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Aunque el Enemigo mantiene siempre su lucha contra los hombres, esta lucha se hace especialmente intensa y significativa cuando uno descubre ‑o puede descubrir‑ una gracia de Dios que le transforma y le impulsa a la santidad. Evidentemente, el interés de la persona por responder a la gracia le obliga al Tentador a afinar mucho en su estrategia, sobre todo en los primeros momentos en los que, junto a una sincera decisión, convive en el alma algo de desconcierto.

1. Tentaciones contra la fe

La primera de este tipo de tentaciones, y quizá la más importante, es la tentación contra la fe. La gracia mueve necesariamente a buscar y acercarse a Dios. Es normal que surjan miedos, cálculos, añoranzas, etc. En principio la tentación se dirigirá a impedir que caminemos a paso firme hacia el encuentro transformador con Dios, mirando lo que nos ha dado y dónde nos llama; para ello el Enemigo nos invitará a mirar a nuestro alrededor para hacernos ver que no hace falta plantearse las cosas con tanta radicalidad, que tal como estamos somos mucho mejores que la mayoría, etc. Y así nos vamos limitando a construir simplemente una buena relación con Dios (un poco de oración, de sacramentos, etc.) basada en el mero cumplimiento… y manteniendo una prudencial distancia con Dios.

El fin al que el Enemigo nos quiere llevar es dudar de que Dios actúa; es la tentación contra la fe. No pretende que dejemos de creer en Dios, por lo menos en su existencia teórica; sino que dejamos de creer en el Dios vivo y verdadero que nos ama y actúa en nosotros de forma extraordinaria.

Esta tentación se apoya en la convicción, basada en las adversidades que solemos experimentar, de que las dificultades que encontramos son más verdaderas e importantes que la gracia de Dios. Nuestra mirada se dirige a las dificultades y quedamos atrapados en el miedo, la incertidumbre o la angustia.

El problema de esta tentación radica en que si no creemos apasionadamente en la gracia y en obra del Señor, él no podrá llevar a cabo esa obra y la gracia se verá frustrada. Además, si uno no cree en la obra de Dios, difícilmente podrá cooperar a su realización; mientras que si cree de verdad, estará dispuesto a lo que sea y pondrá los medios de forma eficaz.

Juan ha aceptado realizar unos días de retiro espiritual con unos amigos de la universidad. A poco de empezar descubre con gran fuerza la presencia de Dios que le llena y le mueve interiormente. Se siente feliz, alegre…, pero, a la vez, intuye que ese Dios que empieza a descubrir de verdad puede llevarle por caminos diferentes a los que él conoce y domina…, y le entra la duda sobre si merece la pena seguir el impulso de la gracia. Al darse cuenta de este planteamiento, se responde a sí mismo que ¡claro que merece la pena!, de hecho nunca ha sido tan feliz. Pero la duda toma una nueva forma mucho más peligrosa: «Todo esto que vivo en ahora, ¿hasta qué punto es algo real? ¿No será fruto del fervor de este momento?» A partir de aquí le resulta muy difícil dejar que su vida se oriente claramente hacia algo que puede ser el resultado del fervor sensible de un retiro espiritual. De ahí a reducir el proyecto que Dios le ofrece y la gracia de santidad que le presenta a un simple propósito de tratar de ser un poco mejor…, hay un simple paso.

2. Tentaciones contra el amor

En un primer momento se suele recibir la gracia de Dios con gozo y esperanza; y es fácil dejarse llevar por el impulso de ponernos en camino hacia una profundización y crecimiento en el amor que se experimenta. Pero el Enemigo nos recordará enseguida nuestra pobreza para hacernos entrar en oscuras zonas de desánimo y angustia. Mientras Dios nos invita a lanzarnos a un amor que él nos regala y hace posible, la tentación nos sugerirá que, dada la realidad del mundo y de nosotros mismos, es imposible alcanzar la meta. El ambiente de egoísmo de la sociedad, nuestras carencias afectivas, la dureza del propio carácter, etc. nos convencerán de que, por muy hermoso que parezca el objetivo, nunca lo podremos alcanzar.

