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I. El «aquí estoy» en el Antiguo Testamento

1. Introducción

Los que vamos a hacer este retiro deseamos profundizar en nuestra relación con Dios y responder del mejor modo posible a su llamada. Por eso entramos en esta experiencia de oración. Pero, a la vez, somos conscientes de la dificultad que entraña dar esa respuesta y que, con frecuencia, le fallamos a Dios, en gran medida porque estamos condicionados por nuestras limitaciones y por el mundo en el que vivimos. Por eso necesitamos referencias claras que nos indiquen el camino de la fidelidad a la gracia y nos animen a recorrerlo de manera concreta y realista.

En nuestro mundo, marcado por relaciones superficiales y compromisos frágiles, no se encuentran fácilmente compromisos personales que sean sólidos y que se mantengan en el tiempo. Hoy, la firmeza de una relación, y la disponibilidad que comporta de una persona con respecto a otra, están condicionadas por la angustia de evitar el sufrimiento personal. Éste es previsible en una relación personal de amor, ya que vivimos en un mundo marcado por la finitud, la inestabilidad y el pecado. Sin embargo, toda intimidad personal madura se sustenta sobre la mutua implicación, a pesar de las dificultades. Las personas que sustentan esa relación se comprometen en una entrega recíproca, tejida de confianza y disponibilidad. Sin ese compromiso fiel la relación se deteriora o degenera en una situación de aprovechamiento y de abuso.

También la relación con Dios, si es una relación madura y verdadera, requiere ese mutuo compromiso, donde Dios y el hombre asumen responsablemente una fiel disponibilidad para con el otro, cada uno según su identidad. Este mutuo compromiso viene descrito sucintamente en la fórmula en la que Dios resume la alianza con su pueblo Israel: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 7,23). Es decir: «Yo seré vuestro Dios para protegeros, defenderos y estar a vuestro lado; y vosotros seréis mi pueblo para amarme, cumpliendo mi alianza».

Desde el momento en que Dios e Israel establecen la Alianza, aceptan esa mutua pertenencia y, como consecuencia, se comprometen a una mutua disponibilidad, especialmente en los momentos de mayor necesidad. Naturalmente, esa disposición fiel a estar presente y disponible se modula de forma muy distinta para Dios y para el hombre. Para Dios comporta la protección paternal, el consuelo y la defensa de su «hijo»; para Israel, la atención y la disponibilidad para con Dios, aceptando dócilmente sus requerimientos.

Ambas disposiciones, de Dios y de Israel, se condensan muy significativamente en una expresión que se repite algunas veces en la Escritura: «hinnení». Esta expresión hebrea -y su equivalente griega- se podría traducir literalmente por «aquí yo», y de una forma más comprensible la traducen las biblias como: «Heme aquí» o «Aquí estoy». Esta fórmula expresa la presencia fiel y amorosa de Dios ante Israel y de Israel ante Dios.

Profundicemos en el contenido que tiene esta expresión cuando Dios la utiliza ante el hombre, y la actitud que exige cuando la utiliza el creyente ante Dios. De este modo podremos comprender el sentido que la expresión tiene en sí misma, y así poder reproducirla en nuestra vida.

2. El «aquí estoy» de Dios

Dios es la firmeza, la seguridad, la protección para el creyente: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (2Sm 22,2-3). David, el autor de estas palabras, analizando retrospectivamente su existencia, reconoce la fidelidad y la fortaleza con la que Dios le ha custodiado, incluso a pesar de sus pecados.

Dios es firme, es «poderoso defensor en el peligro» (Sal 46,2), su amor no es imprevisible, ni cambia de orientación en función de las situaciones. Dios siempre está disponible para el hombre, especialmente cuando éste le necesita. Es la roca firme, a la cual siempre el hombre puede recurrir: «Él es la Roca, sus obras son perfectas, sus caminos son justos, es un Dios fiel, sin maldad; es justo y recto» (Dt 32,4). Dios es fiel, está siempre disponible para los suyos. La firmeza de Dios no se expresa solo por su auxilio misericordioso, sino sobre todo por su presencia continua en medio de su pueblo.

De hecho, Dios le asegura su presencia constante, y se compromete -él en persona- a ir con Israel (cf. Ex 33,14). Ya desde el principio de la salida de Egipto, la columna de nube y fuego, signo de la presencia salvadora de Dios, guía al pueblo. En el Sinaí esa temible Presencia se hace terriblemente evidente. Esa firme presencia salvadora es lo que da a Israel toda su seguridad. Por eso, Moisés no está dispuesto a ponerse en marcha desde el Sinaí hacia la Tierra prometida si Dios no camina con ellos: «Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí» (Ex 33,15), le dice a Dios. De esa forma deja claro que para él es más importante la presencia de Dios que alcanzar la Tierra de las delicias. El Arca de la Alianza y la Tienda del Encuentro expresan de forma muy clara esa voluntad de Dios de acompañar a su pueblo peregrino, aunque esa divina compañía exige de Israel una verdadera conversión para no quedar aplastados por la majestad divina. El Pentateuco se refiere a la Tienda como la «Presencia». Y, cuando Israel se instala en la Tierra Prometida, esa presencia se prolonga en el templo, lugar donde reside la Gloria del Señor (cf. 1Re 8,10-11). Israel sabe que su mayor riqueza es la presencia de Dios, una presencia que no es estática, sino activa y salvadora.

Dios no está nimbado de gloria en su cielo lejano, sino que está presente en medio de Israel, liberándolo, luchando en su nombre, caminando con él por el desierto. Es un Dios que está especialmente cercano cuando más lo necesita su pueblo, para protegerlo: «Esto dice el Señor del universo: Aquí estoy yo para salvar a mi pueblo de Oriente a Occidente» (Zac 8,7). El «aquí estoy» de Dios manifiesta su disponibilidad para salvar a su pueblo. Y lo que es consuelo y salvación para Israel, se convierte en amenaza y maldición para sus enemigos, como le prometió Dios a Abrahán: «Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan» (Gn 12,3). Dios está aquí para hacer frente a los que amenazan a su pueblo: «Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto […]. Por eso, aquí estoy contra ti y contra tu Nilo» (Ez 29,3.10). Todos los enemigos de Israel -Tiro, Sidón, la Montaña de Seír, Nínive, el rey Gog…- son amenazados con la misma expresión: «Aquí estoy contra ti»1. Dios no duda en ponerse junto a su pueblo para infundirle confianza y defenderle de sus enemigos: «En respuesta, dice el Señor: Aquí estoy en defensa de tu causa, voy a vengarme en tu nombre» (Jr 51,36). El Señor es un Dios que toma partido con su presencia salvadora en favor de su pueblo.

Aunque Israel no siempre sea consciente de esa protección, Dios sigue defendiéndole con la esperanza de que su pueblo, agobiado por los enemigos y el pecado, algún día descubra quién está amparándolo: «Por eso, mi pueblo reconocerá mi nombre. Un día sabrá que era yo quien decía “Estoy aquí”» (Is 52,6). Incluso cuando por el pecado Israel se aleje de Dios, Dios no le abandona definitivamente: «No temas, Jacob, siervo mío ‑oráculo del Señor‑, pues aquí estoy contigo. Acabaré con todas las naciones por donde te había dispersado, pero no acabaré contigo, aunque debo castigarte con justicia, pues no puedo dejarte impune» (Jr 46,28). En medio del castigo, Dios sigue recordando a su pueblo que él «está aquí», como fórmula de confianza y de esperanza.

El «aquí estoy» de Dios siempre es una presencia salvadora, pues une la solidez de su ser y el amor de su corazón. Cuando esto no se percibe, o cuando el hombre sólo capta la presencia intensiva de Dios, entonces cae en la angustia propia del que se siente vigilado por una Presencia sofocante, que se percibe acusadora:

Me consumo; no he de vivir eternamente, déjame tranquilo, mis días son un soplo. ¿Qué es el hombre para que te ocupes tanto de él, para que pongas en él tu interés, para que le pases revista por la mañana y lo examines a cada momento? ¿Por qué no apartas de mí la vista y no me dejas ni tragar saliva? Si he pecado, ¿en qué te afecta, Guardián de los humanos? ¿Por qué me has tomado como blanco y me he convertido en tu carga? ¿Por qué no perdonas mi delito y pasas por alto mi culpa? (Job 7,16-21).

Pero, realmente, aunque el hombre dañado por el pecado original haya deformado la imagen divina y sienta esa Presencia como acusadora y amenazante, la realidad es que el «aquí estoy» de Dios es siempre una mirada amorosa, no inquisitorial. No obstante, la mirada de Dios -como su Majestad- siempre será terrible, incluso cuando busque la salvación de los suyos. Israel tuvo que aprender con la experiencia que Dios era cautivador pero que resultaba amenazante para la fragilidad humana, según fuera la relación del pueblo con la verdad: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha» (Sal 139,8-10).

Contemplamos la actitud de Dios para con su pueblo expresada con su «aquí estoy» para comprender la respuesta que tendrá que dar el pueblo -y nosotros- a Dios, y poder entrar, así, en esa relación recíproca de entrega.

Como veremos, entre las criaturas humanas, sólo María fue capaz de soportar siempre con alegría la mirada salvadora del Eterno, y sólo ella fue capaz de permanecer siempre, con plena consciencia, ante su Presencia.

Fundamento del «aquí estoy» de Dios

En definitiva, Dios siempre está allí cuando su pueblo le necesita, e Israel es consciente de que el Dios omnipotente es su protector: «Señor del universo, ¿quién como tú? El poder y la fidelidad te rodean» (Sal 89,9). Dios puede y quiere salvarlo, por eso Israel acude a su auxilio; y Dios, cuando ve a su pueblo humilde y confiado, no deja jamás de ayudarlo: «Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán» (Sal 89,25). El fundamento del «aquí estoy» de Dios es que Dios es sólido y es amor: su fidelidad expresa su solidez, su misericordia expresa su amor salvador. Poder y amor fundidos en una Presencia continua.

Dios «está» para el pueblo porque es «el que es». Su Presencia es la repercusión de su Ser para la creación. Dios puede estar porque Dios es. «Yo soy» se convierte en su relación con el pueblo en «Yo estoy». Dios puede decir «Estoy» porque es «Yo soy». De hecho, le dice a Moisés «Yo estoy contigo» (Ex 3,12) y después le revela la causa: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros» (Ex 3,14). Por eso Dios es fiel. Su fidelidad dimana ante todo de su solidez, y ésta fluye de su ser. Esta solidez explica la permanencia de sus designios, la fidelidad a sus promesas. Pero como «Dios es amor» (1Jn 4,8) su solidez es salvadora: no sólo está, sino que está para salvar.

El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, hereda esa doble cualidad. En la medida en que es, es amor. De igual modo, también de nosotros se podría decir «el hombre es amor». El largo proceso de su maduración es un crecimiento indisoluble en su capacidad de ser y en su capacidad de amar. Por tanto, el hombre, como Dios, sólo puede «estar» si «es», y sólo puede «ser» si «es amor». Esto es importante si queremos pronunciar un «aquí estoy» a Dios y a los hombres. Más allá de las apariencias, sólo «estoy» en la misma medida en que soy ser humano y amor. De modo que no pocas veces tendremos que elegir entre parecer o ser, pero sólo podremos «estar», de forma significativa y salvadora, si somos.

Sólo hay dos requisitos necesarios -por parte de Israel, y por nuestra parte- para que se manifieste y recibamos esa presencia salvadora: que se esté en el lugar adecuado para el encuentro con Dios y se tenga la actitud precisa para hacer posible dicho encuentro. En cuanto a la primera condición, es muy importante que el hombre le busque allí donde le puede encontrar, porque él está en un lugar concreto y no en otro, Dios no puede hacerse presente en la mentira o cuando el hombre conscientemente mantiene la injusticia. Al contrario, él sobre todo, se hace presente cuando el hombre busca la verdad en el amor: «Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: “Aquí estoy”. Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia» (Is 58,9). Si no le busco en la verdad, no lo puedo encontrar. Ése es el «aquí» de Dios. La verdad es el lugar donde se puede encontrar siempre a Dios. Pero, en segundo lugar, para que Dios esté «aquí» para el hombre se requiere una actitud interior adecuada. Esa actitud es la pobreza y la humildad. No podemos encontrarnos con Dios desde la soberbia. Por eso, el publicano de la parábola fue escuchado en su oración (cf. Lc 18,9-14).

Dios siempre se deja encontrar por el pecador que no se oculta a su mirada: «Buscad y encontraréis» (Mt 7,7). La Palabra de Dios está comprometida, porque él no es voluble o inconstante: Dios no es primero sí y luego no: «Pues el Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue sí y no, sino que en él sólo hubo sí. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él» (2Co 1,19-20). Cristo es la expresión última y definitiva de que el «aquí estoy» de Dios es real y definitivo.

3. El «aquí estoy» de Israel

Como ya hemos dicho, Dios pretende establecer con el hombre una relación recíproca, de mutua presencia y entrega. Él aspira a que también el hombre pronuncie en verdad su «aquí estoy». No como una fórmula vacía, sino como la expresión de una actitud sólida de completa donación. Ciertamente que el «aquí estoy» de Dios es diferente en su contenido del «aquí estoy» del hombre, pero no en su actitud profunda. Ambos expresan una total polarización amorosa hacia el otro, una inquebrantable decisión de entrega y fidelidad. Para Dios, como hemos visto, esa entrega está caracterizada por la disponibilidad salvadora, la protección, la misericordia y el amor paternal. Para el hombre esa donación completa se expresa como acto filial de confianza y entrega, como obediencia, docilidad y amor.

Veamos ahora unos ejemplos de cómo viven algunos personajes del Antiguo Testamento esta disponibilidad, utilizando precisamente esa misma fórmula que veíamos en Dios: «Aquí estoy».

El «aquí estoy» del amigo y del siervo: Abrahán

La vida de Abrahán muestra de una forma plástica lo que supone el «aquí estoy» del hombre ante Dios. Cuando el santo Patriarca es llamado por Dios en Jarán (Gn 12), la respuesta es la obediencia de la fe, pero todavía no es la total disponibilidad a un Dios que aún no conoce profundamente. Abrahán se pone en camino en obediencia apoyado únicamente en la promesa de Dios. Sin embargo, su actitud sólo será la adecuada después de un largo proceso de crecimiento personal, conocimiento y purificación, cuando Abrahán se enfrente con la prueba definitiva a la que Dios le somete: su obediencia ya no se basa en la esperanza del cumplimiento de la palabra de Dios, sino que es la completa docilidad a Dios, más allá de cualquier promesa, incluso de la que encarna su hijo. Por eso su respuesta es sucinta y sólida: «Aquí estoy».

