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El camino hacia la unión con Dios pasa muy pronto por la purificación, tanto si se empieza por el impulso de una gracia sensible, como si se parte de una decisión personal de amor a Cristo y de identificación con él. Como hemos visto, el respaldo de gracias manifiestas parece facilitar el camino; sin embargo, su fin no es dulcificar el proceso, sino aportar la luz necesaria para orientar adecuadamente el itinerario espiritual. En cualquier caso, hemos de tener en cuenta que la gracia no evita la prueba, sin la cual no puede existir verdadero avance en la vida interior. Quien desea empezar a caminar por la senda del profundo amor de Dios tiene que aceptar ‑y querer‑ pasar por la purificación; y el que carece del impulso sensible de la gracia, vivirá este momento inicial como una desgarradora decisión de zambullirse de lleno directamente en el negro abismo de la noche del sentido, movido sólo por la fidelidad a un amor más intuido que sentido.
Si tuviéramos que resaltar alguna diferencia entre el proceso impulsado por la gracia manifiesta y el que está movido por una decisión carente de esta apoyatura, tendríamos que reconocer que la única diferencia estriba en que la gracia sensible supone una referencia que indica claramente la orientación del camino por el que Dios quiere que vayamos, mientras que quien carece de esta referencia tendrá que dar el salto sin ese apoyo, aunque sin carecer de la referencia que supone un convencimiento interior que uno mismo no puede negar. Incluso podríamos ir más lejos, afirmando que la misma opción personal de empezar a caminar por el difícil sendero de la unión con Dios, sin apoyos, supone un acto de fe y de amor de mayor pureza y profundidad y, a la larga, puede dar frutos más ricos y valiosos de comunión con Dios y de transformación interior. Y el mismo acto de amor desinteresado hará posible entrar de lleno en el proceso interior con fuerza semejante a quien es movido abiertamente por una gracia singular. De todos modos, a partir del momento inicial los dos procesos ya no se diferencian mucho.
Todo esto no significa, en modo alguno, que tengamos en nuestra mano la posibilidad de «fabricar» el proceso que lleva a la unión con Dios. Sólo él es quien invita a este proceso y el que lo hace posible. Se trata, pues, de un don. Pero no olvidemos que es un don que Dios regala muy generosamente, porque quiere que sea para todos. Y, aunque él es el que llama y el que transforma, no es indiferente nuestra actitud; es más, de nuestra disposición depende esencialmente que la gracia de la llamada y de la transformación pueda ser recibida y dé su fruto. Así pues, no tratamos de encontrar un método «mágico» que tenga eficacia por sí mismo, sino de disponernos a acoger la gracia, colocándonos en la actitud precisa en el que Dios nos la puede otorgar; sabiendo que si mantenemos esa disposición, Dios no dejará de darnos la gracia de transformación que está deseando regalarnos.