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El misterio de Job es el camino más profundo ofrecido a las almas para pasar de no comprender a comprender el Evangelio. Misterio analógico que no implica necesariamente las úlceras… si no es en el alma y en el corazón, donde se oculta la úlcera del pecado: es siempre a través de un misterio análogo al de Job por el que desembocaremos en la Paz. Eso no implica forzosamente algo espectacular y terrorífico para los nervios, sino un sufrimiento espiritual que viene, a la vez, de lo que no comprendemos de Dios, y de que estamos enfrentados a él.

En efecto, ¿por qué sufre tanto Job? ¿Y por qué sufrimos tanto nosotros? A causa de lo que el padre Barthélemy llama «las alucinaciones de un corazón crispado»1. Cuando, después del pecado, se perdió en nosotros la imagen de Dios, nos convertimos en una caricatura de Dios. Y como sólo le podemos contemplar a través del reflejo que ha puesto en nosotros, en adelante, cuando pensamos en él, pensamos en una caricatura: proyectamos sobre él la mezquindad, la injusticia y la crueldad que están en nosotros. Por eso, en cuanto se acerca un poco a nosotros con su Dulzura, nos sucede algo análogo al misterio de Job: un enloquecimiento y una irritación extremos, porque estamos en «las alucinaciones de un corazón crispado».

Uno de los tormentos de Job es la distancia que separa al Dios de los filósofos del Dios viviente de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Según la sabiduría de los judíos, como según toda sabiduría, el justo debe ser recompensado, el malo castigado. La revelación ofrecía un conjunto de verdades que daba un sentido a la vida humana bajo la luz de Yahvé, una manera de vivir fiel a una cierta moral; por ejemplo, la hospitalidad. Job tiene conciencia de haber escuchado esta sabiduría, de haberse abierto para que penetre en su vida. Se había agarrado a evidencias, una luz, un equilibrio, una armonía… y tiene la impresión que todo está en el suelo, ya no sabe dónde va a parar su desconcierto.

La distinción entre el Dios de los filósofos y el Dios viviente se convierte entonces en un abismo. La diferencia entre la sabiduría humana y lo que sufrimos es tan enorme que basta para explicar la fuerza del sufrimiento de Job: Dios no responde a nuestro saber, lo desconcierta, y al final podemos preguntarnos: «¿Existe? ¿Es bueno? Y aunque sea bueno, ¿nos ama? ¿Me ama a mí, que creía ser amado?»

«La Sabiduría juega con los hijos de los hombres». El Dios de la Biblia se impone a nuestra inteligencia y se burla de nuestra inteligencia. Nuestra búsqueda de sabiduría y de luz será, pues, fundamentalmente crucificada. Pero a falta de una explicación satisfactoria, este Dios que nos desconcierta puede ofrecer a nuestro corazón cierta Paz: quisiera explicar cómo.

Todo lo que diré debe terminar con el descubrimiento del Dios amor, que es el Dios del Evangelio. Pero si queremos que este descubrimiento no se quede en algo abstracto y, por otra parte, escape a «la idolatría» o a la «piedad» que sustituye a esta Presencia insoportable con una imagen «incolora, inodora e insípida» (padre Barthélemy); si queremos que el Dios amor no sea «el buen Dios» (en el mal sentido de la palabra, pues tiene un sentido dulce y verdadero en los corazones sencillos), hay que sufrir lo que sufrió el pueblo judío. Ahora bien, constato (y todo cristiano debería constatar) que Dios no se presentó al pueblo de Israel pura y sencillamente como un Dios de amor. No se presentó tampoco como un «Dios de temor». ¿Entonces?

Al principio de las apariciones de Lourdes, la Virgen tardó tiempo en decir a Bernadette quién era. Y cuando contestó a sus preguntas, fue de manera ininteligible («la Inmaculada Concepción»). Igualmente, cuando Moisés pregunta a Dios quién es, Dios contesta de una manera ininteligible («Yo soy Yo Soy», traduce el padre Barthélemy). El descubrimiento de Dios se hace con el uso, y Dios se revela a Job absolutamente diferente de lo que esperaba. Entonces, los amigos de Job, y Job mismo, tienen la tentación de decir «no es posible» y de discutir, hasta el momento en que Job cesa de discutir en un aplastamiento total. En ese momento descubre a Dios como «algo» que no había experimentado nunca.

