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¿Cuál es el secreto del Evangelio?
¿Cuál es este secreto? ¿De qué se trata? De una aristocracia: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Aun entre los que aceptan la luz, hay una jerarquía. Pero hay que tener cuidado: no es la jerarquía del mundo, no está ni a la derecha ni a la izquierda, es la aristocracia de la cruz (Molinié, El coraje de tener miedo, 13)1.
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El secreto del Evangelio es, pues, la aristocracia de los pequeños y de los pecadores (Molinié, El coraje de tener miedo, 15).
El Evangelio no señala simplemente una puerta para entrar en el reino de los cielos, no indica sin más unas condiciones para salvarse. En él se esconde una verdadera jerarquía que no sólo escandaliza al mundo, sino, con mucha frecuencia, a los mismos cristianos. Y, sin embargo, el Evangelio deja muy claro ese orden de precedencia:
En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios (Mt 21,31).
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No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa «Misericordia quiero y no sacrificio»: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores (Mt 9,13).
Esa predilección se manifiesta a lo largo del Evangelio y podemos contemplarla en acto en la elección de Mateo (Mc 2,13-14), en la conversión de Lázaro (Lc 19,1-10), en la pecadora agradecida (Lc 7,36-50) y, de forma especialmente espectacular, en el buen ladrón (Lc 23,39-43). Hay una frase de Jesús en el episodio de la pecadora perdonada que nos muestra un criterio importante para entender esta nueva jerarquía:
Al que poco se le perdona, ama poco (Lc 7,47).
Ciertamente está más agradecido y ama más aquel al que más se le perdona, el que menos lo merece, el que más lo necesita. Y ese amor es un elemento clave de la jerarquía sorprendente del Evangelio.
Esta nueva jerarquía no deja de escandalizar a muchos de los oyentes de Jesús; y, en las parábolas, él defiende con fuerza esta ventaja de los pecadores, que sorprende a los fariseos de todos los tiempos. El hijo que se va lleva ventaja sobre el que ha estado siempre en la casa del padre (véase Lc 15,11-32); y es el publicano que se reconoce humildemente pecador el que encuentra la justificación en su humilde oración en el templo mientras que el fariseo no (véase Lc 18,9-14). Al final de esta parábola encontramos otra clave importante para entender cómo funciona esta jerarquía y por qué llevan ventaja los pecadores:
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido (Lc 18,14).
Conocer la propia debilidad y el propio pecado conduce a la humildad que permite a la Misericordia de Dios que pueda levantarnos; por el contrario, el orgullo del que se cree justo impide actuar a la Misericordia, y, sin la Misericordia, ¿quién puede salvarse? Los que se creen justos tendrán dificultad para entrar en el reino de Dios, porque se apoyan en su justicia y no sólo en la misericordia.
Ésta es la misma jerarquía que descubre santa Teresa del Niño Jesús, y estos mismos personajes que experimentan la misericordia de Jesús le ayudan a entender el caminito completamente nuevo, que es el del Evangelio:
Dado que Jesús ascendió al cielo, yo sólo puedo seguirle siguiendo las huellas que él dejó. ¡Pero qué luminosas y perfumadas son esas huellas! Sólo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr… No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de la Magdalena. Su asombrosa, o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el corazón de Jesús, seduce al mío (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº).
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Usted, hermano, igual que yo, puede cantar las misericordias del Señor, que brillan en usted en todo su esplendor… Usted ama a san Agustín y santa María Magdalena, esas almas a las que «se les han perdonado muchos pecados porque amaron mucho». También yo les amo, amo su arrepentimiento, y sobre todo… ¡su amorosa audacia! Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 247).
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Y luego cuenta la historia de la pecadora convertida que murió de amor. Las almas comprenderán enseguida, pues es un ejemplo palpable de lo que quiero decir. Pero estas cosas no pueden explicarse: «Se cuenta en la vida de los Padres del desierto que uno de ellos convirtió a una pecadora pública cuyos desórdenes escandalizaban a toda la comarca. Esta pecadora, tocada por la gracia, seguía al santo al desierto para hacer allí una rigurosa penitencia, cuando, la primera noche del viaje, antes incluso de haber llegado al lugar de su retiro, sus lazos mortales se rompieron por la impetuosidad de su arrepentimiento lleno de amor, y en aquel mismo instante el solitario vio cómo su alma era llevada por los ángeles al seno de Dios» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 11.7.6 y Últimas Conversaciones II, anexo).
