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Vamos a empezar nuestro itinerario acercándonos a la visión evangélica de la santidad con el sano realismo que Dios nos pide. Comprender a fondo esto exige mucha oración y volver con frecuencia sobre ello, para evitar la inercia que nos empuja habitualmente hacia una visión deformada de la santidad que hace imposible que la alcancemos.
Contenido
1. Llamados a ser santos
Estamos hechos para volar. Dios nos ha creado para elevarnos muy por encima de lo meramente humano y alcanzar la altura de lo divino; y no sólo en la otra vida, sino en la presente. Y, en este sentido, con gran acierto nos dice san Juan de la Cruz que cualquier atadura que tengamos, por pequeña que sea, puede impedirnos volar:
¿Qué importa que un pajarillo esté atado con un hilo o con una cuerda? Porque, por fino que sea el hilo, el pajarillo permanecerá atado como si fuera una cuerda hasta que no lo rompa para volar1.
No hace falta estar lastrado por grandes pecados para no ser santo, basta con el sutil hilo de un apego inconsciente y nuestros esfuerzos por elevar el vuelo hacia Dios acabarán en un estrepitoso fracaso. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos con valiente sinceridad: «¿Por qué no soy santo?». Es una pregunta importante, vital, porque Dios nos manda, ya desde el Antiguo Testamento, que seamos santos: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y el mismo Jesús va más lejos al mandarnos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Y no nos puede pedir algo que sea tan difícil que resulte prácticamente imposible de cumplir; sobre todo cuando el llamamiento a la santidad es universal, según vemos ya en el Antiguo Testamento, pero, sobre todo, en el Nuevo Testamento.
Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santose intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria (Ef 1,3-12).
Que Dios nos exija a todos que seamos santos no se explica si no es, como vemos en san Pablo, porque la santidad es la consecuencia inevitable de la aceptación de la redención de Cristo. En él, por su muerte redentora, hemos recibido todas las bendiciones y la capacidad para ser plenamente hijos de Dios. De modo que no podemos pensar que Dios llegue a la entrega sacrificial de su Hijo para hacernos santos y luego se tome nuestra santidad tan a la ligera como hacemos nosotros, o nos la haga imposible de alcanzar.
Entonces, ya podemos volver de nuevo a nuestro asunto: «¿Por qué no soy santo?». Ya está lanzada la pregunta. No la solemos hacer. Y resulta significativo que no nos hacemos la pregunta, pero sí repetimos una y otra vez la respuesta, para que no se nos olvide: «No soy santo, porque ser santo es muy difícil». Ya está, asunto resuelto. Algunos, más humildes, responden más matizadamente y reconocen que puede que no sea tan difícil, pero para otros; porque a ellos les resulta prácticamente imposible. «Es que no tengo madera de santo», dicen. Y, de nuevo, hemos liquidado el asunto. Pero ¿acaso Dios hizo a unos de madera de santo y a otros de escayola de mediocres? ¿No nos hizo a todos de la misma pasta, que no es otra que la pasta de la que están hechos los santos?
Hemos de insistir en afirmar que la santidad tiene que ser fácil, al menos según el plan de Dios y según su mirada. El mismo Jesús nos dice: «Mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30). Si fuéramos capaces de liberarnos de nuestros intereses y aceptásemos mirar con los ojos de Dios, entenderíamos bien de qué se trata. Pero para eso hemos de valorar y buscar esa mirada, a sabiendas de que nos descoloca y compromete.
Por tanto, quizá deberíamos comenzar por dedicar un tiempo prolongado a dejarnos inundar por la mirada del Señor. Esa es una de las características esenciales de la oración. Normalmente diríamos que debemos pedirle al Señor que nos dé su mirada; pero no hace falta: él ya nos la ha dado en el bautismo y, por tanto, ya la tenemos, es nuestra, porque poseemos al Espíritu Santo, que tiene la mirada de Dios. Por eso lo que deberíamos hacer es dedicar tiempo a disponernos a que pueda aflorar en nuestro interior la mirada de Dios que ya poseemos, la capacidad que tenemos de ver con sus ojos. Y eso supone aceptar y realizar el trabajo que requiere renunciar a nuestra mirada, como condición imprescindible para que aflore la de Dios. Es lo que pide san Pablo a los fieles de Éfeso:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa (Ef 1,17-19).
Esto nos plantea la necesidad de reconocer ante nosotros dos posibles miradas, entre las que hemos de elegir aquella que queremos que sea la nuestra. Se trata de dos miradas que configuran dos caminos y dos estilos de vida muy distintos: la mirada de Dios y la mirada humana. De modo que entramos en la simplicidad y verdad de Dios o tratamos de que Dios entre en nuestras complicadas trampas. Y él nunca hará esto; así que, si lo intentamos, nos quedaremos solos ante el destino estéril que nosotros mismos hemos escogido.
2. Elegidos con un amor mayor
La elección o predestinación a la santidad, de la que nos habla san Pablo en Ef 1,3-12 es universal: Dios nos ha creado para que alcancemos la unión plena con él en la eternidad. Pero son muy pocos los que se dan por aludidos. Hemos creado un mundo y un cristianismo en el que el valor supremo es «ser feliz» en el sentido de no tener problemas, no sufrir, pasarlo bien, no pensar, tener derechos, etc. De modo que todo lo que exija pensar, decidir, comprometerme, renunciar, etc. lo consideramos como una agresión a la felicidad a la que tenemos derecho y algo de lo que tenemos que defendernos. Así, nos defendemos también de lo que constituye la esencia de la vida humana y hacemos imposible la vida de la gracia. No es el momento de profundizar en esto, pero baste por ahora afirmar que ser persona es, fundamentalmente, crecer en la libertad de elegir y, por tanto, de comprometerse.
