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«Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39).

1. Una búsqueda esencial y sincera

Vamos a partir del hecho de que buscamos a Dios, porque es importante para nosotros. Sin embargo, la misma importancia del asunto nos obliga a plantearnos si lo buscamos realmente. Tengamos en cuenta que buscar a Dios no es buscar consuelos, ayudas en la oración, beneficios espirituales o facilidades para la vida…, sino buscar su voluntad para darle gloria.

Todo el que busca de verdad a Dios sabe que sólo puede encontrarlo a través de su Hijo Jesucristo y por medio del Espíritu Santo. No hay otro camino para encontrar al Dios verdadero, porque al Dios revelado, que se comunica y tiene un plan para nosotros, sólo lo podemos encontrar a través de Jesucristo y por medio del Espíritu Santo1.

El que busca a Dios de verdad sabe que no tiene escapatoria, que toda su vida se tiene que configurar desde Dios y en función del proyecto personal que él tiene para cada uno de nosotros. No basta, por tanto, con hacer el bien o ayudar a los demás, sino que debemos responder en concreto a Dios, que nos ha creado con un proyecto personal, único, insustituible y extraordinario; y ese plan da sentido pleno a nuestra vida y nos lleva a la gloria. Por eso, sólo descubriendo y cumpliendo la voluntad de Dios podemos realizarnos plenamente, vivir la vida como vocación, llevar a cabo una misión, cooperar con eficacia sobrenatural a la salvación de los demás y alcanzar la gloria del cielo.

Nos proponemos ahondar en una realidad espiritual profunda y delicada, que exige una oración prolongada, y probablemente dura; pero no hemos de impacientarnos por no ver ni conseguir resultados inmediatamente. Y, para ello, hemos de tener presente que el asunto del discernimiento no nos tiene a nosotros como referencia principal, sino a Jesucristo, porque, en el fondo, es un modo de orar y contemplar al Señor, ya que el conocimiento seguro de su voluntad sólo puede provenir del conocimiento profundo que nos proporciona su contemplación. De hecho, no hay oración ni contemplación cristiana si no contemplamos a Cristo. Él es el centro de nuestra vida y al que tiene que dirigirse todo.

Vamos, pues, a contemplar a Jesús como el Hijo, permanentemente vuelto al Padre, cuya voluntad obedece siempre y en todo. Lo contemplaremos en la actitud que él manifiesta cuando dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34), obediencia que es fruto del amor: «Yo amo al Padre, y como el Padre me ha ordenado, así actúo» (Jn 14,31). Desde ahí nos proponemos aprender a realizar el discernimiento evangélico, especialmente en situaciones duras, difíciles, en las que todo se complica y tenemos que encontrar la voluntad de Dios a pesar de las dificultades. Y el modelo del que no tenemos que separar la mirada ni el corazón es Cristo, vuelto al Padre por encima de todas las circunstancias, mirando siempre al Padre y viviendo de su voluntad. Todo el discernimiento cristiano responde a ese anhelo del Señor, cuyo alimento es «hacer la voluntad del Padre». Lo cual nos obliga a plantearnos: «¿Qué nos alimenta?, ¿qué estamos digiriendo todo el día: preocupaciones, problemas, comentarios, conflictos, planes…?»: Quizá tengamos que reconocer que vivimos y nos «alimentamos» de eso. Sin embargo, Jesús vive de la voluntad del Padre.

Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Jn 5,30).

Esta mirada contemplativamente dirigida al Señor nos hace salir del relativismo, porque nos descubre la Verdad con mayúsculas, que es Jesús (cf. Jn 14,6). Es cierto que nadie puede poseer la verdad; pero el que se encuentra con Cristo no entra en la posesión de la verdad, sino que es poseído por ella, se convierte en siervo de la verdad, y ya no puede hacer otra cosa que seguir a Cristo, que es la Verdad.

Este anhelo por cumplir la voluntad del Padre es tan importante para Cristo que es lo que da sentido a toda su vida y su misión, desde el primer momento de la encarnación:

Por eso (Cristo), al entrar en este mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo ‑pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí‑ para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,5-7).

Dios no quiere nuestros sacrificios como algo separado de nuestra vida, sino que cumplamos su voluntad. Eso es lo único que vale en el orden sobrenatural. Ésa es la vida y el culto cristiano, porque ésa es la vida, el culto y la oración del Hijo de Dios. No hay otro culto, otro amor y otra fe. Por eso sólo del Señor podemos aprender a discernir la voluntad de Dios a fondo. Porque quizá hacemos ejercicios de discernimiento buscando la voluntad de Dios, pero no llegamos a descubrirla realmente. Jesús, por el contrario, no tiene que hacer especiales ejercicios de discernimiento, sino que vive permanentemente en la búsqueda de la voluntad de Dios en todo. Nunca deja de contemplar al Padre y buscar su presencia y su voluntad en todo. Y cuando se encuentra en alguna encrucijada difícil de la vida su «discernimiento» no es otra cosa que tomar conciencia de lo que contiene está mirada y aplicarlo a la situación concreta en la que se encuentra.

De igual modo, también nosotros deberíamos vivir en permanente estado de discernimiento para buscar y descubrir en todo momento la voluntad de Dios y poder darle gloria siempre y en todo. Deberíamos aprender a vivir sencilla y espontáneamente en el discernimiento, lo cual exige que reconozcamos, como punto de partida, que espontáneamente vivimos en nuestros líos e intereses. De hecho, sabemos muy bien lo que nos gusta y nos interesa, y, a partir de eso, buscamos lo que quiere Dios, es decir, amañamos la voluntad de Dios para salvaguardar esos intereses personales. Por tanto, tenemos que salir de ahí para realizar el discernimiento constante que nos permita descubrir la voluntad de Dios en todo y así poder cumplirla fielmente, tal como dice san Pablo:

No dejamos de orar por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual (Col 1,9).

No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rm 12,2).

Resulta imposible hacer un verdadero discernimiento evangélico en una vida en la que priman las decisiones «autónomas», que tomamos generalmente según criterios humanos y al margen de Dios. Incluso cuando se plantea el discernimiento de la vocación, se suele pasar de una primera llamada, que se da en el orden sobrenatural, a la consideración de criterios humanos, conveniencias, gustos, dificultades o estrategias. Nos sucede lo mismo que a aquellos que querían seguir a Jesús, pero poniéndole sus condiciones (Lc 9,57-62).

Es verdad que en algunos momentos intentamos salir de la mera visión humana de las cosas para tratar de descubrir el criterio de Dios sobre ellas. De hecho, las circunstancias o la importancia de algún acontecimiento hacen que nos paremos y nos preguntemos qué quiere Dios de nosotros en una determinada situación. Pero nos topamos con un muro y no encontramos respuesta, porque el vivir habitualmente según la simple visión natural nos saca del cauce de la perspectiva evangélica; y no podemos salir arbitrariamente de nuestro mundo de intereses y cálculos para entrar cuando queramos en el ámbito espiritual. La voluntad de Dios no es algo que podemos tener o no tener en cuenta cuando nos conviene, sino el marco permanente en el que se desarrolla nuestra vida.

