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Contenido
Introducción
Ya nos hemos introducido en la realidad de la fe cristiana como respuesta a Dios que se revela1; y, al hacerlo, hemos ido descubriendo que la fe es la respuesta de toda la persona humana en todas sus dimensiones a Dios que en su Revelación no sólo se comunica, sino que se entrega por amor y espera una respuesta de la misma categoría: una respuesta que ha de dar el hombre completo y no sólo una parte de él. Éste es el momento de ir desgranando las características de la fe que, en su conjunto, nos ayudan a profundizar en una realidad a la que nos acercamos, recordémoslo, no simplemente para comprenderla, sino para vivirla. Al ir describiendo las características y dimensiones de la fe, el contemplativo en el mundo debe mirarse en la doctrina de la Iglesia como en un espejo que le ayude a descubrir el estado de su fe y avivarla en todos sus aspectos. Completaremos este tema sobre la fe con otro sobre una dimensión de la misma que no puede faltar: el aspecto comunitario y eclesial de la fe: porque no es completa una fe que dice «creo», pero no puede decir «creemos» unida a los demás miembros de la Iglesia.
Éste es el lugar de nuestro tema en el conjunto del Catecismo:
Primera sección: Creo-Creemos
Cap. 1: El hombre es capaz de Dios
Cap. 2: Dios al encuentro del hombre
Cap. 3: La respuesta del hombre a Dios
Artículo 1: Creo
I. La obediencia de la fe
II. «Yo sé en quién tengo puesta mi fe» (2Tm 1,12)
III. Las características de la fe
Artículo 2: Creemos
En este punto, el Catecismo fundamenta toda su reflexión en un solo punto de la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II, que, aunque se dedica especialmente a la Revelación, menciona la fe como la respuesta adecuada al Dios que se revela y señala sus características principales:
Cuando Dios revela hay que prestarle «la obediencia de la fe», por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando «a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad», y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da «a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad». Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones (Dei Verbum, 5).
El Catecismo completará este apoyo para su enseñanza con otras afirmaciones sobre la fe del Magisterio, especialmente las recogidas en el Concilio Vaticano I.
Características que se complementan, no se oponen
Antes de que nos pongamos a desgranar las características de la fe es preciso que comprendamos bien que cada una de estas características debe ser complementada y compatibilizada con características aparentemente opuestas. Enseguida vamos a ver que la fe es una gracia de Dios y, a la vez, es un acto humano completo y libre, en el que es necesario perseverar poniendo todos los medios necesarios; la fe no es el producto del descubrimiento humano de la verdad y, sin embargo, la inteligencia tiene un papel imprescindible en el acto de fe; la fe es libre y, al mismo tiempo, absolutamente necesaria para la salvación; la fe es un acto absolutamente personal en el que el individuo responde libre y conscientemente ante Dios y, sin contraposición alguna, es un acto en el que se une a la Iglesia que transmite la Revelación y a la Iglesia que cree.
Sin esta adecuada comprensión de la relación complementaria de los diversos aspectos de la fe corremos el peligro de absolutizar algunos elementos en detrimento de otros, desvirtuando la fe no sólo en nuestra comprensión teórica, sino en nuestra forma de vivirla, que tiene como resultado una fe deformada y raquítica.
El «análisis» de la fe es la expresión clásica de la teología para calificar el estudio de la naturaleza del acto de fe, que quiere armonizar algunos de sus aspectos fundamentales aparentemente de difícil armonización como son su gratuidad, su racionabilidad y su libertad […] Si entendemos que el acto de creer es un acto de «síntesis» en el que se encuentran todas las dimensiones de la vida (vitales, intelectuales, morales, afectivas, estéticas, sociales…) movidas en último término por el don de Dios podremos hablar de la «síntesis de fe» entendida como genitivo subjetivo, es decir, la síntesis que realiza la fe. De esta forma se quiere indicar la síntesis de los diversos «saberes» y de las diversas «experiencias» que realiza la fe2.
Estamos ante un caso más de la concepción católica de la teología y de la vida cristiana que no contrapone ni elimina elementos que pueden parecer contradictorios y excluyentes: Dios-hombre, gracia-libertad, fe-razón, fe-obras, personal-eclesial, etc., sino que afirma y combina ambos elementos en una síntesis superior.
La fe es una gracia
[153] Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).
Comenzamos nuestra enumeración y análisis de las características de la fe con un elemento que hay que afirmar de forma clara y absoluta, sin olvidar unirlo y armonizarlo con el polo complementario: la fe es una gracia de Dios y a la vez es un acto humano, y por lo tanto un acto libre en el que actúa la razón del hombre. Si afirmamos la absoluta necesidad de la gracia en el acto de fe, sin complementarlo con la colaboración de la voluntad y la razón humana, nos llevaría a pensar que la gracia de Dios que nos lleva a creer elimina la libertad del hombre, de modo que caeríamos en una predestinación absolutamente aleatoria; y también eliminaríamos el papel de la razón haciendo de la fe un acto no solo al margen, sino contrario a la razón, lo cual está en contradicción con la forma de actuar de Dios y de la realidad de lo que es el ser humano creado por él.
Una vez que hemos dejado claro que la fe es a la vez una gracia que Dios otorga libre y gratuitamente y un acto del hombre en todas sus dimensiones, hay que subrayar que la primacía, también en el acto de fe, es de Dios y de su gracia: «Él nos amó primero» (1Jn 4,19); «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16). Esta acción gratuita de Dios necesariamente es previa al acto humano de aceptación, consentimiento y entrega al Dios que se revela: por eso decimos que se «adelanta» a la respuesta-obediencia que es la fe.
Hemos de recalcar que la gracia no elimina la necesidad del acto humano y, en concreto, no va en contra de la libertad del hombre. Todo lo contrario, la gracia hace posible el acto de la libertad humana que precisa la fe, del mismo modo que la gracia es la que hace posible la salvación y la santidad con la colaboración imprescindible de la respuesta libre del hombre. Sin la gracia que se anticipa, simplemente no habría posibilidad alguna de respuesta libre por nuestra parte.
El Catecismo apoya esta primera cualidad de la fe en la Palabra de Dios. El ejemplo más claro es la profesión de fe que hace Pedro cuando Jesús pregunta directamente a sus discípulos quién dicen que es él. Después de que Pedro proclama que Jesús es el Mesías, Jesús proclama solemnemente que esa afirmación de fe sólo es posible porque el Padre se lo ha revelado (cf. Mt 16,13-17)3. La «carne y la sangre», la capacidad meramente humana, no puede realizar ese acto de fe4.
A este episodio de Cesarea de Filipo, el Catecismo añade la referencia a Mt 11,25, donde el Señor deja claro que comunica las cosas de Dios ‑podríamos decir «gratuitamente»‑ porque sólo él tiene acceso al Padre, y que la aceptación de la revelación de Dios no tiene que ver con la sabiduría humana. La consecuencia lógica es que sólo los «pequeños», los que no intentan alcanzar a Dios por su iniciativa, por su sabiduría o por sus méritos, son los que tienen la actitud necesaria para recibir la gracia de la Revelación:
En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,25-27).
Podemos afirmar que la revelación gratuita del Padre -que sólo puede realizar Jesús- precisa de una actuación, también gratuita, por parte del Padre (cf. Jn 6,44-45), que ha de ser recibida con un corazón humilde y sencillo:
Es claro que la revelación de la que aquí se trata, es una acción interior del Padre, y no la sola proposición exterior de la doctrina, que se predicó tanto a sabios como a pequeños. Se trata de una operación divina relativa a la aceptación de la doctrina, y no a su comunicación. Para reconocer la misión de Cristo y la verdad de su mensaje es necesaria una iluminación interior, que es obra del Padre. A Cristo, Hijo del Padre, le compete manifestar al Padre y sus secretos; y el Padre debe fecundar esa palabra exterior para que el hombre se adhiera a ella5.
Es la misma experiencia de san Pablo que indica el Catecismo, al que se le manifiesta Jesucristo resucitado, cuando es un perseguidor de la Iglesia, y le da la gracia no sólo de creer, sino de proclamar ante los gentiles el Evangelio de Jesucristo:
Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo anunciara entre los gentiles… (Gal 1,15-16).
A estas palabras de la Escritura que señalan la primacía de la gracia tanto en la manifestación de Dios como en la respuesta que debe dar libremente el hombre podemos añadir las importantísimas palabras de Jesús en el cuarto evangelio6:
Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado […] Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí (Jn 6,44-45).
Podemos identificar la gracia necesaria para dar la respuesta de la fe con esta atracción que ejerce el Padre en el corazón humano para conducirlo a Jesucristo. Sin duda esta «atracción» es totalmente gratuita y previa a nuestra respuesta, y absolutamente necesaria: «Nadie» puede acercarse a Jesucristo y entregarse a él sin esa acción del Padre.
Apoyándonos en lo que dice el Catecismo tenemos que subrayar que «la fe es un don de Dios», por lo tanto, ante todo, algo que él nos regala, que podemos definir como una «virtud sobrenatural», virtud en el sentido de fuerza y capacidad para realizar el acto de fe, que conlleva la aceptación del mensaje de Dios y la confianza para entregarse a él por completo. Una «virtud» que es sobrenatural, es decir, que supera las capacidades naturales del hombre, algo que sólo Dios puede dar y realizar en nosotros7. Por eso el número siguiente comienza diciendo: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo». Esta afirmación nos ayuda a comprender que la fe no es algo -como una cosa- que Dios da, sino la acción gratuita de Dios en nuestro interior:
La función propia de la gracia interior es la de abrir el corazón del hombre al mensaje cristiano, de hacerlo capaz de aceptar el mensaje como Palabra de Dios, es decir, de creer en Dios8.
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Solemos decir, y es exacto, que la gracia es la que ilumina y atrae. Pero esto significa que Dios mismo, en su realidad personal, nos ilumina y atrae mediante su gracia. No es un sol impasible que procura una luz ciega, sino es él mismo, una persona que es la luz y el amor, que da un poco de sí mismo a otra persona hambrienta de esta luz y de este amor. Habrá que decir con todo rigor: «es Dios quien causa la fe en el creyente, inclinando su voluntad e iluminando su inteligencia»9.
Y en esta acción que es el don gratuito de la fe tiene un especial protagonismo el Espíritu Santo, que es el que actúa en el corazón del hombre. Por eso podemos decir que es especialmente el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, la que «ayuda», «mueve el corazón», «abre los ojos del espíritu», concede la «virtud» y el «gusto» por aceptar la verdad, como ha dicho el Catecismo. Así el Paráclito nos «auxilia» para un acto de fe que sería imposible sin su acción gratuita.
La fe es, pues, en sí misma un don de Dios que mueve a la voluntad humana a entregársele a él y a apoyarse en él, por la iluminación e inspiración interior del Espíritu Santo, que da la suavidad a la adhesión10.
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En el orden de la revelación, la misión del Espíritu completa y culmina la misión de Cristo. La atracción está al servicio del evangelio. Mientras que Cristo, los apóstoles y la Iglesia proclaman el mensaje de la salvación, el Espíritu fecunda la audición de la palabra, dando al alma la fuerza para prestar su asentimiento. Acción conjugada en orden a un efecto único: la fe. La manifestación de los designios divinos la da el evangelio; la eficiencia (disposición para escuchar, fuerza para consentir) proviene de la atracción11.
Es el apóstol san Juan el que subraya de forma especial el protagonismo del Espíritu en el don de la fe que actúa en el corazón del hombre: «El Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad» (1Jn 5,6). Y esa actuación no se limita al primer acto de fe, sino que sostiene la fe durante toda la vida cristiana: «La unción que de él habéis recibido permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas ‑y es verdadera y no mentirosa‑, según os enseñó, permaneced en él» (1Jn 2,27).
El Espíritu da testimonio en cuanto que obra interiormente para que el alma reconozca la verdad de Cristo y confiese que es el Hijo de Dios. El que cree, acepta el testimonio del Espíritu que obra en él para que reciba la palabra de Cristo. El Espíritu fija también la palabra de Cristo en el alma para que permanezca en ella como fuerza viva, activa; el Espíritu es el principio de la asimilación indefinida de la palabra recibida en la fe12.