Después de estos sucesos, Dios puso a prueba a Abrahán. Le dijo: «¡Abrahán!». Él respondió: «Aquí estoy». Dios dijo: «Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré». Abrahán madrugó, aparejó el asno y se llevó consigo a dos criados y a su hijo Isaac; cortó leña para el holocausto y se encaminó al lugar que le había indicado Dios. Al tercer día levantó Abrahán los ojos y divisó el sitio desde lejos. Abrahán dijo a sus criados: «Quedaos aquí con el asno; yo con el muchacho iré hasta allá para adorar, y después volveremos con vosotros». Abrahán tomó la leña para el holocausto, se la cargó a su hijo Isaac, y él llevaba el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos. Isaac dijo a Abrahán, su padre: «Padre». Él respondió: «Aquí estoy, hijo mío». El muchacho dijo: «Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Abrahán contestó: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y siguieron caminando juntos. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abrahán, Abrahán!». Él contestó: «Aquí estoy». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo». Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Abrahán llamó aquel sitio «El Señor ve», por lo que se dice aún hoy «En el monte el Señor es visto». El ángel del Señor llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo y le dijo: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz» (Gn 22,1-18).

Por tres veces aparece la respuesta de Abrahán: «Aquí estoy». Dos veces ante Dios y una ante su hijo. Es una expresión profunda que brota de un corazón sólido y entregado, y manifiesta una actitud de total intimidad, confianza y disponibilidad, que sintetiza muy bien la actitud del hombre de fe ante Dios, y también ante los demás, a los que se entrega por amor.

Abrahán siempre está para Dios. Está para acoger la prueba y está para culminarla. Ante el Dios que le habla de noche para exigirle lo impensable y ante el ángel que para su brazo para evitarle lo irreparable, Abrahán está allí, frente a Dios, con la determinación de obedecer a quien ama, cueste lo que cueste.

No manifiesta sus agobios, no pretende que Dios se acomode a sus sentimientos2, no intenta enarbolar las promesas recibidas anteriormente; simplemente obedece con prontitud: «Abrahán madrugó». La presteza en responder a la llamada, así como la actividad de poner eficazmente los medios que le conducen a la inmolación de su hijo, manifiestan que su «aquí estoy» no es una expresión vacía, sino que condensa una determinación alimentada por la locura del amor divino. Abrahán no sólo dice, sino que hace; su actitud se expresa en acciones concretas: madrugó, aparejó el asno, tomó a unos criados, cortó la leña y se puso en camino hacia el lugar del sacrificio. Llegados al lugar, levantó el altar, apiló la leña, ató a su hijo, lo puso sobre el altar y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Es una magnífica descripción de lo que es cumplir la voluntad de Dios, que no tiene nada que ver la mayoría de las veces con sentimientos o emociones espirituales. Su «aquí estoy» es una disponibilidad plena a lo que Dios quiera, que supone un trabajo y un compromiso. Del mismo modo que Dios está dispuesto para cuando Abrahán lo necesita, le pide a Abrahán que esté ante él cuando quiere necesitarlo.

Resulta significativo que las dos veces en las que Abrahán responde a Dios en este texto con la fórmula «aquí estoy» lo hace en un contexto de prueba y sufrimiento: al comienzo, como disponibilidad incondicionada; y, al final, antes de consumar la inmolación de Isaac. También le dice a Isaac «aquí estoy» cuando su hijo lo llama, como signo de que el que está para Dios, está también para los demás. En cambio, cuando el ángel, por segunda vez, se dirige a él para bendecirle y renovar la promesa, Abrahán ya no utiliza esa fórmula. La respuesta «aquí estoy» parece estar destinada a responder en la prueba, no a recibir dones y agasajos, porque el amor verdadero se manifiesta más en la disponibilidad de amor que en la recepción de los frutos de ese amor, más en dar que en recibir.

El «aquí estoy» del enviado: Isaías

Sin duda que Abrahán expresa en el Antiguo Testamento el punto más elevado de la verdadera actitud de fe, confianza y docilidad ante la interpelación de Dios. También otros muchos personajes de la Escritura adoptaron esa misma actitud interna ante Dios. Y algunos de ellos, elegidos por Dios para una misión, expresaron su disposición con las mismas palabras que había utilizado el santo Patriarca. Entre ellos encontramos a Isaías:

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Junto a él estaban los serafines, cada uno con seis alas: con dos alas se cubrían el rostro, con dos el cuerpo, con dos volaban, y se gritaban uno a otro diciendo: «¡Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloria!». Temblaban las jambas y los umbrales al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo». Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: «Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». Entonces escuché la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?». Contesté: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,1-8).

El profeta, aún joven, contempla una teofanía impresionante, que recuerda la del Monte Sinaí, con temblores, profusión de humo y ascuas encendidas. Y en medio de esa terrible manifestación, Dios lanza una pregunta que es una discreta invitación: «¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?». Es una forma discreta de provocar al profeta para que se brinde a cumplir la voluntad aún no manifestada de Dios. Y la respuesta de Isaías, enardecido por el deseo de Dios, no se hace esperar: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).

Ese «aquí estoy» es, una vez más, la expresión del anhelo del hombre de satisfacer el deseo de Dios, y de hacerlo a su propia costa, implicándose y comprometiéndose para colmar las expectativas de su Señor. Dios quiere disponer de la persona del profeta para que realice su encargo, y el hombre quiere disponer de sí para que Dios pueda ejecutar su plan. Este «aquí estoy» va a condicionar a Isaías de por vida: ya nada será igual. Desde ahora y para siempre será el profeta del Altísimo, y su vida será un permanente «aquí estoy» mantenido en el tiempo.

Podríamos decir que el «aquí estoy» de Isaías es la rúbrica que otorga a Dios el control permanente sobre su vida, y que le pone al servicio del Altísimo3.

El «aquí estoy» del necesitado: los pobres de Yahweh

Hemos analizado un «aquí estoy» que brota de la fe y de la obediencia de los amigos de Dios, y otro «aquí estoy» que profieren los enviados de Dios al recibir su misión; pero hay un tercer «aquí estoy», discreto pero eficaz, de los siervos de Dios atribulados. En este caso, encontramos una respuesta llena de confianza al problema del mal que inunda sus vidas y que parece engullirlos para siempre. Es una respuesta que se transforma en una vigorosa invocación a Dios para que actúe. Es la súplica sorda que brota del hombre oprimido por el mal cuando es movido por el Espíritu Santo. Es el grito del pobre abrumado por el peso del «misterio de iniquidad» (cf. 2Tes 2,7) y por la conciencia torturada de que sólo Dios puede liberarle, no ninguna fuerza humana política o social. En medio de su tortura, el hombre eleva su voz esperanzada: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz» (Sal 130,1-2). Y esa oración, como una flecha, parte del corazón enfermo con la esperanza de que «la oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino» (Eclo 35,17), porque el Señor «escucha la oración del oprimido» (Eclo 35,13).

Ese clamor silencioso ni siquiera se atreve a proclamar externamente un «aquí estoy» solemne, para el que no se tiene fuerzas, y le sonaría orgulloso al pobre humillado. Sólo levanta los ojos intentando provocar la mirada de Dios, pues sabe que, si Dios le ve en su situación, no dejará de apiadarse: «A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores […] así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia» (Sal 123,1-2). Es un «aquí estoy» silencioso que sólo reclama la mirada de Dios, antes de dejar de existir; consciente de que esa mirada cambia todo radicalmente: «Piedad, Señor; mira cómo me afligen mis enemigos; levántame del umbral de la muerte» (Sal 9,14).

Es el silencioso «aquí estoy» de los pobres de Yahweh, que esperaban confiados el cumplimiento de las promesas de la venida del enviado del Señor, de aquellos que no ponían su confianza en soluciones políticas o militares, que no ansiaban soluciones humanas precipitadas y provisionales, sino cuyo único consuelo era saber que Dios cumpliría su promesa, y esperaban en ella día y noche; una llamada permanente que dirigen a Dios, presentándole su pobreza como el que dice una y otra vez «aquí estoy» a la espera de que le escuchen y lo rescaten. Ellos son el auténtico Israel, la mejor porción del pueblo de Dios. El grito del creyente angustiado es su forma de recordarle al Señor: «“Aquí estoy”, pobre, inerme, humillado, pero confiado en tu poder». Es la forma más coherente y sabia de permanecer ante Dios desde la verdad y desde la fe, y la manera más eficaz de provocar su «aquí estoy» salvador.

Y da igual que esa opresión sea causada por el propio pecado, por la malicia del mundo o por las asechanzas del enemigo. Si esta opresión rompe el alma y, por la acción del Espíritu Santo, brota de ella el torturado grito de esperanza en un «aquí estoy» humilde, que anhela la salvación desde su conciencia de indignidad, Dios se ve impelido irremediablemente a proferir su «aquí estoy» salvador, porque «cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos» (Sal 34,18-19).

Un buen ejemplo lo tenemos en la actitud de Josafat (2Cro 20,1-25) cuando es informado de que una inmensa multitud, una alianza de enemigos, se dirige a Jerusalén para conquistarla. Agobiado ante un contingente enormemente grande, Josafat y todo Israel recurren a Dios. El rey, respaldado por todo su pueblo y después de convocar un ayuno, se dirige a Dios:

«Señor, Dios de nuestros padres, ¿no eres tú el Dios del cielo, el gobernador de todos los reinos gentiles, cuya mano es poderosa y fuerte, al que nadie puede resistir? […]. Nosotros nada podemos ante la multitud tan numerosa que se nos viene encima. No sabemos qué hacer, sino elevar los ojos a ti». Todos los de Judá con sus pequeños, mujeres e hijos, permanecían en pie ante el Señor (2Cro 20,6.12-13).

Y la respuesta del Señor es inmediata:

No temáis ni os acobardéis ante esa inmensa multitud, pues la guerra no es vuestra, sino del Señor […]. Esta vez no tendréis que pelear. Permaneced quietos y firmes, y veréis cómo os salva el Señor. Judá y Jerusalén, no temáis ni os acobardéis. Salid mañana a su encuentro, que el Señor estará con vosotros (2Cro 20,15.17).

Josafat ha sabido utilizar las promesas del Señor para moverle a salvar a sus pobres, pero tiene que expresar un último signo de su confianza:

Josafat, puesto en pie, clamó: «Escuchadme, los de Judá y habitantes de Jerusalén: confiad en el Señor, vuestro Dios, y subsistiréis; confiad en sus profetas y triunfaréis». Después de consultar al pueblo, dispuso que algunos, revestidos de ornamentos sagrados, fueran en vanguardia, cantando al Señor y alabándolo con estas palabras: «Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (2Cro 20,20-21).

A esa súplica y a esa actitud de confianza, Dios inevitablemente responde:

Llegaron los de Judá al otero del desierto, se volvieron hacia la multitud y no vieron más que cadáveres tendidos por el suelo; ningún superviviente (2Cro 20,24).

Y junto a sus enemigos muertos encontraron un enorme botín de guerra, regalo de Dios.

Se trata de un ejemplo claro de que Dios nunca deja de intervenir cuando recibe la súplica del hombre esperanzado.

4. Significado del «aquí estoy» del hombre

Estos modelos que hemos presentado hasta aquí nos descubren cuál es la actitud que Dios espera del hombre, y nos permite profundizar un poco más en la fórmula empleada, analizando con el máximo detalle los dos términos que la componen. Ésta es la misma respuesta que Dios espera de nosotros.

«Estoy»

La palabra «estoy» expresa, como hemos dicho, la respuesta a una llamada con la propia presencia, llena de consciencia, afecto, respeto y disponibilidad. No es sólo el mero estar físicamente ante Dios, sino una respuesta que implica todo el ser, con una densidad personal completa.

Como en el caso de Dios, tampoco el hombre puede estar sin ser, sin disponer plenamente de sí mismo. Y en la medida en que se da esa propia madurez es más firme y auténtico ese estar. Estoy porque soy. «Estoy» es la forma de ser completamente dueño de mí mismo y plenamente entregado ante alguien que demanda mi presencia y que suscita toda mi entrega.

Nadie puede estar genuinamente si hay una fractura en su capacidad de poseerse a sí mismo en su determinación. Por eso, la deficiencia psicológica condiciona la profundidad de la disponibilidad, pues nadie puede darse plenamente sin poseerse completamente. Y ésa es la razón del trabajo personal que busca la estabilidad psicológica, y que es necesario para disponer de uno mismo y poder entregarse. Pero dicho eso, tampoco podemos obviar que, a menudo, se pueden compensar las carencias psicológicas con una motivación profunda, y nada es más motivador que el verdadero amor. Por eso, el único motor que permite ese estar verdadero, se tenga una mayor o menor consistencia personal, es un amor mayor que todo lo demás. Aunque yo tenga carencias, lo que me hace sólido es el amor. Y si yo de verdad quiero «ser» para «estar», Dios no me va a abandonar; pero previamente tengo que realizar ese trabajo de maduración humana.

Puesto que el amor es el motor de la presencia y la permanencia, nadie puede «estar» si no ha dejado antes todo lo que le vincula a «estar» ante otra realidad o en otro lugar. Por eso, Abrahán necesita ir dejando todo por el camino: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12,1). Como Abrahán aún no conoce de verdad a Dios, y no ha dejado su vida por él, aún no puede decir «aquí estoy» en verdad en este primer encuentro.

También Jesús impone esa libertad completa para poder estar junto a él: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (Lc 9,62). Porque no se puede estar de verdad, con un compromiso completo, sirviendo a dos señores (cf. Mt 6,24).