Es esencial que tengamos claro que el primer discernimiento es Dios mismo, y para ello debemos conocer si nuestra vida se orienta esencialmente a Dios o está centrada en nosotros mismos, teniendo cuidado de no caer en la trampa de la ambigüedad a la que lleva la permanente vacilación entre la búsqueda de la voluntad de Dios y la salvaguarda de nuestros intereses, necesidades, complejos, miedos, gustos o cálculos. Podemos creer que buscamos a Dios porque de vez en cuando intentamos buscarlo, aunque luego busquemos nuestra voluntad; pero si saltamos de un objetivo a otro nunca lograremos que nuestro discernimiento dé fruto. Y hemos de tener cuidado con hacer trampas, amañando los resultados del discernimiento cuando no resulta según nuestros cálculos.

Una de las razones de este desenfoque de la vida cristiana es que la búsqueda de la voluntad de Dios suele tener por nuestra parte un interés demasiado «práctico» de cara al futuro. Como el niño Samuel (1Sam 3,1-10), salimos corriendo a hacer algo (cualquier cosa) en vez de pararnos a escuchar lo que Dios quiere decirnos para poder hacerlo. El Señor nos llama a estar con él y nosotros lo traducimos a la tarea que tenemos que hacer en el futuro. Y ese interés por lo práctico nos hace perder lo fundamental: la llamada del Señor a estar con él. Abrahán, sin embargo, acepta lo que Dios le pide en ese momento sin preocuparse por lo que sucederá en el futuro: «Sal de tu tierra… hacia la tierra que te mostraré… Abrán marchó» (Gn 12,1.4).

En general, el ser humano tiene un gran interés en controlar su vida presente y, sobre todo, su futuro. Pero no hay posibilidad de discernimiento cuando intentamos controlar el futuro y llegar a donde nos interesa. Eso es lo que pretenden muchos buenos cristianos, aunque disfrazándolo de búsqueda de la voluntad de Dios. Queremos controlar nuestro futuro y nos perdemos el presente, que está en escuchar lo que nos quiere decir Dios. Pensamos que buscamos la voluntad de Dios, pero nos perdemos el proyecto de Dios. La Virgen María, por el contrario, no intenta conocer ni controlar el futuro: acepta que todo esté en el aire, sin ponerle condiciones a Dios. La razón de nuestro comporta­miento radica en que nos creemos con derecho a conocer y controlar el futuro y metemos a Dios ahí, diciendo que es voluntad de Dios lo que creemos que es razonablemente mejor. Y para eso usamos lo que llamamos «discernimiento», pero no es más que un mecanismo fácil y automático que garantiza el conocimiento y el control que nos gusta tener sobre nuestra vida presente y futura… En definitiva, intentamos controlar a Dios con nuestro discernimiento.

2. El verdadero discernimiento

El auténtico discernimiento nada tiene que ver con la seguridad de un procedimiento automático, porque lo que da sentido al discernimiento es la fe, y la fe no es seguridad humana. Comporta, ciertamente, un tipo de seguridad, pero no la que puede dar un mecanismo humano, sino la que proviene de Dios y, por tanto, de la oscuridad con la que lo percibimos a él, y del amor que ilumina dicha oscuridad. La seguridad que proporciona la fe y el discernimiento no es la del control de las realidades presentes que lleva a controlar también las futuras, sino la seguridad que nace de la oscuridad luminosa de la fe, porque la fe, en su oscuridad, está iluminada por el amor. Cuando entro en la dinámica de la relación con Dios por medio de la fe, entro en una oscuridad que no es desconcierto, sino luz, la luz del amor, no del control. La relación con Dios es oscura porque Dios ciega con su luz, pero ilumina con la fe y el amor.

Y, además, el discernimiento cristiano, lejos de proyectarse hacia el control del futuro, que es imposible, nace del verdadero sentido de la providencia divina, que no es una garantía de control del futuro, sino la experiencia gozosa de la confianza en Dios que parte de la fe. La providencia divina no supone que cuando tengo un problema, rezo y se resuelve el problema, sino la seguridad de que, si tengo un problema, sé que Dios está ahí, que no me abandona porque tenga una dificultad, por grande que sea, sino todo lo contrario: está más cerca y más activo que nunca. Ésa es la razón por la que podemos afirmar que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28); de modo que la conciencia de la verdadera providencia lleva necesariamente a centrarse en el momento presente2.

Podemos afirmar que, en cierta medida, toda la sabiduría espiritual radica en el verdadero discernimiento, consistente en una tarea espiritual fundamental y permanente, que se convierte en una actitud, en el clima de nuestra vida, y que debe tener las siguientes características esenciales:

  • 1. Teniendo en cuenta mi realidad concreta (mi temperamento, historia, circunstancias, problemas, etc.), debo reconocer lo que se me impone (en lo exterior y en lo interno) porque no depende de mí, ni lo he hecho yo, ni lo he buscado, ni lo quiero, ni lo he pedido, ni lo puedo controlar… Hacerme consciente de lo que hay en mí y que no puedo controlar: mi carácter, el carácter de los que me rodean, una enfermedad… Las cosas más importantes de la vida que más me condicionan no están bajo mi control, por eso es importante saber cuáles son las realidades que quieren dominarme, para impedir que tomen las riendas de mi vida.
  • 2. Considerar que lo único que existe realmente, lo único que tengo en mi mano y el único «lugar» en el que Dios actúa, es el momento presente, el aquí-y-ahora, con lo que soy y tengo. ¡Cuántas energías desperdiciamos añorando el pasado o proyectando el futuro! Pero Dios sale a mi encuentro sólo en mi realidad concreta tal como existe en el momento presente.
  • 3. Aceptar todo lo que me condiciona y limita, con el sufrimiento que comporta y las consecuencias que tiene. No se puede buscar la voluntad de Dios cuando lo primero que me planteo es cómo resuelvo los problemas para sufrir menos. La voluntad de Dios no tiene que encajar en lo humanamente comprensible, ni en mis cálculos. Soy yo el que tiene que encajar en la voluntad de Dios. Y la oración tiene como fin hacerme permeable a la voluntad de Dios en la realidad concreta que tengo. No sirve para convencer a Dios de que cam­bie mi realidad según lo que me parece más conveniente. Orar lleva a descubrir que Dios está ahí, en esta situación concreta que me hace sufrir, nos ayuda a aceptar el sufrimiento que comporta esa situación y a buscar la voluntad de Dios en esa realidad en la que sé que él está presente, sabiendo que esa búsqueda quizá me haga sufrir más aún. Pero sufrir no es pecado. ¡Cuánto sufrimos por no querer sufrir, por no decidir, por no plantearnos las cosas evangélicamente! Debo convertir ese sufrimiento en un acto de amor a Dios hecho de fe, confianza y adoración, por medio del ofrecimiento absoluto de mi vida a él.
  • 4. Muy importante: he de hacer sencillamente lo que pueda. Cuando busco conocer lo que Dios quiere de mí en lo más extraordinario se me escapa hacer lo que buenamente puedo hacer, que es, en principio, escuchar. Es decir, he de partir de la renuncia a controlar la situación, a resolver las cosas según mi criterio y a encajar todo según lo que «creo que Dios quiere», que suele ser lo que yo quiero que Dios quiera. Para ello debo aprender a actuar despreocupándome de todo lo que no sea cumplir sencillamente con mi deber, con lo que realmente veo y puedo hacer. Es señal de distorsión en el discernimiento la enorme preocupación que tenemos por aclarar lo que no vemos y el desprecio a ser fieles a lo que vemos, como es la oración, el cumplimiento de nuestro deber, la caridad, la amabilidad, etc.
  • 5. Confiar amorosamente en la acción que Dios quiere realizar en mí y disponerme a recibir esa acción, dándole gracias de antemano por su obra, que no veo con claridad, pero para la que vivo. Estoy haciendo lo que tengo que hacer en el momento presente y me dispongo a recibir lo que Dios me quiere dar. Estoy en el futuro, que es Dios, porque estoy viviendo a Dios en el lugar que se manifiesta, que es el presente.

