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Contenido
1. El problema de base
Cuando nos referimos al llamamiento universal a la santidad, del que venimos tratando, hemos de reconocer que a la mayoría de la gente no le importa la voluntad de Dios, ni alcanzar la santidad. Sin embargo, deberíamos tener muy claro que el verdadero cristiano no puede renunciar a ser santo, porque cristiano y santo se identifican, de modo que podemos afirmar con fuerza que sólo es verdadero cristiano el santo. Por eso no podemos aceptar como normal la habitual disociación que existe entre ser cristiano y ser santo; ni la teoría de que, salvo raras excepciones, no podemos ser santos.
Pero la verdadera dificultad no la tiene el que niega la posibilidad de ser santo, sino el que busca la santidad. ¿Qué sucede cuando alguien acepta la llamada del Señor a la santidad y se dispone a seguirla? Quien pretenda tomarse en serio su vida cristiana se encontrará con dos tipos de dificultades que parecen impedírselo. La primera proviene del mundo y del ambiente que nos rodea, que nos dicen que no es posible ir más allá de lo que hace la mayoría, que no es necesario superar el nivel de amor o perdón que se considera como normal. Y si, a pesar del ambiente, alguien intenta ir más lejos, se encuentra con una fuerte presión, con descalificaciones y ataques, para impedirle salir de la mediocridad general. Y esto es especialmente fuerte entre los mismos cristianos, muchos de los cuales atacan a la verdadera santidad considerándola una deformación injustificable del Evangelio. Esta dificultad, que proviene de los de dentro, es la más importante y dolorosa.
En segundo lugar, quien desea abrazar el Evangelio en su totalidad se encuentra frente a un auténtico universo, formado por multitud de conocimientos y prácticas en materia de espiritualidad, moral, ascética, liturgia, apostolado, etc. Es un mundo tan amplio y disperso que resulta muy difícil avanzar por él, lo que obliga a trabajar sólo algunos aspectos cada vez, dejando otros en segundo lugar; pero estos últimos se resienten de este descuido y flojean, haciendo que el proceso de crecimiento espiritual vaya muy lento, a trompicones, y resulte extremadamente complicado avanzar en la vida cristiana de manera armónica.
Como consecuencia de esto aparece en los mejores cristianos cierta desorientación y desánimo al comprobar que no se corresponden sus esfuerzos con el resultado obtenido; más aún, a veces, un mayor esfuerzo para salir del estancamiento conlleva la impresión de retroceso en la vida espiritual. Con esto se llega de nuevo al convencimiento de que es muy difícil la vida cristiana e imposible la santidad.
Esto no sería grave si la vida cristiana fuera algo parecido a una carrera universitaria o a la capacitación para llevar a cabo un trabajo especialmente complicado, en los que son exigibles unas determinadas condiciones. Pero el Evangelio, la gracia y la salvación tienen que ser accesibles para todos; de modo que no se puede exigir para ser santo ni una especial fuerza física o espiritual, ni un determinado nivel de inteligencia, ni unas habilidades particulares. Debe poderlo entender y vivir un niño, tal como nos dice Jesús en el Evangelio: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Si un niño no puede vivir plenamente lo esencial de la vida cristiana, entonces es que esa vida no es auténticamente cristiana o evangélica. Un adulto lo puede entender y vivir con más detalle; pero la santidad, en esencia, tiene que poder ser vivida por un niño. Y la prueba de eso es que existen muchos niños santos canonizados. El problema, por tanto, es el contrario: el Evangelio es tan simple que los niños lo pueden vivir fácilmente, pero nosotros somos tan complicados que no lo podemos entender; por eso tenemos que hacernos como niños si queremos entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 18,2). Y lo primero que debemos hacer es reconocer humildemente que no somos niños: ellos entienden fácilmente la lógica del Evangelio y nosotros tenemos que hacer un gran esfuerzo para conseguir captar algo de esa lógica.
Por lo tanto, todo lo que encontramos en la vida cristiana, en sus diferentes ámbitos ‑interior o exterior‑, que haga complicado o difícil el seguimiento de Cristo, podemos afirmar que no es evangélico. Esta simplicidad del Evangelio y de la gracia tiene mucho que ver con el principio fundamental del discernimiento cristiano, que afirma que las cosas de Dios se conocen porque son simples, fáciles, y van siempre acompañadas de paz y alegría verdaderas.