Cómo no recordar aquí que es el cuarto evangelio el que describe la acción del Paráclito, que está en el corazón del creyente, da testimonio de Cristo, recuerda su enseñanza y conduce a la verdad plena (cf. Jn 14,16-17.26; 15,26; 16,13).
Conviene explicar con claridad algo que el Catecismo da por supuesto para hacer hincapié en qué consiste la gracia que hace posible el acto humano de la fe: para que el hombre pueda realizar el acto de fe hace falta una doble gracia:
- a) Una gracia que podemos llamar exterior, que consiste en el conjunto de palabras y hechos que constituyen la Revelación y que encuentra su plenitud definitiva en Jesucristo; una gracia que es objetiva y común para todo ser humano, que nos llega por la Tradición, la Escritura y la predicación.
La fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo (Rm 10,17).
- b) Una gracia interior, que se identifica con la acción del Espíritu Santo, que describe este número del Catecismo: él nos mueve a aceptar la Revelación, y proporciona la iluminación interior que nos atrae hacia Cristo y nos impulsa a la obediencia de la fe. Esta gracia interior se concreta de forma personal e histórica para cada uno, de manera que constituye una verdadera llamada personal, una vocación a la fe, la vocación fundamental de todo ser humano.
Hay, primeramente una vocación interior a la fe. Una llamada que es lo característico y esencial del testimonio divino: entre Dios y el alma se da una relación personal, de vocación. Sólo Dios conoce el nombre eterno de cada alma, ese nombre de gracia que constituye nuestra realidad más profunda. Cuando Dios llama a un alma, le hace oír este nombre: se dirige a lo más secreto del hombre […] Llamada que jamás es la misma para dos almas. La gracia dada así por Dios es ante todo personal y personalizante. Personal, por dirigirse a tal alma en su diferenciación peculiar; personalizante, porque está destinada a hacerle realizar su vocación única13.
El acto de fe supone, por parte de Dios, la combinación de estas dos gracias previas. Así sucede, por ejemplo, con los que escuchan la predicación de san Pablo:
Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo (Hch 16,14).
Por eso podemos afirmar:
Es evidente que, partiendo de la comprensión bíblica de la fe como iluminación interior, confirmada por la tradición agustiniano-tomista y por diversos textos del mismo Concilio Vaticano II (DV 5,8; LG 12), se constata que la acción de la gracia tiene lugar en el campo de la subjetividad humana, vivida, implícita, puesto que «abre los ojos de la mente» (DV 5). El contenido de la fe, en cambio, viene de fuera, de la predicación del mensaje14.
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El mensaje de salvación llega a nosotros exteriormente en manifestación distinta y sólidamente garantizada, que nos invita a la fe, mientras que la gracia interiormente nos hace percibir como palabra viva dirigida personalmente a nosotros, el mensaje y la llamada exteriores. La atracción interior nos mueve a dar un asentimiento de fe a la verdad primera, pero en cuanto está significada por conceptos y enunciados. En un mismo y único acto decimos sí a la Iglesia y a Dios. Mas la fuerza para pronunciar ese sí y para entregarnos a Dios mismo y por él mismo, procede de la acción interior de la gracia. Sin ella no podríamos creer con fe teologal15.
Lógicamente esta gracia interior y personal no elimina el acto que cada ser humano tiene que realizar libremente. Es más, es esta gracia la que lo hace posible sin forzarlo.
El Padre pone el principio de la adhesión a la fe por la inclinación, por la seducción, por la atracción sobrenatural, por la inclinación que suscita en nosotros. A ella consentimos libremente. Así puede afirmar Cristo que el Padre le da los que creen en su palabra (Jn 6,39; 17,9-11.24; 10,29)16.
Cabría añadir que, aunque el orden lógico puede ser que la gracia exterior precede a la interior y que la predicación es anterior a la acción del Espíritu Santo, no siempre tiene que suceder así:
La gracia obra aun en los pueblos que no han recibido todavía la predicación del evangelio. En ellos la atracción de la gracia designa oscuramente al Dios de verdad como el objeto soberano que puede saciar el apetito de verdad, propio de la inteligencia humana. Por esta atracción, Dios se da y comunica ya incoativamente; infunde en el alma una inclinación hacia él, verdad suprema. Bajo esta influencia de la gracia, los hombres presienten vagamente un misterio de salvación, y comienzan a buscarlo, como a ciegas17.
Antes de seguir adelante debemos extraer algunas reflexiones y consecuencias concretas de esta enseñanza del Catecismo.
- -La predicación de la Palabra es necesaria para que se realice el acto de fe, pero no suficiente. Esta realidad nos debe hacer valorar el papel insustituible del anuncio del Evangelio para que los hombres de todos los tiempos lleguen a la fe. Y, una vez más, nos cierra el camino al iluminismo que puede pensar que la fe no precisa de la gracia objetiva y exterior de la Revelación y se puede sustentar en una experiencia interior independiente de ella
- -La necesidad de la docilidad a la acción del Espíritu por parte del que recibe el mensaje para que se realice el acto de fe: no todo depende de una predicación eficaz, ni de las capacidades humanas del que escucha el mensaje. El acto de fe tiene que ver con el consentir (desde luego libremente) a la acción del Espíritu en nosotros, que se relaciona con la pasividad del dejarse hacer, y no con un esfuerzo del hombre con sus capacidades humanas o una decisión arbitraria hecha desde una orgullosa independencia.
- -Dios no deja al hombre solo frente a la Revelación para que con sus solas fuerzas y capacidades realice el acto de obediencia de la fe por el que se entrega plenamente al Dios que le sale al encuentro. Por esa razón somos aún más responsables de aceptar o rechazar tanto la gracia de la Revelación como la gracia que nos mueve interiormente a creer.
- -La gracia interior que mueve a la fe se adapta a cada persona con sus características y necesidades, lo cual es una muestra más de la pedagogía divina movida por un amor personal e irrepetible a cada uno. Y, a la vez, la respuesta a esa llamada que hace Dios personalmente también es personal y única, por lo que sería un error entender la respuesta de la fe con una medida y un molde común para todos, escudándonos en la fe de los demás para no dar la respuesta de fe que Dios pide a cada uno de nosotros.
La fe es un acto humano
[154] Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar18 por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
[155] En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
Como venimos señalando repetidamente, el hecho de que la fe sea un don gratuito de Dios no impide que, a la vez, sea «un acto auténticamente humano», y por lo tanto libre y consciente. Detrás de esta afirmación está la distinción -que normalmente se aplica a la moral- entre actos del hombre y actos humanos. El hombre realiza una serie de actos de los que no es consciente ni es libre de impedirlos: pensemos en todos los actos que realiza el cuerpo humano y sus diversos órganos sin que el hombre pueda controlarlos e incluso sin saber que existen. Son actos del hombre, pero no actos humanos. También hay actos del hombre que no son plenamente humanos como los sueños de los que no es responsable porque no es libre de controlarlos, o como los movimientos del inconsciente, que pertenecen ciertamente a la persona, pero que no son plenamente humanos en la medida que no puede ser consciente de ellos. La fe, aunque necesita de una gracia previa de Dios, es un acto plenamente humano porque para realizarlo se precisa y se ejerce plenamente su inteligencia y su voluntad, es un acto libre y consciente.
El acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno (Juan Pablo II, carta encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre la fe y a razón [1998], 13).
Es más, hasta tal punto la fe es un acto plenamente humano que en él se manifiesta la naturaleza personal del ser humano totalmente distinta de los demás seres materiales. Incluso podemos afirmar que el acto de fe hace que realicemos con más plenitud y perfección las cualidades inherentes a la naturaleza humana, y nos hace más plenamente humanos.
En el caso de la fe viva, el ser espiritual se abre todo entero para acoger al Dios que llama. Desde esta comunión se comprende que el amor sea la puerta de la fe, y que amor y conocimiento sean inseparables en este acto. Hay una unidad dada al ser humano, pues lo que existe no es ni la inteligencia ni la voluntad, sino el hombre; y esta misma unidad es lo que está en juego ante la fe, para completarse en la entrega o mutilarse rechazando19.
La gracia necesaria que Dios nos regala para realizar el acto de fe no se opone a la libertad, del mismo modo que la libertad humana no elimina la necesidad de la gracia de Dios.
En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma (Juan Pablo II, Fides et ratio, 13).
La oposición entre gracia y libertad se basa en el olvido de que el hombre está hecho para Dios y es capaz de Dios20, por lo que la libre respuesta de la fe, ayudada por la gracia, no hace más que dar un paso fundamental en la realización de la vocación y de la naturaleza de todo ser humano que es la comunión con Dios. Sin libertad, el acto de fe no llevaría a la plena comunión de amor con Dios para la que el hombre ha sido creado. Sin la gracia sería imposible que la libertad humana pudiese dar el salto a la comunión con un amor infinito, al que está llamado, pero del que no es capaz por sí mismo. La síntesis de gracia y libertad, que se hace necesaria en el acto de fe, sólo es posible si nos situamos en el ámbito del amor personal, pero que se da entre dos polos desiguales: el amor infinito y totalmente gratuito de Dios y la necesidad de ese amor infinito por parte del ser humano. El hombre, siendo limitado en sus capacidades, está llamado a un amor ilimitado, que se le tiene que regalar, pero que sólo puede ser verdadero amor si él acepta libremente la gracia que se le propone y entrega libre y amorosamente toda su realidad limitada.
La fe es el resultado del encuentro de dos personas. En su respuesta, el hombre queda totalmente comprometido, y de ahí se derivan algunos de los caracteres esenciales de la fe21.
Este número del Catecismo también nos habla de la necesidad de la participación de la inteligencia humana, que explicará más detalladamente en los n. 156-159, que abordaremos a continuación. Baste por el momento anticipar que el conocimiento basado en la inteligencia es un elemento imprescindible en el acto de fe, que se debe y puede combinar con los elementos restantes: en este momento con la gracia y con la libertad. La fe no va contra la razón, ni es contraria a la dignidad humana -necesariamente racional, pero no sólo racional- realizar el acto de adhesión a las verdades reveladas, del mismo modo que no atenta contra la libertad la confianza depositada en Dios.
Ciertamente esta concepción de la fe como entrega personal, libre y necesitada de la gracia, no puede encajar en una visión recortada del hombre que con sólo sus capacidades racionales puede llegar a la afirmación filosófica de la existencia de Dios, basada en un razonamiento que no necesita de una gracia especial de Dios, pero que tampoco lleva a la comunión con él22.
Lo que puede oponerse a la fe no es la libertad, es un concepto equivocado de libertad, como permanente y absoluta independencia de toda autoridad e incluso de la misma realidad, que abomina de cualquier atadura y, por lo tanto, de cualquier entrega, especialmente de la entrega plena a Dios que supone la fe. Lo que se opone a la fe no es la razón humana, sino la limitación de la razón al conocimiento experimental, que ciertamente no puede alcanzar a Dios. Pero hay que tener muy claro, a pesar del ambiente moderno y postmoderno en que nos movemos, que una libertad y un conocimiento auténticamente humanos no se oponen a la fe, sino que la fe supone un sujeto libre y el ejercicio de una libertad que llega a la plenitud; y supone también el ejercicio de una razón no recortada, que alcanza una luz superior partiendo de lo que ve y de lo que comprende.
El Catecismo propone el ejemplo de la «fe humana», que ayuda a comprender que la entrega libre y confiada a otra persona, basada en lo que esa persona manifiesta y ofrece, lejos de ser contrario a la naturaleza humana, es un elemento necesario para la realización de todo ser humano. Sin esa «fe humana» en la que creemos lo que los demás manifiestan sobre ellas mismas y sus intenciones y con la que confiamos en sus promesas, las relaciones humanas serían imposibles. El Catecismo se fija en la realización máxima de esa fe y confianza en lo que el otro dice y en aquello a que se compromete, que es el matrimonio. Pero lo mismo podría decirse para la amistad, para la relación médico y paciente o maestro y alumno. Sin la presencia de esa fe humana esas relaciones se complican y se hacen imposibles.
En la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias (Juan Pablo II, Fides et ratio, 31).
