El largo camino de la conversión de un discípulo
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Contenido
Introducción
En esta ocasión vamos a contemplar el encuentro de Jesús con unos pecadores muy cercanos a nosotros: sus discípulos.
En el encuentro de Jesús con los publicanos, que son los pecadores por antonomasia, hemos contemplado la fuerza poderosa de la misericordia de Dios, que transforma al pecador de forma instantánea y radical, como hace con Mateo y con Zaqueo. Se trata de encuentros puntuales en los que todo cambia súbitamente.
Ahora vamos a contemplar cómo reacciona Jesús al pecado de los más cercanos, con los que convive día a día, y vamos a descubrir una nueva característica de la misericordia: la paciencia con el discípulo pecador que hay que transformar paso a paso, en un largo proceso. Ya no se trata de una conversión fulgurante, sino de un largo camino en el que se irá manifestando el pecado y la misericordia, hasta llegar al momento crítico en el que todo se decide, en el que es clave aceptar con humildad la misericordia para pasar de la primera conversión con la que comenzamos a seguir a Jesús, a la segunda conversión que nos lleva a identificarnos realmente con su camino de cruz y de gloria. Por eso no vamos a contemplar un encuentro concreto, sino que tenemos que recorrer la historia de una relación en la que se va manifestando el pecado y va haciendo su obra la misericordia.
Al comparar la diferencia entre la conversión rápida del pecador público y el lento proceso de conversión del amigo, del elegido, del apóstol, sorprende que precisamente el más cercano necesite un proceso más largo de conversión. Quizá sea así porque su pecado no es tan evidente; tal vez necesita experimentar una conversión más profunda, dolorosa y consciente porque va a convertirse en portador de misericordia y artífice de la conversión de otros. El apóstol, para tener misericordia, humildad y paciencia con los pecadores, va a tener que reconocer que necesita una buena dosis de paciencia por parte del Señor, y que la misericordia ha tenido que salir a su encuentro una y otra vez.
Lógicamente, es la relación de Jesús con Pedro la que mejor ilumina este proceso, que nosotros también debemos reproducir. Pero no pensemos que los otros apóstoles no necesitaron el mismo proceso. También ellos tuvieron los pecados propios del amigo, del discípulo y del apóstol.
- -El pecado de querer ser más que los demás en el reino de Dios, que es el pecado de Santiago y Juan, que le piden a Jesús los sitios de privilegio (Mc 10,35-40).
- -La reacción violenta e insensata, de nuevo de los hijos del trueno (Mc 3,17), ante el rechazo de los samaritanos a Jesús, proponiéndose hacer bajar -¡ellos!- fuego del cielo (Lc 9,54-55).
- -La falta de fe y de oración de los discípulos que les hace incapaces de expulsar el espíritu inmundo que atormentaba a aquel niño (Mc 9,17-19).
- -El pecado de obstinación e incredulidad de Tomás que pone condiciones para creer en el testimonio de los demás apóstoles que han visto al Resucitado (Jn 20,24-25).
Jesús no necesitaba salir del círculo de sus discípulos más cercanos para encontrar pecadores necesitados de conversión. Tampoco hoy le costaría ningún trabajo encontrar entre nosotros, los más cercanos, el deseo de primeros puestos en la parroquia o en la diócesis, el deseo de arrancar violentamente el mal de nuestro mundo, la esterilidad de nuestra vida cristiana causada por nuestra falta de fe y de oración, o la dureza de corazón que impide que nos afecte el testimonio de los conversos o de los santos.
Pero la importancia de Pedro en la Iglesia y en el Evangelio, y la frecuencia con la que aparece su relación con Jesús y su pecado, nos permiten fijarnos en él para ver claramente cómo es la relación de Jesús con Pedro pecador y aprender de esa relación a reconocer nuestro pecado de discípulos y reproducir también su conversión.