Pero que algo sea «fácil» no significa que no exija un determinado esfuerzo por nuestra parte, incluso un gran esfuerzo. También los niños tienen que esforzarse en las cosas que hacen, aunque sean sencillas. «Fácil» significa que no se requiere una gran inteligencia, sino un esfuerzo que está a nuestro alcance. Un problema matemático es algo «difícil», porque exige una capacidad intelectual y unos conocimientos que no todos poseen; mientras que andar puede resultar cansado o duro, especialmente para un niño pequeño o un anciano, pero no requiere desentrañar ningún misterio: es fácil.
Lo cual no quiere decir que no sea necesaria la formación, el estudio de la teología, la oración o cualquiera de los elementos que construyen una vida cristiana plena. Todo eso es necesario, y algunos de esos elementos imprescindibles. Pero el modo y la finalidad con que empleamos esos medios no deben dificultar el crecimiento en la fe, sino que tienen que favorecerlo. Todos los elementos de la vida cristiana deben estar ordenados a simplificar la santidad, tal como vemos que sucede en los santos. Así, por ejemplo, resulta admirable comprobar que el teólogo más grande de la historia, como fue santo Tomás, dotado de extraordinarias capacidades, en su vida ordinaria y cristiana se comportaba con una absoluta sencillez y normalidad.
Nos encontramos, pues, ante un gravísimo problema: en la medida en que uno se toma más en serio la santidad descubre problemas y dificultades que parece que la hacen más inaccesible. Es como si tuviera que navegar en un barco en cuyo casco aparecen muchas vías de agua que hay que taponar constantemente porque se vuelven a abrir al instante. Esto lleva al agotamiento, y de ahí al desánimo y a la pérdida de la fe o, por lo menos, a la pérdida de solidez de la misma.
Conviene reconocer que esta situación o impresión de imposibilidad que experimentan los que aspiran a la santidad es providencial, porque si no experimentásemos que cuanto más en serio queremos tomarnos la fe más difícil nos resulta, no podríamos darnos cuenta de que existe un vicio de raíz en nuestra vida cristiana. Para poder ser santos debemos tomar conciencia de que hemos confundido el camino hacia la santidad: por fuerte que sea nuestro convencimiento de que tenemos que ser santos, estamos equivocados en algo esencial. Sin esa impresión de fracaso que nos obliga a cambiar el rumbo, estaríamos condenados a pasarnos toda la vida intentando en vano un imposible que sólo lleva a la frustración y la desesperanza.
La gravedad de la cuestión se debe, principalmente, a que resulta muy difícil descubrir la clave del problema, la razón que explica por qué cuanto más queremos ser santos, más difícil nos parece y menos lo conseguimos. Y es difícil verlo, puesto que lo que está mal es nuestra mirada. Vivimos una realidad deformada porque vemos deformada esa realidad. No porque lo esté realmente, sino porque la vemos mal. Y esa mirada nos es tan querida que podemos poner todo en tela de juicio (las decisiones, las tareas o nuestro estilo de vida), pero no nos planteamos que estemos mirando mal porque es muy difícil analizar a fondo nuestra mirada precisamente con nuestra propia mirada dañada. Ése es el problema. Y resulta que esa mirada nos es tan querida porque la hemos creado nosotros, y por eso no la solemos revisar, ni estamos dispuestos a cambiarla.
Pero la vida cristiana es una construcción que se asienta sobre el fundamento de una determinada visión, muy concreta, de la realidad; de modo que, si la cambiamos, todo el edificio que construyamos se nos vendrá abajo por carecer de los cimientos necesarios. Y de nada servirá que le echemos la culpa a la situación del mundo o de la Iglesia, al pecado de la mayoría, a la dificultad que tiene entender, vivir o testimoniar el Evangelio; incluso le podemos echar la culpa a Dios…
Evidentemente hay una base de verdad en esto: ser cristiano es muy difícil realmente, incluso es imposible; pero no porque la realidad lo dificulte, sino porque nuestra visión deformada nos hace ver como real algo que no lo es, y por eso no podemos con ello. El que sea más generoso o tenga más voluntad lo intentará con más fuerza, pero llegará al mismo punto, lo cual demuestra que no se puede ser santo con esa mirada. Y entonces surge la tentación de creer que tienen razón los que dicen que la santidad es imposible. Pero una cosa es afirmar que no podemos ser santos para justificar nuestra mediocridad, y otra muy distinta no poder ser santos realmente porque no sabemos lo que sabe un niño, porque carecemos de la lógica del Evangelio.
