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«El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores» (Jn 14,12).
Contenido
- 1. Un apostolado desconocido
- 2. Varios ejemplos de un apostolado singular
- 3. La intercesión en los evangelios y en los santos
- 4. El apostolado de la intercesión
- 5. El proceso de la intercesión
- 1. Tensión permanente de fe
- 2. Una necesidad real
- 3. Visión del problema
- 4. Imposibilidad de resolver el problema
- 5. Visión sobrenatural
- 6. El instrumento de Dios
- 7. La misión
- 8. Conciencia de pobreza
- 9. Renuncia a la eficacia humana
- 10. Fe mantenida
- 11. Dejar a Dios ser Dios
- 12. Acto de fe
- 13. Aceptar las consecuencias
- 14. Pagar el precio
- 15. Mantener la fe
- 16. Acoger el fruto
- 17. El lugar de la oración en el proceso
- 6. La necesidad de la fe para el milagro
1. Un apostolado desconocido
Antes de entrar en materia, debemos tener en cuenta que vamos a tratar de un aspecto de nuestra vida espiritual que no se entiende fácilmente ni a simple vista, puesto que requiere una mirada profunda de fe mantenida en un contexto de verdadera oración. Igualmente, para entender mejor lo que pretendemos es imprescindible tener en cuenta cuanto hemos dicho en otras ocasiones sobre el realismo de la fe1 y la intercesión como misión del contemplativo2.
Vamos a tratar del apostolado contemplativo, y lo vamos a hacer de una forma peculiar. Puede parecer que el tema no reviste especial dificultad, puesto que el apostolado es algo muy conocido y valorado entre los cristianos. Y añadirle el aspecto de «contemplativo» al apostolado puede entenderse fácilmente como una referencia a la importancia que tiene la oración como respaldo espiritual de la misión apostólica del cristiano.
Estamos muy lejos de entender la oración de intercesión si nos conformamos con el compromiso de rezar cuando nos encontramos con algún problema, lo que se concreta en la recitación de alguna oración que nos hace creer que hemos hecho una gran obra y nos permite desentendernos ya del asunto. Desde luego, el Señor no nos salvó de esa manera: pudiendo salvarnos con un simple gesto, su intercesión le llevó a la encarnación, a la agonía de Getsemaní y a la muerte en cruz.
Vamos a proponer una forma de intercesión como apostolado contemplativo que, si es realmente evangélica ‑y así lo creemos‑, es útil para toda la vida del cristiano y especialmente necesaria para responder a la crisis profunda que atraviesa nuestro mundo y la Iglesia. Evidentemente, esto no supone que neguemos el valor que tiene rezar por los demás, elevando nuestras peticiones a Dios, de forma espontánea o por medio de las principales oraciones de nuestra fe.
Siendo esto necesario, pretendemos ir mucho más lejos, abordando una realidad de enorme trascendencia y que, paradójicamente, resulta absolutamente desconocida para la casi totalidad de los cristianos. Es algo tan importante, singular y delicado que requiere de una metodología peculiar, muy distinta de la que se suele emplear en esta materia. Por eso, empezaremos por proponer unos ejemplos que nos acerquen al asunto que queremos abordar, veremos su correspondencia con la acción de Jesús en los evangelios, luego trataremos de explicar el funcionamiento de la gracia a través de la intercesión y, finalmente, repasaremos los principales textos evangélicos que nos muestran el modo que tiene Jesús de actuar en sus milagros.
2. Varios ejemplos de un apostolado singular
Primer ejemplo
Es el caso real de una mujer de mediana edad, Pilar, que colaboraba activamente en su parroquia. Cuando tuvo ocasión le presentó al párroco a su marido, Felipe, un hombre que había abandonado hacía mucho tiempo toda práctica religiosa. El encuentro duró el breve tiempo necesario para intercambiar un saludo protocolario.
Sin embargo, el sacerdote ‑don Pablo‑ tuvo la impresión de que este hombre, aunque no fuera consciente de ello, tenía una especial necesidad de Dios. Y, a la vez, intuyó también que Dios estaba buscando el modo de conquistar su corazón. Sabía, además, que su esposa rezaba intensamente para que su marido pudiera hacer una buena confesión y se reincorporara, al menos, a la misa dominical.
Don Pablo intuyó que a Dios no le bastaba con los mínimos que pedía la esposa y aceptó esperar la profunda conversión de un alma que tenía que ser santa de verdad. Y se dispuso a conservar en su corazón la herida abierta de una transformación que Dios quería y que, a todas luces, parecía imposible; renunciando a «rezar» materialmente por esta conversión, convencido del sinsentido que suponía orar para informar a Dios de una necesidad, como si él la desconociera, o para tratar de convencerle de que ayudara a esta persona, como si no fuera tan bueno como para ser el primero en querer su transformación. Además, temía que esa forma de orar pudiera servirle para cerrar la herida que se había abierto en su corazón y le impulsaba a colaborar dolorosamente en la santidad de ese hombre, casi desconocido.
Pasaron más de diez años sin que el sacerdote tuviera ningún contacto con Felipe, del que incluso estaba lejos físicamente porque le habían trasladado a otra parroquia. Por su esposa, con la que seguía en contacto, sabía que continuaba enfrentado con la Iglesia y alejado de Dios. Un día recibió la llamada telefónica de Pilar, que le informó de que su marido estaba enfermo, sufriendo muchos dolores…, y se ofreció a pasarle el teléfono y que pudiera hablar con él. El hombre se mostró afable con el sacerdote y le dijo que la enfermedad le hacía ver las cosas de un modo distinto. Incluso le sugirió la posibilidad de que hablaran de las realidades verdaderamente importantes, tal como empezaba a verlas desde el sufrimiento propio de la enfermedad.
El sacerdote comprendió enseguida que se le ofrecía la ocasión providencial para visitar al enfermo, ahora que estaba más receptivo, e iniciar un proceso que le permitiera invitarle a realizar una buena confesión y regularizar su vida de fe, cumpliendo así lo que su mujer tanto había pedido a Dios.
Pero él no podía conformarse con menos que con una transformación que impulsara al enfermo directamente a la santidad. Y ese milagro sólo lo podía hacer el Señor; de modo que tenía que renunciar a hacer «su obra» de ayuda a Felipe, a la espera de que Dios hiciera la verdadera obra que realmente necesitaba. De modo que se ofreció a hablar con él cuando quisiera y se lo pidiera formalmente. En el fondo, don Pablo estaba convencido de que Felipe intuía, de algún modo, que tenía que hablar con él, pero no para otra cosa que para que diera un giro radical a su vida.
Todavía pasaron dos años más sin tener noticias el uno del otro. Pero el sacerdote había dejado el asunto en manos de Dios y seguía esperando el milagro. Y Dios se servía de este acto de fe para mantener esa herida abierta en el sacerdote y suscitar en Felipe un anhelo invisible que hiciera posible el milagro.