Pedro se siente pecador ante el milagro de Jesús
Al comienzo de la relación de Jesús con Pedro, éste se hace consciente de su indignidad y pecado. Jesús muestra su personalidad divina con la pesca milagrosa, a la luz del día, después del fracaso de una larga noche intentando coger peces en el mar de Galilea (Lc 5,1-7). Pedro, como buen pescador, sabe que lo que le pide el Señor es absurdo, no se puede pescar de día, especialmente después de una noche de trabajo inútil. Pero Pedro, después de haber oído predicar al Señor, decide hacer caso de su proposición insensata y echa las redes a plena luz del día. Pero también como buen pescador, sabe que lo sucedido es un milagro y lo que significa: sólo con el poder de Dios se puede hacer ese milagro, y entonces el que está delante de él es mucho más que un rabino o un profeta. Y su reacción es inmediata, se echa a los pies de Jesús y le pide que se aparte de él, porque es indigno de estar en su presencia porque es un pecador (Lc 5,8).
No se trata de que Pedro sea un gran pecador y tenga que abandonar graves vicios. Cuando se proclama pecador indigno de estar ante Jesús, Pedro no se está mirando a sí mismo, ni está recordando sus pecados. Gracias al milagro está mirando a Jesús y se le abren los ojos de la fe para descubrir la dignidad divina de Jesús, y automáticamente descubre su propia indignidad, la conciencia de pequeñez, de inmerecimiento, de radical distancia entre la bondad del Señor y la limitación de la criatura. No se trata de una falsa humildad, de un reconocimiento retórico o formal de su condición de pecador, como el que se inclina por protocolo ante un rey humano. Realmente Pedro, y cualquier humano, es un pecador indigno de estar ante el Señor. Y lo contrario, sentirnos dignos y justos ante él, significa que no hemos descubierto quién es Jesús realmente y que lo tratamos de tú a tú, como a un compadre, no como al Hijo de Dios hecho hombre.
Este primer encuentro de Pedro con Jesús nos enseña que la cercanía y la amistad con Jesús de la que disfrutamos no debería hacernos olvidar que ante él siempre somos pequeños, indignos y pecadores; descubriendo una vez más lo absurdo de la actitud del fariseo orgulloso de la parábola, puesto en pie en el templo ante Dios, presumiendo de su justicia: no sólo era falsamente justo, sino que tampoco se había encontrado de verdad con el Dios vivo.
Pero esta reacción de Pedro tiene un peligro, que Jesús detecta y corrige inmediatamente: que esa conciencia de nuestra indignidad y de nuestro pecado nos aparte del Señor: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». El Señor no niega que Pedro sea pecador, pero no le deja apartarse; todo lo contrario, le llama al seguimiento y a la colaboración con él: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres».
La reacción del Señor ante la lógica y acertada reacción de Pedro pidiendo a Jesús que se aparte de él, nos enseña que nuestra realidad de pecadores no debe ser excusa para que nos apartemos del Señor ni para rechazar su llamada. La reacción natural del pecador ante Dios es apartarse, como le sucede a Adán y Eva después del primer pecado (cf. Gn 3,8). Pero la reacción cristiana, la que necesitamos y la que el Señor nos ofrece, es precisamente la contraria. Recordemos las palabras de santa Teresa del Niño Jesús:
Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él (Manuscrito C, 36vº)1.
Hay cierto orgullo en pensar que no podemos aceptar la amistad y la misión del Señor, porque somos pecadores. Como si fuéramos amigos y colaboradores por ser irreprochables. Recuérdese lo que dice san Pablo a los corintios, que Dios ha elegido a lo necio, a lo débil, lo bajo, lo despreciable y lo que no cuenta (1Co 1,26-29). Al elegirnos siendo indignos y pecadores nos hace servidores humildes y comprensivos con los pecadores, que realizamos nuestra tarea con la humildad del que ni siquiera es digno de estar ante su Señor. Y, desgraciadamente, nos olvidamos de todo esto con mucha frecuencia.