«Aquí»

Con frecuencia solemos actuar como si nuestro encuentro con Dios tuviera que realizarse en el ámbito que creemos más adecuado o en el que nos encontramos mejor, pero no es así: Dios habita y actúa en el momento presente, que es un «lugar» singular, que el verdadero creyente sabe encontrar porque su fe le lleva a buscar a Dios realmente, allí donde esté y no donde él espera que se encuentre. Y en ese lugar es, también, donde él se entrega a Dios y donde Dios quiere entregarse: no donde uno quiere estar: en su seguridad; sino donde Dios quiere que esté: en la cruz. No puedo encontrarme en cualquier sitio. Si digo de verdad «aquí estoy» es porque estoy disponible donde tengo que estar.

Esa actitud sólo es eficaz, y expresa verdadera disposición, cuando no es el sujeto el que elije dónde ha de otorgarse, sino que se acomoda al requerimiento de la otra persona. Cuando el hombre busca a Dios necesita encontrarlo allí donde realmente está. También Dios ha de encontrar al hombre allí donde el hombre se encuentra: ése es el sentido profundo de la Encarnación, que es el «aquí estoy» definitivo de Dios para el hombre. Se trata de algo recíproco. Dios está para Israel donde su pueblo le necesita: en la tribulación e incluso en el pecado, como vemos en tantas ocasiones, por ejemplo, cuando Jesús camina con los de Emaús que abandonan el seguimiento y la Iglesia. Pero también nosotros tenemos que aprender a estar allí donde él está, nos busca y nos necesita. El «aquí» expresa el lugar y el tiempo donde Dios nos busca, donde Dios quiere necesitarnos y contar con nosotros.

No se trata sólo de estar disponible para Dios, sino que la mejor manifestación de nuestro amor a Dios y de nuestra disposición a entregarnos es que nosotros sepamos estar cuándo Dios nos busca, y en el lugar donde quiere encontrarnos. Yo no elijo el cuándo y el dónde, porque entonces mi disponibilidad estaría condicionada. El «aquí» expresa la realidad de que siempre que Dios me busca me encuentra, no sólo cuando tengo una especial efusión espiritual o un entusiasmo afectivo. Tendríamos que preguntarnos si también nosotros estamos en el lugar y en el momento en que Dios nos reclama, si somos sólidos y firmes en nuestra disponibilidad para con Dios, hasta poder decirle: «Siempre que me has buscado me has encontrado» y «allí donde me has buscado estaba yo».

La tentación que podemos tener aquí consiste en querer estar, no donde Dios nos busca, sino donde nosotros elegimos. Por eso a veces, tratamos de obligar a Dios a que se encuentre con nosotros en el lugar y de la forma que nosotros preferimos. Así, Dios nos puede buscar en la cruz y nosotros podemos querer encontrarlo en la luz, como decía el poeta: «¡Oh, no eres tú mi cantar, no puedo cantar, ni quiero a este Jesús del madero sino al que anduvo en la mar!»4.

¡Cuántas veces le imponemos a Dios nuestros gustos o necesidades psicológicas, y le obligamos a cambiar sus planes para que el encuentro se produzca no allí donde él hubiera deseado, sino en el lugar que nosotros hemos elegido! Eso condiciona nuestro proceso de santificación mucho más que nuestra fragilidad o nuestro pecado5. Realmente es un gran condicionante para nuestro crecimiento obligar a Dios a hacerse presente donde nosotros decidimos y no allí donde él quiere, que suele coincidir con lo que nosotros verdaderamente necesitamos. Dios se acomoda a nuestros planes, porque es respetuoso; y nosotros, sin ser conscientes, cambiamos los planes de Dios. De ese modo encontramos una forma fantástica de vivir nuestro seguimiento de Cristo de un modo diferente al que él tenía planeado porque nos buscaba y nos quería en otro lugar, y no en el «aquí» que le hemos impuesto. Por eso debemos plantearnos constantemente cuál es nuestro «aquí», como una clave esencial de nuestra vida espiritual; pues de no hacerlo así retrocederemos en el proceso de la santidad y pondremos de manifiesto que quizá tengamos una intensa vida espiritual, pero no avanzaremos en la santidad porque estamos en un sitio muy distinto al que quiere el Señor. Si tratamos de vivir en este modo de fidelidad, es posible que vayamos más lentos por el camino que nos propone Dios y tengamos caídas; pero, si elegimos otro camino por el que avanzamos más cómodamente, Dios no nos va a acompañar, ni llegaremos adónde Dios quiere. Si Abrahán le hubiese dicho a Dios que estaba disponible pero no en el sacrificio de la promesa, hubiera cerrado el cauce por el que esa promesa se cumple plenamente, que no es otro que el del despojo y la total sumisión. El «aquí» sugiere que donde Dios nos busca nos encuentra preparados para dar la respuesta de docilidad que él espera. María al pie de la cruz es el modelo acabado, del cual Abrahán con el cuchillo en la mano es un magnífico precedente.

La actitud de los fariseos es la antitética: están donde quieren estar, no donde Dios se manifiesta. Y, como no son capaces de estar allí donde Dios se hace presente, acaban por condenar a Dios mismo, porque no debería estar allí donde ellos no están dispuestos a reconocerlo. El reto que le dirigen en el Calvario: «Que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42) expresa muy claramente su disposición: «Si te haces presente aquí donde yo estoy, nos encontramos; pero si quieres manifestarte donde yo no quiero estar, muérete solo, que ahí no me encontrarás». Cuando, sin dejar de creer en Dios, le exigimos su presencia en donde nos apetece, y no estamos allí donde él está, nos convertimos en unos fariseos.

En el fondo, el problema del activismo que inunda hoy muchas de las actuaciones de la Iglesia tiene esta explicación. Preferimos estar en muchos otros lugares para no estar en el «aquí» que Dios quiere, haciendo muchas otras cosas, para eludir el verdadero encuentro con el Dios verdadero. El activismo nos brinda la oportunidad de estar sin estar, de estar aquí y allí, de ser disponible para todo sin estar comprometido con nada. Es la forma de darle aparentemente a Dios muchas cosas, sin entregar nada de lo que realmente importa. El activismo es índice de que no hemos encontrado nuestro sitio, nuestro «aquí estoy», y manifiesta la falta de peso personal y de madurez cristiana. En último término proclama la fragilidad del propio ser, que, como no es, no puede estar; y mucho menos allí donde se pone a prueba lo verdaderamente importante.

La verdadera oración me permite buscar con garantías el «aquí» en el que Dios se encuentra y actúa para mí, y contemplar ese lugar hasta enamorarme de él, de modo que me sienta fuertemente movido, como Abrahán, a abandonar mi zona de confort hasta encontrar el lugar al que Dios me llama y en el que me espera, convirtiendo mi búsqueda en un ejercicio de fe auténtica y una prueba de mi amor por él.

5. Defectos del «aquí estoy» del hombre

No siempre el hombre está dispuesto a dar la respuesta que Dios espera de él. Incluso, a veces, puede no ser capaz de darla por motivos de diversa índole. Por eso, quizá pueda ser interesante analizar, con ejemplos de la Escritura, las motivaciones profundas que hacen insuficiente el «aquí estoy» que el hombre debe pronunciar en respuesta a la llamada de Dios, o incluso las actitudes que lo hacen imposible. Deberíamos pensar si se dan en nosotros uno o varios motivos de la respuesta insuficiente a Dios.

El miedo o la vergüenza fruto del pecado

El primer defecto en la respuesta es la huida de Dios a causa del propio pecado, que abre una brecha en la sintonía y en la intimidad con él. Cuando el hombre rompe con Dios, o deforma su imagen hasta el punto de no reconocerle como padre y amigo, no aguanta estar en su presencia y Dios no puede contar con su amistad y su colaboración, sino con su lejanía. El ejemplo más claro es el de Adán, quien después de su pecado se esconde al oír la voz del Señor para no tener que soportar su mirada: «El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”» (Gn 3,9-10).

Dios espera el «aquí estoy» de Adán, pero la respuesta sorprendente es que el hombre, atemorizado por su presencia y humillado por su desnudez, se ha escondido de él. No es Dios el que le ha ocultado su divino rostro, sino el hombre el que no ha sido capaz de mantenerse delante «de la vista del Señor» (Gn 3,8), y Dios cae en la cuenta de lo que ha sucedido: «¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (Gn 3,11).

El pecado impide nuestra disponibilidad ante Dios. Aunque, en realidad, habría que decir que es la reacción ante el pecado lo que nos impide permanecer ante Dios, tal como evidenciaba santa Teresa del Niño Jesús afirmando que es posible mantenerse ante el Señor aún con la conciencia llena de pecado, pero a condición de conservar una humildad que muy pocos tienen:

Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él6.

La falta de disponibilidad

Otro obstáculo es la actitud de aquellos que, conociendo al Señor y escuchando su llamada, no están dispuestos a cumplir su voluntad, porque saben que les compromete y los lleva a la cruz. Se trata del que no quiere encontrarse con Dios porque sabe que eso le complica y, entonces, huye según vislumbra que le puede llegar la llamada. Quizá el ejemplo más claro de esta reacción sea el de Jonás, que ante la llamada de Dios se esconde como Adán. Más aún, intenta huir lo más lejos posible: hasta los confines de la tierra entonces conocida, la lejana Tarsis:

El Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: «Ponte en marcha, ve a Nínive, la gran ciudad, y llévale este mensaje contra ella, pues me he enterado de sus crímenes». Jonás se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor (Jon 1,1-3).

Jonás ni siquiera discute con Dios, simplemente busca el «aquí» más lejano al que Dios quiere, porque sabe que allí Dios le va a pedir que colabore con lo que no quiere que suceda: la salvación de la ciudad pecadora. En su precipitada huida, Jonás no cae en la cuenta de la misteriosa realidad que nos recuerda el salmo: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha» (Sal 139,8-10).

Realmente no puedo huir de Dios porque su presencia llena la tierra, pero sí puedo eludir su voluntad, evitando pronunciar mi «aquí estoy».

El desconocimiento de Dios

Vamos a considerar una deficiencia que no es tan culpable como la anterior pero que, si no se resuelve, hace imposible decir el «aquí estoy» que Dios quiere. Un interesante ejemplo de defecto en la acogida de la llamada divina, debido al desconocimiento de Dios, nos lo ofrece Samuel:

El joven Samuel servía al Señor al lado de Elí. En aquellos días era rara la palabra del Señor y no eran frecuentes las visiones. Un día Elí estaba acostado en su habitación. Sus ojos habían comenzado a debilitarse y no podía ver. La lámpara de Dios aún no se había apagado y Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde se encontraba el Arca de Dios. Entonces el Señor llamó a Samuel. Este respondió: «Aquí estoy». Corrió adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado. Vuelve a acostarte». Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a Samuel. Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Respondió: «No te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte». Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor. El Señor llamó a Samuel, por tercera vez. Se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: «Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: “Habla Señor, que tu siervo escucha”». Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: «Samuel, Samuel». Respondió Samuel: «Habla, que tu siervo escucha» (1Sm 3,1-10).

El joven Samuel no sabe quién le llama; y, por tanto, se hace presente físicamente allí donde cree que le requieren. «Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor» (1Sm 3,7), por eso no acierta a responder como es necesario: confunde a su interlocutor y no sabe cuál es lugar donde debe encontrarse con Dios. La inexperiencia del muchacho le lleva a confundir la entrega que solo Dios merece con la atención a sus criaturas. Cuántas personas con buena voluntad buscan a ciegas dar una respuesta a Dios que no pueden dar porque no saben nada del Dios verdadero. Es Elí, modelo aquí de maestro espiritual, el que redirige su respuesta y le enseña a hacerse presente no física, sino interiormente, ante aquél que verdaderamente le llama.

La respuesta de Elí es muy sugerente porque nos enseña el contenido verdadero del «aquí estoy»: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Estas palabras expresan muy bien la actitud profunda de Samuel que, aunque equivocado, tiene verdadera ansia de atención y obediencia. Elí enseña al joven a dirigir adecuadamente su actitud al único que merece esa apertura. Y así es como, finalmente, Samuel acabará dirigiendo su «aquí estoy» al único que merece su acogida, disponibilidad y escucha absolutas.

Pero es importante constatar que esa atención y escucha únicamente se pueden realizar desde un determinado sitio, que es la consciencia explícita de la condición de siervo. Elí orienta a Samuel a que se mantenga en esa consciencia de pequeñez ante el Señor, pues sólo desde la humildad del siervo se puede afrontar el diálogo verdadero con Dios. No es casualidad que en su respuesta Samuel utilice exactamente el mismo término que María en la suya: «doulos»7, que se puede traducir como «siervo» o como «esclavo».

En este mismo capítulo del desconocimiento de Dios podemos también encuadrar la respuesta de Moisés al escuchar la voz que le llama desde la zarza ardiente:

Moisés se dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza». Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Y añadió: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios (Ex 3,3-6).

Aunque su contestación espontánea es «aquí estoy», en realidad, su actitud dista mucho de la actitud de fidelidad que luego le caracterizará. Desconoce quién le llama y, con más razón, desconoce a qué le llama. Su respuesta no tiene la densidad de completa entrega personal que implica la fórmula que utiliza. De hecho, inmediatamente después, cuando el Señor le revele su nombre y caiga en la cuenta de quién es quien tiene delante, Moisés cubrirá su rostro por temor e intentará eludir la misión que se le encomienda. Más aún: presentará a Dios una larga serie de objeciones, obligándole a resolverlas y a cercarlo para que acepte su llamada; después de lo cual, Moisés intentará escabullirse: «¡Por favor, Señor mío! Envía al que quieras» (Ex 4,13), provocando con ello la ira del Señor.

Moisés ciertamente pronunció la fórmula sin respaldar personalmente su contenido. Sin embargo, después hará lo contario, asumirá la actitud sólida y fiel del siervo y del enviado, aunque ya sin volver a pronunciar esas palabras. Superados su ignorancia y su miedo, Moisés no volverá a eludir la voluntad de Dios, sino que, en claro contraste con Jonás, hará de su misión el sentido de su vida, y se identificará con Dios de una forma tan intensa que compartirá con él sus fracasos y logros como propios.