Un día nuestro hombre se armó de valor y telefoneó al sacerdote para proponerle un encuentro. Concretaron la entrevista y llegado el momento, sentados los dos frente a frente, Felipe se sintió obligado a exponer sinceramente su situación:
‑Ante todo, tengo que decirle que no estoy de acuerdo con muchas cosas de la jerarquía de la Iglesia, que, además, creo que está llena de pecados…
-Bueno ‑le interrumpió el sacerdote‑, si vamos a hablar de los pecados de la jerarquía, yo le podría informar de más cosas de las que usted me pueda contar. Pero estamos aquí para hablar de sus pecados y de qué piensa hacer con su vida.
Por lo que don Pablo conocía de su interlocutor, esta respuesta le tendría que haber sonado como una bofetada en una soberbia que nunca se había doblegado ante nadie. Pero el sacerdote necesitaba realizar un «acto» real que demostrase que esperaba lo «más» y no se conformaba con menos; para lo cual puso en riesgo el fruto de la entrevista, de modo que humanamente no tuviera salida y exigiera de Dios el milagro. Y el milagro llegó en forma del primer acto de humildad que, quizá, aquel hombre había hecho en su vida:
-Tiene razón, creo que hay que empezar por lo verdaderamente importante…
No sólo hizo una buena confesión, sino que puso las bases de una profunda renovación de vida, tan efectiva que, a los pocos días, su esposa decía al párroco:
-Estoy asombrada del progreso de mi marido. Llevo muchos años pidiéndole a Dios que le mueva a hacer una buena confesión y que empiece a ir a misa los domingos y, en muy poco tiempo, no sólo me ha sobrepasado, sino que se está convirtiendo en un modelo de santidad para mí.
Segundo ejemplo
Otro caso real. Se trata de un joven matrimonio, sin grandes recursos, que se siente movido a adoptar a un niño ‑Luis‑ con serias deficiencias psicológicas y con un comportamiento difícil. A pesar de ser una familia numerosa, que apenas cabe en la casa y con multitud de problemas, hay una razón para plantearse esta adopción: se trata de un niño ya crecido, de nueve años, bastante difícil y al que nadie quiere adoptar; pero, sobre todo, que no está bautizado. Perciben que ellos deben ser los instrumentos para que este niño, que carece de todo, tenga el bien mayor que existe, que es ser hijo de Dios, y, además, reciba todo el amor que ellos pueden darle.
Después de no pocas dificultades, se formaliza la adopción y Luis empieza a prepararse para recibir el bautismo y la primera comunión. Día a día se va ilusionando más y más con la idea de ser cristiano y desea con fuerza el bautismo. Después de varios años de formación parece que todo va bien, incluso el niño mejora en su carácter y en el trato. Pero unos meses antes de la fecha prevista para la celebración del bautismo de Luis, la madre biológica del niño hace su aparición en la vida del pequeño y le prohíbe bautizarse. Además, llevada de su delirio de reconstruir la familia, implica a su hijo en un proyecto imposible, que desestabiliza absolutamente la delicada psicología del pequeño. El grave riesgo que supone todo esto para la salud del niño, los conflictos en casa, en el colegio y en la catequesis hacen absolutamente imposible que se lleve a cabo el bautismo.
A pesar de todos los esfuerzos y la paciencia de los padres adoptivos, la situación se agrava de tal modo que parece que no queda más remedio que renunciar a todo y dejar que se hagan cargo del niño las instituciones de protección de menores.
Y así, llega el momento previsto para el bautismo. Queda menos de una semana para la fecha fijada y el matrimonio tiene que hablar con el párroco para notificarle que deben suspender el bautismo y la primera comunión de Luis. Quizá deban aceptar humildemente la situación y esperar que, en el futuro, las cosas cambien y el niño pueda recibir el bautismo.
Pero, pensándolo mejor, reflexionan sobre el hecho de que se embarcaron en esa difícil aventura porque intuían que Dios quería que Luis fuera hijo suyo y que ellos estaban llamados a ser sus instrumentos para ello. Estaba claro que el niño tenía que recibir el bautismo, y las razones sobrenaturales para ello no podían pesar menos que las razones humanas que lo hacía imposible. «Si Dios lo quiere, tiene que ser posible», se dijeron. De modo que, precisamente porque era imposible que Luis se bautizase, fueron a comprarle el traje nuevo para la celebración del bautismo y la primera comunión.
No sin dificultades y muchos sufrimientos, los padres adoptivos vieron cómo el imposible se hacía posible, y los problemas se resolvían justo en el último momento, de manera que Luis pudo recibir con alegría el sacramento que le convertía en hijo de Dios y, al día siguiente, participó por primera vez en la mesa eucarística y recibió al mismo Jesús en su corazón.
Tercer ejemplo
Un tercer caso, también real, nos acerca a Juana, una buena y piadosa mujer, que había ido a visitar a un pariente que estaba hospitalizado y, al salir, entró en la capilla del hospital para estar un rato en oración con Jesús. Al salir, se cruzó con el capellán, que le preguntó sobre el motivo de su visita y, poco a poco, entraron en una conversación en la que la mujer le confió al sacerdote la preocupación que tenía por su hijo, un joven de buen corazón, pero totalmente apartado de Dios y de la Iglesia, por cuya conversión rezaba todos los días, aunque sin ningún fruto.
-No se desanime ‑le contestó el capellán‑. Dios no puede dejar de atender las oraciones de una madre. Me llamo Andrés y sepa que rezaré por su hijo con mucho interés.
Cuando la mujer se alejaba, el sacerdote tuvo clara conciencia de que la oración de aquella buena mujer respondía al deseo que tenía Dios de atraer al joven a su corazón. Eso era mucho más que la simple «conversión» que ella le pedía a Dios para su hijo. De modo que aceptó hacer suyo ese deseo de Dios y la profunda necesidad del muchacho.
Unos meses después, llaman al capellán desde el puesto de recepción:
-Don Andrés, tiene visita. Aquí hay una señora que pregunta por usted.
-Dígale que me espere ahí, en el vestíbulo, que voy enseguida.
El sacerdote interrumpió la ronda de visitas a los enfermos y se dirigió a la entrada del hospital. Al llegar al pasillo principal pudo ver, a lo lejos, a una mujer, que reconoció como Juana, así se llamaba la que le había hablado en la puerta de la capilla. Se detuvo en seco. Junto a ella estaba un joven con el que conversaba y que no podía ser otro que el hijo del que le había hablado.
A la distancia a la que se encontraban, él podía verlos, pero ellos no se habían apercibido de su presencia. El sacerdote decidió dar media vuelta y pedirle a la recepcionista que dijese a los visitantes que le había surgido un contratiempo y no podía verlos. Se sentía molesto por lo que consideraba una encerrona, casi una traición. Aunque aquella madre se conformara con que su hijo volviese a una práctica religiosa normal, Dios había estado acariciando en su corazón la transformación profunda del corazón del joven y estaba decidido a que fuera santo. Andrés veía con claridad la estrategia, tan femenina, de la madre: «Busco una excusa para ir al hospital y le pido a Raúl que me acompañe. Una vez allí, le digo que quiero saludar al capellán y éste, que sabe mi preocupación, ya se encargará de crear con mi hijo una relación que, con el tiempo, le permita ofrecerle la oportunidad de hacer una buena confesión y regularizar su vida de fe».
Ciertamente se trataba de un plan sencillo y fácil de realizar. Pero para el sacerdote era una verdadera guerra en la que la buena mujer le había metido sin siquiera pedirle opinión ni darle tiempo a prepararse. Porque ese encuentro informal, que iba a tener lugar en un instante, era la única ocasión que él tenía para hacer posible que Dios realizase un cambio tan radical del corazón del joven que lo impulsara apasionadamente hacia la santidad. Y eso tenía un precio, que él estaba dispuesto a pagar, pero no sin un mínimo tiempo para disponerse. Pero no le habían dado ese tiempo y tenía que elegir entre darse la vuelta y renunciar a su misión, al menos por el momento, o seguir adelante y jugárselo todo a una carta.
Además, para mayor complicación, quedaba menos de media hora para la misa que tenía que celebrar en la capilla. De modo que en ese tiempo tenía que hacer algo que sirviera de detonante a la gracia que el joven necesitaba para su conversión radical.
Don Andrés respiró hondo y se encaminó al encuentro de los visitantes. Hechas las presentaciones, invitó a madre e hijo a pasar a una pequeña sala de visitas donde pudieran charlar con tranquilidad. Se inició una conversación amigable, en la que el sacerdote se interesó por la vida y las actividades del joven que, aunque educado, claramente no estaba en la compañía que hubiera preferido. Pero, víctima también de la trampa de su madre, debía seguir allí.
El tiempo transcurría y se acercaba inexorable el fin de la entrevista, impuesto por la hora de la misa, mientras la conversación no pasaba de temas superficiales. Finalmente, ya puestos en pie todos para despedirse, el sacerdote tenía que llevar a cabo su misión, consistente en hacer un acto por el que pusiera de manifiesto inequívocamente su pobreza radical para ayudar verdaderamente al joven y la absoluta certeza de la poderosa acción de Dios. Hacía falta un acto muy simple, que conjugase la fe pura, la confianza absoluta y una total humildad. Con esta disposición, se dirigió al joven:
-Creo que debes plantearte seriamente que Dios te está buscando con mucho interés, y tu vida no tendrá verdadero sentido hasta que no te encuentres con él y le dejes entrar en ella para que la ordene según su voluntad.
El desconcierto, la incredulidad y cierta indignación asomaron al rostro del joven, que no dijo nada por educación y porque, afortunadamente, se estaban despidiendo y no volvería a ver a aquel cura impertinente. Se despidieron amablemente y don Andrés se dirigió a la capilla, aceptando interiormente el ridículo que había hecho ante el joven, el fracaso de su misión y el obstáculo que había puesto a la gracia; a la vez que recuperaba el ardor por una conversión que él había hecho imposible y, por tanto, necesitada absolutamente de la acción extraordinaria de Dios.
Al cabo de unos días se encontró el sacerdote a Juana en la capilla. Él, que vivía colgado de la gracia que esperaba para su hijo, se acercó a preguntarle sobre el resultado del encuentro que habían tenido.
-No se puede imaginar la que me ha liado. Se enfadó muchísimo, culpándome de haberle contado a usted un montón de cosas suyas que no le importaban. Yo le dije que no le había contado nada; que no sabía por qué le había dicho aquellas cosas. Pero él no me hacía caso, y siguió diciendo que quién se había creído que era aquel cura para juzgarlo a él y meterse en su vida… Después de eso sigue todavía enfadado conmigo y apenas me habla.
Era evidente el fracaso de la intervención del sacerdote y la imposibilidad del cambio que él esperaba en el joven. Don Pablo sintió como propio el dolor de la madre, pero se dispuso a acoger el milagro que Dios tenía que realizar. No habían llegado hasta allí para nada, y él había hecho su parte. Ahora sólo quedaba esperar que Dios hiciera la suya. Animó a la madre a seguir rezando y a no perder la esperanza y se marchó, convencido de que cuánto más imposible es algo, más propio de Dios es su realización.
Durante unas semanas no tuvo noticias del joven, pero poco tiempo después se enteró de que había hecho una fervorosa confesión y estaba yendo a misa todos los días. Y eso no era lo más importante, sino la parte visible de una transformación interior, de gran calado, por la que Dios había cambiado completamente el corazón de este joven al que hacía tiempo que estaba buscando y que ahora había hecho de la santidad el objetivo fundamental de su vida.
Cuarto ejemplo: un modelo evangélico
Para poder entender lo que sucede en estos casos, o en otros semejantes, hemos de ir al Evangelio, que nos ofrece pistas muy claras sobre el modo que tiene Jesús de actuar a través de nuestra fe. Y el mejor modelo de este proceso lo encontramos en el milagro de la trasformación del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea (Jn 2,1-11)3.
Estamos, quizá, ante el milagro de Jesús en el que mejor se puede ver la relación que existe entre nuestra fe y la acción del Señor, por lo que deberíamos meditarlo como «plantilla» que explica lo que sucede en los ejemplos anteriores. Este acontecimiento es extraordinariamente importante para entrar en la contemplación de la relación que existe entre fe y milagro, como base para lo que podríamos llamar el «apostolado genuino de los contemplativos».
En el citado capítulo sobre la intercesión veíamos cómo, en el acontecimiento de Caná, se dan en el creyente ‑en este caso en María‑ los elementos fundamentales que encontrábamos en los ejemplos anteriormente propuestos:
- -Existe un problema real, que es la falta de vino, que va a arruinar la boda.
- -María se da cuenta del problema. Es la única que capta el problema en su dimensión más verdadera y profunda.
- -Sabe que la presencia de Jesús allí, y la suya misma, no son casualidad porque existe un plan de Dios para cada situación.
- -María es consciente de que, en cualquier situación en la que se encuentre, su misión es ser instrumento de gracia y colaboradora eficaz de la acción de Jesús. Desde esta actitud, acepta la misión de ver y hacer suyo el problema.
- -Sabe, además, que tiene que poner la fe y el amor necesarios para unir la necesidad humana y el poder salvador de su Hijo.
- -María hace el acto de fe confiada con una frase («no tienen vino») que manifiesta a Jesús la sintonía en el conocimiento del problema y en su solución, ofreciéndose como instrumento de gracia; por eso no necesita informarle del problema ni pedirle que lo resuelva (todo eso está implícito).
- -Después del acto de fe, Jesús mismo pone a prueba esa fe, diciéndole a su madre: «No es asunto nuestro, y, además, todavía no ha llegado el momento de mi manifestación pública».
- -María acepta la prueba de la fe y hace un segundo acto de fe que consiste en el gesto audaz que da por supuesto el milagro, asumiendo el riesgo de quedar en ridículo. Así, se dirige a los criados, diciéndoles: «Haced lo que él os diga».
- -Finalmente se produce el milagro que Jesús quería hacer, pero no sin la fe probada y en acto de María.
Al final de este proceso descubrimos que la verdadera historia del milagro de Caná está oculta detrás de lo exterior, y contiene una relación muy concreta de fe y comunión entre María y Jesús que es necesaria para que se produzca el milagro.
3. La intercesión en los evangelios y en los santos
El milagro de Jesús en las bodas de Caná nos muestra con claridad el proceso de la intercesión y la importancia que tiene la fe para que se desarrolle eficazmente4; el mismo proceso que vemos en numerosos pasajes evangélicos. Incluso, en algunos casos, lo encontramos realizándose «en negativo», como en la visita de Jesús a Nazaret, que merece la impresionante afirmación del Evangelio de que Jesús no puede hacer milagros en su pueblo por su falta de fe (Mt 13,58). Y, sin embargo, en otra ocasión, realiza el milagro de calmar la tempestad a pesar de la falta de fe de sus discípulos, precisamente porque está en juego su fe (cf. Mc 6,45-52).
Resulta particularmente luminosa la comparación de la actitud de María en Caná con la de otras figuras del Evangelio que reciben milagros de Jesús:
- -El centurión romano espera confiadamente la curación de su criado y le pide a Jesús que no vaya a curarlo personalmente porque «no es digno de que entre bajo su techo» (Lc 7,1-10).
- -La hemorroísa no se atreve a pedir la curación a Jesús y se arriesga en el acto de fe que supone tocarle el borde del manto (Mc 5,24-34).
- -La mujer pagana le pide a Jesús la curación de su hija y acepta que éste pruebe su fe diciéndole que «no está bien echar el pan de los hijos a los perros» (Mc 7,24-30).
- -Pedro camina sobre las aguas después de haberse lanzado a ellas fiado de Jesús, pero se hunde cuando abandona la actitud inicial de fe confiada (Mt 14,28-33). Aquí podemos ver lo que sucede cuando no mantenemos la fidelidad al salto en fe. Al igual que en la multiplicación de los panes y la tempestad calmada, son los más cercanos a Jesús los que están más lejos del modelo de apostolado de María en Caná; y los que teóricamente son más lejanos ‑los paganos‑ son los que mejor realizan el acto de fe que hace posible el milagro.
A partir de estos pasajes evangélicos, y sirviéndonos de los ejemplos de la actualidad propuestos al principio, podemos ir encontrando las claves que nos permiten intuir cómo se desarrolla, en la práctica, el proceso de la acción de Dios en el mundo a través de la fe de los creyentes.
Este mismo proceso lo vemos también en muchas de las acciones, más o menos extraordinarias, que son propias de los santos. Especialmente, merece la pena destacar el ejemplo que nos ofrece santa Teresa del Niño Jesús, con catorce años, entregada a la intercesión por un asesino condenado a muerte que ni se arrepintió ni quiso ponerse a bien con Dios antes de morir5. A pesar de la imposibilidad aparente de su propósito, mantuvo hasta el final la apuesta de la fe y buscó alguna «prueba» de la salvación del condenado que confirmara la eficacia de su misión. Ella misma desgrana el proceso con detalle:
Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno, y para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.
Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí a Dios todos los méritos infinitos de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a confesar que era por Pranzini, el gran criminal.
Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador. Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se unieran a mí para implorar gracia para el culpable.
En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento…
Mi oración fue escuchada al pie de la letra. A pesar de que papá nos había prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi…? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme… Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas…! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse…
Había obtenido «la señal» pedida, y esta señal era la fiel reproducción de las gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría de sus manchas, ¡¡¡y los labios de «mi primer hijo» fueron a posarse precisamente sobre esas llagas sagradas…!!! ¡Qué respuesta de inefable dulzura…!
A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: «¡Dame de beber!»6.
Teresa no pide un signo porque dude de que Dios quiere concederle lo que pide, sino como confirmación de una misión a la que va a dedicar su vida. Al ver el fruto de su apostolado de intercesión en este primer «hijo», sin duda muy difícil, pudo confirmar su «deseo de salvar almas» por este camino, una misión que continuará en el cielo7.
Todo esto nos dice que el modo de actuar del Señor en la actualidad sigue el mismo patrón que encontramos ya en el Evangelio, especialmente en el milagro de las bodas de Caná, y nos muestra a qué nos llama Dios y cómo nos ha puesto en un lugar concreto del mundo para hacer posible lo imposible, siguiendo los pasos de María. Por eso no deberíamos reducir nuestro apostolado a lo que podemos hacer con nuestras fuerzas ni conformarnos con desgranar unas cuantas oraciones en favor de unas necesidades que no hacemos nuestras.
4. El apostolado de la intercesión
Toda la Iglesia es esencialmente apostólica, pues sigue a los apóstoles, que son los continuadores de la misión de Cristo, que vino para «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Ahí está comprometido el mandato del Señor: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16,15-16). Por eso, en la tarea apostólica se juega la salvación de la humanidad. De hecho, la misión que corresponde inicialmente a los doce apóstoles es la misma misión de Jesús ‑el Apóstol por excelencia‑, pero también es la misión que tiene la Iglesia en su conjunto y cada uno de sus miembros. De modo que cada uno de nosotros debe asumir como propia la llamada al apostolado que hace Jesús a sus discípulos y, como ellos, sabernos participes de la misma misión del Salvador, que nos dice: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21; cf. Jn 17,18).
Esta misión nos afecta a todos los cristianos, por lo que no excluye ni siquiera a los monjes. De hecho, la patrona de las misiones es santa Teresa del Niño Jesús, una monja carmelita que jamás salió de su monasterio. Y, con mayor razón, no puede sentirse excluido de esa misión el contemplativo que vive en el mundo8.
Ahora bien, es importante tener en cuenta que el apostolado, que es esencial en la vida cristiana, no consiste en un modo de proselitismo por el que tratamos de «convencer» a los demás de unas ideas o valores. El modelo de apostolado al que debe aspirar todo cristiano es el que representa la comunidad apostólica, en la que vemos que los doce apóstoles tienen una experiencia viva de Cristo resucitado que, con el impulso del Espíritu Santo, se lanzan a comunicar a todo el mundo.
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1,1-3).
San Pablo, el gran apóstol de la Iglesia primera, comienza su misión a partir de su encuentro personal con Jesús, y se entregará incansablemente a ofrecer al mundo entero ese mismo encuentro que cambió su vida y le permitió conocer a Cristo y recibir su salvación. Pero esto no lo realiza por medio de la persuasión retórica o propagandística, cuyo fracaso experimentó en el Areópago (cf. Hch 17,16-33), sino apoyado en el poder de Dios.
Yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1Co 2,3-5).
Todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4,13).
Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo […]. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12,9-10).
Para el contemplativo en el mundo, uno de sus instrumentos fundamentales de apostolado, y quizá el más específico, es la intercesión. Por este motivo, el Señor le pide lo mismo que a los apóstoles: que le conozca a él, que comparta su vida y se identifique con él. De ahí surge la fe en él que le permite realizar grandes obras por medio de la oración.
Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios (Mc 3,13-15).
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé (Jn 15,16).
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante (Jn 15,8).
Dios quiere hacer maravillas en nosotros y, por medio de nosotros, en los demás. Una tarea en la que coinciden la salvación de los hombres y la gloria del Padre, pero precisa de nuestra fe, sin la cual no hay fruto de gloria de Dios ni salvación de los hombres.
En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo (Jn 14,12-13).
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,19-20).
Lamentablemente, tenemos que reconocer que nos parecemos demasiado a aquellos discípulos que carecían de verdadera fe y con frecuencia, recortamos las expectativas de lo que Dios puede realizar en nuestra vida y en la de los demás. Preferimos aspirar a los mínimos porque son más controlables y no corremos el riesgo de quedar defraudados. Pero el Señor aspira a lo máximo, y nos dice: «Si tuvierais un poco de fe auténtica, haríais maravillas».
Una simple mirada a nuestro alrededor nos descubre que para la mayoría de los cristianos la fe no pasa de ser el convencimiento, más bien teórico, de la verdad de una doctrina, y la aceptación de los compromisos y la moral que se desprenden de ella. Y, la mayoría de las veces, esto, que ya es bastante limitado y pobre, se vive, además, sin demasiado convencimiento ni radicalidad.
Por esa razón la fe no llega a empapar realmente la vida de los creyentes en todos sus ámbitos. Y ése es el caldo de cultivo del que salen también los religiosos y los sacerdotes. Por eso, las vocaciones consagradas aparecen marcadas, de inicio, por una visión recortada de la vida cristiana, que es el fruto de la falta de fe verdadera. Y sin esa fe viva, la intercesión es imposible y, como consecuencia, no se puede pretender la efusión de la gracia que es el fruto propio de la intercesión y del apostolado contemplativo, con lo que esto supone de grandísimo perjuicio para la salvación de muchos.
Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones (St 4,3).
Si analizamos evangélicamente la mayoría de nuestras peticiones, descubriremos que tienen el tono, y a veces el contenido, del que no tiene fe. Por eso es necesario que reavivemos la fe antes de entrar en el apostolado contemplativo, tal como proponíamos en el capítulo sobre el realismo de la fe9.
5. El proceso de la intercesión
Frente a esta situación de falta generalizada de fe y de sentido de misión, el milagro de Jesús en Caná nos ofrece una perspectiva clara y detallada del proceso de la intercesión, y nos permite estudiar dicho proceso para ver cómo aplicarlo a nuestra vida, tal como hemos visto en los ejemplos que hemos ofrecido antes y en los textos evangélicos arriba mencionados. Veamos, entonces, dicho proceso paso a paso.
1. Tensión permanente de fe
En principio, he de partir del hecho de que, como contemplativo, vivo habitualmente en la permanente tensión de fe que se desprende de la visión sobrenatural de la realidad que he recibido como don de Dios.
Esto se advierte en la sensibilidad para captar la necesidad de gracia que tienen las personas que le rodean y el deseo de Dios de hacerles llegar la salvación que necesitan. A partir de esa visión, el contemplativo puede responder a su ansia de llevar la salvación a todos, uniendo, por medio de una fe viva y ardiente, las necesidades humanas que percibe y la gracia del Señor, que quiere hacerse presente en esas personas y sus necesidades. Ésta es la actitud que configura la vida del contemplativo, marcándola con la pobreza interior, la confianza absoluta en Dios y el abandono en sus manos, el silencio, la escucha y la docilidad a su palabra, la ferviente esperanza en su acción y el sentimiento de responsabilidad ante la necesidad de salvación que tiene el mundo. Cuando la Virgen acude a Caná, todo esto ya está a punto en su corazón y se muestra al exterior con expresiones que ponen de manifiesto lo siguiente:
- -La capacidad y sensibilidad para captar las necesidades humanas y la voluntad de Dios sobre las personas depende, en gran medida, del nivel de nuestra fe y de la libertad que proporciona la gracia. El santo ‑es decir, el contemplativo‑ descubre muchas más necesidades, se siente libre de las ataduras que condicionan su intercesión y capta fácilmente lo que Dios quiere hacer en cada caso concreto. Los que no son contemplativos carecen de esta visión y, por eso, no pueden interceder eficazmente. Esto se demuestra con claridad en la imposibilidad real que suelen tener para interceder por los enemigos.
- -En ocasiones, el primer paso para hacer posible el salto de la fe lo da el Señor. Esto lo hace mediante la gracia que nos muestra claramente una determinada necesidad que él quiere resolver y en la que quiere que participemos. Aquí podemos hablar de un primer milagro, iniciado por la percepción de una realidad que está oculta y que suscita la fe del individuo, y que lo lleva al salto de fe que permite la acción extraordinaria de Dios. María ve más allá de la falta de vino y percibe el deseo de Dios de que se manifieste su gloria y se abra paso la salvación.
- -Antes de llegar a estas gracias de visión y sensibilidad sobrenaturales, el contemplativo ha recibido el don de un primer milagro en su encuentro personal con el Señor, que le permite afirmar, con san Pablo, que «tenemos la mente de Cristo» (1Co 2,16). A partir de ahí, Jesús hace posible una nueva relación con él, en la que resulta normal el salto de fe que le permite actuar a él.
2. Una necesidad real
Teniendo en cuenta lo anterior, el primer elemento objetivo con el que me encuentro es una situación de dificultad o un problema concreto que me afecta a mi o, sobre todo, a otras personas.
3. Visión del problema
Asumo la visión sobrenatural del asunto, por la que percibo el problema en su verdadera dimensión, descubriendo en él la presencia de Dios, su voluntad y su providencia, tal como lo hace la Virgen en Caná.
Lo primero que debo plantearme siempre es qué quiere Dios, en lugar de dedicarme a buscar culpables, a lamentarme por las dificultades o a intentar evadirme de ellas. Sólo la voluntad de Dios determina el apostolado del contemplativo.
Este tipo de «apostolado» sólo se puede realizar desde la visión profunda de fe que me permite conocer claramente la voluntad del Señor sobre un asunto concreto. Por eso se necesita una gran sintonía interior con él; una sintonía que hay que desear, pedir y recibir, porque es un fruto del «corazón nuevo» (Ez 36,26) que tiene los «mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5). Sólo puedo «exigirle» al Señor el milagro cuando le pido lo que él quiere.
En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará (Jn 16,23; cf. 15,16).
Intentar aplicar esta «eficacia» a algo que no es claramente voluntad de Dios lleva necesariamente al pecado de presunción, porque supone manipular la gracia y tratar a Dios como una máquina expendedora de favores que tiene que estar a nuestra disposición.
4. Imposibilidad de resolver el problema
Soy plenamente consciente de que la solución al problema que descubro resulta imposible en lo humano, y lo acepto con serenidad, sin desconcertarme. Si veo que lo puedo resolver humanamente, he de intentarlo por ese camino. La intercesión no es una forma de ahorrarme el esfuerzo necesario para solucionar aquello que está en mi mano resolver, como tampoco sirve para solventar los problemas que he creado yo mismo con mi pecado.
5. Visión sobrenatural
Vivo la visión del problema y de la voluntad de Dios como un don recibido que me impulsa a un compromiso personal que ha de tomar forma en una misión concreta.
No se trata de algo excepcional, porque el contemplativo busca siempre y en todas las cosas la presencia y la voluntad de Dios. De aquí surge la misión, como consecuencia de ver con los ojos de Dios el imposible que él quiere realizar contando conmigo. Desgraciadamente, con mucha frecuencia renunciamos a esta visión sobrenatural de la realidad para no complicarnos la vida y, para ello, preferimos no mirar a Dios o mirar hacia otro lado.
Esta mirada es el don que Dios concede en respuesta a la fe. Por esa razón, la mayor tentación que existe en este campo es la del iluminismo, que surge cuando descubro el potencial de la gracia que se me ofrece pero no estoy dispuesto a abrazar el precio que esa gracia exige, de modo que potencio exageradamente la parte más superficial de la acción de la gracia para enmascarar la falta de las acciones reales a las que ésta me compromete. Ciertamente cuesta más participar del sufrimiento de Cristo que controlar lo superficial, que siempre resulta más fácil y satisfactorio.
Esta tentación lleva a valorar sólo lo espiritual y lo subjetivo, despreciando lo objetivo, como el compromiso real o la acción concreta, convirtiendo así lo interior en el único valor importante, lo que me permite sentirme por encima de juicios y opiniones objetivos, incluso de la misma Iglesia. Como resultado, no sólo me alejo de Dios, sino que llego a oponerme a él y al Evangelio, porque la encarnación del Verbo une para siempre lo material y lo espiritual, lo humano y lo divino.
En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo (1Jn 4,2-3).
La prueba de la importancia y gravedad de esta tentación la vemos en lo extendida que está en la Iglesia, desde los primeros momentos de su historia hasta nuestros días. De hecho, no otra cosa es el «gnosticismo», que consiste fundamentalmente en disociar la fe de la vida real, dando por verdadero sólo lo que entra en la «experiencia» interna y subjetiva del individuo, buscando un conocimiento reservado a unos pocos, que otorga la salvación al margen de lo que se viva realmente.
El relativismo y el subjetivismo, con el que nuestro mundo nos presiona, hacen que resulte muy fácil caer en el iluminismo, de modo que, al reducir la verdad a lo que sentimos o creemos internamente, eliminamos la posibilidad de un contraste externo que garantice que nuestra subjetividad concuerde con la verdad y el bien objetivos.
Esto tiene en la actualidad múltiples caras, como la identificación de la fe con la experiencia mística, del tipo que sea; la valoración de dicha experiencia al margen de la única referencia que debe darle sentido, que es Cristo; el propio iluminismo, que valora sólo lo espiritual para deshacerse de cualquier exigencia constatable en la realidad; la relativización de la palabra de Dios y su reducción a una mera sabiduría como tantas otras; el desprecio por toda institución o mediación religiosa; la búsqueda de los caminos místicos orientales en detrimento de los caminos de los santos y místicos cristianos; etc.
En este punto, hemos de afirmar claramente que la «calidad» de la vida espiritual no se mide por las efusiones y gracias interiores, sino por la autenticidad evangélica de la vida real, que se demuestra en la autenticidad de la misión, de las tareas concretas o de las relaciones personales. Y uno de los mejores indicadores de la veracidad de la vida espiritual es el apostolado, tanto el común a todo cristiano, como es el testimonio, la catequesis o la parroquia, como el específico de la vida contemplativa, que se basa en la intercesión. Si la oración no tiene una proyección concreta en mi vida, con lo que supone de tiempo, esfuerzo, dedicación y sufrimiento reales, puedo sospechar que camino por la vía del iluminismo, que me impide realizar el verdadero acto de fe y recibir su fruto.
La Iglesia y el mundo no necesitan especialmente personas dedicadas a la oración, sino personas que, a través de la oración, se transformen en Cristo y transformen el mundo, como testigos e instrumentos de Dios y de su poder.
6. El instrumento de Dios
En medio de las dificultades que encuentro en la vida, me descubro a mí mismo como instrumento providencial de la acción de Dios.
7. La misión
Acepto la misión que se me encomienda, que supone hacer míos los problemas que Dios me muestra y colaborar con la respuesta que él quiere dar a esos problemas.
8. Conciencia de pobreza
Reconozco mi pobreza radical e incapacidad para hacer algo verdaderamente eficaz en el orden sobrenatural.
9. Renuncia a la eficacia humana
Renuncio a cualquier forma de eficacia humana para que Dios sea el único que actúe. Esto es lo contrario de lo que solemos hacer: recabar de Dios la ayuda que necesitamos para realizar nuestra obra, en vez de colaborar con él en su obra. Se trata, en definitiva, de unirnos, en el modo que Dios quiera, a su respuesta y su acción.
10. Fe mantenida
Me sitúo en la actitud de fe, consistente en mantener la mirada de fe que exige todo lo anterior y proyectarla hacia el futuro, acogiendo interiormente el milagro que se va a realizar y disponiéndome a recibir el fruto del poder de Dios.
11. Dejar a Dios ser Dios
Renuncio a «informar» a Dios del asunto o problema en cuestión, como si Dios fuera un ignorante, así como a «solicitarle ayuda» para quien la necesita, como si no fuera bueno y necesitase que le convenciera de que haga el bien.
Es la actitud propia de quien se coloca realmente ante Dios en la oración, acepta la situación que él le presenta y descubre en concreto cual es su voluntad y en qué debe colaborar a realizarla. Y ahí está la intercesión como verdadera «tarea» de la oración; de modo que si descubro que la oración me aburre, probablemente se deba al hecho de que no estoy llevando a cabo esa tarea.
12. Acto de fe
Hago el acto concreto por el que expreso materialmente todo lo anterior: acepto la imposibilidad humana de resolver el asunto, manifiesto mi incapacidad, actúo como si la acción de Dios se hubiera realizado y recibo el milagro.
Normalmente, Dios no nos manifiesta cómo debe ser este acto de fe, sino que tenemos que «inventarlo», precisamente para que pueda ser un acto plenamente nuestro y de pura fe.
La necesidad de un acto concreto la podemos ver en el hecho de que, para Jesús, la fe está unida a las obras, especialmente al amor. Eso es algo que aparece muy claro en todo el Evangelio, a través de las palabras y acciones del Señor.
En este sentido encontramos numerosas referencias neotestamentarias, como las que se refieren a la imposibilidad de la fe sin obras (St 2,14) o las de san Pablo, que nos dice que en Cristo no vale la circuncisión ni vale el prepucio, sino la fe, que actúa por la caridad (Gal 5,6; cf. 6,15), de modo que «si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada» (1Co 13,2).
Resulta evidente que la prueba de que la fe es verdadera es el amor, y lo que demuestra que el amor es auténtico es la fe que lo sustenta. Son dos realidades inseparables, que se necesitan mutuamente para mantenerse vivas.
Existen unas palabras de Jesús que resultan muy interesantes en este asunto de la relación entre fe y obras. En Jn 6 vemos que Jesús se escapa de la multitud que le busca para hacerlo rey después de la multiplicación de los panes y los peces. Cuando lo encuentran, él les reprocha que lo busquen no porque tengan fe, sino porque han visto en él un medio para saciar fácilmente el hambre física; pero deben buscar el alimento verdadero, que es el que perdura hasta la vida eterna, y que él dará a los que crean. Y «ellos le preguntaron: “Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?”. Respondió Jesús: “La obra que Dios quiere es que creáis en el que él ha enviado”» (Jn 6,28-29).
Esto nos muestra la fe como «obra», lo que nos permite aventurar que hay una obra propia de la fe, o, dicho de otra manera, que existe un modo de creer que podríamos definir como «fe en acto». Lo cual no invalida la necesidad del amor para respaldar la autenticidad de la fe, pero va más allá. Buscamos un acto que sea principalmente un acto de fe y que tenga su eficacia específica. Y a ello responde solamente la acción más propia de la fe, que tiene que ser «acto» que la encarne de manera real, concreta y constatable, no algo meramente subjetivo y reducido a la intención o el sentimiento.
Aquí corremos el riesgo de pensar que el mejor acto de fe es un acto de amor, identificando ambas realidades. Pero, aunque la fe y el amor están muy relacionados, es muy importante que distingamos los actos propios de cada ámbito. En el caso de María en Caná, el acto de fe se concreta en sus palabras a Jesús. Evidentemente ese acto está muy unido a su amor por los novios y su deseo de ayudarles, pero se trata de realidades que, estando unidas, no se identifican; aunque, como sucede normalmente, el mismo acto de fe sea expresión del mayor amor.
Teniendo en cuenta todo esto, y manteniendo la autonomía del acto propio de la fe, podemos afirmar que fe y amor son dos realidades diferentes que deben marchar siempre unidas; y, para llevar a cabo la «obra de Dios», la fe más pura se identifica con el amor más generoso, dando lugar a un solo acto.
13. Aceptar las consecuencias
Abrazo las consecuencias de ese acto de fe: riesgo, soledad, incomprensión…, y mantengo la fe en el fruto sobrenatural de la gracia.
14. Pagar el precio
Me dispongo a pagar el «precio», por alto que sea.
En el acto de fe nos jugamos mucho; o, más bien, nos lo jugamos todo, porque si fracasa ese acto de fe en lo sobrenatural la vida del que lo hace ya no tiene sentido.
Es de gran importancia tener en cuenta que la garantía de autenticidad de la fe está en el «precio» que ésta exige. El acto de fe comporta el precio de la propia vida. Si Jesús no hubiera realizado el milagro en Caná, la vida de María no hubiera tenido ya sentido. No se habría encontrado con un simple contratiempo y un malentendido con su hijo, sino con la evidencia de que su percepción interior era falsa, que lo que creía ser de Dios no lo era, que el fruto que sabía con total certeza que debía buscar era una fantasía. A partir de ahí, su fe carecería de valor como el alma de su existencia. Tendría que resignarse a vivir la fe como hacen la mayoría de los cristianos: como un conjunto de convicciones y compromisos religiosos y morales. Pero para quien «vive de la fe»10 este fracaso resulta peor que la pérdida de la misma o que la muerte.
Y esto lo vemos también en los saltos de fe de Abrahán o los santos. Pensemos, en este sentido, en la situación de Abrahán con el sacrificio de su hijo (Gn 22,1-18) o en la de los judíos ante el mar Rojo (Ex 14,10-14) o frente al el Jordán (Jos 3,14-15).
15. Mantener la fe
Pase lo que pase, mantengo una permanentemente disposición de confianza y abandono.
Si me encuentro con unas circunstancias que parecen contradecir mi percepción sobrenatural, me sirvo de esas mismas circunstancias para reiterar mi acto de fe con un nuevo acto de una fe más purificada, que me permite integrar en ella mi pobreza y mi fracaso, a la vez que me ayudan a seguir apostando con fuerza por el poder de Dios.
16. Acoger el fruto
Finalmente, acojo el fruto de la acción de Dios con humildad y naturalidad, sabiendo que se trata de la acción normal que Dios realiza por medio de la miseria del instrumento humano.
17. El lugar de la oración en el proceso
En todo este proceso se echa en falta la oración, que no aparece en ningún sitio, mientras que en lo que entendemos normalmente por «intercesión» la oración lo es todo.
Para comprender bien esto hemos de volver a la «plantilla» del milagro de Caná. Allí no vemos a María ir a un lugar apartado a rezar largamente por los novios y por la solución de su problema. De haberlo hecho, probablemente se habría encontrado a su regreso con el desastre de la boda fracasada. Eso no quiere decir que, si hay tiempo y ocasión, no se acuda a la oración prolongada, o que el acto de fe no se realice durante la misma, si no se puede hacer otra cosa que orar. Así le sucedió a Moisés cuando, demasiado anciano para capitanear al ejército, se quedó atrás orando por él (Ex 17,8-13). Moisés no podía luchar, pero sí interceder. Entonces el acto de fe de Moisés es la oración, y así gana la batalla. El acto de fe, cuando no se puede hacer otra cosa, es orar; pero la oración no es el recurso para evitar realizar el acto de fe.
En el acto de fe tiene una importancia decisiva la oración, pero ésta va más allá del recurso momentáneo al diálogo con Dios. Eso sería demasiado fácil para lo que está en juego. Tanto la actitud del creyente en la transformación a la que le invita Dios, como el mismo proceso exigen que todo esté absolutamente empapado de Dios, de su presencia y de su acción; lo que supone, no un tiempo de oración, sino una vida plenamente orante; no un acto aislado de fe, sino un acto de fe que resuma la fe de la que vive el creyente y de la que la oración es su primera expresión.
María, en Caná, no necesita retirarse a orar porque no ha dejado de orar en ningún momento, y todo lo que acontece en la boda lo mira y lo vive en el clima de permanente intimidad con Dios que empapa toda su existencia.
6. La necesidad de la fe para el milagro
Finalmente, tengamos en cuenta que la mayoría de los milagros que hizo Jesús requieren de la fe para que los realice. De hecho, de los treinta y cinco relatos de milagros que aparecen en los evangelios, dieciocho contienen un claro acto de fe de los beneficiarios o de sus acompañantes. Demos un somero repaso a estos milagros para descubrir la apabullante garantía de que todo lo expuesto hasta aquí pertenece a la esencia del Evangelio, y se trata, por tanto, de algo tan real que tiene que hacerse presente en nosotros actualmente:
- -Conversión del vino en Caná (Jn 2,1-11): María ve la necesidad y la presenta a Jesús, vence la dificultad y pone en marcha el milagro con un acto de fe: «Haced lo que él os diga».
- -Curación del criado del centurión (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10): este hombre no necesita hablar directamente con Jesús, ni espera que acuda a su casa, confía en que Jesús lo diga para que se opere el milagro.
- -Curación del hijo de funcionario real (Jn 4,46-54): Jesús reprocha que le exigen signos para creer, pero este hombre no espera el signo y hace el acto de fe de regresar a su casa fiado sólo en la palabra del Señor.
- -Curación de la hemorroísa (Mt 9,20-22; Mc 5,24-34; Lc 8,43-48): esta enferma hace un acto de fe sencillo y valiente, consistente en tocar a Jesús. Y el Señor subraya que es la fe la que le ha salvado.
- -Expulsión del demonio de la hija de la siriofenicia (Mt 15,21-28; Mc 7,24-30): esta mujer pagana supera la prueba de la fe e insiste con creciente humildad. Jesús alaba su fe y subraya la relación entre la fe y el milagro.
- -Jesús hace que Pedro camine sobre las aguas (Mt 14,28-33): fiado en la palabra de Jesús, Pedro hace el acto de fe de empezar a caminar sobre el agua…, pero no lo mantiene y se hunde.
- -La resurrección de Lázaro (Jn 11,1-44): Marta y María proclaman su fe antes del milagro y permiten levantar la losa para que se produzca la resurrección de su hermano.
- -Pesca milagrosa antes de la resurrección (Lc 5,1-11): el acto de fe consiste en echar las redes, a pesar de la imposibilidad de pescar durante el día, sólo fiados en la palabra de Jesús.
- -Nueva pesca milagrosa (Jn 21,3-14): de nuevo echan las redes donde Jesús les dice después de una noche infructuosa.
- -Primera multiplicación de los panes (Mt 14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,10-17; Jn 6,1-15): El acto de fe de la multitud consiste en sentarse en aquel descampado a esperar a que Jesús los alimente. Contrasta con la falta de fe de los discípulos, convencidos de la imposibilidad de dar comer a tanta gente.
- -Segunda multiplicación de los panes (Mt 15,32-39; Mc 8,1-10): a pesar de la primera multiplicación del alimento, los discípulos siguen sin contar con la posibilidad del milagro. La multitud de nuevo realiza su acto de fe esperando a que Jesús les alimente.
- -Curación del paralítico de Cafarnaún (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26): Jesús ve la fe de los amigos del paralítico, que desmontan el tejado para ponerlo ante él. Y se encontrarán con un milagro mayor del que esperaban.
- -Curación del ciego de Jericó (Mt 20,29-34; Mc 10,46-52; Lc 18,35-43): el ciego manifiesta su fe pidiendo a gritos la curación, a pesar de que los discípulos lo creen inconveniente. Jesús subraya que le ha salvado su fe.
- -Exorcismo del muchacho con un espíritu inmundo (Mt 17,14-20; Mc 9,14-29; Lc 9,37-43): ante la incapacidad de los discípulos para curar a su hijo por la falta de fe, el padre acude a Jesús y reconoce su fe débil, pero es capaz de pedir que Jesús se la aumente.
- -Curación de los dos ciegos (Mt 9,27-31): Los ciegos siguen a Jesús pidiendo a gritos la salvación y manifiestan con rotundidad su fe en el poder salvador de Jesús. El Señor manifiesta la relación entre su fe y el milagro.
- -Curación de un leproso (Mt 8,1-4; Mc 1,40-45; Lc 5,12-16): la petición del leproso subraya su fe en que Jesús puede curarlo.
- -Curación del paralítico de la piscina de Betesda (Jn 5,2-18): el paralítico renuncia al milagro que se consigue entrando el primero en la piscina y acepta que Jesús lo sane sólo con su palabra. Su acto de fe es tomar la camilla y empezar a andar.
- -Curación del ciego de nacimiento (Jn 9,1-41): el ciego de nacimiento obedece la orden de Jesús y va a lavarse a la piscina. Pero tendrá que aceptar la persecución por afirmar el milagro y alcanzará una fe más plena.
En otros seis milagros aparece una clara petición que supone la fe de los beneficiarios:
- -Resurrección de la hija de Jairo (Mt 9,18-19.23-26; Mc 5,21-24.35-43; Lc 8,40-42.49-56).
- -Curación de los diez leprosos (Lc 17,11-19).
- -Curación (exorcismo) del endemoniado ciego y mudo (Mt 12,22; Lc 11,14).
- -Exorcismo del endemoniado mudo (Mt 9,32-33).
- -Curación de un sordomudo (Mc 7,31-37)
- -Curación del ciego de Betsaida (Mc 8,22-26).
Dentro de estos veinticuatro milagros, algunos destacan la fe de los beneficiarios, en otros se subraya la necesidad de la fe, o vemos que Jesús pone a prueba la fe previa a su acción extraordinaria.
Sólo un milagro se puede considerar hecho a pesar de la falta de fe de los beneficiarios, que es la tempestad calmada (Mt 8,23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25). Y de los pocos que se llevan a cabo al margen de la fe de los beneficiarios, casi todos son realizados en circunstancias especiales, que explican la ausencia de la fe explícita de los beneficiarios. En este sentido, es significativa la falta de fe de los apóstoles, como vemos en este caso, en el del muchacho con el espíritu inmundo o en las multiplicaciones del pan y los peces.
Hemos de considerar también las pocas ocasiones en las que el Señor toma la iniciativa y actúa prodigiosamente sin exigir la fe e incluso sin que se lo pidan:
- -La resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17).
- -La curación de la mujer encorvada (Lc 13,10-13).
La pobreza e indefensión de estas personas es tal que mueve espontáneamente a Jesús a una misericordia tan grande que se materializa en el milagro. Sólo la actitud del verdadero pobre de Yahveh puede suplir la necesidad de una petición explícita surgida de la fe, principalmente porque el pobre no puede nada y lo espera todo de Dios.
Por último, también es necesario recordar los episodios en los que Jesús no realiza el milagro por la falta de fe:
- -Los milagros de las tentaciones (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13).
- -Jesús no puede hacer milagros en Nazaret (Mt 13,54-58; Mc 6,1-6, Lc 4,16-30).
- -Los judíos exigen signos (Mt 12,38-42; 16,1-4; Mc 8,11-12; Lc 11,16.29; cf. Jn 2,18; 6,30).
- -El milagro que quieren hacer los zebedeos contra los samaritanos (Lc 9,51-52).
- -Los milagros que espera Herodes (Lc 23,8-11).
- -Le piden a Jesús que baje de la Cruz (Mt 27,39-43; Mc 15,29-32; Lc 23,35-37).
Estos casos no son excepciones a lo que hemos visto, sino prueba de lo mismo, pues en ellos se ve también, aunque en negativo, la necesidad de nuestra fe para que Dios actúe.
NOTAS
- Itinerario hacia la santidad, capítulo VI: «El realismo de la fe».
- Capítulo VII de este Itinerario para la misión: «La intercesión como misión del contemplativo».
- Recuérdese lo dicho en el capítulo VII del Itinerario para la misión: «La intercesión como misión del contemplativo», apartado 5: Un modelo de intercesión.
- Para comprender mejor este proceso puede ayudarnos el comparar el milagro de Caná con su antítesis, que es la actitud de los apóstoles en la multiplicación de los panes y los peces, de la que tratamos ya en el capítulo VII del Itinerario para la misión: «La intercesión como misión del contemplativo», apartado 6: Un modelo de falta de fe.
- Se trata de Enrique Pranzini, que el año 1887, para cometer un robo, había asesinado a dos mujeres y a una niña.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 45vº-46vº.
- «Yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra» (Cuaderno amarillo, 17.7).
- Recordemos en este sentido lo que aparece en Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, en los apartados VI,1: Una misión eficaz (p. 165-167); VI,2,A,d: Oración eficaz (p. 179-182), VI,2,B: Intercesión (p. 184-199) y V,3,C,c: La intercesión con Cristo (p. 150-162).
- Itinerario hacia la santidad, capítulo VI: «El realismo de la fe».
- Cf. Hab 2,4; Rm 1,17; Heb 10,38, e Itinerario hacia la santidad, capítulo VI: «El realismo de la fe», apartados 1: Un problema endémico, y 3: Vivir por la fe, vivir en fe.