No es casualidad que las deficiencias de nuestra concepción del ser, de la libertad y del conocimiento humanos, no sólo sean un obstáculo para la fe en Dios, sino también para aquellas realidades humanas que necesitan una confianza y entrega análogas, pero sin las cuales la persona humana queda mutilada. Con más razón que a cualquier ser humano se puede entregar plenamente la confianza a Dios que lleva a una entrega total, cuyo objetivo como subraya el Catecismo es llegar a una «comunión íntima con Él»: una comunión que encuentra su analogía en el matrimonio (tal como aparece en la Escritura), pero que lo supera con creces23.
En consecuencia, con lo dicho en estos puntos del Catecismo debemos rechazar como falsa -o por lo menos incompleta- cualquier forma de entender la fe que elimine la necesidad de la gracia, pero también las que nieguen la necesidad de un acto plenamente humano con el ejercicio auténtico de la libertad y de la razón. Cuando se subraya de tal manera la gracia que se elimina la libertad de la respuesta a Dios se cae en una forma de entender la fe que la reduce al simple conocimiento de una predestinación totalmente arbitraria por parte de Dios. Cuando por afirmar la necesidad de la gracia interior que ilumina y que mueve a la fe se desconfía totalmente de la razón humana, creer se convierte en un acto irracional y la razón se considera un enemigo de la fe, que hay que eliminar para tener una fe pura. Ambas visiones, que se dan fuera de la Iglesia católica, se pueden ir introduciendo en nuestra manera de entender la fe, con el peligro de negar que la fe es un acto realmente humano, apoyado necesariamente por la gracia.
Ya vimos que en el mundo protestante no se da esta justificación de la fe. Ellos hablan de la justificación por la fe, pero no de justificación de la fe, por el recelo que tienen a la razón corrompida por el pecado original24.
La fórmula que emplea el Catecismo para coordinar en el acto de la fe tanto la gracia como el acto humano -que precisa de la inteligencia y de la voluntad- es la «cooperación» entre las facultades humanas y la gracia divina. En la cooperación no pueden faltar ninguno de los dos elementos: la gracia divina y el acto verdaderamente humano. Los dos elementos no se contraponen, sino que se suman el uno al otro, se apoyan entre sí para alcanzar un fruto, que es imposible sin la participación armónica de ambos. Esa cooperación entre la gracia y la naturaleza humana es necesaria para el acto de fe.
Antes de centrarnos en describir el papel de la razón y la inteligencia humana en el acto de fe, debemos señalar que en estos dos números el Catecismo se remite al Concilio Vaticano I, que se dedicó a determinar con claridad en qué consiste la revelación y la fe, y, en concreto, a delimitar la colaboración entre fe y razón atacada por los dos extremos del protestantismo que opone la fe a la razón y del modernismo que opone la razón a la fe. Dos peligros que siguen presentes en nuestro mundo y en nuestra Iglesia y que ahora podríamos llamar fundamentalismo y cientifismo25.
No debemos pasar por alto las dos definiciones de fe que nos da el Catecismo apoyándose en este importante concilio, en las que aparece claramente el elemento plenamente humano de la fe: a) La fe es «prestar26 por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela», añadiendo enseguida que es «una virtud sobrenatural por la que, atraídos por la gracia divina, creemos ser verdaderas las cosas que Dios ha revelado» (DS 3008 – Dz 1789), como recogía el n. 153 del Catecismo: «Una virtud sobrenatural infundida por Él»; b) También el Vaticano relaciona el entendimiento, la voluntad y la gracia de forma dinámica siguiendo a santo Tomás de Aquino: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia»27.
La fe y la inteligencia
[156] El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos»28. «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
El papel de la razón en el acto de fe no consiste en que ella, con la sola «luz natural», es decir, sin necesidad de la gracia, sea capaz de juzgar y afirmar la veracidad de la Revelación29. Creemos por la autoridad de Dios. No sería digno de Dios ni del don de la Revelación someterlo al juicio de la razón como un juez superior e independiente de él. Creemos en lo que Dios nos dice, porque es Dios el que se manifiesta, y Dios, que es la Verdad y el Amor, no puede engañarnos. Dios es digno de fe por sí mismo. La fe es un don y una virtud sobrenatural, no el fruto del ejercicio natural de la razón.
Con la fe aceptamos como verdadero lo que nos ha sido revelado, pero no por captar la intrínseca verdad de lo revelado, sino porque por la fe nos apoyamos en la misma autoridad de Dios el cual no puede engañarse ni engañarnos […] La fe es, pues, en sí misma un don de Dios que mueve al hombre a aceptar el mensaje de Dios por medio de una iluminación o inspiración del Espíritu Santo que da la suavidad de la adhesión. Acepto el mensaje apoyado en Dios mismo, en su gracia, en virtud de la cual doy el sí a la revelación, aunque quizás no entienda el contenido de lo revelado30.
La fe, que ciertamente no surge del ejercicio de la razón humana y no es fruto de una demostración racional, sin embargo, no es irracional, sino razonable. A la vez es un don sobrenatural y es algo razonable. La razonabilidad de la fe es necesaria para que la fe sea un acto verdaderamente humano, porque la razón es un elemento esencial (aunque no el único) del ser humano:
[La fe] es una decisión humana y responsable, lo que implica que tiene que ser razonable. Se trata de la decisión más importante de la vida, la que ha de dar la orientación básica a toda ella y, por tanto, no puede ser arbitraria, sino que tiene que estar fundamentada en sólidas razones. Si el hombre, respecto a la revelación cristiana, no tuviera más que una probabilidad, de modo que permaneciera en él una duda razonable sobre ella, su asentimiento no sería razonable31.
De hecho, es imprescindible que la razón colabore en el acto de fe:
El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad […] Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando […] Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula (San Agustín)32.
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Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo «ejercicio del pensamiento»; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente (Juan Pablo II, Fides et ratio, 43).
El papel de la razón en el acto de fe es apoyar el acto de fe encontrando motivos para creer. De este modo, como afirma el Concilio Vaticano I, la obediencia de la fe es «conforme a la razón» ‑y de ningún modo contraria a ella, como afirman algunos‑. Además de la gracia interior que mueve a la fe, Dios ofrece a la razón «pruebas exteriores», argumentos externos que hacen creíble la Revelación de Dios. Por lo tanto, los hombres son movidos a la fe no sólo por la gracia que cada uno experimenta en su interior, sino también por las pruebas exteriores que capta la razón33. La razonabilidad de la fe supone que la razón puede tener un conocimiento cierto del hecho de la Revelación por medio de los signos externos que la apoyan.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone (Juan Pablo II, Fides et ratio, 13).
Pero es preciso coordinar adecuadamente el papel de la razón y de la gracia en el acto de fe:
La Iglesia enseña la capacidad física que tiene el hombre para conocer el hecho de la revelación por medio de la luz natural, si bien se sabe que en el proceso real de este conocimiento va acompañado por la gracia sanante de Dios. Ahora bien, antes y después de haber defendido el Concilio [Vaticano I] que el hombre tiene capacidad de conocer el hecho de la revelación por medio de la razón, dice el Concilio que la fe es un puro don de Dios y que el hombre no puede dar ningún paso positivo hacia su salvación ni adherirse al mensaje cristiano sin ese don de Dios34.
Hay que señalar que esta peculiaridad de la fe, que es al mismo tiempo razonable pero no demostrable por medio de la razón, está relacionada no sólo con la necesidad de la gracia para creer, sino también con otra cualidad de la fe que hay que mantener: la libertad35. Porque si hubiera una demostración racional inapelable del hecho y de la verdad de la Revelación, no quedaría margen para el acto libre y voluntario de la fe. Pero, por otro lado, si la fe fuera absolutamente irracional, en contra o al margen de la razón, sin ningún apoyo racional, tampoco sería un acto verdaderamente humano ni libre, y no llevaría al ser humano completo a la plenitud.
De hecho, el acto de creer es a su vez acto humano y don de Dios. En cuanto acto humano tiene necesidad de las razones para creer, los llamados «motivos de credibilidad». Con todo, tales motivos no pueden procurar una demostración evidente, puesto que de esta forma la fe se convertiría en la conclusión necesaria de un proceso demostrativo y no sería por tanto ni un acto libre ni un don de Dios. En efecto, el motivo último y formal del acto de creer es «la autoridad del Dios que se revela, que no puede engañarse ni engañar»36 (Vaticano I) y es este motivo el que garantiza a la fe su gratuidad sobrenatural y la absolutez de su certeza37.
El Catecismo enumera las principales razones para creer, que denomina «pruebas exteriores», «signos certísimos» y «motivos de credibilidad»:
- -Los milagros de Cristo y de los santos.
- -Las profecías.
- -La propagación y santidad de la Iglesia.
- -La fecundidad y estabilidad de la Iglesia.
Esto significa que normalmente la acción interna de la gracia no es suficiente para suscitar la adhesión a la revelación y la obediencia de la fe38: se dan primero -en el orden lógico- un conocimiento de los signos de credibilidad y una conclusión de la razonabilidad de la fe, que corresponde a la capacidad natural del hombre, aunque esto no excluye que la gracia venga en apoyo de la razón. La certeza que puede alcanzar el hombre de ese modo es una certeza moral, que excluye las dudas razonables. Después del juicio de credibilidad hace falta la gracia interior para aceptar la revelación y entregarse a Dios personalmente, porque el asentimiento de la voluntad humana se da bajo la acción exclusiva de la gracia39.
La razón no llega hasta el santuario de la fe, que surge, como veremos, bajo la acción exclusiva del don de Dios. La razón penetra en lo que se ha dado en llamar el juicio práctico de credibilidad, por el cual el hombre percibe que es bueno y obligatorio para él creer en Cristo. Es como el tránsito a la fe, y está causado tanto por el don de la gracia como por la razón misma. La razón llega así hasta el pórtico de la fe […] Dios se le hace presente ya con el don de su gracia y le dirige una llamada personal que, junto con la razón, permite percibir la conveniencia de dar el paso, de creer. Es la gracia la que le permite ya percibir en los signos externos una llamada personal de Dios […] Es el juicio práctico de credibilidad, el último momento de la razón y el primero de la gracia, un tránsito ya al asentimiento de la fe40.
Hay que combinar el papel de la razón y de los criterios de credibilidad con la primacía de la gracia de la que ya hemos hablado.
La razón es, pues, condición de la fe, no causa de la misma. Los criterios razonables proporcionan la posibilidad, el derecho y el deber moral de creer, pero la fe en sí misma es un acto de decisión de la voluntad humana que se entrega a Dios, solicitada por la gracia, atraída por la llamada interior de la gracia […] Es la misma fuerza de Dios la que me hace aceptar el mensaje. Doy, pues, el consentimiento, en último término, apoyado en la gracia de Dios41.
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La verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor (Juan Pablo II, Fides et ratio, 15).
Respecto de los motivos de credibilidad concretos que menciona el Catecismo, debemos señalar que los milagros, cuya historicidad no se puede negar42, tienen una función especialmente simbólica, es decir, son mensaje y señal que indican otra realidad: signo del amor de Dios, signo de la venida del reino de Dios, signo de que la misión encomendada a Jesús procede de Dios, signo de la gloria e identidad de Cristo, que además manifiestan el misterio trinitario, nos introducen en la economía sacramental y señalan la realidad de la vida eterna43. En concreto, de los milagros como «argumentos externos» que sirven para dar credibilidad y razonabilidad al acto de fe, podemos decir:
Desde el punto de vista del beneficiario, los milagros son signos, desde el punto de vista de Cristo, son obras del Hijo. Los milagros, bajo el aspecto de obras, están íntimamente unidos con la conciencia que Cristo tiene del misterio de su filiación divina y de la revelación de este misterio. Son el testimonio del Padre en favor del que es mayor que Jonás y Salomón (Mt 12,41-42), mayor que Moisés y Elías (Mc 9,2-10), mayor que David (Mc 12,35-37) y Juan Bautista (Lc 7,18-28), superior a los profetas como Hijo, y no siervo (Mc 12,1-12). Los milagros, en cuanto obras de Cristo, son su actividad propiamente divina de Hijo de Dios entre los hombres. Tienen la misión de garantizar que Cristo es enviado del Padre, no como simple profeta o mesías humano, sino como Hijo del Padre, igual a él, y que condivide con el Padre el conocimiento (Mt 11,27) y la omnipotencia (Mt 28,18; Jn 3,35). Confirman la pretensión central del testimonio de Cristo, a saber que es el Hijo del Dios vivo44.