Pedro rechaza la cruz de Cristo… y la suya
Pedro, el primero entre los apóstoles que recibe la revelación del Padre para reconocer que Jesús es el Mesías, comete el gran pecado de intentar sacar a Jesús del camino de la Cruz. Este pecado es propio y exclusivo del apóstol y del amigo, del que tiene la revelación de Dios y del que se puede sentir con derecho a corregir a Jesús.
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,21-22).
La reacción de Jesús tiene que ser rotunda y clara para sacarle del error y del pecado: «Eres Satanás, eres el obstáculo para realizar mi misión». No es exageración, es la verdad y Jesús se lo dice para que reaccione. Jesús no suaviza, sino que plantea las consecuencias del pecado con radicalidad. No sabemos qué cara se le quedó a Pedro después de escuchar estas palabras del Señor; pero sí sabemos que siguió a su lado, aunque también sabemos que el problema no se solucionó del todo, como veremos, más adelante.
Nuestro pecado no es sólo andar como enemigos de la cruz de Cristo, movidos por las pasiones: «Porque ‑como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos‑ hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas» (Flp 3,18-19), sino huir de la Cruz e inventarnos otros cristos que nos salven sin Cruz y que nos salven de la Cruz. Rechazamos violentamente el sufrimiento, las dificultades, las incomprensiones; nos quejamos amargamente de nuestra cruz; le pedimos al Señor, bajo capa de ayuda, que nos libre de ella. Se trata del pecado del discípulo, porque rechazar la cruz es negarse al seguimiento: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). Por eso le dice a Pedro «ponte detrás de mí», sigue mi camino, sígueme con tu cruz, sin ella no podrás ser discípulo.
El problema es que nos engañamos a nosotros mismos y buscamos un cristianismo sin Cruz: queremos amar sin tener que dar la vida, pretendemos arreglar los conflictos sin perder ni perdonar, nos proponemos cumplir los mandamientos sin lucha y sin sufrimiento y creemos que podemos dar la vida a Cristo sin perder nada.
Y tenemos que preguntarnos si no es peor este engaño nuestro que el pecado del que niega la cruz claramente y se entrega a los placeres del mundo. Porque de esa negación se es consciente, mientras que nosotros podemos permanecer tranquilos en el engaño de que hemos encontrado una forma de seguir a Cristo evitando la cruz. Lo vemos en la parábola de los dos hijos, que termina con el terrible diagnóstico que ya hemos escuchado en otros retiros:
«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios» (Mt 21,28-31).
Tenemos que atrevernos a preguntar si este rechazo de la Cruz no es el pecado fundamental de la Iglesia: predicar algo distinto a Cristo y Cristo crucificado, como dice el apóstol san Pablo (1Co 1,23); plantearnos si podemos pretender estar en el mundo sin que el mundo nos rechace, como anuncia el Señor (cf. Jn 15,18-19; 16,33; 17,14), sin que nos crucifique. Necesitamos que Jesús nos dé a nosotros también un zambombazo como el que dio a Pedro y nos diga: «Cuando intentáis acomodaros al mundo y que el mundo os acepte actuáis y pensáis como Satanás. Poneos detrás de mí, que camino con mi cruz a dar la vida por ser testigo de la verdad y para salvar al mundo».
El pecado de la falta de fe del que ha visto milagros
Contemplamos ahora a Pedro, asustado y sorprendido por la aparición de Cristo andando sobre el mar en medio de la tormenta (Mt 14,22-27). Y para asegurarse de que quien viene caminando sobre las aguas es Jesús, Pedro le pide a Jesús algo insensato, fuera del sentido común: «Mándame ir a ti sobre el agua». ¿Será éste el pecado de Pedro? ¿Le regañará el Señor por la locura que acaba de pedir? Por una vez Pedro acierta. Y el Señor le concede el milagro, y Pedro empieza a caminar sobre las aguas turbulentas.