Hemos de contar con el hecho de que nuestro mundo no valora la santidad, ni entiende que ésta sea el único camino a la verdadera plenitud humana. De hecho, todo lo que suponga la aceptación libre de la renuncia, el sacrificio o la abnegación se entiende como la conformidad con una agresión a nuestro derecho a ser felices, que deberíamos repeler porque nos degrada como personas y nos impide vivir plenamente. Por esta razón el mundo no puede aceptar los valores evangélicos, porque sería lo mismo que reconocer que el sistema de valores sobre los que estamos construyendo nuestra moderna civilización está equivocado; lo que supondría admitir un error de base que viciaría y pondría en riesgo dicho sistema. De modo que, para no tener que plantear o aceptar otros valores que los suyos, el mundo tiene que justificar sus opciones destruyendo cualquier planteamiento que pueda poner en duda los presupuestos en los que se basa nuestra civilización y los objetivos a los que aspira. Ésa es, sin duda, la razón del ataque generalizado hacia la Iglesia católica, y todo lo que representa, por considerarla la mayor amenaza a esa civilización que pretende poseer la única concepción posible de la realidad humana.
Para evitar este ataque exterior proveniente del mundo y paliar la dificultad interior que supone ser verdaderamente cristiano, la mayoría de los que desean seguir a Jesucristo han establecido muy variadas maneras de edulcorar el Evangelio, hasta configurar una fe que no les moleste ni a ellos ni a los de fuera. Pero este tipo de rebajas de la vida evangélica plantea enseguida el problema de la salvación y la santidad. Es difícil explicar cómo un recorte en la vida cristiana no va a suponer también un recorte en el resultado de la misma: ¿cómo vamos a salvarnos igual que se salvan los santos siendo simplemente cristianos «normales»? Y la cuestión se resuelve muy fácilmente si entendemos que la evangelización y el diálogo con el mundo nos exige acomodarnos a éste y que, en definitiva, la misericordia de Dios permitirá que nos salvemos con relativa facilidad, aunque no seamos santos. Los santos se convierten así en una rara especie de personas con unas extraordinarias capacidades que sólo tienen como finalidad recordarnos la hermosura de la «utopía» cristiana; pero, por supuesto, no son un modelo de lo que todos estamos llamados a vivir, al menos en lo esencial.
Sin embargo, ante este tipo de planteamientos tan extendidos, hemos de preguntarnos: «¿Podemos renunciar a la santidad y seguir esperando la salvación?, ¿acaso existe la salvación sin santidad?». De hecho, hemos de afirmar con toda seriedad que sólo se salvan los santos. Entonces, ¿no habremos inventado nosotros esa distinción entre «salvados» y «santos» para poder dispensarnos alegremente de una santidad obligatoria y a la que renunciamos de inicio con la excusa de que es muy difícil?
Nos hemos convencido de que basta con no condenarse para ser salvados. En todo caso, quizá podemos conceder que sólo haga falta pasar un momento por el Purgatorio, que también hemos confeccionado a nuestro gusto, para alcanzar la salvación. Pero, si solo se salvan los santos, el Purgatorio no puede ser una broma, sino la tremenda purificación que nos permita alcanzar la santidad que se requiere para entrar en el cielo. Y entonces tendremos que sufrir en él una purificación muchísimo más dura que la que rechazamos aquí con la excusa de que podemos salvarnos sin necesidad de ser santos.
Este planteamiento simplista de la vida cristiana se viene abajo cuando Dios toma la iniciativa e irrumpe en la vida de una persona dándose a conocer. Por esta razón o por otras (tampoco esto importa mucho) hay personas que se sienten movidas a plantearse la existencia de Dios y el mensaje de Cristo con una especial fuerza. Son una excepción, pero el planteamiento que no pueden eludir es el mismo que la mayoría elude con comodidad de forma permanente.
Es un misterio la razón por la que Dios quiere «más» a algunas personas. Eso no significa que no quiera a las otras, pues a todos nos ama infinitamente. Pero, por razones que desconocemos, él se vuelca en especial con aquellos que elige misteriosamente. A ellos les da unas gracias especiales y, a la vez, los «machaca» para que puedan entrar en la dinámica de la Misericordia.
Aquí podemos empezar a entender por dónde va el problema: afirmar a Dios supone «desafirmarnos» a nosotros. Éste es el sentido de las palabras de Jesús a propósito de la llamada que hace a seguirle:
Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (Lc 14,26-27).
