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La Iglesia, esposa de Cristo, siempre se ha sentido atraída y fascinada por el alma de su Esposo y por los valores que encierra; entre los que destaca la permanente y amorosa sumisión de Jesús a su Padre. De hecho, la obediencia al Padre constituye la guía fundamental que ilumina el camino del Redentor, que vive una verdadera pasión por obedecer, tal como él mismo nos dice: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30); «mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34).
De esta actitud obediencial del Señor se desprende su absoluta libertad sobre todas las realidades. Jesús es libre frente a los bienes materiales1, frente a las demás personas2 y frente a sí mismo, sus necesidades y pasiones3. Y no se trata de una obediencia formal, sino de la expresión del amor y de la relación de intimidad y de comunión que le une con el Padre.
Esto es tan importante, que los cristianos de todos los tiempos han visto en este comportamiento de Jesús el estilo de vida a imitar, a través de la consagración de su vida a Dios, expresada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Tres realidades que no solamente están indisolublemente unidas, sino que constituyen diferentes expresiones del alma de Jesucristo. Unidas y armonizadas, expresan significativamente el reconocimiento del señorío de Dios sobre todo y de nuestra condición de criaturas. La vivencia de los consejos pone de manifiesto que Dios merece que le entreguemos todo nuestro ser, reconociendo en esa entrega que todas las demás realidades son contingentes, y tienen valor sólo en la medida en que están referidas a Dios y dependen de él.
Este testimonio es especialmente necesario hoy, en un mundo que ha endiosado al ser humano como realidad suprema y referencia última de la vida; de modo que, como consecuencia, lo que el hombre cree, desea o puede, se convierte en la medida de lo que se debe creer, desear o hacer, rechazando así la voluntad de Dios o las exigencias de la moral por el hecho de que no se entienden o resultan dificultosas. Se trata de una grave distorsión de valores que afecta a la humanidad entera, a los cristianos, a los consagrados e incluso a los contemplativos.
Precisamente, estamos ante una tentación que actúa frontalmente en contra de lo que es esencial para el contemplativo, que es su entrega total a Dios. Una entrega que no se puede adaptar a las condiciones de la propia debilidad, porque comporta la donación de toda su vida de forma absoluta y radical y, por tanto, sin ninguna condición que la pueda limitar para hacerla más realista o asequible. En efecto, la renuncia al carácter absoluto de la entrega hace que las gracias que Dios concede para convertir la vida en holocausto de amor redentor se malgasten al servicio de unos ideales cristianos recortados, como el ser simplemente buenos, piadosos o sacrificados.
La misma dificultad que encuentra el contemplativo para afirmar y vivir la donación plena de su vida a Dios es, paradójicamente, la circunstancia óptima para vivir y defender con su ejemplo la primacía absoluta que tiene Dios en nuestra vida, cuyo sentido y finalidad le viene dado por la voluntad de Dios y no por ningún designio o circunstancia humanos. Ésta es la actitud que inspira toda la actuación de Cristo y constituye el fundamento de la consagración del cristiano y del contemplativo.
Por consagración entendemos el acto por el que Dios toma a una persona, la separa para su servicio, la configura de manera peculiar y le encarga una misión. Y este acto, que realiza Dios a través de la Iglesia, es consecuencia de una doble realidad: la consagración de Cristo y el bautismo. Tal como aparece en el Nuevo Testamento, la consagración fundamental ‑síntesis de todas las demás‑ es la consagración de la humanidad de Cristo, por la que el Verbo asume una naturaleza humana que permanece plenamente dedicada a Dios. Y esta consagración fluye en los cristianos por medio del bautismo, ya que este sacramento es el acto por el que Dios, por medio del Espíritu Santo, configura al ser humano con el Hijo, haciéndole participar de la consagración de éste y convirtiéndolo en propiedad de Dios.
Y en este orden de cosas, podemos decir que la consagración y los consejos evangélicos que la expresan, no es patrimonio exclusivo de la vida religiosa o «consagrada», sino una gracia que Dios ofrece a todos sus hijos, una posibilidad para todo cristiano que quiera vivir plenamente la vida divina que le ha sido infundida en el bautismo. Por eso. no existe ningún miembro de la Iglesia que pueda sentirse dispensado de hacer de su vida un acto de glorificación de Dios en la búsqueda de su voluntad4; y esto es, precisamente, lo que define y configura el seguimiento de Cristo como consagración a Dios.
Como veremos enseguida, todo cristiano es un consagrado5; porque, por el bautismo, su vida ha sido entregada a Dios con Cristo. Después, cada cristiano será fiel o no a la consagración bautismal, la vivirá con más o menos intensidad y le dará una forma diferente en función de su situación y circunstancias. Incluso a esta consagración fundamental se pueden añadir otras, como, por ejemplo, la que confiere el sacramento del orden (LG 10; PO 12), la que realiza el religioso que se consagra más íntimamente a Cristo (LG 44; PC 5), la propia de los miembros de los institutos seculares (PC 11) o incluso la de los esposos, que están «como consagrados» por un sacramento especial (GS 48).
El contemplativo, sin necesidad de una nueva consagración sacramental o canónica, sin pretender entrar en un «estado» de consagración oficial a Dios, experimenta en su interior un anhelo esencial y apremiante por identificarse lo más plenamente posible con su Señor. Y, en consecuencia, se sabe llamado a desarrollar al máximo la consagración bautismal; por la que no sólo aspira a imitar el alma de su Señor, sino que busca con ardor identificarse totalmente con el alma del Amado. A la gracia de Dios y al compromiso personal que llevan al cumplimiento de este anhelo es a lo que nos referimos cuando hablamos de la consagración del contemplativo secular.
Esta identificación no puede hacerse sin aceptar vivir la misma pasión que consumía el alma de Cristo y lo llenaba de un amor absoluto al Padre y a su plan de salvación. Una identificación que lleva a revivir la actitud más profunda del Señor, su combate espiritual, su pasión interior…, permitiendo que el mismo Jesucristo pueda glorificar al Padre en el contemplativo, abrasándolo en su amor por la acción del Espíritu Santo.
Nos encontramos ante un amor que consume todo con el fin de convertir a la persona en holocausto de amor al Padre, y que constituye la esencia de la consagración del contemplativo. Es, ciertamente, una auténtica locura que no puede ser impuesta por nadie, sino sugerida por el Espíritu Santo. Él es el que nos transforma, hasta hacernos capaces de olvidarnos de nosotros mismos y colocar a Dios como centro absoluto de nuestra vida; algo que es imposible para nosotros, pero no para Dios, que «lo puede todo» (cf. Mt 19,26; Lc 1,37).
El contemplativo no sólo quiere ser consciente de su consagración bautismal y de la exigencia de los consejos evangélicos que conlleva, sino que, frente a tantos que se conforman con los mínimos obligatorios de su consagración, se siente movido por el Espíritu Santo a llevar la suya hasta el extremo y abrazar la locura voluntaria de asimilarse existencialmente con el alma de Jesucristo hasta el máximo y con todas las consecuencias.
Esta locura no puede ser comprendida ni aceptada por quienes carecen de una auténtica fe, que tal vez les permita llevar a cabo la renuncia a algún bien como medio para alcanzar otro bien mayor, como la justicia, la libertad, el progreso, etc.; pero son incapaces de entender la renuncia a todo con el único fin de dar gloria a Dios y cumplir su voluntad, sin otro objetivo distinto.
María, «abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso
corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró a sí misma […] a la persona y a la obra de su Hijo» (LG
56), y así se convirtió en modelo y maestra de la consagración propia de la
vida contemplativa secular. Toda su existencia estuvo orientada a Dios de forma
absoluta y permanente, en filial y amoroso cumplimiento de su voluntad,
renunciando a sus planes, necesidades y posibilidades ante la voluntad divina; e incondicionalmente abrazada a esa
voluntad en fe, esperanza y amor. Toda la vida de la Virgen se desarrolló en
una sumisión confiada al Padre y en perfecta libertad frente a todo lo demás,
constituyéndose así en modelo de la respuesta que el cristiano ha de dar a la
gracia de la consagración que recibe.
NOTAS
- La pobreza marca la vida de Jesús desde su nacimiento (cf. Lc 2,7.12) hasta la misma muerte en cruz (cf. Jn 19,23). Véase también Mt 8,20: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» y Mc 6,8-9, donde pide a los discípulos su misma pobreza: «Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más…»
- Véase la permanente libertad de Jesús frente a los líderes religiosos, sus criterios y sus posturas (p. ej. Mc 3,2ss; 7,5ss), frente a los mismos discípulos que le siguen (cf. Jn 6,67), y frente a su misma familia: «El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12,50; cf. Lc 2,49).
- Véase su libertad con respecto al alimento: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4); «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis» (Jn 4,32). También es libre ante otras necesidades, como p. ej.: Jn 18,4-11.19-23.
- Véase Ef 1,5-6: «Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia» (cf. Ef 1,3-14); 1Co 6,20: «Pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!»
- Véanse las afirmaciones de Lumen Gentium, 10; 34 y Apostolicam Actuositatem,3, que comentaremos en este capítulo VII, en el apartado siguiente: 2. La consagración, fundamento del ser y de la misión del contemplativo secular, p. 180.