Si se pudiera resumir más, si cabe, este sencillo esquema, podríamos decir que la esencia del proceso de la perfección evangélica es:

  •   Vivir el momento presente, aceptando todo y ofreciéndoselo a Dios, haciendo lo que buenamente pueda y abandonándome a la gracia que voy a recibir.

Esto es algo sencillo, verdadero y siempre posible, pase lo que pase en mi vida. El que las cosas me parezcan complicadas o difíciles no es porque lo sean en su realidad profunda, sino porque las miro con una mirada meramente humana y no con los ojos de la fe.

Resulta significativo comprobar que la esencia de este discernimiento se corresponde a la perfección con los elementos más característicos del estilo de vida del Hijo de Dios en Nazaret3.

3. Discernimiento y simplicidad

Todo eso nos descubre que no tiene sentido que nos agobiemos por nada, sobre todo por tratar de resolver problemas que atribuimos a Dios cuando realmente los hemos creado nosotros mismos: así es como complicamos las cosas y le achacamos a Dios las consecuencias. De hecho, frecuentemente nos vemos sumergidos en situaciones complejas agravadas por nuestras complicadas motivaciones, y acabamos desconcertados por el fruto de nuestras decisiones; y luego esperamos que Dios lo resuelva todo como si contásemos con él cuando contamos sólo con nuestras fuerzas y, en el fondo, tanto los problemas como su solución provienen de nosotros y no tienen nada que ver con Dios. La realidad es muy distinta y más simple: ¿queremos o no vivir desde Dios? Una determinada situación, por dura que sea, ¿nos impide o nos facilita que seamos fieles a las cosas sencillas que vemos con claridad que vienen de Dios? Realmente esa situación es lo único que tenemos para cumplir la voluntad de Dios y darle gloria. Precisamente vamos a la oración a eso: a cambiar la mirada. Llegamos con nuestras circunstancias, nuestras pasiones, nuestro amor propio, nuestros cálculos, que nos llevan al desconcierto, y en la oración redescubrimos y revivimos el «sólo tú» que lo simplifica todo, nos da luz y orienta evangélicamente nuestra vida.

Por todo ello, el primer elemento de discernimiento es la simplicidad. Siempre, pero sobre todo en los momentos de confusión, hemos de considerar, ante todo, que las cosas de Dios son simples, mientras las nuestras son complicadas. En el negocio de la salvación estamos Dios y yo; y él, que lleva la mayor parte del negocio, no tiene ningún problema, ni ninguna oscuridad; soy yo, que tengo una pequeñísima parte en el negocio, el que tengo oscuridad y veo sólo problemas. Es muy importante saber que Dios no tiene nunca oscuridad ni problemas; de manera que no podemos proyectar en él nuestras dudas y nuestra visión de la situación; al contrario, he de proyectar sobre mis dificultades la mirada simple de Dios. No debemos utilizar la oración para convencer a Dios de lo problemático de nuestra situación ‑que suele ser fruto de nuestros errores y pecados‑, sino para recordar que Dios tiene el control de la situación y que para él no hay oscuridad ni confusión. Tenemos que reconocer esas realidades que nos condicionan y nos exigen ‑como si fueran voluntad de Dios‑ que resolvamos las cosas con urgencia. La realidad puede ser dura, pero no impide ni la presencia de Dios, ni su amor, ni el que él se sirva de todo eso para llevar a cabo su obra de salvación (Rm 8,28). Pero esa mirada es imposible cuando a nosotros sólo nos importa dejar de sufrir y quitarnos rápidamente los problemas de encima. Por el contrario, hemos de alcanzar la mirada simple, propia de la fe, a la que nos invita la Palabra de Dios:

El Señor guarda a los sencillos (Sal 116,6).

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños (Mt 11,25).

Os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas (Mt 10,16).

En consecuencia, es verdaderamente importante que entremos en la simplicidad de lo que somos y tenemos ‑en el aquí y ahora‑ para descubrir que la acción de Dios está muy por encima de nuestra realidad limitada y que sólo abandonándonos en sus manos podemos alcanzar la eficacia del poder divino.

La voluntad de Dios no está en lo que nosotros creemos que puede estar, sino en la realidad del momento presente, lejos de nuestros miedos, añoranzas o cálculos Ahí está la base sobre la que hemos de construir el discernimiento de la voluntad de Dios: esto que soy, donde estoy, lo que tengo, lo que sucede…, aquí es donde está Dios y aquí tengo que plantearme qué respuesta precisa quiere que le dé.

Como ya hemos dicho, no se trata de que Dios desee positivamente todo lo que sucede, incluso el mal, sino que él está presente en todo y mantiene su proyecto personal de santidad para cada uno de nosotros en las circunstancias concretas en las que nos encontramos; de manera especial en todas las realidades que no queremos, que no dependen de nosotros, que no podemos «resolver» ni cambiar a nuestro gusto, o que nos dañan… En la medida en la que estamos sometidos a realidades que no hemos creado nosotros y están fuera de nuestro control podemos descubrir en ellas la presencia providente de Dios, que respeta la libertad del ser humano y sus consecuencias, pero no se aparta de sus hijos para iluminarlos y acompañarlos en el camino hacia la gloria, sean las que sean las circunstancias por las que deba atravesar ese camino. Este sentido de providencia lo define muy bien san Pablo cuando afirma que «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28).

Normalmente pensamos en la voluntad de Dios como un proyecto ideal que tenemos que encajar en la vida haciendo violencia sobre la realidad. Pongamos un ejemplo: una persona parte del hecho de que Dios la quiere humilde (eso es verdad siempre y en general), mientras que se descubre cayendo constantemente en la soberbia, lo que le lleva a poner todo su empeño en impedir ese tipo de comportamientos. El planteamiento sería el siguiente: «Me descubro con frecuencia comportándome con prepotencia, lo que manifiesta que soy una persona soberbia. Como Dios quiere que seamos humildes tengo que luchar con todas mis fuerzas para impedir que salgan de mí comportamientos de ese estilo». A partir de aquí, organiza un exigente plan ascético para impedir que se repita ese pecado dominante.

Sin embargo, el proceso evangélico debería partir del reconocimiento de la existencia en nosotros de limitaciones y complejos que exigen compensaciones psicológicas de autoafirmación, y que se hacen especialmente fuertes en unas circunstancias que acentúan dichas limitaciones. Y desde aquí, esa persona debería reconocer como meta posible de su vida la realización del plan único que Dios tiene para ella. En el fondo, el proceso verdadero consiste en armonizar la propia realidad humana con la voluntad de Dios, sin violentar ninguno de esos dos ámbitos.