La falta de solidez del individuo

Otra dificultad que impide la respuesta recta y veraz del hombre ante Dios es la falta de consistencia personal. Acaso el interlocutor de Dios desee verdaderamente responder con todo su corazón a Dios, pero no podrá mantener realmente su apuesta si le falta la necesaria solidez. Es el caso de Pedro ante la pasión de Jesús: sus deseos de dar la respuesta adecuada son verdaderos y su disponibilidad teórica encomiable, pero se apoya en sus propias fuerzas sin ser consciente de su profunda fragilidad, por eso Jesús le intenta alertar sin éxito:

Pedro replicó: «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré». Jesús le dijo: «En verdad te digo que esta noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces». Pedro le replicó: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mt 26,33-35).

La intención es buena, Pedro cuenta con su amor, su fuerza, su obstinación. No cree que sea posible fallar, pero la verdad es que la tentación le va a vencer. Ha desaprovechado las ocasiones de fortalecerse -por ejemplo, en la Transfiguración- y llega debilitado a la prueba. Y cuando empieza el combate, no está como tiene que estar en Getsemaní, perdiendo la ocasión de consolar con su presencia consciente a Jesús; y, en el momento decisivo, cuando tiene que estar al lado del Maestro, cuando tiene que decir su «aquí estoy», no es capaz de hacerlo. Su negación del Maestro manifiesta hasta qué punto no es una persona sólida: «No conozco a ese hombre» (cf. Mt 26,69-75), y a la pregunta de si no es de sus discípulos él dirá: «No lo soy» (Jn 18,25).

Podemos tener mucho deseo de seguir a Jesús, pero si no tenemos entidad, si no somos señores de nosotros mismos, si nuestra psicología o nuestra voluntad falla, no podremos mantener la apuesta en el momento decisivo. Por eso hemos de fortalecer lo psicológico, lo personal y lo espiritual, para que, cuando llegue el momento decisivo, seamos capaces de permanecer:

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca (Mt 7,24-25).

La traumática experiencia de Pedro debería ponernos en guardia ante una disponibilidad a Dios demasiado entusiasta, que no ha sido madurada en el combate ni fortalecida por la gracia divina; no vaya a ser que un exceso de confianza, motivado por un impulso afectivo, nos lleve a tener que escuchar las palabras que Dios dirigió al rey Baltasar: «Contado, Pesado, Dividido […]. Dios te ha pesado en la balanza y te falta peso» (Dn 5,25.27). Por eso, la gran pregunta que debemos hacernos es: «¿Soy sólido, tengo peso ante Dios?».

En este aspecto, como en tantos otros, san Pablo es un modelo a seguir por su consciencia, determinación y discernimiento en orden a su respuesta a Dios:

Al hacer estos planes, ¿actué a la ligera?, ¿o es que los planes que hago los hago con miras humanas, de forma que se dan en mí el sí y el no? ¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no es sí y no. Pues el Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue sí y no, sino que en él sólo hubo sí. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en él (2Co 1,17-20).

Dios no es ambiguo ni inconsistente en sus acciones; por eso, tampoco su siervo Pablo actúa con ambigüedad. Por el contrario, Pedro, en la Pasión, como muchas veces nosotros, sí somos «sí y no».

La trampa: estar sin estar

Todas las situaciones analizadas anteriormente imposibilitan dar una respuesta adecuada a Dios, impiden nuestro «aquí estoy» veraz y estable. Pero, al menos, tienen la ventaja de que no «embarran» el terreno, y permiten que salga a la luz la verdad de nuestra situación y actitud reales. Tanto la deformación que provoca la lejanía de Dios causada por el pecado como el rechazo de la voluntad de Dios, la ignorancia invencible o la falta de solidez del individuo impiden dar la respuesta que Dios espera y quiere, pero al menos dejan aflorar la verdad de nuestra vida, demostrando que huimos de Dios o de su voluntad, o somos incapaces de acogerle por nuestra ignorancia o falta de solidez. Pero hay una respuesta, la más perniciosa de todas, la más ofensiva para Dios, que consiste en decir un «aquí estoy» aparente que encubre un real rechazo a la llamada de Dios: decir «aquí estoy» para estar sin estar. Las apariencias son de acogida y disponibilidad, pero en realidad enmascaran un rechazo frontal a la voluntad de Dios y, en último término, a Dios mismo. Esto es especialmente destructivo, porque no se detecta el rechazo y resulta prácticamente imposible salir de él. Lo podemos ver en algunos ejemplos esclarecedores.

Jonás

Nuevamente hemos de referirnos a Jonás, que nos sirve de modelo en esta forma de rechazo a Dios. Después de su infidelidad, éste lo rescata del vientre del cetáceo y lo vuelve a llamar, mostrando una desconcertante predilección por el miedoso emisario. Tampoco esta vez el cobarde prófugo es capaz de proclamar su «aquí estoy». Esta vez acatará las órdenes de Dios, pero lo hace casi en contra de su voluntad, porque no quiere que la ciudad se convierta y se salve:

El Señor dirigió la palabra por segunda vez a Jonás. Le dijo así: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré». Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor (Jon 3,1-3).

De hecho, en el momento en que la misión no se desarrolle como él quiere, es decir con la ejecución de la condena de los pecadores, sino con el perdón misericordioso de Dios, dejando en evidencia al profeta al no cumplirse su anuncio, la queja, que manifiesta su falta de implicación en la misión, brotará en forma de reproche por su boca:

¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir (Jon 4,2-3).

Jonás no quiere que Dios sea como es, misericordioso, sino que quiere el cumplimiento de la profecía que él ha proclamado y la destrucción de Nínive. No quiere que la obra de Dios se lleve a cabo, sino que se lleve a cabo su anuncio profético destructivo. Ciertamente, Jonás no está allí donde está el Señor. Cuánto recuerda la figura de Jonás a la de los fariseos, disgustados porque el Señor coma con los pecadores y salve a quien no debe, según ellos.

Pedro, Santiago y Juan

Estos tres apóstoles, los íntimos de Jesús, estuvieron presentes en Getsemaní, pero no estuvieron. La llamada que les hizo Jesús era muy explícita: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 36,38). Ni entendieron la tristeza del Señor, ni supieron velar con él, ni «estuvieron allí» como les pedía el Maestro. En el fondo, Pedro sigue siendo el discípulo que rechaza la cruz, y que continúa increpando interiormente a su Maestro: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22). Su sueño no fue sólo debilidad, sino el resultado de un rechazo al plan de Dios. Sin embargo, nadie puede decir que no estuvo allí. Su impermeable resistencia a la llamada de Dios pasará inadvertida para él y para los demás hasta el momento de las negaciones, donde por fin será explícita su oposición al plan de Dios, y, por tanto, podrá ser curada. Por el contrario, ese sueño en Juan sí fue de debilidad, no de oposición; de hecho, despierto por fin, estará presente y plenamente consciente al pie de la cruz junto a María.

El Sanedrín

El modelo más acabado de aparente disponibilidad a Dios y de real oposición a él es el Sanedrín, precisamente los que debían reconocer en Jesús al Hijo de Dios. Ni los escribas, expertos en la Escritura, fueron capaces de acoger a la Palabra; ni los fariseos, cumplidores escrupulosos de la Ley, fueron capaces de interpretarla; ni los sacerdotes, los mediadores de Dios ante los hombres, fueron capaces de reconocer al Enviado. San Juan lo resumirá: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y, sin embargo, ellos pensaron que cumplían la voluntad de Dios al crucificar a su Hijo. Pero la verdad es que se opusieron de una forma dramática y plenamente culpable a Dios cuando prefirieron sus planes humanos a la voluntad del Altísimo. Por eso, Jesús les reprochó su oposición frontal a Dios:

«Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Y añadió: «Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición» (Mc 7,6-9).

La oposición larvada de los judíos es una forma de resistencia mucho más pertinaz y peligrosa que la de aquéllos que rechazan abiertamente la llamada de Dios. Éstos pueden convertirse, pero aquéllos no pueden salir, sin una gracia del todo especial, de su conciencia de fieles cumplidores. De ahí es muy difícil salir. De nada vale la oración ni la dirección espiritual. Hemos creado una relación con Dios a nuestro gusto y a nuestra medida -recortada y cómoda- que nos impide plantearnos la relación verdadera con Dios. El «aquí estoy» de los fariseos es condenado por Jesús como un rechazo radical a Dios y su plan, mientras que el rechazo inicial de los publicanos puede acabar en un «aquí estoy» sincero:

«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios» (Mt 21,28-31).

Es necesario que nos planteemos esto de forma personal y sincera: Dios tiene para mí una disponibilidad incondicional donde le necesito y cuando le necesito, y espera de mí una respuesta del mismo tipo. Con frecuencia nos negamos, calculamos, recortamos…, pero, a la vez, podemos hacer la gran trampa de decirle que sí para seguir en nuestro sitio. Así pues, debo plantearme: ¿dónde tengo que dar mi «aquí estoy»?

II. El «aquí estoy» en la plenitud de los tiempos

1. El «aquí estoy» pleno de Dios: el Salvador

Las intervenciones de Dios para salvar a Israel siempre parecían insuficientes y requerían nuevas actualizaciones, porque el pueblo no dejaba de estar amenazado en su existencia, ni cesaba de pecar contra Dios, haciéndose acreedor de las maldiciones que la misma ley le anunciaba. Esa aparente insuficiencia de las acciones liberadoras de Dios por Israel era reconocida por el propio Yahweh, que apelaba frecuentemente a una promesa de cumplimiento futuro en la que su poder y su amor se manifestarían en una acción salvadora definitiva: «Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8). En esa definitiva intervención Yahweh anunciaba que ya no enviaría mediadores, sino que «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré» (Ez 34,11).

Esa promesa remota esperaba su momento, su cumplimiento definitivo, que debía darse en la plenitud de los tiempos: «Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel» (Nm 24,17). Desde muy antiguo Dios anuncia un Rey que, en su nombre, pastoreará Israel, enjugará todas las lágrimas, y aniquilará la muerte para siempre. Además, en numerosos textos se predice una Presencia definitiva de Dios en medio de su pueblo, que sería la plenitud de la Presencia del Arca, de la Tienda y del Templo: «Alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: “Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede”» (Is 40,9-10). De modo que, tanto por sus acciones salvadoras como por el cumplimiento de las promesas mesiánicas o como por la culminación de su presencia en medio de su pueblo, todo apuntaba a una acción definitiva de Dios en Israel.

Por otro lado, la Escritura también nos revela algunos de los deseos más profundos del alma humana, como anhelos desconcertantes que van más allá de la necesidad de un auxilio puntual. Deseos desmesurados que parecen perderse en el silencio de Dios. Cuando Job está en el punto álgido de su sufrimiento y se siente anonadado por el juicio de Dios y torturado por su conciencia de inocencia personal, lanza un grito desesperado: «Si al menos hubiera un mediador, que pusiera su mano entre los dos» (Job 9,33). Aparece la necesidad de alguien que medie de forma decisiva. Igualmente, el profeta Isaías, harto de sufrimientos, anhela la presencia definitiva de Dios y ora con angustia: «¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!» (Is 63,19), y de ese modo sirve de eco a las palabras del salmista «Señor, inclina tu cielo y desciende» (Sal 144,5). Dios entre los hombres: ése es el deseo secreto que el Creador había puesto en el fondo del corazón humano, y que el hombre interpretaba como una cercanía de intimidad, sin entender su verdadera dimensión, ni su impensable cumplimiento. Hay en el ser humano un anhelo de una sintonía definitiva con Dios, de una presencia suya que no tenga fin.

En este sentido, una de las funciones de la oración consiste en reconocer en nuestra alma la gracia del anhelo infinito de salvación que Dios ha sembrado en nosotros y descubrir el modo concreto que él mismo tiene previsto para responder a ese anhelo. Para ello resultan de enorme interés los diversos ejemplos que nos brinda la Escritura, tanto de respuestas positivas como negativas en este campo, que nos sirven para identificar nuestra actitud y ver el modo de mantenerla, corregirla o cambiarla.

Tanto las promesas de Dios como los deseos de los hombres requerían un acontecimiento definitivo, salvífico, en el que Dios dijera su «aquí estoy» palmario y en el que el hombre pronunciara su «aquí estoy» irrevocable, que acogiera la salvación de Dios y se entregara plenamente a él. Y, en la plenitud de los tiempos, Dios dio el paso decisivo, dando su «aquí estoy» definitivo y enviando un arcángel al mundo para que recogiera el «aquí estoy» del ser humano de labios de María. De modo que, al fundirse esos dos «aquí estoy» solemnes, apareciese un nuevo «aquí estoy» definitivo, pronunciado por el Hijo de Dios hecho hijo de hombre. Y así fue como Dios profirió su Palabra plena:

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa (Heb 1,1-3).

La presencia de Dios en la historia de Israel es un misterio de salvación. No se puede comprender la existencia y la supervivencia del pueblo judío sin reconocer esa protección singular. Pero, como ya hemos visto, esas intervenciones salvadoras se remitían y preparaban un acontecimiento definitivo: la presencia en nuestro mundo del Hijo de Dios, el reflejo de su gloria y la impronta de su ser; el heredero de todo, que sostiene el universo con su palabra poderosa. Pero para que se realizara esa presencia salvadora definitiva de Dios, según el plan secreto acariciado por Dios en su corazón desde antes de todos los siglos, era necesario el «aquí estoy» de una criatura humana, elegida por Dios y representante de todo el género humano, que pudiera dar un irrevocable «sí» a la oferta divina de comunión y salvación.

2. El «aquí estoy» incondicional del hombre: la Esclava

El «aquí estoy» definitivo de Dios en la historia no puede darse, según el misterioso proyecto de Dios, sin la ayuda del «aquí estoy» irrevocable del hombre. Esa respuesta la dio María en nombre de toda la humanidad, cuando el ángel le reveló el plan de Dios y recogió la aceptación de María, la «esclava» del Señor:

En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,26-38).

