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[1] Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

Encontramos aquí un resumen del plan salvador de Dios. Podemos destacar varios elementos de este mensaje que son especialmente luminosos para nuestra vida:

  • -El hombre ha sido creado para participar de la vida divina. No debemos aceptar, entonces, un fin mediocre para nuestra vida, ni para la vida cristiana. No es, por tanto, una osadía plantearse como meta de la vida participar de la vida divina; todo lo contrario, alcanzar la comunión con Dios es llegar a la meta para la que ha sido creado el hombre.
  • -Dios no es un Dios lejano, todo lo contrario: está cerca, nos llama, nos ayuda (¡con todas sus fuerzas!) a esa comunión de amor. Por lo tanto debemos eliminar de nuestra vida toda imagen de Dios que nos haga pensar que él está lejos o que resulta difícil encontrarlo.
  • -Tiene que llenarnos de asombro que Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado, busque crearnos a nosotros para darnos su vida y su felicidad y que nos ayude con todas sus fuerzas a encontrarlo. Y ese asombro nos debe llevar a la contemplación…
  • -Esa contemplación debe hacer surgir en nosotros el deseo de dar una respuesta que esté a la altura de esa llamada que Dios nos hace a la bienaventuranza y en la que pone tanto empeño para que respondamos.

Dios llama a todas las almas que ha creado a amarlo con todo su ser, aquí y después; y esto significa que las llama a todas a la santidad, a la perfección, a seguirlo de cerca y a obedecer su voluntad. Pero no pide a todas las almas que suban al cielo por la misma escala, que logren ser buenas de la misma manera. Entonces, ¿qué clase de obras debo hacer yo? ¿Cuál es mi camino hasta el cielo? ¿en qué tipo de vida tengo yo que santificarme? Aparte de la llamada universal de todos al amor perfecto, a la santidad, al seguimiento de Jesús y la obediencia a su voluntad en todas las cosas, por pequeñas que sean, y de la llamada al cielo en última estancia, ¿cuál es la vocación personal y especial que él pone ante mí, ante ti y ante cada uno de nosotros? […]

La pregunta «¿Qué tipo de vida voy a emprender?» es la pregunta por la vocación. Y debemos responderla correctamente. Porque, si la respondemos correctamente y seguimos el camino al que Dios nos llama, viviremos en la obediencia a él, seremos fortalecidos con su ayuda y llegaremos al cielo (Carlos de Foucauld)1.

  • -Toda la tarea de la Salvación, que se realiza por medio del Hijo y del Espíritu, forma parte de este plan de Dios, que cuenta con el pecado y nos llama, a pesar del pecado, a ser hijos de adopción y herederos de la bienaventuranza de Dios.

El Catecismo coloca estos textos de la Escritura antes del n. 1:

Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3).

Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1Tm 2,3-4).

Los Fundamentos hacen referencia a este número del Catecismo para ayudarnos a entender que la unión con Dios y la vida contemplativa no constituyen un añadido a la vida humana -y menos a la cristiana-, no son una nueva meta para el hombre, sino su meta y su plenitud, inscritas en su ser:

Podemos ir más allá todavía, y descubrir que la vida contemplativa no es sólo la plenitud a la que está llamado todo cristiano y que se le ha dado en germen en el bautismo; es también el plan de Dios para todas las personas. Y, por ello, esa vida responde al deseo fundamental que está encerrado en el corazón humano, independientemente de la conciencia que se tenga de él o de haber recibido o no el don del bautismo. De nuevo es el Catecismo de la Iglesia Católica el que nos recuerda que Dios ha creado al hombre «para que tenga parte en su vida bienaventurada» (n. 1) y que «el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre» (n. 27). Por lo tanto, la meta, la felicidad y la plenitud del ser humano es «vivir en comunión con Dios» (n. 45), participando «por el conocimiento y el amor en la vida de Dios». El contemplativo no es ni un cristiano «especial» ni una persona «rara»; es el bautizado que llega a la plenitud, y también la persona que alcanza su realización plena en cuanto ello es posible en este mundo (Fundamentos, V,1: El fundamento del ser del contemplativo secular).