Los pecadores forman parte de esa «aristocracia» del reino de Dios. Pero en lo más alto de esa jerarquía están los niños:
El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos (Mt 18,4; cf. 19,14).
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Lo cual nos lleva a lo más alto de la aristocracia del cielo. Los pecadores tendrán una butaca, pero los niños estarán en el palco real (Molinié, El coraje de tener miedo, 14).
No debe extrañarnos entonces la necesidad absoluta de hacernos niños para entrar en el reino de los cielos:
Los discípulos riñen por saber cuál es el más grande, quieren el primer lugar, piden sentarse a la derecha y a la izquierda de Cristo. Éste responde: «¡No sólo no sabéis lo que pedís, sino que con esa mentalidad no podréis ni siquiera entrar en el Reino de los cielos! Tendríais que convertíos y haceos como niños» (cf. Mt 18,1-4). Él no lo dice a paganos o a cristianos en general, sino a sus discípulos, a los que serán las columnas de la Iglesia, el colegio de los apóstoles: «Vosotros sois mis amigos, ya sois puros por la Palabra, os amo y daré mi vida por vosotros. Pero tal y como sois, no podéis entrar en el reino. ¿Por qué? Porque no sois niños». Ése es el tercer grado de humildad, que es en el fondo la humildad del Cielo. Hablar de Jesucristo, del Cielo, del holocausto, de la Misericordia, o del rostro de Dios que no se parece a nada, es lo mismo. No puedo presentar el Evangelio como si hubiera otro programa, más accesible a las «almas ordinarias». Nos encontramos una vez más con la objeción del Gran Inquisidor, a la que, al fin, hay que responder. La sabiduría o la locura a la que Jesús quiere iniciar a los cristianos es tan profunda, se eleva tan alto por encima de los razonamientos humanos, que sólo un pequeño número puede recibirla, y de hecho la recibe. Sólo hay que mirar para verlo. Pero la aristocracia de este pequeño número no es la de las grandes almas, es el espíritu de infancia o de los pobres de espíritu, que en efecto son escasos: «El verdadero pobre de espíritu, ¿dónde encontrarlo?» (Santa Teresa del Niño Jesús). El vencedor será el que acepte pedir socorro con el «gemido inefable» (Rm 8,26) que hará de él un miembro de la aristocracia de los publicanos y los pecadores, por los que Jesús ha muerto en la cruz. Mi respuesta al Gran Inquisidor es entonces confesar que la salvación traída por Cristo no es accesible más que a una elite, pero es la elite de los pequeños, de los humildes, de los pobres pecadores, no de los héroes o de los genios… aunque la gracia los haga héroes y genios (Molinié, ¿Quién comprenderá el corazón de Dios?, 5,1. La cursiva es nuestra)2.
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Así que hay una buena y una mala actitud. Por tanto, una especie de aristocracia: la aristocracia de los que tienen la buena actitud. No es una aristocracia de la inteligencia ni de la voluntad; es, más bien, la aristocracia de la debilidad y la humildad, del espíritu de infancia, del asombro, de la magnanimidad. A la que se opone el repliegue sobre uno mismo, la desconfianza, el endurecimiento, el escepticismo. Los paganos tienen clara conciencia de que hay una buena actitud que hay que encontrar; llaman a eso «el camino que tiene corazón»…, y ellos coinciden con Paulina, la hermana de Teresa, que llamaba a eso «el espíritu principal» (Molinié, Adoración o desesperación, nº 47. La cursiva es nuestra)3.