Seguir a Jesús de verdad exige aceptar el sufrimiento que supone la necesaria purificación que nos abre a la gracia de Dios, que consiste, en esencia, en el trasvase de su vida y su amor a nosotros. Un trasvase que requiere una cierta homogeneidad entre las partes entre las que se realiza. Por supuesto, no se trata de hacer homogéneas la omnipotencia y la debilidad, la eternidad y la temporalidad, etc., sino de alcanzar la «homogeneidad» que crea el amor, pues, como se dice habitualmente: «El amor hace iguales». Así es como, por amor, Dios se «humaniza» y el hombre se «diviniza». Y esto no lo hacemos nosotros, sino el amor de Dios actuando en nosotros y configurándonos para hacer posible el trasvase entre la vida de Dios y la nuestra. Ésta es, precisamente, la acción de la Misericordia en nosotros, que experimentamos como una purificación que conlleva un doloroso desgarro, pero es extraordinariamente gozosa y libertadora.
3. El único gran pecado
Esta gracia de especial predilección de Dios que muchos pueden reconocer pone de manifiesto el pecado en su más profunda dimensión. Porque si una persona puede reconocer que ha recibido de Dios un don que no todos reciben y, a pesar de ello, no lo admite como tal don para no tener que responder al mismo, cae en una infidelidad a Dios tan grande que se verá privada de la gracia recibida.
Es injusto que uno quiera beneficiarse de una gracia especial y, a la vez, quiera dar a esa gracia una respuesta mediocre. No podemos pretender lo especial para recibir y lo mediocre para dar. El mismo Jesús se muestra muy exigente con la respuesta inadecuada que dan los que han recibido mucho:
El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá (Lc 12,47-48).
Y san Pablo lamenta enérgicamente que los cristianos de Galacia hayan empezado a vivir la vida de la gracia para acabar desvirtuándola:
¡Oh, insensatos Gálatas! ¿Quién os ha fascinado a vosotros, a cuyos ojos se presentó a Cristo crucificado? Solo quiero que me contestéis a esto: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por haber escuchado con fe?¿Tan insensatos sois? ¿Empezasteis por el Espíritu para terminar con la carne?¿Habéis vivido en vano tantas experiencias? Y si fuera en vano… Vamos a ver: el que os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por haber escuchado con fe? (Gal 3,1-5).
Paradójicamente los que tienen una mayor capacidad para el pecado son los que han sido elegidos especialmente para ser santos. Y ellos ponen de manifiesto el pecado más grave y profundo, que es el pecado de no ser santo.
No es difícil reconocer el pecado de Judas como el más odioso, el más miserable. Sin embargo, ése es el pecado de los santos. Porque lo que Dios se juega cuando se vuelca con una persona, no es que ésta le ofenda con unas cuantas faltas, más o menos graves, sino que traicione ese amor en el que Dios mismo ha puesto su corazón.
Thomas Couture, El beso de Judas
Estamos ante una aberración que parece inexcusable; y, sin embargo, existen de hecho muchas excusas para justificar esta traición. El mismo Judas se había convencido de que hacía lo más conveniente al traicionar al Señor.
Además, la grandeza del amor con el que Dios nos bendice es, precisamente, lo que hace posible la tragedia del mayor de los pecados. Y ése es el riesgo de la misericordia: sólo podemos saber cuánto nos ama Dios cuando él mismo nos lo da a conocer, haciendo necesaria nuestra respuesta libre y dándonos la capacidad de negarnos a ese amor, sea abiertamente o cambiándolo con disimulo por otro en apariencia más adecuado pero inventado a nuestro gusto.
Esto pone de manifiesto que los «pecados» que podemos reconocer en nosotros o en los demás no son sino la expresión de algo más hondo e importante: la decisión y radicalidad con que orientamos nuestra vida respecto de Dios, tomándolo o rechazándolo como cimiento sobre el que construimos toda nuestra existencia como personas y como cristianos.
Y aquí es donde nos encontramos con el mal y su repercusión en nuestra vida; un mal del que el pecado es su manifestación más clara. Pero la importancia y gravedad del pecado va más allá del mal, al menos tal como lo entendemos normalmente. El problema del mal, y lo que lo hace más peligroso, es que hunde sus raíces en un terreno en el que no queremos entrar y, por tanto, no podemos arrancar las raíces de unas plantas que destruyen nuestra vida. Porque lo que hace que el mal sea especialmente peligroso para nosotros es que se alimenta y crece en el rincón más oculto de nuestra alma, donde se esconden las tinieblas y la mentira.
Luz y tinieblas: ése es el mayor problema de la vida espiritual, más profundo que el asunto del bien o el mal, que es algo que está fuera de discusión cuando uno busca ser fiel a Dios. De hecho, el cristiano tiene claro que debe hacer el bien y cumplir la voluntad de Dios; pero para que eso sea posible tiene que poder conocer esa voluntad de manera segura, lo cual requiere de una luz interior incompatible con las tinieblas en las que habita y nos hace habitar el diablo, enemigo de la luz. Por esa razón, aunque uno busque el bien o haga algo bueno, si está en tinieblas, puede creer que lo que hace responde a lo que Dios quiere cuando no es así realmente, de manera que puede hacer lo que le interesa egoístamente, creyendo y pareciendo que cumple la voluntad de Dios. De ese modo, una acción objetivamente buena se convierte en una auténtica traición a Dios. Esto es lo que tantas veces denuncia el Evangelio:
La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió (Jn 1,5).
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,19-21).
En la medida en que permanezco en las tinieblas y en la mentira no puedo ayudar a los demás a salir de las suyas, me convierto en un «ciego que guía a otro ciego» (Mt 15,14) y me hago cómplice de su pecado. Es más, en esa misma medida necesito el pecado de los demás para justificar el mío como lo «normal», lo que todos hacemos.