En nuestro ejemplo, la persona en cuestión debería empezar por reconocer su condicionamiento psicológico y las circunstancias de su vida como algo que, siendo negativo y doloroso, es lo único que le permite avanzar en el modo concreto de identificación con Cristo que lleva a la realización de su proyecto personal de salvación. Esto exige reconocer y aceptar esos complejos y limitaciones como parte de su cruz y como modo de entrar en la experiencia viva de pobreza que le abre a la gracia de la identificación con Cristo pobre y humilde. Así, en lugar de empeñarse por la fuerza en ser lo que no es, el trabajo lo pondrá en «aprovechar» lo que es para dejarse cambiar por Dios. De ese modo, el planteamiento evangélico debería ser el siguiente: «Me descubro con constantes comportamientos de prepotencia que hacen sufrir a los demás y me desconciertan y desaniman. Reconozco que son fruto de determinado complejo que provoca en mí una impulsiva necesidad psicológica de compensación que me empuja a imponerme sobre los demás. Esto, que no deseo ni puedo controlar, lo reconozco como cruz y lo acepto como instrumento de mi santificación. Por otra parte, experimento en la oración un claro llamamiento a identificarme con Cristo pobre y humilde, lo que va en contra de mi psicología y circunstancias. Acepto esta contradicción humana como oportunidad para trabajar inútilmente por cambiar lo que para mí es imposible, pero ofreciendo a Dios mi cruz y mi inútil esfuerzo como el acto de amor humilde que él espera de mí; con la esperanza y el convencimiento de que, viendo mi pobreza, él tendrá compasión de mí y me concederá de limosna lo que para mí es imposible. Él me identificará con Cristo humilde y me hará humilde si dejo de tratar de conseguir la virtud por mis medios, que es un modo de soberbia, y le entrego, como acto de amor, mi miseria y mi incapacidad para cambiarla, abandonándome en sus manos y esperándolo todo de él, mientras no dejo de esforzarme para expresarle mi amor y mi deseo de alcanzar lo que él me propone».

Y lo mismo se puede decir del error contrario, que consiste en violentar la voluntad de Dios desde la realidad de nuestra vida. Volviendo a nuestro ejemplo, esta actitud consistiría en tomar como referencia la propia necesidad de autoafirmación y acomodar a ella la voluntad de Dios: «Quizá yo pueda parecer un poco brusco o autosuficiente, pero es el único modo posible de defender la verdad y ejercer la caridad con la eficacia con la que Dios me pide que ayude a los demás». O bien: «Puesto que yo tengo este carácter y no lo puedo cambiar, Dios tiene que contar con ello y dispensarme de la humildad que puede pedir a otros».

4. Atención a lo importante

La vida cristiana verdadera sólo florece en tierra de verdad; por eso es necesario que seamos conscientes de lo que nos está influyendo, especialmente los condicionamientos psicológicos (miedos, complejos, taras, necesidades afectivas, etc.), que pesan mucho a la hora de tomar decisiones, porque eso intenta imponérsenos como lo fundamental de nuestra vida. Por esa razón hemos de hacer un esfuerzo para rescatar lo verdaderamente importante, que es Dios, frente a cualquier imposición que no sea él, porque todo lo demás es absolutamente relativo. De hecho, dramatizamos muchas situaciones y problemas porque no caemos en la cuenta del verdadero drama, que es que Dios no pinta nada en mi vida y cualquier cosa puede aparecer como fundamental e imprescindible.

Todo esto nos lleva a afirmar el verdadero discernimiento de la voluntad de Dios que exige, ante todo, que tomemos conciencia del «lugar» concreto donde creamos nuestros problemas y sus posibles soluciones. Ese «lugar» no es Dios ni está en Dios, sino que es la realidad en la que ponemos nuestra mirada y nuestro corazón. Por eso, para identificar ese lugar debemos comenzar buscando dónde está nuestra atención y nuestro corazón, que es precisamente donde se sitúan nuestros miedos, anhelos y preocupaciones:

  • -El futuro, lo que puede suceder…
  • -El pasado, lo que pudo ser, lo que hice mal, el mal que me hicieron…
  • -Mis expectativas, proyectos, ilusiones, planes…
  • -Mis necesidades materiales y espirituales…
  • -Los deseos y exigencias de los demás sobre mí…
  • -El juicio, propio y ajeno, sobre la realidad…

Una vez hemos identificado claramente la realidad humana que más nos condiciona, hemos de reconocer que nada de eso es de Dios ni forma parte de nuestra vida «real», por lo cual carece de importancia en el discernimiento evangélico. Esta afirmación resulta dura de realizar porque se trata de negarle importancia a lo que percibimos como lo más importante. Y, además, lo que resulta más peligroso: esas realidades suelen ser la base real de nuestro discernimiento y nuestras decisiones.

Esta atención a lo importante no surge espontáneamente, por lo que exige un ejercicio de oración profunda4. Realmente la oración, en su esencia, es el ejercicio por el que rescatamos permanentemente a Cristo como el Señor absoluto de nuestra vida, para desprendernos del señorío de realidades que no son él. Y para despegar nuestro corazón de cualquier realidad que no sea Dios y su voluntad hay que ejercitarse en la contemplación y adoración de Cristo.

A partir de aquí podemos entrar en la pregunta que fundamenta el auténtico discernimiento evangélico: «¿Qué quiere Dios de mí aquí y ahora?». Es evidente que la cuestión afecta inmediatamente al presente, pero condiciona decisivamente el futuro, como vemos en el caso de Abrahán, cuando Dios le pide que abandone su casa y su tierra y marche a lo desconocido. La decisión de dejar su hogar, su trabajo, su vida y marchar al desierto no la toma este hombre en virtud de ningún proyecto personal, ni porque busque solución a determinadas dificultades, sino solamente atendiendo al proyecto de Dios. Es la respuesta que Dios le pide en el aquí y ahora y en lo concreto de la vida; pero esa respuesta abre la puerta del futuro al que Dios le llama… y a la respuesta a las demás pruebas que se presentan en cada momento.

Sólo cuando acepto la voluntad de Dios en el momento presente como la única norma de vida puedo descubrir la proyección de esa voluntad hacia el futuro. De lo contrario, me agobiaré por el futuro y trataré de controlarlo, convirtiendo el presente en un mero instrumento de mi verdadero objetivo, que es tener el control de mi vida según mis planes. Esto es incompatible con una mirada cristiana, con el sentido de la providencia y con el discernimiento evangélico, y respondería al siguiente planteamiento: «¿Qué tengo que hacer ahora para conseguir ser feliz en el futuro, alcanzar determinada posición social o triunfar como cristiano comprometido?»; cuando la verdadera pregunta debería ser: «¿Qué espera Dios de mí aquí y ahora, independientemente de mis planes, mi futuro o mis expectativas, que no me preocupan porque no están en mis manos sino en las de Dios?».

Esto es lo contrario de lo que hacemos. Decimos: «Mi vida es un desastre (porque no cumple mis expectativas); de modo que en tal o cual aspecto tengo que cambiar, esforzarme más, hacer más bien a los demás, cumplir mejor mi misión…». Y entonces el discernimiento consiste en plantearme qué he de hacer para cumplir mis expectativas, o para cambiar mi situación y adecuarla a dichas expectativas, que he identificado como voluntad de Dios.

Nunca insistiremos lo suficiente en que el verdadero proceso de discernimiento debería ser otro: «Dios quiere que sea santo con lo que soy y tengo. Teniendo en cuenta eso, ¿qué quiere de mí aquí y ahora?». Esta perspectiva es la única que da la libertad necesaria para descubrir que Dios no me obliga a cambiar las circunstancias, sino que tiene un especial proyecto de santidad que pasa por mi paradójico presente y cuenta con él.