En este orden de cosas, el principal problema que tenemos es que no somos niños, ahí está nuestra verdadera dificultad:
«Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido estas cosas a los sabios y a los inteligentes, y haberlas revelado a los pequeños» (Lc 10,21; Mt 11,25). No creo que haya que buscar más lejos la raíz de todas nuestras dificultades para recibir eficazmente la revelación del Reino. No hay que buscar más lejos porque ya es buscar muy lejos, ya que esta palabra es un abismo. Cristo ha tenido cuidado de insistir en ello: los corazones de niño son los únicos que reciben el Reino…, y nosotros no tenemos, o no tenemos ya, un corazón de niño. No hay otra desgracia sobre la tierra. Dios es un gran Niño, un Niño infinito: sólo puede vivir con los niños. Si ya no lo somos, hay que volver a serlo…; y esto es como una muerte, cuyas peripecias estudiaremos, ya esbozadas en Una divina herida: es absolutamente cierto, como sospechaba Nicodemo, que tenemos que «entrar por segunda vez en el seno de la madre y volver a nacer» (Molinié, La ley y la gracia, segunda parte, III. La cursiva es nuestra)4.
Se trata del núcleo del Evangelio, que afecta a lo esencial de la salvación: la relación entre nuestra miseria y la misericordia de Dios. Este descubrimiento nos obliga a hacernos conscientes de nuestra miseria y de la dinámica de la misericordia:
El secreto del Evangelio es sencillamente el misterio insondable de la misericordia (Molinié, El coraje de tener miedo, 15).
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Lo que toca el corazón de Dios es nuestra miseria tal como es y tal y como él la ve, mucho más allá de la conciencia que cobremos de ella gimiendo sobre nuestra suerte, y tal como hemos intentado definirla en el primer capítulo. Esto aparece tanto más puro en la medida en que los hombres son menos capaces de hacer trampas con ella. Todo lo que permite al hombre realizarse es excelente en sí mismo, pero le ofrece una facilidad temible para apartar la mirada de este desamparo que conmueve el corazón de Dios, para distraerse y endurecerse en una actitud de rechazo respecto a eso mismo que atrae a Dios en nosotros. Al negarnos a darle lo que le atrae, nos negamos al final al mismo Dios; y precisamente eso es el endurecimiento del corazón.
En consecuencia, los hombres (y sobre todo los niños), a los que la crueldad del mundo hunde en una miseria mucho más desgarradora de lo que puedan darse cuenta, hundidos en las tinieblas de una vida infrahumana, arrojados desde su nacimiento a una especie de agonía… estos hombres están protegidos por su misma pobreza contra el enriquecimiento temible que recibe su consuelo sobre la tierra y nos permite huir de nuestra única posibilidad de tocar el corazón de Dios […]
De esto modo tocamos el corazón de Dios cuando permitimos a todas las riquezas espirituales que hemos recibido hacernos conscientes de nuestro desamparo fundamental, con una conciencia que se acerca a la que Dios tiene de ella; precisamente la que remueve sus entrañas y se llama la Misericordia. Por esto los que se dejan iniciar a su propio desamparo se vuelven al mismo tiempo misericordiosos y tocan infaliblemente la misericordia divina. A la inversa, los que se dejan tocar por el desamparo de los demás se acercan infaliblemente a la pobreza consciente que consigue todo de la ternura de Dios: Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Lo que Dios experimenta ante la miseria de los pecadores es muy fácil de comprender y de describir para los corazones simples. Estamos aquí en el punto más profundo del secreto del Evangelio, el que el Padre ha escondido a los sabios y a los inteligentes y ha revelado a los niños. Toda la obra de Teresa del Niño Jesús (su vida en primer lugar, y su Manuscrito después) es sólo una paráfrasis de este secreto. Ella sólo retuvo del Evangelio la quintaesencia, el núcleo que da vida al resto, y alrededor de este núcleo ha montado las variaciones dejando de lado deliberadamente los aspectos menos profundos de la Biblia y del mismo Evangelio.
Como dije en La ley y la gracia, el propósito que persigo es hacer oír este mismo mensaje, esta quintaesencia, no a los sabios y a los inteligentes a los que ciegan sus pretensiones, sino a los magos de buena voluntad en búsqueda dolorosa de la sencillez de los pastores. Al mismo tiempo, estas páginas podrían ofrecer a los corazones sencillos algo equivalente a lo que Teresa encontró en el padre Arminjon: quiero decir una estructura doctrinal que apuntale la intuición del corazón (Molinié, El misterio de la redención, primera parte, II. La cursiva es nuestra)5.