4. El plan de Dios y el muro
En el cristiano corriente, el amor propio y el amor de Dios suelen convivir cómodamente sin molestarse, puesto que cada uno ocupa su parcela sin poner en riesgo la parcela del otro. Pero cuando ese mismo cristiano se plantea la santidad ya no es posible esa convivencia porque el amor de Dios y el amor propio entran en conflicto en una verdadera guerra a muerte; de modo que uno de los dos debe desaparecer totalmente para que el otro triunfe, tal como nos avisaba el Señor:
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo (Lc 16,13).
Se trata de una batalla que depende fundamentalmente de la respuesta del propio individuo a la gracia de Dios que pasa por la prueba y la tentación. En este sentido, hemos de recordar que el proceso de la santificación es fruto de la combinación de estas tres fuerzas: la gracia de Dios, la respuesta del hombre y la acción del demonio. Y, si queremos que nuestro trabajo espiritual tenga fruto, es de vital importancia que conozcamos las acciones que realizan en nuestro interior cada uno de sus autores y cuáles son sus estrategias. Veámoslo, en resumen:
Tal como hemos visto en el himno del primer capítulo de la carta a los Efesios, Dios tiene un proyecto detallado para llevarme a la unión plena con él, en virtud del cual me ha pensado desde toda la eternidad y me ha creado en un momento determinado de la historia. Y ese proyecto cuenta con mi realidad concreta, que está compuesta por mi psicología, mi historia, mi entorno, etc. Es más, está perfectamente adaptado a mí, de manera que me permita alcanzar fácilmente la santidad, siempre que encuentre el camino recto que lleva desde mi identidad más específica hasta la unión con Dios. Y, apoyándose en este proyecto, Dios va tirando de mí hacia él, dándome la luz y la fuerza necesarias para llevarlo a cabo.
Pero, a la vez, el enemigo tira de nosotros en sentido contrario. No tanto para empujarnos al mal, sino para cambiar el proyecto de Dios por otro diferente. Y para lograrlo, al igual que Dios, también se sirve de nuestra realidad (psicología, historia, entorno, etc.). Con una hábil estrategia pretende conseguir que nosotros mismos levantemos un muro que impida a Dios actuar en nuestra alma. Para ello nos anima, en la misma línea de la gracia, a desear ser santos; de modo que decidamos lanzarnos a lograrlo poniendo en ello todas nuestras fuerzas. Pero la incitación del enemigo nos empuja a un exagerado heroísmo que alimente nuestro amor propio y que, al contrario de lo que hace Dios, no tenga en cuenta nuestra verdadera identidad, de modo que gastemos nuestras fuerzas en alcanzar una meta imposible que nada tiene que ver con nosotros.
El pasaje evangélico de la viuda pobre muestra el diferente juicio que le merecen a Dios las grandes renuncias hechas para convencer a los demás y a uno mismo de la propia virtud y la renuncia absoluta, que sólo Dios ve, hecha exclusivamente para agradarle a él:
Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,41-44).
Unos renuncian a cantidades importantes de dinero, lo que exige una gran generosidad, pero sin poner en riesgo su seguridad personal y consiguiendo la autocomplacencia y el reconocimiento de los demás; mientras que la viuda pobre entrega una pequeñísima limosna, pero se desprende de lo único que tiene, poniendo en riesgo su vida y sin obtener ningún reconocimiento externo. Ella nos enseña el valor de la verdadera renuncia, la de quien lo da todo; que no consiste tanto en dar el «todo» absoluto, sino aquello que le es más necesario para vivir; y así es como consigue que Dios sea todo para ella.
Si caemos en la trampa de sustituir la pequeña renuncia que debemos hacer por otra, aunque sea mucho más grande y visible, acabamos agotándonos en una larga batalla en la que no pasamos de buenos o mediocres. Cuando esto sucede, podemos comprobar que todos nuestros esfuerzos se estrellan contra un invisible muro que acaba convenciéndonos de que es imposible superarlo para alcanzar la santidad.
El gran problema de este muro es que lo levantamos nosotros mismos para defender aquello a lo que más atados estamos y que es, justamente, a lo que hemos de renunciar. Como, aparentemente, nuestra atadura es lo que impide nuestro progreso, la negamos y la defendemos levantando una fortaleza a su alrededor. Pero para hacernos santos, Dios sólo quiere de nosotros lo poco que tenemos como lo más «nuestro», y que es lo que nos hace verdaderamente pobres y necesitados porque es nuestra miseria. De modo que, al defenderla, le impedimos a Dios el acceso a ella y, por tanto, a nosotros: a lo que somos en verdad. Y éste es el éxito del demonio: conseguir que nosotros mismos hagamos imposible el objetivo que pretendemos y, con toda lógica, tengamos que renunciar a la santidad verdadera o la cambiemos por un sucedáneo de la misma fabricado a nuestro gusto.
Ésta es la razón por la que resulta más fácil la conversión de los pecadores que la de los «buenos cristianos», puesto que las tentaciones del mundo y de la carne les inducen al pecado directamente, haciendo evidente su condición de pecadores y dificultando que puedan hacer trampas para considerarse santos; mientras que los que son simplemente buenos pueden encontrar con facilidad argumentos para creerse excelentes o santos. Es lo que nos dice Jesús cuando afirma que los publicanos y las prostitutas nos precederán (excluyéndonos) en el reino de los cielos (Mt 21,31), porque, al contrario de lo que hacían los buenos judíos y hacen los buenos cristianos, ellos no se atreverían a creer que están dando gloria a Dios y cumpliendo su voluntad cuando estaban realizando algo que era pecado.
