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Jesús y los pecadores «irrecuperables»

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Introducción

Vamos a dedicar este tiempo de oración a contemplar a Jesús, que sale al encuentro de los pecadores «oficiales», a los que todos -hasta ellos mismos- consideran pecadores públicos e irrecuperables. Se trata de los publicanos, que junto con las prostitutas son el paradigma del pecador que no puede alcanzar la salvación, y representan el colmo de la degradación a la que el pecado puede llevar a un hombre. Degradación que describe la terrible imagen del hijo pródigo que no sólo cuida cerdos, el animal impuro por excelencia, sino que ni siquiera puede comer la comida de los cerdos, porque es menos valioso que ellos. El desprecio a los publicanos era tal que sólo entrar en sus casas era motivo de quedar impuro ante Dios.

El hecho mismo de que Jesús salga a su encuentro proclama que para el Señor no hay pecadores irrecuperables, que no da a nadie por perdido, incluso aunque se den por perdidos a sí mismos. ¡Qué diferentes somos de Jesús! Con qué facilidad damos por perdidos a los demás y, lo que es peor, nos damos por perdidos a nosotros mismos. ¡Qué terrible es que nosotros tiremos la toalla cuando el Señor, el que puede rescatarnos y sanarnos del pecado, tiene con nosotros paciencia, esperanza y misericordia!

Pero en estos encuentros de Jesús con dos publicanos concretos no sólo queremos ratificar la intención de Jesucristo de buscar y sanar lo que todos dan por perdido, sino de forma especial descubrir la poderosa fuerza de la misericordia del Señor. Cuando la misericordia del Señor se encuentra con un gran pecador consciente de su situación y que no le esconde su pecado, la reacción que se produce no es que la misericordia queda diluida en tanto pecado, sino que la misericordia provoca tal reacción, que salta por los aires el pecado, y el pecador queda profundamente transformado. Una vez más, Jesús contradice nuestras previsiones y nuestros cálculos, porque pensamos que hace falta mucha gracia de Dios durante mucho tiempo para que se produzca algún pequeño cambio en la influencia del pecado en nuestra vida. Desgraciadamente medimos la capacidad de la misericordia de Dios por lo que nosotros le dejamos que realice en nuestra vida.

Al contemplar estos dos encuentros de Jesús con dos publicanos con nombre y apellidos vamos a comprobar que este Jesús, cuya misión fundamental es buscar al pecador para salvarlo (Lc 5,32: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan»; Lc 19,10: «Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido»), no se conforma con acercarse al pecador, con hacer un gesto de solidaridad como el político que abraza niños o el que pone la mano encima del hombro del que sufre. Jesús no se acerca a los pecadores sólo para mostrar que los ama, se acerca a ellos con su amor poderoso para transformarlos profundamente. Su misericordia no se conforma con liberarnos del pecado y del castigo que conlleva, sino que nos hace capaces de una vida totalmente nueva, inimaginable para nosotros, pero plenamente real: «Tenéis que nacer de nuevo» (Jn 3,7); «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). ¡Qué lejos está la misericordia de Jesús de nuestra aguada misericordia moderna que se conforma con eliminar de la lista de pecados aquellos que nos parecen inevitables o aceptados por la mayoría! Como si fuera eficacia de un buen médico eliminar del catálogo de enfermedades las que se ve incapaz de curar.

Nuestro propósito no es sencillamente aprender, ni siquiera encontrar el consuelo de la contemplación de la misericordia del Señor. Contemplamos para ponernos en el lugar de Mateo y de Zaqueo y dejar que la misericordia del Señor produzca en nosotros los mismos efectos.

Jesús y Mateo

La conversión de Mateo

Un solo versículo del Evangelio basta para describir este encuentro que transforma la vida de Mateo para siempre.

Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió (Mt 9,9).

Se manifiesta así la simplicidad con la que actúa la misericordia de Dios y su poderosa eficacia cuando el pecador la acoge, precisamente porque se reconoce pecador.

El Señor sólo necesita una mirada y una palabra para que aquel publicano, que ni pedía ni esperaba su conversión, fuera transformado en un instante.