Llegar a ser obreros de la última hora
Si descubrimos que no somos niños, y, a pesar de ello, no queremos quedar fuera de esta elite que entra en el reino de Dios, no tenemos otra opción que tratar de entrar en el reino por el capítulo de los pecadores:
A partir de ahí no tenemos más que un solo recurso, el de refugiarnos en la categoría de los pecadores que se convierten (Molinié, El coraje de tener miedo, 15).
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Los otros… ¡ay! los otros, es decir vosotros y yo, los que tienen la riqueza del tiempo, de la cultura, de una salud mínima, ¡en qué peligro están! «Es más difícil a un rico entrar en el Reino que a un camello pasar por el agujero de una aguja»: nosotros somos esos ricos, es la primera cosa que hay que saber y decir respecto de la felicidad. Dicho de otra manera, hemos empezado mal. Menos mal que se trata de llegar, no de salir: el obrero de la última hora recibe tanto como los primeros, el buen ladrón se salva in extremis, el que quiere caminar detrás de Cristo debe calcular el gasto por temor a que empiece bien pero no persevere (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 29)6.
El único problema que tenemos en este terreno es pensar que somos justos, intentamos hacernos justos o, lo que es peor, nos esforzamos en parecer justos. Esa falsedad y ese esfuerzo no nos sirven para nada. Aunque nos cueste aceptarlo, no somos capaces de ganarnos el jornal de la salvación y, si no somos niños, no nos queda más remedio que ser obreros de la última hora a los que se les regala el salario. La paradoja es que, con mucha frecuencia nosotros, los cristianos, creemos formar parte de los que han trabajado duro durante toda la jornada y nos merecemos la salvación, incluso nos creemos con derecho a despreciar a los que se salvan en el último momento y pensamos que merecemos más que ellos (Mt 20,1-16).
Pero lo cierto es que nuestra realidad es muy distinta a la de los empleados de la primera hora. Por ello tenemos que hacernos conscientes de nuestra situación y aceptar, si queremos entrar en el Reino, que no somos niños y que somos pecadores que necesitamos ser salvados por el capítulo de los que se les regala lo que no merecen, pero lo necesitan.
Se trata de aceptar, después de una vida de esfuerzos por ser santos, que no lo somos, pero que tenemos que serlo; que no podemos serlo por el camino de nuestros esfuerzos, y que tendremos que presentarnos ante Dios con las manos vacías con la esperanza de ser acogidos por la misericordia como los empleados de la última hora. El peligro será doble: intentar aferrarnos a nuestros méritos o pensar que Dios no nos puede pedir más de lo que tenemos.
Lo más peligroso, después de todo, no es hacerse ilusiones, ni afligirse cuando éstas no se cumplen (porque en ese caso se clama a Dios); lo más peligroso es que después de haber sufrido durante años, uno se desanime de veras constatando que no ha avanzado, y que se diga: «Así es la vida… No hay que pedirle mucho… No soy un santo, ¡qué se le va a hacer!, todos no podemos ser iguales». Esto es grave, porque es nuestra propia idea: no es en absoluto la de Dios.
Puede suceder muy bien, incluso en la vida religiosa, que hombres justos y rectos no reciban más que en el último instante la revelación del rostro de Cristo. Son obreros de la última hora, y si ellos lo aceptan, su recompensa será magnífica. Habrán sufrido toda su vida para llegar a ser obreros de la última hora, para poder decir como esta joven bautizada a los diecinueve años y muerta a los veinticuatro: «No he hecho nada humanamente, no he hecho nada sobrenaturalmente: estoy preparada para la misericordia de Dios» (Molinié, El coraje de tener miedo, 19-20).