Molinié hace una interesante reflexión sobre esta bienaventuranza, que es el designio de Dios para el hombre, y las metas que se plantea el hombre de hoy como sustitutivos de esa bienaventuranza. Y, desde ahí, podemos preguntarnos: ¿qué ofrecemos a los demás: la felicidad o la bienaventuranza?

Así, por vez primera desde los orígenes del cristianismo, y en el momento mismo en que los laicos son invitados a tomar parte en la tarea apostólica de la Iglesia, casi todos los que tienen el deber de convertir a los hombres a Cristo renuncian a apoyarse en nuestro deseo de felicidad o bienaventuranza. La explicación de esta extraña ceguera -porque de eso se trata- creo que está en la distancia entre la noción de felicidad y la, aparentemente cercana, de bienaventuranza; distancia que se ha convertido hoy en una disociación y un abismo. Nuestros contemporáneos todavía se interesan por la felicidad, pero se forman de ella una idea cada vez más burguesa que equivale al confort: la felicidad ha perdido toda su dimensión estimulante y su capacidad de movilizar el entusiasmo, la energía y la generosidad. En una palabra, ha dejado de ser magnánima, se ha convertido en conservadora, prudente, «proteccionista»: se pone al abrigo, se pone en zapatillas, se embotella…

De hecho, la felicidad no es la bienaventuranza: la felicidad es el presentimiento humano, subjetivo y confuso -y a veces degradado- de la bienaventuranza. Para buscar la bienaventuranza -y no sólo «su» felicidad, definida según las leyes de un «arte de vivir», extrañamente parecido al arte culinario…- hay que creer en la armonía profunda entre el hombre y un Bien soberano que sobrepasa al hombre (aunque no sepamos claramente qué es ese Bien soberano).

La bienaventuranza puede definirse, entonces, como la consumación o la plenitud de la armonía entre el Bien soberano y nosotros. Ésta es la noción confusa que hay que conservar en el corazón para vivir con rectitud, y fuera de ella caemos infaliblemente en la crueldad del vicio o en la del fariseísmo.

El Evangelio nos enseña que la plenitud de esta armonía, tal como Dios ha querido realizarla, es la visión cara a cara. Toda comprensión de la vida cristiana reposa sobre esta verdad. Sin embargo, son muy pocos los que la comprenden […]

El hombre, lo quiera o no, no está es una situación puramente natural: no puede contentarse con una felicidad puramente humana, ni con una virtud puramente humana, ni siquiera con pecados puramente humanos. Sean las que sean sus culpas y sus locuras, también sus virtudes y su sabiduría, tienen una dimensión que supera el orden natural. Dios depositó la sed del Cielo en nuestros primeros padres, y los que han conocido esta sed ya no pueden olvidarla nunca de hecho, aunque se separen de Dios […]

Comprendemos entonces por qué los hombres de hoy no llaman felicidad a lo que buscan, sino realización, promoción, superación, mutación… y, por último, convertirse en superhombres. Y es muy verdadero que, de hecho, no buscan ni la bienaventuranza natural ni la sobrenatural, sino un sucedáneo de la bienaventuranza sobrenatural. No aceptan seguir siendo simplemente hombres, reclaman más; y en ese punto no se equivocan, porque Dios nunca nos ha propuesto seguir siendo pura y simplemente hombres. Nos ha propuesto una superación inaudita, y es el deseo de esa superación lo que hoy nos produce vértigo, porque hemos rechazado la ley rigurosa de esta superación -el juego del diálogo y de la pobreza- para intentar superarnos por nosotros mismos… que es exactamente el movimiento de Prometeo queriendo apoderarse del fuego divino (Molinié, La visión cara a cara, I,A,1. Las cursivas son del autor)2.

[2] Para que esta llamada resuene en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

[3] Quienes con la ayuda de Dios han acogido el llamamiento de Cristo y han respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro recibido de los apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración (cf. Hch 2,42).