5. El discernimiento en momentos críticos

En algunas ocasiones la vida nos depara circunstancias y acontecimientos que, por su importancia, su gravedad o por acumulación de problemas, nos colocan en una situación de crisis, de conflicto, en la que parece que todo se desmorona y nos lleva al borde del precipicio de la desesperanza o de la desesperación. Se trata de situaciones en las que se pone en juego todo lo que constituye nuestra vida, también de cara a Dios; y sabemos que nuestra vida y nuestro futuro van a depender, en gran medida, de cómo enfoquemos esa situación.

Si vamos trabajando habitualmente el ejercicio del discernimiento evangélico, tendremos capacidad para descubrir la voluntad de Dios también en esos momentos críticos. Pero es probable que comprobemos que la forma habitual de discernimiento resulta, en cierto sentido, insuficiente para orientarnos en una crisis profunda que trastoca toda nuestra existencia.

Para quien desee vivir evangélicamente esos momentos y para quien perciba esa especie de cataclismo existencial como la mejor oportunidad para ejercitarse de verdad en la fe vamos a proponerle un modo de discernimiento particular, que puede aplicarse a cualquier situación, pero que sirve especialmente para encontrar el camino evangélico en esas circunstancias de la vida tan duras que necesitan de un medio de discernimiento distinto al habitual, cuando éste se revela insuficiente. Se trata de un modo de discernimiento que supone la metodología normal de discernimiento, pero que, de alguna manera, va más allá de ella.

Para realizarlo hay que partir de una vida real de unión habitual con Dios, que es el fruto normal de una intensa vida espiritual. No puedo pretender conocer con claridad la voluntad de Dios sobre un aspecto determinado de mi vida, por mucho interés que tenga en ello, cuando estoy viviendo al margen de la voluntad de Dios. Sin embargo, para el alma humilde y sencilla, que se ha purificado en el crisol del amor a Dios a través de la fe, es muy simple recibir la luz necesaria para ver y sentir según el Espíritu Santo. Tengamos en cuenta que éste no se nos ha dado para confundirnos y hacer que vivamos en la confusión. Ahí tenemos que aplicar la bienaventuranza de Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). La limpieza de corazón permite ver a Dios, conocer su voluntad y participar de su gloria. Para el humilde, el sencillo y limpio de corazón el «discernimiento» se realiza de forma casi espontánea y natural; y el trabajo que resta es corroborar la elección realizada, algo que en cierto modo suele venir dado ‑como gracia‑ en forma de luz, paz y gozo.

Esto quiere decir que se trata de un discernimiento que no se puede improvisar y menos cuando tenemos una urgencia. Dios no es una máquina expendedora de gracias, consuelos y luces a nuestro capricho. Requiere que uno esté claramente situado en una vida de gracia, con la actitud y disposición evangélicas, que son fruto de una seria vida de oración y de sacramentos. Ciertamente no somos cristianos para rezar e ir a misa; pero hacemos todo eso para ser verdaderos cristianos.

Igualmente, se requiere que haya un itinerario claro de preocupación por cumplir la voluntad de Dios y un trabajo permanente e intenso por descubrirla. Porque, de lo contrario, por mucho interés que tenga en conocer la voluntad de Dios sobre un acontecimiento de mi vida, no lo conseguiré si previamente a dicho acontecimiento no tengo un anhelo permanente de búsqueda de su voluntad para cumplirla. Porque existe una forma de discernimiento por mera curiosidad, en la que quiero conocer la voluntad de Dios, pero no tengo una predisposición a la fidelidad, sino que espero conocerla primero para decidir si me conviene o no seguirla.

Para lograr esta actitud hemos de disponernos en los momentos de especial dificultad intensificando mucho la oración, en tiempo y en actitud. Igualmente se requiere una profunda vida interior, que nos mantenga en un estado real de paz y libertad. Sin esta base no se puede empezar a construir este modo de discernimiento.

Las dificultades a la que nos somete a veces la vida y nuestra falta de escucha y receptividad hacen que vivamos la cruz con una especial intensidad, dolor y desconcierto, porque al sufrimiento natural propio del ser humano se añade el drama interior de la fe que esas mismas dificultades ponen a prueba. Todos tenemos problemas y sufrimientos, pero el que conoce a Cristo puede encajarlos como parte de la cruz redentora, lo cual proporciona luz y consuelo, pero no les quita dramatismo. El cristiano no sufre menos ante los problemas de la vida; de hecho, sufre más, porque vive todo eso con más intensidad y dolor de lo normal, debido a que la misma fe le da una visión mucho más profunda y una sensibilidad más acusada. Sin embargo, ese sufrimiento, siendo mayor, es completamente diferente e incluso apasionante, porque está iluminado por el sentido que le da Cristo a la Cruz y el valor que tiene como sublime expresión del mayor amor. Y ahí es donde la pasión por Dios, si empapa la vida, se convierte en el motor que impulsa a descubrir a Dios en medio de las dificultades, por grandes que sean, y a abrazar la propia cruz, que se convierte ‑sin dejar de doler‑ en fuente extraordinaria de gozo, paz y gloria.

Si para mí lo más importante es buscar apasionadamente a Dios, cuando todo se pone patas arriba es cuando puedo rescatar lo que es fundamental. En un incendio, rescatamos lo que consideramos más valioso, y esa reacción espontánea demuestra lo que realmente consideramos más importante, más allá de lo que hayamos declarado que sea valioso. Se trata de una reacción espontánea que demuestra una pasión real y define a una persona. Cuando se tiene esa pasión por Dios, él es lo único que hay que rescatar cuando parece que se va a perder todo. Entonces es cuando, de la dolorosa oscuridad de la cruz, surge Dios, como lo único realmente importante, puesto que se ha convertido en el único necesario. La Palabra de Dios nos brinda multitud de referencias al respecto:

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía (Jr 20,7-9).

Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia (Mt 6,33-34).

Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10,41-42).

Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor (Sal 27,8).

Miradlo, los humildes, y alegraos; buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón (Sal 69,33).

Pues esto dice el Señor a la casa de Israel: ¡Buscadme y viviréis! (Am 5,4).

Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre (Mt 7,7-8).

Teniendo en cuenta todo esto, lo primero que hemos de hacer en esos momentos de crisis es mantener la conciencia clara y realista de que Dios es lo único importante y verdadero en nuestra vida. Porque cuando aparece un problema, sólo percibimos como verdad el problema y sus causas; aunque, en realidad, eso tenga mucha menos importancia que el hecho de que Dios está presente en esa situación amándonos infinitamente. De modo que cualquier realidad, por verdadera e importante que parezca, no es nada al lado de Dios. Por lo tanto, hemos de distinguir claramente a Dios ‑que es lo más «verdadero»‑ de todas las demás cosas: problemas, familia, trabajo, miedos, cálculos, etc. Y esto incluye también las «cosas» de Dios, como la Eucaristía, la oración, los fines y los medios apostólicos, la comunidad, la Iglesia, etc. Todo eso son «cosas» de Dios, pero no son Dios. Son medios, pero no son el fin último de todo. Las cosas de Dios pueden ser importantes, como lo es la familia, el trabajo o la salud, pero son sólo medios, realidades distintas del fin último, que es Dios mismo.

El auténtico cristiano tiene como único e indiscutible Señor a Jesús, al lado del cual nada es importante, porque vive de la fe5, se alimenta de la voluntad del Padre y se mantiene siempre en estado de adoración, que consiste en el ejercicio constante de rescatar la presencia de Dios y entronizarlo en la propia vida, sean cuales sean sus circunstancias. Esto no resulta fácil de realizar en la práctica, porque no nos es posible entronizar a Dios en un trono que tenemos lleno de cosas; por lo que se hace necesario expresar constantemente la adoración diciendo, con verdad, en todas las situaciones sin excepción: «Sólo tú, siempre tú, en todo tú, Señor Jesús».