La resurrección de Lázaro – José Ribera (Museo del Prado)
Los milagros sirven para suscitar la fe, pero no la imponen. La prueba es que muchos vieron los milagros y no creyeron: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto» (Lc 16,31).
En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo pacientemente e invitó a los discípulos. Es verdad que apoyó y confirmó su predicación con milagros, para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos (Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa»,11).
Los milagros no eliminan la libertad de la fe, pero sí aumentan la responsabilidad del que los recibe y se niega a creer:
¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Pues os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Pues os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti (Mt 11,21-24)
Un elemento fundamental de la credibilidad de la Revelación es la historicidad de los Evangelios y la posibilidad de alcanzar al Jesús de la historia, que se sabe y se manifiesta como el Hijo de Dios y da signos de ello en sus hechos y dichos, especialmente en su muerte y resurrección.
Vana sería la fe, si Cristo no hubiese resucitado realmente (1Co 15,14-17); esto quiere decir que la fe confiesa la muerte y resurrección de Cristo como reales… Si el evento de Cristo no es real en sí mismo, tampoco es real para mí y no es posible vivirlo como real45.
Otro motivo de credibilidad sobre el que debemos reflexionar especialmente es el de la «santidad de la Iglesia» o, dicho de otra manera, el testimonio de los santos que está directamente a nuestro alcance: los frutos admirables de fe, de caridad, de evangelización que produce en ellos la aceptación del mensaje cristiano constituyen un motivo fuerte y cercano de credibilidad de lo que ellos aceptaron, que es lo mismo que debemos aceptar nosotros.
¿Cómo establecer relación con Jesucristo? ¿Cuál es el primer paso que se impone? ¿Hay que leer libros (por ejemplo, el Evangelio o los Padres de la Iglesia)? Pues bien, no creo que esto sea lo primero que hay que hacer, ni tampoco lo último. Jesús está vivo; para comprender a un viviente, hay que mirarlo vivo. ¿Cómo vemos vivir a Jesucristo? Hasta que no haya contestado esta pregunta, todo lo que pueda deciros serán solo palabras. Y por eso hay que mirar a personas de las que ya no hablamos mucho: los santos.
¿Qué es un santo? Es alguien al que la Iglesia ha canonizado. Pero si os quedáis en esta definición, no veréis nunca vivir a un santo… pues la Iglesia sólo lo canonizará después de su muerte. Las Carmelitas de Lisieux, en tiempo de Teresa del Niño Jesús, veían vivir a una santa: al mismo tiempo veían vivir a Jesucristo. No hace tanto tiempo, se encontraban todavía carmelitas que habían hablado con ella. Lo mismo sucede con el Padre Kolbe: hay testigos que le oyeron cantar y hacer cantar a otros en el módulo del hambre y de la sed de Auschwitz. No es abstracto, es tangible. Más cerca de nosotros aún ha estado el Padre Pío. Hace veinte años habríais podido tomar el tren e ir a San Giovanni Rotondo en Italia: lo habríais podido ver, habríais tratado con él. Un amigo me dijo: «Era sólo una mirada… pero esa mirada os traspasaba hasta el fondo». Este hombre vio la mirada de Cristo: lo vio vivir46.
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Encontrarse con Cristo es, entonces, permitir que su mirada atraviese nuestro corazón hasta la «división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula»; lo que no se concedió a todos sus contemporáneos y que, al contrario, se concede después de dos mil años a una multitud de elegidos. Los santos tienen en efecto el privilegio de prolongar en ellos la vida de Cristo y, en consecuencia, la mirada de Cristo, exactamente la misma mirada con el mismo poder: «Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él ése da mucho fruto…»47.
En sentido contrario debemos aceptar el escándalo para la fe que supone el pecado de los cristianos y la responsabilidad de aportar nuestra propia santidad como motivo de credibilidad para los hombres de nuestro tiempo.
En definitiva, podemos decir que todos los signos de credibilidad de la Revelación para dar el salto de fe se concentran en el gran signo de credibilidad que es el mismo Cristo, que continúa presente y actuante en la Iglesia.
Creer en la misión de Cristo y en su mensaje equivaldría a percibir la convergencia de todas las señales en su persona, una convergencia que les confiere su significación plena y total. Pues, en realidad, los signos de la revelación no son externos a Cristo, sino que son el mismo Cristo irradiando poder, santidad y sabiduría48.
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Cristo, como plenitud de la Revelación, fuente de la inteligibilidad de todo otro signo y fuente de discernimiento; y la Iglesia, como signo de la salvación permanente en la historia, como signo paradójico de unidad, santidad e historicidad, y como expresión de varios signos para el hombre contemporáneo: la santidad, el testimonio y el martirio49.
Al papel de los «signos de credibilidad» para la razonabilidad de la fe, es conveniente añadir la importancia de los «presupuestos de la fe», lo que podríamos definir como las condiciones previas a la recepción de la Revelación para que esta recepción sea posible. Antes de la escucha de la predicación, antes de sopesar las razones para creer, incluso antes de la gracia, hay unas condiciones previas del sujeto (no necesariamente en el sentido cronológico) que normalmente son necesarias para poder hacer el acto de fe. Podemos llamarlas con más precisión «las condiciones de posibilidad, tanto externas como internas, del hecho de la Revelación y como momento de su credibilidad»50. Se pueden resumir en:
-Algunas verdades que se pueden conocer con la mera razón: el conocimiento natural de Dios del que nos habla el Catecismo en los n. 31-36.
- -La posibilidad de discernir los signos de credibilidad antes mencionados.
- -La aptitud del lenguaje humano para hablar de Dios, descrita por el Catecismo en los n. 39ss.
- -Las condiciones en las que el hombre se plantea los interrogantes fundamentales: el sentido de la vida y de la muerte.
No se debe olvidar que la propia vida moral y la disponibilidad a la conversión del que recibe el mensaje de la Revelación constituyen un presupuesto importantísimo para dar el salto de la fe. De forma que la obstinación en el pecado se convierte en un obstáculo prácticamente insalvable para aceptar las razones para creer y para dejar actuar a la gracia que mueve a la obediencia de la fe:
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,17-21).
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Y es que el corazón humano es muy complicado: puede llegar a negar lo que ve. En él se da una lucha interior entre la autosuficiencia y el egoísmo de un lado, y la entrega a Dios. Y, en esa división de su corazón, el hombre se puede echar para atrás (como ocurrió con los fariseos que habían estudiado perfectamente la curación del ciego de nacimiento [Jn 9] o con sus propios padres). Para llegar a la fe, incluso para que la razón funcione sin el peso de la concupiscencia, es preciso que el corazón humano esté libre de egoísmo y de pecado. Es la limpieza que se ve en el ciego de nacimiento: «Jamás se ha oído decir que alguien haya dado la vista a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada» (Jn 9,32-33). Mientras el hombre no llegue a la visión de Dios y esté sometido al peso de su concupiscencia, aunque tenga capacidad natural de conocerle, podría llegar a negar toda evidencia humana que se ponga ante sus ojos51.
Por último, hay que señalar que, además de este conocimiento racional a partir de los signos de credibilidad, existe un conocimiento por «connaturalidad» fruto de la fe, casi intuitivo, por experiencia y por afinidad espiritual, que puede calificarse como afectivo, por contacto, por instinto, por intuición, que recuerda a la experiencia mística. Según santo Tomás, la rectitud de juicio «puede ser de dos maneras: conforme al uso perfecto de la razón o por cierta connaturalidad con aquello que se ha de juzgar»52.
En la aceptación de la llamada a la fe se podrá experimentar como un «conocimiento connatural» de la credibilidad y del acto de creer gracias al don de Dios en cuya «preparación» colaboran tanto la situación «natural» del hombre con su educación y ambiente, así como lo que inculca el Dios que sale al encuentro -como luz e impulso- y lo que el hombre coopera con su aceptación libre. Por eso la cognitio per connaturalitatem ha sido vista como la forma más perfecta del conocimiento valorativo del hombre, como experiencia de sintonía comunicativa, y por esto ha servido para apoyar una concepción sintética de la fe y la credibilidad53.
Este conocimiento por connaturalidad se trata de un verdadero conocimiento humano, que tiene más que ver con la sabiduría como don de Dios y unida a la fe, y que trabaja de forma distinta a como lo hace tanto la simple razón humana como, por ejemplo, el razonamiento de las verdades de la fe propio de la teología.
Su teología [de santo Tomás de Aquino] permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la verdad de la fe misma: «La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por sí misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría»54.
La prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teológica, fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios (Juan Pablo II, Fides et ratio, 44).
[157] La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
Nuestro conocimiento tiene la limitación de todo lo humano, especialmente el conocimiento científico, que está sometido al contraste o desmentido de los datos aportados por los subsiguientes experimentos. La fe tiene una certeza superior, porque se funda en la veracidad de Dios, que es la misma Verdad, y que no puede mentir, ni cambiar, ni desmentirse. A pesar de ello, el conocimiento que proporciona la fe es, a la vez, oscuro, no por la luz que procede de Dios que no tiene ninguna oscuridad (cf. 1Jn 1,5), sino precisamente porque es una luz que supera y desborda nuestro conocimiento, como una luz intensa deslumbra nuestra mirada. Como dice más adelante el Catecismo en el n. 164: «Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe y no […] en la visión” (2Co 5,7), y conocemos a Dios “como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta” (1Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad».
Tenemos que aceptar la paradoja de que la fe es, a la vez y esencialmente, cierta y oscura: lo que Dios nos revela de forma cierta y firme no siempre es evidente para la razón. Como lo que Dios revela va más allá de lo razonable, demostrable o comprensible para la razón natural, siempre producirá una cierta oscuridad en el conocimiento humano.
El hombre cree, en definitiva, apoyado en Dios mismo, por el don interno de la fe y acepta el mensaje no por su intrínseca inteligibilidad, sino apoyado en Dios que no puede engañarse ni engañarnos. De ahí que la fe sea absolutamente cierta, pues se apoya en el mismo Dios, por la acción de la gracia […] Al mismo tiempo, la fe es oscura, pues esa iluminación interior no es tal que nos permita ver a Dios. La fe implica la paradoja de ser, al mismo tiempo, absolutamente cierta (participa de la certeza de Dios) y esencialmente oscura. El creyente no acepta la revelación divina porque entienda la verdad del misterio o porque vea al Dios que se revela. Por eso es oscura55.
La oscuridad de la fe respecto del conocimiento está relacionada con el hecho de que la fe surge de la confianza y de la entrega de una persona ‑humana‑ a otra -divina-, que tiene que ver con el amor. Y el amor entre dos personas no puede ser abarcado ni explicado por la física o por la matemática. Como recuerda el famoso pensamiento de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no conoce» (Pensamientos, 277). Cuando el racionalismo o el cientifismo intentan reducir todo lo que existe o todo lo verdadero a lo que puede ser entendido por la razón o demostrado por la ciencia rechazará la fe, pero también el amor, la confianza, la entrega entre dos personas, que va más allá de lo estrictamente racional.
El acto de fe es oscuro porque en él se revela una persona a otra, y esto es siempre oscuro para la razón discursiva, que comprende estableciendo relaciones y construyendo su objeto. El conocimiento espiritual no es discursivo: no se alcanza a una persona como término de una serie de relaciones abstractas. La función discursiva del entendimiento puede preparar la captación de una existencia concreta, pero no puede llevarla a cabo. La existencia y el valor de una persona escapan a la función discursiva de la inteligencia. Son oscuras para ella. Además, esta percepción totalizadora -de contacto y coincidencia con el ser descubierto- es algo parcialmente opaco y resistente a la razón. Ahora bien, el acto de fe se sitúa precisamente aquí, y, por lo tanto, en un plano oscuro e irritante para la razón; el universo de las personas es un mundo donde no se entra en realidad, sino por el amor56.