La clave del problema radica en que Dios no puede derribar un muro que hemos levantado nosotros mismos para defendernos de él, pues siempre respeta nuestra libertad. Y lo peor es que nosotros difícilmente podremos derribar algo que no sabemos que hemos construido, y, menos aún, que lo hemos hecho inconscientemente para defendernos de aquél a quien decimos buscar.
El resultado en este proceso es la situación en la que se encuentran a menudo la mayoría de quienes quieren ser santos: desean apasionadamente entregarse a Dios del todo y lo intentan una y otra vez, pero chocan siempre con un muro invisible que les impide salir de la mediocridad. Y en ese conflicto permanente van pasando el tiempo sin ver un avance que se corresponda con los esfuerzos realizados, experimentando el mismo fracaso después de repetir una y otra vez el mismo salto ineficaz a la santidad. Esta insistencia en el mismo proceso estéril lleva necesariamente a una dolorosa frustración que normalmente termina en la renuncia a la santidad y en la acomodación a la mediocridad, e incluso, a veces, en la misma pérdida de fe. Y lo peor de este abandono es que se justifica con el siguiente razonamiento lógico: «Si hago todo lo posible para ser santo y no lo consigo, eso significa que la santidad es imposible, al menos para mí; por lo tanto, voy a dejar de intentarlo».
El padre Molinié tiene una acertada reflexión en este sentido, que puede ayudarnos a entender el proceso al que nos referimos:
Nuestra situación es comparable a la de un país infestado de bandidos. Los bandidos son nuestros pecados, eventualmente nuestros vicios, más profundamente la parte de orgullo que se mezcla con nuestra misma virtud y que quiere violentamente ser algo.
A causa de los bandidos, el país tiene muchas dificultades para vivir. La circulación no es segura, los intercambios difíciles, la vida cultural, las alegrías de la familia y de la amistad no se desarrollan. Es la situación a menudo descrita por los psiquiatras y violentamente gritada por los poetas: el hombre es un lobo para el hombre, no se comunica, no hay amor feliz.
El pueblo descubre que en las fronteras reina un rey maravilloso dotado de una armada poderosa. En su desesperación, lanza un llamamiento al rey, que franquea la frontera con su armada. Apenas ha aparecido él, los bandidos van a ocultarse en lo más profundo de los bosques y de las grutas. El país respira, la vida prosigue, el rey ocupa sus buenas ciudades: es el fruto de nuestro don absoluto a Jesucristo… Nuestro corazón vuelve de nuevo a vivir, nuestras cualidades se desarrollan, conocemos la alegría y la paz.
En realidad, estamos lejos de ello, y nuestro ideal es bien mediocre. Lo que llamamos la paz es más bien un compromiso, una dosificación entre el bien y el mal (¡llamada «equilibrio»!). Soñamos con una «coexistencia pacífica» entre el hombre viejo y el nuevo, nuestro corazón de piedra y nuestro corazón de carne, el orgullo y el espíritu de infancia: «No es brillante, pero, en fin, nos entendemos aún más o menos. ¡No hay que pedir demasiado!».
Pero Cristo no ha venido para eso: «Os dejo mi paz, os doy mi paz. No os la doy como la da el mundo…». El mundo la da a modo de compromiso: Cristo quiere dárnosla por medio de la extinción de todo lo que amenaza la circulación del Amor.
Entonces, el rey dice un día:
-Cuando vine, había bandidos en este país. ¿Qué ha sido de ellos?
-Señor, están escondidos, duermen, son neutralizados…
-Esto no puede seguir así: ¡hay que acabar con ellos! Voy a perseguirlos y exterminarlos.
-¡Oh! ¡Pero vas a despertarlos! Tendremos de nuevo guerra…
-No he venido a traeros la paz (según vuestra idea), sino una guerra de exterminación contra todo lo que amenaza mi paz. Toda criatura debe ser castigada por el fuego, y yo he venido a arrojar ese fuego sobre la tierra».
Es, por tanto, el rey mismo quien desencadena a los bandidos, que su presencia había adormecido. No hay que sorprenderse de que extrañas tentaciones se despierten en nuestros corazones y en nuestros cuerpos después de largos años pasados al servicio de Cristo: despertar de fiebres adormecidas, o incluso eclosión de fiebres desconocidas. Es el Espíritu Santo quien provoca tales fiebres cuando nuestra hora ha llegado. Hay que saber eso, hay que comprender que es normal, pues llevamos en nosotros cosas peligrosas.
Meditad la Carta a los Romanos: «Yo siento dos hombres en mí». Pero no creáis que se trata de un estado definitivo. Muchos se imaginan que el ideal de la vida cristiana es evitar que el hombre viejo haga de las suyas. Hay que ir mucho más lejos, es preciso darle muerte. En las cartas pastorales, Pablo nos dice lo mismo: «He combatido el buen combate, mi carrera está terminada, espero la corona de justicia». Mientras sintamos dos hombres en nosotros, no estamos completamente salvados.