Pero Pedro vuelve enseguida al sentido común, valora humanamente la situación, deja de mirar a Cristo, se olvida del milagro que está viviendo y se hunde. La misericordia del Señor le rescata, pero no deja de señalarle el pecado, la falta de fe, la duda incomprensible a esas alturas: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?».
¿No es este también nuestro pecado? El Señor también nos salva a nosotros una y otra vez, cuando nos hundimos por nuestra falta de fe, cuando olvidamos lo que ha hecho por nosotros y no tenemos la confianza para hacer su voluntad, aunque parezca imposible, como caminar sobre el agua. ¿Vamos a aprender del error de Pedro y actuar de forma distinta? ¿Vamos a salir alguna vez de nuestras dudas y de nuestra falta de fe? ¿Vamos a creer que podemos caminar por el agua, es decir, salir del sentido común y del cálculo humano, para abandonar nuestra mediocridad y reproducir en nuestra vida la vida de Cristo? ¿Vamos a empezar a creer que con la gracia de Dios podemos hacer lo inesperado, lo imposible, es decir, amar generosamente, perdonar, ser humildes, castos, es decir, santos?
La misericordia del Señor con Pedro se manifiesta en dos cosas: en sacarlo del agua y en reprenderlo por la falta de fe, que le impide seguir caminando sobre el mar. Para nosotros buscar la conversión no debe consistir sólo en pedirle al Señor que nos salve una y otra vez cuando nos hundimos en el pecado o en la desesperanza, sino que nos muestre nuestra falta de fe y nos impulse a dar el salto de la fe que nos ayude a buscar el imposible de la santidad.
Es cierto que Pedro pecó porque se hundió a causa de su falta de fe, de no mantener la mirada en Cristo y olvidarse de que realmente podía caminar sobre el agua con la ayuda de Jesús; y el Señor le señaló su pecado. Quizá nosotros podemos sentirnos tranquilos porque no nos hundimos como Pedro después de caminar sobre las olas, pero en realidad nuestro problema es que no damos un paso fuera de la barca. No nos hundimos así porque no salimos de nuestra seguridad, no nos atrevemos a pedirle al Señor ir más allá del sentido común a la hora de amarle a él y de amar a los demás. Nos mantenemos en nuestra zona de confort en nuestra vida espiritual y por eso no tenemos la sensación de que lo que estamos haciendo es peligroso o insensato, como cuando Pedro andaba por el agua. Pero, entonces, ¿no es mayor nuestro pecado que el de Pedro?
Los pecados de Pedro en la pasión y el rescate de Jesús
Los pecados de Pedro se multiplican y llegan a plenitud en la pasión. Pero en ese momento la misericordia de Jesús sale a su rescate cuando más lo necesita.
La autosuficiencia de Pedro
La autosuficiencia de Pedro, que sale a relucir en la última cena, preludia ya la catástrofe de la traición. Jesús les avisa del escándalo de la Cruz, de la tentación que van a padecer; quiere prevenirlos para que se mantengan firmes y para darles esperanza después de la caída:
Esta noche os vais a escandalizar todos por mi causa, porque está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño». Pero cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea (Mt 26,31-32).
Pedro, sin embargo, reacciona con autosuficiencia, orgullo y fanfarronería: «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré». Y aunque el Señor le insiste, no se apea de su orgullo: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mt 26,33.35).
Gran parte del pecado que sigue, la traición cobarde, tiene su raíz aquí, en la falta de humildad para acoger la advertencia del Señor, que no es una profecía, como si fuera un destino inevitable, todo lo contrario. Si Pedro hubiera reconocido su debilidad, si hubiera tenido humildad para pedir ayuda, si hubiera estado atento a la tentación, podría haber sido fiel. La prueba la tenemos en el discípulo amado, que probablemente como los demás discípulos manifestó su intención de ser fiel, aunque fuera a costa de su vida (v. 35), pero no huyó como los demás y estuvo al pie de la cruz de Jesús, como María.
