el encuentro con Dios. Y lo mismo puede decirse de su actitud frente al ambiente en el que vive, tanto en el monasterio como en la Iglesia en general: mantiene una aceptación lúcida de la realidad y una lucha muy precisa por mantenerse fiel a la voluntad de Dios, lo que dará un fruto que garantiza la autenticidad de su camino.
Algo parecido, en otro estilo, podemos decir de san Francisco de Sales, el «dulce» obispo de Ginebra, plenamente consciente de la fuerza indomable de su carácter y de su vocación a ser padre misericordioso, que luchó heroicamente contra sí mismo hasta pasar a la historia como extraordinario ejemplo de humildad y dulzura.
Igualmente, santos como Bakita o el padre Kolbe son capaces de convertir un ambiente en el que es «imposible» el amor en la ocasión para imitar más perfectamente a Cristo, amando más y dando un genuino testimonio cristiano. Y lo hacen porque conocen y aceptan la realidad, creen de verdad en Dios y encuentran la forma concreta de luchar y responder evangélicamente a la situación en la que viven.
Y así, tantos y tantos santos, de cualquier época y condición. Todos ellos expresan su amor y su fidelidad asumiendo un camino concreto de ascesis, en el que saben que no les va a faltar la lucha, pero tampoco la gracia, y en el que pondrán de manifiesto las maravillas de Dios, que van más allá de cualquier cálculo o del fruto humano de esa ascesis.
3. La verdadera ascética y sus niveles
El ser humano está marcado por el pecado y condicionado por multitud de fuerzas internas y externas, de modo que no parte de la perfección para aspirar a la santidad, ni siquiera de la libertad necesaria para acoger esa aspiración: tiene que aceptar el trabajo de hacerse libre para poder decidir ser santo con garantías de lograrlo. La libertad de los hijos de Dios es un don, pero también constituye, de hecho, una tarea permanente que define nuestra vida cristiana en su componente ascético. De hecho, podríamos decir que la ascética cristiana consiste fundamentalmente en hacernos libres de cualquier condicionamiento que nos esclavice, para poder ser plenamente lo que somos. Apoyados en la libertad que nos da nuestra condición de hijos de Dios, por la gracia recibida en el bautismo, podemos elegir libremente trabajar por desprendernos de nuestras ataduras para que la gracia de la libertad que poseemos en lo profundo de nuestra alma emerja de nuestro interior y nos haga plenamente libres. Para entenderlo bien, veamos los niveles en los que se estructura dicha ascética y cómo se armonizan:
1. El nivel más básico e imprescindible consiste en la renuncia voluntaria al mal que nos aparta de Dios. Sin una decisión firme de renunciar al pecado, incluso y especialmente a los pecados veniales o faltas leves, no se puede dar el primer paso en el seguimiento de Cristo.
2. A partir de ahí hemos de imponernos el trabajo que supone mantener la coherencia básica con lo que somos. No empieza la mortificación por grandes o altos objetivos, quizá fuera de nuestro alcance. El primer vencimiento, como acto de amor, consiste en lanzarnos apasionadamente a renunciar a todo lo que nos impide cumplir aquello que vemos claro que Dios nos pide. En esa primera fidelidad está nuestra coherencia fundamental, que, lejos de llevarnos a abrazar grandes sacrificios, nos mueve a hacer bien y por amor lo que tenemos que hacer. Así de simple. El cumplimiento del deber es el primer campo de ascesis: debemos vivir el momento presente cumpliendo, por amor, la voluntad de Dios del modo más perfecto posible.
La fidelidad a la oración diaria y prolongada, con lo que comporta de vencimiento propio, constituye el medio idóneo para descubrir la voluntad de Dios en cada momento e ir aplicándola con precisión a lo concreto de nuestra existencia.
3. En tercer lugar hemos de aceptar de buen grado el desprendimiento de los bienes de los que nos despoja la vida, tanto en lo material como en lo espiritual. Eso exige que ejercitemos el sentido de la providencia, que nos enseña que Dios no quiere el mal, pero está detrás de todos los acontecimientos, amándonos y atrayéndonos a él1.
El hecho de que la vida nos despoje violentamente de algo no quiere decir que Dios nos «envíe» directamente ese acontecimiento doloroso que causa nuestro despojo. Normalmente hay que entenderlo como algo que forma parte de la vida. Pero eso no significa que Dios se desentienda de lo que nos sucede. Él conoce nuestra situación y no es indiferente al modo en que la vivamos, y por eso nos dará la gracia para que la aprovechemos para alcanzar la necesaria libertad sobre los bienes materiales, las personas y sobre nosotros mismos.
4. Luego viene la ascesis que exige reconocer y aceptar nuestra realidad concreta en lo que tiene de más doloroso, lo que nos condiciona más negativamente, nuestra miseria personal, nuestra historia, los defectos y pecados dominantes o las limitaciones que más nos molestan. Esta forma de ascesis exige la consciencia permanente sobre la verdad de estas limitaciones, sin eludirlas o justificarlas. Sin este paso ascético no se puede entrar en la verdadera mortificación ‑«hacer morir»‑ del hombre viejo para que nazca en nosotros el hombre nuevo a imagen de Cristo.