Es bueno recordar que la llamada que los apóstoles tienen que hacer resonar por la tierra, que nosotros tenemos que repetir por el anuncio del Evangelio, es la llamada «completa» del n. 1: la llamada de Dios a que le busquemos, le conozcamos y le amemos con todas las fuerzas; la llamada de Cristo a ser hijos adoptivos y participar en la vida bienaventurada de Dios. No debemos aceptar que la propuesta cristiana se rebaje y se reduzca a cierta religiosidad, a una moral más o menos aceptable o a una ayuda mutua más o menos generosa.

De nuevo debe surgir en nosotros el asombro y la admiración al ver que Dios quiere contar con nosotros para realizar esa llamada…

Hay que subrayar esta dinámica de la vida cristiana, que lleva necesariamente al apostolado, y que supone: 1) acoger la llamada a la comunión con la vida divina (con la gracia de Dios); 2) responder a ella; 3) sentirse urgidos a anunciarla. El contemplativo, en concreto, debe tener en cuenta que:

  • -Recibe con especial fuerza la llamada de Dios y la gracia de acogerla, pero corre el peligro de intentar disfrutar de ella sin dar los siguientes pasos: dar la respuesta adecuada a esa llamada y, especialmente, sentirse urgido al apostolado de la misma llamada que ha recibido y al nivel de la gracia que ha recibido para acogerla.
  • -Si todos los fieles deben anunciar la Buena Nueva de la llamada a participar de la bienaventuranza divina, el contemplativo no puede estar menos obligado a esta tarea.

Nuestro apostolado contemplativo no es algo añadido a este apostolado esencial de todo cristiano, ni es un plus elitista. Consiste en anunciar sin recortes la llamada de Dios a la comunión con él, a la participación de su vida divina.

El final del n. 3 nos ofrece algunas pistas importantes para el apostolado contemplativo:

-La transmisión del tesoro del Evangelio no se hace sólo por el anuncio de la fe, sino viviendo con autenticidad esa misma fe, especialmente en la comunión fraterna.

-También la liturgia y la oración forman parte de la transmisión de la fe.

-El contemplativo debe poner especial énfasis en la autenticidad de su vida cristiana y en la fuerza de su oración e intercesión, que deben acompañar, especialmente en su caso, al anuncio del Evangelio, que no se hace sólo con palabras.

Los Fundamentos también nos ofrecen algunas pistas de lo que debe ser el apostolado del contemplativo:

  • -Al hablar de la misión eficaz (VI,1), explican que la vida entregada y el amor verdadero colaboran al apostolado de la Iglesia y presentan una serie de textos que conviene meditar:

Porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas (Cántico B, 29,2).

Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos (Jn 15,8).

Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca (Jn 15,16).

El grano de trigo «si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

  • -En VI,2,C, nos recuerdan que las obras de apostolado brotan de la participación en la Eucaristía.
  • -El contemplativo -se dice en VI,2,K-, gracias a la transparencia, realiza un verdadero apostolado porque puede establecer un diálogo abierto, una amistad sincera, que deja aparecer la vida divina que lleva dentro. Sin embargo, es muy peligroso para el apostolado intentar suplir con muchas palabras lo que falta a la verdadera eficacia de transparentar la presencia de Dios en nosotros (VI,3,A).

[11] Este catecismo tiene por fin presentar una exposición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica tanto sobre la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la Tradición de la Iglesia. Sus fuentes principales son la Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia. Está destinado a servir «como un punto de referencia para los catecismos o compendios que sean compuestos en los diversos países» (Sínodo de los Obispos 1985. Relación final II B A 4).

El gran regalo que nos ofrece este Catecismo, debido al impulso de san Juan Pablo II, es una síntesis orgánica y actualizada, a la vez que suficientemente amplia, de la doctrina de la Iglesia, no sólo en materia de fe, sino también de moral.

El Catecismo tiene en cuenta las dos fuentes en las que podemos encontrar la Revelación de Dios: la Escritura y la Tradición, manifestada en los Santos Padres, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia, de forma especial el Concilio Vaticano II. Aunque no lo mencione en este momento, no faltan en el Catecismo referencias a los santos y maestros espirituales de la Iglesia.

