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Metodología

La «lectio divina» es un modo de leer la Palabra de Dios que me permite acogerla interiormente de una manera tan viva que me lleva a la contemplación. La finalidad, pues, de la lectio es llegar al punto de especial resonancia de la Palabra que enlaza con una silenciosa acogida de ésta en sosiego contemplativo.

Como este tipo de lectura suele hacerse de forma continuada, al comenzar un capítulo o un apartado de la Escritura conviene que lo lea despacio y completamente. Luego, dependiendo del tiempo de que disponga o la importancia del texto, me detendré en los primeros versículos para hacer la lectio sobre ellos. Al día siguiente continuaré con el versículo o versículos que siguen, y así sucesivamente hasta terminar.

El orden a seguir debería asemejarse al siguiente:

Antes de empezar, me pongo en presencia de Dios y le pido que me ilumine por medio de Espíritu Santo para mostrarme internamente la luz de su Palabra. Puedo servirme de la siguiente oración:

Ven, Espíritu Santo,
y haz que resuene en mi alma la Palabra de Dios,
que se encarnó en las entrañas de María virgen
y se nos entrega en la Escritura, inspirada por ti.
Purifícame de todo pensamiento malo o inútil
así como de intereses y apegos contrarios a tu voluntad,
a fin de que busque sólo la Verdad y la Vida.
Concédeme la fe y la humildad necesarias
para que acoja dócilmente a Aquél que,
siendo la Palabra divina y eterna,
se hizo Palabra humana y temporal.
Ilumina mi entendimiento e inflama mi corazón
para que, meditando con devoción la Palabra,
la reciba con amorosa docilidad
y haga posible que habite en mi alma
y fructifique en mi vida para gloria Dios. Amén.

Luego, selecciono el pasaje concreto sobre el que voy a hacer la lectio.

1. Comienzo leyendo despacio el texto que he escogido, con la actitud y el deseo de que me «empape» interiormente e ilumine mi corazón, recogiendo las resonancias que descubro en mi interior.

2. Realizo una lectura sencilla de los materiales que me ayudan a entender el texto, fijándome especialmente en las conexiones que encuentro con las resonancias que me había ofrecido el texto sagrado.

3. Vuelvo a leer el texto, deteniéndome en aquello que ha resonado en mí, iluminándolo con los aspectos que el material me brinda para iluminar y profundizar en esas resonancias, sin preocuparme de abarcar toda la información que me ofrece dicho material de ayuda.

4. Realizo una repetición orante y gustosa de las palabras de la Escritura que Dios me va iluminando. Aquí, lo importante no es abarcarlo todo, sino continuar el proceso de la «lectio» del texto propuesto, para lo cual debo seleccionar sólo aquellos «bocados» de la Palabra que más me ayudan a acoger de forma amorosa lo que Dios me dice, sin preocuparme por agotar todo el texto bíblico ni los materiales complementarios.

5. Dejo que esas resonancias de la Palabra repetida vayan tomando forma en mi interior y susciten mi entrega generosa al Señor como respuesta amorosa al don que él me da en la Escritura.

6. Me voy sumergiendo en el amoroso diálogo iniciado, que se va simplificando a través del silencio de acogida y amorosa donación mutua, para desembocar en la contemplación de Dios y de lo que él me muestra, me regala y me pide; así me quedo largamente en el silencio de la comunión de amor que ha establecido conmigo a partir de su Palabra.