Dios esboza su plan de salvación a la Niña de Nazaret, le explica todo lo que va a hacer y ella va a responder precisamente con las palabras que estamos contemplando: «Aquí está la esclava». Sustituye el «estoy» con el nombre que ella se da: la «esclava» del Señor. La consideración de la expresión «aquí estoy» en el Antiguo Testamento nos permite entender mejor la respuesta de María ante el ángel. Si hemos visto que esta respuesta, cuando está llena de contenido, caracteriza a los amigos del Señor, a los enviados a una misión peculiar ante el pueblo de Israel y a los pobres de Yahweh, podemos afirmar que los tres sentidos se aúnan en la respuesta de María. Ella es la amiga de Dios, aquélla que está junto a él porque, como le dice el ángel, Dios está con ella (cf. Lc 1,28), la que ha «encontrado gracia ante Dios» (cf. Lc 1,30), hasta el punto de recibir del cielo como sobrenombre la «Llena-de-gracia». Ella también es la enviada a cumplir la misión más importante que jamás fuera encargada a ser humano alguno: dar a luz al Mesías, convirtiéndose en la Madre de Dios (cf. Lc 1,31.35). Ella es, en tercer lugar, la pobre, aquella que ha sido elegida por ser la más pequeña, aquella en la que Dios ha reparado cuando «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48), y aquella en la que la Trinidad misma se deleita al reconocerla como la representante de los pobres de Yahweh, como la que reúne en torno a sí a «todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38).

Su «aquí estoy» lleva a plenitud las características que hemos visto apuntadas en los personajes del Antiguo Testamento que pronunciaron con plena consciencia su «aquí estoy». Abrahán, renunciando a la promesa, cuchillo en mano, a punto de sacrificar a su hijo, es un precedente de María renunciando al tesoro de su virginidad y haciendo añicos su alegría ofreciendo a su Hijo al pie de la cruz. Isaías, ofreciéndose a la misión y aceptando gustoso su encargo profético, anticipa la disponibilidad plena de aquélla que ha nacido para hacer la voluntad de Dios. Los pobres, marginados por los poderes de este mundo, que pusieron su confianza tan sólo en Dios y esperaban de él la salvación, que clamaban en los salmos la venida de un salvador, han alcanzado su mejor representante en aquella que cantó a Dios porque «hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,51-52).

Todo lo que hemos contemplado en los textos del Antiguo Testamento que nos muestran la disponibilidad del hombre a Dios, con todo lo que implica de plena adhesión personal a su voluntad, se realiza de forma eminente en María (Lc 1,38). Pero, en el caso de la Joven de Nazaret, aparecen algunas peculiaridades que hacen exclusiva, irrepetible y excepcional su completa entrega a la voluntad de Dios.

  • -En primer lugar, María es la única agraciada que no responde antes de que le sean expuestos plenamente los planes de Dios. No se trata de que ella no se pronuncie hasta tener todas las garantías de que es posible lo que se le pide, sino que sólo lo hace cuando está segura de que es Dios quien se dirige a ella y de que comprende perfectamente cuál debe ser su forma concreta de colaborar. Sabe escuchar, no para tener unas garantías que Dios no le ofrece, sino para poder dar la respuesta adecuada, afinada, exacta a lo que Dios le demanda. Por tanto, cuando María dice «aquí estoy» lo dice con plena consciencia de hasta qué punto esa disponibilidad va a condicionar toda su vida, y de hasta qué punto lo que Dios quiere realizar a través de ella es desmesurado y humanamente imposible. María creyó, y su fe es más meritoria que la de Abrahán porque sabe perfectamente lo que supone su «aquí estoy».
  • -En segundo lugar, María es la criatura mejor dotada por el Espíritu Santo para poder acoger la voluntad de Dios. Su sintonía con los valores divinos, su perspicacia en la penetración de la Palabra de Dios y su aguda inteligencia para comprender todo lo que viene de lo alto, le facilitaron sin duda la profunda comprensión del mensaje del ángel, de manera que su respuesta estuviera plenamente informada. No se abre el cielo para pedir el consentimiento de un hombre y se le deja a éste en la ignorancia de lo que se le reclama. María tiene que vivir en la oscuridad de la fe, pero no por falta de luz, sino por el deslumbramiento que produce la luz de Dios en los ojos de los hombres. Ella entendió, mejor de lo que somos capaces de hacer nosotros, lo que Dios le pedía, por lo que su respuesta pudo ser realmente consciente y libre, pero eso mismo la sumergió en la oscuridad. Ningún santo fue tan lejos en la misteriosa convivencia con lo sobrenatural, ni en una noche oscura tan intensa como la que ella tuvo que afrontar. De modo que su colaboración es, a la vez, fruto de la gracia y enormemente meritoria.
  • -En tercer lugar, María sustituye el pronombre personal «yo» por lo que ella considera su identidad profunda: «La esclava del Señor». Esa denominación, con la que ella refuerza su absoluta disponibilidad a Dios, contrasta con el nombre que le pone Dios ‑«Llena-de-gracia»‑, y es el modo con el que proclama que pertenece a Dios, y que no puede hacer otra cosa sino obedecerle de buen grado y absolutamente. No dice que sea «una» esclava, sino «la» Esclava, aquélla que por título único pertenece y sirve a Dios, mucho más allá que las demás criaturas y que todos los demás seres humanos. Ella es consciente de ser la esclava no sólo por su condición creatural, sino que, por su llamada vocacional y por su elección personal, se ha consagrado conscientemente para ser la esclava de Dios. Se coloca en el polo opuesto a Eva, que sucumbió a la pretensión de ser como Dios (cf. Gn 3,5). Al autodenominarse así, María nos abre las puertas de su corazón para que podamos intuir el abismo de rendición de la propia vida y voluntad que inspira toda su existencia, y que es el modelo perfecto de toda consagración en obediencia, castidad y pobreza. María tiene perfecta conciencia de su plena consagración, puesto que espontáneamente volverá a aludir a su condición de sierva cuando, llena del Espíritu Santo, proclame, en el éxtasis de su alegría, que «Dios ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Ella ha nacido para ser «la esclava del Señor», y desde ahí pronuncia su «aquí estoy», como una forma concreta de realizar también, ante la sublime invitación del ángel, su ser y su vocación.
  • -En cuarto lugar, el «aquí estoy» de María no es sólo excepcional por sus disposiciones subjetivas -su plena consciencia y libertad, o su absoluta consagración a la voluntad de Dios-, sino por el contenido objetivo de lo que Dios le pide, y el momento en el que se le dirige la Palabra. «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Es la plenitud de la historia, el momento decisivo, el instante que va a determinarlo todo en un sentido o en otro. Y, en ese instante concreto, Dios desvela su plan, oculto desde antiguo, a una criatura para demandar de ella una colaboración imprescindible. Debería sobrecogernos el hecho de que Dios, para poder decir su «aquí estoy» definitivo al hombre, ha querido necesitar la colaboración imprescindible de María. ¿Qué hubiera pasado si María no hubiera pronunciado su «aquí estoy», o lo hubiera hecho de forma deficiente? ¿Qué hubiera sucedido si María, seducida por su propia extraordinaria grandeza y por el disfrute de su virginal pureza, hubiera declinado ser la Madre de Dios? ¿Qué habría sido del mundo y de la historia si la «Llena-de-gracia» no hubiera sido en este momento decisivo «la esclava»? Esta referencia es importante para nosotros, que también estamos llamados a decir nuestro «aquí estoy», sabiendo que de nuestra respuesta dependen otras almas.

Todo lo anterior nos permite rastrear la grandeza del «sí» de la Virgen. Es un «aquí estoy» plenamente consciente e informado, por el que ella acoge la invitación de Dios, a través del ángel, con esa actitud de disponibilidad y servicio que caracteriza al esclavo. Un esclavo, en tiempos de María, no tenía voluntad propia ni querer fuera de los de su amo. Así, María, ante Dios, no tiene otro querer que el del Eterno. Su total dependencia no es para ella un atentado contra su dignidad; todo lo contrario: ella sabe perfectamente que esa disposición constituye su mayor grandeza y la razón por la que la «felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48)8.

Es necesario puntualizar que el «aquí está la esclava del Señor» no es sólo una respuesta ocasional con motivo de la revelación angélica, ni la aceptación ilusionada de un alma generosa en un momento de entusiasmo espiritual, sino que es la actitud consciente, deliberada y habitual de María. Es su respuesta vital permanente a Dios. Esa determinación decisiva había venido precedida necesariamente por muchas otras respuestas anteriores de total disponibilidad a las sugerencias de Dios, y fue ratificada después por una búsqueda incesante de la voluntad divina para actualizar su «aquí estoy» en cualquier situación. Por eso, la Virgen de Nazaret se pasa la vida escrutando los acontecimientos, empleando su aguda inteligencia y su fina sensibilidad para descubrir el paso de Dios por su vida cotidiana, de forma que no se le escape ninguna oportunidad de servir y amar a su Señor. De modo que su «aquí estoy» se dilata en el tiempo y se ratifica en cada momento de su vida, discerniendo el cuándo y el dónde de su entrega, para estar en el «aquí» en el que es convocada por Dios, para llegar a su siguiente punto culminante al pie de la cruz.

Esa búsqueda incansable de la voluntad divina da como fruto una especial sensibilidad y una conciencia habitual de lo que Dios pide en cada momento y de lo que Dios siente en cada instante, que le permite estar siempre donde Dios la buscaba: en Belén, en la huida a Egipto, en Nazaret, en la búsqueda del Niño perdido. María fue consciente de que no se puede «estar» realmente en una determinada ocasión si no se está siempre presente, que la fidelidad sin fisuras forma parte de la entrega verdadera, porque no son auténticas ni la amistad intermitente, ni la entrega selectiva. La comunión de amor con Dios en la transparencia de lo cotidiano tuvo que provocar en María un vínculo íntimo con el Señor que, en el claroscuro de la fe, se vive en un sufrimiento constante. Quien más conoce y ama es más consciente, y sufre más.

La Escritura nos dice por dos veces que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51): ésa es la actitud propia del siervo que busca complacer a su señor antes que éste se lo pida. De manera que, a base de contemplar y de observar, la Esclava aprendió a adelantarse a los deseos de su Dueño. En este sentido, el «aquí estoy» de María también fue más allá del «aquí estoy» de los demás servidores de su Señor, porque se actualizó mil veces, anticipándose a los deseos y a las llamadas de Dios. Ya no esperó a recibir la solicitud, sino que se apresuró a predecir el deseo. Lleva a plenitud lo que realizan otros personajes del Evangelio que sorprenden al Señor, como el centurión que no se atreve a que Jesús entre en su casa o la viuda que da la monedita, que es todo lo que tiene. María aprendió como nadie a adelantarse a los deseos de Dios. Esa pasión de búsqueda, ese discernimiento continuo, ese estar -como la esclava- con los ojos fijos en las manos de su señora (cf. Sal 123,2), hace que María sea el modelo sublime de respuesta humana a Dios. De modo que, si queremos aprender a estar donde tenemos que estar para responder a Dios, es necesario que miremos a María. Por eso, su Hijo pudo reconocer, con alegría, la grandeza de la Madre cuando la proclamó bienaventurada por representar y presidir a «los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28).

Nadie puede competir con María ni en su pequeñez, ni en su absoluta dependencia, ni en su alegre disponibilidad, ni en su maduro sufrimiento. En ella, la dependencia total de Dios no expresa sólo una actitud sino todo su ser: ella ha nacido para servirle. Y ese ser, dependiente y volcado hacia Dios, que comparte con el resto de las criaturas, sólo en ella se ha desarrollado en perfecta consciencia y libertad, sin imperfección alguna. Ella es la «Esclava del Señor», y expresa perfectamente ya todo lo que la Iglesia ve culminado en el más sublime de sus miembros como modelo de lo que ella anhela y desea ser. María es, pues, la que realiza plenamente la vocación de la Iglesia entera, que ha de escrutar la Palabra de Dios para dar la respuesta adecuada al Padre, poder engendrar la Palabra y servir a Dios y a los hombres.

Finalmente, no podemos dejar de constatar que el «aquí estoy» de María tiene una dimensión esponsal implícita, que la diferencia de todas las respuestas anteriores a las llamadas de Dios. La oferta del Padre de tener un hijo común con María no puede entenderse sin el contexto de una íntima comunión estable de amor y de vida. Es una oferta de maternidad que se sustenta en una elección esponsal. María es consciente de que no sólo acepta ser el cauce para que el Hijo de Dios se haga hombre, sino que su «sí» la convierte en verdadera madre del que ha de nacer y la vincula íntimamente a Aquél que reclama su alma y su cuerpo para poseerla plenamente.

En este sentido, y salvando las distancias, resulta sumamente sugerente para rastrear la significación esponsal de la disposición de María el paralelismo que existe entre su respuesta y la respuesta de Abigail. Cuando David envía legados para desposar a Abigail, la respuesta de ésta tiene cierta concomitancia con la de María a Dios: «“David nos envía a decirte que quiere tomarte como su esposa”. Se levantó [Abigail], se postró rostro a tierra y dijo: “He aquí a tu sierva, esclava para lavar los pies de los servidores de mi señor”» (1Sm 25,40-41). Su respuesta afirmativa a la oferta esponsal de David se realiza desde la conciencia de su pobreza y se extiende en el servicio también a los siervos de David. De la misma manera, María se rinde ante Dios, que le pide su vida entera, y acepta con vínculo esponsal ser la madre de su Hijo y la sierva de sus servidores, incluido el arcángel que, conmocionado, recibe su respuesta.

3. El «aquí estoy» definitivo del Salvador: El Siervo

Al definitivo «aquí estoy» del Padre, responde el «aquí estoy» de la Madre, y el fruto de ambos es el «aquí estoy» definitivo de Jesucristo, el Salvador. El «sí» de María es, de un modo sumamente misterioso, un «sí» coral. Su respuesta está vinculada en perfecta armonía y coincidencia temporal con el «sí» que el Verbo pronuncia ante el Padre. En el mismo instante en que María hace posible mediante su respuesta la encarnación del Verbo, éste se ofrece al Padre para que se realice su voluntad por obra del Espíritu Santo. Y lo hace con unas disposiciones y unas palabras similares a las de María. Conocemos las actitudes del Verbo al encarnarse porque el Espíritu Santo nos las ha revelado a través del autor de la carta a los Hebreos:

Al entrar él en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo -pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí- para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,5-7).