En cualquier caso, cuando aparece el problema, la tentación nos empuja a buscar la causa del mismo fuera de nosotros, en la difícil situación en que vivimos. Incluso llegamos a culpar a Dios, que parece empeñado en complicarnos la vida, cuando en realidad él no tiene ningún interés en ocultarnos el camino si somos sencillos, tal como el Señor dice: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Por fortuna, la importancia de este grave problema es inversamente proporcional a su solución, que es muy simple. Tan simple como ponerle gafas a una persona a la que le resultaba imposible distinguir a las personas o leer cualquier texto. Sólo hace falta reconocer que vemos mal y buscar las gafas adecuadas.
La santidad es verdaderamente imposible cuando es algo que hemos imaginado nosotros, con nuestros complicados planteamientos, y pretendemos alcanzar con nuestras limitadas fuerzas. Pero es muy simple y «fácil» cuando la reconocemos como el plan de Dios, que él realiza en nosotros a través del Espíritu Santo, con la simple condición de que le dejemos hacer. Un «dejar hacer» a Dios que es muy sencillo, pero exige renunciar al protagonismo y vencer nuestro amor propio, como nos dice Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34), lo cual resulta ciertamente trabajoso o «duro», pero no es «difícil». Y ése es nuestro único trabajo, para el que estamos perfectamente capacitados, y que siempre lo podemos hacer.
2. Primeros pasos hacia la luz
Si queremos resolver el problema de la imposibilidad de la santidad, el primer paso que hay que dar es, precisamente, tomar conciencia de que la santidad está a nuestro alcance. Y eso supone realizar un acto de fe: confiar realmente en Dios, sabiendo que no me pone las cosas difíciles. Y reconocer, por tanto, que, si la santidad resulta difícil, eso no es de Dios: no la podemos alcanzar porque intentamos construirla desde una visión equivocada de Dios y de la santidad. Recordemos en este sentido la importancia del Espíritu Santo, que es quien nos da la visión verdadera y sobrenatural. Por eso tenemos que ser dóciles al Espíritu Santo que habita en nosotros, para ser capaces de mirar todo con los ojos de Dios.
El siguiente paso consiste en buscar el momento en el que se deforma nuestra mirada. Ese momento es siempre una situación marcada por el sufrimiento. Cuando aparece el dolor y la cruz, experimentamos la necesidad de ajustar la mirada para explicar el sufrimiento o resolver el problema que lo genera. No cabe duda de que estamos ante la realidad más «dura» de la condición humana. Pero hemos de reconocer que eso tampoco es algo «difícil»; de hecho, sufrir es algo natural, forma parte de la vida humana, como respirar, andar, reír o llorar…, aunque sea algo que nos molesta, incluso sea lo que más nos molesta de la vida. Y, precisamente por eso, nos hemos convencido de que tenemos que eliminarlo, además de manera fácil e inmediata. No nos hemos desprendido de la mentalidad general que nos dice constantemente que tenemos derecho a ser felices y a no sufrir, o que es preferible morir antes que carecer de lo que se llama «calidad de vida».
Esta mentalidad genera una serie de mecanismos que hacen que vivamos dedicados a evitar el sufrimiento. Pero como todos nuestros esfuerzos por quitárnoslo de encima son vanos, tratamos de eludirlo creando culpabilizaciones, compensaciones, teorías, etc. Cada uno tiene sus mecanismos para huir del sufrimiento o paliarlo como sea.
Y como nada de esto elimina el sufrimiento, insistimos con más fuerza en nuestro propósito, convencidos de que no podremos ser santos si no acabamos con el obstáculo que nos hace sufrir y nos impide ser felices. Creemos que si no eliminamos el sufrimiento no podemos rezar, ni hacer apostolado, ni ser generosos, ni tener paz… Pero, al final, nada de esto sale según nuestros cálculos, y llegamos de nuevo a la conclusión de que la santidad es algo muy «difícil», que requiere unas capacidades y unos medios extraordinarios, de los que nosotros carecemos.