Texto bíblico

9,2 (Álef) Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
proclamando todas tus maravillas;
3 me alegro y exulto contigo,
y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo.
4 (Bet) Porque mis enemigos retrocedieron,
cayeron y perecieron ante tu rostro.
5 Defendiste mi causa y mi derecho,
sentado en tu trono como juez justo.
6 (Guímel) Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío
y borraste para siempre su apellido.
7 El enemigo acabó en ruina perpetua,
arrasaste sus ciudades y se perdió su nombre.
8 (He) Dios está sentado por siempre
en el trono que ha colocado para juzgar.
9 Él juzgará el orbe con justicia
y regirá las naciones con rectitud.
10 (Vau) Él será refugio del oprimido,
su refugio en los momentos de peligro.
11 Confiarán en ti los que conocen tu nombre,
porque no abandonas a los que te buscan.
12 (Zain) Tañed en honor del Señor, que reside en Sión;
narrad sus hazañas a los pueblos;
13 él venga la sangre,
él recuerda
y no olvida los gritos de los humildes.
14 (Jet) Piedad, Señor; mira cómo me afligen mis enemigos;
levántame del umbral de la muerte,
15 para que pueda proclamar tus alabanzas;
en las puertas de la hija de Sión
gozaré con tu salvación.
16 (Tet) Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron,
su pie quedó prendido en la red que escondieron.
17 El Señor apareció para hacer justicia,
y se enredó el malvado en sus propias acciones. (Sordina. Pausa)
18 (Yod) Vuelvan al abismo los malvados,
los pueblos que olvidan a Dios.
19 (Kaf) Él no olvida jamás al pobre,
ni la esperanza del humilde perecerá.
20 Levántate, Señor, que el hombre no triunfe:
sean juzgados los gentiles en tu presencia.
21 Señor, infúndeles terror,
y aprendan los pueblos que no son más que hombres. (Pausa)

10,1 (9,22) (Lámed) ¿Por qué te quedas lejos, Señor,
y te escondes en el momento del aprieto?
2 (23) En su soberbia el impío oprime al infeliz
y lo enreda en las intrigas que ha tramado.
3 (24) El malvado se gloría de su ambición,
el codicioso blasfema y desprecia al Señor.
4 (25) (Nun) El malvado dice con insolencia:
«No hay Dios que me pida cuentas».
5 (26) La intriga vicia siempre su conducta,
aleja de su mente tus juicios,
y desafía a sus rivales.
6 (27) Piensa: «No vacilaré,
nunca jamás seré desgraciado».
7 (28) (Pe) Su boca está llena de maldiciones, de engaños y de fraudes;
su lengua encubre maldad y opresión;
8 (29) en el zaguán se sienta al acecho,
para matar a escondidas al inocente.
9 (30) acecha en su escondrijo,
como león en su guarida,
acecha al desgraciado para robarle,
arrastrándolo a sus redes;
10 (31) se agacha y se encoge
y con violencia cae sobre el indefenso.
11 (32) Piensa: «Dios lo olvida,
se tapa la cara, no se entera».
12 (33) (Qof) Levántate, Señor, extiende tu mano,
no te olvides de los humildes.
13 (34) ¿Por qué ha de despreciar a Dios el malvado,
pensando que no le pedirá cuentas?
14 (35) (Res) Pero tú ves las penas y los trabajos,
tú miras y los tomas en tus manos.
A ti se encomienda el pobre,
tú socorres al huérfano.
15 (36) (Sin) Rómpele el brazo al malvado,
pídele cuentas de su maldad,
y que desaparezca.
16 (37) El Señor reinará eternamente,
y los gentiles desaparecerán de su tierra.
17 (38) (Tau) Señor, tú escuchas los deseos de los humildes,
les prestas oído y los animas;
18 (39) tú defiendes al huérfano y al desvalido:
que el hombre hecho de tierra no vuelva a sembrar su terror.

Lectio

Antes de adentrarme en el contenido del salmo puedo detenerme brevemente a caer en la cuenta de dos peculiaridades de este salmo, que pueden desconcertarme:

Nos encontramos por primera vez con una forma de composición que se da en algunos salmos (y en otros textos del Antiguo de Testamento), que consiste en que cada versículo o cada estrofa comienza sucesivamente por una letra del alfabeto hebreo (llamado alefato porque la primera letra es «álef»). Es como si en castellano el primer verso empezara con la «a», el segundo con la «b», el tercero con la «c» y así sucesivamente. En nuestras traducciones (y en la liturgia de las Horas) se indica poniendo entre paréntesis el nombre de la letra hebrea con que empieza la sección: (álef, bet, guímel…). Esta forma de composición se denomina «artificio alfabético» y este tipo de salmos puede denominarse como «alfabético». Hay que señalar que este artificio literario suele dar como resultado un texto premioso, menos coherente, con frecuentes repeticiones y vueltas atrás en el desarrollo narrativo del tema.