A nosotros, que nos cuesta tanto tiempo y esfuerzo convertirnos, nos resulta un poco escandaloso y nos provoca cierta envidia que estos pecadores se conviertan así, sin esfuerzo, de inmediato. Lo que debemos reconocer con humildad es que este encuentro nos da la medida del poder de la misericordia de Cristo, que no podemos calcular por nuestra mediocridad o por nuestras resistencias a la gracia.

Lo que sucede es que Mateo tiene una ventaja, también escandalosa para nosotros, pero que el Señor no duda en manifestar: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios» (Mt 21,31). Una ventaja que es precisamente aquello que todos consideraban como la mayor dificultad de estos pecadores «irrecuperables»: Mateo era consciente de su pecado, todos lo miraban como pecador, no tenía que ocultar o disimular su pecado.

Por eso, cuando alguien como Jesús se detiene y le mira como nunca nadie le había mirado, el corazón y la vida de Mateo dan un vuelco total. Todos le miraban como un ladrón, como un enemigo y un traidor a su pueblo, con resentimiento y odio…, y él se había acostumbrado a esa mirada. Cuando Jesús pasa a su lado, lo mira como sólo el sabe y puede mirar: con una mirada que ve hasta el fondo del alma, con la mirada de Dios que «sondea y conoce» (cf. Sal 139,1); con la mirada de Dios, tan distinta a la del hombre, que ve el corazón (cf. 1Sm 16,7). Y Jesús descubre en Mateo no sólo el pecado, sino la necesidad y el anhelo de salvación, aún oculto para el mismo pecador. Y, al mismo tiempo, la mirada de Jesús revela a Mateo un amor incondicional e infinito, un amor inesperado. Mateo descubre en Jesús una mirada totalmente nueva que le dice «te conozco y te amo». Dos realidades que Mateo no podía pensar que se pudieran dar juntas, por eso pensaba: «Sólo me puede amar el que no me conozca». Y Mateo, que no necesita disimular su condición de pecador, no aparta su mirada, simplemente acoge la mirada de Jesús, que provoca en él un terremoto interior que hace caer la desesperanza del que había renunciado al amor de los demás y al amor de Dios. Todo cambia en el tiempo en que se cruzan esas dos miradas.

Y, junto con la sorpresa de la mirada transformadora, la sorpresa de una palabra, una sola palabra: «Sígueme». Ningún reproche, ninguna orden de abandonar el pecado, ningún plan de conversión y penitencia. Simplemente con esa palabra, Jesús le ofrece de forma clara y sincera una vida nueva marcada por la relación personal con Cristo: vivir con él, vivir como él, compartir su misma misión.

Mateo, que ha percibido directamente la mirada y la palabra de Jesús, sin las barreras del que tiene que disimular su pecado, salta como un resorte, lo deja todo y le sigue. Así lo afirma san Lucas: «Dejándolo todo, se levantó y lo siguió» (Lc 5,28). Mateo deja allí el mostrador de los impuestos con el dinero, las listas y los recibos, sin esfuerzo ni pena, sin previsión alguna de futuro, sin pensar en las consecuencias. Y puede dar ese salto, no porque tuviera un corazón preparado y purificado antes de encontrarse con Jesús, sino por la clara diferencia que había entre la situación de pecado y desesperanza que padecía y el perdón y la vida nueva que Jesús le ofrece. Mateo demuestra en la práctica y de forma súbita lo que Jesús quiere enseñar con la parábola del tesoro escondido, que también necesita sólo un versículo para explicar el modo en que se realiza la conversión:

El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo (Mt 13,44).

Sólo que Mateo realiza todo esto en un solo instante, y nos enseña con claridad que el tesoro escondido no es algo, sino Alguien, Jesús; que realmente no hace falta vender nada para comprar el tesoro, pero sí estar dispuesto a soltar las amarras del pecado y quemar las naves de la vida vieja. Y, por supuesto, la reacción de Mateo demuestra que la conversión, la verdadera conversión, tiene el sello de la alegría, tanta que Mateo organiza una fiesta para celebrar su nueva vida. Porque la misericordia y el perdón verdaderos deben tener siempre el sello de la alegría en el cielo por un pecador que se convierte (cf. Lc 15,7.10.32).