Dos afirmaciones centran las primeras palabras del Verbo justamente en el momento de la Encarnación. La primera es la consciencia de que él viene a ofrecer un sacrificio personal, porque a Dios no le satisfacen los sacrificios antiguos de víctimas animales. Por eso, su deseo inequívoco es realizar el acto oferente que el Padre desea. Con esta intención sacerdotal, proclama su «he aquí que vengo»9, vengo a ofrecer el verdadero sacrificio. La respuesta del Verbo es idéntica a la de María y a la de todos los que pronunciaron su verdadero «aquí estoy» en el Antiguo Testamento, salvo que, mientras María lo pronuncia como acto obediencial a la voluntad del Padre, de «forma pasiva», como acto de acogida de una solicitud, el Verbo lo realiza tomando la iniciativa de «forma activa», como adelantándose a la voluntad del Padre, como regalándole anticipadamente el don de su disponibilidad, y respondiendo al deseo del Padre en la misma ejecución de su anhelo: «He aquí que vengo».

En ambos casos, la respuesta de madre e Hijo, salvando su diferente ser y misión, es la misma: una determinación a llevar a cabo el acto que permite que el «aquí estoy» del Padre sea eficaz para el hombre. En esa misma dinámica, la carta a los Hebreos pone en labios del Verbo ya encarnado idénticas palabras que las que fueron pronunciadas por María y muchos de los elegidos de Dios para una misión. Cuando ya está en el mundo, Jesús se dirige a Dios con la expresión que ratifica su voluntad de llevar a cabo la voluntad del Padre en nombre de sus hermanos, los hombres: «Aquí estoy yo con los hijos que Dios me dio» (Heb 2,13). Estas palabras expresan tanto la obediencia a Dios como la solidaridad con los hombres. También manifiestan el puesto de Jesús para con sus hermanos, él ha sido constituido cabeza de los renacidos del agua y del Espíritu por su obediencia al Padre, por ello los puede llamar hijos, pues él es el primero, el primogénito, la simiente santa de la que nacerá la familia de Dios.

La segunda afirmación que queremos destacar del pasaje de Heb 10,5-7 expresa el ansia profunda que mueve al Verbo a encarnarse: «He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». El Hijo, al encarnarse, sólo quiere satisfacer al Padre, pues ésa es su pasión constante: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34). Y por eso, afirma con fuerza: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). Pero la forma concreta de llevar a cabo su obra le une también a su madre, pues si ésta responde a la invitación de Dios como la esclava, Jesús realiza la voluntad de Dios haciéndose también él un esclavo: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6-7). Naturalmente, la diferencia entre ambos es que a María le encaja perfectamente el nombre que se da a sí misma de «Esclava del Señor» porque, aparte de sus disposiciones, ella es por su naturaleza una criatura. Por el contrario, el Verbo se hace el Siervo de Yahweh, y toma la condición de esclavo, aunque su verdadera realidad es la de Hijo. La distancia que ambos han de recorrer para ponerse en el lugar desde el que cumplirán su misión y harán las delicias del Padre es incomparablemente mayor en el Hijo, que realizará una verdadera kénosis, un vaciamiento incomprensible para nosotros, pues «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6-7).

Hay un precedente bíblico que nos ayuda a comprender la actitud de obediencia filial del Verbo al venir a nuestro mundo. Es el de José, el patriarca hijo de Jacob, vendido por sus hermanos por unas cuantas monedas de plata, desprendido de su túnica ensangrentada, encarcelado injustamente por su honradez, elevado a lo más alto de la dignidad humana, dispensador de las riquezas de su señor y, a la postre, salvador de sus hermanos. Pues bien, todo comienza el día en que sus hermanos estaban lejos de su padre, y Jacob le dijo: «Ven, que te voy a mandar donde están ellos». Y José «le contestó: “Aquí estoy”» (Gn 37,13). Esa respuesta de José de total obediencia a su padre y de disponibilidad absoluta a sus hermanos constituye una verdadera entrega personal que será el origen de la salvación de los suyos, precisamente de aquéllos que «maquinaron su muerte» (Gn 37,18). Jesús realiza en su persona lo que la historia de José anuncia: fue a sus hermanos por mandato de su Padre y pagó en su carne la injusticia de aquéllos a los que finalmente rescato de la muerte. No obstante, la gran diferencia es que José no era consciente de su destino, mientras que Jesús, como hemos visto, es plenamente consciente del precio que ha de pagar por encontrar y salvar a sus hermanos.

Contemplando los textos que hemos meditado anteriormente con una perspectiva amplia, encontramos a María y a su Hijo, en el momento mismo de la Encarnación, respondiendo al unísono a la voluntad del Padre con idéntica actitud y con las mismas palabras, salvando lo específico de cada uno: la criatura aceptando el plan de Dios y el Verbo ejecutándolo. En la plenitud de los tiempos, Dios pudo realizar su obra porque madre e hijo se unieron en el espíritu para poder estar unidos en la carne. La comunión de María y Jesús es, a la vez, física y espiritual; pero, aunque temporalmente la unión de sus espíritus y de sus cuerpos es simultánea, lógicamente precede el vínculo espiritual, que es el que produce causalmente su unión física.

Es necesario que tengamos en cuenta que toda esta realidad no es algo opcional para nosotros como contemplativos seculares: hay una respuesta que debemos dar a Dios y debemos darla con un estilo determinado.

Ese vínculo en el común «aquí estoy» permanece hasta la cruz, donde el pecado horada los corazones de madre e hijo al unísono, y hace mártires a uno y otro. De modo que ambos cooperaron en la realización del plan de salvación unidos por una misma actitud, aunque desarrollada distintamente según el ser y la misión propia de cada uno. Y también el común «aquí estoy» los mantiene unidos en la resurrección, cuando Cristo se revela resucitado para reunir a los suyos dispersos, prolongando así el trabajo de su Madre que desde el Viernes Santo había sido el punto de cohesión de los angustiados discípulos de su Hijo. Ambos manifiestan el «aquí estoy» salvador de Dios con su presencia.

Esta comunión espiritual de disposiciones y actitudes nos abre una puerta para comprender el vínculo que los unía, que no se centraba en la referencialidad mutua, fruto de la relación maternofilial, sino que dependía del vínculo que a cada uno de ellos les unía con el Padre, generando así un nuevo modo de comunión personal entre los hombres, no ya el que se sustenta en la «carne o en la sangre» (cf. Jn 1,13), sino en el espíritu.

Éste es el auténtico vínculo de toda comunidad cristiana, también la de los contemplativos seculares: no es el fruto de ponerse de acuerdo, sino la coincidencia en una mirada común al Padre, con una determinada actitud de obediencia y entrega.

El Siervo doliente

Como ya hemos visto, la forma concreta como el Verbo encarnado realizó su «aquí estoy» fue «tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2,7). Esta afirmación paulina nos abre todo un horizonte para profundizar en su actitud filial, sobre todo si lo vinculamos a la pasión. Los cuatro cánticos del Siervo de Yahweh10 nos ilustran sobre su modo de llevar a cabo su entrega: desde el principio de su engendramiento tiene como misión reunir a Israel y conducirlo a Dios: «Me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel» (Is 49,5). Y eso lo tenía que llevar a cabo siguiendo un estilo de mansedumbre y sinceridad: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad» (Is 42,2-3). Esa opción de mantener un testimonio humilde y veraz le acarrea necesariamente, en un mundo de pecado como el nuestro, el rechazo y la persecución, hasta convertirlo en «un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado» (Is 53,3), un pobre de Yahweh que camina hacia la muerte manso y silencioso. Pero lo que es más significativo para nuestro propósito es constatar que Jesús, el Siervo de Dios, era plenamente consciente de la voluntad de su Padre, del modo concreto de llevarla a cabo y del precio que esta actitud de Siervo conllevaba. Las palabras del tercer cántico son muy explícitas: «El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50,5-6).

Esta confesión, puesta en boca del Siervo, describe perfectamente el contenido del «aquí estoy» que la carta a los Hebreos pone en boca del Verbo encarnado. Jesús es consciente de todo porque Dios le «abrió el oído» y le mostró su plan salvador; pero, especialmente, es consciente del sufrimiento que eso conlleva. Y, perfectamente conocedor de ese destino de tribulación y escarnio, asume plenamente la voluntad del Padre: «Yo no resistí ni me eché atrás» (Is 50,5). En este sentido, es sorprendente constatar cómo Pilato manifiesta abiertamente la misión que Jesús abraza en silencio durante su pasión. La expresión con la que presenta al «Rey de los judíos», coronado de espinas y con el manto púrpura tras ser azotado, es toda una revelación del ser de Jesús y de su actitud en este momento dramático: «He aquí al hombre»11 (Jn 19,5). Ciertamente, Jesús se presenta como el Hombre verdadero, modelo de todo otro hombre, en el momento supremo de la fidelidad a Dios y a sus hermanos. Es el Rey que sabe estar firme ante el mal, y que muestra a los suyos el camino de la auténtica disponibilidad al Padre.

Por esa comunión de voluntades entre el Padre y el Hijo encarnado, Dios puede dar el paso decisivo, que le ahorró a Abrahán, pero que no se ha perdonado a sí mismo, llevando su «aquí estoy» hasta el final, porque «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). En virtud de ese amor al mundo, el Padre «quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación» (Is 53,10). Este sufrimiento no es solamente el fruto de la maldad de los hombres, sino una ocasión de participar del sufrimiento salvador que se desprende de la voluntad libre y consciente del Padre y de la aceptación libre y consciente del Hijo. Y gracias a ese sacrificio del Padre, ejecutado en la carne de su Hijo, el Hijo mismo será glorificado con la prolongación de su vida más allá de la muerte, y el Padre culminará su misterioso plan, acogiendo el fecundo fruto de la entrega de su Hijo: «Verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano» (Is 53,10).

También la participación de María en el plan redentor puede sintetizarse con las mismas notas del «aquí estoy» proferido por el Siervo de Yahweh. También a ella se le abrió el oído a través del ángel y de Simeón («una espada te traspasará el alma»); y tampoco ella se echó atrás. Muy al contrario, ella se asoció a la decisión del Padre de sacrificar a su propio Hijo, y de este modo se vinculó, en cierto sentido de un modo más específico, al sacrificio del Padre que al de su Hijo, porque ella ofrece junto a su Esposo eterno el fruto del amor de ambos, su Hijo Jesús. Esa ofrenda consciente y libre de María al pie de la cruz, entregando libre y conscientemente al Hijo de sus entrañas, aproxima en este punto su «aquí estoy» al «aquí estoy» del Padre, sin dejar de estar muy unida al «aquí estoy» del Hijo, pues ofrece como Madre, junto al Padre, al Siervo que recibió como Esclava.

Getsemaní

Pero si tuviéramos que identificar el momento exacto de la pasión en que el Hijo se entrega de forma plenamente consciente al Padre para que éste lo entregue al mundo, no podríamos referirnos a otro instante que a Getsemaní:

Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y dijo a los discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar». Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». Y volvió a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: «¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil». De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad». Y viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque sus ojos se cerraban de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba repitiendo las mismas palabras. Volvió a los discípulos, los encontró dormidos y les dijo: «Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega (Mt 26,36-46).

En la oscuridad del huerto, en un contexto de angustia mortal (cf. Mt 26,38), Jesús se hace plenamente consciente de la exigencia del Padre. Su naturaleza humana experimenta el máximo desconsuelo y soledad que jamás haya experimentado ser humano alguno, y ahí Jesús va a dar la respuesta adecuada. Una respuesta que se va a ir profundizando a lo largo de la oración del huerto.

Primero, en esa angustia profunda, lejos de huir o de rebelarse ante el plan de Dios, la oración de Jesús se convierte en la súplica atribulada del pobre que lo espera todo del Eterno. En ese preciso instante Jesús encarna y culmina la actitud de los pobres de Yahweh, que esperan su salvación de lo alto porque el peligro que les amenaza les supera: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (Heb 5,7). Es el «aquí estoy» del pobre sufriente.

Pero, aunque la actitud de Jesús en Getsemaní comenzó siendo la del pobre de Yahweh, durante su agónica oración fue transformándose de una afligida súplica a una voluntad decidida de cumplir con generosidad la voluntad de Dios. De los «gritos» y las «lágrimas» pasó a la completa aceptación de la voluntad del Padre, cuando en medio de su angustia proclamó con valentía: «Hágase tu voluntad» (Mt 26,42). El «aquí estoy» del pobre pasa a ser el «aquí estoy» del siervo, similar al de Abrahán.

Y, finalmente, esa evolución culminó cuando sus enemigos se acercaban y tomó la iniciativa con determinación, ofreciéndose con valor a la pasión inminente: «Mirad, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega» (Mt 26,45-46). Es el «aquí estoy» del enviado, similar al de Isaías.

De modo que, ante la pasión, el Verbo encarnado pronunció -no con los labios, sino con su corazón- el triple «aquí estoy» que resume la actitud del creyente judío ante Dios: clamó al cielo con el «aquí estoy» del pobre; acogió con valerosa fe la voluntad divina como el creyente, pronunciando el «aquí estoy» del siervo; y, finalmente, se ofreció con determinación, como colaborador de la obra de Dios, pronunciando el «aquí estoy» del enviado, que enlaza perfectamente con su actitud al entrar en nuestro mundo, cuando proclamó su «he aquí que vengo para hacer tu voluntad» (cf. Heb 10,7). Ha asumido plenamente como hombre la actitud que manifestó al encarnarse. Esta actitud de total disponibilidad y entrega, expresada sucesivamente en un triple «aquí estoy», no fue espontánea, pues Cristo la tuvo que conquistar, lo mismo que nosotros, venciendo la repugnancia natural que le causaba no sólo el sufrimiento físico, sino la aceptación del fracaso completo y la renuncia incluso a las propias perspectivas. De este modo, «aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5,8), y a abandonarse completamente a la obra del Padre: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27-28). Ese abandono confiado se expresó definitivamente en la cruz ante la inminencia de la muerte: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

4. El «aquí estoy» de la Iglesia

La plenitud de los tiempos la determina la entrega de Dios a los hombres hasta el límite, y, a su vez, reclama una completa donación del ser humano a Dios. Éste se da totalmente a los hombres en su Hijo, pudiéndosele aplicar a él las palabras que san Juan refiere a Cristo: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Esa entrega absoluta y confiada «hasta el extremo» del Padre recibe en Jesús una respuesta también «hasta el extremo», que se convierte para nosotros en el modelo de entrega y disponibilidad, porque para que esa donación de Dios al hombre sea completa se requiere la reciprocidad por parte del hombre en una entrega absoluta y confiada a Dios también hasta el extremo, que se concreta en las actitudes que configuran el «aquí estoy» pronunciado por María.