La seguridad que me da la fe no viene de la evidencia de lo que vemos, ni de la comprobación de unas verdades parciales que podemos ir comprobando, sino de la confianza que nos da saber que Dios ve y de la adhesión a su persona: «La fe es cierta, no por la evidencia de una cosa vista, sino porque es la adhesión a una persona que ve»57. De ahí proviene también la oscuridad inherente a la fe porque se trata de la revelación de un Dios personal que se manifiesta a través de un testimonio humano. La trascendencia del Dios que se revela y la necesidad de que la revelación que suscita la fe no elimine la libertad hacen que la persona divina se manifieste a través de signos y testigos que desvelan y velan a la vez. Por lo tanto, el conocimiento de Dios que proporciona la Revelación y la luz de la fe no eliminan el misterio de Dios.
El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación», que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios […] La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios (Juan Pablo II, Fides et ratio, 13-14).
A esta oscuridad «esencial» de la fe hay que añadir la oscuridad que provoca la situación del hombre caído que tiene oscurecida la capacidad de conocer a Dios, y las situaciones concretas personales o sociales que dificultan el conocimiento de Dios. En esas circunstancias es precisa la purificación de la mente para alcanzar lo que hemos llamado los presupuestos de la fe58.
Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado […] El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias (Juan Pablo II, Fides et ratio, 19.28).
[158] «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A): es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
Aunque la fe no proviene de la razón, el creyente que acepta la Revelación por la autoridad de Dios no abandona la razón cuando cree, todo lo contrario, necesita comprender -en la medida de lo posible- lo que ha recibido por fe. Como expresa perfectamente la ingeniosa frase atribuida a Chesterton: «Para entrar en la iglesia me quito el sombrero, no la cabeza». Dicho con el rigor del doctor Angélico:
El hombre, al creer ama la verdad creída y la reflexiona, y acoge tanto como puede, las razones adecuadas que puede encontrar59.
La necesidad de comprender es inherente a la fe porque el creyente es un ser humano, por lo tanto, racional, y dejaría de serlo si con la fe abandonara el uso de la razón, si no empleara también la razón para profundizar su fe y encontrar la coherencia de lo que Dios le ha revelado. Al ser un acto humano y, por lo tanto, concorde con la inteligencia humana -razonable-, además de las razones para la fe, que ya hemos considerado, el que recibe el don de la fe busca entender la verdad que ha recibido, la experiencia que tiene y al Dios que se le manifiesta60.
La necesidad de razonar la fe nace también del amor interpersonal -que es el ámbito de la entrega de la fe- porque el que ama necesita conocer al Amado cada vez mejor.
Por lo tanto, debemos preguntarnos en este momento que, si este deseo de comprender nace de la fe y del amor, la ausencia de ese deseo ¿de qué es signo?, ¿de una fe y un amor deficientes o equivocados?, ¿de una renuncia a la razón en nombre de la fe?
A la luz de este número del Catecismo descubrimos un proceso circular, un «circulo virtuoso», entre el conocimiento y el amor, entre la razón y la fe: necesito conocer mejor al que amo, y ese conocimiento me lleva a amarlo más; necesito comprender lo que creo (sin que ello elimine el misterio) y esa comprensión más clara fortalece mi fe. Es lo que expresa el dicho de san Agustín recogido por el Catecismo: primero es la fe y gracias a la fe puedo comprender la realidad de Dios y del hombre («creo para comprender»)61; y, después, cuando aplico la razón a la verdad recibida puedo comprenderla mejor, descubrir su coherencia y eso fortalece y confirma mi fe («comprendo para creer mejor»). Como vemos una vez más, razón y fe no se oponen, sino que se ayudan con la condición de que las dos se entienden correctamente.
La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia […] La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización (Juan Pablo II, Fides et ratio, 16-17).
También hay una colaboración entre la gracia y la razón: la gracia no obstaculiza la razón, sino que la libera de ataduras y la perfecciona; al contrario del pecado, que la oscurece y la limita. De forma especial, la gracia de la fe ilumina la comprensión de lo que Dios nos ha manifestado, del rostro de Dios y de su plan salvador para con nosotros, de modo que, al conocer mejor los designios de Dios, los podemos acoger con un mayor conocimiento y libertad, y colaborar de forma más plena y consciente en el plan salvador de Dios. Merece la pena reproducir el texto completo de la carta a los Efesios al que alude el Catecismo, para descubrir toda la riqueza que podemos conocer cuando Dios ilumina los ojos de nuestro corazón:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro (Ef 1,17-21).
Palabras del Apóstol que se complementan con las de la carta a los Colosenses, que muestran con claridad el carácter circular en el que se retroalimentan el conocimiento de la voluntad de Dios y la vida cristiana que nace de la fe:
No dejamos de orar por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esa manera vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo; fructificando en toda obra buena, y creciendo en el conocimiento de Dios (Col 1,9-10).
Debido a esta colaboración de la gracia con el conocimiento racional del hombre, no debe extrañarnos que el Espíritu Santo acuda con sus dones para perfeccionar «constantemente» la inteligencia de la Revelación. Especialmente los dones de sabiduría, inteligencia y ciencia:
El don de inteligencia es el primero en entrar en ejercicio, al servicio de la fe, desempeñando una función que corresponde a nuestras dos primeras operaciones mentales: la aprehensión de las esencias y la intuición de los primeros principios. Es la fase inicial del descubrimiento de las verdades básicas, sobre las que se apoya todo el edificio de nuestro saber comunicable o incomunicable. Ulteriormente, el don de ciencia, a su vez, percibirá por connaturalidad toda una manera de verdades sobrenaturales que se derivan del necesario encadenamiento o del libre juego de las causas segundas, mientras que, en fin, el don de sabiduría elevándose a una visión más sintética, lo juzgará todo a la luz superior de la divina Esencia y de los atributos divinos, entre los resplandores del supremo misterio trinitario62.
En consecuencia, debemos huir tanto de la llamada «fe del carbonero», que renuncia a comprender y a razonar la fe, como de un racionalismo que sólo puede creer lo que puede demostrar con su razón y también del orgullo -incluso de los teólogos- de intentar abarcar a Dios con la razón:
Estamos hablando de Dios, ¿qué tiene de extraño que no lo comprendas? Pues, si lo comprendes, no es Dios. Antepón la piadosa confesión de tu ignorancia a una temeraria profesión de ciencia. Tocar en alguna medida a Dios con la mente es una gran dicha; en cambio, comprenderlo es absolutamente imposible […] Luego, ¿qué ojo del corazón comprende o abarca a Dios? Bastante es con que llegue a tocarlo, en el caso de que el ojo esté limpio. Con todo, si llega a tocarlo, lo toca con cierto tacto incorpóreo y espiritual, pero no lo abarca; y esto en el caso de que esté limpio (San Agustín)63.
La comprensión del contenido de la fe por medio de la razón, no nos saca del ámbito de la fe, sino que es movida por la fe y el amor, es un don del Espíritu Santo y fortalece la fe. Lo cual debe poner en duda las «teologías» que sistemáticamente ponen en duda o minan la fe. El contemplativo no debe temer la comprensión del contenido de la fe empleando la razón y la sana teología, porque no le va a sacar del ámbito de la fe y del amor, y lejos de desembocar en un frío control de Dios por medio de la razón, le situará siempre ante un Misterio insondable que nos invita a la unión con él. Santo Tomás de Aquino el gran filósofo y teólogo demuestra que la razón que busca entender la fe no impide al alma recibir la unión mística, que lleva más allá de lo que la razón puede abarcar:
[El día 6 de diciembre de 1273] Celebrando misa en la capilla de San Nicolás, fue conmovido por un maravilloso cambio y después nunca escribió ni dictó nada. Es más, retiró todos los instrumentos de escribir. Estaba escribiendo en la tercera parte de la Suma el tratado de la penitencia. Viendo fray Reginaldo que el Maestro había cesado de escribir, le dijo: «Padre, ¿por qué dejas una obra tan grande que redundaría en alabanza a Dios y sería para luz del mundo?» A lo que respondió el Maestro: «Reginaldo, no puedo». Temiendo fray Reginaldo que el mucho estudio le hubiera debilitado la mente, le insistía siempre para que continuase escribiendo. Y fray Tomás le respondía: «Reginaldo, no puedo, porque todo lo que he escrito me parece paja» […] «Yo te conjuro por Dios vivo omnipotente y por la fe que profesáis para con nuestra Orden y por la caridad que te une a mí, que lo que te voy a decir no lo digas a nadie mientras viva. Todo lo que he escrito me parece paja respecto de lo que he visto y me ha sido revelado»64.
[159] Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
A pesar del empeño de la modernidad en oponer la fe y la razón, que deja de lado la realidad de tantos científicos cristianos de primera línea que no tuvieron que renunciar a su fe para realizar sus investigaciones, no tiene que haber ninguna oposición entre ambas, con la condición de que ambas se mantengan dentro de sus ámbitos y respeten fielmente su búsqueda de la verdad. Y la razón de base es que hay una sola verdad y la fe y la razón la buscan por distintos caminos, pero con la confianza de que la verdad no puede contradecirse a sí misma: «Lo verdadero no puede contradecir jamás a lo verdadero». El Dios que se Revela es el mismo Dios de la creación y el Dios que dio al ser humano la razón para que buscara a Dios (cf. Gn 1; Rm, Cat).
No podemos caer en el relativismo de intentar defender la verdad de la Revelación y de la fe, afirmando que la fe tiene «su» verdad y la razón y la ciencia «la suya», asumiendo así los postulados de un cientifismo beligerante contra la fe que pretende continuamente entrar en contradicción con la fe. Es cierto que fe y ciencia tienen ámbitos distintos y modos diferentes de acceder a la verdad; que no hay ningún experimento que demuestre o niegue la existencia de Dios porque por definición Dios no está al alcance de su método; del mismo modo que la fe no debe inmiscuirse en el ámbito de la ciencia interpretando la Escritura de una manera fundamentalista que no respeta ni a la ciencia ni a la Palabra de Dios65. Pero en el terreno que le puede ser común no puede haber contradicción alguna, porque no la hay en Dios, porque la verdad es una y la recta razón y el recto uso de la ciencia llegan cada una por su camino a la única verdad de la fe.
Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo (Juan Pablo II, Fides et ratio, 34).
Así lo explicaba Benecito XVI a los jóvenes:
No se puede someter a Dios a un procedimiento probatorio, porque la ciencia no puede convertirlo en un objeto verificable. Sin embargo, Dios mismo se somete a un procedimiento probatorio algo especial. Sabemos que Dios es la verdad por la absoluta credibilidad de Jesús. Él es «el Camino, la Verdad y la Vida». Esto lo puede descubrir toda persona que se comprometa con él. Si Dios no fuera «verdadero», la fe y la razón no podrían entablar un diálogo recíproco. Pero ellas pueden entenderse, porque Dios es la verdad y la Verdad es divina (Catecismo joven de la Iglesia Católica (Youcat),32).
Hay que huir, por lo tanto, de la confrontación entre fe y razón, entre fe y ciencia, porque salen perdiendo ambas y el perjudicado será el hombre que se ve mutilado en alguna de sus dimensiones esenciales.
La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización (Juan Pablo II, Fides et ratio, 16-17).
[Santo Tomás de Aquino] argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí. Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón (Juan Pablo II, Fides et ratio, 34).
En caso de aparente confrontación conviene siempre delimitar claramente la fe de la Iglesia y lo que la razón y la ciencia pueden decir dentro de su método. No vaya a ser que lo que se oponga sea una caricatura de la fe con una ciencia mal hecha, que no respeta su propio método: «Si es peligroso hacer decir a la Escritura lo que no quiere decir, es también peligroso hacer decir a la ciencia lo que no quiere decir»66.
El que busca la verdad por medio de la ciencia, conscientemente o no, está estudiando la obra de Dios que contiene sus huellas, y se acerca a dar el salto de la fe en Dios a través de las obras de sus manos.
Es así como san Pablo y toda la Iglesia nos enseñan a descubrir a Dios mirando al mundo: «Las maravillas visibles del universo nos desvelan las perfecciones invisibles de Dios» (cf. Rm 1,19-20). Pero si las maravillas del universo no aparecen maravillosas, no hay demostración para curar esta ceguera. Comprendemos entonces la frase de Pascal: «Un poco de ciencia aleja de Dios; mucha nos lleva a él»67.