Lo más dramático del caso es que las capacidades y los medios que necesitamos para ser santos son, precisamente, los que nos proporciona el mismo sufrimiento. Queremos ser santos, pero tenemos unas dificultades que creemos que nos impiden serlo según nuestras ideas y con nuestras fuerzas. Pensamos que debemos liberarnos de todas esas dificultades para poder dedicarnos a ser santos. Pero lo paradójico es que el instrumento de la santidad es precisamente aquello que nos hace sufrir: la cruz.
3. El proceso espiritual en el plan de Dios
Llegados aquí, el siguiente paso consiste en aceptar que la cruz forma parte de nuestra santificación, en lo que san Pablo denomina el «escándalo de la Cruz» (cf. 1Co 1,22; Gal 5,11), por el que abrazamos eso que nos parece absurdo y queremos evitar. Sin embargo, la cruz es la sabiduría de Dios y la fuerza de Dios. Hemos de reconocer que pretendemos ser cristianos desde la posición opuesta al Evangelio y a la gracia, que consiste en considerar teórica o prácticamente el sufrimiento como nuestro enemigo, y que, por tanto, nuestra meta tiene que ser acabar con él.
Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas (Flp 3,18-19).
Evidentemente no se trata de entender el sufrimiento como un valor en sí mismo, ni mucho menos. El sufrimiento es un mal y es consecuencia del pecado. Por otra parte, es algo inevitable, inherente a la condición humana; por lo que no podemos tener como meta de nuestra existencia terminar con algo que forma parte de la vida y es imposible eliminar.
La mirada evangélica que nos descubre el camino de la santidad es un don de Dios al que sólo podemos disponernos por medio de la oración verdadera y profunda; y en ese clima de oración debemos contemplar el sufrimiento, para verlo a la luz de la vida y la palabra de Cristo, según el Espíritu Santo las ilumina en nuestro interior. Así es como tenemos que contemplar nuestra propia vida, en lo que tiene de más duro y sangrante, a la luz del Señor, especialmente de su pasión y cruz, para descubrir que, si la cruz y el sufrimiento forman parte de la vida y de la misión de Cristo, también nosotros tendremos que contar con esa realidad, por dura que nos resulte. Se trata, pues, de descubrir el lugar que ocupa el sufrimiento en la obra de la salvación y en nuestra santificación personal.
La encarnación del Verbo, el nacimiento del Hijo de Dios, sus años de vida escondida en Nazaret, su ministerio público y, finalmente, su pasión y su cruel muerte nos revelan que el sufrimiento tiene un puesto importante en la obra de la redención. No sólo forma parte de la mera condición humana, sino que también forma parte, precisamente porque es algo esencialmente «humano», de la obra de la redención. Por eso la encarnación supone que el Hijo de Dios asume el sufrimiento. A la luz de la contemplación de Cristo comprendemos que en el plan de Dios hay un propósito para el sufrimiento, que forma parte de dicho plan. De modo que nuestra santificación personal sólo será posible si somos capaces de «ver» el lugar que debe ocupar la cruz en nuestra vida según el plan de Dios, y no según nuestros proyectos o intereses.
Dios no quiere que su Hijo redima el mundo de cualquier manera, sino según un proyecto muy concreto; y quiere que yo sea santo de esa misma manera. Dios tiene un plan de salvación: un plan general para todos y un plan particular para cada uno de nosotros. Y ese plan no es arbitrario, aleatorio o cambiante, sino que tiene que ver con la fisonomía y el estilo de ser y de actuar de Dios. De modo que podemos decir que el plan de Dios tiene un «patrón», un estilo característico de desarrollarse. Dios salva a la humanidad y a mí ‑y me hace santo‑ siguiendo un patrón que se repite, que es siempre el mismo. Si yo descubro esa pauta tendré el mapa del camino a la santidad. Y si somos capaces de reconocer en la historia en general y, sobre todo, en nuestra propia vida ese patrón de la acción de Dios, nos resultará muy sencillo situarnos nosotros y situar todas las realidades que conforman nuestra existencia, incluido el sufrimiento, en ese plan. Y eso es lo único que nos puede permitir avanzar de verdad en el camino de la santidad. Y no puede ser complicado, porque existe un patrón.