En la plenitud de los tiempos, Dios recibe del hombre una perfecta entrega y disponibilidad, que se manifiesta en la respuesta de la Virgen al ángel: «Aquí está la esclava del Señor». Gracias a esa respuesta, el sí de Dios por el hombre se encuentra con el sí del hombre por Dios, y surge el «aquí estoy» definitivo del Dios-hombre. Jesucristo, desde el momento de su encarnación y hasta el final de su vida mortal, vive una existencia consagrada al cumplimiento de la voluntad del que le ha enviado. Antes que un momento puntual o que unas palabras concretas, es toda su vida la que aparece como un «aquí estoy» a Dios y a los hombres. En tanto que Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, su actitud es modélica y vinculante para todo el Cuerpo. El Cuerpo de Cristo no puede dar otra respuesta al Padre que la que ha dado su Cabeza. De modo que la Iglesia tiene que ser un solemne «aquí estoy» en el mundo a la llamada de Dios y a la situación angustiosa de los hombres. Realmente no se trata de dos respuestas -a Dios y al mundo- que podamos separar, como hacemos frecuentemente: si no doy un firme «aquí estoy» a Dios, no podré dar un verdadero «aquí estoy» ante las necesidades de los hombres. Todo cristiano, como miembro de la Iglesia, tiene que vivir ese «aquí estoy» que caracterizó la vida de su Señor, y la de su Señora, para lo cual debe disponerse, como María, a presentar su vida como una ofrenda agradable a Dios, un «aquí estoy» cotidiano para gloria de Dios, que es a la vez una mano tendida al hombre que reclama inconscientemente la salvación. Y ello no sólo porque esa respuesta nos vincula con el Altísimo y con su obra redentora, sino también porque es la actitud imprescindible para que vivamos en la comunión de la Iglesia y generemos verdadera fraternidad cristiana. Así pues, la comunión cristiana es el resultado de la sintonía del «aquí estoy» de Dios y el de cada cristiano. Esto es algo que podemos comprender con especial claridad contemplando a san José, en su vida y su misión.

San José, un modelo

Como hemos visto, la comunión cristiana brota de total la dependencia personal al Padre. Esta relación con el Eterno es la que explica el misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, y fundamenta el misterio de la Iglesia. San José se incorporó a la actitud de disponibilidad absoluta al Padre que caracterizó la vida de María y Jesús. Sólo desde ahí pudo colaborar con el misterio de la Encarnación. De hecho, la actividad de José con respecto a los planes de Dios expresa, sin pronunciar palabra alguna, la misma actitud que manifiesta el «aquí estoy» de un esclavo. Él, iluminado por el ángel nocturno, «se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer» (Mt 1,24). Y, cuando el ángel se le apareció otra vez, de nuevo «se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, y se fue a Egipto» (Mt 2,14), donde vivió hasta que se le apareció de nuevo el ángel, y él «se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a la tierra de Israel» (Mt 2,21), a Galilea, a la ciudad de Nazaret pues, de nuevo, había sido «avisado en sueños» (Mt 2,22). José, ilustrado por la gracia divina sobre el misterio que se desarrolla ante él, responde con un «aquí estoy» silencioso, tanto más eficaz cuanto más abnegado es. De ese modo, por su «aquí estoy», real y operativo, aunque implícito, también entra él en la comunión profunda que vincula a Madre e Hijo hasta el punto de que la Iglesia le reconoce perteneciente al orden hipostático, partícipe del mismo decreto divino por el que el Padre determinó desde siempre la encarnación de su Hijo en el vientre de la Virgen María.

San José muestra a la Iglesia que sólo se puede participar hondamente de la gracia de la Encarnación incorporándose a las actitudes profundas de María y Jesús. La Iglesia, en la medida que prolonga el misterio de la Encarnación haciendo presente al Verbo entre los hombres, tiene que prolongar el misterio de la disposición del Verbo al entrar en el mundo y de la Madre al acogerlo. Y cada cristiano, a imagen de san José, ha de reproducir en sí las actitudes de ellos si quiere incorporarse realmente a la comunión eclesial. Nos enseña que la comunión que necesitamos es la comunión con María y con Jesús por medio de la comunión en la misma respuesta a los planes del Padre. Así surge la verdadera comunión en la Iglesia y nuestro «aquí estoy» tiene que ser del mismo estilo que el de Jesús, María y José para incorporarnos a la gran familia de Dios que es la Iglesia.

La comunión en la Iglesia y su respuesta al mundo

Desde que el Verbo encarnado y su Madre pronunciaron su «aquí estoy», toda verdadera comunión en la Iglesia nace de la incorporación a esas actitudes. Sólo incorporándonos al «aquí estoy» del Hijo y de la Madre podemos generar comunión. La comunión verdadera es fruto de que todos coincidimos en la misma respuesta a Dios, de modo que, si yo no doy esa respuesta, no puedo invocar la comunión. Si uno no es esclavo de Dios no puede ser hijo de María ni hermano de Jesucristo; y, desde luego, no puede hacer presente el «aquí estoy» de Dios, al no ser una réplica del «aquí estoy» de Jesucristo. De modo que, si no «estamos» aquí para el Señor, tampoco podemos «estar» aquí de verdad para los hombres.

Toda comunidad en la Iglesia tiene que surgir de la absoluta disponibilidad de cada uno de los miembros que la compone a Dios y a su plan. La buena voluntad, la oración común, las obras apostólicas, la historia compartida, la común misión… no bastan para hacer brotar lo que sólo una actitud común puede suscitar. Toda hermandad o fraternidad en la Iglesia surge cuando los que la componen están vinculados al eje, como los radios de una bicicleta. Ese eje no es otro que la voluntad de Dios, querida apasionadamente, a la cual cada uno se entrega: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores» (Sal 123,2). Para generar una verdadera hermandad lo primero que deberíamos analizar es si todos coincidimos en esa misma actitud, porque, si no es así, el vínculo que se establezca puede que se fundamente en una coincidencia de intereses o planteamientos, pero no en una comunidad de vida.

Por otro lado, las soluciones que el mundo demanda no son las que el hombre puede ofrecer. Nadie puede dar a nuestra humanidad atormentada la respuesta que sólo puede otorgar Dios. Es preciso, por tanto, que la Iglesia sea canal transparente del don divino, y que lo único que ofrezca sea una prolongación del «aquí estoy» de Dios, que es Jesucristo; y que lo haga con el estilo de María, servidora y esclava. Únicamente desde ahí se puede responder a la orfandad de nuestro mundo. Con María, el cristiano tiene que poder decir con verdad «para ti es mi música, Señor» (Sal 101,1), y vivir sólo para dar la nota afinada que Dios le reclama y que el mundo necesita.

Así pues, hemos de ser muy conscientes de que sólo puede dar un «aquí estoy» verdadero para los demás y ser un instrumento sólido de salvación quien se ha saciado del «aquí estoy» de Dios. Sólo quien ha experimentado que Jesús es la respuesta, la roca firme, la única permanente fuente de paz y seguridad verdaderas, puede convertirse en un «aquí estoy» eficaz para Dios y para los hombres. Pero ese «aquí estoy» eclesial, que cada uno de nosotros tiene que dar -antes y más allá de la vocación concreta de cada uno-, tiene, como hemos visto en el Antiguo Testamento, una triple modulación: el «aquí estoy» del pobre de Dios, el «aquí estoy» del amigo de Dios y el «aquí estoy» del enviado de Dios, que asumieron y llevaron a la perfección María y Jesús.

El «aquí estoy» del pobre de Dios en la Iglesia

El «aquí estoy» del cristiano conecta con el «aquí estoy» de los siervos de Dios en el Antiguo Testamento, con el de Abrahán, el patriarca José y tantos otros llamados por Dios que conformaron sus vidas conforme a los requerimientos de la voluntad divina. Ya desde los comienzos de la vida de la Iglesia, podríamos decir en su proceso embrionario, encontramos multitud de pequeños «aquí estoy» que prolongan la actitud de los pobres de Yahweh del Antiguo Testamento. Ellos, los pobres evangélicos, forjaron con su paciente espera la verdadera «cuna» que debía recibir al Redentor, magníficamente representada por el pesebre material que lo recibió físicamente en Belén. Cuando el Verbo de Dios se hizo hombre fue recibido por estas almas elegidas, mientras pasaba desapercibido para todos los demás. Sólo a ellos se manifestó; y, sin saberlo, formaron la primera comunidad espiritual en torno al Verbo encarnado y fueron el germen oculto de la Iglesia naciente. Algunos de sus nombres los conocemos: José, Zacarías e Isabel -los justos padres de Juan, el Bautista-, los pastores, Simeón, Ana y «todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38). En esta primitiva comunidad, como embrión aún no nacido, ya estaban incorporados los paganos en la persona de los Magos.

Los pobres evangélicos fueron acompañando a Jesús a lo largo de su ministerio como discípulos, como amigos, como beneficiarios de sus signos o como protagonistas de sus parábolas. Sus actitudes evangélicas quedan consignadas en los evangelios como la respuesta que Dios espera de los seguidores de su Hijo. Es el «aquí estoy» del publicano en el templo, que «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”» (Lc 18,13). Es la súplica esperanzada del buen ladrón en la cruz: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Es la plegaria conmovedora del leproso, postrado ante el Señor: «Si quieres puedes curarme» (Mt 8,2). Es el grito potente del ciego al borde del camino: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Es el clamor silencioso de la pecadora pública a los pies de Jesús derramando lágrimas de compunción (cf. Lc 7,36-50). Es la humilde dádiva de la pobre viuda, que pone cuanto tiene en manos de Dios (cf. Lc 21,1-4). Es, en suma, la angustiada oración de Jesús en Getsemaní: «Señor, Dios Salvador mío, día y noche grito en tu presencia; llegue hasta ti mi súplica, inclina tu oído a mi clamor. Porque mi alma está colmada de desdichas, y mi vida está al borde del abismo» (Sal 88,2-4). Es el «aquí estoy» de los pobres de Yahveh en la etapa evangélica, que acogieron y acompañaron la vida de Jesús. Si nosotros queremos incorporarnos al «aquí estoy» de Jesús, debemos también unirnos a estas actitudes de los pobres del evangelio.

Este «aquí estoy» que debemos dar es una respuesta a Dios en forma de invocación ante el asedio del sufrimiento, del pecado y de la fuerza del mal. Es el último recurso espiritual de un alma derrotada por el dolor. Es el lamento de la humanidad torturada, que se transforma en oración, por obra del Espíritu, en las almas elegidas, en una conmovedora súplica que llega al Trono de Dios y alcanza indefectiblemente la respuesta divina en un «aquí estoy» eterno y salvador. Ése es el fin de las misiones: no pretender prioritariamente la eliminación del sufrimiento, sino dar a los que sufren la capacidad para gritar al Padre, llenos de Espíritu Santo, y así ser el clamor del Cuerpo de Cristo para salvar a la humanidad. Nadie puede quitar el sufrimiento del mundo, porque el pecado marca al mundo, pero sí puede convertirse en sufrimiento redentor. Este clamor coral es el «escudo antimisiles» que protege la creación entera. Está formado por todos los humildes que confían, por todos los mansos que esperan, por todos los pobres que suplican, por todos los débiles que anhelan. Ellos son los todopoderosos reyes de la creación porque su susurro doloroso se eleva ante el Trono de Dios con una potencia tal que conquistan para el universo las bendiciones divinas. Está escrito en la promesa del Verbo, que compromete su palabra solemnemente, al revelarnos la reacción de Dios ante ese lamento: «¿No hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar» (Lc 18,7-8). He aquí un misterio al que somos invitados: para contemplarlo, vivirlo y gozar de su eficacia sobrenatural.

Cuando Cristo venga al final de los tiempos será para liberar a estos pobres que claman a él día y noche. Y ya no vendrá como pobre entre pobres, sino como el Salvador poderoso que rescata a los suyos de las garras del mal y del Malo. Cuando él llegue glorioso dirá a los suyos: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Aquellos que, en la profunda angustia, cercados por el mal del mundo y el pecado, supieron orar día y noche y se revistieron del traje de fiesta (cf. Mt 22,11-12) blanqueando su vestidura en la sangre del cordero (cf. Ap 7,14), alcanzarán la dicha definitiva en la nueva Jerusalén. Aquel día su «aquí estoy» no será ya el triste lamento de la espera, sino el grito potente de victoria ante el Trono de Dios (cf. Ap 7,10).

El «aquí estoy» del amigo de Dios en la Iglesia

Llegado el momento culminante de su existencia, cuando Cristo tiene que dar, en su confrontación con el mal, su «aquí estoy» decisivo, decide compartir ese momento y ese combate con sus amigos íntimos. De modo que les da la oportunidad de participar con él de su cáliz, de la copa de salvación (cf. Sal 116,13).