La libertad de la fe
[160] «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La fe como acto humano necesariamente tiene que ser libre. La fe se debe enmarcar dentro de una relación de entrega mutua entre Dios y cada persona que abarca todas las dimensiones del hombre y culmina en el amor. Si elimináramos la libertad del acto de fe, sencillamente destruiríamos su realidad de acto humano y la posibilidad de ser entendida como entrega amorosa al Dios que nos ama y por eso se revela. Ya hemos comentado al hablar del carácter razonable, pero no demostrable de la fe, que el mismo Dios respeta esta libertad no apabullando con una Revelación tan indiscutible que eliminara el margen necesario para la libertad del acto de fe.
El Catecismo señala una consecuencia práctica de la libertad de la fe, que recoge el Concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis Humanae: la libertad de conciencia. La fe no se puede imponer con la fuerza, ni con ningún tipo de coacción, no sólo porque se atentaría contra la dignidad humana, sino también porque esa fe obligatoria dejaría automáticamente de ser auténtica fe: «El acto de fe es voluntario [libre] por su propia naturaleza», ha afirmado el Catecismo.
Se puede comprobar este respeto a la libertad en el mismo estilo de Jesús que anuncia y propone con fuerza la verdad de Dios y llama permanentemente a la conversión y a la fe, sin ocultar las consecuencias del rechazo a su persona.
Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15).
Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera (Lc 13,5).
Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que «Yo soy», moriréis en vuestros pecados (Jn 8,23-24).
Pero él jamás impuso por la fuerza su mensaje y se resistió permanentemente a implantar su reino por la fuerza.
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». Respondiendo Jesús, le dijo: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”» (Lc 4,5-8).
Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí (Jn 18,36).
Siguiendo el ejemplo de Jesucristo, la Iglesia en su conjunto y cada cristiano concreto -si quiere ser fiel al Señor- debe renunciar a cualquier tipo de violencia para imponer la fe contra la voluntad de los no creyentes. Aunque hay que reconocer que no siempre se ha evitado esta tentación, a la vez hay que afirmar que este respeto por la libertad de conciencia y de libertad religiosa no elimina, todo lo contrario, la necesidad del apostolado y del anuncio del Evangelio con todas sus consecuencias:
Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con los labios se profesa para alcanzar la salvación. Pues dice la Escritura: Nadie que crea en él quedará confundido. En efecto, no hay distinción entre judío y griego, porque uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan, pues todo el que invoque el nombre del Señor será salvo. Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?; ¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie? y ¿cómo anunciarán si no los envían? Según está escrito: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien! Pero no todos han prestado oídos al Evangelio. Pues Isaías afirma: Señor, ¿quién ha creído nuestro mensaje? Así, pues, la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo. Pero digo yo: ¿Es que no lo han oído? Todo lo contrario: A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los confines del orbe sus palabras (Rm 10,13-18).
Y, como vamos a ver enseguida, la libertad para aceptar o rechazar el mensaje de la fe, no elimina la responsabilidad de rechazar la invitación de Dios por medio de la Iglesia.
Entonces se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían convertido: «¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Pues os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Pues os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti» (Mt 11,20-24).
La necesidad de la fe
[161] Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que “sin la fe… es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que “haya perseverado en ella hasta el fin” (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
De nuevo nos enfrentamos a una característica de la fe que hay que combinar con otra que puede parecer contradictoria: la fe es necesaria para la salvación a la vez que la fe es un acto humano que hay que realizar con plena libertad. En realidad, la contradicción es sólo aparente, porque sólo un acto libre puede acarrear la responsabilidad moral del que lo realiza y, por lo tanto, tener las consecuencias correspondientes a esa elección libre. Sólo una mentalidad adolescente -que está tan presente en nuestra sociedad- puede pensar que la libertad para elegir supone la eliminación de las consecuencias de nuestras elecciones. Al Dios que se revela de forma plena y gratuita en Jesucristo hay que acogerlo con libertad, lo cual implica la posibilidad de rechazarlo; pero ese acto libre de rechazo tiene consecuencias de la misma magnitud del don que se ofrece: la condenación eterna. Y no se trata de entender la condenación como el castigo de un Dios despechado y enfadado porque no se le acoge, sino la consecuencia de rechazar una salvación tan gratuita e inmerecida como necesaria. Es lo mismo que le sucede al enfermo grave que rechaza el tratamiento o al náufrago que se niega a agarrarse al salvavidas: es libre de hacerlo, hay que respetar su decisión, pero las consecuencias son inevitables. En este mismo sentido es necesaria la fe para acoger una salvación que el hombre precisa de forma absoluta y que no hay otro medio de alcanzar, porque la fe, recordémoslo, es simplemente la respuesta al Dios que se revela. Dios sólo tiene un plan: la salvación; pero acogerla o rechazarla tiene consecuencias definitivas.
Así lo indican los textos bíblicos que señala el Catecismo como muestra de los muchos a los que podría hacer referencia:
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado (Mc 16,16).
El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él (Jn 6,36).
Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6,40).
A estos textos podríamos añadir estas palabras del evangelio según san Juan, que subraya tanto la intención de Dios de salvar y no de condenar como las consecuencias de evitar la Luz que es el Hijo. Estas palabras añaden además que ese rechazo de la Luz procede del temor a que denuncie nuestro pecado y nos obligue a cambiar de vida.
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,16-21).
Cabría señalar aquí que la necesidad de la fe para alcanzar la salvación no es algo propio ni exclusivo de la teología protestante y que sería totalmente equivocado pensar que la Iglesia católica plantea la salvación por las obras, sin necesidad de la fe y al margen de la gracia. Este mismo número del Catecismo lo demuestra. Lo que realmente nos diferencia es el concepto de fe, que va más allá de la simple confianza en la predestinación, y la necesidad de las obras de la fe (no las de la ley), que acompañan y manifiestan el acto de fe. Lo explica el mismo san Pablo:
En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos (Ef 2,8-10).
Los que pretendéis ser justificados en el ámbito de la ley, habéis roto con Cristo, habéis salido del ámbito de la gracia. Pues nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor (Gal 5,4-6).
La perseverancia en la fe
[162] La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
Una vez más hay que hacer compatible este aspecto de la fe con su aparente contrario: es necesaria la perseverancia en la fe, el trabajo por mantener y acrecentar la fe, a la vez que partimos de que la fe es un don gratuito de Dios. Pero es que los dones de Dios no se dan como algo ya terminado y que no puede perderse, sino como algo que hay que conservar y acrecentar. Recordemos las parábolas de las diez vírgenes (Mt 25,1-13) y de los talentos (Mt 25,14-30).
La fe puede perderse, aunque no es tan fácil perder la fe como piensan algunos, que afirman perder y recuperar la fe por problemas, conveniencias o caprichos. Realmente podemos dudar de que el que afirma que ha perdido tan fácilmente la fe la haya tenido realmente. Perder la fe -aunque en teoría se podría renunciar a ella en un solo acto- normalmente supone una serie de opciones suficientemente conscientes y mantenidas en el tiempo, que suelen conllevar no alimentar la fe, ponerla en peligro, despreciar las llamadas a la conversión y abrazar una vida moral incompatible con la fe.
En positivo, este número del Catecismo nos enseña algo enormemente importante y práctico: es necesario cultivar y alimentar la fe. Y además nos propone una serie de medios concretos y necesarios:
- -Alimentar la fe con la Palabra de Dios: tanto la Palabra de Dios proclamada en la liturgia y explicada en la homilía, como la Palabra de Dios leída y meditada en el diálogo personal con Dios, como otros medios de acercamiento a la Palabra, tales como buenos libros o cursos de formación.
- -Pedir a Dios que nos aumente la fe, como los personajes del Evangelio que recuerda el Catecismo: el padre del niño poseído que grita a Jesús: «Creo, pero ayuda mi falta de fe» (Mc 9,24), o los mismos apóstoles cuando Jesús les propone perdonar siempre: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5). El mismo Jesús pide que Pedro no pierda la fe ante la dura prueba de la pasión y de su traición: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Creemos que no sería salirnos de lo que quiere decir el Catecismo afirmar además que la oración verdadera como diálogo personal y amoroso con Dios es un alimento necesario y eficaz para conservar y aumentar la fe.
- -Mantener viva la fe por medio del amor: del amor a Dios y a los hombres. Una fe que no actúa empieza a morirse. Recordemos las palabras de Gal 5,6 citadas poco antes: «La fe que actúa por el amor». La reflexión del apóstol Santiago, siempre tan claro y contundente, que cita el Catecismo merece ser leída y meditada, para que nos lleve a aplicárnosla con sinceridad:
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe». Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil? Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por sus obras al ofrecer a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ya ves que la fe concurría con sus obras y que esa fe, por las obras, logró la perfección. Así se cumplió la Escritura que dice: Abrahán creyó a Dios y eso le fue contado como justicia y fue llamado «amigo de Dios». Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe. Del mismo modo también Rajab, la prostituta, ¿no fue justificada por sus obras al acoger a los mensajeros y hacerlos salir por otro camino? Pues lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta (St 2,14-26).
- -Sostener la fe por medio de la esperanza en Dios en medio de las dificultades: la esperanza de que Dios hace que todo sirva para bien a los que aman a Dios (cf. Rm 8,28) y que nada ni nadie puede apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo (cf. Rm 8,35-39). Porque frecuentemente, cuando las personas se lamentan de dudas de fe a causa de los problemas y sufrimientos, lo que ha recibido un fuerte golpe del que deben recuperarse es más la esperanza en Dios que la fe en él.
- -Alimentar la fe con la fe de la Iglesia, especialmente accesible en la liturgia. Para que la fe no naufrague es imprescindible buscar la sintonía de lo que cada uno cree con la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. El mismo Catecismo es un excelente instrumento para alimentar la propia fe con la fe de la Iglesia. En el próximo tema nos dedicaremos más detenidamente a la dimensión eclesial que debe tener la fe: debemos poder decir a la vez «creo» y «creemos» sin distinciones ni rupturas.
Nos vamos a atrever a señalar que, además de manifestar y alimentar la fe por medio de la caridad, hay actos específicos de fe -como los que contemplábamos en Abrahán y en María en el tema anterior- que son imprescindibles para que la fe crezca y se fortalezca y, a menudo, constituyen momentos claves en la vida del creyente para que dé un salto de gigante en la fe68.
La fe, comienzo de la vida eterna
[163] La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1Co 13,12), «tal cual es» (1Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» (San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
La fe nos da, ya en esta vida, el anticipo de la vida eterna, porque Dios, especialmente por medio de Jesucristo, nos muestra su rostro y se nos entrega realmente. La fe acoge realmente a Dios, su conocimiento y su amor. Comienza ya en este mundo la entrega mutua que supone la revelación y la fe.
La fe es un encuentro personal, en el que Dios abre al hombre el secreto de su divina conciencia y así invita a la amistad, y el hombre entra en la intimidad divina. La fe es comunión del hombre con Dios69.
En el Evangelio de san Juan aparece con claridad que, con la fe, ya comienza la vida eterna: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,40).
Ya gozamos realmente del amor y del conocimiento de Dios, de su vida eterna, pero todavía no plenamente. Hay una plenitud que sólo se alcanzará en el cielo. De nuevo nos encontramos con dos polos aparentemente contradictorios que hay que mantener a la vez: ya gozamos de la vida eterna, pero la gozaremos plenamente sólo en el cielo, en la comunión plena con Dios, en la visión cara a cara. En el cielo ya no hará falta la fe, sólo quedará el amor. Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor (1Co 13,13), cuando lleguemos a la plenitud de la vida con Dios en el cielo ya no hará falta ni la fe ni la esperanza, pero quedará el amor, porque el amor no pasa nunca (1Co 13,8).
La fe, como veíamos en la definición de Heb 11,1 es «fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve». La plenitud de conocimiento y comunión sólo se dará en el cielo, pero allí ya no se esperará se poseerá, ya veremos cara a cara, por lo que ya no hará falta ni un fundamento para la esperanza ni una garantía para lo que no se ve.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios (1Co 13,12).
Mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en fe y no en visión (2Co 5,6-7).