Nuestra conversión

Hemos de reconocer que a nosotros nos da cierta envidia la conversión fulgurante y profunda de Mateo, fruto del encuentro con Cristo, como si fuera un privilegio reservado a unos pocos, o como si no estuviera a nuestro alcance.

Seguramente, la gran diferencia entre la conversión de Mateo y la nuestra -tan lenta y parcial- no está en que nuestro pecado sea mayor, ni en que la fuerza de la misericordia sea menor en nuestro caso, ni en que Jesús no esté tan cerca de nosotros, sino en que no somos conscientes de nuestra realidad de pecadores, nos cuesta reconocerla ante nosotros mismos y ante el mismo Señor, y terminamos ocultando nuestros pecados, por lo que los aislamos de la acción de la misericordia. Y es que el orgullo del que se cree justo y no se humilla ante Dios, es lo que hace que salgamos de la oración y del templo sin ser justificados, como le pasaba al fariseo de la parábola (Lc 18,9-14).

Quizá el problema radica en que buscamos convertir-nos, es decir ser los artífices y protagonistas de nuestra conversión, lo cual está destinado al fracaso, como un náufrago que quiera salir del agua tirándose del pelo. Se nos olvida buscar la mirada del Señor, que es lo que puede atraernos poderosamente hacia él. ¡Cuantas veces, por desgracia, nuestra reacción al pecado es apartar nuestros ojos de esa mirada! Como Adán después del primer pecado, nuestro instinto de pecadores es escondernos de Dios (cf. Gn 3,10). De ese modo, nos privamos de la oportunidad de lo que podría ser el momento clave de nuestra conversión: encontrarnos, precisamente cuando estamos caídos, cuando hemos traicionado, con la sorpresa de la mirada del Señor que nos dice: «Lo sé, te conozco, te perdono, te amo… No renuncies a una vida de santidad y de gracia».

Es santa Teresa del Niño Jesús la que nos enseña a ir en contra del instinto de huida del pecador, que tanto le interesa al demonio, y, por el contrario, lanzarnos con toda confianza a los brazos de la misericordia, no importa cuan grandes y numerosos sean nuestros pecados:

Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él (Manuscrito C, 36vº)1.

Nuestra inaceptación del pecado, o sea, nuestro orgullo, nos hace impermeables a la gracia y paraliza nuestra vida cristiana. En definitiva, no es tanto el pecado el que nos paraliza y nos clava en la mediocridad, sino el apartar nuestra mirada de Cristo y no buscar el encuentro con él, precisamente porque somos pecadores. Si realmente queremos ser rescatados del pecado, con todas las consecuencias de una vida nueva, debemos recordar esa mirada de misericordia que nos atrajo al Señor; o debemos pedirla, si no la hemos recibido nunca, y quitar todo lo que nos impide experimentarla. Ahí tenemos una tarea importante para nuestra oración.

Desgraciadamente, en el mismo sacramento del perdón intentamos de forma absurda ocultar o justificar nuestro pecado, obtener el perdón con promesas irrealizables, y nos cerramos así a la experiencia del perdón gratuito que entra hasta el fondo del alma, abierta por el reconocimiento de la culpa, y desata todas las cadenas del pecado.

La contemplación de la conversión de Mateo nos tiene que ayudar a actuar contra ese instinto dañino del pecador que se esconde de Dios y atrevernos a mirar a Jesús, conscientes de nuestro pecado, para descubrir que, además de ofrecernos el perdón, el Señor nos sigue llamando a seguirle, a estar con él, a anunciarlo a los demás. La confesión debería ser ese encuentro sorprendente con Cristo en el que le presentamos nuestros pecados y descubrimos que nos mira con amor y nos llama de nuevo a seguirle, a estar con él y a ser sus testigos. El fruto de la confesión -y de la conversión- debe ser acoger de nuevo con gozo el llamamiento a la amistad y a la unión con Cristo, y no una vana seguridad de estar de nuevo en orden con Dios, como el que recupera todos los puntos del carné de conducir. El resultado de nuestro encuentro con Jesús en el sacramento del perdón no puede ser abandonar con pena y a regañadientes nuestro mostrador de los impuestos, nuestros pecados y pasiones, que nos daban placer y seguridad, sino restablecer con gozo y con mayor entusiasmo aún nuestra amistad con Cristo, porque de nuevo descubrimos que la relación con él se basa en su amor, en su paciencia y en su fidelidad.

