Contenido
- 1. Tentaciones ante el sufrimiento y la muerte
- 2. Tentaciones ante incertidumbres y dificultades
- 3. El miedo y la tentación
- 4. Tentaciones en los momentos bajos
- 5. Tentación ante el pecado
- 6. La exquisitez como tentación
- 7. La gula y la castidad
- 8. Tentaciones en el enamoramiento
- 9. El falso desinterés en las relaciones humanas
1. Tentaciones ante el sufrimiento y la muerte
Nada existe en el mundo que ayude más al hombre en su reflexión sobre las verdades eternas como el sufrimiento y la muerte, que le enfrentan con su propia realidad y su indigencia y le permiten volverse hacia Dios. Para evitar esta orientación, el Tentador intentará eliminar del horizonte humano todos los rastros de sufrimiento o de muerte. Pero intentará aprovecharse del dolor y de la muerte que más le pueden beneficiar: los que se desarrollan bajo el control de las avanzadas técnicas de la sociedad de consumo. Son los hombres que mueren en costosos sanatorios, entre médicos que mienten, enfermeras que mienten, familiares y amigos que mienten, prometiendo vida a los agonizantes, evitando la presencia del sacerdote o de cualquier signo que pueda plantearle al hombre que sufre o que muere la realidad más verdadera de lo que está viviendo.
La mentira sistemática en los hospitales, el silenciamiento de las enfermedades o de la muerte como forma de educación o respeto, son los instrumentos de los que se sirve el Tentador para llevar al hombre al convencimiento de que pertenece a una condición invulnerable, satisfecha y que va a vivir para siempre.
Este convencimiento constituye una base muy útil al Tentador para poner al hombre al margen de la obra de la redención: hace al ser humano impermeable a los valores que redimen el sufrimiento pasando por el sufrimiento y que son la única manera de oponerse a la mentalidad moderna, pragmática y materialista, en la que el sufrimiento no tiene por qué ser redimido, sencillamente porque no existe.
Una de las formas que tiene el demonio de manipularnos es presentarnos la vida y la supervivencia como el valor supremo y la muerte como el mal máximo que hay que evitar. Haciéndonos olvidar que por encima de eso hay un valor superior y supremo: la unión con Dios, y la obtención o pérdida de esa unión para siempre.
El Enemigo sabe de sobra que lo importante es apartarnos de Dios para siempre, pero mientras intenta separarnos de Dios, nos convence de que lo importante es sobrevivir, mantenernos vivos. A él no le importa que vivamos más con tal de tener esperanza de perdernos para siempre; y le preocupa que podamos morir, si ve que estamos preparados para el cielo.
El tiempo puede jugar a favor del Enemigo, si está aliado con la rutina, el desgaste, el cansancio…, que va produciendo la vida. ¿Cuántas veces los fervores –auténticos‑ de la infancia o de la juventud se ven ahogados por el «sentido común» de la madurez, o por una prosperidad que va apagando los ideales y cambiando los valores? La comodidad aliada al tiempo nos va ayudando a encajar perfectamente en el mundo. De tal manera que, a pesar de los años, cada vez cuesta más morir.
La juventud, incluso si estamos alejados de Dios, es más propicia para los ideales, que, aunque equivocados, pueden acabar llevándonos a Dios. La madurez es más propicia para la instalación en el mundo, para la mundanidad que hace más difícil el salto hacia Dios.
Una vida más larga es una vida en la que caben más tentaciones, más lucha, más ocasiones de peligro para lo que verdaderamente importa, que es llegar a Dios. Por eso la muerte joven ‑como demuestra la vida de algunos santos‑ no es una desgracia, es que se alcanzado pronto la verdadera madurez y la meta.
2. Tentaciones ante incertidumbres y dificultades
Una de las situaciones más favorables para la tentación es la incertidumbre en la que el hombre se encuentra envuelto cuando se ve enfrentado a las distintas posibilidades que el futuro le presenta y que suscitan en él esperanza o temor. Dios quiere que el hombre se ocupe conscientemente del presente y de lo que hace en cada momento; el trabajo del Tentador consiste en desorientarle haciéndole pensar qué le va a pasar. Porque nada inmuniza tanto el alma humana contra Dios como la sensación de «suspense» que provoca la incertidumbre.