Esa visión de Dios será transformante (1Jn 3,2: «Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es»). Y por eso, en comparación con ese conocimiento pleno, el que disfrutamos ahora, aunque verdadero anticipo, es parcial.
La fe oscura: la prueba de la fe y la noche de la fe
[164] Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta» (1Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
[165] Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
Nueva aparente contradicción: la fe es luminosa y oscura a la vez. A veces oscura por la luz excesiva que desborda la capacidad humana, a veces luminosa porque la pequeña llama de la fe se hace especialmente brillante en la oscuridad.
Hay una oscuridad propia de la fe de la que ya hemos hablado al comentar el n. 157. Aquí se señalan dos nuevas formas de oscuridad:
- a) la prueba de la fe, que es necesaria y que contemplamos en los modelos de la fe (cf. n. 145-146.148-14);
- b) las tentaciones contra la fe que surgen especialmente a partir de los acontecimientos sociales o personales que parecen contradecir la verdad del amor de Dios. Es necesario detectar y superar estas tentaciones contra la fe y afrontarlas valientemente: es el momento de mantener la visión de fe de los acontecimientos, del acto de fe, de la confianza…
Hay que tener en cuenta que la prueba de la fe es necesaria porque es la que nos permite dar el salto a la unión con Dios: ni los ángeles caídos, ni nuestros primeros padres superaron la prueba de la fe; Abrahán y María, sí. Jesús no la tuvo, porque al ser de naturaleza divina y participar de la visión cara a cara como hombre, está al margen de la dinámica de la fe y no le atañe la prueba de la fe. Nosotros sí tenemos que pasar por la prueba de la fe porque tenemos el suficiente conocimiento de Dios y la suficiente libertad para aceptar la invitación a la comunión con él o rechazarla:
Ya se trate del pecado de los ángeles o del pecado de los hombres, su intervención está ordenada por una prueba. Dios le pide a la criatura elegir entre él y su voluntad propia. «Él» quiere decir con toda exactitud la intimidad divina tal como la hemos descrito en La visión cara a cara. En cuanto a la voluntad propia de la criatura, debemos preguntarnos cómo puede confundirse hasta rechazar la intimidad que Dios le propone.
Llegamos así a la noción clave que define con toda exactitud en qué consiste la prueba: deriva intrínsecamente de la proposición de la vida divina. El análisis de esta noción nos va a mostrar en qué condiciones singulares debe encontrase situada una criatura a la que se le «propone» la vida divina.
Primero es necesario que la intimidad con Dios -la consagración de la criatura y su invasión por el fuego divino- no esté consumada, como lo está en la visión cara a cara. Cuando la unión transformante está consumada, ya no hay prueba posible: la tradición cristiana es unánime en este punto.
Por otra parte, sin embargo, es necesario que esta unión esté iniciada, sin lo que ya no habría prueba posible; o, por lo menos, esta prueba, que deriva de la propuesta de la vida sobrenatural, la única a la que de hecho han sido sometidos los ángeles y los hombres al principio de la historia, según la tradición judeocristiana.
Debemos, pues, admitir que para la intimidad divina existe otro régimen distinto al del cielo y al de la visión cara a cara, un régimen en el que la invasión del espíritu por la vida trinitaria está iniciada sin estar consumada. Este régimen es el de la fe, «aprendizaje de la visión cara a cara». Se dice que es oscuro, a pesar de la luz extraordinaria que conlleva, precisamente porque está ausente la visión cara a cara, y porque en esta ausencia las luces mayores nos sumergen en una oscuridad más profunda que cualquier luz70.
No hay invitación a la comunión con Dios sin que aparezca la prueba de la fe. Por lo tanto, esta prueba es el único problema que realmente importa:
La prueba de la fe es el único problema de la vida. No hay otro. Pasé quince años de mi vida planteándome problemas. Y después, un buen día comprendí que no había problemas: existe la luz y las tinieblas, y nada más.
Los problemas que se plantea la filosofía moderna son un esfuerzo de las tinieblas para apoderarse de la luz y para definir la luz en términos de tinieblas; no es extraño que se vuelvan locos… No hay otra cosa que hacer que dejarse transformar por la luz: entonces comprendemos todo.
Las únicas dificultades son las de la fe y la esperanza: en rigor no hay otras. Todo lo que nos inquieta y nos parece peligroso no lo es: el único peligro que corremos es no superar la prueba de la fe.
¡Cierto! Es seguro que el peligro existe, y no viene de las complicaciones o de los sufrimientos de la vida. Este peligro existe desde el principio para los ángeles y para nuestros primeros padres que, no obstante, estaban al abrigo de todas las miserias. A los unos y a los otros, Dios les propuso una cosa muy simple: «O seguís vuestras ideas o seguís las mías. Si seguís las mías, recibiréis la felicidad por la fe y la esperanza». Para superar esta prueba basta con ser humilde, o mejor dicho, permanecer humilde71.
Por otra parte, no deben extrañarnos las tentaciones contra la fe que aparecen especialmente vinculadas a las dificultades y sufrimientos, no sólo exteriores, sino también interiores y en la misma vida espiritual. El contemplativo debe tenerlas muy en cuenta:
Lo que el enemigo pretende es hacernos dudar, no de la existencia de Dios, sino de que Dios actúa realmente. Ésta es la tentación contra la fe que debemos temer, conscientes de que el enemigo no quiere que dejemos de creer en Dios, por lo menos en su existencia teórica, sino que dejemos de creer en el Dios vivo y verdadero, que nos ama con amor infinito y actúa en nosotros de forma extraordinaria.
Las tentaciones de este tipo se apoyan en la falta de fe en el amor de Dios. Esto es algo que flota en el ambiente, como consecuencia de la falsa imagen que hoy se tiene del rostro de Dios, que nos lleva a creer que las dificultades de la vida son más verdaderas e importantes que la gracia. Por lo tanto, cuando tenemos problemas, nuestra mirada se dirige espontáneamente a las dificultades, y caemos en el miedo, la incertidumbre o la angustia. Recordemos de nuevo lo que le pasó a Pedro, cuando el Señor le permitió ir hacia él caminando sobre las aguas (Mt 14,22-34): mientras Pedro mantuvo fijos sus ojos en Jesús y creyó posible el milagro, caminó seguro sobre la superficie del lago; pero cuando se fijó en la fuerza del viento, en la tormenta y las altas olas…, entonces comenzó a hundirse72.
Especialmente el contemplativo tiene que contar con la oscuridad de la fe, porque sabe que la noche oscura de la fe es el paso necesario para alcanzar el matrimonio espiritual, que es su meta en este mundo y el mayor anticipo del cielo.
CANCIONES en que canta el alma la dichosa ventura que tuvo en pasar por la oscura noche de la fe, en desnudez y purgación suya, a la unión del Amado.
1. En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
2. A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
3. En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
4. Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía…
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, argumento).
La fe es la luz y guía que arde en el corazón y que guía en una oscuridad necesaria, que se convierte en noche dichosa porque, aunque se camina a oscuras, se llega al encuentro con el Amado.
El contemplativo asume la necesidad de caminar hacia la unión con Dios en la oscuridad, guiado sólo por la fe. En la oscuridad del mundo y a veces en la oscuridad de la misma relación con Dios, el contemplativo busca de todo corazón a Dios apoyado en una luz que recibió y que le guía en la oscuridad, que le muestra un camino que es imprevisible y muchas veces desconcertante para él.
La gracia de la vocación contemplativa comporta la capacidad de adentrarse en la fe, no sólo como el camino hacia la unión esponsal con Dios, sino también como la esencia y el motor de la propia vida. Al contrario de muchos cristianos, para los cuales la fe se reduce a una adhesión, intelectual o moral, a unas verdades, el contemplativo descubre a Dios como el enamorado que le busca apasionadamente con el deseo de convertirse en lo único necesario en su vida73; y, a partir de ahí, se deja conquistar por ese amor infinito de Dios y se abandona incondicional y ciegamente en sus manos, lanzándose hacia él en la oscuridad de la noche, iluminado tan sólo por una estrella que vio brillar un día y que no sabe a dónde lo va a llevar74. Esta entrega le impulsa a adherirse a la voluntad de Dios de manera total y llena de amor, y así encuentra la luz que da sentido a la vida, a los sufrimientos, a las dificultades, a todo; y lo que le permite caminar, sufrir, luchar, caer y levantarse, tratando de ser fiel a un Dios que le llama y al que no ve, sobrellevando con alegría las confusiones, las sorpresas, las fatigas y los sobresaltos que conlleva la fidelidad en el amor a Dios. De este modo, la fe se convierte en el rescoldo que le ilumina y conforta en las luchas más terribles de la vida, convirtiéndose en la misma vida del creyente75.
El Catecismo por medio de la carta a los Hebreos (12,1-2) -que en Heb 11,1 relacionaba fe y esperanza- nos invita a lanzarnos a la meta apoyándonos en los testigos de la fe que recorrieron antes este camino y fijando la mirada en nuestra meta, que no es otra que el mismo Jesús, en el que se apoya nuestra fe y que es, al mismo tiempo, el término al que conduce nuestra fe76.
NOTAS
- Antes de abordar este tema es necesario haber trabajado el tema anterior de nuestra web «La respuesta a la Revelación: la fe».
- S. Pié-Ninot, La teología fundamental, Salamanca 2001 (Secretariado Trinitario, 4ª ed.), 192.193, que cita a Clemente de Alejandría, Strom. VII: «La fe es, por así decirlo, un conocimiento sintético».
- Comenta R. Latourelle, Teología de la Revelación, Salamanca 1979 (Sígueme, 4ª ed.), 473: «¿En qué consiste esta revelación? No se trata evidentemente de una expresión distinta y auténtica del Padre que, añadida a las declaraciones de Cristo, indique a Pedro quién es Cristo; es, en cambio, tan poco distinta que Cristo advierte a Pedro la acción de la que ha sido objeto […] se adhiere dócilmente al testimonio del Padre que está en los cielos: Pedro se abre a la luz venida de arriba».
- Quizá es conveniente señalar como a continuación, cuando el mismo Pedro se deja llevar por sus propias ideas e intereses (por «la carne y la sangre») se convierte en un obstáculo para los planes de Jesús, de modo que realiza la misma función que Satanás: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”. Jesús se volvió y dijo a Pedro: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios”» (Mt 16,21-23).
- Latourelle, Teología de la Revelación, 472.
- También sería útil hacer mención de aquellos lugares en los que san Pablo emplea los términos iluminación y unción para hablarnos del don de la fe como acción de Dios, que él mismo experimentó: «El Dios que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2Co 4,6); «Es Dios quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros; y además nos ungió, nos selló y ha puesto su Espíritu como prenda en nuestros corazones» (2Co 1,21-22). Cf. Latourelle, Teología de la Revelación, 474.
- «Dios me sale al encuentro con su atracción interior, de modo que me apoyo en él para aceptar el mensaje aunque quizás no entienda el contenido de lo revelado. Es la misma fuerza de Dios la que me hace aceptar el mensaje. Doy pues el consentimiento, en último término, apoyado en la gracia de Dios. He aquí la sobrenaturalidad absoluta de la fe como don de Dios» (J. A. Sayés, Compendio de teología fundamental. La razón de nuestra esperanza, Valencia 1988 (Edicep), 487).
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 197.
- J. Mouroux, Carácter personal de la fe, en L. Alonso Schökel (dir.), Comentarios a la constitución Dei Verbum sobre la divina revelación, Madrid, 2012 (BAC), 197, que cita a santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de veritate, q. 27, a. 3, ad 12.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 487.
- Latourelle, Teología de la Revelación, 481.
- Latourelle, Teología de la Revelación, 475.
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 197.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 197.