Esto tiene mucho que ver con la conciencia permanente de que sólo tenemos en nuestra mano el momento presente, y por eso nos desentendemos del pasado y del futuro. De hecho, realmente no existen ni el pasado ni el futuro, sólo existe la verdad absoluta de que Dios está aquí amándonos; y en el «aquí y ahora» ‑que es lo único que tenemos‑, el creyente reconoce la presencia viva de Dios, lo adora, se sabe amado por él y se entrega a amarle con lo que es y tiene. Y todo porque sabe que en ese momento presente es donde Dios habla y actúa. Es ahí donde Dios se le da, y donde le está esperando. Y sólo en ese instante puede encontrarse de verdad con el Dios real, y recibir la gracia que él le regala para ese momento. Porque Dios no nos da hoy la gracia que vamos a necesitar mañana.

Supuesto todo esto, cuando aparece un acontecimiento particularmente duro, desconcertante, doloroso, injusto, etc., que pone patas arriba toda nuestra vida y amenaza con destruirnos, entonces es cuando podemos aceptar el reto que supone para nuestra fe la experiencia profunda de cruz y aprovechar ese acontecimiento para hacer un auténtico ejercicio de fe, amor y confianza, algo que no podríamos hacer de ninguna otra manera.

6. Modo concreto de discernimiento

Teniendo en cuenta todo lo dicho hasta aquí estamos en disposición de establecer el proceso que sigue este tipo de discernimiento:

a) Reconocer el golpe

Comienzo por reconocer la realidad que me golpea, así como el daño objetivo y el sufrimiento afectivo que supone para mí y para los demás… Hay que hacerlo de la manera más objetiva, realista y simple posible, distinguiendo los hechos en sí mismos de la percepción de los mismos. No es lo mismo decir: «Me he quedado sin trabajo en un momento difícil de mi vida, y siento que mi vida es un desastre y no tiene sentido», que decir: «Soy un fracasado, mi vida es un desastre y no tiene sentido», así es como amplifico el problema y dificulto verlo de forma evangélica.

Contemplando a Jesús podemos ver cómo cuenta con el sufrimiento y reconoce lo que sucede:

Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad (Mc 8,31-32).

Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,37-38).

Los salmos, modelos de oración, nos muestran la manera de reconocer las situaciones dolorosas y presentárselas a Dios:

Estoy agotado de gemir: de noche lloro sobre el lecho, riego mi cama con lágrimas. Mis ojos se consumen irritados, envejecen por tantas contradicciones (Sal 6,7-8).

Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza […]. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar (Sal 22,7-8.15-16).

Se consumen de dolor mis ojos, mi garganta y mis entrañas. Mi vida se gasta en el dolor, mis años en los gemidos; mi vigor decae con las penas, mis huesos se consumen. Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos: me ven por la calle y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil. Oigo el cuchicheo de la gente, y todo me da miedo; se conjuran contra mí y traman quitarme la vida (Sal 31,10-14).

Por alimento tengo mis sollozos, los gemidos se me escapan como agua. Me sucede lo que más me temía, lo que más me aterraba me acontece. Carezco de paz y de sosiego, intranquilo por temor a un sobresalto» (Job 3,24-26).

Me falta el aliento, mis días se extinguen, me espera la tumba. Vivo rodeado de burlas, tanta provocación me desvela (Job 17,1-2).

b) Silenciar juicios humanos

Una vez identificado el problema, he de acallar cualquier juicio, culpabilización o excusa hacia los demás o hacia mí mismo. De este modo dejo de ser yo el objeto de mi mirada y salgo de una visión meramente racional o humana. Eso puede resultar trabajoso porque esos juicios humanos se nos imponen automáticamente y se resisten a desaparecer.

Te invoco desde el confín de la tierra con el corazón abatido: llévame a una roca inaccesible (Sal 61,3).

c) Aceptación del golpe

El siguiente paso consiste en aceptar el golpe recibido como algo que es verdad y que tiene un efecto demoledor en mí, que me duele y me destroza.

Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39).

d) Rescatar la verdad

Hay dos verdades que están siempre ahí: una es el conflicto, el problema o la cruz; y la otra, Dios, su presencia y su salvación. Y yo elijo cuál de esas dos verdades va a tener más peso en mi vida. Lo puedo elegir consciente o inconscientemente, pero lo elijo de un modo u otro. El auténtico cristiano es el que impide que su afectividad, su sensibilidad, su susceptibilidad, sus necesidades o sus miedos elijan por él; por el contrario, es el quien elige, partiendo de una afirmación esencial: «Tú, Señor, eres el dueño y el centro indiscutible de mi vida; y eso nada ni nadie lo va a cambiar».

He de contraponer conscientemente a la verdad demoledora que trata de imponérseme la verdad salvadora de que «Dios está aquí amándome y amando a los demás infinita e incondicionalmente». Las dos cosas son verdad, pero una es mucho más «verdad» que la otra. He de tomar conciencia de las dos verdades en las que se apoya mi vida: el hecho que me golpea (y su efecto sobre mí) y el amor infinito de Dios (y el potencial que tiene); a partir de lo cual puedo rescatar la Verdad de Dios como la única auténtica verdad, al lado de la cual la verdad del golpe recibido, sus circunstancias y sus efectos apenas tienen importancia.

Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: «Ya no lo protege Dios». Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza (Sal 3,2-4).

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?». Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en su trigo y en su vino. En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Sal 4,7-9).

Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme. Pero tú, Señor, apiádate de mí; haz que pueda levantarme (Sal 41,10-11).

Dios mío, unos soberbios se levantan contra mí, una banda de insolentes atenta contra mi vida, sin tenerte en cuenta a ti. Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava (Sal 86,14-16).

Yo decía en mi ansiedad: «Me has arrojado de tu vista»; pero tú escuchaste mi voz suplicante cuando yo te gritaba» (Sal 31,23).

¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rm 8,35-39).

e) Afirmar a Dios como absoluto

No basta con que yo reconozca como verdad, más o menos teórica, la realidad de Dios; tengo que dar un paso decidido y valiente que afirme la supremacía absoluta de Dios, dejando todo lo demás de lado. Esa verdad tiene que encarnarse en mi vida. Si digo que Dios es lo fundamental, no puedo estar angustiado, preocupado, triste o deprimido por nada. Esto no supone que desaparezca el dolor o los sentimientos negativos, que no están bajo mi control, sino que me centre en la perspectiva evangélica, que pone todo lo que no es Dios en su sitio ‑también los sentimientos‑ y me coloca así en el estado de libertad necesario para seguir adelante en la vida cristiana, teniendo a Jesús como el Señor absoluto e indiscutible de mi vida.

¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? (Sal 73,25).

Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela, y me hace caminar por las alturas (Hab 3,17-19).