El cristiano se somete a la voluntad de Dios acogiendo las realidades que la vida le presenta, sean del tipo de sean, con un sentido de providencia que le permite decir: «Hágase tu voluntad», porque tiene el convencimiento de que Dios le dará todo lo que necesita para acoger, superar o hacer fructificar lo que le corresponda en cada momento. El Tentador procurará que el hombre nunca piense en la dificultad presente o el temor presente como su cruz, y le hará pensar que su cruz es todo aquello a lo que tiene miedo, todas las dificultades que le pueden sobrevenir en el futuro. Se suscita así un estado de ansiedad generalizado frente a todas las posibles cruces, olvidando que son en su mayoría incompatibles y no pueden suceder todas a la vez; e impulsándonos a intentar superarlas a través de un ejercicio mental de fortaleza o de paciencia por anticipado que no sirve para nada. Dios no deja de ayudar con su gracia a quien afronta el sufrimiento presente y real ‑incluso cuando este sufrimiento consiste en tener miedo‑; pero no puede colaborar con aquel que intenta afrontar al mismo tiempo una docena de diferentes e hipotéticos destinos.
Sor Lucía se está haciendo mayor. No es que esté muy enferma, pero empieza a notar los achaques y las limitaciones. Es un momento de madurez espiritual y serenidad que le permitiría ofrecerse a Dios tal como es, vivir el día a día con paz y presencia de Dios. Pero el demonio quiere turbar esos momentos tan importantes y empieza a sugerirle gran variedad de posibilidades que le obligan a darle vueltas a la cabeza, pero que no se pueden resolver porque no son más que posibilidades: «¿Y si me quedo paralítica? ¿Tendré suficiente humildad para que me tengan que ayudar en todo? Y si me da «un alzheimer» y pierdo la cabeza, ¿cómo podré rezar entonces? Y si faltan vocaciones y tenemos que cerrar esta casa ¿a dónde me mandarán?». Ante cada problema ‑tan posible como irreal‑, sor Lucía siente miedo, tristeza, enfado o inseguridad. Y pierde su tiempo cavilando sobre qué sentiría, qué podría hacer, cómo confiaría en Dios o cómo sería fiel, mientras pierde la oportunidad de vivir todos estos valores en el presente y en las circunstancias concretas, haciendo el acto de confianza y entrega de poner el futuro en las manos de Dios, sabiendo que, cuando llegue lo que sea, Dios dará la luz y la fuerza necesaria.
3. El miedo y la tentación
El miedo y la cobardía son de los pocos vicios que sólo producen sufrimiento y de los que el hombre difícilmente es capaz de presumir. El miedo hace que el hombre sufra antes, durante y después de la presencia del objeto temido. El Enemigo sabe muy bien que el miedo ‑como sentimiento‑ no nos hace daño, que sólo nos puede alejar de Dios el acto de cobardía conscientemente consentido.
Sin embargo, el diablo puede usar el miedo a su favor, especialmente si lo combina con el odio. Esa vergüenza que provoca en nosotros el temor y la cobardía, hace más fácil que el miedo sea la ocasión para que caigamos en el odio porque éste surge como una compensación al sufrimiento y a la vergüenza que ha provocado en nosotros la cobardía. Por eso una forma que tiene el Enemigo de herir gravemente la caridad consiste en comenzar minando nuestro valor, y a partir de ese miedo –inaceptable‑ crear un odio que tiene difícil solución.
El odio se justifica más fácilmente si lo sentimos por lo que se les ha hecho a otros, porque nos parece más altruista o necesario. Normalmente si me doy cuenta de que odio por el daño que me han hecho, es más fácil que se dispare el mecanismo de la necesidad de perdonar al que nos ha ofendido.
Nuria es bastante cobarde y le cuesta mucho decir en su ambiente de trabajo que es cristiana, que va a misa o que está en un grupo de su parroquia. En principio ese temor es una circunstancia que puede servir para que Nuria se supere, venza el miedo y dé un testimonio más eficaz por más costoso. Dios no le pide que no tenga miedo, sino que dé testimonio aunque sea con temor. Pero el Enemigo usa ese miedo para crear en Nuria un creciente malestar y enemistad con sus compañeros: su oposición (real o ficticia) la ve como una agresión, sus posturas ante la fe como una justificación para sentirlos enemigos y no destinatarios de su testimonio, su mundanidad como una excusa para su cobardía…, y su oposición se nota: sus compañeros ven la distancia, notan su juicio y su desconfianza; sólo falta que diga que es cristiana para que ellos tengan la explicación de por qué es «tan rara».
La cobardía tiene una ventaja que debemos aprovechar a nuestro favor: ya que es muy difícil que nos sintamos orgullosos de ella, la cobardía reconocida nos puede llevar a conocernos a nosotros mismos y de ese reconocimiento a la humildad sólo hay un paso. Y eso puede ser el comienzo de la conversión. El gran peligro de la cobardía reconocida es que el Enemigo nos lleve a la desesperación. Judas fue cobarde y desesperó. Pedro fue cobarde y reforzó su humildad y su fidelidad por el reconocimiento de su cobardía.