Nuestro apostolado

El encuentro de Cristo con Mateo, el publicano, debe ayudarnos también a mirar a los pecadores, y especialmente a los enemigos, como los mira Jesús; a no dar a nadie por perdido, a no dejar que nadie se dé por perdido, a ver, más allá de todo pecado, una necesidad de salvación y plenitud de la que el pecador no es consciente. Debemos preguntarnos qué pasaría a nuestro alrededor si aprendiéramos a mirar como Cristo miró a Mateo; y debemos pedir con sinceridad, valentía y humildad esa mirada de Jesús.

Este encuentro transformador nos enseña que, si queremos ayudar a los pecadores, hay que invitarles primero a que se acerquen a Cristo para que él les cambie la vida; no a que cambien la vida para poder acercarse luego a Cristo.

Debemos anunciar a todos que el Señor no nos llama sólo a luchar contra el pecado, a abandonar ataduras, sino a una vida nueva marcada por la relación, el seguimiento y la imitación de Cristo. En definitiva, hay que proclamar que el encuentro con Cristo puede realizar en un momento lo que a nosotros nos parece imposible, porque nada hay imposible para Dios (cf. Lc 1,37).

Jesús y Zaqueo

Puede parecer que la conversión del pecador público y notorio es más difícil en el caso de Zaqueo porque no es un simple recaudador, sino jefe de publicanos y rico. Zaqueo tiene mucho más dinero al que sentirse apegado y, además, es mayor su dificultad para reparar lo que ha ganado injustamente. Con más razón que Mateo, Zaqueo era señalado por toda la ciudad de Jericó como pecador, especialmente rechazado y odiado.

Cuando Zaqueo se encuentra con Jesús, este jefe de publicanos no está cobrando impuestos ni disfrutando de su riqueza, sino que ha salido a ver a Jesús que estaba en la ciudad. Zaqueo quiere verlo, siente curiosidad o necesidad de verlo, pero se conforma con verlo pasar.

Entró [Jesús] en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí (Lc 19,1-4).

Zaqueo siente una inquietud, busca, pero no espera mucho más que ver a Jesús.

De nuevo, Jesús, ante un pecador público, hace lo inesperado y sorprende a todos: a Zaqueo y a los habitantes de Jericó: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», escucha Zaqueo estupefacto. «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador», murmuran todos los habitantes de la ciudad. Es escandaloso que Jesús elija precisamente la casa de Zaqueo, el vecino más odiado de la ciudad; pero es que además es un pecador, Jesús no debe entrar en la casa de un publicano, porque quedará contaminado. Pero Jesús lo ha dicho con firmeza: «Es necesario». ¿Por qué es necesario? ¿Para qué es necesario? Para Jesús es claro: por la necesidad del pecador de ser liberado del pecado, por la necesidad de conversión y salvación de Zaqueo. También por la necesidad que tiene la misericordia de buscar y sanar al pecador, porque el amor infinito de Dios busca al pecador para reconciliarlo y sanarlo y convertirse así en misericordia, en amor al que no lo merece, pero lo necesita. La misericordia busca sobre quién derramarse para que no se pierda como la gracia que cae en saco roto, para que no quede frustrada su intención.

Este propósito de Jesús de hospedarse en casa de Zaqueo escandaliza a los habitantes de Jericó, pero llena de alegría a Zaqueo. Y la sola presencia de Jesús en su casa es por sí sola un signo eficaz del amor y del perdón de Dios, que transforma a Zaqueo de forma profunda y espontánea, lo mismo que produjo la mirada de Jesús en Mateo. Aquel hombre, que había aceptado el rechazo de Dios y de los demás por su apego al dinero, no sólo devuelve lo que ha robado, sino cuatro veces más; no se conforma con reparar, sino que además da generosamente la mitad de sus bienes a los pobres. Zaqueo no ha calculado si su fortuna le da para tanto, pero ya le da igual. El perdón desbordante e inesperado le ha transformado totalmente. La presencia de Jesús ha sido suficiente para que no pensara ya en el dinero, sino en la justicia y en la caridad.