- Latourelle, Teología de la Revelación, 480. Anteriormente había afirmado refiriéndose a los textos de la Escritura que hemos mencionado: «Todos los pasajes estudiados hablan de la acción interior que va unida a la palabra exterior. Esa acción es una atracción, una iluminación, un testimonio, una enseñanza, una revelación, una unción. Hay en nosotros alguien que obra el primero: iniciativa soberana que nos invita a creer en la palabra de Cristo anunciada exteriormente. La respuesta es libre, pero va injertada en la iniciativa de Dios. La respuesta, del hombre a la palabra de Dios está ya como comenzada en la atracción de la gracia. La existencia cristiana comienza con esta primera empresa, con esta primera pasividad. La palabra no nos llega sola, sino con el soplo del Espíritu, que fija la palabra y hace que permanezca en el alma» (p. 475). Es interesante añadir con palabras de Latourelle, que «atracción interior y palabra exterior van unidas, pero la atracción no es revelación» (p. 478), que «el anuncio exterior y la atracción interior obran armónicamente» (p. 481) y que, por lo tanto, «la atracción está al servicio del evangelio» (p. 481).
- Latourelle, Teología de la Revelación, 475.
- Latourelle, Teología de la Revelación, 480.
- Nos tememos que, por lo menos, algunas ediciones castellanas del Catecismo traducen «presentar» por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y voluntad, cuando el texto del Concilio Vaticano I, dice, lógicamente, «prestar» la obediencia plena de la inteligencia y la voluntad (cf. J. Collantes, La fe de la Iglesia católica, Madrid 1984 (BAC, 2ª ed.), 53, que traduce el texto latino «intellectus et voluntatis obsequim fide praestare tenemur» como «prestarle, por medio de la fe, una total sumisión de entendimiento y voluntad». La traducción francesa traduce «présenter», quizá con el sentido de «ofrecer» o «dar», y la inglesa traduce «yield», que puede tener el significado de «ceder» o «rendir».
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 201.
- Pueden recordarse los n. 1 y 27 del Catecismo, comentados respectivamente en los temas de nuestra web «El prólogo del Catecismo» y «La búsqueda de Dios».
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 200.
- Sobre la posibilidad y limitaciones del conocimiento racional de Dios pueden leerse los n. 31-38.47 del Catecismo y el comentario a los mismos en nuestro tema «El conocimiento de Dios».
- Ciertamente esta fe humana, como sucede con la fe en Dios, tiene sus razones para creer; y la entrega de la libertad a otro ser humano no puede ser del mismo nivel que la entrega a Dios que supone la obediencia de la fe. Recuérdese lo que dijimos en el apartado Sólo Dios es digno de fe de nuestro tema «La respuesta a la Revelación: la fe».
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 482.
- «Era pues necesario afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar al conocimiento de la fe» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 53).
- Véase la n. 19.
- El Concilio Vaticano I recoge la cita de Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 2, a. 9, afirmando: «El hombre ofrece a Dios una obediencia libre consintiendo y cooperando con su gracia a la que podría resistir» (DS 3010 – Dz 1791).
- El Catecismo hace referencia al Concilio Vaticano I: «Esta fe, que es el principio de la salvación humana, la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos» (DS 3008 – Dz 1789).
- La fe y la razón, aunque no se oponen ni se contradicen, son de órdenes distintos: «El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: “Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia” [DS 3015]. La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la “plenitud de gracia y de verdad” (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1Jn 5,9: Jn 5,31-32)» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 9). «Para el santo Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón. En efecto, ésta no está llamada a expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 42).
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 132, que se apoya en el texto del Concilio Vaticano I de la nota anterior.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 481-482.
- San Agustín, De praedestinatione sanctorum, 2, 5, citado en Juan Pablo II, Fides et ratio, 79.
- Cf. el canon 3 de la fe de la Constitución dogmática sobre la fe católica del Concilio Vaticano I: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y que, por lo tanto, deben moverse a la fe por la sola experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema» (DS 3033-Dz 1812).
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 134, que cita DS 3010-Dz 1791: «Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, “puede consentir a la predicación evangélica”, como es menester para conseguir la salvación, “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad”».
- «La verdad de la Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el “misterio” de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32)» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 13).
- Se cita de nuevo el Concilio Vaticano I: DS 3008-Dz 1789.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 192-193.
- Ciertamente hay casos extraordinarios en los que la sobrenaturalidad y razonabilidad de la fe se conjugan de formas distintas, como el de Paul Claudel en los que la gracia interior es suficiente al principio y después es necesario un largo proceso para aceptar la razonabilidad de lo que se ha creído: «Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!”. Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción. ¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba […] Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible! Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió» (Carta a su amigo Gabriel Frizeau). Algo parecido aparece en la conversión de Edith Stein: «Por otra parte, podemos recibir esta luz muy simple sin encontrar físicamente la más mínima mirada humana: es Edith Stein, judía, filósofa y agnóstica, que lee en una sola noche la autobiografía de Teresa de Ávila y cerrando el libro, hacia las 4 de la mañana, declara: “ESTO ES LA VERDAD”. Salió entonces para comprar un catecismo y un misal, signo muy claro de lo que queda por hacer cuando se ha sido deslumbrado de este modo: arrodillarse para recibir de la Iglesia, bocado a bocado, lo que se ha comprendido ya totalmente en un relámpago. En resumen: el encuentro con Cristo puede hacerse en la ausencia de su propio cuerpo físico, a través de su rostro eternamente presente en su Cuerpo místico; puede hacerse en el fondo de nuestro corazón en la ausencia de todo rostro físico (Edith Stein); puede realizase, por último, discretamente, sin provocar el trastorno espectacular que se observa en los grandes conversos» (Molinié, Una divina herida, Introducción: M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, I, Une divine blessure, Paris 2001 (Téqui), 13-14).
- Cf. Sayés, Compendio de teología fundamental, 482-484.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 485.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 486-487.
- Cf. p. ej., Pié-Ninot, La teología fundamental, 309, que concluye: «Existe un núcleo histórico indudable de la actuación de Jesús como “taumaturgo”, especialmente como exorcista y como sanador -curando enfermos, recuperando “marginados”-, que impresionó, y, a su vez, irritó a sus contemporáneos y por eso fue no solo “signo”, sino “signo de contradicción”».
- Cf. Latourelle, Teología de la Revelación, 486-499.
- Latourelle, Teología de la Revelación, 491-492. Ya Orígenes en los primeros siglos del cristianismo expresa con claridad esta función de los milagros: «Los cristianos, en sus comienzos, se juntaron maravillosamente en un cuerpo social más por obra de milagros que por discursos de exhortación que los moviera a dejar sus tradiciones patrias y aceptar lo que difería tanto de ellas. Efectivamente, si hay que dar una explicación verosímil de cómo al principio formaron los cristianos una sociedad, diremos que no es probable que los apóstoles de Jesús, hombres sin letras y vulgares (cf. Act 4,13; supra I 62; III 39), se animaran a predicar el cristianismo a los hombres por otro motivo que por la virtud que les había sido dada, y la gracia que había en su palabra para poner las cosas de manifiesto. Ni es tampoco probable que sus oyentes abandonaran sus usos y costumbres tradicionales, de tanto tiempo arraigados, de no haber habido una fuerza considerable y hechos milagrosos que los movieran a pasar a doctrinas tan extrañas y ajenas a las en que se habían criado» (Orígenes, Contra Celso, VIII, 47, Madrid 1967 (BAC), 559).
- J. Alfaro, Sacramentum mundi, 3, 108, citado en Sayés, Compendio de teología fundamental, 477.
- Molinié, Adoración o desesperación, nº 25: M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir. Une catéchèse pour les jeunes… et les autres, Chambray 1989 (C.L.D.), 138.
- Molinié, Una divina herida, Introducción: M.-D. Molinié, Une divine blessure, 12-13.
- H. de Lubac, Comentario al preámbulo y al capitulo primero, en V. A., La Revelación Divina, Madrid 1970(Taurus)I, 272, citado en Pié-Ninot, La teología fundamental, 310.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 307.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 199.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 485.
- Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 45, a. 2.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 203.
- Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 45, a. 1.
- Sayés, Compendio de teología fundamental, 489.
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 202.
- Mouroux, Carácter personal de la fe, 204.
- Cf. Mouroux, Carácter personal de la fe, 203.
- Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, II-II, q. 2, a. 10, citado en Pié-Ninot, La teología fundamental, 178.
- Pié-Ninot, La teología fundamental, 175ss y 179ss, subraya el fundamento bíblico de esta dinámica en el texto griego y latino de 1Pe 3,15: «Dispuestos siempre a dar respuesta a todo aquel que os pida razón de la fe y esperanza que hay en vosotros», e Is 7,9: «Si no creéis, no comprenderéis».
- En esta relación entre razón y fe debe quedar siempre clara la primacía de la fe, como gracia, tal como vimos en el n. 153: «No accederán a la fe por la razón, sino que se deleitarán con la inteligencia sobre lo que creen» (San Anselmo, Cur Deus homo, I, 1); «no busco, en efecto, entender para creer, sino que creo para entender. Pues creo esto, porque si no creyera, no entendería» (San Anselmo, Proslogion, 1); «el conocimiento no antecede a la fe, sino que le sigue» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Ioannem, 4,4). Textos citados en Pié-Ninot, La teología fundamental, 177.180.
- M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1989 (Palabra, 3ª ed.), 172.
- San Agustín, Sermón 117, 3,5. La cursiva es nuestra.
- Proceso de canonización de Nápoles, en Angelico Ferrua, S. Thomae Aquinatis vitae Fontes Praecipuae, Alba, Edizione domenicane, 1968, pp. 199-373, LXXIX, pp. 318-319, citado por Edualdo Forment Giralt, El misterio en la vida y en la obra de Santo Tomás de Aquino: Cuadernos del Instituto Filosófico de Balmesiana 132 (2005) 277-293.
- Recuérdese lo que ya dijimos del fundamentalismo en nuestro tema de formación «La Sagrada Escritura interpretada en la Iglesia» en el apartado Sentido literal y lectura fundamentalista de la Biblia. Baste recordar lo que dice Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, I, F, de la lectura fundamentalista de la Escritura que «excluye todo esfuerzo de comprensión de la Biblia que tenga en cuenta su crecimiento histórico y su desarrollo. Se opone, pues, al empleo del método histórico-crítico, así como de todo otro método científico para la interpretación de la Escritura», y, por lo tanto «tiene tendencia también a una gran estrechez de puntos de vista, porque considera conforme a la realidad una cosmología antigua superada, solamente porque se encuentra expresada en la Biblia. Esto impide el diálogo con una concepción más amplia de las relaciones entre la cultura y la fe. Se apoya sobre una lectura no crítica de algunos textos de la Biblia para confirmar ideas políticas y actitudes sociales marcadas por prejuicios, racistas, por ejemplo, y completamente contrarias al evangelio cristiano […] El fundamentalismo invita tácitamente a una forma de suicidio del pensamiento».
- Molinié, La prueba de la fe, Nota C: M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, V, L’épreuve de la Foi et la chute originelle, Paris 2001 (Téqui), 232.
- Molinié, Adoración o desesperación, nº 3: M.-D. Molinié, Adoration ou désespoir, 17.
- Hemos descrito con cierto detalle la realidad de los «actos de fe» en nuestro retiro «El realismo de la fe», especialmente en el apartado La obra de la fe o «fe en acto».
- J. Alfaro, Sacramentum mundi, 3, 112-113, citado en Sayés, Compendio de teología fundamental, 481.
- Molinié, La prueba de la fe. Introducción, III: La prueba de la fe: M.-D. Molinié, L’épreuve de la Foi, 32-33.
- Molinié, Nacer de nuevo. Introducción: Naître de nouveau, d’après le Père Molinié, Pneumathèque 1994, 3ª ed. (Burtin), 5-6.
- Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), 57-58.
- Véase Dt 6,5: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (cf. Mt 22,37-38); Lc 10,42: «Solo una (cosa) es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada»; Cant 3,4: «En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma. Lo abracé y no lo solté».
- Véase Gn 12,1: «El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré”»; Mt 2,2: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 112-113.
- Recuérdese lo dicho en el apartado Creer sólo en Dios del tema «La respuesta a la Revelación: la fe», a propósito del aspecto de la fe que estaba orientado a la comunión con Dios en este mundo y para siempre, lo que la teología denomina Credere in Deum: el aspecto de la comunión definitiva con Dios que tiene que ver con la fe como itinerario, lo que san Agustín explicaba diciendo: «Amar creyendo, ir hacia Dios creyendo y ser incorporado a sus miembros creyendo» (In evangelium Johannis tractatus, 29,6).