Ana es una mujer que ha llevado siempre una vida bastante piadosa, aunque sin exagerar. Con motivo de un acontecimiento familiar muy doloroso tiene una profunda experiencia de Dios que le produce un gran impacto. Vislumbra un mundo, nuevo e inconmensurable, que se abre ante ella; y se siente impulsada a lanzarse a él. Pero en momento en el que toma la decisión de ponerse en camino, el Enemigo le recuerda tantos pecados de egoísmo que la han martirizado durante mucho tiempo, sus carencias afectivas que condicionan negativamente sus relaciones con los demás… Pronto acaba concluyendo que la oferta que se le ofrece es muy interesante, pero para ella supone un imposible porque exige un amor del que se siente incapaz.

3. Tentaciones contra la esperanza

En el momento en el que Dios irrumpe en el alma con su gracia transformante se percibe con fuerza el llamamiento al amor y a la transformación que él ofrece. La invitación que Dios hace tiene como respuesta adecuada la esperanza, por la cual abrazamos el plan de Dios como fuente de la plenitud y felicidad máximas, poniendo nuestra confianza en Cristo y apoyándonos, no en nuestras fuerzas, sino en la gracia de Dios.

De esta actitud va a depender la posibilidad de que Dios realice su proyecto personal de comunión de amor y de transformación. Y el demonio sabe que es vital impedir el acto de esperanza que hace posible la eficacia de la acción del Espíritu Santo. Por eso, justo en este momento crucial sugiere diversas tentaciones contra la esperanza, que toman principalmente la forma de miedos, en general suficientemente razonables como para que nos sintamos justificados a tenerlos en cuenta.

El miedo al futuro, con la incertidumbre de qué me espera por un camino nuevo; el miedo al compromiso, con la duda de si seré capaz o no de responder adecuadamente; el miedo a las responsabilidades, que obligan a replantear valores, horarios, tareas, actividades, etc.; el miedo a los demás, al qué dirán, etc.

Inés asiste a las charlas cuaresmales de la parroquia. En un momento dado se siente súbitamente tocada por la gracia. Unas palabras del sacerdote se le clavan en el alma y se siente inundada por la gracia de Dios y movida por un fuerte deseo de cambiar de vida. En ese primer momento la posibilidad de orientar su existencia más plenamente hacia Dios le resulta atractiva y gozosa. Pero surge enseguida la posibilidad de que detrás de ese cambio tenga que plantearse una posible vocación religiosa, con la exigencia de dejar a su novio, abandonar sus planes, etc. La esperanza en el proyecto de la gracia de Dios se ha desvanecido y sólo le resta explicarse a sí misma que tiene que ser más realista y menos soñadora.

4. Tentación de la traducción de la gracia

Las gracias que se reciben en orden a una profunda transformación y progreso espiritual tienen su orden y su sentido en el plan de Dios, que es el que dirige dicho proceso espiritual. Normalmente cada una de esas gracias o mociones forman parte de un plan de conjunto. El que realmente busca acoger eficazmente la gracia y corresponder a ella tiene que encajar cada una de las gracias en el conjunto del proceso espiritual y encontrar el sentido que tiene en relación al mismo. Esto requiere un cierto tiempo para que Dios vaya haciendo su obra y exige mantener una actitud de recogimiento y oración que permita descubrir el sentido verdadero de las gracias que recibimos.

Si actuamos así, avanzaremos claramente en la vida interior; por eso el Enemigo tratará de movernos a traducir espontáneamente las gracias recibidas, de modo que no le demos tiempo a Dios a que clarifique él mismo la traducción de sus gracias.

Antonio es un joven inquieto, de grandes ideales y buenos sentimientos cristianos. Está empezando una carrera que le gusta y acaricia interesantes proyectos de futuro en lo personal y en lo profesional. Lleva unos días sintiendo una mayor necesidad de orar y trata de buscar más tiempo para ello. En un momento determinado de la oración experimenta con gran fuerza que tiene que vivir a fondo el Evangelio, que su vida actual adolece de mediocridad. Recibe la gracia de ver la necesidad de un cambio y de sentirse movido a él. No duda de que se trata de un impulso de Dios y quiere ser generoso en la respuesta. Se pregunta qué quiere decirle el Señor con el impulso que le ha dado. Empieza a darle vueltas a distintas posibilidades. El Enemigo le sugerirá muchas y buenas; impidiéndole sólo una: esperar tranquilamente a que Dios mismo le termine de aclarar lo que le ha empezado a manifestar. El Tentador le urge a que traduzca la gracia como si Dios no pudiera hacerlo en su momento. «¡Ya sé ‑se dice Antonio‑. El Señor me quiere misionero». Se trata de una traducción buena, generosa y santa. A partir de este momento empieza a dar pasos en función de una vocación que no tiene; y cada paso que dé le irá alejando de su verdadera vocación y le acercará más al fracaso total de su vida.

5. Tentación de las prisas

Muy unida a la anterior está la tentación de las prisas. Dios tiene un ritmo constante, pero sereno; el Enemigo busca un ritmo frenético que haga imposible el discernimiento y el sosiego y, por tanto, la maduración espiritual. El resultado no es otro que sacar a la persona del cauce de la gracia concreta para colocarla en un camino bueno, pero que no es el de Dios.

El mismo Antonio del ejemplo anterior, una vez ha «decidido» que Dios le llama a ser misionero, debería madurar esa decisión, consultar, quizá terminar el curso actual para tener tiempo de tomar una decisión más madura. Pero el Enemigo le sugiere que todo lo que sean dilaciones constituyen una falta de generosidad, que si Dios le quiere misionero debe empezar ¡ya! Y le vemos descuidando sus estudios y lanzándose a realizar un sinfín de experiencias precipitadas que le acaban desorientando e impidiendo hacer el más elemental discernimiento vocacional.

6. Tentación de la proyección hacia el futuro

Cuando nos movemos en el terreno de la gracia significativa hemos de tener en cuenta que ésta se da siempre para el momento presente. Dios no nos garantiza hoy la gracia que vamos a necesitar mañana. Pero el Enemigo tiene mucho interés en que nos agobiemos pensando si podremos responder a lo que Dios nos pida mañana, olvidándonos así de lo que nos pide ‑y nos da‑ ahora. De ese modo nos saca del momento presente y del mismo ámbito de la gracia.

Patricia acaba de descubrir su vocación religiosa. Ve con claridad que el Señor le pide que se consagre a él, aunque no sabe de momento a qué tipo de vida religiosa le llama. Experimenta la gracia, no sólo de ver con claridad la llamada, sino de sentirse llena de alegría por ella y con la fuerza necesaria para ponerse en camino. Realmente Dios no le pide más que el disponerse a una vocación, para lo cual cuenta con una innegable ayuda de la gracia. Por eso el Enemigo le sugiere a Patricia la dificultad que va a suponer para ella dejar a su familia, el sufrimiento de sus padres ante la separación, las exigencias de fuerzas físicas o de salud que suponen determinadas tareas en misiones… Nada de esto es real en ese momento y, cuando llegue, Dios le dará de nuevo la gracia para verlo y para vivirlo gozosamente. Pero esa gracia no la tiene ahora. La tentación por resolver unos problemas futuros le impide responder a la gracia actual; de modo que Patricia se siente enfrentada a una montaña de dificultades que la llevan al desánimo y al abandono de todo planteamiento vocacional.

7. Otras tentaciones

Suelen constituir un obstáculo para la gracia algunas de las tentaciones que ya se han visto anteriormente y que adquieren una especial importancia cuando se descubre la gracia de Dios.

Una de esas tentaciones es la incongruencia en los valores. Desarrollamos una teoría muy bien estructurada, que cuidamos con mimo… mientras vivimos otra cosa en la realidad concreta de nuestra vida. El que experimenta de verdad el amor de Dios descubre en sí mismo una serie de valores sustanciales que configuran y definen un nuevo modo de ser y de actuar. Pero se trata de valores que, aunque están muy claros en teoría, no han llegado a asimilarse en la práctica. Por eso, cuando llega el momento de actuar, y hay que tomar decisiones ‑pequeñas o grandes, claras o implícitas‑, las tomamos de acuerdo con la escala de valores que realmente funciona en nuestra vida, que es la del mundo. Y aparece la incongruencia de que, mientras mantenemos conscientemente unos valores determinados, actuamos por otros muy distintos, que son los valores reales que mueven de verdad nuestra vida. Evidentemente este proceso no se realiza abiertamente; la tentación proporciona argumentos para revestir el cambio de motivaciones y justificaciones, y se hace de tal forma que se salve la apariencia de fidelidad a los criterios de Dios.

Otra es la tentación de lo urgente sobre lo importante, por la que las falsas prioridades o las urgencias nos vencen y van apartándonos del amor y de la voluntad de Dios, y son tanto más peligrosas cuanto menos conscientes seamos de ellas; porque van creando mecanismos de defensa a través de los que la Palabra de Dios no puede penetrar, y si no las descubrimos no las podemos vencer.

Puede ser peligrosa la tentación que consiste en el ansia de comunicar a otros todo lo que se ve o se vive en el terreno espiritual. Además de perder muchas energías, así se «airea» la gracia en ciernes y se pierde el calor interior. Hay que tener en cuenta que la comunicación de fe debe hacerse en función de la propia misión, de la caridad o de la necesidad de discernimiento; no por impulsos afectivos.

Por el contrario, el Enemigo puede mover a no confiar nada de lo interior a nadie ‑a veces, incluso, al mismo director espiritual‑ con la excusa de que se trata de cosas sagradas «entre Dios y yo». De esta forma nos introduce en el subjetivismo y nos impide hacer un discernimiento adecuado. Habría que aplicar ‑como respuesta‑ lo mismo que para la tentación anterior que lleva a una comunicación excesiva.

Suele ser frecuente la tentación de soberbia, con la que el demonio nos hace creernos mejores o superiores a los demás porque percibimos unas gracias que otros no tienen. Salvo excepciones, esto no suele ser importante, porque las gracias recibidas se viven desde un sentimiento muy fuerte de pequeñez e inmerecimiento. Pero una tentación tan abierta y fácil de identificar es muy útil al Enemigo para enmascarar otras tentaciones más sutiles e importantes, creando desconcierto y desánimo porque nos introduce en una lucha estéril que se autoalimenta a sí misma: como no hay base suficiente, la lucha no tiene mucho sentido, pero nos sentimos en la obligación de actuar contra una tentación tan clara; y como no vemos avance, creemos que el problema es grave y hemos de luchar más en contra… perdiendo así preciosas energías. Esto es especialmente significativo cuando la persona en cuestión no ha tenido especiales dificultades en ese campo, cuando hay una historia que le marca claramente en la pobreza personal o cuando existen tendencias psicológicas contrarias a la tentación y que la hacen casi imposible (complejos, culpabilidades, etc.).

Sin embargo sí hay una tentación en este sentido que no es tan abierta y por eso es más peligrosa: la de la autosuficiencia. Aquí sí puede haber una tentación de soberbia. Y no en términos generales, sino en concreto: es la tentación que lleva a creer que lo que Dios nos da es algo que tenemos por nuestros méritos y, consiguientemente, no necesitamos de nada ni de nadie para mantenerlo o hacerlo crecer. Así se desprecian aquellos medios que son necesarios para el progreso espiritual o se sospecha del director espiritual como un medio innecesario o incluso negativo.

Es significativo el hecho de que mientras se intenta superar la supuesta inclinación a la soberbia se vea como lo más normal del mundo la sistemática sospecha hacia los instrumentos de Dios. La razón en la que se apoya el Enemigo no es otra que la dificultad de ajustar los valores y la necesidad de sentirnos comprendidos. Inconscientemente deseamos que se justifique lo que hacemos y que se nos comprenda «afectivamente»; de modo que todo lo que sea una revisión seria y un discernimiento de valores y actitudes lo vivimos como una especie de ataque. El medio que el Enemigo emplea para atacar es el subjetivismo; y la única salida que tenemos es la de objetivar. Por supuesto que cabe perfectamente abandonar la dirección espiritual o determinados medios humanos, pero siempre que existan datos objetivos y contrastados que justifiquen tal determinación.

También desorienta mucho la tentación de desconcierto porque «no entiendo nada». Es curioso que nos atasquemos tan tontamente en este tipo de tentaciones. El Señor nos da su gracia y nos hace ver claramente el camino, luego se esconde (es decir, desaparece visiblemente, pero sigue ahí) para que crezcamos y maduremos. Y como no tenemos la apoyatura que quisiéramos y que haría muy cómodo el camino, nos desconcertamos y nos creemos abandonados por el Señor, con problemas de fe, etc., gastando en lamentos y luchas estériles las energías que deberíamos emplear en el trabajo y en la fidelidad que son los signos de la seriedad con la que nos tomamos las cosas.

Finalmente existe una tentación que desorienta mucho y que tiene gran fuerza porque se apoya en el ambiente que nos rodea: la tentación de no desentonar en el mundo. Al principio el fuerte impulso de la gracia nos mantiene, pero pronto vemos que el seguimiento de Jesucristo nos coloca frente a criterios, a personas o a instituciones del mundo. Incluso aparece el reproche, la acusación o el ataque frontal con todo tipo de argumentos «razonables».