Es la misma intuición de las «manos vacías» que santa Teresa del Niño Jesús explica a su hermana Paulina, en una conversación que ésta nos relata:
Le decía yo:
-«¡Ay, yo no tendré nada que dar a Dios a mi muerte: tengo las manos vacías! Y eso me entristece mucho».
-«Claro, tú no eres como “el bebé” (algunas veces se daba a sí misma este nombre), que sin embargo se encuentra también en esas mismas condiciones… Aunque yo hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un “siervo inútil”; y eso es precisamente lo que constituye mi alegría, pues, al no tener nada, lo recibiré todo de Dios» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 23.6).
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Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: «Traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno según sus obras», me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme «según mis obras»… Pues bien, me pagará «según sus propias obras…» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 15.5.1).
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En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío… (Santa Teresa del Niño Jesús, Oración 6, Acto de ofrenda al amor misericordioso).
Todos los cristianos tenemos que aprender esta paradoja de las «manos vacías» que vive y enseña santa Teresa del Niño Jesús:
Esta paradoja está presente también en la mente y en el corazón de Teresa. Paradoja hasta en sus palabras. Se hallan en ella expresiones como éstas: «El amor sólo con amor se paga». «El amor se prueba con obras» (Ms B, 4rº). «(Jesús) no tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor.» (Ms B, 1vº.) Su «camino -dice- no es el del quietismo, ni el del iluminismo» (cf. PA, 1358), y sin embargo, quiere morir «con las manos vacías», y confiesa: «Si hubiese procurado amontonar méritos, en este momento estaría desesperada» (CRG, III, 3: en OCST, P. 1517). «¡El amor (…) es un torrente que no deja nada a su paso!» (Ibíd. 10: Ibíd., p. 1522.) Pero cuando Dios se disponga a premiar su obra de amor «va a verse en un apuro», porque «¡yo no tengo obras! Por lo tanto, no podrá darme «según mis obras…» ¡Pues bien, me dará «según sus obras!…» (CA 15, 5, 1). (Conrad de Meester, Las manos vacías, 156)7.
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A decir verdad, la vida de Teresa es la aventura de todos y cada uno de los cristianos. Después de haberse esforzado, con mayor o menor entusiasmo, por conquistar el amor poniendo en práctica sus propios medios y esfuerzos, todo cristiano tiene que pasar por la impotencia que purifica, y terminar por abandonarse en las manos del Padre, que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito (Fip 2,13) (Conrad de Meester, Las manos vacías, 11).
El recurso del buen ladrón
Quizá el caso más sorprendente de esta ventaja de los pecadores que se encuentran con la misericordia de Dios en la ultimísima hora es el buen ladrón.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 22,39-43).
Este hombre nos demuestra que lo necesario para la salvación no es tener las manos llenas, sino la fe en la misericordia que se descubre en la mirada de Jesús crucificado:
Incluso elevado por la gracia, «el ojo del hombre no ha visto, su oído no ha escuchado, no ha llegado a su corazón, lo que Dios ha reservado a los que lo aman» (1Co 2,9). A partir de ahora vamos a escudriñar la nueva dimensión que Cristo ha venido a traer a nuestro conocimiento del rostro de Dios que no se parece en nada a lo que podemos presentir, incluso con la gracia y la revelación ofrecida a Israel que era, con todo, la de una predilección más profunda que el amor nupcial. ¿Qué puede haber más? No me voy a apresurar a responder, vamos a dar vueltas en torno a este misterio que Cristo nos ha revelado por el canto de la cruz, el Verbum crucis.
La Virgen estaba al pie de la Cruz, ella fue la primera en mirarla como la Iglesia, pero el Evangelio no nos dice nada de esta contemplación. Por el contrario, nos habla del que mira al Crucificado como la Iglesia lo hará durante siglos: el buen ladrón. San Agustín lo subraya en un sermón que le es atribuido:
Es necesario buscar para saber por qué la herencia del Paraíso ha sido concedida al ladrón con preferencia a todos esos personajes, tan distinguidos por su fe. Lo hemos dicho, Abrahán creyó en Dios, pero las condiciones en las que se encontraba eran muy diferentes. Cuando creyó en Dios, el Señor le hablaba desde lo alto del cielo, le comunicaba sus órdenes por el ministerio de los ángeles, le daba por sí mismo conocimiento de su voluntad.