5. A partir de la aceptación de nuestras negatividades y esclavitudes, que experimentamos como destructivas y de las que solemos huir, sigue el trabajo ascético que supone reconocer la cruz en esas limitaciones y, a la vez, verlas como el mejor trampolín para la santidad. No basta con aceptar eso negativo, hay que descubrirlo como un instrumento que me une al Señor y me permite dar el salto a la santidad; más aún, como el único camino de santidad. Y una forma concreta de ascesis en este momento consiste en eliminar de forma consciente y sistemática:
- a) Las quejas inútiles por mi situación, que niegan mi realidad como punto de partida y me llevan a envidias, comparaciones, lamentos, culpabilidades, excusas, etc.
- b) Las huidas o evasiones de esa realidad por medio del activismo, el espiritualismo, la creación de falsos problemas, las justificaciones interesadas, etc.
- c) Las compensaciones, más o menos conscientes, que me llevan a buscar impulsivamente el afecto, el aprecio o la valoración de los demás por encima del amor de Dios.
6. Y desde la aceptación, hay que pasar al ofrecimiento. La única forma de entrar en la dinámica del amor incondicional de Dios es ofrecerle nuestra pobreza o, por mejor decir, ofrecernos a él con nuestra pobreza. Para entender mejor esto quizá podría servirnos de ejemplo un aspecto de la relación que se establece entre la madre y su bebé: si le preguntamos a una mujer si le da asco cambiar los pañales de un niño, probablemente nos dirá que no le agrada; pero que si se trata de su hijo confesará que no sólo no le repugna, sino que lo hace con gusto. Este hecho encaja a la perfección con la psicología del bebé, tal como ha puesto de relieve el psicoanálisis2, que no considera sus heces sucias y despreciables, sino como una parte de su cuerpo, algo valioso de su propiedad y de lo que se desprende por amor a la persona a la que ama, renunciando a reservárselo de manera narcisista.
Algo así sucede en nuestra relación con Dios cuando le ofrecemos nuestra pobreza como un regalo: por desagradable y negativa que sea, él la acoge con amor porque le brinda la ocasión de inundarnos, de un modo único y significativo, de su misericordia.
7. El siguiente paso consiste en encontrar la lucha concreta contra nuestras miserias o ataduras específicas para llevarla a cabo; porque no basta con aceptarlas ni con ofrecerlas si nos conformamos con ellas y justificamos nuestra falta de lucha diciendo que «somos así». Hemos de iniciar un combate que nos obliga a aceptar nuevos elementos de la ascesis:
- a) Es necesario un minucioso examen de las manifestaciones de nuestras miserias, deficiencias, pecados o situaciones negativas para, a continuación, descubrir cómo podemos liberarnos de la esclavitud a la que nos someten, e intentarlo con todas nuestras fuerzas. Cuando decimos «examen» no decimos mera reflexión o introspección, sino el trabajo por dejarnos iluminar por Dios para que él nos diga cómo estamos, qué somos, dónde nos quiere llevar y por qué camino. Y en el examen entrarán también los intentos que hagamos en esa lucha concreta, para dar gracias, aprender, corregir o animarnos. Sin olvidar aquí que la dirección espiritual es necesaria para iluminar este ámbito de la ascesis que intenta descubrir la lucha específica que reclama nuestra situación.
- b) También hay que realizar el trabajo necesario para contrarrestar eficazmente la presión que la parte más negativa de nuestra realidad personal ejerce sobre nosotros hasta llegar a dominarnos. En esto no podemos ser ingenuos y tenemos que conocer ‑y ejercitar‑ las renuncias concretas que exige nuestra situación; tal como sucedería, por ejemplo, con las renuncias y estrategias que debería tener un alcohólico para liberarse de su dependencia; empezando por evitar las situaciones que suponen un riesgo para nuestra fidelidad.
- c) En esta lucha también cabe la reparación de los efectos negativos que han producido, en nosotros y en los demás, nuestras limitaciones, pecados y deficiencias.
En este momento es muy importante saber conjugar nuestro trabajo y la gracia de Dios. Debemos conocer la parte de trabajo que le corresponde a Dios y la que debemos hacer nosotros; porque con frecuencia esperamos inútilmente que Dios haga lo nuestro mientras fracasamos intentando hacer lo que depende de Dios. Ni podemos esperar que Dios lo haga todo, ni debemos trabajar como si pudiéramos transformarnos con nuestras solas fuerzas. Si lo hacemos así, fracasaremos y caeremos irremediablemente en el desánimo, pensando que no merece la pena seguir intentándolo puesto que todos nuestros esfuerzos no han servido para nada. La armonización de estas dos realidades la encontramos maravillosamente expresada en la doctrina del «piececito» de santa Teresita.