Tras varios años de vida cristiana o religiosa, alcanzamos un cierto límite que en absoluto podemos sobrepasar por nosotros mismos. Hacemos progresos, pero dentro de límites estrechos. Llegamos entonces a la coexistencia pacífica de la que hablaba: por nosotros mismos, lo repito, no podemos hacer más. Pero lo que es imposible a los hombres, es posible a Dios, y no tenemos derecho a dudar de ello.
Entonces, si nosotros lo creemos verdaderamente, podemos todavía hacer una cosa. Podemos decir a Dios: «Acepto el tratamiento»… y firmar nuestra hoja de hospitalización, nuestra entrada en el monasterio de las purificaciones pasivas. Entonces, Dios sabe cómo actuar. Él nos da la sangre de Cristo, la cual tiene el poder de obrar el milagro de nuestra santificación total, de hacer de nosotros seres que, aun en sus primeros movimientos, no ofrecen ninguna resistencia profunda a la voluntad de Dios: son los santos. Todo lo que él nos pide, es creer en ello y desearlo2.
5. Identificar la causa del problema
El trabajo espiritual de quien aspira a la santidad tiene como principal finalidad conocer el proyecto que Dios tiene sobre él y responder adecuadamente al mismo. Para empezar a realizarlo hemos de contar con la existencia de un muro que impide que nos llegue la gracia de Dios. Se trata del muro que hemos levantado nosotros mismos, utilizando para ello la atadura con la que el amor propio tiene atrapada nuestra alma. Una atadura que, a fuerza de ignorarla, ya no la podemos reconocer y, al no reconocerla, no la podemos eliminar. Y precisamente, tal como hemos visto, construimos el muro para reforzar la atadura y defenderla de su único adversario real, que es Dios. Y así es como, queriendo unirnos a Dios, quedamos aislados de él.
Es un proceso que tiene mucho que ver con la incongruencia que supone pretender vincularnos a Dios sin desvincularnos de nosotros mismos; algo a lo que estamos tan acostumbrados que nos parece normal. Sin embargo, estas dos realidades son excluyentes, de manera que sólo es posible vincularnos de verdad a una de ellas, lo que exige la renuncia radical a la otra. Para hacerlo, tenemos que comenzar realizando un sincero ejercicio de discernimiento que nos descubra la verdad sobre la auténtica orientación de nuestra vida, observando a qué estamos apegados realmente: aquello a lo que está atado nuestro corazón es lo que constituye nuestro verdadero tesoro y la meta real de nuestra existencia, según nos dice el mismo Jesús: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21).
Por eso, en el fondo, el comienzo del proceso que lleva a la santidad depende, en su inicio, de dos factores: reconocer nuestra verdadera atadura y aceptarla. No basta con reconocerla, que es algo a lo que podemos llegar en un arrebato momentáneo de sinceridad, además tenemos que aceptarla de verdad para alcanzar la libertad necesaria que exige el amor; y hasta que no la aceptemos no podremos empezar a ser libres, porque seguimos bajo la tiranía de la atadura.
Santa Teresa del Niño Jesús es un magnífico ejemplo de esto. Ella conocía bien las ataduras de su corazón y contaba con ellas para aceptar aquello de lo que necesitaba liberarse:
¡Qué lástima me dan las almas que se pierden…! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo… Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante… Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí…?3.
¿Qué habría sido de mí si, como pensaba la gente del mundo, hubiese sido «el juguete» de la comunidad…? Quizás, en lugar de ver a Nuestro Señor en mis superioras, no me hubiera fijado más que en las personas; y entonces mi corazón, que había estado tan protegido en el mundo, se habría atado humanamente en el claustro… Gracias a Dios, no caí en esa trampa4.
Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido «volar y hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas?… Pienso que es imposible. Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada del amor demasiado ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino «que arde sin consumirse»!5.
En ocasiones las evidentes dificultades que le vienen de una vida comunitaria muy difícil y dura la empujan a buscar el consuelo legítimo de la compañía de su hermana, que siempre ha sido como su madre para ella y ahora es la priora del convento; sin embargo, renuncia a ello precisamente para no impedir el camino real que sabe que le lleva a la meta:
Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes tentaciones de entrar en su celda por mi satisfacción personal, por encontrar algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían a la cabeza un montón de permisos que pedir. En una palabra, encontraba mil razones para dar gusto a mi naturaleza6.
Cualquiera que hubiera visto a una niña de quince años tan ilusionada por entrar en el Carmelo habría pensado que su vocación, aun siendo real, tenía mucho de ilusión infantil. Sin embargo, resulta asombrosa la clarividencia de esta niña, que es consciente de su atadura y elige conscientemente el camino que Dios le ofrece como medio para destruirla. De ese modo busca la cruz como forma de desprenderse de su atadura y poder ser libre para amar verdaderamente a Dios:
Por fin, mis deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que no acierto a describirla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima me ha acompañado siempre, y no me ha abandonado ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones […].
Pero la alegría que sentía era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo azul… Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas… ¡Con qué alegría tan honda repetía estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para siempre…»!
Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones de los primeros días. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me la había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó. Y, sin embargo, tú sabes bien, Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas… […].
Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento.
Durante cinco años, éste fue mi camino7.