A pesar de que en nuestras biblias (y en el texto hebreo) estamos ante dos salmos (9 y 10), en realidad estamos ante un único salmo. Por eso analizamos y oramos con los salmos 9 y 10 como una sola oración. a) La primera razón para considerarlos una unidad es que la estructura alfabética afecta a los dos salmos, como está señalado en el texto: el salmo 9 termina con la letra «kaf» y el salmo 10 sigue con la siguiente, «lamed», hasta la última, «tau». b) También aparecen temas y palabras repetidos en ambos salmos. c) La pausa que aparece en 9,21 nunca indica el final de un salmo, sino una pausa dentro del mismo. d) La traducción griega (llamada de los LXX) y la latina (Vulgata) tratan ambos salmos como uno solo, el salmo 9.

Ésta es la razón por la que las numeraciones de la Biblia y de la Liturgia (tanto de la liturgia de las Horas, como de los leccionarios y del misal) son diferentes a partir de este salmo. Lo que la Biblia numera como el Salmo 11, será para la Liturgia el salmo 10. Diferencia que continúa hasta el salmo 146 (con la excepción del salmo 115 en el que la diferencia es de 2). Nuestras biblias suelen poner la numeración de la Vulgata y de la Liturgia entre paréntesis; por ejemplo, Salmo 11 (10). En nuestros comentarios siempre seguiremos la numeración de la Biblia. Como regla sencilla podemos decir que, cuando hay diferencia, la numeración de la Biblia es un número superior a la de la Liturgia.

· · ·

Al encontrarme con un salmo que emplea el artificio alfabético, no debo sorprenderme de que me encuentre con repeticiones e incoherencias, y aparezca en él una mezcla de elementos de salmos de acción de gracias con otros de salmos de súplica. Según entienda la relación de estos dos tipos de elementos, también puedo entender el salmo de dos formas diferentes y, en consecuencia, enfocar mi oración según estas dos posibilidades: a) me encuentro ante una súplica confiada, que manifiesta la confianza de ser escuchada anticipando la acción de gracias, y me uno a esa petición confiada que agradece de antemano la ayuda del Señor; b) o se me ofrece una acción de gracias por la salvación ya recibida, que recuerda la súplica que se hizo en el momento de angustia; y en esta ocasión, sintonizo con los sentimientos de acción de gracias, recordando yo también la oración que hice y que ha sido escuchada. Debo tener en cuenta que estos dos caminos de oración no son excluyentes, pero debo estar atento a las sintonías que suscita el salmo para seguirlas, acogiendo además las dos importantes lecciones para mi vida de oración que me ofrece el salmo: aprender a dar gracias a Dios recordando nuestra súplica y la respuesta de Dios a ella; aprender a suplicar con tal confianza que anticipemos siempre la acción de gracias.

Antes de ir leyendo el salmo paso a paso, me puede ayudar tener en cuenta los personajes que aparecen en el Salmo 9-10 y lo que caracteriza a cada uno de ellos:

  • -Los enemigos (aparecen en vv. 9,4.6-7.14.16-18.20-21; 10,2-11.13.15-16.18): son, a la vez, los israelitas perversos y los pueblos paganos. Atacan al inocente y desafían a Dios. El salmista sufre su ataque y se dirige a Dios para que le salve de ellos.
  • -Los inocentes oprimidos (aparecen en vv. 9,10-13.(14-15).19; 10,2.8-10.12.14.17-18): sufren la persecución de los opresores impíos. Son pobres, humildes e indefensos. Buscan a Dios y se dirigen a él para pedirle la salvación de los enemigos. Experimentan a veces la ausencia de Dios en la persecución. Son los que se alegran con la victoria de Dios y le dan gracias.
  • -Dios(lo encuentro en los vv. 9,2-14 (especialmente 8-11).17.19; 10,14.16-18): aparece especialmente como juez-salvador que ve la opresión del humilde y da sentencia para castigar al impío y salvar al inocente.

La lectura del salmo me proporcionará una descripción más detallada de estos tres personajes y la relación que hay entre ellos. Fijarme en ello me sirve especialmente para contemplar a Dios, confiar en él y dirigirme a él; pero también para identificarme con el inocente imitando sus actitudes; y para descubrir el modo de actuar del malvado, que quizá es el mío en algunas ocasiones.

[vv. 9,2-13] El salmo comienza con una acción de gracias, que después de las fórmulas típicas para dar gracias a Dios: «Te doy gracias, Señor…» (9,2), da las razones de este agradecimiento: lo que Dios ha hecho (el relato de los vv. 9,4-7) y lo que Dios es (9,8-13, que tiene el tono de un himno).

El comienzo de la acción de acción de gracias (vv. 9,2-3) está marcado con una intensidad y una alegría que pueden hacer vibrar a mi corazón: el salmista da gracias «de todo corazón» y se alegra y exulta con el Señor («me alegro y exulto contigo»). Esta acción de gracias se acompaña con la música (no debo olvidar que desde su origen en el culto israelita los salmos se cantan). Las «maravillas» que el salmista proclama para dar gracias es lo que va a narrar a continuación, y en mi caso yo también debo ser capaz de reconocer las maravillas que me mueven a la acción de gracias y que debo proclamar.

En los vv. 9,4-7 es el salmista se dirige a Dios para confesar cómo lo ha salvado de sus enemigos. Con este relato, el orante nos presenta a Dios como el juez justo sentado en su trono. Debo recordar que el juez en Israel no es sólo el que emite sentencias, sino el que salva de los enemigos (recuérdese, por ejemplo, el contenido el libro de los Jueces). En el v. 6 el salmista da un salto de la acción de Dios con sus enemigos a fijarse, de forma general, en la acción de Dios contra «los pueblos» (impíos, gentiles). De esa manera también yo aprendo a ir más allá de mis problemas y sufrimientos y a fijarme en los «impíos», enemigos de Dios. Es significativo que la derrota definitiva del enemigo se expresa diciendo que se acaba su apellido y su nombre: ya no tendrá descendencia (esa será también una de las mayores desgracias que puede sufrir alguien según el Antiguo Testamento).

Pero el salmista amplía más aún su mirada y en los vv. 9,8-13 contempla como la acción de Dios-juez abarca todas las naciones y el orbe entero. Y, a la vez, el juez del universo es el refugio del oprimido en el peligro, el que no se olvida de los gritos que le dirigen los humildes perseguidos por los impíos orgullosos, el que no abandona a los que lo buscan. El salmista puede proclamarlo porque lo ha experimentado en su propia vida. El hecho de que este juez que se fija en el débil esté en su trono -el trono que está por encima de todo- es lo que da confianza al pobre y al oprimido. Yo también, cuando parece que triunfa el mal, debo recordar que Dios, el Dios omnipotente y salvador, que ve el sufrimiento del humilde y perseguido, está en su trono, escucha, recuerda y vence. Pero también debo tener en cuenta que al que defiende es al humilde, que no sólo es el perseguido, sino el que clama a Dios y el que lo busca.

Puede sorprenderme que el orante diga también que Dios «venga» la sangre, pero me ayuda a entender esta expresión saber que detrás está la institución judía del «redentor», el familiar más cercano que está encargado no sólo de vengar el homicidio, sino de socorrer a la viuda y al huérfano. Si Dios venga no es porque sea vengativo, sino que es mi redentor, el que asume el papel del familiar más cercano que vela por mí, que me defiende, que me asiste en mis necesidades. Si daba seguridad tener un pariente «redentor» que fuera poderoso, ¿qué confianza debo tener yo sabiendo que mi redentor es Dios mismo?

El v. 12 repite el comienzo (vv. 2-3) y de nuevo invita a cantar las «hazañas» (antes «maravillas») del Señor.

Estos versículos me han ayudado a descubrir la fisonomía del oprimido, que conoce el nombre del Señor, lo busca, confía en él, canta en su honor, y se identifica con los humildes. Por lo tanto, el orante del salmo (y los verdaderos pobres de Yahweh) no es sólo alguien que tiene enemigos, sino alguien que en su debilidad tiene una peculiar e intensa relación con Dios.

[vv. 9,14-21] El salmo pasa de la acción de gracias a la súplica, en la que se intercala el relato de la salvación por la que el salmista daba gracias en los versículos anteriores.

Comienza pidiéndole al Señor que mire la persecución que sufre, y que lo libre de un peligro mortal (vv. 9,14-15). La respuesta será la acción de gracias en Jerusalén: de nuevo vemos la relación súplica-acción de gracias.

En los vv. 9,16-17, la salvación aparece como algo realizado: Dios ha hecho justicia. Hay que subrayar que, como en otras ocasiones, Dios no castiga directamente al malvado, sino que éste cae en su propia trampa: «Quien cava una fosa caerá en ella» (Pro 26-27) (recuérdese lo dicho a propósito de Sal 7,16-17).

De nuevo surge la petición de salvación de la mano de los enemigos (vv. 9,18-21), pero de nuevo el salmista amplía el horizonte de la petición de castigo a los malvados, que ahora son «los pueblos que olvidan a Dios», «los gentiles», «el hombre». Como 9,11-13, el v. 19 repite que Dios no se olvida del pobre-humilde, y por eso no pierde la esperanza. Ciertamente se pide la destrucción del malvado, y además que los que desprecian a Dios con orgullo (cf. 10,3-4.11.13) aprendan que sólo son hombres (v. 9,21, cf. 10,18). Esta petición encontrará su sentido más pleno en el Nuevo Testamento.

[vv. 10,1-18] El resto del salmo es una súplica en la que encuentro dos preguntas con las que el salmista interpela directamente a Dios (10,1.13).

La pregunta de Sal 10,1 puede parecerme dura. Pero no se trata tanto de una queja como de una forma de diálogo intenso con Dios, que a la vez es audaz y confiado. Sólo el que tiene familiaridad con Dios y espera en él, puede dirigirse a Dios de esta manera. Este tipo de preguntas no sólo se repite en este salmo (v. 10,13), sino en otras súplicas intensas como la del Salmo 22, que Jesús reza en la cruz (Mc 15,34).

En los vv. 10,2-11 el salmista hace una larga descripción del malvado: oprime al débil y al inocente (v. 10,2), acechándolo como hace una fiera (vv. 10,8-10); es orgulloso, mentiroso y ambicioso (vv. 10,2-3.5-7); se vuelve contra Dios (v. 10,3; cf. 9,18), no porque piense que Dios no existe, sino porque cree que Dios no se entera y no le pedirá cuentas (vv. 10,4.11), por eso está tranquilo a pesar de su maldad (v. 10,6). Me doy cuenta fácilmente de que el malvado tiene una imagen de Dios opuesta a la del orante y de los pobres (cf. 9,4-13.19); y sólo una de estas dos imágenes es verdadera. El orante pone este retrato ante los ojos de Dios precisamente para que él vea la situación del pobre indefenso, se acuerde de él y lo salve. También yo tengo que reafirmar la verdadera imagen de Dios frente a la que plantean tantos que niegan a Dios o viven como si no existiera.

A la descripción del malvado le sigue una súplica (v. 10,12), con la que el salmista le pide a Dios que actúe («levántate», «extiende tu mano»), de modo que no se cumpla lo que piensa el malvado (cf. 10,4.11.13) y se «acuerde» de los humildes (cf. 9,11.13.19; 10,14.17).

De nuevo me encuentro con una interrogación fuerte como forma intensa de súplica (v. 10,13; cf. 10,1). La primera interpelación interrogativa daba paso a la descripción del malvado, ahora le sigue una descripción de la acción de Dios (v. 10,14), en la que el salmista opone a los pensamientos, planes y acciones de los malvados, lo que hace Dios: el Señor ve la aflicción y responde al desamparado. Este «pero tú» marca la oposición entre Dios y los malvados, entre la falsa imagen de Dios y la verdadera, entre la desolación del presente y la esperanza para el futuro. La clave de la esperanza, que mueve la petición, es lo que Dios es (cf. 9,8-13). Se trata de una proclamación de fe, basada en la experiencia del salmista (cf. 9,4-5) y del pueblo de Dios que ha experimentado sus maravillas (cf. 9,2.12). Por eso yo también debo utilizar en mi oración ese «pero tú» (como el de Sal 3,4; 4,8) para oponer a la desesperanza que intenta infundirme un mundo sin Dios la esperanza basada en la realidad de Dios, en lo que yo sé de Dios por experiencia. Esta proclamación de lo que Dios es da paso a la petición final y a la proclamación de la esperanza.

Esta petición que cierra el salmo (v. 10,15.18) puede sonar también muy fuerte a mis oídos: rómpele el brazo, que desaparezca, para que no vuelva a sembrar su terror. Para el salmista no hay más posibilidad que desaparezca el que es su enemigo y enemigo de Dios (cf. 9,4.6-7.13.16.18.21) porque, si no, él mismo perecerá: en la situación concreta que vive el orante, en la que además no está clara la vida después de la muerte, la única posibilidad de salvación es la eliminación del enemigo, tanto del enemigo personal como de los pueblos enemigos. La petición se apoya, de nuevo, en la realidad de Dios, que es rey (el rey juez que aparece en la primera parte del salmo, cf. 9,5.8-9), un Dios que, en contra de la afirmación de los impíos (cf. 10,11) está pendiente de la situación de los humildes (v. 10,11; cf. 9,13.19; 10,14). Ante el Señor, rey defensor del pobre, el enemigo es simplemente un «hombre hecho de tierra» (v. 10,18; cf. 9,21).

· · ·

En seguida me doy cuenta de que necesito la luz del Nuevo Testamento para poder orar con este salmo desde una perspectiva cristiana, porque me cuesta repetir algunas peticiones del salmo desde la enseñanza evangélica del perdón y la oración por el enemigo (Mt 5,38-45): «Vuelvan al abismo los malvados, los pueblos que olvidan a Dios» (Sal 9,18); «Señor, infúndeles terror» (9,21); «Rómpele el brazo al malvado, pídele cuentas de su maldad, y que desaparezca» (10,15). Aunque es más fácil darle a otras un contenido cristiano: «Aprendan los pueblos que no son más que hombres» (Sal 9,21); «Que el hombre hecho de tierra no vuelva a sembrar su terror» (10,18).

Pero, como en otros salmos en que aparecen los enemigos, puedo hacer mías estas duras peticiones del Salmo 9-10 de varias maneras. En primer lugar, recordando que tengo un enemigo, el diablo, del que siempre debemos pedir su derrota total.

Si, cuando leemos o cantamos estos pasajes y otros semejantes presentes en los libros sagrados no los consideráramos como escritos únicamente contra los espíritus del mal, que nos tienden emboscadas noche y día, no sólo no seríamos edificados en modo alguno, ni conducidos a más paciencia y dulzura, sino que concebiríamos sentimientos de dureza incompatibles con la perfección evangélica. Nos enseñarían a no orar nunca por nuestros enemigos, a no amarlos en absoluto; además nos impulsarían a detestarlos con un odio implacable, a maldecirlos y a dirigir nuestras plegarias contra ellos sin cesar (Casiano, Conferencias, VII, 21).

Pero, además, puedo pedir que los otros enemigos sean derrotados como Cristo venció al perseguidor Pablo, con su conversión: desapareció el enemigo y apreció el apóstol y amigo de Cristo. También puedo hacer mía la situación de tantos cristianos en el mundo que sufren persecuciones violentas: no pidiendo el mal para los perseguidores, pero sí pidiendo que Dios los libre del mal.

La descripción detallada que el salmo hace de los pensamientos de los impíos me permite rezar con él aplicándolo a una situación que es muy frecuente en los cristianos de nuestro tiempo, que como el salmista y los pobres del salmo sienten el ataque a los fundamentos de su fe y su esperanza. El pobre desvalido no sólo sufre la persecución del enemigo (9,14; 10,2.8-10), o al escuchar las blasfemias contra Dios (10,3; 9,18), sino al ver socavado el fundamento de su esperanza al oír que Dios no se entera de su aflicción (10,11), al sentir que Dios está lejos y no actúa (10,1.13). El salmo expresa bien cómo la fe se pone a prueba por la persecución del enemigo que actúa impunemente y reta a Dios, especialmente en las dos preguntas: «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en el momento del aprieto?» (10,1); «¿Por qué ha de despreciar a Dios el malvado, pensando que no le pedirá cuentas?» (10,13). El mal en el mundo y la arrogancia de los que se oponen a Dios también hacen sufrir a los creyentes de hoy por el silencio de Dios. Por eso también es necesario que yo reafirme la fe en Dios, rey-juez justo y salvador (9,8-9; 10,16), y reavive la confianza en un Dios que ve y actúa (9,10-11.13.19; 10,14.17-18). Y que oponga a la acción del mal y al reto a Dios, lo que sé de él porque lo he experimentado: «Pero tú ves las penas y los trabajos, tú miras y los tomas en tus manos. A ti se encomienda el pobre, tú socorres al huérfano» (10,14).

