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La gracia de la vocación contemplativa conlleva y expresa una transformación profunda que Dios realiza en la persona. Esta transformación, regalada de forma inicial y germinal en el bautismo, se desarrolla y actualiza por medio de la misma gracia que pone en marcha la vida contemplativa, que es la gracia que nos identifica con Cristo y nos ofrece la misma relación que él tiene con el Padre.

Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos (Ef 1,5).

A los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó (Rm 8,29-30).

A cuantos lo recibieron [al Verbo], les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1,12).

Por la acción de la gracia de la llamada a la vida contemplativa, esta transformación bautismal se hace actual, existencial y plena, de tal modo que identifica nuestro corazón y nuestros sentimientos con los del Señor, hasta el punto de darnos «la mente de Cristo» (1Co 2,16) y su misma mirada al Padre y a los hombres. Ésta es una transformación tan radical que supone la muerte del hombre viejo para alumbrar en nosotros, por la acción de la gracia, al hombre nuevo1, que posee «el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

Esto, que constituye el proyecto de Dios para todo bautizado, es lo que debe vivir el contemplativo, de modo consciente y pleno, hasta sus últimas consecuencias. Este ser esencial, regalado por Dios inicialmente, tiene que convertirse en el ser en acción del contemplativo, conformando toda su vida y sus actos. Así, la vida de Dios ya no permanece dormida en nuestro interior, sino que se aviva como un fuego devorador que nos hace buscar apasionadamente la identificación con Cristo, que pasa de ser una capacidad a convertirse en una necesidad permanente y en una realidad gozosamente vivida de manera habitual en la vida ordinaria.

Tal como iremos viendo, esta transformación posee una manifestación muy importante para la misión del contemplativo, que es la sintonía con la voluntad, los sentimientos y deseos del Señor en todo momento. A partir de ahí, el contemplativo sabe cuándo callar, cuándo hablar y qué hacer en cada circunstancia; no en función de unos criterios aprendidos y asimilados ‑por buenos y santos que sean‑, sino como fruto de la participación consciente de la misma mirada del Señor.

La consecuencia necesaria de esta vida nueva es la santidad, que aparece como un imperativo incuestionable y se manifiesta en un cambio claramente perceptible en la persona, que experimenta la unificación y simplificación de toda su vida en torno a Cristo, estructurándola conforme a la jerarquía de valores propia del mismo Cristo.

La transformación realizada por la gracia conlleva un fuerte impulso a corresponder a la misma de modo real, y se expresa en la búsqueda de la unidad de vida y de una jerarquía de valores peculiar. Es evidente que esta nueva vida no se logra automáticamente, porque no resulta espontáneo a nuestra condición de pecadores el vivir anclados permanentemente en Dios, sirviéndole siempre y en todo. Para lograrlo, hace falta una lucha apasionada, que es fruto de la gracia de Dios que impulsa con fuerza a la entrega total y absoluta a él, y es una de las características de la santidad. Esta gracia de Dios y el esfuerzo humano por corresponder a ella nos sitúan en el ámbito sobrenatural como el «lugar» propio de nuestra vida, desarraigándonos del ámbito natural, sin que por ello dejemos de vivir y actuar plenamente insertados en el mundo. Podríamos decir que hemos de vivir siempre con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo.

Pero para llegar ahí hemos de contar con la permanente presión que ejerce el mundo para que busquemos ser valorados principalmente por las cualidades y capacidades humanas que tenemos, al margen de Dios. Esta tentación lleva a la frustración por no ser aceptados como cristianos y a tratar de complacer al mundo conformándonos con ser útiles o agradables a los demás gracias a nuestras habilidades, capacidades o méritos humanos. Y no es que esto sea malo, pero comporta el riesgo de subrayar tanto los valores humanos, que la fe aparezca como un añadido a los mismos, en lugar de ser la clave que les da sentido y valor plenos.