Usted me hace pensar, decía Teresa del Niño Jesús a una novicia, en un niño pequeño que empieza a tenerse en pie, pero no sabe andar todavía. Quiere a toda costa llegar a lo alto de una escalera para encontrar a su mamá y levanta su piececito para subir el primer escalón. ¡Esfuerzo inútil! Se cae siempre sin poder avanzar. Pues bien, sea usted ese niño pequeño; por medio de la práctica de todas las virtudes, levante siempre su piececito para subir la escalera de la santidad, y ¡no se imagine que podrá subir siquiera el primer escalón! No. Pero Dios sólo le pide la buena voluntad. Desde lo alto de esa escalera, él la mira con amor. Pronto, vencido por sus esfuerzos inútiles, bajará él mismo, y, tomándola en sus brazos, la llevará a su Reino para siempre, donde no le dejará ya. Pero, si usted deja de levantar su piececito, la dejará mucho tiempo sobre la tierra3.
Hemos de hacer todo esto con conciencia de nuestra impotencia, para mostrarle a Dios el deseo sincero de cambiar; de modo que él vea nuestra fe, nuestra incapacidad y nuestra humildad y, conmovido, nos ayude. Éste es el momento clave de la ascesis porque nuestra lucha tiene que pasar la prueba de la humildad y de la fe, que consiste en estar dispuestos a esa lucha gratuitamente, esperando sólo de Dios la transformación necesaria.
8. Muy relacionado con esto último está el siguiente nivel de ascesis, que no tiene ya tanto que ver con el esfuerzo por hacer, sino con el de dejarse hacer. Se trata de suscitar y mantener la docilidad para dejarme llevar allí donde Dios quiere llevarme. No es sólo creer en la transformación que Dios puede realizar, más allá de lo que yo consigo calcular e imaginar4, sino consentir a ella. Porque muchas veces no salgo de la mediocridad, no por falta de lucha, sino porque me resisto a la transformación que Dios quiere hacer… y a sus consecuencias. He de vencer el vértigo que suscita en mí la gracia, que me lleva al miedo a abandonar mis seguridades, a hacer lo que parece imposible o a perder el control de mi vida. Se trata, en definitiva, de consentir que Dios me lleve a lo opuesto de lo que humanamente soy; algo que no puede hacer sin mi consentimiento consciente. Para ello he de dejarme llevar; pero no de manera genérica, sino aceptando el cambio radical de ese aspecto concreto del que he partido y que me parece imposible superar. Aquí es donde ayuda enormemente trabajar la invocación al Espíritu Santo y la docilidad a sus inspiraciones.
9. Y, finalmente, tenemos la ascesis en general, que es la más conocida, que consiste en la renuncia voluntaria a ciertos bienes necesarios ‑comida, descanso, comodidad, etc.‑ de los que nos desprendemos para ejercitar habitualmente nuestra voluntad y capacitarnos mejor para la lucha contra las esclavitudes específicas que impiden nuestra santidad.
Por supuesto ninguna de estas tareas debe realizarse al margen de la fe, sin la cual nos convertiríamos en simples estoicos. Todo el trabajo ascético tiene que hacerse como signo de amor a Dios, como expresión de nuestro deseo de identificarnos con Cristo y como manera de unirnos a su obra redentora, ofreciéndolo en expiación de los pecados propios y ajenos. En definitiva, lo esencial de la ascesis es que nos hace participar libremente de la pasión salvadora de Cristo y nos lleva a la identificación con él.
Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu (Gal 5,24-25).
En este sentido podemos afirmar que la mortificación es una manera extraordinaria, no sólo de morir a nosotros mismos, sino, sobre todo, de convertirnos en miembros de Cristo e instrumentos eficaces de salvación para nuestros hermanos:
Acercándoos a él, piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo (1Pe 2,4-5).
Finalmente, hemos de tener en cuenta que la mortificación cristiana no es un apéndice en el proceso de la santidad, sino un elemento esencial de la misma, porque constituye el motor que mantiene al discípulo de Cristo en la permanente tensión que exige reconocer sus limitaciones esenciales sin renunciar un ápice al heroísmo que supone la santidad; una tensión que se convierte en la pasión interior que va consumiendo al que la vive y que le identifica con Cristo Crucificado para llevarlo a la identificación con Cristo Glorificado en el cielo.
Y no olvidemos que esta tensión es tan importante como la meta. Con frecuencia nos fijamos tanto en la meta que relativizamos el camino; pero en la vida cristiana el camino es la meta, tal como decía san Bernardo: «Un celo incansable de avanzar y una lucha continua en pos de la perfección constituyen por sí mismos la perfección»5.
NOTAS
- Cf. Rm 8,28: «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien».
- Cf. S. Freud, Tres ensayos para una teoría sexual.
- Testimonio recogido en el Cuaderno Rojo de sor María de la Trinidad: Soeur Marie de la Trinité, Une novice de sainte Thérèse (Souvenirs et témoignages présentés par Pierre Descouvemont), Paris 1985 (Cerf), 110-111.
- Recordemos que san Pablo nos dice que Dios «puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros» (Ef 3,20).
- San Bernardo de Claraval, Carta 254 al abad Guarino.