El valor ‑lo opuesto al miedo‑ es necesario para todas las virtudes, especialmente en su momento de prueba. El valor es necesario para la fidelidad. Pilato fue clemente con Jesús hasta que resultó peligroso para él; fue más cobarde que malo. El Enemigo, que quiere hacernos cobardes, sabe que cuantas más precauciones tomamos para evitar algo, más miedo nos provoca. También nos aumenta el miedo empujándonos a dar vueltas a la cabeza sobre lo que podemos o no hacer ante diversas dificultades y peligros ‑muchas veces hipotéticas o incompatibles‑, en lugar de cumplir sencillamente con nuestro deber. El diablo crea en nosotros la sensación de que tenemos que hacer algo más que nuestra obligación y agarrarnos a la ayuda de Dios. Ante la tentación del miedo, la mejor reacción es la del que humildemente se reconoce débil y hace ‑aún con miedo‑ lo que está en su mano hacer. Esto nos hace a la vez fieles y humildes, en un acto que por vencer el miedo es más valioso a los ojos de Dios.
4. Tentaciones en los momentos bajos
Dentro de los altos y bajos entre los que naturalmente fluctúa el alma humana, y para lograr su objetivo de comunión de amor, Dios se apoya más en los bajos que en los altos; como se ve especialmente en las purificaciones que han atravesado los hombres que más se han acercado a él. Por ser momentos privilegiados de gracia, estos estados o momentos son también necesariamente ocasiones oportunas de tentación. Estos momentos bajos suponen la experiencia de dificultades interiores, oscuridad, monotonía, sequedad espiritual, desánimo o lejanía de Dios. Y son permitidos por la Providencia para que el hombre madure interiormente y crezca en la fe aprendiendo a responder con libertad al amor de Dios y a mantenerse en fidelidad con sus propias fuerzas; con la eficacia que da a estas acciones humanas una presencia de Dios tanto más poderosa cuanto menos sensible.
En este estado, el Enemigo suele dirigir las tentaciones por el camino de la sensualidad, especialmente del sexo. Precisamente porque el estado gris, frío y vacío del interior del hombre le hace sentir una mayor necesidad de compensaciones materiales y sensibles.
Pero la tentación más peligrosa en los momentos bajos es la que hace referencia precisamente al mismo estado anímico del hombre. El primer paso consiste en mantenerle inconsciente de su estado, sin sospechar la existencia natural de fluctuaciones en el alma; así el hombre supone que el fervor o la ilusión sensible deberían haber durado siempre y que su aridez actual durará siempre. Una vez se fija en la mente humana este error, la tentación puede discurrir por varios cauces.
- – Si se trata de una persona depresiva, a la que se puede inducir a la desesperación, el Enemigo no necesita más que mantenerle lejos de cristianos de fe viva (cada día más escasos), dirigir su atención a los pasajes más adecuados de las Escrituras y luego ponerle a trabajar en el desesperado plan de recobrar sus sentimientos por pura fuerza de voluntad. Como tal intento es imposible, el éxito de la tentación de desesperación está garantizado.
- – Si se trata del hombre inclinado a pensar lo que quiere, al que se le puede asegurar que todo va bien, la tentación le llevará a resignarse a la actual baja temperatura de su espíritu y que gradualmente se contente convenciéndose a sí mismo de que, al fin y al cabo, no es tan baja. En breve lo veremos pensando en que quizá los fervores propios del momento anterior eran un poco excesivos. El Tentador sugerirá hábilmente la «moderación» en todas las cosas. Una vez que consiga hacerle pensar que «la fe está muy bien, pero hasta cierto punto», tendrá la victoria casi lograda. Una fe moderada es tan buena para el Enemigo como la falta absoluta de fe; y, encima, le resulta más divertida.
De este tipo de tentaciones, el modo más eficaz de defenderse no es otro que la disposición generosa del hombre que está en un momento bajo a cumplir fielmente la voluntad de un Dios que parece haber desaparecido del universo y de su propia vida. Con la esperanza de que tanto los «altos» como los «bajos» no duran para siempre.
5. Tentación ante el pecado
Cuando hemos caído en el pecado, y para evitar los efectos de una sincera conversión, el Enemigo suscita la tentación del arrepentimiento sensible. Cuando ‑por la acción de la gracia o porque se hacen evidentes los frutos de nuestros errores‑ caemos en la cuenta de nuestro pecado, el Tentador tiene una forma muy eficaz de esterilizar el camino que se abre gracias a la conciencia de pecado y a la misericordia de Dios. Como ya es demasiado tarde para llevarnos a la inconsciencia, el diablo subraya el sentimiento de culpa, pero intenta impedir que hagamos nada eficaz para cambiar. Quiere evitar por todos los medios que nos encaminemos eficazmente a la conversión.
Para ello, el Enemigo nos distrae con un sentimiento de culpa, incluso exagerado, que puede llevar a las lágrimas, al reconocimiento humilde ‑o desorbitado‑ de nuestras culpas o al propósito de penitencias y reparaciones imposibles. El Tentador sabe que todo eso no vale de nada, si no nos mueve a actuar, a cambiar y a poner los medios que estén en nuestra mano. No le importa que escribamos nuestro propio libro de las Confesiones o que nos revolquemos en nuestra propia miseria, si no hacemos nada eficaz por salir de ella. ¿De qué le hubiera servido al hijo pródigo reconocer con grandes lamentos y lágrimas diciendo: «he pecado contra el cielo y contra ti», si no se hubiera puesto en camino a casa del padre?
Las «lágrimas de cocodrilo» son el mejor antídoto para una serena toma de conciencia de la situación y de las decisiones necesarias. El diablo sabe que esos sentimientos son pasajeros y que, si nos acostumbramos a sentir sin actuar, cada vez somos menos capaces de sentir arrepentimiento y convertirnos de verdad.
Fina trabaja en una casa como empleada del hogar; es buena chica, pero tiene dos defectos: la crítica y la «sisa». Se confiesa cada poco y acude al confesor con un «gran arrepentimiento» bastante aparatoso: con un terrible sentimiento de culpa reconoce su pecado inundada en lágrimas y está dispuesta a grandes penitencias. El confesor la tranquiliza, le dice que no es para tanto, que Dios la perdona, que procure enmendarse…, y ella se va ya tranquila, con el problema resuelto. Su sentimiento de culpa no le sirve ni para plantearse serenamente las cosas ni para ir mejorando.
6. La exquisitez como tentación
Como el Enemigo tiene un especial interés en engañarnos y no le interesan los vicios por sí mismos, sino como medios para alejarnos de Dios, ha «inventado» una forma de gula más sutil y eficaz para sus intereses, que ni siquiera parece gula porque no consiste en comer mucho, ni siquiera en comer cosas caras.
Le podemos llamar «gula de exquisitez» y consiste en apegarnos a una comida concreta o una forma determinada de preparar un plato que, aunque puede parecer más sencilla o incluso más austera que la que tenemos delante, nos lleva a impacientarnos si no la conseguimos. Se puede formular de una forma que aparenta humildad o sencillez: «yo me conformo con…, pero que esté bien hecho»; pero esa «simple» exigencia encierra una exquisitez intransigente. Pueden ser unas simples tostadas, pero por ser «simples» exigimos que estén «bien crujientes». Nos empeñamos en que nos pongan «un poco menos», aunque represente una notable incomodidad para los demás. No queremos comer cosas «tan complicadas» aunque ya estén preparadas.
El fin del Tentador en este caso no es que comamos mucho, ni que nos gastemos mucho dinero en la comida, sino llevarnos fácil y sutilmente a faltar a la caridad despreciando lo que se nos ofrece, a impacientarnos y quejarnos porque no hemos conseguido lo que queríamos ‑«aunque era tan sencillo»‑, y en definitiva a centrarnos en nosotros mismos y empeñarnos en conseguir lo que nosotros queremos. Si esto sucede, el Enemigo puede dominarnos por medio de la comida, aunque no sea por su cantidad, mientras pensamos que practicamos la templanza. Por medio de esta gula no caeremos en el exceso de comida pero sí en el mal humor, en la intransigencia o en la falta de caridad.
Hay una variedad de esta gula ‑más eficaz para los varones‑ que se mezcla con la vanidad del entendido: el que presume de saber distinguir un «buen» vino o conocer dónde se come una «buena» paella. De ahí el Enemigo nos lleva fácilmente a acostumbrarnos a esos pequeños placeres, a sentirnos con derecho a tenerlos, y a irritarnos si no los conseguimos o si fallan nuestras previsiones de «expertos». A partir de esto ‑nada aparentemente grave‑, el demonio puede llevarnos con un pequeño empujoncito a la falta de caridad o la ira.