Esta reacción de Zaqueo nos ayuda a comprender que la conversión es más que abandonar el pecado, es el comienzo de una vida nueva, diametralmente distinta a la anterior. Este encuentro transformador de Jesús con Zaqueo nos permite comprobar en concreto hasta qué punto «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). No podemos permitirnos pensar que el pecado es más poderoso que el perdón de Dios; que, al final, en nosotros y en los demás, es más fuerte el poder del pecado.

La sorprendente reacción que la visita de Jesús provoca en Zaqueo nos muestra que el Señor no se conforma con borrar el pecado, sino que nos sorprende dándonos un amor, una generosidad y una fidelidad mayor de lo que podemos pedir e incluso imaginar (cf. Ef 3,20). Por eso no es adecuado que acudamos al Señor pidiéndole un perdón raquítico, a la medida de nuestra pobre capacidad para cambiar y de nuestra débil esperanza, como la que tenía el hijo pródigo al volver a casa del padre: «Trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,19).

Zaqueo nos ayuda a vivir el sacramento del perdón -y de la Eucaristía- de una forma nueva, abiertos a la sorprendente capacidad transformadora que tiene la presencia y el amor de Jesucristo cuando entra en nuestra vida. ¡Claro que no merecemos el perdón! ¡Cierto que no podemos exigirle nada a Dios! Pero, si realmente contemplamos en la oración estos encuentros de Jesús con los pecadores, también nosotros podremos esperarlo todo de la misericordia de Dios, mucho más de lo que podemos desear. Ésa es la maravilla que se pierde el que no ha experimentado el encuentro con la misericordia del Señor. Y me temo que la mayoría de las veces no acudimos a la confesión con ese deseo y esa esperanza; y que el raquítico cumplimiento de la penitencia está muy lejos de la generosidad de Zaqueo que marca el comienzo de una vida nueva.

Si nos ponemos en el lugar de Zaqueo nos daremos cuenta de que, aunque creamos que nosotros le buscamos a él, es Jesús el que nos busca, el que quiere entrar en nuestra vida con su misericordia, y el que tiene capacidad de transformarnos profundamente. Asomados para atisbar la presencia de Jesús que va a pasar por nuestra vida no debemos tener miedo a que lo cambie todo, hemos de dejarle entrar en nuestra casa sabiendo que eso será la salvación de nuestra vida y nos llenará de alegría.

Este buscar al Señor para que me encuentre puede ser el modo de orar serenamente, pero no ya con la simple curiosidad de ver a Jesús, sino alimentando en mi corazón la esperanza de que, si él entra en mi vida, podré desprenderme de todo lo que me ata con alegría; y manteniendo el deseo de que el Señor pueda también cambiar mi vida con su sola presencia.

Los fariseos

No todos los encuentros de Jesús con los pecadores acaban tan bien como en el caso de Mateo y Zaqueo. Hay una clase de pecadores cuyos encuentros con Jesús acaban en encontronazos: son los fariseos.

En los evangelios aparecen con frecuencia estos encuentros de Jesús con los fariseos que se convierten en disputas, a veces con palabras muy fuertes: «¿No decimos bien nosotros que eres samaritano y que tienes un demonio?» (Jn 8,48); «hipócritas, necios y ciegos» (cf. Mt 23,13-17). Pero nos equivocaríamos si pensáramos que Jesús se defiende de ellos enfadado o los ataca para hacerles daño. No debemos creer que a estos pecadores Jesús sí los da por perdidos. Lo que realmente sucede es que precisan un tratamiento especial, porque especial es también su pecado. Lo que provoca la dureza del diálogo es precisamente el rechazo de los fariseos a la misericordia del Señor que perdona a los pecadores y su negativa a reconocerse ellos mismos pecadores necesitados de misericordia. La dureza del Señor es el intento de hacerles reaccionar y sacarlos de su situación. Pero esa dureza esconde el mismo propósito de perdón y salvación que recorre todos los encuentros de Jesús con los pecadores. En medio de una de las disputas, cuando Jesús intenta hacerles ver que es el enviado del Padre y que ha dado testimonio de él, les indica el propósito último de toda esa controversia: «Si digo esto es para que vosotros os salvéis» (Jn 5,34).