Jesús sufre verdaderamente en su humanidad hasta límites para nosotros incomprensibles. Y nos hace una desconcertante invitación: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38). Los contemplativos seculares están llamados a unirse a estos elegidos que comparten con Jesús la oración del huerto. Con estas palabras Jesús invita a los suyos, a los más íntimos, a acompañarle voluntaria y lúcidamente en su combate definitivo. Y lo hace subrayando tres aspectos:

  • -Primero, les indica dónde quiere que estén: «Quedaos aquí», es decir: en Getsemaní. Ése es el lugar donde quiere que sus íntimos pronunciemos nuestro «aquí estoy». Los cristianos que sienten en su corazón esa llamada comprenden desde dónde tienen que afrontarlo todo, y lo importante que es para el corazón de Cristo que no estén en otro lugar distinto de este «aquí». Y nosotros preferimos cualquier otro lugar. Cualquier otro «aquí» en el que se posicionen no puede ser fecundo, porque no es la respuesta que Dios demanda de ellos. Abrahán y María están en ese «aquí», siempre han estado en este lugar, y por eso pueden decir de verdad «aquí estoy» cuando llega la prueba.
  • -En segundo lugar, Jesús dice a sus íntimos cómo tienen que estar en ese aquí. No basta con estar en el lugar requerido, en Getsemaní, sino que hay que estar de la forma adecuada: «Quedaos aquí y velad». El Señor nos quiere allí compartiendo su misma mirada. Necesita que tengamos su misma lucidez frente al mal, su misma consciencia de lo que se juega, su misma mirada fija en la voluntad del Padre. Y no se trata de que necesite nuestra colaboración para quitarse él parte del peso, sino que quiere hacernos partícipes del drama que amenaza el mundo: el amor del Padre enfrentado a la insidia del pecado, y la necesidad de colocarse conscientemente en el centro de ese combate a muerte. Jesús quiere que comprendamos que su angustia no proviene del miedo al sufrimiento -Jesús sufrió toda su vida-, ni de la cercanía de su pasión y muerte, sino de la contemplación de la aparente impermeabilidad del mal, que parece sofocar la Luz de Dios. Por eso desea que su Iglesia esté con él en ese combate; anhela que, al menos una parte significativa de esa Iglesia, un ejército de almas contemple junto a él, en una confrontación humilde y dolorida, el misterio de la iniquidad en su oposición a la Luz. El Señor quiere que quien tenga que estar en Getsemaní sea plenamente consciente de todo y no se deje distraer por cualquier forma de evasión. De ahí su deseo de que velemos: no basta estar, hay que estar despiertos. Por eso, la respuesta de los tres apóstoles fue para él, en cierto sentido, un peso añadido a su agonía; porque el sueño de los suyos era la constatación palmaria de que a nadie le interesaba la lucha en la que estaba sumergido desde su nacimiento.
  • -Y, en tercer lugar, Jesús no sólo les pide que se queden «aquí» velando, sino que les da la motivación profunda para hacerlo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». El motivo último para invitarles a estar en su «aquí» es que quiere que los suyos le acompañen en este momento definitivo. Su tristeza mortal en aquella angustiosa vigilia le impulsa a buscar apoyos para poder cargar con el pecado del mundo. En realidad, no necesitaba la pobre ayuda ineficaz que podían prestarle unos despistados pescadores. De hecho, él cargó solo con todo el peso del mal del mundo. Y, sin embargo, necesita y quiere contar con la presencia de los suyos en el momento en que la angustia y la oscuridad traspasan completamente su alma. El Señor los conocía y pudo prever que no iban a aguantar el combate, pero aun así quiso -y quiere- su compañía. Minutos antes les había dicho: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28). Ese «conmigo» es el que determina todo para él, y el que debe determinar todo para nosotros. En último término, el reto no consiste en aguantar la prueba, en afrontar el mal, o en permanecer lúcidos ante las acometidas del pecado; el verdadero objetivo es estar con él, sobre todo en ese momento. Para eso les llamó: «Para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14-15). Eso es lo que él más valoraba: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco» (Mc 6,31). Y eso es lo que su corazón buscó cuando se encontró indefenso y desnudo ante las acometidas del pecado. Eso es a lo que se nos invita: a decir nuestro «aquí estoy» con él en Getsemaní. Es, quizá, el instinto del animal herido que intenta resguardarse en su madriguera. Los suyos son los únicos en los que puede reclinar su cabeza, y Jesús los busca mendigando consuelo. Sin embargo, también ellos le negarán su amparo. Por eso tendrá que venir un ángel del cielo para confortarle en su agonía (cf. Lc 22,43).

No hay, pues, un «aquí estoy» más importante en la Iglesia que el de aquellos que viven realmente en Getsemaní, conscientes de la fuerza del pecado que se ceba en su propia carne y espíritu, y que perseveran con Jesús en sus pruebas, ofreciéndose -con él- al Padre para que se haga en ellos su voluntad. Ellos -en Cristo- son los diques de contención del misterio de la iniquidad, los compañeros de armas de Jesús, los adoradores del Padre en espíritu y verdad. Pero, sobre todo, son los amigos, los compañeros, los consoladores, los que perseveran con Cristo en sus pruebas. Son aquellos cuyo «aquí estoy» se pronuncia allí donde nadie quiere estar y donde es más necesaria una respuesta.

El «aquí estoy» del enviado de Dios en la Iglesia12

Solemos considerar que la acción apostólica del cristiano consiste, a grandes rasgos, en acciones exteriores para interpelar a los hombres sobre Dios, ayudarles a acoger la fe y hacer posible su transformación personal. Y eso es verdad, pero sin olvidar que hablamos de un milagro estricto, que no puede ser fruto inmediato de ningún tipo de estrategia pastoral o de actividad apostólica13. Sólo la gracia de Dios provoca la conversión del hombre. «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado» (Jn 6,44). Por ello, porque no es simplemente fruto de las acciones humanas en sí mismas, por muy generosas y entregadas que sean, es necesario caer en la cuenta de que la misión a la que Dios envía a su Iglesia es imposible de realizar sin que ésta se coloque en el mismo lugar y con la misma actitud de Cristo. Sólo quien prolonga el «aquí estoy» de Cristo ante Dios y los hombres puede realizar verdaderamente el misterio de la unión de ambos. Por eso, infinitamente más importante que las obras apostólicas en sí mismas es la actitud con las que han de realizarse: han de llevarse a cabo con el mismo espíritu que alentaba en Cristo, con su misma disposición y actitud.

Como hemos visto, el «aquí estoy» del Verbo encarnado es la condición para que el Padre pueda entregar la vida de su Hijo «como expiación» (cf. Is 53,10). El Verbo, al brindarse personalmente para realizar la redención de los hombres y su unión con Dios, se coloca en medio con toda su persona para realizar el único acto que puede unir ambas riberas -la de Dios y la del hombre-. Ese acto no es otro que el de inmolarse en sacrificio, en una actitud de completa obediencia a Dios y de entrega solidaria por los hombres. Cristo es consciente de la necesidad de ese acto: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo […] para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad”» (Heb 10,5-7).

Esa actitud de Cristo debe ser participada por el cristiano. Nuestro «aquí estoy», si es verdadero, debe tener necesariamente esa dimensión de expiación e intercesión. La mediación de Cristo es una invitación a la mediación del cristiano: «Al igual que para él, también para nosotros el “aquí estoy” tiene que significar: “Te entrego mi vida, toma lo que quieras”»14. Ése es el apostolado específico de los contemplativos seculares: ponernos con nuestro «aquí estoy» entre Dios y los hombres con un corazón unido al de Cristo y con las mismas actitudes de la Virgen María.

El cristiano, si tiene la mirada de Cristo y sintoniza con su corazón, es consciente de que el mundo necesita encontrarse con Dios y que ese encuentro no puede realizarse si no hay puentes que unan ambas riberas. Por eso, acepta realizar esa mediación que conlleva un desgarramiento en quien se pone, como Jesús, entre Dios y los hombres:

Hacía falta la Redención. El Padre la quiere, la anhela. El Hijo, que ve también la necesidad, responde: «Aquí estoy». Entre Dios y la necesidad de salvación del mundo hay una vida ofrecida, la del Hijo, que se expresa en el «aquí estoy». Y si nos colocamos en ese punto, en el lugar preciso del Verbo que se encarna, y revivimos en nosotros sus actitudes, entonces actualizamos en nuestra vida la intercesión de Cristo15.

Por tanto, «Vivir la misión de intercesión consiste en revivir en mí el misterio de la encarnación del Verbo, ponerme delante de Dios y decir, con la verdad de mi vida: “Aquí estoy”»16. Pero, insistimos, para que esa intercesión sea eficaz tiene que recibir su fuerza de la autenticidad de la propia entrega mediadora. «Por consiguiente, no basta con que uno pronuncie simplemente una fórmula: “Aquí estoy”. Es necesario que esté en esa sintonía que le permite ver lo que quiere Dios, su plan salvador; y a la vez, que vea la necesidad de salvación que tiene el mundo; para lo cual hemos de estar en permanente sintonía con el corazón de Dios. Y entonces, la intercesión resulta sencilla y espontánea»17. Sin esa doble sintonía con Dios y con el profundo anhelo del hombre, sin el anhelo redentor de Cristo, la mediación del cristiano no puede ser eficaz. Pero si participo de esa visión crucificante y «mantengo ese “aquí estoy” con toda la fuerza de mi ser, estoy reviviendo el misterio de la encarnación de Cristo, que engloba todo su misterio redentor, y toma forma y cuerpo en mi propia vida ofrecida»18.

El «aquí estoy» de cada cristiano

Hemos esbozado la respuesta que cada cristiano tiene que dar a la invitación de Dios a seguir a su Hijo, el «aquí estoy» del pobre, del amigo y del enviado. Pero luego, cada hijo de la Iglesia tiene que pronunciar ese «aquí estoy» en el lugar concreto y específico en el que le sitúe la gracia de Dios, en función de su vocación y su misión personales. Los elementos comunes anteriores han de modularse de formas diversas según la situación concreta y el momento determinado en el que Dios llame a cada uno. No es la misma respuesta la que tiene que dar el padre de familia, el misionero, el sacerdote o el monje; pero todos ellos, y cualquier otro cristiano, están llamados a responder con la disponibilidad total que expresa el «aquí estoy», tal y como lo hemos contemplado.

Lo importante es, por consiguiente, que yo sea en el mundo una nueva encarnación del «aquí estoy» del Verbo. Para eso se requiere una solidez personal y un adecuado discernimiento para dilucidar desde dónde he de dar mi respuesta. El requisito indispensable para poder ser respuesta al hombre de nuestro tiempo no puede ser otro que ser realmente en mi vida lo que soy en el corazón de Dios: una «encarnación» viva del Verbo en la historia que reproduce la disposición de su «aquí estoy». De esto se deduce la necesidad de un aquilatado discernimiento que evite cualquier improvisación pastoral basada en iniciativas ocurrentes, que eluda lo fundamental. De hecho, sin solidez personal y disponibilidad en el discernimiento, no puedo tener la seguridad de estar realmente ahí donde Dios me llama y los hombres me necesitan. Da igual si los hombres me buscan en un lado o en otro, sólo podrán encontrar la salvación de Dios si yo estoy realmente allí donde Dios me llama y con la densidad amorosa que él quiere. En este sentido, las palabras de San Juan de la Cruz dan la clave de dónde y cómo hay que estar para dar el verdadero fruto:

Es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas19.


NOTAS

  1. «Por ello, así dice el Señor Dios: “Aquí estoy contra ti, Tiro”» (Ez 26,3). «Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, Sidón» (Ez 28,22). “Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, montaña de Seír» (Ez 35,3). «Esto dice el Señor Dios: Aquí estoy contra ti, Gog» (Ez 38,3). Contra Nínive: «Aquí estoy contra ti ‑oráculo del Señor del universo‑» (Nah 3,5).
  2. Aunque parece que Dios actúa «inhumanamente» ante Abrahán, en realidad está elevándole a su intimidad y haciéndole su amigo, compartiendo con él, por vía de la experiencia, sus misteriosos y ocultos sufrimientos ante el sacrificio de Jesús en la cruz. No será la última vez que Dios comparta su angustia con alguno de sus elegidos, precisamente cuando les exija la renuncia suprema, y les pida que su dolor quede en lo oculto: «Hijo de hombre, voy a arrebatarte repentinamente el encanto de tus ojos; pero tú no entones una lamentación, no hagas duelo, no llores, no derrames lágrimas. Suspira en silencio, no hagas ningún rito fúnebre. Ponte el turbante y cálzate las sandalias; no te cubras la barba ni comas el pan del duelo» (Ez 24,16-17).
  3. También esa disposición de entrega completa a Dios orientada a una misión la encontramos en el Nuevo Testamento expresada con la fórmula que analizamos. Es el caso de Ananías (Hch 9,10-17), quien utiliza esta expresión para responder a los requerimientos de Dios, aunque significativamente esa respuesta se dirige en esta ocasión a Jesucristo, que es quien le llama para encargarle la misión. La actitud de total disponibilidad no exime al llamado de plantear la perplejidad ante lo que se le pide, como sucede con Ananías, a la hora de aceptar la desconcertante misión que Dios le encomienda en relación con Saulo, que se ha ganado una justificada fama de perseguidor de los cristianos (Hch 9,13-14.21). Sin embargo, cuando Ananías constata que la voluntad del Señor cuenta con ello, no opone más resistencia y se encamina hacia donde está Saulo dispuesto a cumplir fielmente el encargo divino. Una vez más, la expresión «aquí estoy» refleja la determinación del corazón y la disponibilidad para cumplir las palabras que salen de la boca de Dios.
  4. Antonio Machado, La saeta.
  5. Por decirlo de una forma gráfica, el obstáculo mayor para nuestra santificación es que Dios quiere jugar al ajedrez y yo al parchís. Eso lo condiciona todo. Dios, respetando mi libertad, acepta jugar al parchís; pero, se desarrolle como se desarrolle la partida, ya todo está limitado: ya he eludido el «aquí» de Dios. Puede ser una partida magnífica que estreche nuestros lazos, pero lo cierto es que he jugado a mi juego, no al de Dios. Todo queda condicionado, y lo más terrible es que no he sido consciente del «cambio de vía» que yo mismo he realizado.
  6. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº.
  7. Éste es el término que aparece en los Setenta para traducir el «’ebed» hebreo.
  8. También aquí María se identifica con Cristo que, precisamente por venir como esclavo, «Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre» (Flp 2,9), o como el Siervo de Isaías, al cual «verán los reyes, y se alzarán; los príncipes, y se postrarán» (Is 49,7).
  9. En griego «Idou hêkô».
  10. Is 42,1-9; 49,1-12; 50,4-9; 52,13-53,12.
  11. «Idou ho anthrôpos» habría que traducirlo por «aquí está el hombre»: es la misma estructura de las palabras de Jesús al entrar en el mundo («Idou hêkô») o de la respuesta de María («Idou hê doulê kuriou»): partícula demostrativa + sujeto (explícito o implícito).
  12. Para profundizar en la intercesión del cristiano, unida a la mediación del Verbo, pueden leerse las páginas 184-199 de Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), referidas a la intercesión.
  13. «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como ésta. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (Mt. 5,13), que, aunque más parezca que hace algo por de fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las obras buenas no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (San Juan de la Cruz, Cántico B, 29,3).
  14. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 193.
  15. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 191.
  16. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 191.
  17. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 193.
  18. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 195.
  19. San Juan de la Cruz, Cántico B, 29,2.