Isaías creyó en Dios, pero Dios se le apareció sentado en el cielo, como él mismo dijo: «Vi a Adonai sentado sobre un trono alto y elevado» (Is 6,1). Ezequiel creyó en Dios, pero después de haberlo visto encima de querubines. Zacarías creyó en Dios, y dijo esto: «Vi al sumo sacerdote Jesús que estaba encima del altar del Señor» (Za 3,1). Los otros profetas también creyeron en Dios, pero porque ellos lo veían (hasta donde es posible a un hombre ver a Dios) bajo una forma u otra y él les hablaba.
Tal como hemos señalado, el mismo Moisés ha creído en Dios, pero no lo olvidemos, el Señor hacía oír su voz en medio de los relámpagos, del trueno y de los estrépitos de la trompeta. No hubiera hecho falta más para llevar a la fe incluso a los infieles.
Por otra parte, hablando así no tengo en absoluto la intención de rebajar a estos personajes grandes y santos, no hago más que exaltar los méritos del buen ladrón que, por un solo acto de fe, se ha hecho digno de entrar en el Paraíso. Cuando el ladrón vio a Dios Salvador, faltaba mucho para que Jesús estuviera sentado en un trono real, o adorado en su templo. No hablaba desde lo alto del cielo, no hacía ejecutar ninguna orden por los ángeles. No es en absoluto por medio de semejantes prodigios que se hayan ofrecido a la mirada del ladrón y que le han ayudado a creer en la realidad del cielo. El ladrón ha visto a Cristo compartir el suplicio de los salteadores, eso es todo. Lo ha visto en los tormentos, y lo ha adorado como si él hubiera estado en el seno de la Gloria.
Lo ha visto sujeto a la cruz y le ha rezado como si hubiera estado sentado en el cielo. Lo ha visto condenado y levantado en la Cruz y lo ha invocado como su rey, lo ha visto, ha creído en él en el momento mismo en el que la fe de los apóstoles se tambaleaba. También mereció que le fuera prometido el paraíso. Sin embargo cuando él creyó, ¿qué vio? «Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino» (Lc 23,42). Oh ladrón, ¿a quién dices «tu reino»? Ves a un crucificado y ¡le proclamas rey! Tienes ante los ojos el espectáculo de un hombre sujeto a una cruz y ¡tus pensamientos se dirigen hacia el Reino de los cielos!
¿Acaso, sin dar tregua a tu oficio de salteador, has sacado tiempo para leer las Escrituras? ¿Es que, mientras cometías los homicidios, has tenido tiempo de escuchar a los profetas? Todos los días estabas ocupado en derramar la sangre de tus semejantes. ¿Has tenido tiempo libre para prestar tu oído a la palabra de Dios? ¿Quién te ha enseñado a volverte filósofo de este modo? ¡Es la cruz, instrumento de tu suplicio, la que te ha hecho reconocer y proclamar el triunfo de Cristo!
Los judíos lo crucifican, aunque ellos saben la ley y los profetas, y tú que no conoces nada, ni la ley, ni los profetas, ves a Cristo condenado contigo y le proclamas Dios, ¡lo ves crucificado y lo adoras! ¿Pero quién te ha enseñado eso? ¿Quién te ha enseñado los oráculos relativos a su persona para que anuncies abiertamente la entrada próxima en su Reino al que comparte tus dolores ante tus ojos?
Respuesta del buen ladrón:
«La ley no me la ha enseñado nadie, los profetas no me han anunciado nada, pero el Señor que estaba delante de mí me ha mirado, y su mirada me ha traspasado hasta el fondo de mi corazón».
«Abrahán ha visto mi día y se ha alegrado». Él esperaba la venida de Cristo, con la dulzura, la paz, la consolación, la alegría, pero no ha visto a Dios cara a cara; y algunos Padres griegos le han negado incluso el Espíritu Santo, «porque el Espíritu Santo no había sido dado todavía» (Jn 7,39). Sin llegar hasta ahí, la carta a los Hebreos es muy clara, ellos no han tenido la recompensa, ellos han sido invitados a esperarnos, a nosotros a los que estaba reservada una suerte mejor (cf. Hb 11,40).
Así nadie podía escuchar la frase: «Te digo que esta misma tarde estarás conmigo en el paraíso». En suma, ¡el buen ladrón fue crucificado durante el Antiguo Testamento, y murió en el Nuevo! Cuando fue crucificado, las puertas del Reino estaban cerradas; cuando murió estaban abiertas, de suerte que «la misma tarde» él se encontró con Jesús en el Paraíso.
Entonces san Agustín dice que ha tenido suerte, pero también ha tenido mérito, y mucho más de lo que imaginamos. No por el hecho de ser crucificado, el mal ladrón también lo fue. El mérito del buen ladrón es decir a Jesús: «Acuérdate de mí en tu Reino», canto sobre el que la liturgia bizantina ha escrito una melodía muy hermosa. Es extraordinario el momento elegido por el buen ladrón, aquél en el que los apóstoles mismos ya no creían, cuando Cristo no tenía ya un rostro humano: «Soy un gusano y no un hombre» (Sal 22,7).
Creer cuando Jesús hacía milagros y hablaba con poder suponía ya una gracia que Cristo admira en Pedro: «No es ni la carne ni la sangre la que te ha revelado eso…» (Mt 16,17). Pero ante la Cruz, Pedro ya no se atrevía a creer. En aquel momento nadie, aparte de Juan y de la Virgen, ofreció una fe sin desfallecimiento. No hablemos de los sumos sacerdotes, que estaban seguros de haber ganado la partida: «¡Que descienda de su cruz y creeremos!» (cf. Mt 27,42). Sin embargo, habían debido saber que el Siervo de Dios sería un Siervo sufriente; de algún modo les pagaban para eso. ¡O estaban jugando concienzudamente su papel, cumplir el programa previsto en los Salmos y por los profetas, sin enterarse siquiera!
En el momento en el que aquellos que habrían debido saber no sabían nada, el buen ladrón reconoció al Rey de los cielos y la realización de sus profecías. Entonces san Agustín le presta esta frase que me autoriza a ver aquí la primera contemplación del crucificado: «No, yo no estaba instruido en estas cosas, no estaba preparado, no había estudiado las Escrituras, pero Jesús me miró… ¡y en su mirada lo he comprendido todo!»
¿Qué comprendió? Lo que Dios tanto quería hacernos comprender a todos, la locura de su Amor por nosotros. Aquí está el paroxismo y el punto culminante de la revelación. El grito de Jesús expirando es el de Dios mismo gritándonos su amor, el Verbum Crucis. Dios ya no podrá decir nada más y la Iglesia lo escuchará hasta el fin de los siglos.
«Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae» (Jn 5,44). Ante Cristo reducido a la impotencia y desfigurado, ¿quién podía atraer al buen ladrón si no es, en efecto, el Padre? Ése es el don del Espíritu Santo a la Iglesia, el que el buen ladrón ha sabido leer en la mirada de Cristo y que nadie podía comprender si no recibía ojos para ver y oídos para oír (Molinié, ¿Quién comprenderá el corazón de Dios?, 9,1)8.
Esta experiencia del buen ladrón es tan importante que define la vida cristiana y, en este sentido, resume perfectamente el camino de la infancia de santa Teresa del Niño Jesús:
El secreto del Evangelio es, pues, la aristocracia de los pequeños y de los pecadores. Sor Genoveva de la Santa Faz (Celina, la hermana de Teresa) decía algún tiempo antes de morir: «Se habla siempre del camino de infancia a propósito de Teresa, y se insiste en el encanto de la infancia, pero se podría también decir muy bien el camino del buen ladrón». El secreto del Evangelio es sencillamente el misterio insondable de la misericordia. Por eso, más allá de los pecadores e incluso de los niños, hay todavía en el Evangelio algo más profundo… o más bien Alguien: hay un cierto Rostro (Molinié, El coraje de tener miedo, 15).
Si descubrimos el camino del buen ladrón como el único camino verdaderamente eficaz, y que está a nuestro alcance, para salvarnos, entonces se hace evidente que tenemos que dar un giro radical a nuestra vida cristiana en función de ese descubrimiento:
Así habla el buen ladrón en nombre de todos los pecadores que aceptan ser salvados. Cristo es el Inocente que ha querido la Cruz; el buen ladrón es el pecador al que la Cruz le abre los ojos y le restituye la inocencia.
¿Resolución práctica? Reconocer en primer lugar que estáis en pecado, mortal o venial (eso importa poco en el plano en el que me sitúo; pues el pecado venial lleva al pecado mortal, y la única liberación verdadera sería ser inocente).
Algunos están obsesionados por la impresión de que la moral cristiana es impracticable. Pero a fuerza de pensar eso corren el riesgo de considerar el pecado como una cosa normal: el verdadero problema está ahí. Antes de saber cómo evitar el pecado (es la ciencia casi iniciática de la fe humilde en el Salvador), hay que reconocer la verdad de la ley moral aunque ella nos condene.
El gran peligro que corréis es rechazar humillaros ante una ley que no sabéis obedecer. Entonces, en vez de condenaros vosotros mismos, como el buen ladrón, en vez de escuchar al Juez infinito, condenaréis la Ley, condenaréis el Bien, condenaréis lo real, condenaréis a Dios… habréis crucificado a Jesucristo (Molinié, Adoración o desesperación, nº 44)9.
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Toda oración perseverante que pide con fe la salvación será infaliblemente escuchada: es lo que nos enseña la Iglesia católica apoyándose en el Evangelio («pedid y recibiréis»).
Pidamos al Padre, por Jesús y María, que nuestro corazón sea desgarrado por su Amor, que es el Espíritu Santo. Pidámosle con fe todos los días, más a menudo si es posible, en todo instante incluso: seremos infaliblemente escuchados… y todo lo demás nos será dado por añadidura.
Entonces ascenderá de nuestro corazón, así desgarrado, una acción de gracias incesante hacia el Padre que nos ha dado a Jesús, y Jesús crucificado. Cantaremos con la Iglesia «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» Lloraremos como María Magdalena, pero no podremos «inquietarnos por nada, habiendo escogido la mejor parte que no nos será arrebatada. Y la Paz de Dios, que sobrepasa todo sentimiento, custodiará nuestros espíritus y nuestros corazones»10.
Esta oración, que es la del buen ladrón, no es un camino de perfección; ella, al contrario, nos despoja de toda ambición espiritual. Es el grito de los obreros de la última hora echándose como el hijo pródigo en la Misericordia del Padre. El único obstáculo que encuentra es nuestro orgullo, pero es terrible: si perseveramos en esta súplica, conoceremos las angustias del combate espiritual y la agonía del hombre viejo. Feliz agonía: «A medida que el hombre exterior se descompone, el hombre interior se renueva de día en día»11 (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 45. La cursiva es nuestra)12.
NOTAS
- M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 2ª ed.).
- M.-D. Molinié, Qui comprendra le coeur de Dieu?, Paris 1994 (Saint-Paul), 71-72; cf. M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit. Méditation sur le mystère du mal, Paris 2000 (Téqui), 76.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir. Une catéchèse pour les jeunes… et les autres, Chambray 1989 (C.L.D.), 261.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, II, La loi et la grâce, Paris 2001 (Téqui), 100; cf. M.-D. Molinié, El combate de Jacob, Madrid 2011 (Paulinas), 83-84.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, VI, Le mystère de la Rédemption, Paris 2001 (Téqui), 43-46.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis. La douceur de n’être rien, Paris 2004 (Téqui), 2, 197-198.
- Conrad de Meester, Las manos vacías. El mensaje de Teresa de Lisieux, Burgos 1998 (Monte Carmelo).
- M.-D. Molinié, Qui comprendra le coeur de Dieu?, 143-147.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 253.
- N del T: Cf. Lc 10,41-42 y Flp 4,6-7.
- N del T: Cf. 2Co 4,16.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 197-198.