Es cierto que estas disputas con los fariseos son duras, pero el Señor siempre argumenta con ellos en su terreno, intentando llevarlos a la verdad y a la fe:

Los judíos agarraron de nuevo piedras para apedrearlo. Jesús les replicó: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?». Los judíos le contestaron: «No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios». Jesús les replicó: «¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: Sois dioses”? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10,31-38).

Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los inocentes (Mt 12,7).

Jesús les anuncia con fuerza las consecuencias de sus pecados: «De nuevo les dijo: “Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado […]. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que ‘Yo soy’, moriréis en vuestros pecados”» (Jn 8,21.24). Los «ayes» que Jesús proclama en su presencia no son condenas, sino lamentos y advertencias de su situación ante Dios y sus consecuencias: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren […]. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!» (Mt 23,13.24). Se trata de un verdadero grito de dolor que sale el corazón de Cristo por el pecado y la dureza de corazón de los fariseos. Con estos lamentos, Jesús les anuncia las consecuencias de su pecado y el destino que les espera. Es la forma que le queda de hacer reaccionar a los que están tranquilos y seguros en su posición tan peligrosa.

Nosotros debemos descubrir que cuando estamos apalancados en nuestra hipocresía, en nuestra falsa seguridad, la misericordia del Señor no tiene más remedio que denunciar y atacar nuestra dureza de corazón con ayes y lamentos, enfrentándonos a la realidad de nuestra situación y mostrándonos, por duro que sea, las consecuencias de nuestro pecado.

Es lo mismo que el Señor tiene que hacer con los cristianos de Laodicea que están instalados en la mediocridad y se engañan pensando que están en orden con Dios:

Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo (Ap 3,15-17).

El Señor los enfrenta a su situación, si queréis con dureza, pero no para dejarles en ella, sino para sacarles de su peligrosa y falsa autosuficiencia. La prueba es que, después de mostrarles su situación, les ofrece generosamente el remedio:

Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas; y vestiduras blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y colirio para untarte los ojos a fin de que veas (Ap 3,18).

Y les ofrece la razón última de su dura denuncia: el amor y el deseo de salvación.

Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete (Ap 3,19).

La misericordia se ha revestido de mano dura, pero el objetivo es el mismo que Jesús tiene con los grandes pecadores:

Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

Por eso, nosotros, que no somos grandes pecadores como Mateo y Zaqueo, pero podemos caer en la mediocridad y en la falsa seguridad, debemos tener cuidado de no rechazar la reprensión del Señor, por fuerte que nos parezca, porque si huimos de ella, estamos rechazando la oportunidad de conversión y el amor que mueve al Señor a ofrecernos la plena comunión con él.

El pecado de los fariseos es doble: la falta de fe en Jesús y la falta de reconocimiento de su pecado, es decir, de su necesidad de ser también perdonados como los pecadores a los que desprecian (cf. Lc 18,11). El problema es que ese pecado les priva de lo que es necesario para la conversión. Quizá no tienen pecados tan grandes y escandalosos como los publicanos o las prostitutas, pero les faltan los elementos imprescindibles que permiten a los pecadores, incluso a los grandes pecadores, recibir el perdón y la misericordia: el reconocimiento del pecado y la fe en Jesús, Hijo de Dios y salvador del pecado. En el fondo, les falta la humildad, que es absolutamente necesaria para la salvación, y caen en el gran pecado, el orgullo; y en el peor de los orgullos, el orgullo religioso del que pretende salvarse a sí mismo sin necesidad de misericordia, como le sucede al fariseo de la parábola (Lc 18,11-12).

Si no cae ese obstáculo, es imposible que encuentren el perdón y la salvación. Por eso, el Señor se emplea a fondo para derribar el muro de su orgullo, pero con el mismo objetivo que con los demás pecadores.