Para esta valoración de lo que supone el Catecismo como instrumento para fortalecer la fe y la comunión eclesial es útil recordar algunas de las afirmaciones de la Constitución Apostólica Fidei Depositum de Juan Pablo II para la publicación de este Catecismo:

Un catecismo debe presentar fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios. Debe tener en cuenta las explicitaciones de la doctrina que el Espíritu Santo ha sugerido a la Iglesia a lo largo de los siglos. Es preciso también que ayude a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en el pasado aún no se habían planteado […]

El «Catecismo de la Iglesia Católica» que aprobé el 25 de junio pasado, y cuya publicación ordeno hoy en virtud de la autoridad apostólica, es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas por la Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio eclesiástico. Lo reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe […]

La aprobación y la publicación del «Catecismo de la Iglesia Católica» constituyen un servicio que el sucesor de Pedro quiere prestar a la Santa Iglesia Católica, a todas las Iglesias particulares en paz y comunión con la Sede apostólica de Roma: el de sostener y confirmar la fe de todos los discípulos del Señor Jesús (cf. Lc 22,23), así como de reforzar los vínculos de unidad en la misma fe apostólica.

Pido, por tanto, a los pastores de la Iglesia y a los fieles, que reciban este Catecismo con un espíritu de comunión y lo utilicen constantemente cuando realizan su misión de anunciar la fe y llamar a la vida evangélica. Este Catecismo les es dado para que les sirva de texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica, y muy particularmente para la composición de los catecismos locales. Se ofrece también a todos aquellos fieles que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la salvación (cf. Jn 8, 32) (Fidei Depositum, 3 y 4. Las cursivas son nuestras).

De ese modo, el Catecismo se convierte en un instrumento valiosísimo para todo cristiano, pero especialmente para el contemplativo, que, como un signo de su vocación, «tiene un profundo sentimiento de pertenencia a la Iglesia… convertida en nuestro hogar, en el que vivimos la fe y recibimos la gracia de Dios» (Fundamentos, II,2,E). El contemplativo necesita de forma especial recibir de forma nítida la fe de la Iglesia porque «no existe verdadera contemplación de Cristo si no es en ella, porque no se puede separar a Cristo de su Iglesia» (Fundamentos,V,4).

[12] Este catecismo está destinado principalmente a los responsables de la catequesis: en primer lugar a los Obispos, en cuanto doctores de la fe y pastores de la Iglesia. Les es ofrecido como instrumento en la realización de su tarea de enseñar al Pueblo de Dios. A través de los obispos se dirige a los redactores de catecismos, a los sacerdotes y a los catequistas. Será también de útil lectura para todos los demás fieles cristianos.

Aunque ciertamente este Catecismo es fundamentalmente la fuente de otros catecismos adaptado a las edades, ambientes y necesidades de sus destinatarios, los contemplativos están, sin duda, entre los fieles cristianos para los que su lectura será no sólo «útil», sino necesaria en la práctica.

[25] Por encima de todo la Caridad. Para concluir esta presentación es oportuno recordar el principio pastoral que enuncia el Catecismo Romano: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor» (Catech. R., Prefacio, 10).

Todas estas reflexiones no nos deben hacer olvidar la finalidad a la que está destinada la formación, el Catecismo y todos los medios en la vida cristiana: a la Caridad. Ésta no debe ser entendida como cualquier forma de amor a los demás, sino como la Caridad que «no acaba», que es el amor de Dios del que todo procede y al que todo tiende. Esto nos obliga a tener en cuenta que:

  • -Todo lo que contiene nuestra fe y enseña la moral es expresión del amor de Dios del que surge todo.
  • -Hemos de tratar de no desligar nada de lo que aprendemos del amor de Dios y del amor a Dios.
  • -Todo lo que descubrimos y profundizamos en el Catecismo debe llevarnos, de hecho, a hacer crecer el amor de Dios en nosotros hasta llegar a la entrega plena a él y al amor verdaderamente eficaz a los hermanos.

NOTAS

  1. Carlos de Foucauld, Escritos esenciales, Santander 2000 (Sal Térrae), 73-74.
  2. M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, IV, La Vision face à face et le régime du Ciel, Paris 2001 (Téqui), 14-25.