Esta misma lucidez la encontramos en san Rafael Arnáiz, el joven monje trapense que tiene que salir de la Trapa, por enfermedad, hasta seis veces; y cada regreso al monasterio le exige revivir el desgarro que supone abandonar a su familia; especialmente las últimas veces, en las que, además, sabe que no podrá encontrar en la Trapa los cuidados que precisa en su enfermedad. Sabiendo lo que le espera, abraza la cruz para poder liberarse de su atadura y entrar en la dinámica del amor de Dios:
En la vida de comunidad, mientras no aprenda a dominar todo mi «sistema nervioso», no sabré jamás lo que es aprender a mortificarme. Pobre hermano Rafael… luchar hasta morir; he ahí su destino. Ansias de cielo por un lado, y corazón humano por otro. Total… sufrimiento y cruz.
Pobre hermano Rafael, de corazón demasiado sensible a las cosas de las criaturas… ¿Qué esperas de lo que es miseria y barro? Pon tu ilusión en Dios y deja a la criatura…, en ella no hallarás lo que buscas… Llegaré, Señor, hasta donde Tú quieras, pero dame fuerzas, y el socorro a su debido tiempo…, mira, Señor, lo que soy… Pobre hermano Rafael…, viniste a la Trapa a sufrir…, ¿de qué te quejas?…8.
La mayor dificultad que conlleva la «atadura» es su arraigo en nuestra alma, a base de haber pasado toda nuestra vida sin querer reconocerla como un obstáculo y considerando que era algo que, por el contrario, debíamos cuidar. Además, el mismo apego al conjunto de realidades a las que estamos esencialmente atados crea una verdadera resistencia a entrar en el terreno de su influencia, como son nuestros complejos, pasiones compensatorias, inseguridades etc.; todo lo cual acaba dando forma a nuestra personalidad humana y cristiana. Esa misma resistencia, en forma de miedos, excusas, justificaciones o culpabilizaciones hace que sea más difícil reconocer la atadura y afrontar sus consecuencias. Y el mismo arraigo que tiene convierte la atadura no en algo que tengo, ni algo mío, sino en mí mismo: ha llegado a identificarse conmigo de tal manera que no la puedo encontrar cuando la busco entre mis posesiones, porque miro a mi alrededor, cuando es a mí mismo a quien tengo que mirar.
En la medida en que no la reconozco ni la acepto, la atadura va teniendo más fuerza e impunidad para esclavizarme y obligarme a actuar a su favor y a justificar mi actuación. Lo cual impide que me abra al llamamiento del Señor, porque hace imposible que me niegue a mí mismo, puesto que eso exige que me libre de la atadura abrazando la cruz, que es la consecuencia de la misma atadura.
Resulta imprescindible la aceptación lúcida y amorosa de la purificación necesaria para desprenderme de lo que me esclaviza; porque sólo eso hace posible que Dios me ayude a derribar el muro que me impide salir de las tinieblas y la mentira para entrar en la verdad liberadora que me abre su amor y su misericordia.
6. El verdadero camino a la santidad
Queda claro que el camino al que el Señor nos llama no se recorre realizando trabajos y sacrificios ajenos a nuestra atadura y nuestra cruz. Por esa razón, todo el proceso espiritual parte de la entrega completa de nuestra vida a Dios, lo cual pasa necesariamente por la aceptación de la cruz y se concentra en la forma más pura y simple de la fe, que es la confianza y el abandono.
La clave de todo está en la confianza, que es la certeza del amor por encima de todo. Si soy capaz de confiar de verdad, estoy salvado, porque seré libre para amar y entregarme. Pero, precisamente, aquí aparece de nuevo el problema: no puedo confiar de verdad si estoy atado por los miedos que me lastran, y que proceden de la esclavitud a la que me somete mi propio yo, atado a sus limitaciones.
Por eso, el abandono comporta la lucha constante por aceptar la crucifixión o martirio que nos proporciona nuestra misma atadura y, desde la experiencia de pobreza y miseria que produce en nosotros la renuncia a lo más nuestro, nos permite entregarnos constantemente, una y otra vez, al fuego del amor de Dios; aceptando el vértigo de saber que ese amor nos va a consumir y, sobre todo, va a consumir nuestra atadura, que es nuestro más preciado tesoro. Solamente cuando nos lanzamos con confianza a ese fuego devorador descubrimos que, no sólo no nos destruye, sino que es lo único que nos construye verdaderamente.
Una vez más, el padre Molinié lo expresa con gran hondura y claridad:
Entonces, cuando pretendemos hacernos mejores, inconscientemente hacemos muchos esfuerzos para disimular a base de «buenas acciones», ante todas las miradas y en primer lugar ante la nuestra, cuando nosotros somos «malos», según la expresión de Cristo. El don de ciencia nos sugiere, pues, haciéndonosla saborear delicadamente, con qué ternura Jesús «ama nuestra miseria» según la expresión empleada incansablemente por Josefa Méndez…; y el don de consejo nos invita a «reunirnos» con esta miseria, no con la lucidez despiadada (y, por otra parte, verdadera) que intenta comunicarnos violentamente el demonio, sino con la lucidez más profunda aún que nos ofrece el Espíritu Santo a modo de sabor, y que nos enseña a descubrir con estupor en esta misma miseria el arma absoluta que nos da todo poder en el corazón de Dios, porque es ella la que le seduce en nosotros y no los dones que ya nos ha dado, ni ninguno de los que está dispuesto a verter en avalancha sobre esta miseria que le atrae. Esto se comprende muy a fondo si pensamos que la miseria es la única cosa que Dios no puede encontrar en sí mismo; en consecuencia, la única que puede amar fuera de él9.