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Tendré que releer y repetir ante Dios este salmo, a la luz de lo que hemos comentado, hasta que se iluminen esas palabras que Dios quiere que convierta en mi alimento y en mi oración. Pero quizá sea oportuno tener en cuenta algunas posibilidades de lo que puede sugerirme Dios para que lo asimile con la repetición orante. Una vez que encuentre esas palabras, aunque no estén entre las que aquí están señaladas, puedo prescindir de las demás, por lo menos hasta otra ocasión.

La variedad del salmo me permite repetir oraciones de muy diverso tipo, que pueden encajar o no en mi estado de ánimo o en la oración que el Señor quiere hacer surgir en mí.

Encuentro rotundas acciones de gracias que puedo hacer mías, porque ya he experimentado la salvación de Dios o con el convencimiento de que la voy a recibir porque Dios escucha mi oración: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando todas tus maravillas; me alegro y exulto contigo, y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo»; «Defendiste mi causa y mi derecho»; «Tañed en honor del Señor, que reside en Sión; narrad sus hazañas a los pueblos»; «El Señor apareció para hacer justicia».

El salmo también me ofrece palabras para expresar mi adoración proclamando lo que Dios es y hace: «Dios está sentado por siempre en el trono que ha colocado para juzgar»; o para manifestar y alimentar mi confianza en él: «Él juzgará el orbe con justicia y regirá las naciones con rectitud. Él será refugio del oprimido, su refugio en los momentos de peligro. Confiarán en ti los que conocen tu nombre, porque no abandonas a los que te buscan»; «Él recuerda y no olvida los gritos de los humildes»; «Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá»; «Pero tú ves las penas y los trabajos, tú miras y los tomas en tus manos. A ti se encomienda el pobre, tú socorres al huérfano». «Señor, tú escuchas los deseos de los humildes, les prestas oído y los animas; tú defiendes al huérfano y al desvalido».

Por supuesto no faltan en el salmo palabras que me encaminan a la súplica, que me enseñan a orar: «Piedad, Señor; mira cómo me afligen mis enemigos; levántame del umbral de la muerte, para que pueda proclamar tus alabanzas»; «Levántate, Señor, que el hombre no triunfe»; «Levántate, Señor, extiende tu mano, no te olvides de los humildes»; «Que el hombre hecho de tierra no vuelva a sembrar su terror».

Quizá, apoyado en la relación cordial con Dios, puedo hacer más las interpelaciones intensas del salmo, que no excluyen la fe ni la confianza: «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en el momento del aprieto?».

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Según hayan resonado en mí las palabras de este salmo, y las haya asimilado con la repetición serena y orante, puede surgir en mí la necesidad de dirigirme a Dios y responderle, además de con la acogida de su Palabra, con una oración que se dirige a él, a veces con las mismas palabras que Dios me ha ofrecido en el salmo. Se abren ante mí diversas posibilidades, entre las que debo elegir aquella que Dios me ha señalado haciendo resonar su Palabra en mi corazón.

La forma más sencilla de dirigirme a Dios es hacer mías las peticiones del salmo, en la situación concreta en que me encuentro, sin olvidarme de dar gracias a Dios, como expresión de confianza, por la ayuda que voy a recibir.

Tal vez las palabras del salmo resuenan de forma especial en mi interior porque estoy asediado por luchas y sufro incomprensiones y persecuciones. Entonces puedo identificarme con el salmista y pedir a Dios ayuda, orando por mis enemigos con la luz que proporciona el Evangelio a mis peticiones.

Quizá no es mi situación lo que me abruma, sino el mal del mundo y el silencio de Dios, y el salmo me ofrece la oportunidad de expresar mi intensa oración, no exenta de fe y esperanza.

Puedo hacer mío el «pero tú» del salmo, oponiendo lo que Dios hace o lo que ha hecho en mi vida a lo que me hace sufrir o dudar lo que Dios es: «Yo sufro esta situación… pero tú eres, tú haces…».

Más allá de las diversas formas de petición, el salmo también puede moverme a la adoración a partir de aquellas partes que proclama lo que Dios es y cómo actúa. También me puede impulsar a expresar y alimentar mi confianza en Dios. O, recordando que el salmo comienza con una acción de gracias, mi diálogo con él puede consistir en cantar las maravillas que ha hecho el Señor.

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El contacto con Dios, ya sin palabras, es un don especialmente gratuito de la lectio. Es Dios el que lo da cuándo y cómo quiere. La lectura, repetición y oración de lo que el Señor me ha señalado con su luz, puede llevarme a la silenciosa y amorosa contemplación del Dios que se fija en el pobre, que conoce su situación, que se acuerda de nosotros, que se levanta y actúa a mí favor. Ya no descubriéndolo o repitiéndolo con las palabras del salmo, sino gustándolo sin palabras.

Podría llevarme Dios a una intercesión silenciosa en la que, ya sin palabras, presentemos a Dios la acción de los malvados y el sufrimiento de los humildes. O quizá, como le sucede a Job, sea el encuentro con Dios la respuesta que él dé a mis preguntas angustiadas pero suplicantes. Puede ser que la contemplación de Dios me inunde de confianza y me lleve a una entrega sin miedo en las manos del Señor.

Sólo el que sea capaz de leer con fe, de escuchar con obediencia, de rumiar con paciencia, de orar con intensidad, podrá recibir el don gratuito de la contemplación y descubrirá en ella mucho más de lo que aquí puede pensar o imaginar.

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También el salmo puede llevarme a la contemplación del rostro de Jesucristo y a unirme a él. Porque Jesús enseña a pedir al Padre que venga su reino y nos libre del enemigo (Mt 6,10.13), del mismo modo que el salmista espera que Dios reine eternamente y venza a los malvados (Sal 9,9; 10,16). Con ayuda del salmo contemplo a Cristo Rey (tal como dice el título de la cruz -Mc 15,26- y como proclama él mismo ante Pilato -Jn 18,37-) y Juez justo (cf. Mt 25,31ss), que desde su trono, la Cruz, defiende la causa del pobre y lo salva (cf. Sal 9,5), cuyo reino no tendrá fin (cf. Lc 1,33 y Sal 10,16).

Con la ayuda del salmo puedo contemplar serenamente a Jesús, que, a lo largo del Evangelio, escucha los deseos de los humildes (Sal 10,17), ve las penas (Sal 10,14), y se muestra refugio del oprimido (Sal 9,10; cf. Mt 11,28). Jesús es el rostro del Dios Salvador que describe el salmo, aunque lleva esa salvación a una plenitud inesperada, porque no sólo toma en sus manos las penas y los trabajos, sino que «tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17, citando a Isaías) hasta aceptar la cruz; porque no sólo defiende al huérfano y al desvalido (Sal 10,18), sino que se identifica con él (Mt 25,31ss).

El salmo me permite también contemplar a Cristo como el justo perseguido injustamente hasta la muerte de cruz, al que Dios escuchó (Sal 10,37; Heb 5,7), a pesar de las pretensiones de los enemigos (Sal 10,11; Mt 27,43), al que Padre lo levantó del umbral de la muerte (Sal 9,14) con la resurrección.

El salto a la contemplación es absolutamente gratuito por parte de Dios, pero debe prepararse por mi parte con el deseo ardiente de esa contemplación y una disposición de plena docilidad ante la presencia y la acción de Dios, que puede llevarme por cualquier camino. Para ello debo convertirme en una caja de resonancia en la que resuene interiormente lo que Dios me ha mostrado en su Palabra, recogiendo esa resonancia en el silencio y el recogimiento prolongados hasta que queden llenos del suave eco de la misma, en el cual me abandono y cuyo fruto procuraré apasionadamente que no se pierda en mi vida concreta ordinaria.