En medio del mundo que nos rodea y de nuestras mismas pasiones, que tratan de separarnos de Dios, la fidelidad a la gracia nos obliga a vivir desgarrados por lo que podríamos llamar la pasión de Dios, que es la vida consumida en el fuego del amor de Dios en medio de la hostilidad del mundo y de nuestra propia carne. Esta pasión es reflejo vivo de la que experimenta el mismo Dios, y supone para el contemplativo una exigencia de correspondencia al amor recibido de él. Sin olvidar que no se trata de una exigencia al estilo humano, que suponga una carga o una dificultad. De hecho, las cosas de Dios nunca pueden ser un peso, sino un don que nos libera de cargas innecesarias y aligera nuestro camino. Porque si Dios es amor, es donación y no exigencia; y, por eso, no nos pide nada, ya que, en rigor, no necesita nada de nosotros. Si existe una «exigencia», ésta no es un imperativo divino, sino la consecuencia natural del amor. La entrega incondicional de Dios, que encierra su amor por nosotros, «exige» una receptividad y una correspondencia por nuestra parte que haga posible que el amor divino pueda anidar en nuestro corazón y cree una verdadera comunión de vida con Dios. Esto es lo que significa, como aparece en el Antiguo Testamento, que Dios es «celoso»2 y no permite ser compartido al mismo nivel con otros valores, afectos, etc.; algo que ya aparece en el comienzo del Decálogo, situando los mandamientos divinos en su contexto exacto, como expresión de amor: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).

Por esa razón, el contemplativo no será plenamente feliz si no se entrega a Dios de modo absoluto e incondicional; lo cual tiene que llevarle necesariamente a tener un solo propósito y una sola preocupación en la vida: que Dios sea su única meta y su deseo absoluto. A ello nos anima el mismo Jesús cuando nos dice: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Ésta es la verdad y la riqueza que descubren y viven los santos, y que san Cipriano, por ejemplo, expresa magistralmente, invitando a «no anteponer absolutamente nada a Cristo, porque él nos ha preferido a cualquier otra cosa»3; sentencia que recogerá posteriormente san Benito en su Regla4. Esa invitación del Señor a buscar «sobre todo el reino de Dios» tiene que impulsarnos a la entrega total, que es la única que puede corresponder adecuadamente al don precioso que Dios nos concede y que otorga el máximo fruto a nuestra vida. Éste es, precisamente, el camino de la libertad verdadera y plena, que nos da la libertad ante las cosas, ante los demás y ante nosotros mismos.

Si alcanzo esta libertad, podré desprenderme de muchos quehaceres que carecen de sentido y de todos esos sufrimientos que resultan de la división o confusión de valores y objetivos. Al permitir que el centro de mi ser y de mi vida sea Dios, todo en mí se volverá más sencillo y estará más unificado. Porque, cuando Dios es mi único interés y el centro mismo de mi interés, todo me sirve fundamentalmente para conocerlo a él y hacer que los demás lo conozcan; de modo que mi oración, mi lectura, mi estudio, mi trabajo, etc., se orientan al fin que polariza mi vida y se armonizan plenamente entre sí. Y entonces no hay lugar en mi vida para la ansiedad o la preocupación, y puedo vivir en el estado de confianza y de paz que me permite comunicarme desde el corazón con la eficacia de llegar al corazón del otro.

Por el contrario, los miedos, tensiones, angustias y preocupaciones expresan la falta de verdadera entrega espiritual, de simplicidad y de unidad de vida. Quiero amar a Dios, pero, en la misma medida, también deseo realizar tal o cual tarea que me parece fundamental. Quiero seguir a Jesucristo, pero sin renunciar a compensaciones y éxitos humanos. Quiero ser santo, pero también busco disfrutar de determinadas ventajas del pecador. Quiero estar del lado del Señor, pero a la vez deseo estar del lado de tales o cuales afectos o seguridades. No es extraño que, entonces, vivir intentando ser fiel simultáneamente a Dios y al mundo se convierta en una tarea agotadora e imposible.


NOTAS

  1. Esto aparece claramente en san Pablo, véase Col 3,9-10: «Os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador»; Ef 4,24: «Revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas».
  2. Véase Zac 8,2-3: «Esto dice el Señor del universo: Vivo una intensa pasión por Sión, siento unos celos terribles por ella. Esto dice el Señor: Voy a volver a Sión, habitaré en Jerusalén. Llamarán a Jerusalén “Ciudad Fiel”, y al monte del Señor del universo, “Monte Santo”»; Dt 4,24: «El Señor, tu Dios, es fuego devorador, un Dios celoso». Cf. también Ex 20,5; 34,14; 2Co 11,2.
  3. Tratado sobre el Padrenuestro, 15, CSEL 3,278.
  4. «No anteponer nada al amor de Cristo» (San Benito, Regla, 4,21) «…y nada absolutamente antepongan a Cristo» (Ibid. 72,11).