A partir de esta disposición, ya puede uno mantener el esfuerzo ascético y espiritual que requiere la santidad. No faltarán dificultades, incertidumbres, miserias ni pecados. Pero no caeremos en la frustración y la desesperanza a las que lleva el añadir siempre más de lo mismo al estéril esfuerzo que supone luchar por alcanzar a Dios con nuestras fuerzas.
No pretenderemos, como suele hacerse, lograr la santidad «con la ayuda de Dios», sino que nos abriremos a la gracia de Dios, que ya poseemos y que nos hace santos, sabiendo que somos nosotros los que tenemos que ayudar al verdadero artífice de nuestra santificación; y eso sin otro trabajo que dejarnos hacer por Dios, lo que, en concreto, se reduce a aceptar la demolición que Dios realiza del muro que hemos construido.
Este trabajo permanente de lucidez exige un constante discernimiento espiritual que tiene siempre en cuenta nuestra atadura y nuestra cruz, para construir con ellas el vínculo de amor que permite a Dios mantener el constante trasvase de su vida a la nuestra. Para ello hemos de preguntarnos: «¿Qué es lo que no acepto de mí? ¿Qué es lo que no acepto en mi vida? ¿Qué me hiere? ¿Qué me enfada? ¿Qué me hunde? ¿Qué es aquello de lo que pienso “sin esto podría ser santo”, o “si me pudiera liberar de tal cosa podría seguir al Señor de verdad?». Si somos capaces de responder sinceramente y en verdad, descubriremos la realidad de dónde están los apegos que nos encadenan a nosotros mismos y nos impiden levantar el vuelo hacia Dios. Eso nos dará una mirada que hay que renovar constantemente y mantener para impedir que la atadura arraigue en nuestra alma.
Adicionalmente a este trabajo, hemos de aceptar la purificación pasiva que Dios quiere realizar en nosotros para liberarnos de todo lo que nos esclaviza espiritualmente. A pesar de nuestra mejor disposición a desprendernos de nuestras cadenas, somos incapaces de hacerlo por nosotros mismos. Es una dificultad parecida a la que tiene aquel al que han de amputarle un miembro para que no muera: él puede aceptar perder el miembro y acceder a que se lo amputen; eso puede ser muy duro; pero lo verdaderamente duro, casi imposible, sería que él mismo tuviera que realizar la amputación. Podemos dejar que nos corten una pierna, pero no podemos cortárnosla nosotros. Podemos dejar que Dios nos desgarre para arrancarnos la atadura; pero no podemos liberarnos de ella por nosotros mismos.
Ésa es la razón por la que Dios busca realizar en nosotros esa purificación que hemos de aceptar «pasivamente». Por eso, cuando el Señor irrumpe en nuestra vida con su gracia, la misma invitación a entrar en la comunión de vida con él comporta la petición que nos hace para que aceptemos libremente que realice en nosotros el despojo necesario para liberarnos de la atadura que nos impide ascender a la santidad. Si aceptamos, podemos comprobar que Dios se sirve de nuestra misma atadura, así como de las dificultades propias de la vida, para «machacarnos» ‑sin aparente misericordia y sin pausa‑ hasta conseguir arrancar de nosotros las cadenas.
Esta obra concienzuda de purificación puede entenderse como una agresión por parte de Dios y podemos negarnos a ella. Entonces, su respeto por nuestra libertad hará que deje de purificarnos; pero caeremos en el abismo de nuestro yo, consumidos por nuestro amor propio.
A la vez, la aceptación de la demolición que Dios nos ofrece constituye la única manera de entrar en el verdadero acto de abandono del que se alimenta la fe y nos hace capaces de entrar en la amorosa comunión de la Trinidad. Si mantenemos esta mirada, que es la mirada de Dios, sobre nosotros y sobre su acción, sabremos reconocer la mano misericordiosa de Dios en el momento de la cruz, aceptaremos su acción y entraremos en el único camino de libertad y salvación.
Esto no es difícil, aunque sí puede resultar duro y desgarrador.
El mismo Jesús tuvo que pasar por esta experiencia en Getsemaní, convirtiéndose para nosotros en modelo y consuelo; porque al sumergirse en el suplicio de la purificación nos ofrece el modelo perfecto de cómo hemos de vivir el abandono en Dios y, a la vez, nos regala el consuelo de saber que, por duro que sea este camino, es el único que nos conduce con seguridad a la gloria. Y, además, nos asegura que, pase lo que pase, él nos acompaña siempre, porque en Getsemaní Jesús se hizo para siempre hermano de todos aquellos que acepten entrar en su propio getsemaní, para que no se encuentren solos en el combate necesario para verse libres de la falsedad y el egoísmo al que nos empuja nuestro amor propio y poder ser verdaderamente fieles a Dios.
NOTAS
- San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro l, cap. 11, 4.
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 2ª ed.), 120-123.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 40rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 70vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 38rº-38vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito B, 21vº-22rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 69rº-69vº.
- San Rafael Arnáiz, Cuaderno Dios y mi alma, 26 de diciembre de 1937.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, IV, La Vision face à face et le régime du Ciel, Paris 2001 (Téqui), 118-119.