Podemos encontrar un ejemplo significativo de esta afirmación en la pesca milagrosa, en la que vemos cómo en una situación real de fracaso y desánimo, los discípulos apuestan por aceptar al Señor y su palabra como absoluto y se aplican a cumplir su voluntad fielmente, a pesar de que parezca incomprensible o absurda. Ahí están las dos verdades presentes: el fracaso y la palabra del Señor. Deben hacer el acto real de fe, amor y compromiso, que manifiesta realmente la elección consciente de la verdad de Dios por encima de lo que perciben y sienten como humanamente verdadero. Ese acto es el precio de la elección, porque el amor y la entrega tienen un precio: cuando amamos realmente buscamos pagar el precio del amor. Es lo que vemos cuando el hijo está enfermo y la madre renuncia a todo para estar con él cuidándolo, porque eso es el signo y el precio de la maternidad, es el hecho necesario que expresa que es madre. Del mismo modo, a partir de la acción, movida por la fe, por la que los apóstoles vuelven a pescar, aparece el fruto copioso que proviene de poner a Dios como absoluto por encima de las circunstancias adversas y los sentimientos que generan:

Una vez que la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de Dios, estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse (Lc 5,1-6).

f) Ofrecer todo a Dios

No creo de verdad en Dios y no le amo del todo hasta que soy capaz de darle lo que le tengo que dar. Nos pasamos la vida dándole a Dios lo mejor de nosotros, para evitar darle lo que le tenemos que dar, lo que él quiere. Todos tenemos un tesoro, al que estamos apegados y que normalmente es una nimiedad, pero que tenemos que entregarlo a Dios: apego, necesidad, miedo, carencia… Y los golpes de la vida nos son muy necesarios porque sacan a la luz ese apego que está dirigiendo de modo inconsciente nuestra vida y es algo sin lo cual creemos no poder vivir y que, sin embargo, es precisamente lo que tenemos que entregar. He de poner, consciente y libremente, a los pies del Señor todo ‑absolutamente todo‑ lo que soy y tengo como ofrenda total a él; y renunciando, en consecuencia, a todo lo que he entregado y, lógicamente, ya no poseo. Esto es lo que me permite salir de añoranzas, cálculos, miedos, necesidades, condicionamientos, etc. Se trata de purificar la intención, renunciando a todo lo que no sea «solo Dios», como son resultados, seguridades, frutos, afectos, aprecio de los demás, agradecimiento, comprensión, ayuda, etc. He de desprenderme de ello, aunque sean realidades legítimas, necesarias e, incluso sean «cosas de Dios».

Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad (Heb 10,6-7; cf. Sal 40,7-9).

Aquí puede ser muy útil el acto de ofrecimiento de san Ignacio de Loyola, como modo de disponerme a la entrega real de todo a Dios:

  Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento,
y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer;
Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno.
Todo es vuestro,
disponed todo a vuestra voluntad;
dadme vuestro amor y gracia,
que con ésta me basta6.

Y, mejor aún, la formulación del «Eterno Señor», en la que me ofrezco a sufrir una serie de desgarros concretos, como ejercicio por el que me dispongo interiormente a una entrega real y no meramente intencional:

  Eterno Señor de todas las cosas,
yo hago mi oblación,
con vuestro favor y ayuda,
delante de vuestra infinita bondad,
y delante de vuestra Madre gloriosa,
y de todos los santos y santas
de la corte celestial,
que yo quiero y deseo
y es mi determinación deliberada
-sólo que sea
vuestro mayor servicio y alabanza-
de imitaros en pasar
toda injuria y todo ultraje
y toda pobreza así real como espiritual.
Quiera vuestra santísima majestad
elegirme y aceptarme
en tal vida y condición7.

g) Oración y fidelidad

Este último paso se puede dar en un instante, puesto que es un acto concreto de la voluntad, pero no se puede improvisar sin una determinada actitud interior que lo haga posible. Y para que sea posible esa actitud se requiere vivir habitualmente en clima de oración y con un anhelo real de búsqueda de la voluntad y la gloria de Dios. Requiere el acto real y concreto por el que me sumerjo en una relación personal con el Señor que mantengo después en la oración; porque todo esto se «cuece» en la oración. De hecho, éste es, en el fondo, el trabajo propio de la verdadera oración.

Así vive Jesús: anhelando cumplir la voluntad de Dios, hasta poder decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34); de modo que ansía que llegue su «hora», el momento de plasmar su fidelidad en la entrega de su vida, que comienza con la última cena con sus discípulos y que él ha deseado ardientemente (cf. Lc 22,15). Y ello a pesar de que se trata de una «hora» que le da miedo, pero que no desea evitar.

Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora (Jn 12,27).

Pero para que sea efectivo, este acto necesita que se mantenga después por medio de una intensificación de la oración y del espíritu de renuncia que lleva a la verdadera muerte del amor propio.

No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7,21).

h) Discernimiento

Sólo cuando se han dado estos pasos puede uno plantearse qué hacer en concreto y, sobre todo, cómo hacerlo, puesto que, llegados aquí, la parte de «discernimiento» que queda por hacer no es principalmente conocer lo que Dios quiere, sino descubrir el modo en que Dios espera que haga lo que sé que él quiere de mí.

Éste es el discernimiento que hace Jesús en el desierto antes de comenzar su ministerio público. De hecho, las tentaciones que le asaltan no tratan de poner en juego su misión de Mesías, sino el «modo» de llevar a cabo esa misión: en lugar de pasar por la cruz, el demonio le propone que realice su misión apoyándose en medios humanos más seguros y eficaces que los que el Padre le ofrece. Frente a las tentaciones, Jesús afirma su determinación de mantener tanto la meta a la que el Padre le llama como el camino por el que él desea que la alcance (cf. Mt 4,1-11).

No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4).

i) Simplicidad

Esta concreción tiene que ser clara y sencilla, en consonancia con la simplicidad de la voluntad de Dios. En el fondo consistirá en hacer lo que buenamente puedo hacer, según mis luces y capacidades, en la línea de la aceptación que exprese mejor el abandono al que Dios me llama, tratando de buscar con recta intención el cumplimiento de su voluntad.

Cuando descubro, a la luz del Espíritu Santo, lo que Dios quiere de mí como algo real y concreto, no puedo dejar de enamorarme de ese objetivo porque es el nexo que me une con el Señor. Cuando Dios me revela su amor, ese amor tiene forma de proyecto ‑un proyecto único‑; por eso tengo que descubrirlo de manera real y concreta. Si eso está claro, ahí tendré el «perchero» en el que «colgar» todas las decisiones y realidades de mi vida, de manera que todo encaje y se subordine a lo fundamental. Y el discernimiento se convierte así en algo simple y precioso porque es el gran regalo que Dios me hace y el regalo que yo le hago a él. Sin ese perchero es muy complicado hacer este tipo de discernimiento.

El motivo de nuestro orgullo es el testimonio de nuestra conciencia: ella nos asegura que procedemos con todo el mundo, y sobre todo con vosotros, con la sinceridad y honradez de Dios, y no por sabiduría carnal, sino por gracia de Dios (2Co 1,12).

j) Esperanza

Finalmente, he de tomar conciencia agradecida de que, si hago todo lo anterior, Dios hará su obra. Es la pequeña parte que yo aporto, con la confianza de que Dios hace el resto, sabiendo, en fe, que no me veré defraudado. Ahí está la raíz de la esperanza cristiana. Pero si yo me agobio intentando prever y controlar las cosas, haciéndolo todo como si sólo dependiera de mí, mi propio agobio demostrará la falta de fe e impedirá que pueda funcionar el discernimiento evangélico.

Esta actitud no supone necesariamente que vea la obra de Dios, que deje de sufrir, o que reciba fruto o compensación alguna8 por mi entrega; de modo que si Dios quiere darme alguna de estas compensaciones, las recibiré como una gracia inmerecida, no como algo que él me debe como compensación por mi esfuerzo.