También el Dios de los cristianos está ahí sin que sepamos exactamente quién está ahí: en cierta manera, moriremos sin saberlo. Desde los siete años, santo Tomás preguntaba: «¿Quién es Dios?» Hay que morir con esta pregunta: «Dios mío, ¿quién eres? Mi certeza de que existes crece, pero lo que tú eres se me presenta cada vez más desconcertante e indefinible». Podría traducirse así el Sanctus: «¡Incomprensible, Incomprensible, Incomprensible!» Es él quien nos comprende a nosotros; y cuanto más nos comprende él, más sentimos que no lo comprendemos: la experiencia de Job es privilegiada a este respecto.

Pues bien, el Dios de la Biblia ofrece, ante todo, la experiencia de su presencia: la historia de los patriarcas y del pueblo judío es una sucesión de irrupciones e intervenciones de Yahvé. «Alguien está ahí». Dice Samuel: «He sido llamado por mi nombre». ¿Por quién? No lo sabe, pero ha sido llamado. Lo mismo sucede a todos los profetas de Israel.

Nosotros, cristianos, debemos saber también ante todo que Dios está ahí, y con el riesgo de manifestarse. No siempre de manera espectacular, por cierto, porque desde la Nueva Alianza hay algo nuevo, mucho más sutil; pero para llegar a esta novedad infinitamente preciosa, hay que empezar por lo más grosero, que tiene la ventaja de ser conmovedor.

Al despertar, Jacob se da cuenta de que Yahvé está allí: entonces «este lugar es terrible». La fe cristiana sabe que Dios está ahí permanentemente en el fondo de nuestro corazón, mucho más realmente que en la piedra en la que Jacob reposó su cabeza; pero no nos hagamos ilusiones: nuestro corazón no es más refinado que el del pueblo judío. El Dios del Antiguo Testamento nos gustaría más que el de la Eucaristía. No estamos suficientemente purificados para que la presencia eucarística tenga sabor para nosotros, y entonces decimos que no lo tiene.

Más en general, somos demasiado bastos para captar una presencia de amor. Tengamos, pues, la humildad de entrar en la escuela del pueblo judío: escuela de las presencias brutales y atronadoras de Dios. Desde hace cuatro mil años, una serie de acontecimientos se pusieron en marcha a partir de Abrahán y no se han parado nunca; su realidad nos cerca y cerca al mundo. La fe es creer que esta realidad ha tenido lugar, tiene lugar todavía, existe.

Lo que quiere decir eso, cuanto más avanzamos, menos lo comprendemos. Comprendemos sólo que no se comprende nada, que es necesariamente incomprensible, pero que es…, en virtud del testimonio que empezó hace cuatro mil años, que no ha hecho más que crecer y embellecer durante dos mil años, que luego estalló, y se mantiene en el paroxismo de Pentecostés.

Librarse de Jesucristo es imposible, pues su Presencia no nos deja: ésa es nuestra fe. No nos deja personalmente, y no deja a la Iglesia; pero para sentir que eso es real hay que estar atrapado por una gracia que nos habita.

Ciertos pastores presentan las cosas como si, para el que sufre una prueba, fuera evidente que Dios está con él, y que es una bendición ser probado así. ¡Pero eso no es evidente! Podemos tener la impresión de una hostilidad real de Dios: y se esconde una verdad detrás de esta impresión, cuya amargura debe ser degustada. Deformamos esta verdad porque somos pecadores, y llamamos hostilidad a algo que no es hostilidad. El mismo Cristo, en su agonía, pudo tener la impresión de que Dios favorecía a sus enemigos…

En el caso de Job no hay enemigos visibles, pero está Satanás. Y detrás de los sufrimientos visibles se esconde un sufrimiento espiritual, descrito de manera admirable por un judío como Kafka, a través de mitos que son como parábolas del pecado original. La experiencia de la vida nos enseña que somos culpables de algo. En nuestra juventud deseamos alegría, plenitud, belleza. Después, hacia los 35 años, perdemos el arranque de la juventud, la pureza del entusiasmo: el ideal no es fácil de alcanzar. Y si somos honrados, descubrimos que somos culpables, mucho más allá de las faltas visibles que nos podemos reprochar.

Job no ha pecado, pero es culpable. ¿De qué? Del pecado original. Para que este descubrimiento adquiera toda su dimensión, hay que recordar lo que dice Max Scheler: «Llevamos en el fondo de nosotros mismos, más profundamente enterrado que nuestra conciencia clara, una especie de Juez infinito, más exigente y despiadado que todos los jueces que nos critican o condenan desde fuera». Evocaré también la respuesta de una superviviente de Auschwitz cuando le preguntaron qué castigo merecerían sus verdugos: «No hay castigo posible. El único castigo sería hacerles comprender lo que han hecho; pero eso no es posible». Y eso es, en efecto, el Juicio, en el sentido cristiano de la palabra: ser obligados por la luz divina a comprender lo que hemos hecho. Más profundamente aún, comprender lo que somos, es decir, según la expresión misma de Cristo, «malos» a causa del pecado original.

Podemos rebelarnos contra el misterio del Mal y, sin embargo, amar a Dios. Podemos, al contrario, resignarnos, «abandonarnos», sin amar a Dios. Y éste es el pecado original: no amar a Dios. Este estado merece una condena dramática que crea la necesidad de salvación y del Salvador: rebeldes o no, no amamos a Dios.

Si esto se nos revelara claramente, sería el Juicio. Pero la Misericordia intenta ofrecernos poco a poco el verdadero descubrimiento del pecado original: en el fondo de nosotros mismos no somos buenos, por tanto no somos «justos». Si amásemos, en nuestra misma petición habría una violencia que procede del amor y la esperanza de recibir una respuesta. Pero no es éste el caso, y ésa es nuestra condena (es el tema oculto del Proceso de Kafka).

Los que empiezan a esperar descubren en primer lugar la fuerza de nuestra incredulidad, porque la gracia viene a arrancarles de su dureza, y suavemente les enseña que «Dios no es como piensan». Y cuanto más se acercan a este presentimiento, mejor descubren la resistencia formidable de todo su ser para entrar en esta perspectiva: así descubren el pecado original.

Los que se acercan a Dios descubren, por tanto, el pecado original no sólo en ellos mismos, sino en los demás. El grito de Job se convierte en ellos en el grito de santo Domingo: «¿Qué será de los pecadores?» Este grito toma a veces el acento de una rebeldía de amor, una tentación de decir «no puedo aceptarlo»…, pero eso es bueno: nuestra esperanza debe pasar por el fuego para estar al nivel de la desesperación del mundo.

Queda por ver cómo, después de haber rechazado el consuelo de sus amigos, y aunque pide a Dios que aleje su mano, Job le pide que se manifieste.

El padre Barthélemy (en Dios y su imagen) define la imagen de Dios ante Job como una «presencia insostenible». Hemos evocado al «Juez infinito» que llevamos en nuestra alma. En el caso de Job, en lugar de agazaparse discretamente en el fondo de su conciencia para manifestarse de vez en cuando, este Juez infinito invade la escena y Job no puede evitar en ningún momento sentir su Mirada: una Mirada indiscreta, un ojo inmenso.

Job no sabe qué ha hecho. E incluso para alguien que sabe lo que ha hecho, llega un momento en que empieza a sufrir de una manera más profunda, presintiendo que esta Mirada no mira sólo lo que él sabe, sino algo más profundo y temible. Un Ojo le mira y ya no le deja reposar. Y a causa del pecado de Job, éste ojo no parece benévolo: ésa es la paradoja de los personajes de Kafka. Nuestro pecado es precisamente experimentar como malévola la Mirada perpetuamente fija en nosotros. Job está dispuesto a recibir todo de la mano de Dios, bendiciones y maldiciones, pero empieza a tener la impresión de que Dios se ensaña con él.

Acepta ser condenado por la justicia divina, pero no comprende por qué Dios se ensaña así. Job tiene este grito, que en el fondo es el nuestro, y que definirá nuestro pecado: «¿Por qué dar esa importancia a mi persona? ¿Por qué te obstinas contra mí? No soy nada, la nada, una criatura… ¿Por qué no me dejas tranquilo?»

Siente como una maldición las palabras de Jesús: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados». Los siente contados por alguien enfadado con él, no por alguien que lo protege. Entonces: «¿Por qué estás tan enfadado conmigo? Incluso si he pecado, ¿tengo tanta importancia?» Volviendo así a la adoración: «¿Que es el hombre para que le hagas tanto caso? ¡Vienes a vigilarme cada mañana!»

No digamos demasiado rápido: «Viene a vigilarnos porque nos ama»…, pues precisamente nuestro corazón pone obstáculos a esta verdad. Sin este obstáculo, ¡sabríamos interpretar como una señal de amor las pruebas que se abaten sobre el género humano! ¡Estamos lejos de ello! La revelación nos dice que es una señal de amor, pero no estamos en absoluto al nivel de esta luz.

Dejemos entonces de lado esta respuesta para seguir el peregrinaje de Job. En el nivel de impureza en que estamos, ¿qué podemos constatar? Que en efecto Dios se ocupa de nosotros todas las mañanas, pero eso no tiene gracia, y ¡quisiéramos que nos dejase un poco tranquilos! ¿Por qué dar esa importancia a nuestra modesta persona? «Me espías constantemente. ¿Dejarás por fin de mirarme fijamente? -dice Job-. Si he pecado, ¿qué puede importarte eso, Espía de los hombres?» Y estas palabras, al final, ¡serán alabadas por Dios! Pondrá a Job en su sitio, ¡pero le gustarán!

Job exclama de nuevo: «¿Me dejarás al menos tragar saliva?» Comentario del padre Barthélémy: «Sentimos aquí que Job experimenta el drama de la presencia silenciosa de una Mirada, una simple mirada que nos busca… Tragar saliva supone que se tiene un poco de tregua, un poco de calma. Job está tan crispado, impresionado por la Mirada de Dios fija sobre él, que ya no puede ni tragar saliva. Lo que le hace sufrir es exactamente lo que hace que alguien no se sienta en su casa si la ventana de sus vecinos está a dos metros de su habitación, y no tiene cortinas».

Añadamos algo más profundo todavía. Imaginemos que el vecino en cuestión sea el verdugo de una víctima de Auschwitz, y que su víctima le contempla eternamente con la mirada que tenía en el momento en el que el verdugo la golpeaba. Job siente algo así delante de Dios…, entonces ¡le pide que se aleje!

Pero al mismo tiempo, y es lo paradójico, le pide que se manifieste. Por una parte quisiera que esa Mirada se aleje, y por otra que hable; pero esa Mirada no dice nada. Es la presencia perpetua y el silencio perpetuo de Dios. Por otra parte, ¡ése es el castigo que sufre nuestro siglo! Bergman dice: «Los sacerdotes hablan siempre, pero Dios no habla nunca». Decir eso es estar obsesionado con Dios. Bergman, Job y nosotros mismos tenemos la impresión de que Dios no dice nada. ¿Por qué?

Este tormento es el de los personajes de Kafka: alguien que parece condenarnos, pero no se explica, no se justifica y, en consecuencia, no nos calma. Quisiéramos decirle: «¡Vete o explícate!»…, y acabamos en la «blasfemia de Job» en el capítulo 9: «Pues bien, no; sé a qué atenerme, no responderá. Le pido que se explique, que justifique su Mirada, y nada. Tiene ventaja, es el más fuerte; e incluso si tengo razón me equivoco. ¡No conseguiré que se explique! Aunque inocente, me confundirá. Por otra parte ¿soy inocente?»

Aquí, Job empieza a sospechar que quizá no lo es; es sólo una sospecha, muy oscura porque no ve por qué. De ahí la blasfemia que sigue: «Aplasta tanto al justo como al culpable, desencadena de repente sus plagas y se burla del desamparo de los inocentes. Abandona la tierra a los aprovechados y ciega a los jueces. Si no es él el responsable, ¿quién será?»

Discutiendo el problema del mal, nunca llegaremos más lejos… ¡y son Palabras de Dios! El clamor de este hombre que tiene hambre y sed de Justicia le es más agradable que las máximas de ceniza de médicos de apariencia2 que buscan justificar la Providencia con máximas piadosas. Habiendo obtenido la confesión de que la Sabiduría no tiene comparación con sus problemas, Dios se dirige a los amigos de Job: «Mi cólera se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado bien de mí, como lo ha hecho mi siervo Job. Id donde está él ahora y ofreced por vosotros un holocausto mientras que mi siervo Job ore por vosotros. Tendré consideración con él y no os infligiré mi desgracia por no haber hablado bien de mí, como él»3. Y los amigos se van, muy avergonzados, ¡ellos que creían haber defendido la gloria de Dios! Pero no hay que olvidar que todo lo que ha gritado se lo ha gritado a Dios, se ha vuelto hacia él, no ha tenido miedo en dirigirse a él, porque amaba a Dios.

Job podía ser aliviado de dos modos: o la Mirada se aparta de él, o se decide a hablar. La Presencia debe desaparecer o aumentar… pues se obstina en permanecer muda. La tentación del descanso, de la comodidad, de la falta de amor, es decir: «¡Que nos deje tranquilos y se aleje!» Job tiene esta tentación, pero en su corazón hay algo distinto, y eso, a pesar de todo, le arrastra: el deseo de que la Presencia se intensifique y hable.

En la medida en que Job pide eso, triunfa sobre la prueba: su egoísmo desea la desaparición de Dios, pero su amor desea una aparición más intensa. Prueba muy dura porque, de todos modos, incluso con su amor, no puede aceptar la situación: para su comodidad hay «demasiado Dios», y para su amor no hay suficiente.

El egoísmo y el orgullo dicen: «Ya que no hablas, ¡vete!» Pero su última palabra es, a pesar de todo, pedirle que hable. Y finalmente, apela a Dios contra Dios: «Mi clamor es mi defensor»4, lo que quiere decir: «Mi clamor logrará conseguir que Dios me responda, y no que él desaparezca». No rechaza a Dios, sino, al contrario, le llama.

De ahí su proclamación de fe: «Sé que mi defensor está vivo… fuera de mi carne veré a Dios, y lo que veré será en mi favor»5. Es su último grito: «Espero que finalmente Dios hablará y me explicará lo que quiere decir todo eso; esta enemistad, esta hostilidad cesará, lo presiento…»

En cierto sentido, debería pararme aquí, pues la respuesta que va a recibir Job es precisamente la más intransmisible. Nada va a cambiar, y todo va a cambiar (no hablo de cambios exteriores y materiales): bruscamente, Job sabrá que el rostro implacable que le perseguía con obstinación, que no le dejaba un instante de respiro, era un rostro de bendición y no de maldición. Y que si tenía la impresión ilusoria de que este rostro era un rostro de maldición, éste era precisamente su pecado.

Dicho de otra manera, Job presiente desde ahora lo que se nos dará a todos al final de los tiempos, pero sólo al final de los tiempos, a saber, un día será exorcizado el falso Rostro de Dios. Presiente que esa horrible historia está fundada en «las alucinaciones de un corazón crispado». No podemos comprender a Dios porque somos pecadores, entonces vemos en él un juez y un enemigo, no vemos el Dios de Amor.

Por esto yo mismo dudo en pronunciar esta palabra de amor, porque aquí hay un malentendido. Tenemos la impresión de que Dios es nuestro enemigo, y esta impresión no puede ser disipada con palabras: hace falta que cambiemos para que cambie el rostro de Dios. Reclamamos su rostro de amor, y Dios responde: «¡No puedo! No puedo mostrártelo todavía, porque precisamente, si te muestro todo mi amor, lo que tú eres va a deformar mi Rostro a tus ojos. La Mirada que pongo en ti, la recibes como una mirada hostil porque eres pecador… eso es precisamente lo que te reprocho».

Como en un cuento de Kafka, tenemos la impresión que hay montañas de obstáculos para alcanzar a Dios. Nos dejamos impresionar por estas montañas, nos dejamos aplastar… y ahí está nuestra falta, porque todo eso es una ilusión: no hay obstáculos, y por eso «la fe mueve montañas». Pero para lograr que esta fe salga de nuestro corazón tendremos que atravesar una especie de enorme pesadilla que brota de nuestro pecado…

Estamos obligados a pasar por la pesadilla de Job; no porque Dios quiera infligírnosla, sino porque estamos hechos de tal modo que antes de llegar a comprender que no hay obstáculos, que es ilusorio, que son producto de nuestro corazón endurecido, es probable que haya que sufrir mucho, porque hay que tratar de ir hacia Dios; y como vamos hacia Dios con un corazón endurecido, es Dios quien parece duro con nosotros.

Cuando Teresa expresaba su esperanza de hacerse santa, sus superioras le decían: «Pobre hija mía, ¡la santidad es algo distinto de que lo que usted piensa! ¡Usted es sólo una pequeña orgullosa! ¿Cree que se hace uno santo así como así? ¡Hay muchos obstáculos! Cuando se ha vencido la glotonería, hay que vencer la cólera, etc. ¡Es muy complicado!»

El cuento de Kafka es una parábola de esta pesadilla: los guardias representan los manuales de perfección en los que Teresa «se quebraba la cabeza», y por los que se deja impresionar. Pero Teresa dice: «No, no me dejaré impresionar, tendré la audacia de tener confianza»… y Dios esperaba sólo eso. A pesar de la apariencia asombrosa de que la santidad es inaccesible, en cuanto alguien se atreve a esperar, inmediatamente la pesadilla desaparece… la pesadilla de Job.

Estamos en el estado de Paraíso perdido. Hasta que el hombre no pecó, Dios «venía a verle cada mañana», y el hombre no tenía ninguna dificultad en considerar su visita como una presencia de amor. No le molestaba estar desnudo y ser atravesado por su Mirada, porque sabía que era una Mirada de Amor; pero desde que pecó sufre por estar desnudo, y se esconde de la Mirada de Dios vistiéndose.

Cita del Padre Barthélemy. «El hombre es un ser que intenta engalanarse mucho más que vestirse. Intenta representar un personaje, parecer un ángel…, le tranquiliza parecer atractivo o estimable». El gran presentimiento que nos viene del juez infinito, alojado en el fondo de nuestra conciencia, es que no somos estimables. Y ésa es toda la revelación cristiana: no somos estimables, pero somos amados: ¡Las dos cosas! En lugar de intentar comprender hasta qué punto somos amados, intentamos ser estimables; y mientras nos obstinamos, chocamos con el amor de Dios como algo odioso.

Jugamos unos con otros a hacernos trampas (lo que le da interés y consistencia a la literatura). El pecado no es tanto hacer esto o aquello, sino negar a los otros nuestro verdadero rostro, y sustituirlo con un engaño. Y precisamente porque la Mirada de Dios atraviesa todas nuestras máscaras y las hace saltar, esta Mirada nos resulta intolerable y la sentimos como un enemigo. Pero si pudiésemos dejar de tener esta necesidad de ponernos una máscara, si fuéramos liberados del pecado original, entonces estaríamos felices de ser transparentes a la Mirada de Dios.

Eso no suprimiría los sufrimientos de la tierra, pero disiparía el rostro de enemistad que estamos tentados de poner a Dios a causa de estos sufrimientos; rostro que los santos no le ponen. A causa de lo que se abate sobre el mundo y sobre nosotros, sufrimos irresistiblemente la impresión de que Dios está en contra nuestra; más o menos, pero implacablemente. Hay que sufrir algún tiempo antes de darnos cuenta de que en realidad es una pesadilla debida a nuestro pecado: Dios no es nuestro enemigo.

Entonces, ¿por qué permite el mal? Esta pregunta alimenta enseguida una sospecha en nuestro corazón endurecido. Dios no da ninguna explicación a Job, pero su Rostro se transforma porque el corazón de Job está purificado; ese rostro de «maldición» se convierte en un rostro de bendición. Esto se traduce en los santos en la capacidad de acoger las pruebas de esta vida con la sonrisa y la confianza de Teresa del Niño Jesús; y todo se transfigura.

Nosotros no estamos ahí porque para nosotros el Paraíso está perdido; lo que nos lleva al principio del Génesis con el pecado original.

Del libro M.-D. Molinié, Coupable de tout pour tous. Variations sur le mystère du Salut, La Nef 2008, 55-73.

(Las mayúsculas y las cursivas son del autor).


NOTAS

  1. N del T: Se refiere a D. BARTHÉLEMY, Dieu et son image, Paris 1963 (Cerf). Se publicó pronto una traducción española, ya agotada: Dios y su imagen. Trayectoria bíblica de la salvación, San Sebastián 1965 (Dinor) (traducción de Nicolás López Martínez), 256 p. Hay una edición reciente: Dios y su imagen. Esbozo de una teología bíblica, Fundación Maior 2012 (traducción de Francisco Javier Montero Casado de Amezúa), 166 p.
  2. N del T: cf. Jb 13,12.4.
  3. N del T: cf. Jb 42,7-8.
  4. N del T: puede hacer referencia a Jb 16,19-22.
  5. N del T: cf. Jb 19,26-27.