Podemos convenir que, en definitiva, todo el edificio espiritual es muy sencillo, porque sus componentes son muy simples y, además, se configuran respondiendo a un esquema único, que es el «patrón» de la acción divina, que resume y armoniza, por una parte, el amor de Dios y su acción en nosotros, y, por otra, nuestra respuesta a esa acción. Cuando esas dos realidades encajan, se inicia la transformación para la que hemos sido creados y entramos de manera segura en la vía del cumplimiento de la voluntad de Dios y de la salvación.
Se abre así un proceso que sigue siempre un esquema fijo, en el que se repiten momentos de purificación y momentos de gracias especiales. Ambas realidades van unidas y se alternan en una secuencia que sólo podemos descubrir a la luz de la mirada sobrenatural que nos proporciona la oración contemplativa. Aunque lo cierto es que, normalmente, no nos enteramos de esto porque vivimos obsesionados por realizar nuestro propio plan; pero, a poco que nos paremos a pensar que Dios puede tener un plan para nosotros, y que es mucho mejor que el nuestro, podremos descubrir la relación que existe entre purificación y gracia, comprobando que, a través de las pruebas de la vida, Dios nos va preparando para darnos la gracia que necesitamos absolutamente para que su proyecto de santificación se cumpla en nosotros. En el fondo, se trata del proceso de poda del que nos habla el Señor cuando nos dice que al sarmiento que da fruto el Padre «lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,2).
Debemos tener en cuenta que los impulsos de la gracia que recibimos suelen necesitar una preparación previa de purificación por la cruz. En esos momentos difíciles solemos quedarnos bloqueados porque sólo percibimos el sufrimiento que nos atenaza; pero no es infrecuente que, con el tiempo, podamos reconocer que lo que padecimos nos ayudó de alguna forma a avanzar en la vida. Y, si profundizamos en ello, descubriremos que no fue algo casual, sino el patrón de la acción de Dios, que nos purifica para que se rompan nuestros esquemas y poder darnos su gracia. Así, una vez recibimos la gracia es como avanzamos en la vida espiritual. Desgraciadamente, a medida que avanzamos intentamos recomponer las cosas según nuestro amor propio y rehacer nuestro plan, de manera que necesitamos una nueva purificación para recibir nuevamente la gracia.
Toda la vida cristiana se basa en ese proceso reiterado que no se detendrá hasta que lleguemos a la unión plena con Dios, cuando nuestra mirada, nuestra voluntad y nuestro amor se identifiquen plenamente con los suyos, y ahí se suspenderá el proceso y no se necesitarán más purificaciones.
Si no alcanzamos esa identificación durante la vida, la purificación la tendrá que realizar la muerte, que es la última purificación por la que Dios nos da la gracia que necesitamos o el Purgatorio, en caso de que no aprovechemos esa última oportunidad. Ése es el sentido cristiano de la muerte. Y por eso, es absurdo que lo que más preocupe a la mayoría de las personas en relación con la muerte sea el sufrimiento que puede conllevar, y no que se realice la purificación que necesitamos para que culmine en nosotros la obra de la gracia. Si evitamos a toda costa el sufrimiento ‑pensemos en la eutanasia‑, anularemos ese proceso en un momento decisivo y no podremos ser el grano de trigo que muere en la tierra para dar «mucho fruto» (Jn 12,24).
En resumen: cuando aceptamos el despojo adecuado para realizar el vaciamiento interior de nosotros mismos, tiene lugar la purificación que da paso a la gracia y a la transformación que ésta realiza en nosotros. Así pues, Dios convierte los sufrimientos y dificultades que nos ofrece la vida en ocasión providencial que lleva a cabo la purificación imprescindible para recibir la gracia que hace posible que se realice el proceso único de santidad para el que nos ha creado. Y ésa es la mirada que nos da la oración y que confiere su verdadero sentido a nuestra vida en todo momento y en toda circunstancia. Con esa mirada colocamos en su sitio el plan de Dios, el sufrimiento, la gracia y la santidad, y vemos que, en el fondo, todo es muy simple, aunque pueda resultarnos duro. Por eso hemos de remarcar la diferencia que existe entre afrontar una realidad dura y una realidad difícil.
La Palabra de Dios nos ayuda a entender la utilidad del sufrimiento y adquirir la mirada que nos permite encajarlo en el proceso de nuestra purificación espiritual:
Nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,3-5).
Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12,7-10).
Considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de vuestra fe produce paciencia. Pero que la paciencia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia (St 1,2-4).
Existe, entonces, una estrecha relación no sólo entre la purificación y la gracia, sino entre las dificultades y la gracia: Dios da la gracia en la medida en que aceptamos las dificultades como oportunidad de purificación. De modo que a mayor purificación mayor gracia; y, del mismo modo, las gracias mayores requieren purificaciones más profundas. Tenemos aquí dos principios distintos: el primero nos dice que cuando aparece una cruz grande puedo saber que comporta una llamada a una gracia importante. Pero también puedo disponerme a una gracia mayor abrazando más generosamente la cruz. Esto se ve con claridad en los santos: su avance espiritual manifiesta unas gracias especiales que se preparan con fuertes experiencias de cruz.
En este sentido es muy importante descubrir y recordar que podemos disponernos a recibir la gracia con nuestra actitud para abrazar la cruz. Santa Teresa de Jesús se abre a la gracia de su segunda conversión postrada ante un Cristo muy llagado y dispuesta a no moverse de allí hasta que no le conceda la gracia de no ofenderle más. Santa Teresa del Niño Jesús, en el momento decisivo de su avance espiritual, recibe la «gracia de Navidad» cuando acepta decididamente no dejarse llevar por afectos inútiles. Ese tipo de disposiciones son las que impulsan el avance espiritual definitivo.
Ésta es la visión que hemos de mantener a toda costa. En un momento determinado el Espíritu Santo nos regala su mirada; pero luego hemos de rescatarla y mantenerla permanentemente, por encima de las apariencias que nos llevan a perdernos en buscar causas y culpables de los sufrimientos y males que nos aquejan. Ciertamente la experiencia de sufrimiento nos bloquea y nos lleva a buscar obsesivamente culpabilidades y soluciones; sin embargo, lo único que importa es descubrir las realidades negativas o dolorosas como «lugar» de la presencia de Dios. Se trata de hacer un acto de fe en cada una de esas situaciones difíciles y afirmar con fuerza: «Aquí está Dios», «esto es de Dios», «lo importante es Dios», en lugar de afirmar que lo importante es el sufrimiento y que hay que evitarlo a toda costa.
Esta mirada sobrenatural es la consecuencia lógica del convencimiento de que Dios es amor. No podemos separar el amor de Dios del sufrimiento o las dificultades que entraña la vida. Puesto que su ser no cambia ni puede desdecirse a sí mismo, no podemos actuar como si Dios sólo estuviera presente o nos amara cuando nosotros lo vemos o lo sentimos. No podemos reaccionar al sufrimiento como si Dios cambiara con las circunstancias; porque él no cambia, es el mismo sea cual sea nuestra percepción de su presencia o de su amor. Este convencimiento es lo que proporciona estabilidad a la vida cristiana. Puede hundirse el mundo a mis pies y lo fundamental, que es Dios, no cambiaría en absoluto. Pero sin la base firme de que «Dios es amor siempre», la vida cristiana se convierte en una agotadora montaña rusa de altibajos en la fe y en la entrega.
Este convencimiento es el que lleva a san Pablo a afirmar que «sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28). Con esto no está diciendo que Dios elimine todas las dificultades y problemas de la vida para que no suframos, sino que Dios no cambia, que su amor no varía según las circunstancias; y entonces todo, incluido el sufrimiento, sirve para nuestro bien. Es la actitud que prueba que nuestra fe es verdadera, que realmente creemos que Dios no deja de amarnos porque no lo sintamos, o no pensemos que deja de guiarnos porque estemos momentáneamente a oscuras.
Apoyado en esa convicción, descubro que el sufrimiento es la oportunidad en la que puedo hacer el verdadero acto de fe. Y, por eso, si dudo en el momento del dolor, es que no creo suficientemente en el amor de Dios. En las circunstancias difíciles es cuando puedo demostrar, a Dios y a mí mismo, que es verdad lo que le digo en la oración: «Tú eres todo para mí». Si no soy capaz de decirlo cuando estoy envuelto en el sufrimiento, es que no es verdad; por mucho que lo haya repetido con fuerza en momentos de luz y de consuelo.
Esta comprobación es necesaria, puesto que quien aspira a la santidad necesita corroborar constantemente la autenticidad de su fe, y sólo lo puede hacer si en esa circunstancia que le destroza le dice a Dios con verdadera confianza: «Sólo tú». Necesitamos esa reacción en la prueba porque sólo así crece la fe. Eso es lo que no supieron hacer los apóstoles en el momento de la pasión. Y es lo que les quiere decir Jesús a los discípulos que le piden que les aumente la fe, cuando les responde que no tienen fe ni como un granito de mostaza (cf. Lc 17,5-6): precisamente cuando creemos que tenemos fe y el desconcierto se apodera de nosotros es cuando podemos darnos cuenta de que realmente carecemos de fe, y ese mismo desconcierto es lo que nos hace sentir la necesidad de manifestarla en su auténtica dimensión. Y así el sufrimiento se convierte en la ocasión privilegiada para hacer verdad la fe, porque nos permite afirmar de forma real que sólo Dios basta si demostramos en la práctica que todo lo demás nos da igual.
En este punto hemos de dejar muy claro que el sufrimiento no tiene valor por sí mismo, sino como ocasión para hacer el auténtico acto de fe. Es la oportunidad necesaria que Dios aprovecha para santificarnos, abrazándonos en su maravilloso amor providente; y la oportunidad que nosotros tenemos que aprovechar para que él sea en verdad el absoluto indiscutible de nuestra vida.
La mayoría de las personas no saben nada de esto porque viven al margen de Dios y de la gracia. Incluso es algo extraño para muchos cristianos, porque se mueven en un nivel de fe demasiado superficial o mediocre. Incluso los que tratamos de vivir de cara a Dios, de ser conscientes de su amor, su presencia y su acción… nos perdemos la mayor parte de las gracias porque las vicisitudes de la vida nos desorientan ‑o dejamos que nos desorienten‑ y nos hacen creer que la vida espiritual es una compleja red incomprensible de acciones y reacciones divinas y humanas. ¿Y si esto fuera falso y todo siguiera las pautas concretas de un esquema tan simple como desconocido? La esencia del camino a la santidad es muy sencilla y consiste en poder afirmar a Dios en mi vida, de forma real, por medio de actos vivos de fe, amor y esperanza. Basta conocer y aplicar este sencillo esquema para tener garantizada la luz sobrenatural que ilumine siempre nuestro camino, sea el que sea, y así poder avanzar adecuadamente en el proceso espiritual. Pero es necesario que esto no sea simplemente una teoría aprendida o el sentimiento resultante de la gracia, sino que nos impliquemos de forma real con un acto en el que comprometamos todo nuestro ser.
Resumiendo: existe una pauta en el modo que tiene Dios de transformarnos, y si la descubrimos podemos establecer unas directrices de comportamiento que permitan a Dios actuar libremente en nosotros. Así caminamos en la misma dirección que Dios, y cuando entramos en esa dinámica podemos comprender que las dificultades actuales, sean las que sean, son los instrumentos de las purificaciones que Dios quiere realizar en nosotros, y nuestra participación en el proceso consiste simplemente en aceptar dichas realidades con ese mismo sentido de purificación y convertirlas, por esa aceptación, en un acto de ofrenda, confianza, amor, fe y adoración. Nada más.
4. La gran dificultad
Al igual que Dios tiene su patrón de comportamiento, también nosotros tenemos el nuestro, que nos lleva a buscar el modo de eludir todo sufrimiento, porque hemos aceptado como principio indiscutible que el sufrimiento es siempre malo y debemos evitarlo a toda costa, y que, de lo contrario, demostraríamos estar enfermos de masoquismo. Por eso, a menudo entendemos la presencia de Dios y su providencia como un salvoconducto divino que nos libera milagrosamente de las dificultades. Lo cual explica, a su vez, las crisis de fe de muchos cristianos, que se sienten abandonados por Dios porque les sobreviene algún problema grave o porque no les salen las cosas según sus deseos.
