Contenido
1. Tentaciones contra la verdad
La verdad es el ámbito imprescindible para la relación con Dios, la conversión, la caridad… Ésta es la razón por la que el Tentador tiene tanto interés en sacarnos del ámbito de la verdad para poder apartarnos de Dios. No es de extrañar, por tanto, que tenga un buen arsenal de armas para atacar la verdad y para sacarnos de ella.
Por otra parte, el hombre tiene un deseo profundo de verdad y de acomodar su vida a ella. Aunque este deseo no siempre sale a la superficie, porque frecuentemente está enterrado en lo más profundo de la conciencia, si este deseo de autenticidad comienza a emerger alguna vez al plano consciente, el Tentador intentará impedir que el hombre se ponga en marcha hacia la verdad; porque de acercarse a ella podría cambiar sustancialmente su vida. Y para evitarlo intentará varias estrategias:
a) La tentación del embarullamiento
El Tentador procurará, por todos los medios a su alcance, embarullar la mente y la conciencia del hombre. No debemos olvidar que el objetivo del Enemigo no consiste en «enseñar» el camino del mal, sino en dificultar el camino del bien, haciendo que éste parezca complicado o imposible; y su mejor arma no es la mentira en estado puro, sino la mezcla inseparable de verdad y mentira. El demonio es el maestro de la mentira ‑Jesús lo definió como «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44)‑ porque intenta crear el mayor barullo posible para que no se pueda ya separar lo que es verdad de lo que es mentira. Si mintiera siempre sería más fácil desenmascararlo: pero él sabe que para el hombre es más difícil salir de la confusión que de la mentira.
Una pareja está casada por lo civil y no pueden casarse por la Iglesia porque el marido está separado de su primera mujer. Uno de sus hijos va a hacer la comunión. En las reuniones de padres les han dicho lo conveniente que es que comulguen con sus hijos. Ellos saben que su situación no está del todo bien, pero tampoco ven con claridad que esté tan mal. Tienen que tomar una decisión, pero el Enemigo no quiere que busquen con sencillez la verdad, que está muy clara, y que sería la oportunidad de que se planteasen en serio su situación. Entonces les mueve al embarullamiento. Ella se dedica a buscar distintas opiniones de sacerdotes, planteando lo más confusamente posible su situación; de modo que si la solución que le da uno no le gusta busca a otro. Al final encuentra soluciones para todos los gustos, de tal manera que llega a la conclusión de que «vaya usted a saber quién tiene razón», «si ellos no se ponen de acuerdo…», y a partir de ahí se siente justificada a hacer lo que más le convenga (no lo que le parezca más verdadero): hace una confesión superficial, en la que oculta el hecho problemático y comulga junto a su hijo el día de su primera comunión. Él, por el contrario, se dedica a buscar el mayor número de opiniones posibles en libros de teología, en revistas religiosas, en la prensa…, al final llega a tal barullo que encuentra justificación para seguir tranquilamente en su situación. También se acerca a comulgar, pero sin confesarse, y se siente con argumentos para atacar a «ciertos sectores de la Iglesia» que no han sabido adaptarse al mundo.
Una buena mujer ha tenido un conflicto familiar en el que la discusión le ha llevado a levantar la voz y generar tensión. Al final se ha creado mal ambiente y ella se queda con remordimiento de conciencia. Cuando se serena, recapacita y decide tratar de arreglar la situación. Al pensar cómo deberá pedir perdón o mostrar algún gesto de amabilidad, el Tentador irá sugiriendo argumentos que la obliguen a replantearse las cosas hasta llegar al agobio, sugiriéndole el problema que se puede crear si su petición de perdón no se entiende bien, o si realmente no sería preferible esperar a que los demás le pidan perdón a ella, o si un gesto de amabilidad no resultará una forma de claudicar ante los demás… Al final tantas posibilidades llevan a un estado de desconcierto tal que decide no tomar ninguna decisión; es decir, no hacer nada de lo que en principio veía claro que tenía que hacer.
b) La tentación de engreimiento
Una de las estrategias para apartarnos de la verdad es hacernos creer que ya estamos en posesión de ella y que, por lo tanto, no tenemos necesidad alguna de buscarla. Para buscar la verdad es necesario un punto de partida: la humildad del que se sabe necesitado de una verdad que no tiene. Pues bien, ante el primer atisbo de esta humildad que mueve al hombre a buscar la verdad, el Tentador reaccionará apartándole de cualquier búsqueda eficaz de la verdad (leer, consultar, investigar…), dándole la sensación de que el conocimiento superficial que ya tiene ‑y que es simplemente el fruto de conversaciones de café, de opiniones de radio o televisión, o de someras lecturas de folletos‑ coincide con el «resultado de las últimas investigaciones» y no necesita «profundizar más».
Un hombre de negocios vive tan atareado que apenas encuentra tiempo para ir a misa; por lo cual no deja de sentirse culpable. El Enemigo ya le ha sugerido que se deje de tonterías y que atienda a lo fundamental, que es su negocio. Sin embargo, persiste cierta incertidumbre interior que le obliga a plantearse las cosas más a fondo. Se le ocurre que podría comentar el asunto a un sacerdote para que le ayude a solucionar el caso y así empezar a poner en orden su vida. Nada más oler la posibilidad de una posible reforma de vida, el Tentador sugerirá la imagen ridícula de un niño preguntando algo banal a su abuelo para hacerle ver lo ridículo de contar con los otros, sobre todo de alguien que entiende más de asuntos de conciencia, hasta llevarle a desistir de su idea: «¡Vaya tontería ir ahora a preguntarle a un cura, cuando yo me basto por mí mismo para resolverlo!» De esta forma seguirá metido en su lío y la misma inercia le llevará a olvidar la cuestión y a dejar de plantearse cualquier tipo de respuesta.
c) La tentación del relativismo
Una de las armas que durante los últimos siglos más éxito le ha dado al Tentador en su lucha contra la verdad es el relativismo; una actitud cada vez más extendida. El relativismo consiste en el convencimiento ‑tan firme como contradictorio‑ de que no hay ninguna verdad absoluta, que toda verdad depende del sujeto, del momento histórico, de la cultura o de la sociedad, o de la etapa de evolución en que se encuentra la persona. La verdad se convierte así en una mera opinión, y la búsqueda de la verdad en una quimera inútil. No hay ninguna verdad a la que podamos agarrarnos y todo es susceptible de ser interpretado o concebido de mil maneras distintas, todas ellas igualmente válidas.
El resultado de siglos de relativismo es que el hombre moderno está acostumbrado desde niño a tener dentro de su cabeza un buen número de filosofías o de ideas incompatibles; de tal modo que puede justificarlo prácticamente todo. Si por un momento intenta superar el ambiente relativista y quiere hacer una selección entre sus ideas buscando las «más verdaderas», el Tentador le sugerirá que el mejor criterio de selección no está en función de la verdad o falsedad, sino en la medida de que estas ideas sean «más modernas», «más prácticas», o «admitidas por más gente». Así acabará convencido de que él busca y sirve a la verdad, cuando no hace otra cosa que ponerse en la cola de la gran masa de inconscientes.
«La Iglesia tiene que ponerse al día», «la Iglesia no está con la sociedad», «la mayoría de la gente no está de acuerdo con lo que dice la Iglesia»…, son frases que se repiten una y otra vez en medios de comunicación o en conversaciones. Su único fundamento verdadero es el relativismo: olvidarse de que hay una verdad y que es más importante buscarla, encontrarla y defenderla que estar a la moda o con la mayoría. Una manera especial de sucumbir a la tentación del relativismo consiste en omitir las verdades del Evangelio más difíciles de aceptar en un determinado momento o hacer cualquier tipo de experimentos con la liturgia para hacerla más atractiva o más asequible para el hombre actual.
Un joven se levanta un día con un sentimiento difuso de frustración, que pone en tela de juicio el tipo de vida que lleva, inclinándole a pensar en la posibilidad de estar equivocado al buscar la felicidad en la permanente diversión, alcohol, sexo, etc. Piensa: «¿Quizá tendría que plantearme el sentido de mi vida?». A renglón seguido, surge la tentación: «¿Qué van a decir los demás si cambias de vida? Se reirán de ti porque vas a desperdiciar tu juventud sin divertirte. Al fin y al cabo, ¿quién te dice que no tienen razón tus amigos? ¿Quién se lo pasa mejor el que va todos los días a clase o a trabajar o el que vive para divertirse? En última instancia se trata de algo opinable: quien se divierta estudiando, pues que estudie. Tan legítimo es lo uno como lo otro. Si ésta es la forma que tengo de ser feliz, como la mayor parte de la gente, ¿por qué voy a renunciar a ella?» El resultado es un fortalecimiento en su postura, apoyándose en un supuesto análisis carente del más mínimo rigor.
d) La tentación de la jerga
Esta tentación se combina perfectamente con las formas anteriores de atacar la verdad. Puesto que pensar supone trabajo, y el camino hasta la verdad es largo y duro, el Tentador moverá al que intente buscar la verdad a sustituir los razonamientos serenos y medidos por la jerga de moda, por una palabrería deslumbrante pero vacía, que le dé la sensación de estar a la última, de formar parte de la mayoría o de pertenecer al bando de los fuertes, de los que saben, de los que están construyendo el futuro. Con este dominio de la fraseología de moda, el hombre tendrá el convencimiento de moverse en el ámbito de la verdad y no será necesario que piense. Y lo que vale para la jerga política o social, puede perfectamente aplicarse a la palabrería religiosa que es también muy eficaz para darnos sensación de estar a la última sin producir el más mínimo acercamiento a la verdad. Cuando sustituimos la verdad por la jerga, ya se nos ha hecho imposible pensar de verdad y, en consecuencia, ordenar rectamente nuestra vida.
El mundo de la política nos tiene acostumbrados a ese tipo de frases que no dicen nada y que sólo sirven para ocultar la verdad. Hay una serie de tópicos y de palabras ‑a veces inventadas‑ que sirven para rellenar las repuestas sin comprometerse a nada, que se aprenden fácilmente y se pueden aplicar en cualquier situación ‑aunque hay que tomarse la molestia de estar siempre a la moda‑. Si uno dice que «el bien común exige una participación solidaria de todos los estamentos sociales para el progreso de una sociedad democrática…», no dice absolutamente nada sobre el problema que se le ha planteado, pero aparece como un político de altura. Pero no pensemos que no hay una jerga eclesial que sirve igualmente para evitar dar una opinión clara y comprometedora. No es extraño que en nuestras reuniones, cuando hay que dar una solución concreta o tomar postura, prefiramos defendernos con la jerga; ya sea la de corte más clásico: «busquemos la voluntad de Dios para que la Iglesia pueda ser sal y luz del mundo…», o de estilo más moderno: «hay que hacer una opción comprometida para liberar a la sociedad de las estructuras de pecado…». Son frases que se pueden soltar en cualquier situación, que no nos comprometen y que nos hacen quedar bien, sin necesidad de pensar ni hacer discernimiento alguno.
En una reunión de una comunidad religiosa se plantea un problema concreto: hay un par de personas que no quieren realizar tareas que no les gustan: hacer la comida, lavar la vajilla… En lugar de buscar las causas y poner soluciones, el Tentador mueve a algunas a poner encima de la mesa una serie de frases suficientemente verdaderas, ambiguas y desconectadas del problema para que no se pueda tomar ninguna determinación: «No podemos juzgar a los demás, porque todos somos pecadores…, no somos quien para juzgar a estas hermanas», «hay que respetar la libertad de cada uno, no sería bueno que lo hicieran sintiéndose obligadas…, que hagan lo que les parezca», «a cada uno Dios le da dones y carismas distintos…, cada uno debe realizarse haciendo las tareas que encajan con su personalidad». Todas estas ideas aprendidas en libros y reuniones, no son más que palabrería, aunque sea religiosa, que sólo sirve para hacer imposible plantear y solucionar el problema. Lo más fácil es que al final el Tentador haya conseguido que se acabe discutiendo en términos vagos y generales de la libertad, los carismas o de cualquier cosa…, mientras el problema concreto siga creando malestar.
e) La evolución de las ideas como sustitutivo de la verdad
Una forma de encontrar la verdad y actuar conforme a ella es buscarla en los libros o en las personas adecuadas (del presente o del pasado). El Tentador tiene un modo de desactivar esta posibilidad de buscar la verdad induciéndonos a plantearnos las cuestiones y las afirmaciones desde un punto de vista exclusivamente «histórico», fijándonos en quién influyó en tal afirmación, cómo evolucionó esa idea (en determinado autor o en los que le sucedieron), cómo ha sido formulada, entendida o malinterpretada, cómo está el estado actual de la cuestión…, todo menos plantearnos la pregunta acerca de la verdad de esa afirmación y las consecuencias que tiene para nuestra vida; todo menos ir a los pensadores y maestros del pasado o modernos a buscar fuentes de verdadero conocimiento para nuestros problemas.
De este modo el Enemigo consigue que los que están más en contacto con la verdad ‑los estudiosos‑ estén de hecho más lejos de reconocerla gracias a que están entretenidos y cegados por el «punto de vista histórico». De hecho, en muchos círculos intelectuales, la búsqueda de la mera verdad o del conocimiento aparece como algo ingenuo y muy poco erudito: «Ya no importa saber qué es verdad, sino la evolución completa de las opiniones en cierto terreno», sería la expresión de esta actitud. Mientras que el que busca la verdad aparece como un ingenuo, el que conoce el desarrollo de la cuestión es considerado un sabio, aunque al final no sepa reconocer en ese detallado proceso histórico dónde está la verdad y cuáles son sus consecuencias. Y podríamos preguntarnos: ¿No aplicamos esta misma forma de erudición a la interpretación de la Escritura y a la misma teología?
Un joven pregunta a un teólogo con la ansiedad del que se juega la vida en la respuesta: «¿Existe Dios?». El teólogo, un gran estudioso, pero que ha sustituido la búsqueda de la verdad por la erudición histórica, va desgranando las diversas imágenes de Dios de las civilizaciones antiguas, las grandes religiones de la humanidad, los pensadores ateos más importantes…, y al final se queda ahí. El joven admira su erudición, pero se va sin respuesta a su pregunta. Todo ese largo discurso no le ha servido para nada, salvo para descubrir que para el erudito teólogo toda su sabiduría no hacía más que ocultarle la pregunta y la respuesta fundamental.
f) La tentación de lo necesario y lo urgente
Si, a pesar de todas estas dificultades que el Tentador ha puesto en el ambiente, aparece en el hombre la necesidad de verdad, la tentación más eficaz va dirigida al ámbito que mejor domina el Enemigo: las necesidades básicas, las urgencias y las pasiones. Si en un momento determinado surge la necesidad concreta de hacer luz en asuntos importantes de conciencia, para evitar que el hombre entre en el terreno de la reflexión seria, el demonio le recordará que se acerca la hora de comer o que le esperan en breve para un asunto urgente. Si la conciencia se revuelve en contra, arguyendo que se trata de un asunto que está por encima de la comida o de la reunión, el Tentador sugerirá que «precisamente porque es algo tan importante» no se puede abordar de cualquier modo, con el estómago vacío o pendiente de un negocio apremiante; lo más «practico» será resolver lo que está pendiente y luego, con tranquilidad, afrontar los asuntos «filosóficos».
Una vez haya comido bien, nuestro hombre necesitará descansar y para entonces, las mil pequeñeces de la vida ordinaria le habrán distraído lo suficiente como para que no recuerde su propósito de reflexionar o lo considere como una de esas ideas estrambóticas que deben ser desechadas por cualquier hombre «sensato» que pretende vivir con los pies en la tierra.
El éxito de esta forma de tentación estriba en el atractivo que ejerce la vida cotidiana y «real» frente a lo que el Tentador presenta como «teórico». Mientras el hombre tiene algo conocido a la vista, le resulta muy difícil creer en lo nuevo, en lo espiritual o en lo extraordinario.
D. Luis es un sacerdote piadoso. Cada día hace su buen rato de oración. De vez en cuando, en su oración, siente como una necesidad de mayor entrega, como si Dios quisiese algo… Curiosamente en esos momentos surge siempre la necesidad opuesta de «llevar a la oración» a alguna persona, «pensar» qué hay que hacer con un grupo, o se le ocurre una idea estupenda para la homilía del domingo. El diablo, con lo práctico y lo inmediato, sabe sacarle de la escucha de Dios que le llevaría al cambio eficaz de su vida.
2. Tentaciones contra la realidad
La única forma que tiene el hombre de vivir en plenitud y salvarse exige que ordene su vida adecuadamente con respecto a la realidad; puesto que en el mundo de lo real es donde se juega todo. Para alcanzar la felicidad y que la vida dé fruto es imprescindible encajar nuestra realidad, la realidad que nos rodea y la realidad de Dios. Salirnos de la realidad en cualquiera de estos tres ámbitos supone que se desvirtúa el conjunto de nuestra existencia. Por eso, Dios intenta hacer que el hombre sea consciente de la realidad de cuanto es y vive. Dios quiere que el bien que realizamos o tenemos sea «real», por encima de apariencias, impresiones o sentimientos; y para ello la acción de la gracia se realiza de dentro a fuera: configurando primero las raíces profundas del ser humano según el estilo evangélico para que luego se traduzcan en un comportamiento también evangélico.
El Tentador, por el contrario, quiere llevar al hombre a la alienación que le dificulte vivir la realidad y, consecuentemente, le impida orientar adecuadamente su vida y salvarse. Su táctica consiste en construir de fuera a dentro, jugando con lo más exterior (apariencia de bondad, circunstancias, conflictos, etc.) hasta llegar a cambiar el corazón humano.
Dios es un ser real que crea las cosas y mueve la historia para que nos encontremos con él. A Dios sólo se le encuentra en la realidad. Todo lo que es auténtico y verdadero ‑aunque sea negativo‑ tiene esa capacidad de llevarnos a Dios por atracción o por repulsión. Por eso, el Tentador lucha para sacarnos de la realidad del mundo que nos rodea y de nuestra propia realidad.
Los placeres positivos y reales, aunque nos pueden apartar un momento de Dios, llevan el sello de la obra de Dios: la bondad, la belleza, la felicidad… Y son una puerta abierta al encuentro con Dios. Un sufrimiento real ‑propio o ajeno‑ puede hacer que nos rebelemos, pero nos pone fácilmente en relación con Dios. Incluso el pecado real tiene esa capacidad y por eso el demonio nos lo oculta.
En lugar de todo esto, el Enemigo nos proporcionará falsos placeres, inexistentes sufrimientos y problemas, pecados irreales que nos atrapan definitivamente porque no tienen solución y porque no llevan esa huella de Dios que en un momento determinado puede hacernos volver a él. Es estéril ofrecer un sufrimiento imaginario o arrepentirse de un pecado inexistente.
Para apartarnos de Dios, al diablo le interesa poco ofrecernos un bien real como buscar la fama a través de ser el mejor en un determinado deporte o en una ciencia. Esa vanidad nos llevaría a un esfuerzo real, a unas renuncias reales, aprenderíamos a discernir qué es lo que más nos conviene para llegar a nuestra meta… Y en un momento determinado todas esas cualidades las podríamos poner al servicio de la meta que Dios nos propone. Si buscamos una meta concreta y no la alcanzamos, podemos plantearnos otra meta que merezca más la pena y nos ayude a encontrar a Dios. Al Tentador le es mucho más práctico llevarnos al orgullo haciéndonos creer que somos lo que no somos (guapos, listos o piadosos). Eso no nos llevará a ningún esfuerzo real y tiene la ventaja de que es muy fácil sustituir esa vanidad irreal por otra tan etérea como la primera.
Pedro y Juan son dos adolescentes, compañeros de colegio. A los dos les gusta mucho el fútbol. Pedro, juega bien, pero es un poco «chulito», y le gusta dárselas de «fenómeno» con los amigos del colegio. Como sueña en ser «una gran figura» del fútbol no estudia y se pasa todo el tiempo soñando con lo que hará cuando sea rico y famoso. A Juan le gusta también el fútbol pero se lo toma de otra manera, más en serio: ha entrado en un equipo, en los veranos va a unos campamentos especiales, entrena mucho…, aprende a esforzarse. Ninguno de los dos llegó a ser futbolista. Pero con Pedro el Enemigo utilizó el fútbol como tentación eficaz para sacarle de la realidad; y sin embargo para Juan la misma afición le enseño a ser responsable y realista en otros campos de la vida.
Al contrario de lo que pueda parecer, el Enemigo quiere eliminar de nosotros cualquier anhelo o gusto personal intenso que, aunque no sea positivo, nos haga conscientes, nos ponga en movimiento y pueda ser aprovechado por Dios.
Nuestros deseos inclinaciones y necesidades más profundos ‑por confusos o desordenados que sean‑ llevan impresos el sello de la necesidad radical de Dios que mueve la vida del hombre. Por eso, el Enemigo quiere apartarnos de nosotros mismos, alejarnos de nuestra propia realidad, sacarnos de nuestra situación concreta y de nuestro punto de partida; porque, por deficiente que sea éste, siempre habrá un camino que lo una a Dios.
El Tentador sustituye toda esta realidad por las diferentes modas que nos hacen situarnos en una realidad falsa: los anhelos que mueven nuestra vida nos son impuestos desde fuera para que la búsqueda que desencadenan nos conduzca a la nada, a la insatisfacción y al vacío. Muy lejos de nuestros verdaderos deseos.
Dios también nos quiere «sacar de nosotros mismos», pero de un modo muy distinto. Quiere que salgamos de nuestro egocentrismo para entregarnos a él y descubramos que, cuando Dios es nuestro centro, somos plenamente nosotros mismos. Dios nos saca de nosotros mismos porque nos ama y para hacernos felices; el diablo, por el contrario, para llevarnos a la nada.
Para lograr sacarnos de lo real el Tentador intentará las siguientes estrategias:
a) La tentación de cambiar el concepto de lo que es real
Una de las tentaciones de manipulación de la verdad con las que el Enemigo nos confunde y nos puede manipular consiste en cambiar el concepto de lo que es «real» según le convenga a él. Es como si nos fuera poniendo una serie de gafas que deforman la percepción de la realidad para poder llevarnos donde él quiere o para que reaccionemos de un modo determinado.
Cuando le interesa, nos empuja a ver que lo real son sólo los hechos físicos, lo palpable: el hambre, el sufrimiento, el dolor…, haciéndonos creer que la aceptación, el amor o la entrega añadida a estos «hechos» son irreales, son meros sentimientos que no sirven para nada. En otras ocasiones, cuando algo o alguien nos molesta, lo real no es lo que esa persona ha dicho o hecho realmente, sino el sentimiento de desagrado o de odio que sentimos en nosotros.
Cuando se trata de experiencias espirituales que deben sostenernos, esta manipulación del concepto de la real nos llevará a pensar que todo lo que sucedió es que en ese momento estaba descansado o bajo la influencia de cierto clima de entusiasmo. Si se trata de tentaciones, lo real es lo que yo siento interiormente (miedo, desánimo, desesperanza) y no las circunstancias concretas exteriores que me llevarían a darme cuenta de que ni estoy en verdadero peligro, ni la situación es tan grave ‑o incluso es buena‑.
La señora Pepa, tiene mal humor y se enfada con facilidad. El demonio ha aplicado con éxito la tentación de cambiarle el concepto de lo real; aunque ella jamás ha hecho filosofías sobre estas cosas. Cuando algo le molesta «lo real» no es lo que ha sucedido ‑lo que la vecina le ha dicho, lo que su nuera ha hecho‑, sino como lo ha sentido ella interiormente: «Me he sentido humillada, despreciada o traicionada». Su reacción brusca se basa en esos sentimientos ‑lo único que a ella le parece evidente‑y no tiene en cuenta la verdadera realidad, ni la intención de los otros. A esta misma mujer que se fija tanto en sus sentimientos interiores para justificar sus enfados, cuando va a misa u oye una charla en su parroquia, el Enemigo consigue ponerle fácilmente en cuarentena los efectos de la gracia haciéndole pensar que esos son sólo sentimientos y palabras y que lo único real es la vida concreta: lo material, lo exterior.
En este juego del demonio, con el que nos va cambiando lo que creemos que es real, la alegría se convierte en algo meramente subjetivo y la muerte sólo se presenta como un hecho externo. El encanto de una persona nos parece que es meramente una impresión subjetiva, pero lo que le hace odiosa a nosotros se nos presenta como plenamente objetivo.
Todo esto gravita sobre una importante ley espiritual: lo fundamental en la vida cristiana es lo real y no los sentimientos que esa realidad genera en nuestro interior o nuestros estados de ánimo con respecto a Dios. Y la tentación procurará convencernos de que lo único «real» son los sentimientos, hasta hacernos olvidar lo verdaderamente real. Especialmente frente a las dificultades, este tipo de tentación nos hará pasar de la consideración de un hecho que hemos de superar al sentimiento de miedo que nos provoca; de manera que de tanto preocuparnos por el miedo, olvidemos afrontar la causa del mismo.
Como regla general podemos afirmar que el Tentador, en todo lo que le favorezca, intentará hacernos inconscientes de nosotros mismos y muy conscientes del objeto; y en todo lo que favorezca a Dios, nos estimulará a centrarnos en nosotros mismos. Así, ante un insulto o una humillación nos centrará tanto en el hecho concreto (considerando pormenorizadamente el hecho del insulto o de la humillación, la injusticia que supone, etc.) hasta que no nos demos cuenta de que estamos entrando en un estado de ira o de soberbia. Por el contrario, en la medida en que deseamos acercarnos a Dios, nos hará muy conscientes de nuestros sentimientos piadosos: «Noto un fuerte sentimiento de caridad, de generosidad», olvidando la realidad concreta de Dios o del prójimo más cercano.
Como en el hombre siempre hay sentimientos buenos y malos, siempre hay materia para este tipo de tentaciones. El arte del Tentador consiste en dirigir los sentimientos buenos hacia las personas más distantes o a un círculo de gente desconocida y, por el contrario, los sentimientos malos hacia la gente más cercana. Así la malicia se hace totalmente real y la bondad en gran parte imaginaria. Así, mientras nos enternecemos pensando en los niños que no tienen para comer, nos parece lógico llenarnos de rabia ante el molesto llanto del bebé de los vecinos.
b) Tentación del futuro
Sólo el hoy de cada hombre engancha con la eternidad a la que está destinado. Sólo en el presente podemos elegir lo más conveniente para dirigirnos a Dios. Avanzamos en la medida en que obedecemos en el presente a una inspiración de Dios, aprovechamos la gracia, aceptamos la cruz o damos gracias por el regalo que Dios nos hace. Sólo el presente es real y a Dios sólo se llega por la realidad.
Para su tarea de alejarnos de Dios, al Tentador no le es muy útil el pasado porque, aunque ya no exista, en su momento fue real y, además, ya no puede ser cambiado. Por eso, si quiere sacarnos de la realidad ‑único lugar del encuentro con Dios‑, el demonio utiliza a fondo el futuro. Él tiene que sacar como sea nuestro corazón del presente y proyectarlo al futuro.
El Enemigo puede hacer que el futuro ‑desconocido para nosotros‑ se revista de temores o esperanzas irreales que nos hagan olvidarnos de nuestra responsabilidad actual o nos hagan olvidarnos de Dios. Si consigue que apostemos nuestra vida en función de una quimera o paralicemos nuestra entrega por un temor irreal, el Tentador habrá encontrado la forma ideal de paralizar nuestra vida y de empujarnos hacia el vacío gracias a una mentira que ‑por futura‑ no es fácil de desmontar. Por eso, la mayoría de las tentaciones se cimientan en algo que queremos conseguir o evitar en el futuro.
Una chica joven descubre en la oración una posible llamada del Señor a la vida religiosa. Ciertamente que le queda mucho por descubrir y madurar hasta poder dar ese paso. El Enemigo intentará frustrar esa vocación haciéndola pensar en el futuro y apartando su vista del presente. Le invitará a pensar más en lo que sufrirá cuando deje a sus padres y le ocultará la importancia de vivir ahora con confianza y generosidad su relación familiar. Le hará pensar en todas las dificultades terribles que podrá tener si está en misiones o en un país en que haya persecución a los cristianos o si le mandan trabajos que no son de su agrado. Y mientras tanto se olvidará de ir afrontando las dificultades que tiene en el estudio o de dar testimonio de su fe ante sus amigas. Nada puede hacer con esos problemas futuros, pero mientras se preocupa de ellos está olvidando la tarea presente, que es la única que le podía llevar a responder adecuadamente a su vocación.
El Enemigo tiene un medio sutil de hacernos creer que vivimos el presente: inducirnos a despreocuparnos del futuro con la vana seguridad de que todo saldrá bien y que ahora no tenemos que preocuparnos de nada. Por el contrario, Dios quiere que pensemos en el futuro, pero sólo para prever hoy lo que debemos realizar mañana. Mientras tanto quiere que estemos atentos al acto de amor, entrega o confianza que podemos realizar ahora, poniendo el futuro en manos de Dios, con los ojos puestos en algo más real y concreto que el futuro: la eternidad.
Un estudiante, bajo el pretexto de la confianza en sí mismo o de la serenidad, no hace lo que tiene que hacer. No vive en el presente, sino en la irresponsabilidad. Un joven novicio para defenderse del trabajo de discernir sus defectos, sentimientos, capacidades y llamadas, afirma que confía en Dios, que él no quiere forzar la providencia, que renuncia a las seguridades y se pone en manos de Dios. El Enemigo le induce a justificar su falta de discernimiento en el presente afirmando que eso sería falta de confianza y «salirse del presente».
c) La tentación contra la realidad en las relaciones con los demás
Las relaciones humanas están tejidas de cosas sencillas y ordinarias. Para evitar que el hombre se relacione armoniosamente con su prójimo, el Enemigo emplea una especie de «relativismo práctico» con el que intenta conseguir que demos un valor distinto a esas realidades pequeñas según sus intereses.
De esta forma, cualquier palabra o cualquier gesto (que en sí mismos son normales o indiferentes) se convierten en causa de conflicto porque se les supone una «intención» determinada. Y así intentará que el propio individuo entienda un determinado gesto benévolamente cuando lo realiza él y lo interprete negativamente cuando proviene de los demás. Podrá, incluso, sentirse una pobre víctima de una tensión que en realidad está causada por él: «Lo único que he hecho es preguntarle a qué hora estará lista la cena, y se pone hecha una fiera…» Por supuesto, sus altas miras espirituales le impiden considerar que él también tiene intenciones y que es posible que pueda molestar a los demás. Pero piensa que en alguien tan «religioso» como él, esto no puede entrar en consideración.
Dos hermanas se llevan como el perro y el gato. La verdad es que no hay motivo serio de conflictos. Pero no hay forma de arreglarlo; el Enemigo les impide ponerse de acuerdo porque cada una interpreta la realidad según le conviene. «Si cojo la falda de mi hermana es normal, somos hermanas, tenemos confianza» dice una de ellas cuando su hermana se molesta porque no encuentra sus cosas; pero cuando le cogen las suyas dice que su hermana es egoísta, que no cuenta con los demás. La otra piensa que cuando echa en cara los errores de su hermana es una forma de corregirla y estimularla; pero cuando se lo hacen a ella lo interpreta como un ataque porque le tiene manía o envidia. Si alguna amiga suya le hace una broma, la acepta porque es graciosa, pero a su hermana se las interpreta como una agresión imperdonable.
d) La tentación del espiritualismo como huida de la realidad
Al hombre que intenta abrirse paso hacia la vida interior el Tentador le prepara una tentación a su medida: pensar que la conversión y la fe son realidades meramente interiores, que además están en función de determinados estados de ánimo o sentimientos religiosos. El demonio no intentará separar a hombre de la reflexión o de la oración, pero hará lo posible para que pase todo el tiempo posible dedicado a la «vida interior» sin descubrir ninguno de esos rasgos de su personalidad real que son evidentes para cualquiera de los que conviven a su alrededor y que, si los descubriera, le obligarían a cambiar o a luchar contra ellos. El Enemigo le invitará a pensar en cosas tan «elevadas» que se olvide de sus obligaciones más elementales, hasta que le causen horror por ser demasiado «mundanas» y descuide lo cotidiano precisamente en función de sus miras «tan elevadas y espirituales».
Una mujer piadosa, después de años de oración y con cierta facilidad en ella, siente que Dios le ama y que le llama a amar a los demás. Como respuesta a esta gracia, ella le dice a menudo a Dios que quiere amarle a él y a los demás. El Enemigo no podrá negar esa gracia, pero sí impedir que dé fruto. Y la empuja al convencimiento de que ya ama porque lo ha sentido en la oración y que tiene que estar muy contenta de su progreso «espiritual». Esos pensamientos tan «elevados» y «espirituales» le impiden darse cuenta de que su compañera de trabajo está triste («me distraería de la oración»), ni de que está cada vez más distante, o que mira a los demás por encima del hombro («ellos no tienen tanta caridad como yo»). El Enemigo seguirá alimentando esa oración que la encierra en sí misma, que le impide ver la realidad en la que tiene que realizar el amor que Dios le da y le pide, y que en el fondo no cambia su vida.
Al que tiene aspiraciones espirituales, el Tentador no le propone que abandone la oración; simplemente le ayudará para que esa oración sea ineficaz y contraproducente; y, si es posible, sea un medio para sacarle de la realidad: imaginarse un Dios distinto al real, una personalidad que no es la suya o unas circunstancias inexistentes. De este modo se da una tentación dentro de la oración, o si se quiere decir de otra forma, la oración ‑un modo de oración‑ se convierte en tentación. Y esta tentación es más eficaz cuanto menos nos esperamos que algo tan de Dios como la oración pueda ser cauce de tentación.
Una de las formas en las que la oración se convierte en cauce de tentación es aquella en la que el Enemigo empuja a la persona «espiritual» para que haga que su oración sea siempre «muy espiritual» en lo que se refiere a las necesidades de los demás, haciéndole consciente de sus necesidades espirituales (más difíciles de conocer y más susceptibles de proyección) por encima de sus necesidades materiales (que proporcionarían un ámbito más objetivo y urgente para la caridad). Por el contrario, el Tentador intentará hacerle muy consciente de sus propias necesidades materiales (muy concretas y reales) por encima de las espirituales. Así, considerará detenidamente la necesidad que tiene de tranquilidad ‑y que la persona con la que vive le impide tener dado su insufrible carácter‑ y dedicará la oración a restregar vanamente sus heridas. Y si, además, el Tentador consigue que el hombre aplique la imaginación, conseguirá que pasen por su mente los mil supuestos motivos turbios que tienen los demás para amargarle la vida…, evidentemente sin dejarle nunca pensar que él también puede tener malas motivaciones o puede ser desagradable para los demás.
3. Tentaciones contra la Iglesia
El demonio, cuando se encuentra con un cristiano que se propone vivir su fe de verdad, tiene que intentar desviarlo de su intento lo antes posible; para lo cual, intentará desvirtuar su percepción del instrumento que el hombre necesita para su conversión: la Iglesia.
a) Tentación contra la mirada a la Iglesia
Para conseguir apartar al hombre de la Iglesia como medio eficaz de acercamiento a Dios, el Enemigo opondrá la grandeza de la Eucaristía a la vulgaridad del sacerdote que celebra o al tic nervioso que tiene; intentará disipar la gracia de la comunión desviando la atención al vecino del banco, que tiene cara de aburrido o desentona al cantar; intentará contrarrestar la percepción de la «comunión de los santos» llamando la atención acerca de ciertos comentarios ridículos que ha hecho tal sacerdote u obispo o hacia el último escándalo eclesiástico puesto de moda por los medios de comunicación.
El Tentador buscará que la atención a todas estas realidades banales impida al cristiano pensar en lo fundamental, de modo que llegue al convencimiento de que la Iglesia no es otra cosa que unos cuantos edificios antiguos, con un grupo de viejas musitando oraciones distraídamente y unos pocos clérigos corruptos que intentan embaucar a la gente más ingenua. Mientras haya un sacerdote que se equivoque, una anciana «beata» o una señora que desafine, podrá pensar que esto es la Iglesia «real», se olvidará de buscar más hondo, y llegará al convencimiento de que una Iglesia así no merece la pena ni puede ser verdadera.
Un joven descubre en su grupo de formación la importancia de participar en la eucaristía, de unirse cada día al Señor en la comunión, de tomar en ella fuerzas para vivir la caridad y el apostolado. El demonio tiene que contraatacar y no lo hará directamente, intentando negar lo que ha descubierto. Es más le impulsará a ir a misa, pero le hará ver lo molesto de ese tic al hablar del sacerdote, le mostrará lo ridículo de su forma de hablar, de moverse o su lentitud…, y lo que era un encuentro importante con Dios, una gracia necesaria, terminará siendo una ocasión de impaciencia, de falta de caridad, y de crítica (no es difícil encontrar a otro feligrés que se da cuenta de los defectos de este sacerdote). De este modo tan simple, el Enemigo cambiando la mirada, no impide que este joven vaya a misa, pero sí que esté realmente en misa.
El diablo empleará todos estos medios, tan ridículos como sutiles, con tal de evitar que piense que la Iglesia es algo más que el tono desagradable del sacerdote que le confiesa. Todo, con tal de evitar un razonamiento objetivo que venga a sugerirle: «Si yo, siendo como soy, puedo considerarme cristiano, ¿por qué los defectos de las personas que tengo a mi lado en misa tendrían que probar que la fe es una alienación o pura hipocresía?»
b) La tentación de la división
Uno de los objetivos del Tentador consiste en diluir las fuerzas del hombre creando divisiones en todo grupo que pretenda algún noble objetivo. Nuestra época, tan inclinada a dividirse en facciones, presenta una gran facilidad para este tipo de tentación; de modo que le basta al Enemigo tocar esta fibra para lograr su objetivo. Cualquier pequeña capillita, unida por algún interés que otros hombres ignoran o detestan, tiende a desarrollar en su interior una encendida admiración mutua, y una gran cantidad de orgullo y de odio hacia el mundo exterior, que se fomenta y se mantiene sin ningún tipo de vergüenza, en el convencimiento de que se sirve a la «Causa» por el excelencia, la cual se piensa que es impersonal.
Esto vale especialmente para el grupo que pretende estar al servicio de los planes de Dios. El Enemigo debe intentar neutralizar todo el efecto beneficioso que la Iglesia produce en nosotros. Una de sus formas favoritas es romper la unidad dentro de la Iglesia. Tanto la Iglesia como cualquier comunidad dentro de ella están permanentemente sometidas a la tentación de la división, porque el Tentador quiere que la Iglesia sea pequeña no sólo para que haya menos hombres que puedan conocer a Dios, sino también para que quienes lo conozcan adquieran la incómoda intensidad y el afán defensivo de una secta secreta. Y, aunque es muy difícil romper la unidad de la Iglesia, es bastante más fácil crear facciones dentro de las diferentes comunidades que la componen.
El mecanismo que sustenta esta tentación se inicia sugiriendo al hombre que considere aquel aspecto de la vida o de la fe al que es más sensible o que pretende defender como una parte de su fe. Luego, poco a poco, le va llevando a considerarlo como la parte más importante. Luego, suave y gradualmente le guía hasta la fase en que la misma fe se convierte en un simple componente de la «Causa» ‑ese valor absolutizado y desgajado‑ y entonces el cristianismo se valora primordialmente en función del respaldo que puede ofrecer al pacifismo, belicismo, ecologismo, socialismo…
Una vez que el Enemigo ha conseguido hacer del mundo un fin, y de la fe un medio, el hombre está prácticamente vencido, e importa muy poco que clase de fin mundano persiga. En la medida en que los movimientos, reuniones, panfletos, mítines, políticas, causas y cruzadas le importen más que la caridad, la fe, la oración o la relación con Dios, más sometido al poder del Enemigo estará el hombre. Y cuanto más «religioso» (en ese sentido) sea, más suyo será.
No hay que olvidar que al Enemigo no le interesa suscitar polémicas profundas de las que pueda surgir un mayor conocimiento de la verdad. Le es más útil la división que se basa en simples términos, costumbres o modos de hacer las cosas. Si con eso obtiene el odio y la intolerancia entre los cristianos, ya ha conseguido su finalidad.
Unos cuantos jóvenes entran en el Seminario. Todos ellos tienen un ideal común, el entusiasmo de los comienzos, la fuerza propia de la juventud. Si son capaces de poner en común sus valores y sus esfuerzos y motivarse mutuamente al bien, ese grupo de formación puede tener una fuerza imparable para el presente y para el futuro. El Enemigo lo sabe e intentará por todos los medios romper la unidad por todos los modos posibles. Le será muy útil subrayar las diferencias de origen de todo tipo: los que vengan de familias más o menos humildes, los que tengan mayor o menor formación intelectual, la edad…, y empezar a fomentar clichés y grupitos basados en esas diferencias. En seguida podrá subrayar diferencias entre los que tienen una mayor sensibilidad para el estudio, los que rezan más y los que tienen un mayor interés apostólico. Conseguirá con cierta facilidad dos objetivos: la división, la lucha, la incapacidad de complementarse; y que cada grupo fomente lo que le resulta más fácil y no lo que más necesita: los «estudiosos» rechazarán la oración y la pastoral, los «piadosos» el estudio y la actividad…, y así sucesivamente. Desgraciadamente, al final de este proceso, comprobaremos que lo que era un ideal común y un grupo humano con amplios horizontes se ha convertido en una dificultad y en un ambiente del que todos desean salir.
Se trata de una viejísima tentación que aparece en los primeros escritos del Nuevo Testamento:
Yo, hermanos, no pude hablaros como a hombres espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais soportar. Ni aun lo soportáis al presente; pues todavía sois carnales. Porque, mientras haya entre vosotros envidia y discordia, ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano? Cuando dice uno «Yo soy de Pablo», y otro «Yo soy de Apolo», ¿no procedéis al modo humano? ¿Qué es, pues, Apolo? ¿Qué es Pablo?… ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y cada uno según el don del Señor. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien hizo crecer. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer (1Cor 3,1-6).
Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que seáis unánimes en el hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Porque, hermanos míos, estoy informado de vosotros, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo», «Yo de Apolo», «Yo de Cefas», «Yo de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? (1Cor 1,10-13).
Toda la historia de la Iglesia está llena de ejemplos de esta tentación de división.
c) La tentación de la variedad a toda costa
Una forma de neutralizar la acción de la Iglesia, muy útil con algunas personas, es infundir en ellas la tentación de la búsqueda de la «variedad». Esta tentación no tiene nada que ver con el deseo de buscar en los diferentes grupos cristianos la autenticidad o la verdad ‑que Dios desea‑ para incorporarnos al que más nos ayude. Se trata, por el contrario, de hacernos buscar lo que más nos va y no lo que más nos ayuda realmente; no lo más verdadero, sino lo que más nos gusta. Con ello se pervierte de raíz la actitud del creyente que se convierte en un curioso, en un crítico. Aprendemos así a colocarnos por encima o fuera de la Iglesia; sin criterios verdaderos para juzgar, ni la docilidad suficiente para dejarnos enseñar o guiar.
El logro más conseguido del Tentador en este sentido es ese cristiano que ya lo ha probado todo, lo conoce todo y se siente justificado para hacer lo que quiera.
Podemos presentar dos tipos distintos de esta búsqueda de la variedad: el intelectual y el que busca experiencias.
Juan es un hombre ya maduro: de joven pasó un par de años en un seminario, pero se salió enseguida. No ha dejado de tener inquietud por la teología. Lo que en un principio podía ser un buen deseo de ser un cristiano bien formado, el Enemigo lo convierte en afán de variedad, de estar a la última, con un punto de orgullo de creerse más informado que muchos curas: primero leyó a los teólogos del Concilio, luego le entusiasmo la radicalidad de aquellos teólogos que anunciaban la muerte de Dios, más tarde se entregó a los postulados de la teología de la liberación, ahora le entusiasma un autor americano que dice que Jesús es un simple judío más o menos marginado… Nada de esto influye decisivamente en su vida, ni se da cuenta de las contradicciones entre todas esas teologías. Pero Juan se conforma con poder presumir de que ha leído «el último» libro de teología que ha salido al candelero, aunque sea por la vía del escándalo. Nunca tendrá una opinión sólida, un criterio…, y nadie podrá achacarle falta de interés ni de conocimientos.
Luisa es una mujer soltera que ya va acumulando años. En un principio vio en la Iglesia la posibilidad de dar sentido a su vida, de hacer algo por los demás. El Enemigo tenía que intentar desviar ese camino y le iba planteando como compromiso lo que sólo era un afán de novedad y de nuevas experiencias. Grupos de oración, movimientos apostólicos, comunidades de todo tipo…, una tras otra experiencia iba primero entusiasmando y luego aburriendo a Luisa. Prueba todo, conoce todo…, pero no profundiza en nada, no le da tiempo a dar fruto.
d) La tentación del cristianismo «asequible»
Una forma especialmente eficaz de anular la acción de la Iglesia es aguar el Evangelio y la fe de tal forma que ya no tengan fuerza ni eficacia. Pasa como con las vacunas: determinados virus o bacterias adormecidas y en pequeñas dosis no sólo carecen de fuerza dañina sino que inmunizan contra la misma actividad de otros microbios más activos o más numerosos. La fe aguada actúa como una vacuna para la verdadera fe, es más un obstáculo que un puente y el Enemigo lo sabe bien y lo emplea a fondo.
Para conseguir este cristianismo lánguido, el diablo puede empezar suscitando el deseo, aparentemente apostólico, de facilitar al máximo las cosas para que la fe llegue al mayor número de gente posible. En seguida nos empuja a poner el «éxito apostólico», es decir, el número o el aplauso por encima de la verdad o de las exigencias de la fe. Esta forma de aguar el cristianismo termina ocultando verdades fundamentales y repitiendo tópicos que no pueden mover a nadie. Entonces, llevados por el pánico de perder aún más clientela, seguimos recortando la fe, y no nos damos cuenta de que es esa fe aguada lo que aleja y escandaliza a muchos.
Un grupo de catequistas de confirmación está preocupado porque la mayoría de los chicos que se confirman desaparecen de la parroquia y no vuelven ni a misa los domingos. Un planteamiento serio del problema llevaría a analizar las deficiencias de la formación, la falta de testimonio en los catequistas, la falta de una conversión personal en los chicos, cómo facilitar una experiencia de Dios… El Enemigo sabe desviar fácilmente la atención: siempre habrá alguien que proponga una presentación «más atractiva», «más actual» del Evangelio o de la Iglesia: no insistir tanto en cuestiones morales que les cuesta aceptar, no subrayarles tanto el compromiso, o la asistencia a misa; en lugar de tanta oración o formación ofrecer un ambiente de diversión, salidas, fiestas… Lo peor es que además este cristianismo más atractivo ni atrae a nadie, ni lleva a Cristo.
e) La tentación del cristianismo provocador
Puede parecer una tentación contradictoria con la anterior. Pero no olvidemos que el demonio no tiene ningún interés en ser coherente consigo mismo, y no le importa atacarnos con dos extremos contrarios, con tal de sacarnos del camino de Dios. El Tentador provoca ‑y a veces no tiene más que aprovechar‑ un modo de plantear la fe que tiene como primer objetivo desconcertar y provocar. Es una especie de «cristianismo en contra» que tiene mucho éxito fuera de la Iglesia oficial y en las librerías de ocasión. Se trata de romperle sus antiguas creencias al oyente o al lector y crearle dudas e interrogantes que, por supuesto, nunca se resuelven. Con tal de descolocar al oyente, el escritor o el conferenciante provocador, no dudan en cambiar de opinión si es preciso. Se emplea también la falsedad de presentar como verdad firme o recientemente comprobada lo que no pasa de ser una opinión personal y muchas veces pasajera. El efecto es claro: la impresión de que no hay una doctrina firme, de que ni siquiera los cristianos se ponen de acuerdo entre sí…, y entonces se hace evidente que es inútil embarcarse en algo tan confuso e inestable.
Un sacerdote «celoso» se desespera porque la gente no presta atención en las homilías, parecen no enterarse de nada, no reaccionan, están como dormidos en misa… Decide comenzar una predicación y una liturgia «más agresiva». Cuando llega el credo, les dice que no lo recen porque no tienen fe; en el padrenuestro lo mismo: que no lo recen porque no perdonan o porque no se fían de Dios Padre; las homilías toman este tono provocador: «No sé para qué os sirve la misa…», «tendríamos mucho que aprender de los ateos…». Desde luego la gente no se duerme en las misas, las homilías se comentan en el barrio… pero los frutos son más escándalo y desconcierto que conversión o compromiso.
4. Tentaciones contra la oración
La oración es un camino de verdad y amor que nos conduce hacia Dios, nos transforma y nos hace caminar en verdad y humildad. Por eso, la intención fundamental del Tentador es hacer lo posible para alejar al hombre de la intención de orar en serio.
Cuando el hombre inicia el camino de la conversión y necesita más apoyos en la oración, la mejor manera de lograr impedirle la oración es incitarle a recordar ‑o a creer que recuerda‑ lo mucho que se parecen las oraciones vocales que rezaba de niño a las charlas de los loros. Por reacción contra esto se le puede convencer de que aspire a algo enteramente «espontáneo, interior, informal y no codificado»; y esto supondrá, de hecho, para un principiante, un gran esfuerzo destinado a suscitar en sí mismo un estado de ánimo vagamente devoto, en el que no podrá producirse una verdadera concentración de la voluntad y de la inteligencia. Con una oración supuestamente más espontánea se impide un camino de oración más fácil y fructífero.
Fácilmente se convencerá de que mucho mejor que rezar de rodillas y con los labios es ponerse «en situación de amar» y entregarse a una «actitud de receptividad», descuidando la posición del cuerpo, que tanta importancia tiene en el hombre (que es un ser corporal). Esta forma de orar se parece superficialmente a la verdadera oración de los muy adelantados y permite engañar durante bastante tiempo a los hombres listos y perezosos.
El Tentador busca todos los medios para evitar que el hombre esté pendiente de Dios durante la oración; para lo cual procura que ésta sea el medio para que el cristiano se centre en sí mismo. La tentación va dirigida a hacer que el hombre contemple su propia mente y trate de suscitar en ella, por medio de su propia voluntad, sentimientos o sensaciones. Así, cuando medita sobre la caridad, en vez de contemplar el amor de Dios y pedirlo para su vida, empieza a suscitar sentimientos caritativos hacia sí mismo. Y si medita sobre la generosidad, se perderá por el camino del intento de sentirse generoso. De este modo va a aprendiendo a medir el valor de la oración por su eficacia para provocar los sentimientos deseados; sin sospechar con qué frecuencia este tipo de sentimientos dependen de factores que poco o nada tienen que ver con la misma oración.
Normalmente, Dios sale al paso de esta tentación atrayendo al cristiano hacia una percepción más verdadera de las realidades sobrenaturales, elevándole por encima de lo sensible hacia una oración más auténtica y, por lo tanto, desnuda. A esta acción de Dios corresponde normalmente una acentuación de la tentación en la línea de hacer buscar al hombre algo «más real» que Dios o sus bienes, como son los sentimientos, los estados de ánimo, cualquier objetivo o preocupación que pueda acaparar la atención del hombre, o incluso cualquier objeto real que pueda distraerle. El éxito de esta tentación radica en el hecho de que la desnudez del alma que requiere la verdadera oración es algo que el hombre desea mucho menos de lo que supone o manifiesta, porque, en el fondo, sospecha que le puede acarrear más «exigencias» de las que en principio está dispuesto a adoptar.
Alfredo, el Sr. Gómez en su empresa, es un ejecutivo acostumbrado a viajar y a hacer negocios importantes. La comunión de su hija le ha hecho descubrir de nuevo la fe y la posibilidad de vivirla de una forma viva. Lo primero que le han dicho es que necesita empezar a rezar cada día. La verdad es que no tiene mucha práctica, que nunca rezó, que tiene que empezar desde el principio. No es que le cueste mucho o que no le saque provecho…, pero el Enemigo le hace verse a como el alto ejecutivo que hace la misma oración infantil de su hija. Enseguida surge el sentimiento de la vergüenza, de la inutilidad, del ridículo. Y abandonada la oración, al Enemigo no le cuesta mucho agostar esta incipiente vida cristiana.
Sor Lucía lleva ya muchos años de vida religiosa, desde el noviciado no ha dejado de hacer su tiempo de oración. En algunas temporadas, en algunos ejercicios espirituales, ha sentido una cercanía especial del Señor, una oración más intensa…, pero más exigente: cuando se acerca al Señor se da cuenta de que tiene que vivir de otro modo. El Enemigo sabe que se trata de un momento importante, de un posible cambio cualitativo. Y como sería contraproducente tentarla para que deje del todo la oración, le presenta «otro modo de orar», que no sea tan complicado, que no le meta en tantos líos. Le empuja a que rece «como rezan todas». Y va dejando esa oración más cálida y exigente por otra mucho más cómoda, aunque más fría e ineficaz: sor Lucía siempre va a la capilla con un libro y la lectura le permite «entretenerse» («no distraerse», dice ella) durante el rato de oración.
Puri, una religiosa joven, se ha concienciado últimamente de que la oración es importante en la vida religiosa. Ha hecho algunos talleres de oración… El Tentador, ante ese «peligro» para él, sólo ha tenido que ofrecerle el señuelo de las sensaciones para desviarla de la auténtica oración. Nada de libros, nada de meditar ni de examen de conciencia…; ha descubierto una serie de «técnicas» de oración (realmente de relajación) que le hacen sentirse a gusto consigo misma, que le dan «la paz» (simplemente la relajan) y en las que consigue un estado «contemplativo» (más bien un vacío interior). Puri ya no deja «su oración» por nada. Ella cree que se ha vuelto muy espiritual, y sin embargo el Enemigo ha conseguido apartarla de la oración verdadera.
5. Tentaciones contra la humildad
Una de las cosas más valiosas para caminar derechos hacia Dios es la resolución de afrontar las dificultades una por una, confiando que Dios nos dé en cada momento la ayuda necesaria. Esto tiene mucho que ver con la humildad, que excluye tanto perseguir metas muy lejanas como exigir a Dios que nos ofrezca todas las garantías o desear tener nosotros todas las seguridades. La lucha humilde nos lleva muy lejos en la unión con Dios. Y como reacción inmediata, el Tentador tiene que batallar con todas sus fuerzas contra la humildad.
Un ataque frontal consiste en convertir la humildad en orgullo, haciéndonos estar orgullosos de nuestra humildad. El Enemigo nos hace exageradamente conscientes de nuestra humildad para que pensemos «ya soy humilde…, ya he conseguido la humildad» y nos atrape un orgullo más sutil. Quizá no lo consiga del todo, porque se trata de un pensamiento claramente absurdo, pero intentará distraernos con él todo el tiempo posible. Lo mejor es desechar esa idea estúpida con una sonrisa.
Para provocar el orgullo espiritual el Tentador toma pie de una especie de orgullo básico e inconsciente que se encuentra con frecuencia en nosotros. Nos hace suponer que las cosas bien hechas son como las hago yo o como se hacen en mi ambiente. Nos empuja a considerar que son estúpidos o ridículos los que desconocen la verdad que yo poseo. Ese orgullo nos lleva a despreciar o a minusvalorar a los que están fuera de nuestro propio círculo.
Con esa materia prima, el diablo sólo fabricaría una especie de vanidad social que, si es inconsciente, no le es muy útil para sus fines. Pero cuando consigue que «mi grupo» sea identificado con «los cristianos» y «la verdad que creo» con «la fe», entonces provoca en nosotros el orgullo espiritual: servirse de lo más sagrado ‑la fe, la gracia…‑ para que nos sintamos superiores a los demás y los despreciemos después.
Carmen es una joven que ha estado muy comprometida en su parroquia: grupo juvenil, catequesis, liturgia, grupo de oración… Su parroquia, como es natural, tenía su forma peculiar de hacer las cosas: cantos, reuniones… Cuando se casa, Carmen cambia de barrio y de parroquia. El Enemigo va a aprovechar la nueva circunstancia para desvincularla a la Iglesia por medio de un ataque a la humildad haciéndole pensar: «pues en “mi parroquia” los cantos se hacían mejor, pues “nosotros” hacíamos las reuniones de otra manera, pues en “nuestra catequesis” hacíamos…» De ahí a identificar lo que se hacía en su antigua parroquia con lo que debe hacerse y despreciar ‑en nombre de la fe‑ lo que tiene delante sólo hay un paso. Carmen no piensa que ésa es su nueva parroquia, ni lo que puede aportar, ni lo que Dios le pide en esa circunstancia…, el Enemigo la ha empujado a sentirse superior, a despreciar a los demás, a hacer un juicio negativo basado en detalles sin importancia, para al final dejar su participación activa en la Iglesia.
Otra forma que utiliza el Tentador para sacarnos de la humildad es ocultarnos su verdadero sentido: el olvido de uno mismo para entregarnos a Dios y a los demás. Si el demonio consigue que la humildad nos centre en nosotros mismos, la habrá vuelto estéril. Para ello nos muestra una falsa humildad o, lo que es lo mismo, una humildad basada en la falsedad: negar lo que somos o tenemos, intentar ocultar y ocultarnos de lo que somos capaces. Esta humildad, además de falsa, nos introduce en una tarea imposible ‑negar la evidencia‑ y nos centra en nosotros mismos.
Un método más amargo para nosotros ‑y por lo tanto más apetecible para el Enemigo‑ consiste en hacernos confundir la humildad con el autodesprecio, para llevarnos fácilmente al desprecio de los demás. En lugar de aceptarnos como somos de forma realista y pacífica, creemos erróneamente que la humildad consiste en despreciarnos interiormente con amargura por nuestros defectos y errores. Y automáticamente proyectamos esta actitud en los demás.
Jorge es un chico con muchos valores y capacidades. Es verdad que a veces puede ser un poco presumido y orgulloso; pero él lo sabe e intenta poner remedio. El Enemigo sabe que es más fácil engañar a Jorge con una falsa humildad que con un orgullo, contra el que está prevenido. Por eso le insinúa que no se ofrezca para echar una mano porque «eso es orgullo»; que no se crea que tiene más capacidad de los demás; que haga un esfuerzo por «sentirse» inútil, incapaz… Todo este esfuerzo le resulta muy difícil a Jorge porque tiene que negar lo que es. Confunde la verdadera lucha por poner sus capacidades al servicio de los demás y reconocerlas como dones de Dios, con el esfuerzo de sentir lo que no es verdad. Jorge no se da cuenta, pero poco a poco se encierra en sí mismo, se vuelve raro, no se puede contar con él… No ha conseguido reconocer y dar con humildad lo que tiene, sino enterrar los talentos que Dios le ha dado.
La humildad que Dios quiere de nosotros es muy diferente. Dios prefiere que nos olvidemos pronto de lo bueno que tenemos o hemos hecho, y que no dediquemos tiempo y esfuerzo a considerarnos malos. Lo que él desea es que nos alegremos de lo bueno, tanto si lo hacemos nosotros como si lo hacen los demás; que seamos capaces de reconocer las maravillas de Dios en nosotros y en los demás, para llegar a amarnos mucho a nosotros mismos y a los demás.
Dios quiere que caigamos en la cuenta de que no importa saber exactamente cuántos talentos tenemos, sino que trabajemos para que den fruto y dejemos a Dios que lleve la cuenta. Quiere que nos convenzamos de verdad de algo que ya sabemos: todo lo que tenemos es un regalo y es estúpido sentirnos orgullosos por algo que no es nuestro.
En resumen, el Tentador hará lo posible para que nos centremos en nosotros mismos y Dios intentará que no pongamos nuestra atención en nosotros mismos, ni siquiera para valorar nuestra propia humildad.
6. La tentación de corromper la espiritualidad
Cuando le falla la carne y el mundo, el diablo utiliza la corrupción de lo más santo o de lo espiritual. Echar a perder a un santo, engañarle disfrazándose de ángel de luz es una de las victorias que más agradan al Tentador.
A veces pensamos que el demonio nos aleja de todo lo que sea espiritual, y no es así. El Enemigo tiene un arma más eficaz y que además le gusta más emplear. Es la falsa espiritualidad. No olvidemos que lo que a él le interesa es alejarnos de Dios, y hacerlo del modo que nos pase más desapercibido. Y como la falsa espiritualidad es «espiritual», no nos parece que pueda venir del Enemigo.
Como la finalidad del Tentador es alejarnos de Dios, y la fe cristiana nos lleva a Dios, él tiene un gran interés en desvirtuar la fuerza transformadora y salvadora de la fe. Esta falsa espiritualidad tiene varios caminos:
a) La deformación del rostro de Cristo
Uno de los caminos que más utiliza es la deformación de la misma imagen de Jesús. El Enemigo va cambiando progresivamente esa imagen deformada. Su trabajo consiste en manipular el rostro de Cristo que aparece en el Evangelio, eliminando algunos datos, exagerando otros, añadiendo alguno más. Según vaya a ser más o menos aceptado ese «nuevo Jesús», es presentado como revolucionario, justificador del orden social, marxista, liberal, humanitario, artista o loco.
Con estas falsas reconstrucciones ‑sustentadas por escritores o «teólogos» que prefieren la fama a la verdad‑ se consigue que los hombres sigan o imiten a un Jesús que no existe. No sólo se les oculta lo fundamental de su enseñanza, sino que se sustituye la persona ‑real, presente y actuante de Jesús‑ por una figura del pasado lejano que es difícil o imposible de descubrir. Para realizar esta búsqueda imposible y estas reconstrucciones falaces se gastan energías que serían suficientes para encontrar al Cristo vivo y verdadero que cambia la vida. El Enemigo nos empuja a discutir cada detalle de la vida de Jesús y a reconstruir su mensaje completo, y así hace imposible que Cristo se haga presente y nos cambie con la fuerza que tiene cada una de sus palabras o de sus gestos.
b) Convertir la fe en un medio al servicio de otros fines
Otra forma moderna de desvirtuar lo espiritual es convertir el cristianismo en un medio al servicio de intereses políticos. Es cierto que el Evangelio tiene consecuencias sociales y políticas. Al Enemigo no le interesa esta conexión entre cristianismo y vida. Todo lo contrario. Lo que pretende es reducir el cristianismo a un medio para otros fines; un medio que se pueda manipular a capricho o desechar cuando ya no interese. Se trata de hacer que los hombres abracen el cristianismo, pero no por sí mismo y porque sea verdadero, sino porque les conviene. Ya llegará el momento de hacérselo rechazar porque les estorbe para ese fin supremo con que han sustituido a Dios.
Esta forma de desvirtuar la fe podría definirse como «el cristianismo y…». No se trata de negar la fe, sino de añadirle un elemento que fomente la diferencia con los demás cristianos y desplace el centro de la fe: «el cristianismo y el feminismo», «el cristianismo y la ecología», «cristianismo y homosexualidad»…
Ya decía cierto rey francés aquello de «París bien vale una misa» como forma de expresar la manipulación de la fe por el poder político. Desde la revolución francesa hasta la China comunista, se ha descubierto que, para eliminar la fe, más eficaz que la abierta oposición, consiste en fundar una Iglesia «revolucionaria» o «nacionalista». Con esto se consiguen dos fines: oponerse a la fe y promover la propia ideología. En nuestro tiempo tenemos asociaciones de «homosexuales cristianos» que encuentran en la fe una forma de defender sus posiciones y reivindicaciones a la vez que se oponen a la fe verdadera: «la Iglesia es homófoba, los que se oponen a la homosexualidad van contra Cristo y contra el Evangelio». Leyendo su propaganda queda muy claro que les importa más la defensa de sus posturas que Cristo y el Evangelio. Y lo mismo podría decirse del cristianismo feminista, etc.
c) El horror a «lo mismo de siempre»
Se trata de un mecanismo básico de la tentación que el Enemigo aplica con éxito a diversas situaciones. Consiste en el horror a lo mismo de siempre: la necesidad de cambiar por cambiar, el pensar que lo nuevo es mejor por sólo el hecho de ser nuevo.
El diablo aplica esta tentación con éxito al terreno religioso. Muchas herejías ‑o quizá simples tonterías‑ sólo se amparan en el título de «nuevo». El mismo sistema lo emplea también para atacar al matrimonio, como fuente de infidelidades que llevan a una relación más desastrosa que la anterior por el mero hecho de ser «nueva». Al Enemigo le resulta muy útil este afán de novedad para crear nuevas modas o teorías ‑por supuesto sin relación alguna con la verdad‑.
No es que Dios no quiera el cambio o que ese cambio verdadero no sea gratificante y positivo. Lo que hace el Enemigo es introducir una exigencia absoluta de novedad que impide cualquier otra reflexión o la confrontación de ese cambio con los valores objetivos. Con ese afán permanente de novedad, el demonio consigue eliminar el placer presente y subrayar la insatisfacción y el deseo que lleva fácilmente a la infidelidad o al egoísmo. De ahí nos lleva fácilmente a la búsqueda del placer inexistente o prohibido.
El Enemigo ha conseguido aplicar con mucho éxito la tentación de «lo mismo de siempre» a algo tan valioso y eficaz como la liturgia. Bajo el lema del mundo «hay que cambiar» y con el pretexto de «atraer a la gente» se han hecho muchas tonterías: no decir la misa en la capilla, sino en la terraza…, por cambiar; no leer lecturas de la Biblia «ya muy sabidas» y leer una estadística o el escrito de un poeta o un pensador; consagrar «otro alimento» más actual. Detrás de estos experimentos no suele haber más fundamento que el afán de salir de la monotonía. Como aquella comunidad que había puesto en el proyecto comunitario no ir a misa todos los días «para no acostumbrarse». Lo peor de esta tentación es que lo que hoy es nuevo, mañana es viejo y hay que volverlo a cambiar. O se cae en la monotonía de repetir lo que es novedad sin fundamento (¿cuántas guitarras y juguetes se ofrecen en una misa de niños?), o hay que estar permanentemente inventando signos y símbolos. Al final el Enemigo consigue que se emplee el doble de esfuerzo en esta permanente novedad y no se dedique la mitad de tiempo a una liturgia que bien cuidada tiene fuerza y suficiente novedad por sí misma.
d) El espiritualismo como tentación
Una forma concreta de falsear la espiritualidad consiste precisamente en hacerla «demasiado espiritual». Por ejemplo, haciéndonos ver ‑no sin la ayuda de ciertas modas teológicas o eclesiásticas‑ que la oración de petición de cosas materiales (alimento, salud, trabajo…) es poco espiritual; como si sólo la alabanza y la comunión con Dios fuera la oración verdadera. Lo mismo podría decirse de abandonar una oración en que le «contamos a Dios nuestras cosas» porque ya se las sabe; o dejar de analizar nuestra vida a la luz del Evangelio porque es «centrarse en uno mismo».
No nos damos cuenta de que con teorías tan «espirituales» acabamos haciendo lo contrario de lo que Dios quiere: él nos ha dicho que le pidamos el pan de cada día, que acudamos a él si estamos cansados y agobiados…
Otras veces, esta falsa espiritualidad se reviste de «lo moderno» en oposición a «las cosas de antes», e intenta que dejemos de «aferrarnos» a prácticas tan «antiguas» como el examen de conciencia, la misa diaria o la dirección espiritual…, y que busquemos «lo último en espiritualidad» que consiste en la meditación oriental, el yoga o la libertad de los hijos de Dios entendida como no estar atado a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios.
A veces el Enemigo no consigue que oremos de otro modo o que dejemos esas prácticas que nos parecen «poco espirituales» o «muy anticuadas», pero consigue que las hagamos con prevención, con vergüenza, como si hiciéramos algo malo. Y cuando surgen las dificultades, la aridez o la sensación de que nuestra oración no es escuchada, esta prevención sembrada en nuestro corazón nos hace explicarlas como una prueba de lo equivocado del camino que llevábamos. Y si nuestras oraciones «materiales» tienen éxito, el Enemigo intentará que las expliquemos como la consecuencia natural de las circunstancias, como una casualidad…, o en todo caso nos inducirá a creer que es orgullo creer que ese resultado tiene algo que ver con nuestra oración. Él intentará ocultarnos que en la providencia de Dios entran las circunstancias, su actuación directa o indirecta…, y también nuestras oraciones.
7. Tentaciones sobre el Tentador
El modo que tiene el demonio de actuar con más fuerza es hacerlo en la sombra; en la aparente impunidad que le ofrece el hecho de que el hombre no crea en su existencia. Ayuda mucho en este sentido la imagen de los «diablos» como figuras predominantemente cómicas. Si el hombre comienza a tener la más leve sospecha de la existencia del demonio, éste le insinuará la imagen de un ser estrafalario, vestido con mallas rojas y dotado de cuernos, pezuñas, etc. Y puesto que un hombre sensato no puede creer en esta ridícula imagen mítica, en consecuencia no puede creer en el demonio.
El culmen de este modo de tentación consiste en inducir al hombre a negar la existencia del demonio y de todo lo «espiritual», mientras se arrodilla para adorar al demonio a quien niega bajo realidades vagamente denominadas «fuerzas» que se esconden tras la ciencia, el sexo o el poder.