También nosotros reaccionamos con orgullo ante la tentación, la debilidad, el pecado, pensando que, porque tenemos la intención de ser fieles, vamos a serlo con nuestras fuerzas y capacidades. Quizá también pensamos que somos más fuertes o más listos que los que son infieles. El único antídoto contra el orgullo que nos hará caer en el momento de la prueba es reconocer nuestra incapacidad, pedir humildemente ayuda y luchar, pero con la ayuda del Señor.
Pedro se duerme en el huerto de los olivos
En la oración del huerto de los olivos es cuando Jesús hace el acto de obediencia plena al Padre, supera la tentación, acepta la cruz, de modo que afronta con firmeza y serenidad cada momento de la pasión. En ese momento llama a los tres discípulos preferidos, el primero Pedro, para que le acompañen («venid aquí y velad conmigo», Mt 26,38) y porque lo necesitan para vencer la tentación («velad y orad para no caer en la tentación», v. 41).
Pedro, como los hijos de Zebedeo, se duerme en el huerto (vv. 40.42.45). Las tres veces que Jesús acude a ellos, los encuentra dormidos. Esa forma de dormirse en la oración no es simple debilidad. Es una forma de evitar la lucha necesaria para buscar la voluntad de Dios, de huir del sufrimiento que supone vencer el miedo para ser fiel a lo que Dios quiere. Dormirse en ese momento es pecado. Cuando se tiene el privilegio de ser elegido por Jesús para acompañarle en esa ocasión, es pecado dejarle solo. Pero, además, esa huida de la oración de lucha para aceptar la voluntad de Dios es el pecado que abre paso a la traición. Es aquí, evitando el sueño, orando como Jesús, donde se podía haber evitado la traición: «Que pase de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino como quieres tú». Se duermen del mismo modo que se caían de sueño durante la transfiguración (Lc 9,32) y desaprovecharon la gracia que les fortalecía para este momento de la pasión.
Ciertamente somos débiles, el miedo nos paraliza, nos superan los sufrimientos y las dificultades. Nuestro pecado como discípulos no está en nuestra debilidad, sino en no aprovechar las oportunidades para fortalecernos e iluminarnos, en que no afrontamos el miedo y la tentación cuando podemos vencerlos en la oración junto a Jesús y orando como él. Entonces es cuando podemos aceptar la debilidad y con ella dirigirnos al Padre para pedirle humildemente que nos ayude a hacer su voluntad; es el momento de unirnos a Jesús y, con sus palabras y su compañía, decirle a Dios que, aunque nos muramos de tristeza y de miedo, queremos hacer la voluntad de Dios. Si no hemos sido capaces de velar con él en el huerto de Getsemaní, traicionaremos a Jesús en el momento de la prueba.
La violencia de Pedro
Cuando están todavía en el huerto de la tentación y de la victoria de Cristo, llegan a prender a Jesús. Y Pedro reacciona con violencia: saca la espada que llevaba consigo y ataca al criado del sumo sacerdote (Jn 18,10). La violencia de Pedro en el momento del prendimiento manifiesta con claridad que, después de tanto tiempo y tantas experiencias, sigue sin entender qué tipo de Mesías es Jesús, no ha comprendido todavía que la Cruz es necesaria: «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11).
Tomando la espada contra los enemigos de Jesús, de nuevo Pedro se opone a Jesús, se convierte en escándalo, en obstáculo para los planes de Dios, como aquella primera vez que Jesús anunció la pasión. Se nota que no ha aprovechado los anuncios de Jesús de que la pasión iba a suceder y que iba a dar la vida en rescate por muchos; se nota que no ha orado con Cristo en el huerto. Y por eso reacciona con violencia a la violencia y a la injusticia. De nuevo deja a Jesús sólo poniéndose del lado de los violentos; y, ante el reproche de Jesús, como no se le ocurre otra solución, huye.
También nosotros nos oponemos a Cristo cada vez que intentamos defenderlo con la violencia, también con la violencia verbal. Hoy también le dejamos solo cuando nuestra respuesta a la violencia y a la persecución no es la mansedumbre, el sufrimiento por mantener la verdad de Dios, la aceptación de las consecuencias de ser fieles a Cristo. Como Pedro, pensamos que podemos enfrentar el mal mejor que Jesús, atacando el mal con nuestra violencia, y no abrazando la cruz. Como Pedro olvidamos que sólo el manso se mantiene fiel y vence al mal, y que el violento negará a Jesús porque, en realidad, es un cobarde.
Las negaciones de Pedro y la mirada de Jesús
El culmen del pecado de Pedro llega cuando de forma solemne, repetida y cobarde niega ser discípulo de Cristo ante las criadas y los siervos del sumo sacerdote (Lc 22,54-60). ¡Qué ridículo queda ahora el «daré mi vida por ti» (Jn 13,37) y «aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mt 26,35)! No han pasado más que unas horas para que jure que ni siquiera conoce a Jesús. Esta solemne negación es la consecuencia del orgullo, de la incomprensión culpable, de la falta de oración, de la violencia, porque el violento es cobarde.
Pedro ha llegado a lo más hondo de su debilidad y de su pecado: ha traicionado a Jesús. Parecería que todo ha acabado ya, que no puede ser discípulo y, menos aún, piedra de la Iglesia el que ha negado cobardemente a Jesús. Parecería que Jesús se equivocó eligiéndole como el primero de los apóstoles para que confirme la fe de sus hermanos. Pero ha sucedido algo doloroso y extraordinario, lo que Pedro necesitaba sin saberlo, de lo que huía sin quererlo reconocer: ha salido a la luz su debilidad, se ha roto su autosuficiencia, se ha derrumbado su orgullo. Aunque parezca que el discípulo ha fracasado definitivamente, es ahora, por fin, cuando está a punto de caramelo para la misericordia. Y la misericordia no va a tardar.
En ese mismo momento, Cristo rescata al Pedro traidor y cobarde, débil y pecador, al Pedro de verdad, con su mirada.
Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas». Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente (Lc 22,60-62).
¿Cómo sería esa mirada de Cristo? No nos dice nada el Evangelio. Pero sí sabemos cómo miraba Cristo al paralítico, a Mateo, a la pecadora, a la adúltera, a la multitud, a la viuda de Naín. Jesús no miraría a Pedro de otra manera. El hecho de que llorara amargamente nos hace pensar de forma equivocada en una mirada dura, de reproche, la que solemos emplear nosotros para hacer llorar a los demás. Pero las lágrimas de Pedro ante la mirada de Jesús son el signo y el fruto de la experiencia del perdón. Esas lágrimas manifiestan, a la vez, la conciencia humilde del pecado y la ternura que brota del corazón después de haber recibido la misericordia cuando menos la merecía, cuando más la necesitaba.
Pedro necesitaba llegar hasta el fondo de su pecado y de su debilidad, para que se rompiera su autosuficiencia y su orgullo y así poder ser rescatado desde su realidad más verdadera. Es entonces cuando por fin puede acoger con humildad la salvación que viene, precisamente, del hombre que tenía que sufrir la pasión. Las lágrimas brotan ya del nuevo Pedro, del que ha transformado la mirada misericordiosa e inesperada de Jesús que camina a la pasión. Son las lágrimas del Pedro humilde pecador y rescatado por un Jesús atento a recuperar al amigo y discípulo débil y traidor, y convertirlo, ahora sí, en piedra de la Iglesia.
El diálogo que restaura el amor y la misión
Pedro ha sido rescatado, pero tiene que ser renovada la amistad y ratificada la misión. Por eso hará falta que Pedro confiese humildemente su amor a Cristo tras la resurrección. Será necesario que Jesús se lo pregunte tres veces, para que manifieste su amor al Señor con sincera humildad: «Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: “¿Me quieres?” y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas”» (Jn 21,17). Es el amor humilde y sincero, no la autosuficiencia ni la violencia, lo que le permite a Pedro abrazar su misión de pastor de las ovejas.
Después de todo su largo camino de pecado y misericordia, de negación y restauración, después de haber contemplado la muerte y la resurrección de Cristo, después de haber confesado humildemente su amor a Jesús, por fin Pedro puede aceptar seguir a Cristo por el camino de la Cruz:
«En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme» (Jn 21,18-19).
Pedro seguirá teniendo debilidades. Pablo tiene que corregirle valientemente porque se aparta de los gentiles por miedo a los cristianos que querían mantener las costumbres judías (Gal 2,11-14). Pero ya no será enemigo de la Cruz, ya no le vencerá su orgullo, porque se sabe traidor, rescatado y renovado por la mirada y el amor de Cristo. Al final, Pedro se pondrá detrás de Jesús, aceptará tomar su cruz y seguir al que salva con la muerte y la resurrección; y morirá en la cruz, aunque boca abajo, porque sabía bien que no era digno de morir igual que su Maestro y Señor.
Hoy nosotros, como Pedro, apretados por las circunstancias, por un ambiente desfavorable, por nuestro propio orgullo, también traicionamos a Cristo. No lo negamos tan abiertamente, pero callamos y actuamos como si no lo conociéramos. Y, no nos engañemos, caemos en la traición por nuestra culpa, porque no aprovechamos sus avisos y su corrección; por el orgullo que nos hace pensar que no vamos a caer; porque no aprovechamos la gracia; porque no permanecemos fieles en la oración que nos permitiría superar la prueba y abrazar la Cruz.
Nosotros también necesitamos atrevernos a mirar al Señor, y en esa mirada, descubrir su misericordia, precisamente cuando hemos traicionado el amor de Cristo. Lo peor que podemos hacer es escondernos de esa mirada por temor o por orgullo, porque esa mirada de verdad, amor y misericordia es lo único que nos puede rescatar. Tenemos que dejar que, ante esa mirada de misericordia, surjan las lágrimas, a la vez de dolor y agradecimiento, que brotan del corazón de piedra que se ha roto al conocer la realidad de su pecado y la realidad infinitamente mayor de la misericordia del Señor; las lágrimas que manifiestan la humildad y el gozo de ser perdonados.
Busquemos también después del pecado y el perdón el diálogo de tú a tú con el Señor que renueva la amistad y nos devuelve la misión; no con la autosuficiencia del que se cree capaz, sino con la humildad y confianza del que ha sido rescatado desde lo más hondo de su pecado. Que el perdón recibido y la amistad reconstruida no nos dejen tranquilos, sino que nos lleven al verdadero seguimiento de Cristo con la Cruz; porque después de haber sido rescatados y reparados es cuando podemos abrazar lo que antes habíamos rechazado. Como a Pedro, la conversión -y la confesión- no sólo nos saca del pecado, sino que debe llevarnos a seguirle fielmente por el camino de la Cruz a la entrega de la vida que desemboca en la gloria.
En el tiempo de oración podría ir recorriendo también el largo proceso de mis pecados como amigo y seguidor del Señor: mis excusas para seguirle porque soy un pecador, mis intentos de buscar un seguimiento sin cruz, mi falta de fe para caminar sobre el agua y los miedos que me han hecho renunciar al milagro del seguimiento generoso. Quizá en la oración puedo identificarme fácilmente con el Pedro que en la Pasión se muestra autosuficiente, fanfarrón, somnoliento, violento o traidor. Pero, seguramente, lo que más me hace falta es reconocer esa traición, pecado o debilidad, que rompe también mi orgullo y autosuficiencia. Y, cuando me parece que todo está perdido, encontrarme con la mirada de Jesús que se encamina a la pasión, y con ella me recoge de mi realidad, pecadora y débil, y me llama de nuevo a seguirle; no como discípulo autosuficiente, sino -yo también- como pecador rescatado por la mirada misericordiosa de Jesús.
Oración
Señor Jesús, Hijo de Dios,
necesito descubrir mi pecado de discípulo y de amigo,
y, mirando los pecados de Pedro,
darme cuenta de que esos son también mis pecados,
y aprender de lo que tú haces con él,
lo que yo necesito que tú hagas conmigo.
Necesito el respeto y la adoración de Pedro
después de la pesca milagrosa,
y reconocer que no soy digno de estar contigo y de ser tu amigo,
pero también necesito que me enseñes que esa indignidad
no es obstáculo para que me llames a ser tu amigo y tu discípulo.
Necesito, Señor, que me corrijas duramente cuando me escandalizo de tu cruz,
cuando huyo de mi cruz,
cuando busco un cristianismo sin cruz;
hazme saber que, entonces, me opongo a ti
me convierto en tentador para los demás
y los aparto de ti con mis razonamientos cobardes.
Perdóname, Señor, porque me hundo por las dificultades y los problemas,
y me olvido de todas las veces que me has hecho caminar
por encima de mis limitaciones y de mi ambiente,
y desperdicio tu gracia que me permite realizar prodigios en tu nombre.
Perdóname, porque muchas veces ni siquiera me atrevo a poner un pie fuera de la barca,
y me aferro a mi sentido común y mis seguridades
y me niego a la locura de seguirte de verdad.
Perdón, Señor, por mis muchas traiciones,
por mis muchas negaciones,
a lo mejor no con mis labios,
pero sí con mi vida y mis actitudes,
cuando ando como enemigo de tu cruz atado a mis pasiones,
y cuando no quiero seguirte con mi cruz.
Enséñame, Señor, a prepararme para evitar la traición,
a escuchar humildemente cuando me recuerdas mi debilidad
para que no sea orgulloso, me fortalezca y te pida ayuda.
Enséñame a orar con perseverancia en la noche de mis tentaciones, mis miedos y mis huidas;
que no me duerma,
que cuando me despiertes,
me dé cuenta de que si no soy fiel en la oración dura de la obediencia en la oscuridad
te traicionaré de la manera más cobarde y humillante.
Ayúdame a no defenderme ni defenderte con violencia
y aprender la mansedumbre necesaria para afrontar como tú la persecución y la injusticia.
Pero, sobre todo, Señor,
te pido que cuando te haya traicionado cobardemente,
cuando te haya negado por miedo o por comodidad,
cuando aparezca toda mi debilidad y mi pecado,
me mires,
con esa mirada que derrotó el orgullo de Pedro,
y rompió su corazón de piedra,
y le devolvió la certeza de tu amor y tu perdón.
Que, en ese momento, Señor, no me desespere,
no me encierre en mí mismo,
en mi traición y en mi orgullo herido,
y te mire,
me atreva a mirarte,
a pesar del miedo de encontrar una mirada dura de reproche,
para que encuentre tu poderosa mirada de misericordia,
y me rescates de mi pecado y de mi desesperanza,
como rescataste a Pedro,
y pueda llorar como él,
con la amargura de mi pecado y la dulzura de tu perdón.
Que no me conforme, Señor, con mis lágrimas,
que te diga no tres, sino cien veces, que te amo,
no más que nadie, sino como tú sabes.
Que mi amor repare lo que rompen mis traiciones,
y que al final comprenda
que el discípulo débil y pecador,
pero rescatado con tu mirada y con tu cruz,
puede seguirte de verdad con su cruz,
y morir contigo
para vivir siempre contigo.
NOTAS
- Recuérdese también el texto de Cuaderno amarillo, 11.7.6, citado en el retiro «Descubrir el poder de la misericordia»: «Madre mía, di muy claro que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida».