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1. Oración vocal y oración contemplativa

Al hablar de oración contemplativa o del contemplativo pensamos inmediatamente en el modo de orar más elevado, caracterizado por el recogimiento, el silencio y la ausencia de toda «actividad». Así es, a grandes rasgos, como lo definen los místicos y maestros de espiritualidad.

Sin embargo, una deformada valoración de la oración «pasiva» lleva con frecuencia a quienes la buscan a descuidar la oración más «activa», que es la oración vocal. Sucede con ellos lo contrario de lo que les pasa a los que sólo saben orar vocalmente. Para la mayoría de los cristianos, la única oración que existe es la vocal y, dentro de ésta, la oración de petición. Todo lo que sea silencio les pone nerviosos y lo desechan como inútil. Se trata de una especie de horror vacui que empapa toda la vida espiritual y llega a condicionar seriamente la liturgia y, especialmente, la misa.

La misa es, en cierta medida una oración vocal, la más excelsa de todas. Y, como oración que realizamos nosotros, es enormemente importante, porque es la base humana que le prestamos a Dios para que actúe y haga presente eficazmente el misterio de la salvación que se llevó a cabo en la muerte y resurrección de Cristo. Y, aunque esto es lo realmente importante, no por ello podemos descuidar la «bandeja» humana en la que Dios nos sirve la salvación.

Resulta significativo en este sentido la imposibilidad habitual de hacer el más mínimo silencio en la celebración de la Eucaristía sin que la asamblea se inquiete preguntándose qué es lo que sucede para que el sacerdote se calle. Aunque raramente se llega a ese punto, puesto que el mismo sacerdote actúa como si su silencio fuera expresión de desconcierto por no saber qué hacer en ese instante.

Pensemos, por ejemplo, en el acto penitencial con el que comenzamos la misa. Con muchísima frecuencia el sacerdote, después de invitar a los fieles a «reconocer» sus pecados, continúa sin solución de continuidad con la oración penitencial. Si lo pusiéramos por escrito sería así: «Hermanos, antes de celebrar los sagrados misterios reconozcamos nuestros pecados, yo confieso ante Dios todopoderoso…». Ni siquiera cuando hablamos de «reconocer» nos damos un mínimo tiempo para hacerlo. Y lo mismo sucede cuando el celebrante invita a la asamblea a la oración diciendo: «oremos», y continua sin dejar un instante para que los fieles hagan lo que les acaba de pedir.

Y, si esto sucede con la misa, no es extraño que el resto de las oraciones vocales tengan el mismo estilo o peor. Así, vemos cómo «rezar» el rosario o el viacrucis es sinónimo de recitar una retahíla de oraciones a toda velocidad, porque la meta consiste en realizar una determinada acción, de manera que uno se siente más satisfecho de haber «rezado» dos rosarios -haberlos acabado- que haber rezado un rosario bien, interiorizando esa oración.

Pero, por el contrario, los que pretenden ser contemplativos tienden a valorar tanto el silencio que acaban descuidando cualquier oración vocal. Y cuando la tienen que hacer, no la hacen mejor que los demás. Para ellos, «rezar el rosario» no suele diferir mucho del modo precipitado habitual en que se suele hacer, salvo porque lo hacen menos atropelladamente.

Y el problema de la oración vocal alcanza su mayor expresión en la liturgia de las Horas. La mayor parte de los «contemplativos» son capaces de saborear interiormente un salmo en silencio, pero cuando rezan en comunidad recitan ese mismo salmo de cualquier manera, por mucho que traten de hacerlo más lentamente.

Esta falta de equilibro entre la oración contemplativa y la oración vocal, como si fueran distintas ‑o, incluso, opuestas‑ es una señal clara de falta de verdadero espíritu contemplativo. Un cristiano no es contemplativo porque pueda pasar largos ratos quieto y en silencio delante del sagrario o de un icono. Ese tiempo de silencio puede ser auténtica oración contemplativa o bien un mero «quietismo», como el que tantas veces y durante tanto tiempo ha sido la mayor lacra que la vida contemplativa ha tenido en la Iglesia. Si somos sinceros, tendremos que reconocer que ese «quietismo» fácil no es sino una farsa para enmascarar la falta de auténtico espíritu contemplativo, aunque se trate de una farsa de la que sus autores no son conscientes. ¡Cuántas gracias de oración se pierden por convertirlas en meros apoyos para construir una apariencia externa de recogimiento en lugar de trabajar por hacerlas fructificar en una verdadera oración contemplativa!

Así pues, además de lamentar el frenético recitado de oraciones en retahíla propio de la mayoría de los sacerdotes, religiosos y laicos, hay que lamentar muy especialmente que este tipo de defectos se den también en las comunidades monásticas, por mucho que traten de disimularlos haciendo sus recitados un poco más lentos. En cualquier caso, el problema no es otro que la falta de autenticidad en la oración. Porque la oración es una: es «la» oración. Oramos o no oramos. La verdadera oración es la propia de los santos, la contemplativa, la que armoniza todo lo que somos (pensamientos, sentimientos, voluntad, motivaciones y voz) en Dios y empapa nuestra vida de esa armonía. Y si sólo existe una oración verdadera, ésta debe incluir tanto la oración mental como la vocal, porque toda oración debe partir del corazón y dirigirse a Dios para alcanzar la comunión de amor con él. Quién busca a Dios de verdad necesita apremiantemente orar para encontrarlo y le dará a cualquier forma de oración que emplee el mismo sentido de expresión apasionada de su amor en correspondencia al amor con el que Dios se le comunica.

Entonces, ¿existe una oración vocal contemplativa? Evidentemente, igual que la oración mental contemplativa es la verdadera oración, del mismo modo sólo la oración vocal contemplativa es verdadera. Por eso, vamos a tratar de ver cómo es esta forma de orar y el modo de realizarla.

2. Lectura y oración

Para entender la oración vocal hemos de partir del hecho de que por «vocal» no sólo nos referimos a la oración que decimos en voz alta, sino también a la que recitamos interiormente. En cualquier caso, partimos de una realidad básica, que es el recitado de un texto o su «lectura», que podemos hacer mirando las palabras escritas sobre el papel o de memoria. Ese recitado o lectura se puede realizar de diversas maneras y sus diferencias nos permiten distinguir claramente los distintos objetivos que se pretenden alcanzar. De hecho, no es lo mismo leer una novela que una obra de teatro o recitar un poema. En muchos casos tenemos un texto por el que pasamos la mirada para entenderlo y lo vocalizamos para que lo entiendan los demás; en otros repasamos mentalmente un texto que sabemos de memoria y lo decimos en voz alta o para nuestro interior, como sucede con las oraciones que sabemos de memoria. De cualquier manera, siempre existe como base un determinado texto, escrito o memorizado. Y lo fundamental es que entendamos bien lo que leemos y decimos; y, tanto para que lo entienda uno mismo como para que lo entiendan los que lo oyen, hemos de darle a la lectura el «ritmo» adecuado al carácter o estilo del texto de que se trata.

Así pues, la oración «vocal» en sentido amplio hace referencia esencial a la «lectura» en general y en sus diversas formas; por esa razón vamos a analizar los principales modos en que podemos leer para ver cuáles podemos aplicarlos a la oración y cómo hacerlo. Y lo primero que hemos de tener en cuenta es que no basta con leer simplemente. Existe una lectura adecuada que hace posible que el que lee y el que lo escucha comprendan mejor el contenido de lo que se lee. Imaginemos lo ridículo que quedaría recitar como un poema un texto de filosofía, leer una descripción de una novela como un diálogo o éste como una descripción. Así pues, quedémonos con lo importante: la lectura es el primer paso para hacer inteligible un texto y debe hacerse bien si queremos que logre su objetivo.

En los textos que han de pronunciarse en voz alta y clara, sea por el sacerdote o por el diácono, o por el lector, o por todos, la voz debe responder a la índole del respectivo texto, según éste sea una lectura, oración, monición, aclamación o canto; como también a la forma de la celebración y de la solemnidad de la asamblea1.

Aplicando esto a la oración vocal, hemos de partir de la necesidad de una buena lectura, sin la cual no sólo no se podrá entender bien lo que rezamos, sino que tampoco se podrá interiorizar. Leer bien, por lo tanto, exige acomodar la lectura al contenido. Y esto, que es fundamental en cualquier texto, lo es más en los textos de carácter religioso. Veamos, para entender de lo que estamos tratando, los distintos niveles de lectura en el ámbito «vocal» o litúrgico, según sus diferentes contenidos.

A) Las moniciones

Para empezar, hemos de distinguir lo que no es oración. Aquí entra la lectura normal de un texto. Un ejemplo de esto, en la liturgia, son las «moniciones», que son los textos que tienen una finalidad informativa o «vocativa», por los que se notifica algo o se invita a realizar o decir algo. Es lo que dice el celebrante cuando explica el sentido de la celebración que se va a realizar, cuando invita a reconocer los pecados, o cuando introduce la oración de los fieles o el padrenuestro. Es también la propuesta que hace el monitor al explicar alguno de los ritos de la celebración o al introducir las diferentes intenciones de la oración de los fieles. Igualmente entra aquí el anuncio que el lector o el celebrante hacen de la lectura que va a proclamar, por ejemplo: «Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios».

Este es el nivel más elemental de lectura religiosa, que pretende dar una información al auditorio con la única finalidad de que la conozcan; y, como texto «plano», sólo exige una buena lectura, es decir, que se entienda bien, para lo cual debe leerse con voz clara, vocalizando y respetando la puntuación.

B) La proclamación litúrgica

En la liturgia, los textos bíblicos no se «leen», como haríamos con una novela leída en público, sino que se «proclaman», que es la forma de leer en voz alta un texto sagrado, expresando claramente que se trata de la Palabra de Dios. Esto exige que se pase la vista por el texto y se diga en alta voz de manera que se tenga clara conciencia de que se trata de un texto «divino», bien diferente de cualquier otro tipo de texto y con la solemnidad que requiere. Para ello, además de hacerlo con voz clara, vocalizando y respetando la puntuación, el texto debe acogerse interiormente y expresarse en voz alta con un determinado ritmo que es propio de lo sagrado. Debe notarse claramente la diferencia entre monición y proclamación, de modo que el tono y el ritmo con el que el lector dice: «Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios» debe cambiar, después de un breve silencio, para leer solemnemente: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común…».

Aquí aparece el elemento esencial de la lectura sagrada y la oración vocal: el ritmo, que determinará los demás niveles de lectura y oración de los que vamos a tratar y sobre el que volveremos detenidamente más adelante.

C) La oración

Así como la «proclamación» requiere un carácter de lectura que manifieste la sacralidad del texto, la oración exige un modo de lectura que empape el corazón y sirva de vínculo espiritual con Dios. Si esto no se consigue, nos habremos quedado en una simple lectura, por buena que sea, pero no en una oración, y no habremos hecho nada. Un sacerdote puede declamar el texto de una oración con una hermosa voz y magnífica dicción sin orar. Por supuesto, una lectura rápida del texto de una oración hace imposible cualquier interiorización de la misma, como también una artificial lentitud. El carácter propio de la oración exige una manera especial de «leerla», que haga que el que lo hace entre en oración y también los que lo escuchan; lo cual es fruto, principalmente del «ritmo» específico que hay que darle.

Esto vale para todos los tipos de oración «vocal» que hacemos en voz alta o mentalmente, en público o en privado. Aquí entran las oraciones litúrgicas, especialmente las partes «orantes» de la misa, las devociones como el rosario o el viacrucis y, singularmente, la liturgia de las Horas, rezada en privado o en comunidad.

D) El semitonado

Precisamente para obligarse a mantener un ritmo adecuado del que no se pueda salir, sin necesidad de utilizar grandes medios para solemnizar la recitación de un texto, se emplea un modo de recitación simple de las oraciones, cantándolas con una sola nota. Para hacerlo así, es necesario ir más lento que en una simple lectura, lo que permite fijarse más en el texto e interiorizarlo mejor, teniendo que cuidar la respiración, para acompasarla al canto y al texto, lo que facilita mucho el «ritmo» del que depende que el texto se convierta en verdadera oración.

E) El canto

Finalmente, lo que más ayuda a orar sobre la base de un texto es cantarlo. Pero no toda forma de canto sirve para esta finalidad, sino la que respete la esencia de su carácter orante, que es el ritmo. Por esa razón, el canto por excelencia propio de la oración es el gregoriano, porque es sencillo, con pocas notas, sin grandes saltos en la melodía, y, sobre todo, porque letra y música se crean con la misma finalidad verdaderamente «espiritual» y se acompasan perfectamente al verdadero «ritmo» de oración. Aparte de este modo de canto, también pueden servir los diferentes «tonos» y estilos que han tratado de actualizar la función del gregoriano a la lengua vernácula en la actualidad. Éste suele ser el modo que tienen de cantar las Horas en los monasterios que actualmente conservan el canto, y a él se podrían asimilar algunas ‑no muchas‑ canciones religiosas de las que se emplean en la liturgia.

Por supuesto es muy difícil que la mayoría de las canciones de nuestras misas puedan servir a esta finalidad, por mucho que las guitarras y los ritmos de moda las hagan particularmente agradables a nuestra sensibilidad. Pueden ser «bonitas» según la moda del momento, pero no son «orantes», porque resultan imposibles de acomodar al ritmo propio de la oración. Y si, además carecen de un texto verdaderamente espiritual y la música no es de calidad, está mal ejecutada o es eminentemente mundana, tendremos en nuestra liturgia un magnífico obstáculo que imposibilita la oración, aunque proporcione hermosos sentimientos que nos proporcionen cierta satisfacción sensible. Pero la oración no pretende nuestra comodidad o placer, sino la comunicación con Dios y su gloria.

3. El ritmo y la oración

Aquí llegamos al aspecto esencial y decisivo que hace que la oración vocal pueda ser verdadera oración. Hemos de partir de la existencia de un ritmo interior que determina nuestra vida y que viene marcado principalmente por la cadencia de la respiración y el latido del corazón. Normalmente no somos conscientes de ese ritmo, pero nunca cesa y de él depende nuestra vida; de modo que morimos cuando se detiene.

Desde muy antiguo, los cristianos que buscaron la perfección espiritual descubrieron la importante conexión que existe entre la verdadera oración y el ritmo interior, representado por la cadencia de la respiración. De tal manera que, en la medida en que acompasaban a ese ritmo el texto que recitaban interiormente, que leían o proclamaban en voz alta, lo iban interiorizando más fácilmente y cosechaban mejores frutos de la oración. De esta experiencia nació la «oración del corazón», también llamada «del nombre de Jesús» o, simplemente, «de Jesús» o «del Nombre», que consiste en repetir una precisa y simple fórmula de oración, acompasándola al ritmo interior.

Este modo de orar, mantenido constantemente a lo largo de la historia, se ha convertido en uno de los más valiosos tesoros de la vida espiritual cristiana. Se fundamenta en la unión del ritmo respiratorio con las palabras que se repiten interna y exteriormente: al inspirar se dice la invocación «Jesús, Hijo de Dios», que interioriza el nombre del Salvador, y al expulsar el aire se expresa la petición: «Ten misericordia de mí». Además de que este tipo de oración constituye un modo especialmente adecuado para la vida contemplativa, como hemos desarrollado en nuestro apartado dedicado a la oración del corazón, es un excelente modelo y ejercicio para aprender a unir la oración vocal con el ritmo pausado, que va ligado a la respiración y lleva a una oración profunda.

En la misma línea se sitúa san Ignacio de Loyola, que en el libro de los Ejercicios espirituales (n. 258) recomienda la oración por «compás» o por «anhelitos», en la que se pronuncia cada palabra del padrenuestro, el avemaría u otras oraciones o jaculatorias en cada movimiento de inspiración o espiración, con el fin de interiorizar espiritualmente su contenido.

A) Disposición interior

Aunque estamos tratando de «técnicas» de oración, el elemento fundamental de la oración auténtica es la actitud interior. No ora quien domina una técnica, sino el que está abierto interiormente a la acción del Espíritu Santo y busca apasionadamente la comunicación interior con Dios que lleva a la comunión de amor y de vida con él.

En este sentido hay que prestar mucha atención a la mirada interior que en la oración se dirige exclusivamente a Dios. Eso supone que durante la oración hemos de mirar a nuestro interior, evitando cualquier forma de dispersión. Eso se consigue dirigiendo la mirada al corazón, para encontrar allí a Dios, sin perderse en otras realidades, ni siquiera la música o la entonación, en el caso de que estemos cantando. Por eso, la parte musical debe ser simple y bien conocida, para que no distraiga de lo esencial.

Evidentemente, la parte técnica, como elemento humano, constituye un sustrato necesario para orar; pero hemos de insistir en que esto tiene una importancia relativa, porque la oración no es el resultado controlado de una técnica, sino que ésta sirve a lo que es el núcleo de la oración, que es el amor, hecho mirada del pobre a Dios, como su Señor, a quien le entrega todo y del que lo requiere todo. Esa mirada busca servirse de todo para mantener permanentemente el diálogo amoroso con Dios; y ahí es donde entra la «técnica» que ayuda materialmente a concentrar la mirada y dirigirla a Dios, evitando que se disperse en distracciones inútiles.

B) La respiración

Al hablar de respiración en el ámbito de la oración debemos tener en cuenta que nos referimos a la respiración «profunda», también llamada abdominal o diafragmática, no a la respiración torácica. Al inspirar y espirar se inflan y desinflan el pecho y el abdomen, y a nosotros nos interesa la respiración en la que notamos más movimiento abdominal. De estos dos tipos de respiración, la más importante para el canto es la abdominal, como bien saben los cantantes profesionales, porque es la que tiene una flexibilidad suficiente para poderse acomodar al ritmo que exige la música. Y, por la misma razón, permite también sintonizar con el ritmo interior propio de la oración.

Para acostumbrarnos a esta forma de oración podemos empezar realizando un sencillo ejercicio que nos ayudará a conocer y desarrollar este modo de respirar:

  • Acostado, en la cama o en una superficie plana (si es posible con una almohada debajo de las rodillas), me aseguro de que la cabeza, el cuello y la columna están en una línea recta.
  • Coloco una mano en la zona superior del pecho y otra en el abdomen, justo con el dedo meñique encima del ombligo.
  • Inspiro lentamente por la nariz (unos 4 segundos), de forma que la mano que está sobre el abdomen sienta la presión de éste al elevarse. La mano en el pecho debe permanecer sin moverse (o casi). La inspiración no debe ser tan profunda que lleguemos a hiperventilar.
  • Hago una pequeña pausa (unos 2 segundos) en la respiración antes de exhalar el aire.
  • Exhalo lentamente el aire por la boca (de 6 a 8 segundos), de forma que sienta los músculos del abdomen descender (la mano del pecho debe permanecer los más inmóvil posible).

Aunque no tiene que ser absolutamente preciso, el tiempo de cada etapa es muy importante, porque de él depende precisamente el «ritmo» que necesitamos. Podríamos decir que la inspiración es relativamente lenta, hay una breve pausa y la espiración es más lenta que la inspiración. Aproximadamente podríamos hablar de 4-2-8 segundos; aunque, si bien es cierto que en un simple ejercicio de respiración exhalar el aire durante 8 segundos puede parecer incómodo, luego no lo es cuando estamos cantando o recitando un texto.

C) El ritmo de la oración

Teniendo en cuenta todo lo anterior, veamos cómo aplicar este tipo de respiración a la oración. En el caso del canto o el «semitonado» de las oraciones resulta más fácil porque la música lo exige, aunque lo hagamos con respiración torácica. De todos modos, conviene que tengamos cuidado de respirar abdominalmente porque no sólo facilita el canto sino, sobre todo, la oración.

En las oraciones litúrgicas o simplemente vocales, como el rosario, siempre hay que acomodar el texto al ritmo de la respiración, lo cual genera la cadencia propia de la oración. Así, inspiramos normalmente en silencio, mantenemos brevemente y recitamos mientras exhalamos lentamente. En este último paso está la clave del proceso: hemos de emplear el aire y el tiempo de la espiración para decir una frase completa de la oración que tenga sentido por sí misma. Es como si dividiéramos el texto en frases más o menos largas, señalándolas entre comas, y metiendo cada frase en una exhalación.

En cuanto a la colocación del texto en el ritmo respiratorio hay que tener en cuenta, en principio, que no se debe considerar especialmente la puntuación, de manera que se pronuncia de forma «plana» o seguida, manteniendo el mismo ritmo.

D) Los silencios

Como todo músico sabe, tan importante como las notas que se cantan son los silencios. Ellos forman parte de la música y la hacen posible, así como el mismo ritmo. En la oración vocal sucede lo mismo: a través del silencio acogemos lo que hemos verbalizado o lo que nos disponemos a decir. Y, al igual que la voz tiene su ritmo, hay que incluir los silencios en el proceso, como el complemento necesario para construir la oración.

Además de los ejemplos de la misa a los que hemos aludido, hay que señalar especialmente la importancia de los silencios en la liturgia de las Horas, especialmente después de la lectura bíblica, entre las distintas partes de la celebración y entre los salmos. En este caso, un breve silencio nos permite tomar conciencia del carácter del siguiente salmo para acomodar a él nuestra actitud. Si hemos rezado un salmo de acción de gracias, no podemos pasar inmediatamente a otro de súplica con la misma disposición interior que teníamos para el primero.

E) La oración comunitaria

Si todo lo que hemos visto hasta ahora es importante para sustentar la lectura litúrgica y la oración personal, resulta esencial cuando se trata de textos que se rezan en común y en los que, lógicamente, se nota enseguida si existe o falta la sincronía propia de una comunidad orante. Resulta casi imposible orar de verdad cuando el texto de la oración se recita por un grupo de personas en el que hay diferencias de ritmo y entonación, porque la liturgia, para que sea realmente comunitaria, tiene que expresar una comunión interior de todos que se manifiesta en la unidad de posturas, actitudes e intervenciones. Esto tiene especial importancia para la Misa y la liturgia de las Horas.

En el caso de las Horas, especialmente en la recitación de los salmos -que son oraciones- debemos tener en cuenta que «cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las Horas, uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia que celebra el misterio de Cristo»2. Y esto sólo es posible si todos se ajustan al elemento principal, que es común a todos: la cadencia de la respiración. Así como la entonación, el carácter o la velocidad pueden variar en cada persona, el ritmo de la respiración es muy semejante, y las ligeras diferencias que pueden existir se pueden armonizar con facilidad.

F) La oración vocal mental

Normalmente las oraciones mentales las solemos «leer» simplemente. Así, por ejemplo, damos por «rezada» la liturgia de las Horas cuando nos hemos limitado a «leerla» materialmente, igual que si hubiésemos leído una novela, buscando comprender lo que repasan nuestros ojos. Pero esta comprensión no basta para convertir lo que hemos hecho en verdadera oración, hace falta para ello que le demos el ritmo interior que hace que se unifique nuestro corazón con lo que decimos.

Pero aquí no podemos aplicar el ritmo de la respiración igual que lo haríamos cuando rezamos en voz alta y la inspiración es incompatible con la voz.

4. Comparativa entre formas de «lectura» espiritual

A modo de resumen, veamos, de manera gradual, las diversas maneras de utilizar un texto en la oración o en la liturgia, con sus características propias de carácter, entonación o ritmo según se apliquen a diferentes finalidades. Para poder apreciar mejor las diferencias, ofrecemos aquí un audio con un ejemplo de cada una de estas formas de emplear un texto en la vida espiritual.

Para ello nos hemos servido de las primeras estrofas del Magníficat, de modo que, al ser el mismo texto, se puedan observar mejor las diferencias. Y, por la misma razón, los ejemplos van seguidos en el mismo orden que señalamos a continuación, sin títulos o comentarios que dificulten la comparación. Para poder distinguirlos, cada enunciado figura, entre paréntesis, el momento de su inicio en la grabación:

1. Lectura mental (00:00): es la más rápida y la comprensión del texto depende de cada persona. Para que pueda ser verdadera oración la velocidad y el ritmo deberán ajustarse a la respiración.

2. Lectura en voz alta (00:14): es la lectura normal de un texto, en la que se busca simplemente que se entienda, para lo cual hay que vocalizar bien, pudiendo ir a cualquier velocidad que permita la normal comprensión del texto. Es la lectura de una noticia en la radio o, en la liturgia, la de las moniciones y avisos que se incluyen en la misa.

3. Proclamación (00:35): es una lectura que pretende, además de que se entienda el texto, que se asimile mejor su contenido, asemejándose lo más posible a la expresión normal del lenguaje por medio de un ritmo más natural y un mayor énfasis en la puntuación. En el caso de la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, a este tipo de lectura hay que añadirle la solemnidad necesaria para que el texto resuene interiormente en los oyentes y puedan acogerlo mejor en su corazón.

4. Oración en voz alta (01:03): esta lectura exige del que la hace que la vaya interiorizando y la convierta en expresión de su propia oración, lo que exige un cuidado semejante a la proclamación, pero ajustando el ritmo a la cadencia interior del que la hace.

5. Oración mental (01:30): en este caso, la lectura se va acomodando a las necesidades espirituales, por lo que el ritmo y las pausas cambian en función de las necesidades espirituales de cada persona en cada momento.

6. Canto moderno (02:08): al someter el texto a un ritmo y una melodía, se consigue un clima más atractivo y un mayor tiempo para asimilar el texto. El problema, en este caso, radica en que la búsqueda de una música pegadiza lleva a la primacía de la estética sobre el contenido.

7. Oración semitonada (02:42 ): es el tipo de melodía más simple, apoyada en una sola nota, pero que obliga a mantener un ritmo más pausado que la simple lectura y una cadencia que ayuda a la interiorización y exige la oración, de lo contrario se convierte en algo tedioso.

8. Cadencia contemplativa (03:16): se trata de un texto musicalizado siguiendo una melodía sencilla, que no exija demasiado esfuerzo para su ejecución, pero que tenga un fuerte sentido espiritual y un ritmo armonizado con la cadencia interior; todo lo cual facilita que el orante asimile bien el texto hasta hacerlo plenamente suyo.

9. Gregoriano (03:46): Es la expresión más elevada de la oración vocal comunitaria, fruto de un texto, una melodía y una cadencia que han nacido y se han desarrollado exclusivamente con sentido religioso para ayudar a convertir un texto en verdadera oración interior y en expresión externa de la piedad del orante.


NOTAS

  1. Ordenación General del Misal Romano, 38.
  2. Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 22.