No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso (Mt 6,31-32).

Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 15,13).

7. Un atajo posible

Para terminar, vamos a tratar de condensar todo este proceso con una fórmula que, más que una oración, constituye un resumen de las actitudes propias de quien busca de verdad a Dios y quiere entregarse sinceramente a él, cumpliendo su voluntad como expresión de su amor y adoración. Si tengo esa actitud, el discernimiento surgirá de forma natural:

  •   «Padre, te adoro como Dios y te reconozco como mi Señor y el Absoluto de mi vida. Por eso me abandono incondicionalmente en tus manos y me ofrezco a ti con todo lo que soy y tengo.
  •   Tú conoces esto que me sucede… y sabes cuánto me desconcierta y me duele. Y aunque no lo vea, sé que estás presente en este momento y en esta realidad por medio de Jesús, tu Verbo encarnado, y que, por el Espíritu Santo, me mueves a identificarme con tu Hijo, a través de mi cruz, para darte gloria y cooperar con él a la salvación del mundo.
  •   En este momento, en el que contemplo tu presencia salvadora en mi vida, reconozco esta realidad que me desgarra…, y la abrazo libremente como correspondencia a tu infinita misericordia; y te la entrego como acto de adoración.
  •   Porque deseo expresarte mi mayor amor acepto esta realidad…, y no deseo otra cosa; reconociendo que no tiene importancia alguna al lado de tu presencia y tu amor, que son especialmente reales en estos momentos.
  •   Y como signo de adoración, me entrego a ti, en unión con Cristo crucificado, y acepto el sufrimiento, la lucha y las consecuencias que esta realidad me impone.
  •   Abrazo todo como instrumento de tu providencia y dejo el juicio de todo esto… en tus manos, renunciando a cualquier beneficio y fruto, tanto natural como sobrenatural, porque reconozco que soy nada y no merezco nada.
  •   Pero me acojo a tu corazón de Padre y apelo a la condición de hijo tuyo que me has concedido, para que te sirvas de mi nada y de lo poco que puedo hacer, incluso de mis errores y miserias, para llevar a cabo tu obra, aunque yo no lo vea o no lo sienta.
  •   Solamente te pido me concedas la gracia de mantenerme fiel a mi propósito de darte gloria y de cooperar a la salvación del mundo a través de la ofrenda de mi vida como acto de adoración en forma de abandono absoluto a tu voluntad en todo momento, sobre todo en la hora de la Cruz».

Este acto de ofrecimiento he de hacerlo con frecuencia, y debo aplicarlo a cada una de las realidades que me golpean y a su conjunto. Y, especialmente, tengo que hacerlo cuando aparece la tentación de olvidarme de Dios, de apostar por mis intereses o pasiones, o de actuar por mí mismo para solucionar lo que me duele.

Se trata de una fórmula que puede resumirse mucho, incluso hasta sintetizarla en una frase, pero siempre que sea para mí expresión de la misma actitud que se manifiesta en esta oración.

A partir de esta actitud, y hecho el ofrecimiento, debería estar en disposición de plantearme las cosas o tomar decisiones con la libertad interior que exige el discernimiento evangélico.

Si he realizado este recorrido con sinceridad y honradez, la autenticidad del mismo se verá ratificada en el hecho de que me mantendré fiel a la opción tomada y aparecerá un claro crecimiento interior (aunque vaya acompañado de desconcierto u oscuridad).

En este último momento, como en otros del proceso, necesitaré la colaboración del director espiritual para que ratifique lo que es de Dios, ayude a perfilar lo que he visto y permita corregir posibles desviaciones en mis disposiciones y actitudes internas.

El atajo

Tal como hemos analizado este itinerario, en detalle, puede parecer demasiado complejo, pero, en el fondo, es tan simple como lo expresa san Pedro magistralmente:

Que los que sufren conforme a la voluntad de Dios, haciendo el bien, pongan también sus vidas en manos del Creador, que es fiel (1Pe 4,19).

Lo importante es conocer este proceso de discernimiento y ejercitarnos en él, para así asimilar a fondo su espíritu; sabiendo que no es algo complicado. Prueba de ello es que, una vez lo hayamos asimilado, podremos reducir todo este camino a este sencillo atajo fácil de recordar:

  • 1. No permitir jamás que nada ni nadie nos robe, ni por un instante, la paz y la alegría; aunque ello suponga pagar el precio más alto por conservarlas. Porque Dios no habita donde no hay paz ni alegría, y donde habita Dios siempre hay paz y alegría. Lo puedo expresar diciendo: «Lo acepto todo por tu amor», «en tu nombre echaré las redes», o cualquier expresión que traduzca bien este convencimiento y aceptación. Debo decirlo cuando aparezca el golpe y repetirlo después como modo de rescatar la presencia de Dios en lo concreto de mi vida. Esta actitud hay que mantenerla siempre y sin ninguna excepción.
  • 2. Disponerme a reconocer ‑siempre y en todo‑ la presencia y la acción de Dios, anticipando mi gratitud al Señor por ello antes de cualquier desarrollo de los acontecimientos, diciendo: «Gracias, Señor, porque aquí y ahora me amas con infinita misericordia». Aquí tampoco hay excepciones.
  • Esta gratitud no se refiere a los acontecimientos negativos como tales, sino al hecho de que esos acontecimientos constituyen el envoltorio en el que recibo la presencia y el amor de Dios, así como la acción extraordinaria de su gracia. Por eso puedo dar gracias, porque pase lo que pase, Dios está ahí amándome, y porque sólo ese acontecimiento que me desgarra es el que me permite manifestar de verdad mi amor y mi entrega a él y al prójimo.
  • 3. Puede ser muy útil concretar esta disposición en alguna jaculatoria o breve oración, para recitarla con frecuencia. Para ello, he de encontrar la palabra o la frase que haga explícita la recia convicción de que pase lo que pase no se rompe lo único importante. Puede ser, por ejemplo: «por ti», «lo ofrezco», «todo», «sólo tú», «gracias». Esto es algo que siempre puedo hacer, pase lo que pase. Y ahí está la esencia del discernimiento, que consiste en rescatar a Dios de entre la maraña de cosas que conforman mi existencia. Si lo hago así, ya he hecho lo más importante del discernimiento: he colocado en su sitio el «perchero» en el que colgar todos los elementos que constituyen mi vida. Una vez que tengo el perchero, resulta muy fácil colgar de él las demás decisiones que deba tomar. Para ayudarme, puede servirme de modelo la oración de Carlos de Foucauld:
  •   Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras; sea lo que sea te doy gracias. Estoy dispuesto a todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma: te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito amar, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque tú eres mi Padre.

NOTAS

  1. Recordemos las palabras de Jesús: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
  2. Cf. Mt 6,33-34, que trataremos más adelante.
  3. Todo esto tiene mucho que ver con las características que definen la vida de Jesús en Nazaret, tal como aparece sintetizado en los Misterios «contemplativos» de Jesucristo, en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 299-301.
  4. A esto podría ayudarnos un modo de orar como el que se propone en la Letanía del nombre de Jesús, en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, 313-319.
  5. Recuérdese la afirmación de la Escritura: «El justo vive de la fe» (Hab 2,4; Rm 1,17; Heb 10,38).
  6. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales,n. 234.
  7. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 98.
  8. Ni fruto natural, como éxito, reconocimiento, etc., ni tampoco fruto sobrenatural, como paz, luz, fuerza, etc.