Nosotros, más cercanos a los fariseos que a los publicanos, tenemos que dejar que el Señor derribe el muro de nuestra autosuficiencia, elimine el orgullo que haya en nosotros, desvele nuestra ceguera, nuestra desnudez y nuestra pobreza, para que pueda sanarla y llevarnos a la comunión con él. Pero, si nos conformamos con la justicia de los fariseos (cf. Mt 5,20), nos quedaremos fuera del reino de los cielos. En la oración debemos reconocer que también nosotros somos pecadores, necesitados de misericordia, para descubrir con gozo que también Jesús ha venido a llamarnos a nosotros como a Mateo y a Zaqueo (cf. Mt 9,13).

Porque con facilidad mi situación es más cercana a los fariseos que a los publicanos, quizá debo atreverme a dedicar mi oración a dejar que el Señor me dedique las palabras fuertes que dirige a los fariseos o a los cristianos de Laodicea, pero manteniendo la fe y la confianza de saber que me corrige porque me ama y quiere destruir mi orgullo farisaico para poder ejercer conmigo la misericordia.

Oración

Señor Jesús, Hijo de Dios,
contemplo asombrado el efecto de tu mirada en el publicano Mateo
y el poder de una simple palabra que cambia toda una vida.
Ayúdame a creer que es así como me miras a mí,
que tu palabra tiene el mismo poder de revolucionar toda mi vi-da.
Ayúdame a buscar esa mirada tuya cuando me avergüence mi pecado y me desanime mi infidelidad,
infúndeme el valor necesario para que, en vez de huir de tu mi-rada,
me arroje en tus brazos de buen pastor con toda confianza,
sin ocultarte nada, esperándolo todo de tu misericordia.

Remueve mi conciencia,
pero no dejes que caiga en la tentación de darme por perdido, de tirar la toalla;
no permitas que desespere de mi victoria contra mis pecados,
ni que renuncie a ser santo como tú eres santo,
a pesar de la debilidad e infidelidad que experimento cada día.

Ilumina mi mente y mi corazón
para que el pecado no me haga olvidar nunca
que me has llamado a ser tu amigo,
a vivir contigo y como tú.
Que cuando busque tu misericordia
la busque toda entera,
la misericordia que me arranca de mi pecado
y la que me une a ti.
Que experimente siempre la alegría de ser perdonado y recuperar tu amistad
y no la tristeza de tener que abandonar mis viejos pecados.

Señor, Jesús, tú sabes que te busco,
pero no siempre me doy cuenta de que eres tú el que me bus-cas a mí,
que también experimentas la necesidad de entrar en mi vida para sanarme,
que me buscas para derramar en mí tu amor de misericordia,
para que yo experimente la alegría de ser amado y perdonado,
y tú experimentes el gozo de poder volcar tu misericordia sin que se pierda.
Te pido que me ayudes a descubrir que yo tampoco merezco que entres en mi vida,
que no soy digno de que entres en mi casa,
para que cada vez que te reciba
experimente la misma sorpresa que experimentó Zaqueo
y reaccione con la misma generosidad a un amor que disfruto pero que no merezco.

Me voy a atrever, Señor, a pedirte que me trates con dureza,
como a los fariseos,
cuando veas que me creo justo y mejor que los demás,
cuando piense que no necesito tu perdón y tu gracia,
cuando no me acerque a ti con la necesidad de un mendigo de misericordia
y con la humildad del niño pequeño y débil.
Corrígeme con fuerza,
pero no dejes que me aísle de tu misericordia con mi autosuficiencia;
que cuando me recuerdes que soy pobre, ciego y desnudo,
cuando me hagas ver que soy digno de lástima
y me demuestres que soy un sepulcro blanqueado,
limpito por fuera, pero lleno de pecado por dentro,
recuérdame que corriges a los que amas
y que te empleas a fondo conmigo
porque, al final,
quieres que te escuche, te abra la puerta y entres a cenar con-migo,
la cena que recrea y enamora,
el banquete con el que el Padre celebra que ha recuperado al hijo que se le había perdido.


NOTAS

  1. Cf. Cuaderno amarillo, 11.7.6: «Madre mía, di muy claro que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida».