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La confianza y sólo la confianza
A lo largo de estos temas hemos ido comprendiendo que la vida cristiana consiste en «dejarse hacer» hasta que muera el hombre viejo y nazca el nuevo; y, a la vez, hemos descubierto que la clave de este proceso está en la confianza1. De modo que podemos afirmar que, al final, todo se juega en la confianza que permite las purificaciones necesarias o en la desconfianza del que no se fía de Dios y no le deja actuar; todo depende de si somos capaces de una plena confianza que permita ponernos en sus manos sin restricción alguna2.
Si reconocemos que la clave de nuestra salvación y de nuestra transformación está en aceptar la misericordia de Dios como niños pequeños que todo lo reciben gratuitamente3, tendremos que aceptar que la actitud fundamental del que sabe que no tiene nada, que no puede nada, que no merece nada y todo lo espera de Dios es la confianza4.
En la confianza está la clave de nuestra salvación y de nuestra santificación. Ella es el elemento esencial que permite que Dios nos purifique y nos transforme. La confianza es la puerta que nosotros podemos abrir para dar paso a la misericordia de Dios, y sin la misericordia de Dios nadie puede salvarse.
Nuestra suerte está decidida por el juego entre la misericordia y la confianza. No existe otro problema, dificultad o error en nuestra vida. Es así: no hay absolutamente otro problema (Molinié, El coraje de tener miedo, 197).
Santa Teresa del Niño Jesús expresó de forma clara la necesidad absoluta de la confianza para la salvación, de modo que la confianza es el elemento clave del camino a la santidad que propone a las almas pequeñas.
Mantengámonos, pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de espíritu y Jesús irá a buscarnos, por lejos que nos encontremos, y nos transformará en llamas de amor… ¡Ay, cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento…! La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 197, a sor María del Sagrado Corazón. La negrita es nuestra).
Mi camino es todo él de confianza y de amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 226, al padre Roulland).
Le pedía yo explicaciones sobre el camino que decía que quería enseñar a las almas después de su muerte. -«Madre, es el camino de la infancia espiritual, el camino de la confianza y del total abandono» (Santa Teresa del Niño Jesús, Otros dichos de Teresa. A la madre Inés de Jesús, julio).
Le decíamos que podía sentirse muy dichosa de haber sido escogida por Dios para enseñar a las almas el camino de la confianza. Respondió: -«¡Qué importa que sea yo o que sea otra quien muestre este camino a las almas! Con tal que se enseñe, ¡qué importa el instrumento!» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 11.7.6; cf. 20.7.3).
Esa confianza no es para la carmelita de Lisieux un elemento teórico necesario en la enseñanza de su «caminito», sino que marcó fuertemente la forma de relacionarse con Dios que la llevó a la santidad. Una confianza, lo subrayaremos al final de este tema5, que no se basa en sus méritos, sino en el amor de Dios:
Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado. Madre mía, di muy claro que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida. Y luego cuenta la historia de la pecadora convertida que murió de amor (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 11.7.6; cf. 20.7.3).
Era enormemente conmovedor dirigirse a toda la corte celestial para obtener por su intercesión el perdón de Dios. Poco me faltó para llorar, y cuando la sagrada hostia se posó sobre mis labios me sentí profundamente emocionada… ¡Qué fantástico haber experimentado aquello en el Confiteor! Creo que se debió a la situación actual de mi espíritu: ¡me siento tan miserable! Mi confianza no ha disminuido, al contrario; y «miserable» no es la palabra exacta, pues soy rica en todos los tesoros divinos; pero precisamente por eso, me humillo más (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 12.8.3).
Se trata de una confianza que, a pesar de la imagen que a veces se tiene de santa Teresa del Niño Jesús, tuvo que mantenerse y crecer en medio de las pruebas y los sufrimientos; una confianza que no conoció límites:
Águila eterna, tú quieres alimentarme con tu sustancia divina, a mí, pobre e insignificante ser que volvería a la nada si tu mirada divina no me diese la vida a cada instante. Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…? (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito B, 5vº).
Decía yo, mirando la estampa de Teófano Vénard: -«¡Ahí lo tienes, con su sombrero en la mano, y, para colmo de males, no viene a buscarte!». Sonriendo [dice Teresa]: -«Yo no me burlo de los santos… Los quiero mucho… Ellos quieren ver…». -«¿Qué? ¿Si vas a perder la paciencia?». Con aire travieso y profundo a la vez: -«Sí…, pero sobre todo si voy a perder la confianza…, hasta dónde voy a llevar mi confianza…» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 22.9.3).
Esa confianza no es sólo algo que ella supo vivir, sino lo que enseñó y propuso a las personas con las que tenía contacto:
Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito B, 5vº).
Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón ¡es la falta de confianza…! (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 92, a María Guérin).
Cuando uno arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en la hoguera devoradora del Amor, ¿cómo no van a ser consumidas para siempre? (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 247, al abate Belliére).
Sí, hermano mío, ¡qué poco conocida es la bondad y el amor misericordioso de Jesús…! Es cierto que, para gozar de estos tesoros, hay que humillarse, reconocer la propia nada, y eso es lo que muchas almas no quieren hacer. Pero, hermanito, ésa no es su manera de actuar. Por eso el camino de la confianza sencilla y amorosa está hecho a la medida para usted (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 261, al abate Belliére).
El problema que se nos plantea a nosotros no es que no tengamos confianza, sino que no aceptamos que es «la confianza y sólo la confianza» lo que nos puede conducir al amor y a la transformación que se realiza por medio del amor (cf. Ef 1,4). Claro que tenemos confianza en Dios, pero no es plena, por lo que además ponemos nuestra confianza en otras realidades: personas, circunstancias, en nosotros mismos.
«Es la confianza -decía Teresa de Lisieux- y sólo la confianza quien debe llevarnos al amor…» Eso parece consolador, y es muy temible, pues tratamos de ir a Dios por la confianza y por otra cosa -buscando apoyos, signos, garantías-. Ahora bien, lo propio de la confianza es no buscar otra cosa, no apoyarse más que en el amor y la misericordia. Si se busca a Dios por la confianza y por otra cosa, en realidad se deja de tener confianza… y se pierde todo (Molinié, El coraje de tener miedo, 198).
Debemos aceptar el reto de la confianza, empezando por detectar nuestra falsa confianza en Dios. Si no confiamos sólo en Dios, es que realmente no confiamos. Y lo peor no es que busquemos algunas garantías añadidas a la confianza en Dios, sino que con frecuencia sólo contamos con Dios como último recurso para cuando nos fallen las garantías humanas.
Consideramos a Dios de la misma manera que un aviador considera a su paracaídas. Lo tiene ahí para casos de emergencia, pero no espera usarlo nunca6.
Cada uno debe considerar hasta qué punto confía en Dios y sólo en Dios, para poder afrontar la cuestión definitiva de la salvación que viene sólo por la misericordia. De nuevo, la gracia de Dios que se nos manifiesta en Cristo nos enfrenta al reto de la sinceridad en nuestra actitud: o apostamos por la justicia, con la que nadie puede salvarse; o apostamos por la misericordia, para lo cual necesitamos apoyarnos en la confianza en Dios y sólo en ella7. No hay un término medio, no hay una confianza compartida entre Dios y las criaturas.
La prueba de la importancia de la confianza es que, en el momento decisivo de nuestra vida, la muerte, lo único que podremos hacer es afrontarla con confianza en Dios, acogiéndonos así a su misericordia. Aunque solemos vivir de espaldas a la relevancia eterna de nuestra actitud en la hora de la muerte, si fuéramos conscientes de lo que nos jugamos en ese momento con la confianza que nos permite acoger la misericordia, descubriríamos que toda nuestra vida, con sus luchas y dificultades, no debe ser otra cosa que el entrenamiento necesario para poder acogernos a la confianza y sólo a la confianza en ese paso definitivo del tiempo a la eternidad.
Una prueba muy sencilla es lo que sucede a la hora de la muerte. En ese momento no hay más que hacer que arrojarse confiadamente en la misericordia. Si es el único acto que debiéramos realizar en el momento de la muerte, es el único que se nos pide para toda la vida. No tenemos nada que hacer aquí abajo, sino comenzar a vivir de la vida eterna. Siendo la muerte la puerta de la vida eterna, no tenemos nada más que hacer que aprender a morir en el amor de Dios. Este aprendizaje es la muerte del hombre viejo, de que hemos hablado, y él no reclama al fin y al cabo más que la confianza, la cual se requiere siempre para morir, sea espiritual o físicamente. Ejercitarse en el amor, ejercitarse en morir o ejercitarse en la confianza es, por tanto, lo mismo. No convendría que las dificultades de la vida nos ocultaran la sencillez -y al mismo tiempo la profunda dificultad- de este movimiento. Profunda dificultad, no en sí (tener confianza es tan fácil como respirar), sino a causa de nosotros que no estamos habituados a ello (Molinié, El coraje de tener miedo, 197-198).
Por todo esto es necesario que nos detengamos a señalar dos trampas mortales que impiden la plena confianza en Dios. Estas trampas son especialmente peligrosas, no porque nos sitúan en una desconfianza que nos llevaría a una desesperación que sería insostenible a largo plazo, sino porque nos proporcionan cada una de ellas una falsa confianza. Lo más terrible es que, ofreciéndonos una esperanza de salvación que parece más accesible y firme, realmente nos impiden la confianza verdadera en la misericordia de Dios, la única que nos permite alcanzar la salvación.
La falsa confianza de negar el infierno
Comencemos por la primera de esas trampas, la más reciente y la más extendida en nuestro tiempo. Especialmente peligrosa porque, para infundir una aparente confianza, niega directamente un dogma de fe: el del infierno. No hace falta pararse a demostrar la amplía difusión que tiene la supuesta confianza que provoca la afirmación de teólogos, predicadores y catequistas, que sostienen que todos nos vamos a salvar y, en consecuencia, a alcanzar la santidad y la visión cara a cara en el cielo (porque no hay un cielo sin santidad y visión). La forma de sostener esta tranquilizadora y vana confianza -por estar basada en una falsedad y por eliminar la verdadera confianza- es negar de una manera o de otra la realidad del infierno como posibilidad real de una condenación eterna8.
El problema de fondo es otro: lo que se cuestiona en la idea del infierno es la posibilidad de conciliar la existencia de una situación de perdición total e irrevocable con la revelación de un Dios que viene definido como amor y que se nos descubre en Cristo como Padre. Planteado en estos términos, el problema atañe a la médula misma de la fe cristiana; es la idea de Dios la que entra en crisis, junto con la del infierno. Y para salvar aquélla, no faltan quienes opinan que debe sacrificarse ésta9.
Lo que nosotros pretendemos poner de manifiesto es que la eliminación del infierno, que intenta poner a salvaguarda la misericordia de Dios, lo que realmente hace es eliminar la posibilidad de la auténtica confianza impidiendo, paradójicamente, que podamos recibir la misericordia divina.
Existen varios modos de realizar esta negación10:
- ·Algunos simplemente niegan toda posibilidad al hecho de que un Dios bueno y misericordioso pueda realizar un acto tan terrible de condenar a alguien para toda la eternidad, sean las que sean las penas del infierno
- ·Otros evitan la negación directa del dogma del infierno y el problema que les crea la posibilidad de la condenación eterna, afirmando que ciertamente el infierno existe pero que está vacío, o que cabe la esperanza de que lo esté.
- ·Algunos se consuelan afirmando simplemente que el número de los condenados es muy reducido y la probabilidad de condenarse es muy pequeña. El mismo Jesús en el Evangelio resuelve esta cuestión con una exhortación clara, no con un cálculo de probabilidades: «Uno le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Él les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”» (Lc 13,23-24).
No tenemos que apoyar nuestra esperanza sobre la eventualidad del gran número de los elegidos, lo cual viene, en realidad, a reemplazar la vivacidad de la esperanza por el sueño de un optimismo confortable. Si casi todos se salvan, si nos hacemos de eso una certeza, nos decimos: Hay pocas posibilidades de que yo vaya al infierno… ¡Eso no es confianza, eso es cálculo! Es, pues, esencial fundamentar nuestra confianza sobre la ausencia incluso de toda garantía en cuanto al número de los elegidos o de los reprobados (Molinié, El coraje de tener miedo, 200)11.
- ·Una variante de esta opinión es afirmar que siendo posible el infierno, hace falta un esfuerzo muy especial para condenarse
- ·Otra forma de negar la eternidad del infierno es, lejos de toda forma cristiana de concebir al ser humano, la doctrina de la reencarnación en la que, después de más o menos reencarnaciones, al final todos los seres humanos alcanzarían la purificación necesaria para unirse con el absoluto.
La vida es seria porque hace falta elegir entre el Cielo y el infierno a través de Jesucristo y con motivo de Jesucristo («Bienaventurado aquel para el que yo no sea una ocasión de caída») (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 28)12.
- ·Por el lado opuesto, pero también lejos de la antropología cristiana, se puede eliminar la creencia en un infierno eterno, pensando que Dios no castiga con el infierno, sino que los condenados dejan de existir (por no decir que Dios los destruye)
Si creéis en la nada, ¡qué vértigo! Y si creéis en Dios, ¡qué vértigo también! No creer en el infierno no arregla nada. El vértigo del infierno de todas maneras es sólo una forma imaginativamente más dolorosa de un vértigo que, en todo caso, permanece insostenible cualquiera que sea la filosofía que hagamos: el vértigo de la eternidad (Molinié, Adoración o desesperación, nº 7)13.
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Por el infierno empecé a rebelarme contra la fe; lo primero que deseché de mí fue la fe en el infierno, como un absurdo inmoral. Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba. ¿Para qué más infierno?, me decía. Y esa idea me atormentaba. En el infierno -me decía- se sufre, pero se vive, y el caso es vivir, ser, aunque sea sufriendo. Ese temor a la nada es un temor pagano. Dame, Dios mío, fe en el infierno (Unamuno, Diario íntimo, cuaderno 1).
- ·Otra solución, antigua, pero rechazada por la Iglesia, es la de un infierno temporal: los condenados sufrirían el castigo del infierno durante un tiempo más o menos largo, pero al final sus penas acabarían, serían llevados todos al cielo, y el infierno habría sido una realidad provisional, aunque durara miles de años, según nuestra forma de hablar del tiempo
- ·Algunas personas, quizá bien intencionadas, ante la dificultad que les provoca la posibilidad de la condenación eterna, piensan que quizá es sólo una forma de Dios de meternos miedo para que no nos desviemos del camino del bien, pero que no hay que tomarla en serio (como algunos padres amenazan a sus hijos con castigos que no van a cumplir)
- ·Por último podemos señalar una forma más cómoda -y cobarde- de solucionar el problema que causa la afirmación de la existencia del infierno como posibilidad real de condenación eterna con sus terribles consecuencias: no se niega el dogma del infierno, simplemente se deja de hablar de él, así se evita el trabajo de dar explicaciones y el riesgo de ponerse en contra de la doctrina de la Iglesia. Basta con eliminar el tema de los catecismos y de las homilías, para dar pacíficamente la sensación de que es algo de lo que no es necesario hablar.
Se cuenta que C. S. Lewis estaba escuchando el sermón de un joven predicador sobre el tema del juicio de Dios del pecado. Al finalizar su mensaje, el joven dijo: «¡Si usted no recibe a Cristo como Salvador, sufrirá graves ramificaciones escatológicas!» Luego de la reunión, Lewis le preguntó: «¿Usted quiere decir que una persona que no cree en Cristo se irá al infierno?» «Precisamente», fue la respuesta. «Entonces, dígalo», contestó Lewis14.
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Pero antes de responder a la pregunta de saber cómo se salvan los hombres, habría que investigar cómo se pierden. Es una cuestión más temible, pero intelectualmente mucho más fácil de resolver. Y mientras no tengamos el valor de aclarar este punto, es peligrosamente inútil preguntarnos cómo se salvan los hombres. Si la idea de que podemos perdernos no tiene un sentido muy claro y muy fuerte, la idea de que los hombres se salvan nunca pasará de ser una palabrería agradable. En consecuencia, es necesario hablar del infierno (Molinié, Adoración o desesperación, nº 7)15.
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Cristo tembló como hombre ante la muerte; y también como Salvador lloró lágrimas de sangre ante la pérdida de las almas. Todo esto no tiene ningún sentido si no se cree en el infierno o en el peligro real de ir allí. Si es esto lo que significa en la práctica el optimismo oficial de la jerarquía, sería mejor decirlo francamente. Pero no lo dirán, por la sencilla razón de que no se trata de una herejía formal, sino de una mentalidad, que se llama a sí misma optimismo, y no quiere o no puede tomarse en serio el peligro del infierno. Por todas partes por donde se encuentra, ese optimismo es en realidad una anemia de la fe. Se puede reconocer esta anemia en el silencio absoluto de los pastores con respecto al infierno. Pues saben bien que numerosos cristianos y numerosos sacerdotes han cesado oficialmente de creer en él. Si creyeran verdaderamente, enérgicamente, poderosamente, ¿podrían callarse ante una cuestión tan grave? (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 10)16.
No debemos extendernos demasiado en mostrar que la existencia del infierno es un dogma de la Iglesia, porque nuestro objetivo es relacionarlo con la confianza y la misericordia de Dios y, en consecuencia, mostrar que la negación de la verdad del infierno nos cierra a la confianza y a la misericordia. Baste recoger algunos testimonios cualificados de la fe de la Iglesia17:
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1035)18.
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Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 12 [1968]).
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Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2Co 5,15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2Co 5,9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf. Ef 6,11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9,27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25,31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25,26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25,41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22,13 y 25,30) (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 48).
Por lo tanto, para quien esté en comunión con la fe de la Iglesia no resulta aceptable negar o esquivar la realidad del infierno y del problema que plantea.
Abrid el Evangelio: encontraréis que habla del infierno unas sesenta veces; veinte veces explícitamente, cuarenta veces indirectamente, pero claramente (la gehenna – el fuego eterno – las maldiciones unidas a las bienaventuranzas – el rico malo – la puerta estrecha – el juicio final, etc.). Es indiscutible. Si escuchamos a Cristo como él quiere ser oído, es decir, como niños, no encontraremos en sus palabras ninguna garantía sobre el gran número de los elegidos. El Evangelio sugiere tan claramente lo contrario que, durante dieciocho siglos, la mayor parte de los padres y de los teólogos (griegos y latinos) han enseñado corrientemente la doctrina del pequeño número de los elegidos… Y quienes esto enseñaban eran a veces santos ardientes de caridad. Desde el siglo XIX, la enseñanza a este respecto en la Iglesia latina se mueve a una velocidad tal, que el infierno parece hoy una invención de la Edad Media, de la que no habría rastro en el Evangelio bien interpretado… Comprendo que se vacile ante el dogma del infierno, pero leer el Evangelio sin chocar nunca con él, es una hazaña cuya virtuosidad admiro sin ser capaz de arriesgarme a ella (Molinié, El coraje de tener miedo, 199)19.
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Ninguna otra doctrina eliminaría con más gusto del cristianismo si de mí dependiera, pero está plenamente respaldada por las Escrituras y, sobre todo, por las palabras de nuestro Señor. Además, ha sido sostenida ininterrumpidamente por la cristiandad, y cuenta con el apoyo de la razón20.
Hemos de ser conscientes de que, al negar la existencia del infierno, lo que realmente estamos haciendo es oponer infierno y misericordia como si fueran incompatibles; pero no nos damos cuenta de que, al pensar así, terminamos negando la verdadera misericordia -la que nos libra del infierno- en nombre de la misericordia -que nosotros oponemos al infierno-.
Lo que se convierte en un sofisma es el razonamiento por el cual, a partir de ahí, nos volvemos con fuerza al optimismo tranquilizador: «Dios es bueno, Él es misericordioso. Si yo admitiera el infierno y el pequeño número de los elegidos, no podría creer en su bondad. Por consiguiente, no admito el pequeño número de los elegidos ni tampoco el infierno. Con lo que se nos dice sobre la confianza, eso no puede ser un peligro serio: no se puede tener confianza y creer que este peligro es grave» […] Este razonamiento elimina la misericordia en nombre mismo de la misericordia. En lugar de apoyarse sobre ella invocándola, se levanta acta de ella para no invocarla. Se dice a Dios: «Eres misericordioso, ¿no? Entonces, ¡cuidado, eh! No me hables de infierno eterno, ¡de lo contrario no creeré en tu misericordia!» (Molinié, El coraje de tener miedo, 201).
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Es muy duro aceptar que un Dios infinitamente bueno permita el pecado y consienta la desgracia eterna de los condenados. Lewis lo confiesa francamente: «No intentemos hacer tolerable este dogma: es intolerable» (Molinié, Adoración o desesperación, nº 8)21.
No se trata de olvidar la misericordia de Dios o recaer en la imagen de Dios como un juez imparcial o cruel que pesa en una balanza las acciones y premia o castiga con una justicia matemática e implacable. Tampoco se trata de oponer justicia y misericordia pensando que «cuando Dios castiga ama menos».
Ya no se trata aquí sólo de justicia o misericordia; la reacción de Dios frente al pecado aparece mucho más desconcertante, y no se deja reducir ni a la misericordia ni a una justicia más o menos indiferente, indiferencia que evoca irresistiblemente el análisis de ciertos teólogos de los que ya hemos hablado: para éstos, cuando Dios castiga, es que ama menos que cuando hace misericordia, y ya está.
Ya en el plano puramente teológico, tal concepción me parece muy discutible, pues la sabiduría divina dosifica los efectos de su amor hacia nosotros y no su mismo amor, que es siempre infinito en el corazón de Dios: Dios tiene sólo un amor y sólo puede dar ese amor. No hay cambio en Dios, y no nos lo imaginamos abrigando sentimientos diferentes para unos o para otros. Es nuestra relación con este amor único lo que varía según la actitud que tomamos libremente frente a Él.
Pero en cuanto se abre el Biblia, la idea de un Dios que «ama menos» aparece como una verdadera traición de lo que Dios parece experimentar ante el pecado, a saber, dolor y cólera. Es imposible recibir esta revelación y alimentar con ella la oración si nos persuadimos de que un pecador resiste en la medida en que Dios le ama menos que al servidor fiel. Volved a leer en relación con esto los improperios del Viernes Santo, y estaréis obligados a reconocer que esa concepción daña la verdad revelada en la niña del ojo. Hace incapaz de tomar en serio el amor de Dios por los pecadores: el rostro desencajado, doloroso, «herido hasta el fondo del corazón» con un amor que sigue siendo infinito pero que respeta la libertad, se sustituye pura y sencillamente con un amor menor que abandona el pecador a sí mismo en una especie de no predilección, es decir de indiferencia (Molinié, El combate de Jacob, apartado ¿Dios «ama menos»?)22.
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El problema no es simplemente el de un Dios que entrega alguna de sus criaturas a la perdición definitiva. Eso sería posible si fuéramos mahometanos. El cristianismo, fiel como siempre a la complejidad de lo real, nos presenta algo más difícil y ambiguo: un Dios tan misericordioso que se hace hombre y muere torturado para impedir la perdición definitiva de sus criaturas, y que, cuando fracasa ese heroico remedio, parece remiso o incapaz de detener la ruina mediante un acto de nuevo poder. Hace un momento he dicho con ligereza que haría «cualquier cosa» por eliminar esta doctrina. Mentía. No podría hacer ni la milésima parte de lo que Dios ha hecho para suprimir el hecho. Y ahí reside el verdadero problema. ¡A pesar de tanta misericordia, existe el infierno!23.
La fe en la misericordia de Dios nos mueve a esperar y pedir la misericordia de Dios para los pecadores24 -empezando por el pecador que somos cada uno de nosotros-; pero eso no es lo mismo que despreocuparse del destino eterno y de las consecuencias de nuestras decisiones por una falsa confianza que elimina la posibilidad real de la condenación:
Las personas de buen corazón tienen tendencia a pensar que Dios perdona siempre, no consiguen creer que Él pueda condenar a alguien. Tienen perfectamente razón de concebir la bondad divina a partir de su propio corazón […] El optimismo de estas buenas gentes es, pues, bueno en la medida en que su confianza no se apoya sobre él; por el contrario, la confianza, surgida de su buen corazón, es la que alimenta su optimismo. Lo que aquí denuncio es la seguridad perezosa e insolente, que toma pretexto de la bondad divina para afirmar: «¡Está bien! ¡Dios es bueno! No hay necesidad de preocuparse.» Esta doctrina es mortal, porque mata la verdadera confianza. En la misma medida en que decimos eso, comenzamos a estar en peligro. Si esto horroriza al lector, que me perdone: mi único deseo es darle la verdadera seguridad, la seguridad de los pobres (Molinié, El coraje de tener miedo, 204-205).
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A su vez, la esperanza de un infierno vacío o casi vacío sólo puede expresarse en forma de interrogación, la de santo Domingo: «¿Qué será de los pecadores?» Dicho de otra manera: «¿Se condenarán todos? ¿No serán salvados algunos? ¿El mayor número? ¿Por qué no todos? ¿No se puede esperar o pedir esto?» Formuladas así, esta oración y esta esperanza son ortodoxas, pero dejan de serlo en cuanto se adopta el indicativo: «Se puede esperar que todos sean salvados». Presentar esta salvación como una certeza o incluso una probabilidad, es adormecer la interrogación dolorosa provocada por el espectáculo de la masa que san Agustín llama masa de perdición. Se le ha reprochado esta fórmula, pero bajo forma de pregunta es la única que se impone: «¿Qué será de esta masa de perdición?» (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Temor y confianza)25.
El grave peligro que conlleva negar la posibilidad real de una condenación eterna estriba en que nos saca de la dinámica esencial de la salvación, que se fundamenta en la misericordia gratuita de Dios que busca al que no la merece de ningún modo, pero la necesita de forma absoluta (cf. Mt 19,25-26: -«Entonces, ¿quién puede salvarse?». -«Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo»). Por nuestra parte, la conciencia de nuestra situación de condenados, «porque todo pecado mortal merece el infierno»26, es la que nos lanza a un acto «loco» de confianza en los brazos de la misericordia de Dios y a una súplica que, reconociendo la verdad de la propia situación y apoyándose sólo en la misericordia, entra en sintonía con el corazón de Dios y mueve infaliblemente su misericordia. Es la súplica que aparece en labios del buen ladrón (cf. Lc 23,42), movida por una confianza en Jesús, opuesta a la seguridad de alcanzar la salvación tanto porque se crea justo como porque piense que no existe la condenación. Se trata de la súplica que enseña santa Teresa del Niño Jesús a los pecadores:
Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº).
Encontrar el tono adecuado de esa súplica confiada que mueve el corazón de Dios es tarea de toda una vida, pero que no debemos de eliminar pensando que es innecesaria porque no hay posibilidad de condenación.
Así oscilamos, en nuestras oraciones más fervientes, de la pereza a la rebelión, del frío al calor, sin llegar a encontrar el tono justo, el sonido infinitamente dulce y poderoso que, como un «ábrete sésamo», derrumbaría de un golpe los muros de Jericó. Dios espera de nosotros esta nota justa con un infinito deseo: mejor todavía, se inclina sobre nosotros con la ternura maternal (cuya expresión visible ha confiado a la Virgen), para enseñarnos poco a poco, a través de las repeticiones torpes de nuestras oraciones balbucientes, el gemido inenarrable del Espíritu Santo […] Pero Dios también, por su parte, busca en el alma «un no se qué» que Él alcanza por ventura, quiero decir, este único gemido que puede tocar su Corazón porque en realidad viene de su mismo Corazón. Hasta que Dios no ha obtenido esa nota, hasta que no ha llegado a extraerla, no puede dejarse tocar, no puede dejarse vencer; no porque haya en Él la mínima resistencia, sino al contrario y precisamente porque su dulzura sin defensa sólo puede entrar en resonancia con una dulzura también fluida […] Lo que produce la calidad de este tono es su debilidad, ese quebranto de una voz que no puede más y que ha depuesto toda pretensión (Molinié, El combate de Jacob, 131-133)27.
Es cierto que esta súplica confiada es en cierto modo «infalible» para movilizar la misericordia de Dios, pero no todo el mundo la alcanza, por lo que es peligroso contar de forma automática con la misericordia de Dios cuando no se sepa suplicar de este modo; y resulta cruel ocultar el peligro real que nos movería a aprender a suplicar con verdadera confianza, porque no podemos suplicar aquello a lo que se tiene derecho o se piensa que se tiene asegurado28.
Es cierto que Dios perdona siempre a quienes se lo piden. Lo que estas personas no comprenden -precisamente porque no va con su temperamento- es el endurecimiento del corazón que, sin embargo, nos amenaza a todos… y es, en el fondo, el único pecado que denuncia la Biblia (Molinié, El coraje de tener miedo, 204).
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Resumiendo, hay dos manifestaciones de la misericordia:
1. La que responde a la confianza que se pone en ella, a la súplica humilde y paciente. Esta manifestación es infalible: Dios responde siempre a una llamada así. Yo diría que es ordinaria o normal. Quien ha encontrado la actitud de la súplica confiada está ya salvado virtualmente…, precisamente porque acepta con humildad no tener ningún derecho a ello.
2. Si alguien no sabe rezar, no sabe ponerse bajo el influjo de la misericordia, necesita una intervención especial de ésta para sacarlo de tal estado, convertirlo y sumirlo en la humildad. Esta intervención no es infalible: Dios responde a todas las llamadas…, pero cuando no existe la llamada, es necesaria una iniciativa nueva y gratuita de la sabiduría divina para derribar el orgullo de su pedestal y resucitar este muerto que no sabe dialogar. Que Dios responde a quien pide, es gratuito e infalible: no puede menos de hacerlo. Pero que haga pedir a quien no pide, es gratuito mas no infalible (Molinié, El coraje de tener miedo, 203-204).
Negar la existencia del infierno, es decir, la posibilidad de una condenación eterna para cada ser personal y libre (sea humano o angélico) no es simplemente negar un dogma aislado del que se pueda prescindir sin más consecuencias29, es, como hemos visto, eliminar la dinámica de la misericordia y de la confianza y hacer innecesaria la súplica y el abandono en la misericordia. Ciertamente esta negación del infierno, en sintonía con la tendencia de nuestro mundo a eliminar las exigencias y dificultades en vez de ayudar a superarlas, hace desaparecer la angustia que provoca la posibilidad de una condenación eterna con todas sus consecuencias, de modo que ya no hay que tener miedo al infierno hagamos lo que hagamos. Es verdad que la eliminación del infierno nos hace sentir la seguridad de la salvación porque ya no hay condenación para nadie. Y eso mismo, desgraciadamente, hace aparecer como innecesaria la conversión propia, la predicación de la conversión y la intercesión por los pecadores.
Es una cuestión importante para la Iglesia, pues está claro que la proclamación del Evangelio no puede ser la misma según la respuesta que se le dé. Si pudiera decirse con toda certeza que no hay ningún condenado, sería algo tremendo, que justificaría una predicación, una pastoral, una vida cristiana muy diferente de la que implica la existencia de un solo réprobo. Y así todo el mundo toma posición sobre esta cuestión, en su vida, sus discursos o su predicación. Imposible escapar, cada uno contesta en su fuero interno, aunque la respuesta queda enterrada en el inconsciente (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma)30.
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Santa Mónica amaba a Dios, y temía el infierno para su hijo. San Ambrosio también creía en el infierno, pero, ante las lágrimas de su madre, no duda en exclamar: «¡El hijo de tales lágrimas no puede condenarse!» Si todas las madres cuyos hijos toman el camino de Agustín llorasen como ella, la faz del mundo cambiaría rápidamente. Pero ¿qué madre cree todavía en el infierno?» (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 46)31.
El problema de la tranquilidad que proporciona la eliminación del infierno es que se trata de una falsa seguridad, una «seguridad engañosa»32: preferimos engañarnos y disfrutar de una tranquilidad adormecedora a enfrentarnos a la responsabilidad de nuestros actos, temer por nuestra salvación y acudir con sinceridad y confianza al único que puede librarnos del infierno, y lo ha hecho posible -no lo olvidemos- al precio de su sangre, bajando al infierno que nosotros merecemos. Preferimos engañarnos a aceptar un miedo que nos enfrenta con la realidad y nos mueve a la verdadera confianza: la confianza en la misericordia que nos salva del infierno.
Si se ha hecho casi imposible hablar del infierno a los cristianos, no es porque tienen miedo, sino porque no quieren tener miedo (Molinié, El coraje de tener miedo, 198).
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Ya no pueden soportar este dogma, porque no tienen confianza. Por eso, si creyeran en el infierno, no teniendo confianza, estarían perdidos. Lo que yo llamo el coraje de tener miedo es sencillamente el coraje de creer en el infierno33. Y digo que el rechazo de este coraje es un rechazo de tener confianza, por consiguiente, un peligro muy grande de condenarse… En cierto sentido, el único. Si hay un punto en que la generación actual está en peligro, es ése (Molinié, El coraje de tener miedo, 198-199).
Precisamente la misericordia, y las ayudas para recibirla, son para los que aceptan tener miedo de la posibilidad real de la condenación eterna.
A todos los que aterra el infierno, Dios les ofrece precisamente el refugio de su misericordia, el Corazón dulce y humilde que murmura: «Venid a mí, los que estáis cansados y oprimidos: y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Estos pueden oír el mensaje de Teresa del Niño Jesús, que ha hablado para ellos; Dios la ha enviado a la tierra para ellos…; y también son ellos los mejor situados para penetrar en el misterio de la Virgen y presentir algo de la sabiduría infinitamente tierna que ha hecho de su Madre, a la vez, la Inmaculada Concepción y el Refugio de los pecadores… (Molinié, El combate de Jacob, 99).
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La inseguridad es el alma de la confianza; rechazarla, es rebelarse ya (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Temor y confianza)34.
Ciertamente el que es verdaderamente pobre puede tener confianza de ser rescatado del infierno, pero el rico (en todos los aspectos, también en el espiritual) debe aceptar temer el infierno para poder descubrir su pobreza y poder esperar la misericordia. El orgulloso, que somos cada uno de nosotros, debe aceptar tener miedo para poder alcanzar la confianza de los pobres:
Pero la renuncia más cruel pedida a los ricos es precisamente la de la seguridad prometida a los pobres. Por esto siempre he dicho que la primera cosa que reclama Cristo a los ricos, que somos nosotros, es el coraje de tener miedo: miedo al infierno, miedo al Purgatorio, miedo a la ilusión, miedo al orgullo, miedo a las tinieblas, miedo a herir el corazón de Dios.
Si este miedo se vuelve enfermizo y obsesivo hasta engendrar el martirio de los escrúpulos conocidos por Teresa, entonces dejamos inmediatamente de ser ricos para convertirnos en los pobres a los que se les promete el reino sin condición. Pero no tenemos derecho a precipitarnos en la miseria y la enfermedad: debemos tener miedo sosegadamente, diré también alegremente, porque es la condición de la confianza extraordinaria cantada por Teresa y ofrecida por María desde el principio; esta confianza va más lejos, es más hermosa que la de los pobres: es la confianza de los ricos que tienen miedo de su riqueza, pero que se arrojan a la Misericordia porque «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios», y se alegran de cantarlo en un Aleluya eterno.
Desgraciadamente muy pocos aceptan tener miedo de este modo, sosegadamente y con la alegría. La mayoría quiere seguridades, quiere que se les tranquilice, quieren el oro y el moro: la riqueza de los pudientes y la seguridad de los pobres.
Pero no, no se puede tener todo, lo mejor y lo menos bueno (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 29)35.
El problema es que no estamos acostumbrados a la verdadera confianza, y no comprendemos ni aceptamos que es el peligro real de la condenación lo que nos lleva a suplicar misericordia y nos arroja a la verdadera confianza que nada tiene que ver con la seguridad de que ya estamos salvados.
Para implorar misericordia, hay que estar expuesto a un peligro real, y saberlo. Si el peligro no es real, no hay necesidad de pedir perdón […] Comprenderéis que para invocar la misericordia seriamente, hay que reconocer no menos seriamente que Dios no está obligado a dárnosla. Este reconocimiento está implicado en la confianza misma, se deriva de una fenomenología correcta de la confianza (Molinié, El coraje de tener miedo, 202).
De hecho, esta confianza en la Misericordia cuando nos sabemos merecedores del infierno es lo que constituye la prueba de la fe que debe superar el ser humano después de la redención de Cristo.
La prueba original de la naturaleza rescatada consiste, pues, en reconocerse digna del infierno a la luz de la caridad reencontrada. Lo que parece paradójico (porque nos hemos vuelto hijos de Dios) y, sin embargo, es rigurosamente verdadero: la gracia invita a los hombres caídos a reconocerse no sólo indignos, sino excluidos y echados del Paraíso. Ésta es el alma de la ley del temor para ellos, y de la exigencia a renunciar a lo mismo que ellos desean meritoriamente en la caridad.
El final de la prueba para la naturaleza rescatada (y esto, más profundamente aún, sigue siendo verdad para los cristianos) es reconocerse dignos del infierno. No se trata solamente, lo vemos, de morir para ofrecer una reparación, ni de bendecir la mano que nos golpea: se trata de reconocernos dignos de algo mucho peor que lo que soportamos, y de reconocerlo concretamente, existencialmente, a través de la muerte y de la persecución del demonio, no en abstracto […]
Así, el conocimiento de uno mismo a la luz de Dios, presentado por los Padres de la Iglesia como la base de todo progreso espiritual, es la evidencia experimental de que merecemos el infierno (evidencia acogida en la Paz que da la caridad, no fuera de ella). Ésa es la prueba que debe sufrir el Justo en la naturaleza caída, y que difiere, como vemos, de la de los ángeles. «Desciende al infierno y mantente en paz»: esta palabra de un místico de la Iglesia oriental se nos muestra como el culmen de la santidad cristiana; sin embargo, es simplemente el culmen de la ley del temor sustentada por un amor y una esperanza enteramente oscuros.
En conclusión: la prueba propuesta a la humanidad caída es aceptar el infierno con la misma caridad que la que desea el Cielo […] Conocimiento peligroso y capaz de engendrar la desesperación si Dios no hubiera tenido cuidado por medio de su Misericordia redentora, y si la prueba no consistiera precisamente en esperar el Cielo tan profundamente como aceptamos el infierno. Cada vez que el hombre evita la rebeldía y la desesperación en las pruebas, entra oscuramente en la inteligencia de la Misericordia y la perfección de la ley del temor, que se convertirá con Cristo en la ley del amor: conocerse (digno del infierno), conocer a Dios (que nos saca del infierno y nos «llama de la muerte») (Molinié, La irrupción de la gloria, I, apartado La ley del temor prepara la ley del amor)36.
Por otra parte, nadie piense que al hablar de la existencia del infierno estamos ante un asunto teórico que no tiene consecuencias en la vida cristiana concreta y no se refleja en la actitud de los cristianos en el mundo. Es todo lo contrario.
La conclusión práctica del sofisma en cuestión (y es exactamente a eso a lo que se llega de hecho) puede traducirse así: «No tengo necesidad de implorar la misericordia, pues ya la he recibido. Inútil pedir auxilio, pues estamos ya salvados.» En esta perspectiva, en efecto, no corremos ningún peligro eterno…, el único serio. Ya no hay que desesperar ni que esperar…: se entiende que se va al cielo después de la muerte, está en el programa, sería intolerable e inadmisible ponerlo en duda; no hay, ni siquiera que pensar en ello, sino ocuparse en las cosas de la tierra, las únicas serias, puesto que son las únicas a propósito de las cuales conviene todavía temer y esperar (Molinié, El coraje de tener miedo, 202)37.
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A menudo se contentan con decir que no hace falta «insistir» en el infierno, lo que permite dejarlo a un lado con el pretexto de evitar los excesos de cierta predicación aterrorizante propia del siglo diecinueve. Muchos de estos pastores tienen una fe perfectamente recta por su parte…, pero cierran los ojos ante la desviación profunda que se instaura en torno a este tema en el espíritu de los fieles, a fuerza de no escuchar nunca del peligro que corremos. Estos predicadores son incapaces de presentar la revelación bajo un aspecto distinto al que pueda estimular el entusiasmo ante la plenitud natural del hombre…; enseñarán todos los dogmas con este espíritu, sin negar nunca ninguno (ni siquiera el infierno), pero rechazando obstinadamente emplear la mínima expresión que podría enturbiar este entusiasmo, despertando el presentimiento de otra cosa y la inquietud de perderla (Molinié, La ley y la gracia, Nota A)38.
De este modo, por el camino de la negación del infierno los cristianos habríamos llegado a la misma conclusión práctica que los cínicos que no creen en la vida eterna: «Comamos y bebamos que mañana moriremos» (cf. 1Co 15,32), pero con la ventaja de que nuestro concepto falso de misericordia nos garantiza además el cielo: «Comamos y bebamos, que de todos modos iremos al cielo».
Antes de seguir adelante con la otra trampa que impide la confianza, es oportuno realizar algunas consideraciones acerca de la realidad del infierno y sus consecuencias.
Infierno y libertad
Con mucha frecuencia, la dificultad para aceptar la existencia del infierno es que parece que nos lleva necesariamente a pensar en un castigo arbitrario de un Dios airado, que, lógicamente, no encaja con el Dios de la misericordia, que podría fácilmente eliminar este castigo si quisiera. Y se nos olvida que la posibilidad de una condenación eterna está directamente relacionada con la consistencia del ser humano salido de las manos de Dios, que por lo tanto es libre; y con el respeto de Dios a esa consistencia y libertad del ser humano. Por lo tanto, es el respeto de Dios a nuestra realidad, y no su ira, lo que permite el infierno:
Descubrimos nuestra consistencia sumiéndonos en la adoración, como hemos visto en el Capítulo 1. El corolario más temible de esta consistencia no es solamente nuestra libertad; es, sobre todo, el respeto de Dios respecto a ella.
Esto afecta al punto más precioso y a la vez más neurálgico de la Revelación.
El más precioso, porque nos pone en concreto ante las profundidades del amor de Dios, del que nunca sospecharemos toda su violencia y delicadeza al mismo tiempo. El más neurálgico, porque este amor, como todo gran amor, es tímido y totalitario: da todo y pide todo; pero lo espera de nuestra libertad, no de una seducción que disminuiría su lucidez, «drogándonos», me atrevo a decir, con un encanto distinto al de Dios mismo conocido en su verdad. Vemos que este amor no es tímido aunque sea totalitario, sino porque es totalitario: es precisamente porque lo quiere todo por lo que necesariamente se dirige a nuestra libertad más profunda aceptando que esta libertad se niegue si quiere.
Y así este respeto se vuelve temible, es él quien controla lo que los teólogos llaman la permisión del pecado, con todas las consecuencias que conlleva. Si, en efecto, la delicadeza de Dios permite realmente a nuestra libertad decirle que no, le permite decirlo para siempre: decir no para algún tiempo no es decir que no, a menos que estemos decididos secretamente a prolongar indefinidamente esta evasiva supuestamente provisional.
Por eso hay que lanzar la palabra clave: hay un vínculo entre este respeto y el peligro que corremos de ir al infierno… Peligro que no sería real si el infierno mismo no lo fuera o si, como quieren algunos, no hubiera nadie en él. Y si este peligro no es real, al final Cristo ha querido dar miedo a las hijas de Jerusalén «en broma»: «Si esto hacen al leño verde, ¿qué no harán al seco?» (Lc 23,31). Pero entonces la cruz es teatro, y todo el Evangelio, e incluso el amor de Dios por nosotros: es una blasfemia minimizar así la catástrofe de la que el Salvador ha querido salvarnos a precio de su sangre. Los mejores de entre nosotros, inconscientemente, sufren más o menos esta impresión ilusoria pero siempre renaciente, y si Cristo parece molestarse con frecuencia en aparecerse a algunos santos, es sin duda porque quiere disipar absolutamente una ilusión tan peligrosa. Por ejemplo a Ángela de Foligno: «No te he amado en broma…», y a Margarita María: «Mira el corazón que tanto amó a los hombres y que no ha recibido en respuesta más que su ingratitud y desprecio» (Molinié, El combate de Jacob, 96-98).
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El infierno no es más que la consecuencia suprema del respeto de Dios a nuestra libertad: respeto eterno ante una rebeldía eterna. Dios nos propone su amistad, y tendremos que decidirnos para siempre. No podemos cambiar a Dios; es un fuego devorador, nosotros no podemos nada. Sólo podemos decir «sí» o «no», aceptarlo o rechazarlo tal cual es. Y a la fuerza habrá una última vez… (Molinié, Adoración o desesperación, nº 8)39.
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El Poder de Dios podría quebrantar estas voluntades, devolverlas por un verdadero golpe de fuerza, hacer de ellos esos borregos con los que sueña Maritain, en Approches sans entraves, para que no sufran más: eso no sería una conversión, pues la conversión exige el consentimiento y la colaboración de la libertad del que se convierte (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma)40.
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Dios no te quitará nunca el privilegio de negarte y encerrarte en tu soledad; pero eso es el infierno (Molinié, Carta a Ciorán, 16 de abril de 1945)41.
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Si voluntaria y sistemáticamente, durante años, endurezco mi corazón, me arriesgo a endurecerlo para siempre. Si me decís que esto no es verdad, que incluso en el peor de los casos no corro ningún riesgo por esa parte, entonces, perdonadme, pero en ese momento me rebelo. Porque eso querría decir que yo no soy nada, que no tengo la grandeza de ser libre. Y como siento que esto no es verdad, que se me ha dado la grandeza de ser libre, entonces quiero ser libre y rechazo esta filosofía tranquilizadora que me la niega, y prefiero el riesgo de condenarme: el cielo sólo tiene valor para mí si soy lo bastante grande como para ir al infierno.
Los modernos quieren darnos una falsa grandeza, pero nos niegan la verdadera porque la temen y son cobardes en el sentido del Apocalipsis. Ser capaces de ir al infierno es una grandeza que ellos no quieren. Pero resulta que Dios nos la ha dado; ésa es la verdad. Y la humildad es también la verdad. Entonces la verdadera pequeñez, la que va al cielo, es la que elige hacerse niño, no endurecer el corazón; la que acepta la grandeza de ser libre y rechaza solamente la grandeza tenebrosa de la rebelión eterna (Molinié, Adoración o desesperación, nº 7)42.
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El infierno es un gran elogio de Dios a la realidad de la libertad humana y la dignidad de la elección humana43.
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Creo de buen grado que los condenados son, en cierto sentido, victoriosos y rebeldes hasta el fin, que las puertas del infierno están cerradas por dentro. No quiero decir que las almas no deseen salir del infierno, como el hombre envidioso «desea» ser feliz, sino que no quieren asumir ciertamente, las fases preliminares de entrega y auto renuncia mediante las cuales el alma puede alcanzar cualquier bien. Por lo tanto, gozan para siempre de la horrorosa libertad reclamada44.
Y no olvidemos que la libertad es la condición necesaria para el amor. Dios respeta nuestra libertad precisamente porque nos ama y quiere que entremos en una verdadera relación de amor con él. Es el amor de Dios -y no su ira-, un amor que lo da todo y lo pide todo, el que pone en juego nuestra libertad y abre la posibilidad del infierno:
El amor que Dios tiene por nosotros sólo puede tener sentido si el hombre es libre frente a la libertad divina. Ser tímido sobre este punto, vacilar ante la perspectiva de las consecuencias dramáticas que puede ocasionar este encuentro de dos libertades, es prohibirnos experimentar frente al amor divino el vértigo del que hablo, es por lo tanto prohibirnos tomar realmente conciencia de ello nunca. El hombre es tan poca cosa ante Dios que no se atreve a ver en el ser humano un interlocutor serio cuya libertad pueda aportar algo que esta misma libertad pueda rechazar. Es aquí cuando una visión material de la trascendencia divina nos confunde y, de alguna manera, hay que olvidar un instante esta trascendencia para tomar en serio nuestra consistencia de criaturas libres y, en consecuencia, el amor que Dios ofrece a esta criatura libre: el poder de nuestra libertad es todavía un homenaje que se rinde a la trascendencia, la única capaz de poner frente a ella al socio real de un diálogo de amor tan real que puede convertirse en dramático…
Pero como precisamente estas miradas insondables nos superan, es bueno, para ponerse ante el realismo de este diálogo de amor, dejar en la sombra la trascendencia para considerar sólo la delicadeza con la que Dios se dirige a lo más profundo de nuestra libertad. Como todo gran amor, este amor es totalitario y tímido: da todo y pide todo; pero lo espera sólo de nuestra libertad, y se niega no sólo a hacer presión sobre ella, sino a seducirla disminuyendo su lucidez, drogándola de alguna manera por otro encanto distinto al de Dios mismo conocido en su Verdad.
Vemos que este amor no es tímido aunque sea totalitario, sino porque es totalitario: es precisamente porque lo quiere todo por lo que se dirige necesariamente a nuestra libertad más profunda aceptando necesariamente que esta libertad se niegue si quiere (Molinié, Una divina herida, apartado El combate de Jacob con el ángel)45.
La posibilidad de la condenación eterna supone sencillamente aceptar frente a la eternidad, la misma libertad que reclamamos en todos los ámbitos de nuestra vida en la tierra.
El infierno significa simplemente que somos libres frente a la eternidad, que podemos elegir el Bien o el Mal.
Admitimos de buena gana esta libertad en la vida corriente, incluso la reclamamos. Nadie puede obligarnos a amar a Dios y al prójimo, y ciertamente es así: el método duro no va más allá de obligar a los hombres a caminar firmes. El sargento no os dirá: «Os arrestaré cuatro días si no queréis al capitán». Los marxistas han intentado el lavado del cerebro, pero la experiencia prueba que, si queremos ir más a fondo en la dominación de los demás, debemos destruirlos, hacerlos robots, «naranjas mecánicas».
Lo que es terrible en el cristianismo es precisamente que no hay lavado de cerebro. Hasta el final Dios nos dirá: «¿Quieres?». Y necesariamente llegará un día en que la respuesta sea eterna. La libertad no nos da el derecho a decir «no». Al contrario, es precisamente porque tenemos el poder de decir «no» por lo que tenemos el deber de decir «sí». El bien y el mal moral no intervienen cuando nos amenazan, sino solamente cuando nos dicen: «Haz lo que quieras» (Molinié, Adoración o desesperación, nº 8)46.
En consecuencia, cuando eliminamos el infierno y el temor que nos produce lo hacemos al precio de erradicar nuestra libertad y, con ella, eliminamos nuestra dignidad más profunda, nuestra consistencia y nuestra posibilidad de entrar en una verdadera comunión con Dios, sin la que no hay ni vida espiritual ni cielo. Esta eliminación del infierno encaja perfectamente en nuestra cultura occidental, que tiende a eliminar la responsabilidad de nuestros actos de varios modos, en este caso la responsabilidad eterna.
Los ortodoxos están convencidos (las novelas de Dostoyevski os lo demostrarán) de que todo depende de la libertad humana, del poder aterrador de la libertad. Y esto precisamente porque existe la gracia, porque no podemos salvarnos sin la gracia y porque la gracia no fuerza jamás nuestra libertad. Esto es aterrador porque es necesario elegir entre dos abismos, y verdaderamente somos nosotros los que elegimos. Los ortodoxos nos ponen entre la espada y la pared y nos obligan a asumir nuestras responsabilidades: o bien endurecemos nuestro corazón y nos arriesgamos a hacerlo para la eternidad, o nos abrimos a las llamadas de la gracia.
El psicologismo que invade Occidente está hecho para procurar adormecer esta verdad, adormecernos con la idea de que lo que hacemos en la tierra no es tan grave desde el punto de vista de la eternidad (desde el punto de vista temporal es otra cosa; es así como nos enseñan a considerar serias sólo las cosas de este mundo). La medicina occidental sugiere muy suavemente que somos un paquete de hormonas; el psicoanálisis, el juguete de nuestros complejos; y, como consecuencia, no existe el pecado en sentido fuerte. Pero si el pecado no existe, el amor tampoco: porque si el amor no es una decisión libre, no es nada. ¿Para qué cortejar a una supuesta libertad, si el mecanismo implacable de la seducción está seguro de obtener lo que quiere? (Molinié, Adoración o desesperación, nº 7)47.
También es propio de nuestra mentalidad moderna pensar que se es más libre por poder cambiar permanentemente de opinión y, por ello, no puede comprender que las decisiones irrevocables son la expresión suprema de la libertad. En consecuencia, nuestro mundo no puede entender que forme parte de la terrible grandeza de la libertad humana decidirse de forma definitiva a favor o en contra de Dios.
Para los modernos, en efecto, la libertad consiste en cambiar de opinión en cualquier momento. Esta facultad les parece un bien extremadamente precioso: «Pienso hacer lo que quiero, mientras no atente a la libertad de otros. Eso supone el derecho y el poder cambiar de opinión, querer hoy lo que no quería ayer y no querré mañana». Éste es el único valor metafísico del que acepta hablar Occidente como de un absoluto. El paraíso democrático sería un lugar donde lo que llamaría la libertad de incoherencia sería totalmente respetado de hecho y de derecho.
Pero el derecho a la incoherencia, que parece envidiable a una inteligencia humana poco avispada, es una visión muy pobre del misterio de la libertad. Una libertad que cambia de opinión no es más perfecta que una libertad fiel. También se puede suponer que la libertad más real y soberana aboca a una decisión irrevocable, considerando como una amenaza a su propia grandeza todo riesgo de debilitarla o ponerla en cuestión (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Un texto de Van)48.
Por lo tanto, nuestro mundo tampoco entiende que sea la libertad de la persona y el respeto de Dios a esa libertad lo que impide a los condenados -humanos o angélicos- cambiar de opinión después de la muerte. No es Dios el que limita como un castigo la libertad de cambiar; por el contrario, su misericordia desea una conversión. Pero Dios sabe que esa conversión no se producirá porque conoce la decisión irrevocable de los réprobos, del mismo modo que es irrevocable la decisión libre de los que se salvan.
Esto es tan cierto que los teólogos muestran que la Gloria implica este privilegio respecto del Bien: no estar ya amenazado por el riesgo de la tentación y del pecado, el riesgo de cambiar de opinión, abandonando la buena elección. Pero eso vale también para la elección contraria. Es un privilegio de la libertad que ha elegido la desgracia de no elegir nunca otra cosa, de no cambiar nunca esta decisión, hecha irrevocable por su perfección misma.
Por consiguiente, el juicio de Dios, cualquiera que sea la forma en que se represente (cólera o herida) y cualquiera que sea su alcance sobre las consecuencias del pecado, no produce en ningún caso, no comporta en ningún caso, la mínima prohibición de convertirse impuesta al ángel, ni la mínima restricción del poder de su libertad. Por esta parte, el juicio es siempre el respeto infinito, no sólo de la libertad en general, sino de su decisión, que se quiere irrevocable; y que lo es en efecto porque Dios no hace nada para restringir el poder que reclama ser irrevocable (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Un texto de Van)49.
La misma negación de la libertad y de la dignidad humana aparece si se piensa que, aunque haya un infierno temporal que castiga o purifica (algo semejante al Purgatorio), al final todos quedarán purificados y alcanzarán la salvación eterna.
Si estáis persuadidos de que de todos modos esto acabará bien…, al final no es tan grave. Hay algo en nosotros que, a partir de ahí, ya no puede dar a la vida humana el mismo peso, en particular a nuestras decisiones; porque es claro que, en esta perspectiva, nuestras decisiones no tienen alcance eterno. ¿Qué importa entonces lo que haga en la tierra? Eso puede cambiar mucho las cosas en mi destino temporal. Lo mismo después de la muerte: eso puede agravar o alargar considerablemente mi Purgatorio, pero, en rigor, no tiene ningún alcance eterno […]
Volvemos a encontrar aquí la dimensión explosiva del espíritu y de la libertad: porque somos libres, queremos ser libres…; y porque queremos ser libres, queremos también que nuestras decisiones sean eternas. Si somos libres sólo por un cierto tiempo, si al final de este tiempo debemos entrar infaliblemente en el bien, nuestra libertad es una comedia. Y nuestra misma libertad no quiere esa comedia.
Representaos esta comedia: Dios nos propone su Amor, nos dice, incansable y dolorosamente: «¿Quieres?»…; luego se proyecta la película de nuestra vida y vemos que, infaliblemente, al cabo de varios siglos, diremos «sí». Entonces no merece la pena que nos pregunte nuestra opinión, porque nuestra decisión actual no cambiará en nada nuestra decisión eterna; es inútil cansarnos en estas condiciones. «No me hagáis creer que elijo, cuando en realidad no elijo nada: elijo para veinte años o para veinte mil años, pero no para siempre. Entonces dejadme tranquilo. Puedo pasar siglos y siglos diciendo “no, no, y no…”; en el último segundo diré “sí”. Entonces se burlan de mí: me dicen que soy libre, pero no es verdad» (Molinié, Adoración o desesperación, nº 20)50.
En conclusión, podemos afirmar que muchas de las dificultades con el dogma del infierno realmente tienen que ver con la dificultad para creer en la realidad de la libertad humana y aceptar sus consecuencias.
La reacción de los corazones sencillos que no discuten el dogma, que se inclinan repitiendo solamente «no puedo creer una cosa tan horrible», si la examinamos bien no se refiere al infierno: se refiere a la eventualidad que es la raíz del problema, saber que una libertad creada pueda endurecerse hasta el grado de profundidad verdaderamente horrible que define a Satanás, y después a los réprobos […]
Que un hombre permanezca obstinadamente pervertido, eso es lo que las almas buenas mencionadas más arriba no llegan a creer posible; es esta eventualidad la que las subleva y lo que en el fondo no aceptan cuando rechazan el dogma del infierno […]
El terrorífico poder de Satanás y su libertad, es rechazar tal consentimiento para siempre. Las almas santas de las que hablo no pueden creer en este empleo horrible de la libertad, sin saber que Dios mismo no consigue creerlo, que esta contemplación le abruma, y que ella define el misterio de la Cruz en su dimensión eterna (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma)51.
La respuesta de Dios al infierno
No basta con reconocer que el infierno no es responsabilidad de Dios, sino de la libertad del hombre, que Dios respeta. Para asimilar en lo posible el dogma del infierno necesitamos descubrir la reacción de Dios ante el infierno que creamos con nuestras decisiones libres, porque sería absolutamente injusto y contrario a la Revelación pensar que Dios odia a los condenados o se alegra de que estén en el infierno. Tampoco es digno de Dios creer que se muestra indiferente al destino de los réprobos. Dios no renuncia a amar a los que se condenan y eso provoca en él, que es sólo Amor, una reacción que llamamos «cólera», pero que nada tiene que ver con nuestra cólera.
Para comprender la respuesta de Dios ante el infierno hay que partir de que Dios no ha creado el infierno, ni nos manda a la condenación eterna como un juez envía a la prisión a un condenado que ni conoce ni le importa. Hay que recordar siempre que si alguien ha hecho todo lo posible pasa evitar que caigamos en el infierno ha sido Dios por medio de su Hijo Jesucristo:
La respuesta a quienes critican la doctrina del infierno es, a la postre, una nueva pregunta: «¿Qué pedimos que haga Dios?». ¿Que borre los pecados pretéritos y permita a todo trance un comienzo nuevo, allanando las dificultades y ofreciendo ayuda milagrosa? Pues eso es precisamente lo que hizo en el Calvario. ¿Perdonar? Hay quienes no quieren ser perdonados. ¿Abandonarlos? Mucho me temo, ¡ay!, que eso es lo que hace52.
Cuando afirmamos las graves consecuencias del pecado mortal, diciendo que «todo pecado mortal merece el infierno», eso no significa que Dios no haga todo lo posible para sacarnos de él.
Hablando in vitro, todo pecado mortal merece el infierno: el jansenismo se ha servido de esta verdad para sumergir a los cristianos en el temor y la desesperación. Hay que decir, pues, que es verdad bajo el ángulo de la Justicia pura: pero creer que Dios es capaz de un acto del que la Misericordia estuviera ausente es también blasfemar: la Misericordia no es ya la Misericordia si la Justicia no es la Justicia.
Yo mantengo, pues, por una parte, que un solo pecado mortal merece el infierno; pero que debemos esperar firmemente que cualquier pecado mortal no lleve al infierno en concreto: la Misericordia divina nunca se relaja.
En estas condiciones, mientras quede la menor oportunidad de conversión propiamente dicha (y la Sabiduría es sólo juez desde el momento en que ya no hay oportunidad) tengo el deber de esperar ‑todo cristiano tiene el deber de esperar‑ que la Misericordia no abandone al pecador, y no le permita descender al infierno sin ofrecer las gracias necesarias para concretar esta oportunidad de conversión.
En consecuencia, sólo veo dos casos en que debemos temer seriamente la reprobación. El primero es el del pecado contra el Espíritu Santo, con los matices requeridos para entender bien la carta a los Hebreos. El segundo es el de la resistencia al Espíritu Santo, incluso venial… cuando por otra parte estamos en estado de pecado mortal (Molinié, El buen ladrón, segunda parte, capítulo 2,1, apartado ¿Hay un pecado «imperdonable»?)53.
La respuesta de Dios ante la posibilidad real de la condenación eterna se hace patente con el envío del Hijo que muere en la cruz para salvarnos del pecado y de sus consecuencias eternas54.
Cualquiera que lea el Evangelio, el Nuevo Testamento, los Padres de la Iglesia y los grandes doctores propuestos por el Magisterio a la confianza de los fieles, sin ideas preconcebidas y con un mínimo de buena fe, estará obligado a convenir que para la Iglesia católica, que se funda en el Biblia, todos nosotros corremos el peligro supremo de la muerte eterna, donde habrá llantos y rechinar de dientes; que sólo la Misericordia puede y quiere salvarnos de esta muerte eterna, que ella lo ha probado enviando a su Hijo al mundo con este solo fin, siendo la situación suficientemente grave para que juzgue oportuno dejarse crucificar (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 28)55.
En la cruz, Jesús asume en sí el enfrentamiento entre cielo y el infierno, es decir, acepta ser abrasado por el fuego de la Misericordia.
La esencia de la Cruz está en algo distinto del sufrimiento: es el enfrentamiento del Cielo y del infierno, en el Corazón de Cristo en primer lugar, en el de la Iglesia después, que completa lo que falta a la Pasión. Este enfrentamiento conlleva el sufrimiento y se acaba con la muerte, pero no cualquier sufrimiento ni cualquier muerte.
Tiene por otro lado una dimensión eterna y casi divina: el misterio de la Misericordia. Sufriendo la Pasión bajo la presión del Espíritu Santo, a lo que Jesús consiente en la Agonía, es abrasado por el fuego de la Misericordia, es víctima de holocausto del Amor misericordioso (Molinié, El cara a cara en la noche, II, apartado La Cruz)56.
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La verdadera muerte cuyo agujón es el pecado es, de hecho, la muerte eterna, dicho de otro modo, el infierno. Y el infierno estaba muy presente en la muerte de Cristo, pero tal como Dios lo ve, no como lo sufre Satanás. Dicho de otro modo: el agente, el aguijón de la muerte de Cristo, no es ni una acción de Satanás ni tampoco su existencia, es el fuego de la Misericordia. Los hombres eran instrumentos de Satanás en la pasión, Jesús tuvo cuidado de señalar que sólo podían hacer algo en la medida en que él quería: «Yo entrego mi alma sin que nadie me la coja» (Molinié, El buen ladrón, primera parte, capítulo 1,1)57.
La cruz de Cristo pone ante nuestros ojos el «dolor» de Dios ante los condenados. Ese dolor con el que Dios reacciona ante el infierno debe hacer que desterremos definitivamente de nosotros la idea de la indiferencia de Dios ante el infierno como una verdadera blasfemia. El dolor de Dios ante el infierno y los condenados no provoca una reacción contraria a la misericordia, sino que es un elemento fundamental de la misericordia misma de Dios, que se manifiesta en la Cruz, y que es lo que, en definitiva, lleva a Cristo a la muerte de cruz.
Todos los místicos lo proclaman: los sufrimientos de la pasión, tal como nosotros podemos meditarlos haciendo el vía crucis, sólo son la parte visible del iceberg, sostenida por una parte invisible en la que el sufrimiento de Jesús se vuelve divino, dice Chardon, siendo una comunión con el dolor de Dios ante del infierno y el pecado (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 43)58.
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Respecto al dolor de Dios, he hablado mucho, escrito mucho. No rechazo nada de lo que he dicho de este asunto. Sin embargo, en el punto donde estoy hoy, hablaría más bien de la comunión de Dios con la desdicha de los réprobos y de los que toman el camino del infierno.
Esta comunión no es dolor, está más allá del dolor. Es el atributo infinitamente trascendente de la Misericordia misma. Hay que subrayar sólo que este atributo, si es rigurosamente compatible con la impasibilidad divina, es en cambio absolutamente opuesto a la idea de indiferencia, que es una blasfemia. La Misericordia, es la no-indiferencia de Dios frente al infierno. Esta no-indiferencia no es dolor, pero tampoco es nada, es una sensibilidad infinita que se arraiga en el Amor infinito, duplicada por el conocimiento infinito de la desdicha de los réprobos (en contra de un Dios ignorante del mal: ¿cómo sería compasivo si lo ignorara?)
Yo la llamo comunión con la desdicha de los réprobos, por supuesto sin la mínima «pasión». Es una comunión activa e infinitamente violenta, cuyos efectos son precisamente los frutos de la Misericordia. Y el primer fruto de la Misericordia, el más elevado de todos, es a la vez ofrecer y pedir a su Hijo encarnado reflejar en su carne esta no-indiferencia y esta comunión con la desdicha del infierno. Es el Verbum crucis: Jesús, sufriendo la herida divina, la proclama y la manifiesta más allá de todas las palabras humanas; incluyendo el dolor, porque es mucho más.
Eso no sucede sin un conocimiento humano del pecado, de Satanás y del infierno. Dios está en contacto con el infierno por la presencia de inmensidad, Jesús en cuanto hombre no tiene este privilegio abrumador. Para ser iniciado en el «dolor» de Dios, debe estar él también en contacto con el pecado; de ahí los acontecimientos de la Cruz, que aseguran este contacto, añadiendo el horror visible, espectacular, que permite la predicación y la devoción de la Iglesia ante estos acontecimientos de los que la Misa es el memorial.
Pero este contacto físico no es lo más profundo. El misterio de Jesús no es sólo un dolor que viene del infierno, abrasado por la Gloria: el misterio de Jesús es la comunión divina con el infierno (la Misericordia) que, atravesando la herida humana, hiere a su vez y mucho más profundamente a Jesús, glorificándole, pues esta herida es Gloria y beatitud en Dios.
Por tanto, Cristo es a la vez herido y glorificado por la Misericordia, más allá del infierno y su mordedura. La Misericordia glorifica el cuerpo y el alma de Jesús porque es el fuego del Amor infinito. Le hiere porque comulga con la desgracia de los réprobos de la que Jesús tiene sobre la Cruz, y como por principio, un conocimiento físico. Mucho más allá de este conocimiento y a través de él, lo conoce al modo de Dios y en la herida de Dios, o en la comunión de Dios con esta desdicha, o en la Misericordia. Es abrasado por la Misericordia, muere de Misericordia.
A causa de la profundidad de esta herida, importa poco que su contacto humano con el infierno sea corto: treinta y tres años de persecución invisible, tres días de persecución visible (Molinié, El cara a cara en la noche, III, apartado El holocausto)59.
En la Cruz, el amor asume el sufrimiento del infierno, lejos de toda indiferencia; pero también lo vence, lejos de toda derrota o disminución de la gloria, porque en la cruz de Cristo, donde confluyen cielo e infierno, es donde se realiza en plenitud la gloria del amor de Dios.
Jesús era sostenido en la vida por la misma gloria: para que él muera de muerte, ¿no hacía falta que la gloria se esfumara? No, porque la gloria es la levadura y el aguijón de toda la situación: no sólo de la bienaventuranza, sino de la misma agonía. Para llevar esto a su paroxismo es necesario que también la gloria, lejos de esfumarse, llegue a su paroxismo. Solo que, como esta gloria es la gloria del Amor, llegar a su paroxismo es para el Amor llegar hasta el fin del sufrimiento en que le sumerge el infierno, y de este modo triunfar de forma irresistible sobre el infierno. Afirmación muy misteriosa a la que hay que acercarse tímidamente como Moisés a la zarza ardiente; pero que es la clave de la doctrina tradicional de la victoria de Pascua.
Esto no quiere decir que el Amor convierta infaliblemente el no-amor que llega hasta el final de su resistencia y le dé la vuelta con toda seguridad: esto sería ir contra el respeto a la libertad, que está en la lógica misma del amor. Pero eso no quiere decir tampoco que el amor diga «peor para ellos» y se desinterese del infierno, al abandonarlo a sus tinieblas y decidiendo ser feliz «en su casa», mientras que el no-amor es desgraciado «en su rincón».
Ya dije en Una divina herida que la gloria del Amor consiste en proclamar eternamente que no aceptará nunca el rechazo de los condenados porque les amará siempre. Ciertamente aquí se trata de este triunfo: triunfo en el nivel de la trascendencia divina más incomprensible (la locura de la Misericordia), pero también en el nivel desde el que la criatura humana está invitada a dejarse elevar. Y esto viene a decir: Dios no temió la muerte eterna; no porque haya sido preservada de ella como por una barrera, sino porque la misma muerte eterna introducida en Dios se convierte en vida. El fuego lo quema todo, y no hay que temer que el frío del infierno le sea refractario: acogido en Dios, el mismo infierno se convierte en vida (la teología oriental lo siente muy profundamente) (Molinié, La Virgen y la gloria, primera parte, capítulo III)60.
Pero lo que podemos descubrir en la Cruz está ya presente desde el primer momento de la encarnación del Hijo de Dios.
Dos procesos vienen, en resumen, al encuentro uno del otro, según la economía profunda del Misterio de la Encarnación: nacido de una mujer y de la carne, Jesús contrae por este hecho una verdadera consustancialidad con los pecadores humanos (y por medio de ellos con el infierno): este proceso parte del cuerpo para elevarse al alma a través de la psicología (representada tradicionalmente por el Sagrado Corazón). Pero en tanto que Hijo de Dios, la gloria de su alma desciende hacia su Corazón donde se encuentra con el primer proceso (la solidaridad con el pecado) y lo glorifica, transfigurando la condición humana en encarnación ardiente del dolor de Dios.
Hace tiempo presenté la inmersión de Jesús en el mundo del pecado como un obstáculo para su glorificación; obstáculo que la victoria pascual vendría precisamente a vencer. Hoy prefiero decir: el bautismo de Jesús en las tinieblas es una condición necesaria para su glorificación en tanto que ésta debe ser primero una glorificación lenta y dolorosa antes de volverse fulgurante. La victoria pascual no consiste en triunfar de un obstáculo, sino en consumar la glorificación dolorosa hasta el paroxismo en que se vuelve fulgurante.
Jesucristo era uno sólo con Adán según la solidaridad de la carne y del amor que acabo de evocar, por lo tanto, sufrió el holocausto de la Misericordia cuya profundidad escrutó proféticamente Teresa del Niño Jesús. Aquí no hago más que desarrollar su intuición. Sumergido en la gloria por la Visión, recibió como hijo de pecador una carne vulnerable a través de la cual Dios pudo hacerle experimentar dolorosamente lo que esta Misericordia experimenta frente al infierno. Este dolor fue creciendo hasta un nivel de profundidad en el que, en tanto que dolor, se pareció suficientemente al «sufrimiento» de Dios para convertirse en bienaventuranza (Molinié, El buen ladrón, primera parte, capítulo 1,1)61.
La reacción de Dios ante el infierno, como hemos ido viendo, es sorprendente: no acepta con indiferencia el rechazo de los condenados porque los amará siempre. Es más, esa indiferencia sería la verdadera derrota de la misericordia de Dios y la victoria de los condenados.
Si los condenados pudieran introducir en Dios la indiferencia de la que nosotros le acusamos cuando rechazamos el dogma del infierno, conseguirían, a la vez, librarse de sus tormentos y precipitar a Dios en la desdicha de ya no ser Dios, porque ya no es el Amor (Molinié, Una divina herida, apartado El combate de Jacob con el ángel)62.
Hemos de zambullirnos en el misterio de la misericordia de Dios, en la que se unen lo que llamamos el «dolor» de Dios y el amor infinitamente fiel a su criatura, mientras respeta plenamente su libertad. En ese misterio se resuelve la aparente contradicción, irresoluble sin la fe, entre la existencia del infierno y una misericordia que no deja de amar a los condenados. La misericordia fiel y sufriente de Dios ante el espectáculo del infierno se manifiesta como la «cólera» de Dios, una «cólera» de Dios muy distinta de nuestra cólera que proyectamos fácilmente en él, pero nada tiene que ver con su rostro. Tenemos que aceptar caminar por el filo de la navaja para mantener a la vez la omnipotencia de Dios y su «sufrimiento»; la existencia del infierno y el amor de Dios, que se mantiene fiel hacia los condenados; el respeto de Dios a nuestra libertad y su rebeldía ante el misterio del mal.
En esta luz, la cólera de Dios se convierte en el signo más elocuente ‑quizás más aún que la misericordia‑ de que no nos ama de mentirijillas. Como nosotros, y más que nosotros, Dios se subleva contra el misterio del mal con sus consecuencias eternas. Dudamos en comprenderlo porque nos libramos difícilmente de la tentación (alimentada por las durezas de la posición agustiniana) de atribuir a Dios una responsabilidad infinitesimal en la eternidad del infierno. «Podría si quisiera…» y, a partir de ahí, nos cuesta admitir que es totalmente inocente de todo, absolutamente de todo, hasta de la eternidad del infierno: inocente como el niño desarmado cuyo rostro ha querido tomar, desarmado como éste ante un rechazo implacable […]
La obstinación sin arrepentimiento de su amor infinito adquiere a los ojos de aquellos que le resisten el rostro de la cólera. «Maldecidos por Dios, decía al Cura de Ars… ¡Dios que sólo sabe bendecir!». La maldición es el mismo rostro de la bendición para aquel que la rechaza.
Dios renuncia a convertir a los que se pierden: es verdad. Pero no renuncia en la indiferencia, ni tampoco en virtud de un amor menor: renuncia en la cólera. Y es en esta no-indiferencia donde resplandecerá al fin y al cabo la gloria del amor ultrajado. La cólera manifestará eternamente que ahí mismo donde Dios renuncia a convertir, no renuncia a amar, y que este amor no se rendirá nunca. El amor protestará eternamente que Dios no se resigne al pecado; y esta protesta, que es la cólera del amor, es también la gloria del amor. Y eso mismo le permitirá permanecer infinitamente feliz a pesar del pecado. Hagamos lo que hagamos, no conseguiremos que Dios y los elegidos dejen de amarnos, y en consecuencia ser felices (Molinié, El combate de Jacob, 108-109).
Esta «cólera» de Dios significa que Dios no reacciona ante el infierno ni con el enfado ni con la indiferencia, propios de nuestra limitación para amar; significa que Dios no se resigna a aceptar sin más las consecuencias de la libertad de los condenados. Su «cólera» es un nuevo rostro de su amor que aparece frente a los condenados al infierno. Es por medio de esa no-resignación por la que el amor de Dios triunfará a pesar del fracaso que supone para la Misericordia que un alma se pierda: Dios no deja de amarla, ni la ama menos.
También hace falta, no para «explicar» el infierno, sino para tomar las verdaderas dimensiones del amor de Dios, permanecer en la perspectiva que nos presenta este amor como tímido e impotente frente a nuestra libertad, herido por ella en lo más profundo de la ternura inenarrable que él tiene por nosotros: tactus dolore cordis intrinsecus [«Tocado de dolor en lo más profundo del corazón», cf. Gn 6,6]… Es cuando hay que recurrir, en la lógica de esta psicología divina ya incomprensible para nosotros, a la reacción definitiva e inevitable de todo amor burlado, reacción abundantemente pregonada en el Antiguo Testamento y confirmada en el Nuevo: la Cólera […]
Si el amor que Dios tiene por nosotros significa algo, el deseo que Dios tiene de nuestra respuesta también significa algo…, la herida que le inflige nuestro rechazo significa aún más…, y la cólera que concluye este proceso, cuando el rechazo ha sido reconocido como irrevocable, esta cólera es el toque final que confirma la verdad, la gravedad, la realidad de ese amor; de modo que rechazar este toque final, es rechazar llegar hasta el final en la aceptación de la Palabra que nos introduce realmente en esa luz. Algunos quisieran pararse en la herida, quisieran que Dios permaneciese eternamente crucificado por nuestro rechazo, incapaz desde entonces, si no puede ser feliz en sí mismo (hay que reconocer claramente el otro rostro de Dios, impasible e inmutable en su dicha), por lo menos presentarse como vencedor y como rey, habiendo triunfado en su obra de Redención: respetando nuestra libertad hasta el punto de ser impotente frente a nuestro rechazo, ha debido aceptar también por ello el fracaso eventual de su plan de amor, y cada alma que se pierde es en efecto un fracaso de este género […]
No es pues impío, a primera vista, atribuir a Dios algo de esa incapacidad de resignarse ante el infierno… pero quizás es precisamente eso lo que significa en el fondo la Cólera de Dios […]
Dios no acepta el pecado, no acepta la desgracia eterna de los que se apartan de él, se rebela como nosotros, más que nosotros, contra esa perspectiva. La acepta porque hay que respetar hasta el final la libertad humana, pero no la acepta con la supuesta indiferencia trascendente de una felicidad impasible: la acepta en la Cólera, la cólera insondable que es en el fondo el mismo rostro de su Amor, que no se arrepiente, por los que se pierden. «Maldecidos por Dios, decía al Cura de Ars… ¡Dios que sólo sabe bendecir!»: contradicción evidente en los términos, donde vemos claramente que la maldición es la bendición misma hecha fracasar por el rechazo de los condenados, pero que no se resigna a ello, no se acostumbra a ello, eternamente ofendida y como estupefacta ante un horror semejante.
Por lo tanto, la Cólera de Dios ciertamente es la confesión de un fracaso, el fracaso de su Amor ante esa alma concreta… no, desde luego, el fracaso de su plan de amor en general que utiliza el pecado y el infierno mismo al servicio de su gloria y de su triunfo. Dios fracasa realmente en las almas que se pierden; su victoria significa que utiliza este fracaso mismo para hacer resplandecer mejor su Amor, pero su Cólera significa que, sin embargo, no es indiferente a este fracaso parcial y que es en esta no-indiferencia donde resplandecerá, a fin de cuentas, a pesar de los condenados, la gloria del Amor ultrajado. El amor encuentra aquí su gloria y su triunfo, no apartándose de los rebeldes para ocuparse sólo de los elegidos, sino manifestando eternamente que los condenados no son, en el corazón de Dios, menos amados que los elegidos, ni que el mismo Dios: y eso es la Cólera de Dios, pues eternamente los condenados rechazarán este amor que, eternamente, hará oír una protesta horrorosa e infinita de esta negativa… lo que quiere decir que este Amor no se rendirá nunca. Es, pues, en eso en lo que triunfará, por lo menos no dimitiendo, manifestando eternamente que no aceptará nunca tener para los condenados la indiferencia de la que le acusamos y que por el contrario no dejará nunca de amarlos (Molinié, Una divina herida, apartado El combate de Jacob con el ángel)63.
La reacción de Dios ante el infierno nos introduce en la realidad del «sufrimiento» de Dios. Un sufrimiento que no puede desmentir su omnipotencia e impasibilidad, pero que es una realidad de la que debemos hablar sabiendo que estamos balbuciendo, no definiendo, pero que no se puede eliminar sin desvirtuar el rostro de Dios que aparece a la largo de la historia de la salvación y, especialmente, en el rostro del Crucificado. Es necesario emplear con precaución la expresión «dolor» o «sufrimiento» de Dios, pero no se puede prescindir de ella si se quiere comprender, entre otras cosas, la reacción de Dios ante el infierno. Lo que llamamos el «sufrimiento» de Dios no puede ser en él una imperfección, sino un elemento fundamental de la misericordia, que impulsó al Padre a enviar a su Hijo a comulgar del infierno64 para darnos la posibilidad de liberarnos de él. La Cruz es la expresión de esa reacción de Dios en la que aparecen unidos misteriosa, pero realmente, el infierno, el dolor, el amor y la gloria.
Todos los místicos sintieron que había en Dios, ante el infierno y el pecado, un misterioso desgarro en el que no podemos ser iniciados sin sufrir un desgarro análogo. De alguna manera Dios «buscó sus palabras» para hacer comprender a los hombres algo inexpresable que, a pesar de todo, quería expresar. Después de haber gritado larga y violentamente su cólera al pueblo judío por medio de la voz de los profetas, el Espíritu Santo terminó por inventar, más allá de las palabras humanas, el Verbum Crucis, la Palabra de la Cruz…, la única capaz de cantar el amor herido del Amado a su viña. Evidentemente esto supone que recibimos esta Palabra como la epifanía, a través del hombre, de la crucifixión del mismo Dios, revelada por la decisión divina de sufrir la pasión.
Cristo fue el primero en oír el Verbum Crucis: es esta palabra, esta intimidad, esta revelación aplastante del «dolor» de Dios lo que le ha subido a la Cruz…, y no el desencadenamiento del infierno, al que hubiera sido fácil poner fin. Jesús dijo a Catalina de Siena: «No son los clavos lo que me fijó en la Cruz, es el Amor…», infinitamente herido por el rechazo de los hombres y de los demonios.
Se me perdonará que renuncie en adelante a tomar precauciones para hablar de este dolor divino que no es un dolor, sino que designa un aspecto de la Misericordia para el cual no hay otro nombre: la expresión «dolor de Dios» en el lenguaje que yo adopto y propongo, remite siempre al inexpresable atributo manifestado, más allá de sus sufrimientos humanos, por Cristo en la Cruz.
Esta puesta a punto me permitirá emplear como sinónimos los términos Misericordia, dolor de Dios, trastorno de las entrañas divinas. Entiéndase además que este atributo coincide con los demás; especialmente la Alegría, la Bienaventuranza, la Paz, la Dulzura, la Gloria…, y naturalmente el Amor, que nos hace atisbar como este dolor infinito puede ser suavidad infinita. La expresión «dolor de Dios» acomoda nuestra mirada a esta zona del rostro de Dios que no se parece a nada (Molinié, El buen ladrón, Introducción)65.
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Es evidente que Dios no sufre, que permanece infinitamente feliz, eternamente en paz, inaccesible e impasible, pero no como una estatua. Los pecadores se privan de la felicidad de Dios, él lo ve, y no es indiferente. Dios es impasible, no es indiferente, sería una blasfemia sólo sugerirlo.
El pecador no sufre tanto. Dios le castiga para corregirlo, iluminarlo, sacarlo de ahí. Pero el pecador no comprende lo que pierde, sólo Dios ve lo que nos perdemos pecando, y me atrevo a decir que sólo Dios conoce la desgracia en la que nos hunde el pecado. Es la Misericordia, y está en la Biblia, la «conmoción de las entrañas» (cf. Gn 6,6) del Padre frente al desamparo de los pecadores. Él es el único a fin de cuentas que conoce la profundidad de su desamparo: «He visto el desamparo de mi pueblo» (cf. Ex 3,7).
A fuerza de comer el alimento de los cerdos, el hijo pródigo sospecha que, a pesar de todo, estaba mejor en casa de su padre, pero se acuerda mal del calor del hogar, de la bondad que disfrutaba. El padre ve lo que no puede darle porque está lejos; sufre más que él: «Alegrémonos porque mi hijo estaba perdido, y ha sido encontrado, estaba muerto y ha sido resucitado» (Lc 15,24). Los mismos réprobos no comprenden lo que han perdido, pero Dios los comprende, y repito que eso se llama la Misericordia. No es un dolor, pero tampoco es nada; es una sensibilidad infinita que se enraíza en el Amor infinito, redoblado por un conocimiento infinito de la desgracia de los réprobos.
Esta Compasión no implica, por supuesto, la menor «pasión». Es una comunión activa e infinitamente violenta cuyos efectos son los frutos de la Misericordia. Y el primer fruto de la Misericordia, el más elevado de todos, es a la vez ofrecer y pedir a su Hijo encarnado reflejar en su carne esta no-indiferencia, esta comunión en la desgracia de los réprobos. Es el Verbum crucis, el canto de la cruz. Jesús, sufriendo la herida divina, la canta y la manifiesta más allá de todas las palabras humanas; incluida la del dolor, porque es mucho más.
Eso va acompañado de un conocimiento humano del pecado, de Satanás y del infierno. Jesús debe entrar en contacto con el pecado, lo que se realiza en la cruz, ofreciéndole un conocimiento físico de la desgracia de los réprobos. La misa es el memorial de este horror visible cuya predicación anima la devoción de la Iglesia. Pero más allá de este horror y a través de él, Jesús conoce el infierno en la herida de Dios, que es la Misericordia. Él es consumido por la Misericordia, muere de Misericordia […]
La Cruz no es solamente, ni quizá principalmente, un sufrimiento: es la alquimia entre el Cielo y el infierno en el interior del corazón humano -alquimia que es al mismo tiempo un holocausto-, en el que las tinieblas y el horror del rechazo a amar son consumidos por el Amor que el infierno rechaza. Este abrasamiento es a la vez el castigo de los condenados y la bienaventuranza de Cristo resucitado, siendo esta bienaventuranza la del Amor, herido por el rechazo que la libertad de Satanás y los réprobos le opone (Molinié, Quién comprenderá el corazón de Dios, 10,1, apartado La misericordia es una herida)66.
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Es en cierta medida como si, después de un primer beso al que el hombre respondió con una bofetada, Dios se pusiera a abrazarlo con una pasión y una ternura multiplicada por diez. Se comprende que en estas condiciones la Iglesia cante Felix Culpa y “necesario fue el pecado de Adán…” Sólo que este abrazo nuevo y fantástico es también terrorífico por los dolores que implica: Dios no ha sido indiferente a la bofetada recibida; tanto menos en la medida en que esta bofetada tiene un alcance eterno, que este alcance eterno se realiza en el infierno, y que Dios experimenta ante el infierno el abismo inexpresable que he llamado el dolor de Dios o Misericordia (Molinié, El buen ladrón, primera parte, capítulo 1,1)67.
Quizá la dificultad para aceptar el infierno tiene que ver con la dificultad para comprender el dolor del Dios-Misericordia ante los condenados, pensando que Dios pueda dejar de amar a los condenados o desentenderse de ellos. Sin embargo, la dificultad para aceptar el infierno puede ayudar a sintonizar con el corazón de Dios, con tal de comprender que Dios conoce y sufre infinitamente más que nosotros por esa realidad.
Que un hombre permanezca obstinadamente pervertido, eso es lo que las almas buenas mencionadas más arriba no llegan a creer posible; es esta eventualidad la que las subleva y lo que en el fondo no aceptan cuando rechazan el dogma del infierno. El colmo es que reúnen así sin saberlo las reacciones más profundas, la sensibilidad más misteriosa del mismo Dios que, ofreciendo a las criaturas el privilegio terrible de la libertad, no quiere creer, me atrevo a decir, que algunos la utilizarán de un modo tan horrible: «¡Respetarán a mi Hijo!» (Mt 21,37). De modo que la rebelión de estas almas ante la idea del infierno es la rebelión del mismo Dios ante la idea del pecado eterno, del pecado implacable e inconvertible. Es exactamente esta rebelión la que la Escritura y los Padres de la Iglesia llaman la Cólera de Dios. Se dirá que la Omnipotencia divina podría convertir estas libertades rebeldes. Estoy obligado a negarlo (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma)68.
Antes de abandonar este apartado de la reacción de Dios al infierno, que nos ha zambullido en el misterio del sufrimiento de Dios y de la Cruz, es necesario recordar -especialmente para los contemplativos- que es posible participar en esta reacción de Dios ante el infierno cuando se llega a una unión con Cristo que elimina ya el temor al infierno, pero abre la posibilidad de comunión con el que abraza el combate entre el cielo y el infierno.
Las almas establecidas en la unión transformante pueden también morir de amor acompañando a Jesús en la Cruz de una muerte que integra y consume las angustias de la muerte natural infligida por el infierno, de modo que sufren ellas también una doble muerte y un doble sacrificio (Molinié, El cara a cara en la noche, III, apartado El holocausto)69.
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Una vez acogida la herida del Amor, no aceptaremos sin combate la herida del mal y del infierno, pero este combate tiene asegurada la victoria a causa de la gracia divina. Es el misterio de Cristo.
¿En qué consiste entonces el componente sombrío? Es sencillamente la desgracia de los réprobos tal como Dios la conoce en su Amor. El Amor no puede ignorar que se lo rechaza, pero no puede ignorar tampoco la desgracia y el sufrimiento a los que son condenados aquellos que lo han rechazado. Cómo este conocimiento no altera su felicidad, lo ignoro. Cómo no altera la felicidad de Cristo, de los resucitados y de los bienaventurados, también lo ignoro. Pero sé que Dios ha ofrecido y solicitado al género humano beber de ese cáliz en el combate antes de conocerlo más allá del dolor y del combate, y que es el misterio de Cristo en la Cruz.
Este segundo dolor de los cristianos, y de Cristo a la cabeza, es en primer lugar el dolor de Dios que comulga con la desdicha de los réprobos: he aquí lo que no me canso de repetir. Fuera de esta perspectiva se recae en la cólera o la indiferencia de la justicia, y creo que el instinto de la Iglesia (el sensus Ecclesiae) rechaza esto (Molinié, El cara a cara en la noche, III, apartado La consagración teresiana)70.
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Si Cristo murió por todos los hombres (elegidos o condenados), murió esencialmente por el pecado de los hombres; estos mismos inspirados por el demonio (san Juan lo testifica a propósito de Judas).
Los frutos de la Redención son claramente el esplendor del Cuerpo místico y del Cielo, pero la causa profunda de la Pasión alude al misterio del pecado, comprendido el infierno: se trata de sacar a los hombres del infierno, y de librar con Satanás una batalla que no tiene nada de accidental. Esta batalla es lo que hace sufrir a Cristo, y en consecuencia es el mismo Satanás.
Por otra parte, si Cristo murió por todos los hombres, sufrió también por todos los condenados que rechazan la Redención. No pudo hacerse indiferente a su desgracia y compartir sólo el desamparo de los elegidos. Pensar así sería jansenismo.
Creo, entonces, que hay que ir más lejos. La salvación es que entremos en el misterio de Dios. Y el misterio de Dios no es sólo la Alegría que Dios encuentra a causa de los elegidos, es también el amor que ofrece eternamente a los condenados. Dicho de otro modo: la «contradicción» de la Misericordia. Salvarnos, por parte de Dios, es iniciarnos también -y quizá en primer lugar- en los tormentos de esta contradicción. Sin embargo, estos tormentos se definen en relación con el infierno, no en relación con los elegidos: Dios ofrece a los que se dejan hacer la alegría de ser iniciados en los tormentos de su Misericordia, que son un rostro del Cielo, pero que se definen en relación con el infierno. El predestinado supremo, Jesucristo, los conoció más allá de toda medida: eso es su Pasión y su tentación (Molinié, El buen ladrón, Nota A,II, apartado La Agonía y el infierno)71.
Este sufrimiento ofrecido a los cristianos, por ser el culmen de la Misericordia, no es un castigo, sino un regalo.
Queda por precisar de qué manera y en qué medida Dios ofrece a los seres que así le seducen participar en su sufrimiento ante del infierno. Es el más gran regalo que les hace, así como ellos hacen a Dios el más hermoso regalo que él desea, dándole lo que son: culpables de todo por todos, comiendo a la mesa de los pecadores, etc. (Molinié, Culpable de todo por todos, 4)72.
Esta comunión con el dolor de Dios por los condenados por medio de Jesucristo no es un simple conocimiento teórico de esta realidad, sino que es real gracias a la contemplación y a los sacramentos, que nos unen realmente a él.
Jesús fue herido por el infierno en la manera que Dios está «herido». Los cristianos lo son, a su vez, contemplando a Jesús y experimentando el contacto de su Cuerpo a través de los sacramentos. Esta contemplación estigmatiza en un sentido estricto, no es un simple conocimiento humano del infierno ni siquiera de la muerte, es un conocimiento que viene de la contemplación de Jesús (Molinié, El cara a cara en la noche, Conclusión)73.
Santa Teresa del Niño Jesús experimentó de forma especial esta llamada a la comunión con los dolores de Cristo por los condenados, cuando, más allá del ofrecimiento como víctima de holocausto a la divina misericordia, aceptó participar de la mesa de los pecadores (cf. Manuscrito C, 6rº). Y eso es lo que se ofrece también a algunas entre las almas pequeñas, más allá del camino de la infancia espiritual.
[Teresa] comprendió a tiempo que Jesús, al pedirle que cantara su confianza e invitara a las almas a seguirla, aprovechó su misma confianza para pedirle, a ella, más aún que lo que ella proponía a las almas pequeñas: seguirle en su agonía para responder, no ya únicamente al Amor, sino a la llamada de otra herida que Jesús conoció a fondo y, en cierto sentido, sólo él: la de ver a las almas negarse a seguirle y precipitarse en el infierno…
Esta herida no es quizá más terrible que la herida del Amor, pero es más tenebrosa: no se la puede desear, y sobre todo no se la debe proponer. Sin duda se puede recibir de Jesús el deseo de arrancar a los incrédulos del fuego del infierno, única explicación que Teresa podía encontrar a lo excesivo de sus sufrimientos: no ya sólo el deseo del martirio de amor, sino el de comer a la mesa de los pecadores, deseo mucho más peligroso que sólo puede darse a las almas muy puras, ya consumidas por la deliciosa herida del amor […]
La herida del Amor engendra progresivamente el deseo de morir de Amor según la luz de san Juan de la Cruz, deseo que al desarrollarse conduce a la consagración propuesta a las almas pequeñas, la invitación a ofrecerse como mártir del amor. Este deseo y esta petición quizá parecen temibles, pero en el fondo no tienen peligro. Ni siquiera tienen que someterse a la voluntad de Dios, porque son la raíz misma del abandono a la voluntad de Dios. Celina insistirá sobre el hecho de que este deseo no implica el deseo de sufrir, a no ser virtualmente, confusamente, y según Dios lo quiera.
La herida de Dios frente al pecado engendra un deseo mucho más grave y profundo que el primero: forma parte de las riquezas que nos vuelven injustos, lleva a desear el martirio a secas (y en consecuencia el sufrimiento), y no ya únicamente el martirio infligido por el Amor. Este martirio comulga con el dolor de Dios ante al infierno infligido por la justicia que condena. No es ya el don de la criatura a Dios (la plata de la simplicidad creada), es el oro de la caridad increada comunicándose a la criatura, y en primer lugar al mismo Jesús, para darle a beber la copa de la cólera de Dios, que en el fondo es la copa del dolor de Dios.
Teresa estaba poseída por estos dos deseos (Molinié, Lo elijo todo, 8, apartado A modo de epílogo. Comentario)74.
No es necesario «comprender» el infierno y aceptarlo sin lucha para poder responder a la llamada a comulgar con el sufrimiento de Dios por los condenados. Basta con atisbar el misterio del sufrimiento de Dios ante el infierno y, por amor a él, querer participar de esa realidad de amor y dolor que contiene la misericordia de Dios que permanece ante los pecadores y los condenados.
Pero como Dios no está loco de mentirijillas y no finge, la libertad que nos ofrece no es una broma: si nosotros tenemos el poder de ofrecer un «sí» cuyo precio no sospechamos, tenemos también el poder de oponer un rechazo cuyo horror sobrepasa toda imaginación. Dios acepta el riesgo, y reconozco que hoy en día todavía no llego a comprenderlo, no llego a aceptar, desde mi pobre punto de vista, la seriedad de ese riesgo.
Lo acepto confiando, cerrando los ojos para sumergirme en el agujero negro, que desemboca aquí en las tinieblas del infierno. Dios ha permitido el infierno, y hay algo en mí que se resiste a perdonarle. Esta resistencia es pecaminosa, yo reniego de ella, pido perdón… pero no puedo suprimirla. Sólo puedo ofrecerla a la Misericordia suplicando que la disuelva…; pero no se me hará decir que acepto el infierno.
Y sé en el fondo de mí que Dios, a su manera, no lo acepta tampoco. Sin embargo, no me permito soñar que esté vacío, como tantos doctores y pastores se complacen en soñar hoy en día para su comodidad. No quiero esta comodidad, quiero sufrir con Dios, y como él, las consecuencias de su locura; quiero amar esta locura amando el sufrimiento que provoca en mí, porque sospecho que es muy débil respecto al que provoca en él (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 43)75.
Función «pedagógica» del infierno como misericordia de Dios
Como hemos visto, el infierno no es una amenaza «de mentirijillas» que Dios nos hace para que seamos buenos, pero que no piensa cumplir. No se trata de ese tipo de castigos terribles con los que algunos padres amenazan a sus hijos cuando se portan mal, pero que nunca cumplen. Y los hijos lo saben.
Dios no nos trata de ese modo y respeta, como ya sabemos, nuestra consistencia y nuestra libertad. Por eso, la posibilidad de la condenación eterna es real para cada uno de nosotros. Y Dios, porque nos ama y quiere salvarnos, nos avisa de esta posibilidad. De este modo, el anuncio de la posibilidad real de ir al infierno se convierte en un instrumento de la pedagogía de Dios para salvarnos y en una muestra de su misericordia. Porque nos ama no quiere ocultarnos la verdad de que depende de nuestra libertad el destino eterno de nuestra existencia: cielo e infierno. No sería justo para con Dios interpretar las menciones al infierno de Jesús en la Escritura (o de las apariciones de la Virgen) como amenazas manipuladoras por medio de un castigo inexistente. Todo lo contrario, son el instrumento del amor de Dios para que nos salvemos, pero como seres libres que deciden su destino eterno con las elecciones que realizan en el tiempo. Dios no nos promete una salvación automática, que se salta nuestra decisión libre, pero no deja de apelar a nuestra responsabilidad para que nos convirtamos y, evitando el infierno, alcancemos la plenitud de vida que consiste en la comunión eterna con él.
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran» (Mt7,13-14) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1036).
En ese mismo sentido es necesario, como signo del amor maternal y pastoral de la Iglesia, el anuncio del infierno como llamamiento a la conversión para que los que lo oigan puedan elegir consciente y libremente la vida eterna en el Cielo.
En estos textos no sólo se define autoritariamente que Dios ha amenazado a los impíos con el infierno eterno, sino que los portadores del magisterio eclesiástico se confiesan en nombre de toda la Iglesia a favor de la revelación del infierno. Estos textos significan, por tanto, a la vez, una exigencia hecha a todos los cristianos de la misma confesión. La exigencia contiene una admonición de gran urgencia. Su vehemencia y profundidad se manifiestan en el hecho de que los portadores del magisterio eclesiástico profesan repetidamente la revelación del infierno. El hombre continuamente atacado por la superficialidad y por la concupiscencia de la alegría desordenada en el mundo, necesita esa advertencia vehemente para no caer en los placeres desordenados ni olvidarse de Dios. Necesita recibir en las alegrías que el mundo le ofrece continuamente, a pesar de su estado caótico, un golpe de atención para no darse por satisfecho con la dicha terrena y esperar la alegría de más allá de la tierra76.
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-«Hay que predicarles el amor de Dios, y no el miedo». -«¿Os atrevéis en serio a decir eso? ¡La misma Teresa de Ávila necesitó ver su lugar en el infierno para llegar a ser la santa que llegó a ser! Si creéis que lo hacéis mejor que ella, tened por lo menos piedad de los pobres pecadores: ¿les creéis capaces de oír el lenguaje que os arrebata a vosotros? Si Dios fuera orgulloso, dice Lewis, no querría una conversión conseguida por el temor. Pero Dios no es orgulloso… con tal de salvar un alma. Vuestra bienaventuranza es tener confianza; la suya será temblar, estar angustiados, perder la paz monstruosa en la que se hunden. ¿Cómo desarmarles sin provocarles miedo? “Para sacudir a los grandes pecadores, el Cura de Ars les lanzaba bastante a menudo, a modo de exhortación, esta simple frase, terrible en los labios de un santo que leía el futuro: ‘¡Amigo, usted está condenado!’ Era breve, pero lo decía despacio. Evidentemente, el santo quería hablar en condicional y decir: ‘Si no evita tal ocasión, si permanece en esa costumbre, si no sigue este consejo, se condenará’. ‘¡Pero, sin embargo!… ¡yo, condenado!… ¡yo, maldito de Dios!… ¡para siempre!’ repetía al salir del confesionario François Bourdin (de Villebois en Ain)… Aunque su fe estaba muy lejos de estar apagada, tenía esos pensamientos de desesperación que lo apartaban de Dios… Por fin la gracia lo tocó. ‘¡Quiero confesarme, declaró, pero con el gran confesor, el Cura de Ars!’ Y, como la única manera de animarlo, después del relato de sus miserias y de sus faltas, le da la terrible respuesta: ‘¡Hijo mío, usted está condenado!’ Pues esta amenaza fue para él un fulgurante rayo de luz. François Bourdin, converso, se mostró hasta la muerte un ferviente cristiano” (Monseñor Trochu, El Cura de Ars) […] Queréis oír sólo la voz del Amor; pero -repito- los pecadores, ¿qué voz oirán? ¿Queréis realmente que nadie les dé miedo? ¿Queréis ser cómplices de la conspiración de silencio persuadiendo hoy a todo el mundo, contra la doctrina milenaria de la Iglesia, de que el peligro del infierno es nulo, de que podemos pecar impunemente hasta el día en el que las delicias del Amor vendrán a salvarnos sin dolor y sin miedo? ¿Es realmente eso lo que queréis?» (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 32)77.
Esta pedagogía divina nace de la humildad de Dios que acepta salvarnos no sólo por puro amor a él, sino por temor al infierno:
Llamo a esto humildad divina, pues es mezquino arriar la bandera ante Dios cuando el barco está hundiéndose, acudir a él como último recurso, ofrecerle «todo cuanto tenemos» cuando no merece la pena conservarlo. Si Dios fuera orgulloso, no nos aceptaría fácilmente en esas condiciones. Pero no lo es, y se rebaja para conquistarnos, nos acepta aun cuando hayamos demostrado que preferimos otras cosas antes que a él y vayamos en pos suya porque no haya «nada mejor» a lo que recurrir.
La misma humildad se descubre en la apelación divina a nuestros miedos que turba a los lectores nobles de las Escrituras. No es agradable para Dios comprobar que le elegimos a él como alternativa al infierno. Mas también esto lo acepta. La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura debe ser destruida por su propio bien. Y Dios, «sin pensar en la disminución de su propia gloria», la destruye mediante desgracias en la tierra o el temor a sufrirlas y mediante el miedo cruel al fuego eterno.
Quienes desean que el Dios de las Escrituras sea puramente ético no saben lo que piden. Si Dios fuera kantiano y no nos aceptara mientras no acudiéramos a él movidos por los motivos mejores y más puros, ¿quién podría salvarse? (Molinié, Una divina herida, apartado El combate de Jacob con el ángel)78.
Esta humildad de Dios que acepta una contrición imperfecta, motivada por el temor al infierno, forma parte de la doctrina de la Iglesia.
Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «contrición perfecta» (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (Cf. Cc. de Trento: DS 1677).
La contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (Cf. Cc. de Trento: DS 1678, 1705) (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1452-1453).
Esa misma función pedagógica y salvadora de la revelación del infierno también aparece en la cruz de Cristo, que nos muestra la reacción de Dios ante el pecado y el infierno:
Dios desea con igual deseo la felicidad de los elegidos y de los réprobos, y creó el mundo y murió en la Cruz por todos: no sólo por los elegidos, sino por los elegidos y los réprobos.
Sólo que este mismo amor y este «casi deseo» respeta la libertad de aquellos a los que Dios ama infinitamente. La libertad del que rechaza se opone entonces al deseo infinito de Dios: le hiere, le daña, le «ofende». Importa poco la palabra empleada (siempre es inadecuada): lo que cuenta es la profundidad infinita de la realidad designada de este modo… tan infinita como el deseo mismo de Dios. Es una «herida infinita» que entonces hay que poner en Dios, lo que he llamado un desgarro objetivo.
Para ayudarnos a comprender estos abismos, Cristo murió en la Cruz, reflejando en su corazón de carne el peso del desgarro divino (Molinié, El misterio de la redención, Nota A, apartado Cómo «ofendemos» el amor de Dios)79.
El olvidado temor de Dios
Este coraje de tener miedo al infierno, clave para el acto de confianza que nos permite recibir la gracia transformadora de Dios, puede resultar, y de hecho resulta, sorprendente para muchos cristianos bienintencionados, que recuerdan, con razón, las exhortaciones de Jesús en el Evangelio a no tener miedo.
Cuando los discípulos se asustan ante la tormenta, Jesús les reprocha: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8,26). Cuando se acerca a ellos caminando sobre el agua y de nuevo se asustan, les dice: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). Jesús manda a los Doce que no tengan miedo ante la persecución violenta que van a sufrir: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28); «a vosotros os digo, amigos míos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más» (Lc 12,5). «No temáis» es el mensaje del Resucitado a las mujeres que se encuentran con él después de descubrir el sepulcro vacío (Mt 28,10). Sin duda, la fe en Cristo debe eliminar incluso el miedo a la persecución y a la muerte.
Por tanto, lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos (Heb 2,14-15).
Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte (Ap 12,11).
Pero no hay que olvidar que hay una cosa, una sola, a la que Jesús nos manda temer: «Temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28); «os voy a enseñar a quién tenéis que temer: temed al que, después de la muerte, tiene poder para arrojar a la gehenna. A ese tenéis que temer, os lo digo yo» (Lc 12,5). Es el infierno, que nos separa eternamente de Dios, lo que debemos temer; y, en esa medida, a Dios. A un Dios que, sin duda, quiere salvarnos, como afirma enseguida el Señor en el Evangelio: «¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones» (Mt 10,29-31). La confianza en Dios, nuestro Padre celestial, elimina todo temor; pero debemos temer apartarnos de él, de modo que esa separación sea definitiva.
Naturalmente, perder la vida material -la «muerte del cuerpo»- es uno de los miedos primarios; pero es absolutamente irrelevante frente al «respeto» -«temor», «miedo»- que impone el que tiene autoridad no sólo para causar la muerte, sino incluso para arrojar en la gehenna, es decir, Dios mismo. El verdadero temor de los discípulos no tiene que ser precisamente a la muerte física, fruto de una actuación humana, sino, sobre todo, a las consecuencias de una posible apostasía80.
El coraje de tener miedo al infierno, lejos de oponerse a la enseñanza evangélica, tiene que ver con este «temor de Dios», que tendemos a olvidar en nuestro tiempo.
Si la fe expulsa el temor, ¿cómo se puede temer a Dios? ¿No es una contradicción? El temor tiene dos formas, según la persona ante la que se experimenta la sensación de temor. Si el temor se dirige al hombre, entonces rebaja al alma y la llena de preocupación e inseguridad angustiosas. Este temor destruye la fe. Pero si el temor se dirige a Dios, nos hace libres. Se funda en la dependencia de la criatura respecto al Creador y reconoce la sublimidad de Dios. No corroe el alma, sino que la cura, porque siempre produce confianza en Dios. Sólo puede amar a Dios quien también le teme. Y viceversa el verdadero amor de Dios nunca carece de temor saludable81.
Este temor de Dios no es incompatible con la confianza en Dios que quiere salvarnos y que, con su misericordia, puede transformarnos totalmente, haciéndonos pasar de pecadores a santos. Porque este miedo tiene que ver con lo único que depende de nosotros en nuestra relación con Dios: dejarnos hacer. Lo que hay que temer es no dejarnos hacer por Dios, porque eso es lo que nos lleva al infierno; hay que temer la falta de confianza.
No hay que tener miedo de las dificultades de la vida, ni siquiera de nuestras faltas: no es eso lo que nos impedirá encontrar a Dios. Tengamos miedo de lo que no nos causa miedo pero nos impide verdaderamente encontrarlo: temamos rechazar la luz, de una manera más o menos sutil, discreta, cortés…
Dios tiene un programa: Él ha previsto un remedio para todo. Él puede dejar que pese durante mucho tiempo sobre nosotros el obstáculo aparente de nuestras miserias y de nuestras caídas cotidianas. Se sirve de él. El amor de Dios es más fino que nosotros y sabe utilizar nuestras debilidades. Lo que nos impide aprovecharnos de ellas no es la abundancia de estas miserias, sino el no aceptar «dejarnos hacer» según la idea de Dios.
No hay por qué tener otra preocupación más que ésta: «¿Voy a dejar hacer a Jesucristo?» […]
No tengamos miedo de los demás, del mundo, de la vida. Tengamos miedo de nosotros. No de lo que nos da miedo generalmente: nuestra debilidad, nuestras faltas, nuestras caídas (eso no es temible, la naturaleza humana es así); lo que hay que temer es lo que Jesús reprocha a los apóstoles después de la resurrección: «‑Tenéis el corazón duro. ‑¿Por qué? ‑Porque no creéis que he resucitado. No lo creéis, porque es demasiado hermoso: ahí está vuestra falta». Pidamos no obstinarnos mucho tiempo… (Molinié, El coraje de tener miedo, 8-10).
La dificultad para aceptar tener miedo del infierno tiene que ver con una confianza vana y facilona en un Dios más abuelo que padre, que nos ha hecho olvidar el temor de Dios, que recorre toda la Escritura, y no sólo el Antiguo Testamento.
Al AT se le caracteriza frecuentemente como ley del temor y al Nuevo Testamento como ley de amor. Fórmula aproximativa que descuida muchos matices. Si el temor representa un valor importante en el AT, la ley del amor tiene ya en él sus raíces. Por otra parte, el temor no es abrogado por la ley nueva, dado que constituye el fondo de toda auténtica actitud religiosa. Así pues, en los dos Testamentos el temor y el amor se dibujan realmente, aunque de forma diversa82.
Hay un temor que surge naturalmente ante el encuentro con el Dios que nos supera y transciende totalmente. Este temor de Dios manifiesta la diferencia entre la grandeza de Dios y la pequeñez de la criatura que se encuentra con él. Ciertamente es un temor que puede paralizar al ser humano e impedir el encuentro con Dios, por lo que Dios una y otra vez manda no temer a aquellos a los que sale al encuentro. Pero si en ese primer momento no aparece esta forma de temor, es probable que no haya habido verdadero encuentro con él o nos hayamos creado una imagen de Dios que ya no nos trasciende ni nos desborda. Ese temor aparece constantemente en la Escritura, y no sólo en el Antiguo Testamento.
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Y añadió: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios (Ex 3,4-6).
Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5,6-11).
Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y quedaron aterradas. Él les dijo: «No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro: “Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo”». Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían (Mc 16,4-8).
El temor de Dios se equilibra, no se elimina, con la confianza:
El temor reverencial es el reflejo normal de los creyentes ante las manifestaciones divinas […] En la auténtica vida de fe el temor se equilibra gracias al sentimiento contrario: la confianza en Dios83.
La fe confiada en Dios destierra todo temor ante enemigos, persecuciones y catástrofes. Ante esas situaciones, una y otra vez aparece el mandato de Dios: «No temas».
El Señor me dirigió la palabra: ‑«Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones». Yo repuse: ‑«¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño». El Señor me contestó: ‑«No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte ‑oráculo del Señor‑» (Jr 1,4-8).
No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino (Lc 12,32).
Pero no se elimina ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento el temor saludable ante las consecuencias de apartarnos de Dios. De tal modo que ese temor al castigo es una verdadera ayuda para el pecador84 y una bienaventuranza para el justo.
El malvado escucha en su interior
un oráculo del pecado:
no tiene temor de Dios,
ni siquiera en su presencia.
Porque se hace la ilusión de que su culpa
no será descubierta ni aborrecida (Sal 36,2-3).
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos (Sal 118,1).
Temamos, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros crea haber perdido la oportunidad. También nosotros hemos recibido la buena noticia, igual que ellos; pero el mensaje que oyeron no les sirvió de nada a quienes no se adhirieron por la fe a los que lo habían escuchado. Así pues, los creyentes entremos en el descanso, de acuerdo con lo dicho: «He jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso» (Heb 4,1-3).
Por lo tanto, queridos hermanos, ya que siempre habéis obedecido, no solo cuando yo estaba presente, sino mucho más ahora en mi ausencia, trabajad por vuestra salvación con temor y temblor, porque es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor (Flp 2,12-13; cf. 2Co 7,1).
El temor de Dios, lejos de ser algo negativo, se convierte en fidelidad a Dios, en sabiduría, en camino de salvación e incluso en amor.
Pues bien: temed al Señor; servidle con toda sinceridad; quitad de en medio los dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del Río y en Egipto; y servid al Señor (Jos 24,14).
El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor (Pro 1,7).
Pedro tomó la palabra y dijo: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10,34-35).
Estos son los preceptos, los mandatos y decretos que el Señor, vuestro Dios, me mandó enseñaros para que los cumpláis en la tierra en cuya posesión vais a entrar, a fin de que temas al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos, observando todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días […] Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,1-2.5).
Es cierto que el amor elimina el temor, pero no cualquier amor:
No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor (1Jn 4,18).
Ciertamente hay un grado de amor en el que la confianza es tal que ya no hay temor al infierno. Pero mientras no se ha alcanzado ese grado de amor y de abandono, sigue siendo necesario el temor al infierno, de sobra justificado para los pecadores y para los que están en proceso de conversión (y no como una amenaza de mentirijillas).
Los propios pecadores están invitados a la Salvación y a la confianza temblorosa de aquellos que, según la palabra de Teresa de Ávila, todavía deben temer el infierno porque no están suficientemente avanzados para vivir de puro amor y confianza ciega, como Teresa del Niño Jesús y la Virgen […]
No obstante, los pecadores que se convierten, y aún menos los que no se convierten, no pueden entender el secreto de la confianza que no teme ya. Hay que predicarles el infierno, hay que darles miedo como el Cura de Ars no dejaba de hacer, ni los predicadores de la Edad Media, aún menos los Padres de la Iglesia. Creemos que todo esto está superado hoy día, y no dejo de ver en ello una hermosa trampa del demonio. ¿Que predicación tendría la mínima ocasión de convertir a los verdugos nazis? Se me dirá que se reirían del infierno. ¡Estad seguros de que se ríen todavía más de los derechos del hombre! ¿Los traficantes de droga, los explotadores de niños y de carne humana, las mafias, pueden entender otro discurso?
Es tanto más grave callarse cuando algunos tienen la fe católica. Rechazamos proclamar la única verdad que tendría una ínfima posibilidad de sacudirles, de arrancarles precisamente del infierno hacia el que ruedan, mientras envían al Cielo a sus víctimas (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Temor y confianza)85.
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Lo cierto, lo que salta a la vista, es que la predicación de la Iglesia y del mismo Dios en la Biblia, no desdeña recurrir al temor: Dios amenaza a Israel con los peores castigos, y finalmente con el castigo eterno, si no se mantiene fiel a su Alianza. Cuando Jesús invita a los pequeños a la confianza, todavía se apoya en la ley de temor para superarla, no la deroga. «No he venido a abolir, sino a cumplir»: la confianza no sólo no deroga el temor, sino que lo cumple al superarlo, consuma su parte de verdad (Molinié, Lo elijo todo, 4, apartado La hermana Febronia)86.
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Humanamente hablando, no podemos evitar el temor. El amor perfecto destierra el temor, pero no hemos llegado hasta ahí; es un gran peligro querer ser liberado de todo temor de otro modo que por el amor perfecto. Mientras tanto, cultivemos el coraje de tener miedo (Molinié, El coraje de tener miedo, 209).
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A propósito del miedo, es preciso ver bien la diferencia entre los santos y nosotros. Los santos tienen miedo de la muerte y de lo que da la muerte, tanto o más que nosotros; pero no tienen miedo de la vida, porque no tienen miedo de Dios. Es casi la definición de un santo. Al mismo tiempo, no tienen miedo de las pruebas, porque ven en ellas la mano de Dios, en quien su confianza es ciega: y, por consiguiente, a fin de cuentas, no tienen miedo de la cruz, y de este modo no tienen miedo de nada. Tienen miedo de la muerte en sí misma, tienen miedo del demonio en sí mismo mucho más que nosotros, porque lo conocen mejor que nosotros y lo sienten mejor que nosotros; pero no tienen miedo de los enfrentamientos que Dios les propone con estas realidades, porque su confianza es fácil. Por eso llevan la cruz, mientras que nosotros la arrastramos, porque no estamos reconciliados con Dios en nuestros nervios: el peso de Dios nos aplasta en lugar de levantarnos (Molinié, El coraje de tener miedo, 117).
Por último, no conviene olvidar que, si es cierto que el Espíritu Santo elimina el temor propio de la esclavitud del que está sometido a la Antigua Alianza (cf. Rm 8,15), el temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo (cf. Is 11,2; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1831).
Los dones del Espíritu Santo son «ciertas perfecciones habituales de las potencias del alma por las que éstas se tornan dóciles a su moción»87. El don del temor de Dios no se identifica ni con el temor humano, ni con el temor servil, que todavía es compatible con la voluntad de pecar, sino con el temor «filial o casto», por el que «reverenciamos a Dios y huimos de no someternos a Él»88. Por eso, el don de temor de Dios no es contrario a la esperanza, sino que se complementa y se perfecciona con ella. Así como el temor servil, que teme el castigo del pecado, va desapareciendo con el aumento de la caridad, el don del temor, el temor filial, «debe crecer al aumentar la caridad», porque «cuanto más se ama a otro, tanto más se teme ofenderle y apartarse de él»89.
Es cierto que el don del temor no es ya el temor del infierno, pero no se puede definir sólo en función del respeto a la transcendencia de Dios90, sino también en relación con el horror al pecado, que desagrada a Dios, y al alejamiento de él. Por eso puede decirse que el don del temor de Dios comprende tres actos principales91:
- -Un fuerte sentimiento de la grandeza de Dios y, en consecuencia, un inmenso horror a ofender a su infinita majestad con el más mínimo pecado.
- -Una inmensa contrición por las faltas cometidas, por más pequeñas que sean, debida a haber ofendido a un Dios infinitamente bueno. De esa contrición surge un vivo deseo de reparación.
- -Un cuidado vigilante de huir de las ocasiones de pecado y un ardiente deseo de conocer y cumplir su voluntad.
Este don del temor de Dios está relacionado con los demás dones del Espíritu Santo, de tal manera que se apoya en ellos y los refuerza.
El don de temor tiene rango aparte entre los dones del Espíritu Santo. Su función específica hace de él el don por excelencia de la lucha contra el pecado por reverencia a Dios. Todos los demás dones le ayudan en esta función primordial: las luces de los dones contemplativos le descubren la grandeza de Dios y la significación del pecado; las directrices prácticas del don de consejo le formulan las consignas para la acción; el don de piedad le mantiene en la admiración de Dios; el don de fuerza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal.
El don de temor, a su vez, les recuerda sin cesar a los demás dones nuestra condición de pecadores, los estragos del pecado mortal o venial en la vida del espíritu, los retardamientos que producen todas nuestras imperfecciones. Él asegura nuestra sumisión total entre las manos de Dios92.
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Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El último, en orden de enumeración de estos dones, es el don del temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que «Principio del saber, es el temor de Yahveh» (Sal 110/111,10; Pr 1,7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o recordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gn 3,8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25,18.26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto de temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime; es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda majestad de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de peso» (Dn 5,27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cf. Sal 50/51,19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp 2,12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es un sentimiento arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de «permanecer» y crecer en la caridad (cf. Jn 15,4-7).
De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: «Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2Co 7,1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste «se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el «fiat» de la fe, de la obediencia y del amor (San Juan Pablo II, Ángelus del domingo 11 de junio de 1989).
La falsa confianza en los méritos
La otra forma de eludir la necesaria súplica confiada para alcanzar la salvación es mucho más antigua; tanto, que el mismo Jesús tuvo que enfrentarse con ella. En esta ocasión, no se niega la existencia del infierno, pero uno se siente definitivamente libre de él por lo que le ha dado a Dios. Se trata de la orgullosa y falsa pretensión del fariseo que convierte su oración en un ajuste de cuentas con Dios y en desprecio por los pecadores. Sin embargo, el que se siente seriamente amenazado por el infierno, el publicano pecador, suplica apelando a la misericordia. La afirmación de Jesús debió de causar una tremenda sensación entre sus oyentes, especialmente los fariseos: la oración del publicano alcanzó la salvación y la del fariseo no.
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,9-14).
Estamos ante el peligro de condenación por la falsa confianza que acecha de forma especial al hombre religioso y cumplidor, que puede apoyar su confianza en sus propios méritos. Como en el caso anterior -la negación del infierno-, lo que se busca es la seguridad ante la salvación, aunque sea por diferente camino. Pero la esperanza que ofrece esta seguridad que se apoya en los méritos también defrauda.
Los que han abandonado todo para seguir a Jesucristo se exponen a apoyarse en este don total para instalarse en una seguridad engañosa. Es lo que se hacía fácilmente en los siglos en que se creía en el pequeño número de los elegidos. La vida religiosa aparecía como una prenda de salvación que dispensaba de temer. A partir de ahí, era fácil caer en un fariseísmo tanto más odioso cuanto que condenaba a la mayoría de los hombres, dando gracias a Dios de no ser como ellos (Molinié, El coraje de tener miedo, 205).
Esta vana seguridad de los que se creen libres del infierno por sus méritos corre el riesgo de crear desesperación entre los que no los tienen. Y ése no es el mensaje del Evangelio.
Los que se declaran cristianos sólo tienen dos maneras de escapar a esto: Proclamar el dogma del infierno declarándolo ciertamente temible, pero conforme a la Justicia de Dios. El que sea fiel no tendrá nada que temer. Esta actitud no es la de la Iglesia, es fácil comprobarlo ante los santos, ante Jesús en la Agonía, y finalmente ante el Corazón de Dios como los místicos lo han presentido. Por otra parte, tal tranquilidad corre peligro de engendrar en muchos la desesperación y la rebelión, como ha ocurrido varias veces en la historia. La pérdida de la fe fue en mi caso un ejemplo menor y discreto de una rebelión de este género. No concibiendo otra presentación del dogma, no pude soportarlo. Nuestros contemporáneos tampoco lo soportan, pero se deshacen (o más bien se les dispensa) de este aplastamiento eliminando el infierno del interior mismo de la fe… que es el segundo método posible (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma)93.
Sin duda, la santa carmelita de Lisieux, que nos ha ayudado a comprender la importancia de la confianza, es muy contundente ante la tentación de apoyarse en los propios méritos, que se convierte en un veneno que mata la confianza.
Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, son las riquezas espirituales las que hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande… […] Sí, Jesús dijo: «Padre, aparta de mí este cáliz». Hermana querida, ¿cómo puedes decir, después de esto, que mis deseos son la señal de mi amor…? No, yo sé muy bien que no es esto, en modo alguno, lo que le agrada a Dios en mi pobre alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… Este es mi único tesoro.(Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 197, a sor María del Sagrado Corazón).
Ni siquiera el saberse libre de pecado, como le manifestó su confesor, es para ella motivo de seguridad para alcanzar el cielo.
Es cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él por la confianza y el amor (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº-37rº).
Su confianza se apoya sólo en su pobreza y en la misericordia de Dios.
Toda su confianza reside en su debilidad, y no puede quebrarse porque, le ocurra lo que le ocurra, sólo quiere ver en ello la mano de Jesús… (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 55, a sor Inés de Jesús).
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Sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos -que no tengo ninguno-, sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas. Sólo él, contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 32rº).
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No puedo apoyarme en nada, en ninguna de mis obras, para tener confianza. Por ejemplo, me habría gustado poder decirme a mí misma: he cumplido con todos mis oficios de difuntos. Pero esta pobreza fue para mí una verdadera luz, una verdadera gracia. Pensé que en toda mi vida nunca había podido pagar una sola de mis deudas para con Dios, pero que, si quería, esto podía ser para mí una verdadera riqueza y una fuerza. Y entonces hice esta oración: Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio; pero hazlo a lo Dios, para que de ese modo sea infinitamente mejor que si yo hubiese rezado mis oficios de difuntos. Y me acordé con gran dulzura de estas palabras del cántico de san Juan de la Cruz: «Y toda deuda paga». Yo siempre las había aplicado al amor… Sé que esta gracia no se puede expresar con palabras… ¡Es demasiado exquisita para ello! ¡Se siente una paz tan grande al saberse uno tan absolutamente pobre y al no contar más que con Dios! (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 6.8.4).
Por eso, en su Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso, afirma con toda claridad que lo que quiere presentar a Dios no son unas manos llenas de méritos, sino las manos vacías, con toda confianza, para recibir la plenitud del amor divino en el cielo.
En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío… (Santa Teresa del Niño Jesús, Oración 6)94.
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Le decía yo: -«¡Ay, yo no tendré nada que dar a Dios a mi muerte: tengo las manos vacías! Y eso me entristece mucho». -«Claro, tú no eres como “el bebé” (algunas veces se daba a sí misma este nombre), que sin embargo se encuentra también en esas mismas condiciones… Aunque yo hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un “siervo inútil”; y eso es precisamente lo que constituye mi alegría, pues, al no tener nada, lo recibiré todo de Dios» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 23.6).
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Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: «Traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno según sus obras», me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme «según mis obras»… Pues bien, me pagará «según sus propias obras…» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 15.5.1).
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Es terriblemente grave resistirse a ese amor o no corresponderle (es la amenaza del infierno); pero es igualmente grave suponer que le damos algo, darse importancia porque arrojamos nuestro cuerpo a las llamas o repartimos nuestros bienes con los pobres: todo eso no es nada sin la caridad, y la caridad no es nada al lado de la caridad trinitaria de la cual es el eco. ¡Ay de aquellos que no corresponden, pero ay también de los que pretenden dar algo porque creen corresponder! La criatura tiene un valor infinito pero ninguna importancia, y el orgullo que se da importancia es tan grave como la negativa de los invitados al banquete. Teresa sabía bien que perdería todo como consecuencia del menor movimiento de ese orgullo… Los pensadores cristianos, conscientes de ser «siervos inútiles», siempre han dicho y enseñado esto: «Hazlo todo, da todo… y piensa que no has dado nada». En ese sentido, san Agustín exclama: «¡Cuándo coronas nuestros méritos, coronas tus propios dones!» (Molinié, Lo elijo todo, 7, apartado El mensaje)95.
En consecuencia, necesitamos renunciar a apoyarnos en nosotros mismos, aunque se trate de lo que Dios nos ha dado.
Es muy, difícil, en efecto, no apoyarse en las pruebas de la misericordia de Dios, las que Él nos ha dado ya: nuestra propia virtud, nuestros esfuerzos y nuestros sacrificios, o incluso tal acto de confianza ya hecho («he confiado, estoy cubierto»). Para que nuestra esperanza se purifique, será necesario que abandone todos estos apoyos… (Molinié, El coraje de tener miedo, 205-206).
No se trata de eliminar las prácticas tradicionales que encierran una promesa de salvación, sino de aprovecharlas; no para eliminar la necesaria confianza, sino para realizar un acto de confianza que necesariamente tiene que crecer y ser purificado para que terminemos apoyando nuestra confianza sólo en Dios.
Para reforzar nuestra seguridad, se recurría fácilmente en otro tiempo a signos como el primer viernes de mes, el escapulario de la Virgen del Carmen, etc. (sin hablar de las indulgencias). Nos equivocamos al despreciar estas cosas, porque nos equivocamos siempre que despreciamos cualquier cosa (ni una sola gota de desprecio entrará en el cielo). Por de pronto, puesto que en estas prácticas hay algo más que la idea de meterse en el bolsillo una reserva para el cielo, tenemos en ellas un acto de confianza que se encarna apoyándose en un signo…, y eso no está tan mal (ver la historia de Naamán el Sirio).
Pero ¿cuál es nuestra roca, nuestro punto de apoyo supremo? ¿La bondad de Dios, o una promesa precisa a la que nos aferramos? No hay que hacerse propietario, ni siquiera de la promesa. Si intentamos encerrar a Dios en su promesa o en su palabra, abandonamos el clima en que se da para entrar en el clima en que se posee. Para evitar esto Dios parece a veces negar sus promesas.
Y, sin embargo, es bueno, aun cuando no sea puro, apoyarse firmemente en la promesa de Dios. Esta promesa no será vana: si creemos en ella, incluso en propietario, podemos tener la certeza -digo la certeza- de que Dios nos agarrará y nos enseñará un día a poner nuestra confianza en Él, más allá de toda promesa (Molinié, El coraje de tener miedo, 206).
Por eso son necesarias las purificaciones de las que habla san Juan de la Cruz, que nos llevan a eliminar esos apoyos, aunque sean buenos y necesarios en un determinado momento del proceso espiritual96. La confianza se alcanza pasando por la noche de la fe que elimina todo apoyo que no sea Dios. Por medio de esa bendita noche Dios purifica a fondo nuestra confianza haciéndonos pasar por el vértigo de perder los apoyos que nos aseguraban la salvación. El que no quiere aceptar este vértigo y busca apoyarse de nuevo en lo que le daba seguridad no alcanzará la plena confianza.
Todas las impurezas espirituales se reducen a eso: apoyarse en otra cosa. He ahí por qué son necesarios el trabajo del Espíritu Santo y las purificaciones pasivas. Dios no puede invadirnos si no le acogemos por la confianza: la única respuesta adecuada a las invasiones del amor. Estas invasiones contrarían necesariamente los falsos movimientos por los que nos apoyamos en otra cosa […] Hace falta, pues, que ella [la misericordia] corte los lazos que nos unen a un apoyo visible. Cada vez que lo hace, vemos que nada nos garantiza la salvación, no tenemos más garantía a este respecto que Judas. No sabiendo a qué agarrarnos, la desesperación nos acecha. Entonces Dios obra dulcemente y va quitando uno por uno todos nuestros apoyos, al mismo tiempo que nos da un movimiento correspondiente de confianza, que se hace en la noche. No hay, pues, que extrañarse de que haya cosas que nos desconcierten… (Molinié, El coraje de tener miedo, 207).
Si por medio de las prácticas tradicionales aludidas vamos ejerciendo la confianza, en vez de eliminarla con una vana seguridad, Dios nos ayudará a purificar y acrecentar esa confianza hasta que lleguemos a confiar sólo en él.
Dicho de otra manera, estemos seguros de que si tenemos confianza, Dios nos dará confianza: nos pondrá en ese estado en que no existe más que confianza. Sólo hay que ayudarle a ello aceptando eliminar lo más posible los movimientos por los que nos apoyamos en otra cosa (Molinié, El coraje de tener miedo, 206-207).
Lejos de la ilusoria pretensión de alcanzar la seguridad de la salvación por medio de una serie de actos o méritos nuestros, la verdadera esperanza de la salvación se alcanza con frecuencia pasando por perder la esperanza en nosotros mismos y en lo que nosotros podemos realizar. Es más, sin pasar por esa desesperanza purificadora no hay verdadera esperanza.
Solo se llega a la esperanza a través de la verdad y a costa de muchos esfuerzos. Para encontrar la esperanza hay que ir más allá de la desesperanza. Cuando llegamos al final de la noche nos encontramos con un nuevo amanecer97.
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Es, a menudo, un sobresalto de desesperación quien nos arroja en la confianza ciega. Teresa decía: «¡Cuánto hay que rezar por los agonizantes! Si se supiera…», simplemente porque los agonizantes están en la realidad. Ellos ven que todo está perdido, si no reciben una misericordia que nada garantiza. Hay que acostumbrarse, en la vida, a padecer algunas agonías de este tipo: si no, el paso de la ilusión a la confianza verdadera, siempre penoso, se hará terrible (Molinié, El coraje de tener miedo, 208).
Para no pasar del fariseísmo a un espiritualismo que elimina las virtudes y los sacrificios, puede resultar luminoso recordar que la santa de la confianza, la que quiere presentarse ante Dios con las manos vacías, no deja de ofrecer a Dios todos los sacrificios a su alcance con una fidelidad y generosidad edificante. Pero la motivación es muy distinta a la de acumular méritos para asegurar la salvación.
Comprendí que en la perfección había muchos grados, y que cada alma era libre de responder a las invitaciones del Señor y de hacer poco o mucho por él, en una palabra, de escoger entre los sacrificios que él nos pide. Entonces, como en los días de mi niñez, exclamé: «Dios mío, yo lo escojo todo. No quiero ser santa a medias, no me asusta sufrir por ti, sólo me asusta una cosa: conservar mi voluntad. Tómala, ¡pues “yo escojo todo” lo que tú quieres…!» (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 10rº-10vº).
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En efecto, los directores hacen progresar en la perfección a base de un gran número de actos de virtud, y tienen razón; pero mi director, que es Jesús, no me enseña a llevar la cuenta de mis actos, él me enseña a hacerlo todo por amor, a no negarle nada, a estar contenta cuando él me ofrece una ocasión de demostrarle que le amo; pero esto se hace en la paz, en el abandono, es Jesús quien lo hace todo y yo no hago nada (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 142, a Celina).
Podemos comprobar que, con esa generosidad en la entrega, la santa carmelita no intenta ganar méritos que destruirían la confianza, sino expresar el amor agradecido a Dios y, en todo caso, ofrecer esos sacrificios por los pecadores.
Yo lo he visto por experiencia: cuando no siento nada, cuando soy INCAPAZ de orar y de practicar la virtud, entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús más que el dominio del mundo e incluso que el martirio soportado con generosidad. Por ejemplo, una sonrisa, una palabra amable cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado, etc., etc. ¿Comprendes, Celina querida? No es para labrar mi corona, para ganar méritos, es por agradar a Jesús… Cuando no tengo ocasiones, quiero al menos decirle muchas veces que le amo (Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 143, a Celina).
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-«Mamá, tienes que leerme la carta que has recibido para mí. No quise pedírtela durante la oración, para prepararme para la comunión de mañana y porque no está permitido». (Era durante la recreación).
Y al ver que yo cogía el lápiz para escribirlo:
-«¿Perderé acaso el mérito por habértelo dicho y por escribirlo tú?»
-«¿O sea, que quieres adquirir méritos?»
-«Sí, pero no para mí: para los pobres pecadores, por las necesidades de toda la Iglesia, en una palabra, para arrojar flores a todo el mundo, a justos y a pecadores» (Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 18.8.3).
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Yo le decía que una cierta musiquilla de santa Marta le había dado ocasión de merecer. Y me contestó enseguida: «¡Nada de merecer! Dar gusto a Dios… Si hubiese atesorado méritos, habría perdido muy pronto la esperanza» (Santa Teresa del Niño Jesús, Últimas palabras recogidas por sor María del Sagrado Corazón, 29 de julio).
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No quiero acumular méritos para el cielo, quiero trabajar sólo por tu amor, con el único fin de agradarte, de consolar a tu Sagrado Corazón y de salvar almas que te amen eternamente (Santa Teresa del Niño Jesús, Oración 6, Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso).
La olvidada petición de la perseverancia final
Del mismo modo que los que cierran los ojos para no ver la posibilidad de la condenación se olvidan del temor de Dios, los que intentan asegurar su salvación en los propios méritos se olvidan de la petición de la perseverancia final que anida en el corazón de los santos, precisamente porque, a pesar de su fidelidad, no tienen garantizada la confianza final que es necesaria para salvarse.
El concilio de Trento afirmó con toda rotundidad que el hombre que ha sido justificado necesita un especial auxilio de Dios para perseverar en la gracia recibida (cf. Dz 832) y que, salvo que se haya recibido una especial revelación, no se puede saber con absoluta certeza si tendrá «aquel grande don de la perseverancia hasta el fin» (cf. Dz 832). Por lo tanto, también el cristiano fiel, el que camina hacia la santidad, necesita la súplica intensa y confiada del que no tiene garantizada la salvación.
Por la oración podemos obtener de Dios incluso aquello que no merecemos, pues Dios oye también a los pecadores que le piden perdón, aunque no lo merezcan […] Lo mismo sucede con el don de la perseverancia: pidiéndolo a Dios se lo obtiene para sí o para otro, aunque no sea objeto de merecimiento98.
Al final, además de reconocer que todo el bien que haya podido realizar es una gracia de Dios, deberá apoyarse en la confianza y sólo en la confianza. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, es necesaria la oración por la perseverancia final, una oración que debe ser confiada.
El Espíritu Santo trata de despertamos continuamente a esta vigilancia (cf. 1Co 16,13; Col 4,2; 1Ts 5,6; 1P 5,8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16, 15) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2849).
Al decir: «No nos dejes caer en la tentación», pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2863).
Los hijos de nuestra madre la Santa Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf. Cc. de Trento: DS 1576) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2016).
Para los que quieren seguridades, y seguridades en sí mismos, esta doctrina de la necesidad de la gracia final que permite realizar el acto definitivo de entrega y confianza en el momento de la muerte resulta inquietante y descorazonadora. Pero realmente se trata de una doctrina reconfortante para el que ha sabido permanecer en la confianza en Dios a lo largo de su existencia.
En un pasaje célebre de Ezequiel, dice Dios: «¿Si el justo que ha observado mis leyes toda su vida se vuelve atrás en el último momento y lo manda todo a paseo, se salvará? No, no se salvará, no me acordaré de sus buenas obras; es su rebeldía final la que contará. Si, por el contrario, el malo se convierte en el último momento, se salvará: no me acordaré ya de sus malas acciones y lo acogeré». La Iglesia se basa en este texto para enseñar que lo esencial es la perseverancia final, la impenitencia final… o la conversión final.
Entonces imaginaos el siguiente dialogo:
-Señor, te doy mi libertad, aquí esta. ¿Hace falta que la mantenga hasta el final?
-Sí, eso es, es el último momento el que cuenta, la rúbrica que pondrá término a tu existencia.
-Bueno, la mantendré hasta el final, te lo prometo, nadie me lo impedirá.
-¡Insensato, no tienes ningún poder sobre el último acto de tu vida! Desde luego, si me escuchas habrá en ti una inclinación cada vez más fuerte hacia el Bien, un peso de amor cada vez más profundo; pero hasta el final tú permaneces libre, y el demonio puede tentar esta libertad en el último momento para arrastrarla hacia la desesperación o la rebeldía. El peso de tu amor por mí, los méritos acumulados a lo largo de los días están lejos de ser despreciables… pero te quedará siempre un pequeño margen de libertad, una posible tentación de renegar de todo.
Villon decía: «¡Quiero vivir y morir en esta fe!» Para morir en el amor de Dios no es suficiente con vivir en el amor de Dios, aunque esto sea muy importante. Hay que hacer un último acto sobre el que no tenemos hoy ninguna influencia. ¿Qué garantía podemos tener sobre esto? ¿Decir «quiero»? ¡Qué ilusión! Sólo Dios nos ofrece la respuesta: «Si crees que soy más fuerte que tu libertad, por supuesto que esto es abrumador para tu inteligencia, pero por lo menos puedes hacer algo: puedes suplicarme que tenga piedad de ti en la hora de tu muerte, pedirme la perseverancia final… y yo te prometo que te la daré».
No creo que os puedan ofrecer en este mundo una doctrina más tranquilizadora y más tónica. Os pueden asegurar más, pero adormeciéndoos, no estimulándoos…
Por otra parte, la misma oración que os sugiero es considerada por los santos y por la Iglesia como un signo de predestinación; absolutamente el único que no engaña (Molinié, Adoración o desesperación, nº 35)99.
NOTAS
- Recuérdese lo dicho en el apartado La única tarea del tema «Dejarse hacer», y en el apartado La respuesta: dejarnos hacer del tema «La vida trinitaria y el espíritu de infancia».
- Se puede comprobar el papel de la confianza en este proceso de purificación y conversión en el apartado Nuestra libertad cuenta del tema «Purificarnos para la invasión de Dios», en los apartados Aceptar el tratamiento, ¿Qué podemos hacer durante la purificación pasiva? del tema «La batalla contra el orgullo del hombre viejo», y en el apartado Los elementos del proceso del tema «Las etapas de un combate». Baste, por el momento, con recordar el papel de la confianza en el proceso de purificación con algunas de las citas mencionadas en esos apartados: «Se me dirá: “Pero entonces, ¿no se colabora nunca con la gracia?” Sí, pero en la medida de nuestra confianza y de nuestra caridad» (M.-D. Molinié, El coraje de tener miedo. Variaciones sobre espiritualidad, Madrid 1979 (Paulinas, 2ª ed.), 103); «En cuanto hemos firmado este pacto con Dios para que vaya hasta el final, estamos salvados […] En cuanto hemos firmado nuestra hoja de hospitalización, “la Casa se encarga de todo”; en definitiva, no hay más que tener confianza» (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 7, apartado La cruz de Cristo y nuestra cruz: M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis. La douceur de n’être rien, Paris 2004 (Téqui), 1, 154-155; cf. Molinié, El coraje de tener miedo, 181-182).
- Puede volverse a leer a este respecto el apartado ¿Cuál es el secreto del Evangelio? del tema «El secreto del Evangelio», en el que se explica con detalle la necesidad absoluta de la confianza para hacernos como niños y entrar en el reino de los cielos.
- Podría pensarse, con razón, que la humildad y la fe son elementos esenciales del espíritu de infancia, pero no se debe olvidar, como vimos en su momento, la relación entre la fe, la humildad y la confianza: «El espíritu de fe está en los antípodas de la obstinación, pues declara la desviación de nuestro juicio en favor de la confianza en otro. Lo importante en la fe no es tal o cual verdad (de la que podemos siempre apoderarnos para devenir heréticos), sino la flexibilidad inenarrable de la adhesión. Es necesario que se cumpla en todo momento este movimiento de la fe: es preciso renunciar a comprender a todas las escalas, para comprender según una luz que Dios nos dará. La fe es la preferencia permanente dada a una luz distinta de la nuestra» (Molinié, El coraje de tener miedo, 97-98); «La esencia de la conversión es el paso del orgullo a la humildad: no la humildad de la sabiduría que se reconoce poca cosa, sino la del amor que inspira confianza en la Misericordia […] No podemos condenarnos sin rechazar la humildad» (Molinié, Que mi alegría permanezca, II, 4, apartado La conversión permanente:M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, X, Que ma joie demeure, Paris 2001 (Téqui), 81-82).
- Véase la enseñanza de la santa doctora carmelita en el apartado de este mismo tema La falsa confianza en los méritos.
- C. S. Lewis, El problema del dolor, Madrid 2016(Rialp, 11ª ed.), 62.
- Se puede profundizar en esta opción necesaria con el tema «La ley y la gracia».
- Al sostener la existencia del infierno no planteamos cielo e infierno, salvación y condenación, como dos realidades del mismo rango, que Dios crea para el hombre: «El desarrollo de nuestro tema, ha de sortear dos tentaciones: la de considerar la muerte eterna como una verdad de rango idéntico a la de la vida eterna (simetría absoluta de una historia que puede ser de salvación o de condenación) y la de entropizar toda posibilidad real de condenación a favor de una salvación sin excepciones (asimetría absoluta de la historia, o tesis de la apocatástasis)» (J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana, Santander 1986 (Sal Terrae, 3ª ed.), 252). «Cristo es en primer lugar el que nos abre el Cielo, antes incluso de ser el que nos salva del infierno y del pecado: pues el infierno y el pecado se definen con relación al Cielo, y no al contrario. Y si no deseamos el Cielo a través del rostro de Cristo, no comprenderemos nada de lo que sigue, por lo menos no como la Iglesia. La Tradición subjetiva de la Iglesia parte del Cielo, para descubrir el miedo al infierno y redescubrir a Cristo como Salvador» (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 28: M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 184).
- Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 252. También para Molinié, el dogma del infierno supuso en una etapa de su vida una realidad incompatible con la misericordia de Dios: «Hacia la edad de quince años perdí la fe a causa del dogma del infierno. La volví a encontrar diez años más tarde, y se puede preguntar cómo he “resuelto” el problema que me había alejado de Dios. Durante mucho tiempo no me sentí capaz de responder a esta pregunta. La he rumiado mucho, puedo decir que la he rumiado toda mi vida y que la rumio todavía […] Debo reconocer pues que esta cuestión ha atormentado toda mi vida, mi vida personal y mi vida de predicador» (Molinié, El cara a cara en la noche, Introducción: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit. Méditation sur le mystère du mal, Paris 2000 (Téqui), 5). A pesar de esta dificultad, Molinié siempre se negó a las falsas soluciones: «Por otra parte, ¿habría aceptado el liberalismo doctrinal, el ambiente ultraliberal y relativista de hoy? No lo creo. Cuando no quería ser cristiano, no pedía a los cristianos estar a la mitad, quería que lo fueran integra y rigurosamente, diría hoy “integristamente”…, al pie de la letra, yo que en mi corazón jamás fui integrista. Pero quería que el problema permaneciera íntegro, el problema planteado por la existencia de Dios, el Evangelio, la Revelación del Cielo y del infierno. Este problema era insoluble, de acuerdo. Quería que quedara insoluble y no habría aceptado las soluciones acomodaticias que proliferan hoy […] De esta forma, el aplastamiento ante el misterio del infierno quedó intacto después de mi conversión: sencillamente ya dejé de rechazarlo. Habiendo aceptado no entender nada, acepté no comprender la coexistencia del Amor infinito con este horror eterno. Solamente así encontré la Paz. Encontré la Paz pero tuve miedo del infierno. Vine a la Iglesia empujado por el amor, el presentimiento del Cielo y el deseo de la vida religiosa (vida de oración, vida fraternal y vida regulada); el miedo no jugó ningún papel en mi conversión. Después, ¡fue otra historia!» (Molinié, El cara a cara en la noche, II, apartado Mi conversión: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 36-37.42). El «problema» del infierno le acompañó durante toda su vida: «No sé cómo hace Dios para ser feliz frente al infierno, pero acepto aprenderlo progresivamente. En la primera hora de mi conversión comencé aceptando experimentar la alegría de amar a Dios sin exigir previamente, como había hecho durante mucho tiempo, la desaparición del infierno» (Molinié, Quién comprenderá el corazón de Dios, 10,2, apartado El mandamiento nuevo: M.-D. Molinié, Qui comprendra le coeur de Dieu?, Paris 1994 (Saint-Paul), 171). «La pérdida de la fe me había ahorrado el miedo al infierno, pero regresó con fuerza después de mi conversión. No era bueno, no estaba de acuerdo con la psicología de la Virgen, de la Iglesia y de los santos. Luché como pude, multipliqué los actos de confianza, posiblemente mucho más que las personas que no soportan mi predicación. Sin este miedo, posiblemente habría estado menos abocado a tales actos en cierta manera desesperados, necesitaba multiplicarlos para sobrevivir. No oso compararlos con los actos de fe realizados por Teresa por la más fuerte de sus dudas contra la fe, si no es en cantidad… He resistido cada día a la tentación de la desesperación, con el demonio susurrándome en los pasillos “¿Para qué?, abandona, ¡sabes bien que estás perdido!”» (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado Temor y confianza: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 24-25).
- «Nuestros contemporáneos tampoco lo soportan [el dogma del infierno], pero se deshacen (o más bien se les dispensa) de este aplastamiento eliminando el infierno del interior mismo de la fe… que es el segundo método posible. Este método se adopta universalmente hoy, con toda clase de variantes que constituyen un verdadero abanico. Unos niegan decididamente la existencia del infierno; sería el fruto de una mentalidad anticuada, etc. Otros manifiestan que el infierno está vacío, sea absolutamente, sea no dejando más que a los demonios. Otros en fin sienten que los hombres también pueden ser reprobados; esperan que Dios no lo haya dicho todo, reservándonos la sorpresa de un “apocatástasis” al modo de Orígenes» (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 14).
- «Ninguna consideración sobre el escaso número de los réprobos me habría podido apaciguar. Incluso vaciando el infierno de todos los humanos para no dejar más que a los demonios, no hubiera arreglado nada, en mi espíritu los ángeles son tan concretos como los hombres. Sobre todo, no se trataba tanto de los hombres o de los ángeles, sino de Dios. En este caso un solo condenado, aunque sea Lucifer, era incompatible con el Amor infinito. ¿Cómo este Amor podría aceptar el infierno? ¿Cómo podía Dios ser feliz contemplando ese horror eterno? A este nivel, la cuestión era tan neurálgica y mortal con un solo réprobo que con mil millones, con los ángeles que con los hombres» (Molinié, El cara a cara en la noche, I, El infierno: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 12-13).
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, II, 182.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir. Une catéchèse pour les jeunes… et les autres, Chambray 1989 (C.L.D.), 34.
- Cf. L. Dixon, The Other Side of the Good News, Wheaton 1992 (Victor Books), 13.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 34.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, I, 197-198.
- «La Iglesia, y no yo, siempre ha pensado que el infierno existe. La Iglesia, y no yo, siempre ha pensado que ancho es el camino que lleva a la perdición, y muchos los que entran en él. La Iglesia, y no yo, siempre ha tenido la angustia de la salvación de las almas y el instinto de gritar a los que van hacia su perdición: “¡Deteneos antes de que sea demasiado tarde!”, preguntando a Dios como santo Domingo: “¿Qué será de los pecadores?” La Iglesia, y no yo, ha predicado el amor a los que tienen oídos para oír; pero ha predicado el miedo a los duros de mollera que se niegan a escuchar la llamada de Dios» (Molinié, Cartas a sus amigos, nº 32: M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, II, 241).
- Podría añadirse el testimonio de la lex orandi que cita el n. 1037 del Catecismo: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» (Misal Romano, Canon Romano).
- «Todos los esfuerzos para atenuar, endulzar, disolver, arreglar a la moda moderna el dogma del infierno me habrían dejado perfectamente insensible. Mi rechazo no iba al detalle, no quería ni un miligramo de infierno. Exigía, no una atenuación o una relativización, sino la desaparición pura y simple, absoluta, rigurosa, de este dogma. Solo la pérdida de la fe podía ofrecérmela; pérdida aparente quizás, pero muy radical. Por eso, una vez convertido, he encontrado ridículos los esfuerzos realizados para acomodar este misterio abrumador a la debilidad humana» (Molinié, El cara a cara en la noche, I, apartado El dogma: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 13).
- C. S. Lewis, El problema del dolor, 75.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 37.
- M.-D. Molinié, El combate de Jacob. ¿Podemos vivir con Dios? ¿Podemos vivir sin Dios?, Madrid 2011 (San Pablo), 104-105.
- Lewis, El problema del dolor, 76.
- En este sentido, santa Teresa del Niño Jesús, quiere vaciar el infierno, pero porque cree firmemente en él: «Escucha continuamente el grito de Jesús: “Tengo sed”, que enciende en ella un ardor desconocido y muy vivo. Se siente devorada por la sed de almas. En este grado de intensidad es algo nuevo, es el propio de los esponsales. Sin embargo, no es más que un inicio, no piensa todavía en los sacerdotes sino en los pecadores: “Ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno…” [Cuaderno amarillo, 3.8.2]. Esto prueba, de paso, que ella creía en el fuego eterno. En sus más locos deseos, Teresa desea vaciar el infierno, pero cree en ello con solidez» (Molinié, Lo elijo todo, 2, apartado La mañana: M.-D. Molinié, Je choisis tout. La vie et le message de Thérèse de Lisieux, Chambray-lès-Tours 1992 (CLD), 49-50). «Al final de ese mismo billete [Oración 2, billete de su profesión], en su audaz súplica respecto al infierno, no pide que esté vacío, sino únicamente “que yo salve muchas almas, que hoy no se condene ni una sola y que todas las almas del purgatorio alcancen la salvación”. Súplica relativamente moderada, sin embargo Teresa añade: “Jesús, perdóname si digo cosas que no debiera decir”» (Molinié, Lo elijo todo, 4, apartado La profesión: M.-D. Molinié, Je choisis tout, 85-86). «La impureza de las almas que no saben escuchar esta llamada las expone a los terrores que esgrimen ciertos predicadores, y tras ellos el demonio, a propósito del infierno y del purgatorio; terrores perfectamente fundados cuando se sale de este camino de pobreza absoluta, y de los que, en ese caso, sólo pueden librarnos las noches de san Juan de la Cruz. Teresa sabía algo de eso, había sentido pasar cerca la bala del cañón, siempre rechazó dejarse tranquilizar respecto al infierno o incluso al purgatorio como hacemos hoy, porque oía la llamada de un camino y una bienaventuranza distinta a las que consisten en temer como Teresa de Ávila o tranquilizarse como los modernos» (Molinié, Lo elijo todo, 5, apartado El mensaje teresiano: M.-D. Molinié, Je choisis tout, 129). «[Teresa] No come a la mesa de los pecadores descompuestos por una naturaleza caída y vicios múltiples, sino a la del que está “manchado” pura y simplemente por la negativa a creer: la más tenebrosa, la más satánica. No se trata de tranquilizar a los otros, sino de ver cómo ella toma en serio la amenaza del infierno para aquellos que prefieren las tinieblas a la luz: en su nombre clama incansablemente “¡Señor, ten piedad de nosotros!”. Si el infierno no existiera, si la negativa a creer no tuviera una dimensión de apostasía demoníaca, toda esta historia no tendría en rigor ningún sentido, y merecería ser devuelta a los telares de un teatro de mal melodrama y de neurosis» (Molinié, Lo elijo todo, 6, apartado La gran prueba: M.-D. Molinié, Je choisis tout, 157).
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 29.
- Véase el texto citado en la nota 59.
- «Cuando el imperio de Satanás se desencadena -y cada vez que se desencadena-, es necesario un nuevo auxilio de Dios: “Satanás ha exigido cribaros como al trigo.” Los que comprenden esto piden auxilio, buscan el rostro de Dios y, a fuerza de suplicar, lo encuentran. Los que, por el contrario, se dejan ilusionar por el optimismo no son empujados por la angustia a buscar el rostro de Cristo. Resultado: el encuentro con Dios no tiene lugar, porque se pierde la costumbre de pedir auxilio» (Molinié, El coraje de tener miedo, 210-211).
- Esta súplica no termina con la petición humilde de ser salvados del infierno: «Aceptar (sin comprender bien por qué) que tenemos que suplicar para llevar una vida simplemente humana y recibir el pan de cada día que permite escapar al infierno es penetrar oscuramente en la actitud necesaria para soportar el desamparo más profundo aún de estar a la puerta de la gloria. Desamparo que es precisamente la disposición penúltima (casi última) para el abatimiento supremo de la entrada en la gloria. Toda la educación ofrecida al pueblo judío le enseñaba a suplicar para entrar o permanecer en la Tierra Prometida, a fin de prepararle a suplicar más profundamente aún para entrar en el Reino de los Cielos» (Molinié, El buen ladrón, primera parte, capítulo 2,2:M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, VIII, Le Bon Larron et les stigmates, Paris 2001 (Téqui), 88-89).
- Hay que recordar el vínculo que existe entre los dogmas, de modo que la negación de alguno de ellos, aunque no esté en el núcleo de la fe, lleva a la negación o perversión de los otros (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 90).
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 14-15.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, III, 199.
- Cf. Molinié, El coraje de tener miedo, 201. Más adelante califica a esta falsa seguridad como «perezosa e indolente» (p. 205), que se opone a la «seguridad de los pobres», la que se basa sólo en la confianza en la misericordia, no en una salvación automática.
- «-Uno de sus libros se titula “El coraje de tener miedo”. ¿Miedo de qué?, pues creer es no tener miedo. –El coraje de mirar a la cara lo que debe darnos miedo según el Evangelio: “Temed lo que puede perder vuestra alma”. El coraje de creer en el infierno. Los cristianos no soportan ya este dogma porque rechazan tener confianza, exigen garantías y seguridades. Hace falta no confundir la confianza teologal con el optimismo. La condición de la verdadera confianza es tener miedo […] -¿Qué puede salvar del miedo? -La humildad. Mirar a Cristo, y sólo a él. Nos ha dicho: “No temáis, pequeño rebaño, yo he vencido el mundo. Si vuestra humildad acepta temer, os digo: ‘No temáis’; pero si vuestro orgullo rechaza temer, ¡temed entonces!”» (Entrevista al padre Molinié realizada por Luc Adrian, en Famille Chrétienne nº 1161, abril de 2000). «El que todavía no tiembla frente al mal y el infierno, como tembló Jesús en la agonía y María al pie de la Cruz, está en las tinieblas, cualquiera que sea su doctrina. Quien niega el infierno o quien lo proclama, si no tiembla, si no está machacado, está en las tinieblas» (Molinié, El cara a cara en la noche, Introducción: M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 10).
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 30.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, II, 198-199.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, IX, L’irruption de la gloire, Paris 2001 (Téqui), 44-45.
- «Los que no hablan del infierno preparan la revolución, ¡porque es burlarse de los pobres prometerles el Paraíso, si los ricos van a él tan fácilmente como ellos! Para anunciar el Evangelio sin hacer política (se puede hacer además, pero no para anunciar el Evangelio) hay que mirar al infierno a donde lleva la injusticia de los pudientes» (Molinié, La irrupción de la gloria, Prólogo, apartado Madre Teresa y el pecado de los ángeles: M.-D. Molinié, L’irruption de la gloire, 21). Por el contrario, plantear las verdaderas preguntas, las que atañen al destino eterno, no nos alejan de nuestra responsabilidad en este mundo: «Ejemplo de una verdadera pregunta: ¿qué seremos después de la muerte? Los cristianos y los sacerdotes ya no quieren apenas hablar de eso. Igualmente: ¿hay un infierno? Decir que lo esencial es construir un mundo mejor es exactamente lo que llamo abandonar la luz en favor de las tinieblas. A la inversa, no me desintereso de las preguntas de la mejoría de la vida humana porque me plantee las grandes preguntas. Por el contrario, las planteo del modo adecuado porque las pongo en su lugar: como problemas y no como la pregunta» (Molinié, Adoración o desesperación, nº 46: M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 258-259). Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 39.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, II, La loi et la grâce, Paris 2001 (Téqui), 135.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 39.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 18-19.
- Recogida en M.-D. Molinié, Coupable de tout pour tous. Variations sur le mystère du Salut, Feucherolles 2008 (La Nef), 25.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 36.
- G. K. Chesterton.
- Lewis, El problema del dolor, 80.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, I, Une divine blessure, Paris 2001 (Téqui), 24-25.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 38.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 35-36.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 22-23.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 23-24.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 113-114.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 16.18.19.
- Lewis, El problema del dolor, 80.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 119-120.
- En esta asunción del infierno no se debe pensar en que Jesús recibe sobre él la cólera de la justicia de Dios sobre los pecadores, sino el dolor de Dios que experimenta su misericordia: «Esto no implica cólera alguna del Padre en relación con el Hijo, ni siquiera en cuanto hombre. La identificación de Jesús con los pecadores integra evidentemente las exigencias de la Justicia, pero las supera y se sitúa completamente bajo la luz de la Misericordia. Es la Misericordia la que dice: «Mira lo que me has hecho», porque es la Misericordia la que es dolor, y no la Justicia. En esta luz que perdona y reconcilia, Dios hace sentir a Jesús el peso del pecado con el que él se identificó (a la vez por amor y carnalmente): esto no se da en un clima que condena. Algunos se equivocan aquí, porque han pensado que Jesús asumía la reprobación eterna merecida por nuestros pecados. Por lo tanto han visto en ello una obra de la Justicia misericordiosa, pero de la Justicia. Pero no basta con decir esto: lo que engulle a Jesús («me engullen las aguas de la muerte») no es sólo ni siquiera primero el infierno en su realidad física. Satanás no habría tenido ningún poder si algún bien más misterioso no hubiera pesado sobre Cristo: el peso del infierno tal como Dios lo ve. Porque sólo Dios conoce realmente el horror del infierno, y lo conoce en su Misericordia, no en su Justicia…, ya que la Misericordia es precisamente el dolor divino de ese conocimiento. Esto suponía sin duda una solidaridad sustancial con los pecadores: pero este lazo sólo podía implicar una participación imperfecta en el dolor de Dios; participación que tiene valor de castigo, por eso los autores han insistido tanto en ello. Para conocer realmente el trastorno de las entrañas del Padre, es necesario que la psicología sobre la que pesa esta solidaridad carnal, con el dolor que resulta de ella, sea abrasada y glorificada por el holocausto de la Misericordia: imperfectamente antes de Jesucristo, perfectamente a partir de él (Molinié, El buen ladrón, primer parte, capítulo 1,4, apartado La conversión y el dolor de Dios: M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 61-62). «Los latinos tienen más bien tendencia a decir que Jesús ha sufrido el castigo sin participar del pecado. Pero el castigo y el pecado no son tan fácilmente disociables, y los latinos lo han sentido suficientemente como para evocar la cólera de Dios que se abate sobre el Hijo, identificado con el género humano. Precisamente se da aquí un extremo peligroso: es preferible decir que el Verbo, al encarnarse, quiso ser una sola carne con los pecadores, y conocer de este modo una intimidad suficiente con su pecado y con el infierno como para poder escuchar: «¿Quieres tú saber lo que me has hecho?»; no en la cólera que condena, sino en el dolor que perdona, dicho de otro modo: la Misericordia» (Molinié, El buen ladrón, Nota A, apartado Cristo y la glorificación lenta: M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 220).
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, II, 170.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 68.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 27.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, III, 104.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 86-88.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, VII, La Sainte Vierge et la gloire, Paris 2001 (Téqui), 96-97.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 25-26. Aunque más adelante matiza: «En esta perspectiva, la Encarnación puede ser definida como un descenso del Verbo al infierno: no, lo repito, al infierno propiamente dicho, sino al infierno “imperfecto” de este valle de lágrimas en el que reina Satanás de cierta forma, y que está representado por las aguas del Jordán en la que Jesús quiso ser bautizado, es decir, sumergido» (Molinié, La irrupción de la gloria, II, apartado Las aguas del Jordán: M.-D. Molinié, L’irruption de la gloire, 85).
- M.-D. Molinié, Une divine blessure, 31.
- M.-D. Molinié, Une divine blessure, 27-31.
- Cf. más arriba los textos a los que se refieren las notas 61-64.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 13-14.
- M.-D. Molinié, Qui comprendra le coeur de Dieu?, 158-160.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 23.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 18.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 92.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 118-119.
- M.-D. Molinié, Le Bon Larron et les stigmates, 232.
- M.-D. Molinié, Coupable de tout pour tous, 152.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 122.
- M.-D. Molinié, Je choisis tout, 219-221.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, III, 90. Dice más adelante en la misma carta: «La locura del infierno desemboca en las tinieblas, y mi cerebro no soportará jamás esta doctrina, dejándose aplastar por ella y por la realidad del infierno, suponiendo que Dios es el primero en ser aplastado en una dulzura sin defensa ante este alarido eterno» (p. 95).
- M. Schmaus, Teología Dogmática, Madrid 1965 (Rialp, 2ª ed), VII, 430.
- M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, II, 244-245.
- M.-D. Molinié, Une divine blessure, 37.
- M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, VI, Le mystère de la Rédemption, Paris 2001 (Téqui), 285-286.
- J. A. Fitzmyer, El Evangelio según san Lucas, Madrid 1987 (Cristiandad), III, 424-425.
- W. Trilling, El Evangelio según san Mateo, Barcelona 1980 (Herder, 3ª ed.), I, 233.
- X. Léon-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 1982 (Herder, 12ª ed), 877. «El “temor de Dios” es categoría religiosa presente y operante en el Nuevo Testamento a través de bastantes textos, aun cuando a veces parezca excluirse […] El ejemplo de Jesús y de la Catequesis apostólica da seguridad de que dicho “motivo” es doctrinalmente firme, pedagógicamente apto y evangélicamente digno» (I. Gomá Civit, El evangelio según San Mateo, Barcelona 1980 (Facultad de Teología de Barcelona, 2ª ed.), I, 547).
- Léon-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, 877.
- «El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2Co 6,2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2,13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2Ts 1,10)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1041).
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 25-26.
- M.-D. Molinié, Je choisis tout, 97.
- Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 19, a. 9, tomamos la traducción de Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, III. Parte II-II (a), Madrid 1995 (BAC, 2ª ed.). El Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1830, los define como «disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo».
- Suma, II-II, q. 19, a. 9.
- Suma, II-II, q. 19, a. 10.
- Así aparece en estas definiciones, verdaderas, pero a nuestro parecer incompletas: «Cuando el Espíritu Sant hace actuar este don en las almas, éstas se sienten penetradas del sentimiento de ser criaturas de Dios, es decir, sienten ser nada por sí mismas y sienten ser participación de Dios, tener de Dios todo cuanto son […] El alma instintivamente, por lo tanto, se vuelve hacia Dios, se anonada ante Dios, adora a su Dios, se entrega a su Dios… Se ve nada ante Él, ante su grandeza infinita. La religión florece allí de manera ardorosa. Es el gran fundamento de todo el edificio de su santificación» (B. Jiménez Duque, Teología de la Mística, Madrid 1963 (BAC), 302. «El don de temor crea en el alma la actitud respetuosa y filial requerida por la trascendencia de Dios y su condición de Padre» (María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Burgos 2016 (Editorial de Espiritualidad), 358. En este sentido, debe tenerse en cuenta la advertencia de M. M. Philipon, Los Dones del Espíritu Santo, Madrid 1989 (Palabra, 3ª ed.), 327: «El don mismo de temor no puede definirse en su orientación primordial a Dios sin cierta referencia al mal. Este punto de la doctrina tiene capital importancia para una inteligencia auténtica del Espíritu de temor, sin desviarlo hacia un simple movimiento de adoración reverencial dictada por la virtud de la religión».
- Tomado de P. Sciadini¸ Temor, en E. Ancilli, Diccionario de Espiritualidad, Barcelona 1986 (Herder), III, 483-484.
- Philipon, Los Dones del Espíritu Santo, 332.
- M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit, 13-14.
- Así lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2011, que se apoya en estas palabras de santa Teresa del Niño Jesús: «La caridad de Cristo es en nosotros la fuente de todos nuestros méritos ante Dios. La gracia, uniéndonos a Cristo con un amor activo, asegura el carácter sobrenatural de nuestros actos y, por consiguiente, su mérito tanto ante Dios como ante los hombres. Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia».
- M.-D. Molinié, Je choisis tout, 179-180.
- Para profundizar en esta necesaria purificación de los medios espirituales que nos lleva a la confianza sólo en Dios y que tiene que ver con la fe como única guía en la noche del espíritu, puede verse lo dicho en los temas de esta misma sección de nuestra web La batalla contra el orgullo del hombre viejo y La etapas de un combate, y las referencias que en ellos se hacen a la doctrina de san Juan de la Cruz.
- G. Bernanos, Conferencia pronunciada en Río de Janeiro el 22 de diciembre de 1944, citado en Cardenal Robert Sarah, Se hace tarde y anochece, Madrid 2019 (Palabra), 258.
- Suma, I-II, q. 114, a. 9.
- M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 216.