El Enemigo puede emplear este mecanismo de «exquisitez» con multitud de cosas que nada tienen que ver con la comida: una «buena» película, una conversación «amena», la temperatura «adecuada»…, pueden ser apegos aparentemente inocentes que nos lleven a la falta de caridad y a centrarnos en nosotros mismos.
7. La gula y la castidad
Para lo que sí vale la gula de cantidad es como ataque previo contra la castidad. El Enemigo sabe ‑y nosotros solemos olvidarlo‑ que un exceso en la comida o en la bebida es un terreno propicio para las tentaciones contra la carne. Una ligera abstinencia que evita ciertos excesos es muy útil para evitar tentaciones contra la castidad que aparentemente no tienen nada que ver.
8. Tentaciones en el enamoramiento
Como dice la Escritura, el amor proviene de Dios y Dios es amor; por eso, el amor no puede ser un instrumento de tentación útil para el Enemigo. Sin embargo, el Tentador ha introducido un peligroso equívoco que distorsiona el amor, especialmente el amor entre hombre y mujer. Consiste en reducir el amor a «enamoramiento»; o, dicho de otro modo, hacer creer que sólo existe el amor en la medida que se da este fuerte sentimiento. La literatura, el cine y las letras de las canciones son un arma eficaz para convencernos de que sólo hay amor cuando existe ese sentimiento y que ésa es la única razón para empezar o terminar una relación. El mecanismo consiste en fundamentar el matrimonio en un cimiento ‑el sentimiento‑ que por sí mismo es pasajero e insuficiente.
Este equívoco es útil al Enemigo de dos modos distintos. Primero para provocar una unión precipitada en función de ese enamoramiento, que desemboca inevitablemente en fracaso porque no se sustenta en un conocimiento mutuo y en un amor consciente y maduro. También sirve para hacer creer que, cuando falta o se reduce ese atractivo, se ha terminado el amor y por lo tanto hay que romper una unión que «ya no tiene sentido». Como puede verse constituye un arma eficaz para oponerse al plan de Dios sobre el matrimonio y para producir la infelicidad de los hombres.
La unión que Dios quiere para un matrimonio se fundamenta desde luego en el amor, pero no sólo en el sentimiento: un amor que se traduce en fidelidad, entrega, vida común y objetivos compartidos…, en una unión que va más allá del simple sentimiento.
Téngase en cuenta que esta reducción del amor a sentimiento le es útil al Tentador en otros campos, por ejemplo, en la relación con Dios y la oración. Nos hace creer que cuando se termina la primera fascinación por Dios o viene la sequedad en la oración ya no nos ama ni le amamos y abandonamos una relación con Dios que tiene que ir más allá del sentimiento.
9. El falso desinterés en las relaciones humanas
Un modo simple pero eficaz que tiene el Tentador de complicar las relaciones humanas es proponernos un falso desinterés.
Se trata de algo que en principio parece muy conveniente: renunciar a nuestros gustos a nuestros puntos de vista para conseguir la paz y la armonía en la convivencia. El problema viene cuando ese desinterés no es verdadero y renunciamos a algo, pero para quedar bien o dárnoslas de mártires o poder echarles en cara a los demás que siempre se salen con la suya…, en definitiva, por parecer o creernos desinteresados.
La cosa se complica cuando los demás aplican el mismo falso desinterés y cada uno defiende lo contrario a lo que piensa y a lo que le gusta. No hay forma de enterarse de lo que realmente quiere cada cual, ni de ponerse de acuerdo. Al final todo el mundo se siente herido, y creen que con razón, porque «ellos han intentado ser generosos».
El asunto se complica aún más si cada uno entiende por desinterés una cosa distinta. Unos ‑en general las mujeres‑ entienden el desinterés como «tomarse molestias por los demás», mientras que otros ‑los hombres‑ también por desinterés intentan «no molestar a los demás». Unos se ven agobiados por el «desinterés» de las otras, y éstas están desencantadas del «desinterés» de ellos. De este modo, cada uno, queriendo ser desinteresado, entiende que el otro no lo es, molesta al otro y se siente molesto por su actitud. Y lo peor es que el mismo «desinterés» les lleve a ocultar su malestar.
Muchos de estos gérmenes que adulteran la convivencia tardan mucho tiempo en salir y cuando lo hacen tienen ya difícil arreglo.
La forma de luchar y desenmascarar estas tentaciones que enmarañan las relaciones es la sinceridad y la sencillez: si cada uno defiende lo suyo ‑con sinceridad y humildad‑ es más fácil entenderse, llegar a un acuerdo o incluso a una verdadera renuncia.