Sin embargo, hemos de insistir en que no se trata de defender el sufrimiento como algo bueno en sí mismo; pero tampoco de rechazarlo como una realidad absolutamente negativa. No es tan simple. Es algo que sólo lo podemos entender ‑o atisbar quizá‑ contemplando a Cristo. La encarnación del Verbo, su vida entera y, sobre todo, su pasión no respaldan nuestro deseo de disponer de facilidades en todo; más bien nos demuestran que el interés de Dios no consiste en cambiar a nuestro gusto las leyes de la naturaleza o las consecuencias de la libertad humana ‑que son la fuente de los problemas‑, sino en acompañarnos en todo momento, sobre todo en las ocasiones más duras, compartiendo nuestro dolor y haciéndonos compartir su gloria en ese mismo dolor. Esto es lo que da sentido y plenitud a todos los acontecimientos humanos, incluso los más dolorosos o desconcertantes.
Y esto lo vemos, por ejemplo, en la transfiguración de Jesús en el monte Tabor (Lc 9,28-36): a las puertas de su pasión, Jesús manifiesta su gloria mientras habla con Moisés y Elías de los sufrimientos que se le avecinan. Esa unión pasión-gloria que los apóstoles vieron en la transfiguración es lo que debería darles la luz y la fuerza para vivir la hora de la Cruz como acontecimiento pleno de la presencia de Dios, de su amor y de la fuerza de la salvación. Pero su mirada estaba dañada y sólo fueron capaces de ver humanamente, por lo que no pudieron evitar la frustración y el escándalo ante la Cruz.
Por eso, cuando san Pablo dice que «todo les sirve para el bien» a los que aman a Dios (Rm 8,28) hemos de entenderlo como la gozosa seguridad de que Dios interviene en todas las cosas, no para facilitar que logremos nuestros intereses ni para evitarnos el sufrimiento, sino para que alcancemos el verdadero y pleno bien, que es fundamentalmente la unión con él ‑que es nuestra plenitud‑ y la santidad a la que hemos sido llamados. La Palabra de Dios nos da la seguridad de que Dios se sirve de todas las circunstancias para ayudarnos a alcanzar el bien supremo. Lo cual no tiene nada que ver con que todo salga a nuestro gusto; más bien suele suceder lo contrario: cuando todo sale mal es cuando mejor puede Dios realizar y manifestar su extraordinario poder haciendo lo más difícil, que no consiste en suavizarnos la cruz, sino en convertirla en gloria.
Hemos de tener, por tanto, mucho cuidado en evitar la tentación de huir de todo aquello que nos parece que no va a servir para nuestro bien, y confiar plenamente en que Dios tiene la capacidad de aprovecharlo todo para nuestra santificación, y por eso lo podemos aceptar todo como instrumento de purificación que nos permite alcanzar la unión con él.
Estamos ante una pauta del comportamiento de Dios que debemos aprovechar para el discernimiento. Con frecuencia nos parece que es argumento suficiente para decidir algo el saber que se trata de algo «bueno» o que «hace bien». Por supuesto que la elección evangélica se hace entre cosas buenas ‑¡faltaría más!‑, y no entre cosas buenas y malas. Elegir el bien sobre el mal no es discernimiento evangélico, sino sentido común y elemental coherencia cristiana. Pero resulta significativo que la mayoría de los cristianos justifican sus elecciones por el hecho de que se trata de algo «bueno», cuando realmente están eligiendo algo que les interesa, por bueno que sea, en lugar de elegir lo que Dios quiere, que también es bueno, pero les gusta menos.
El verdadero criterio de discernimiento no es que algo sea bueno en sí mismo, sino que sea lo que Dios quiere para mí porque es lo que más me ayuda a que se realice su plan de salvación en mi vida. Aquí hemos de aplicar el principio que nos ofrece san Pablo, en el texto citado, cuando nos dice que Dios trabaja por nuestro verdadero bien (Rm 8,28), que no es nuestra comodidad sino la plena unión de amor con él. Y, para eso, aunque no lo parezca, lo que más nos ayuda son los sufrimientos y dificultades vividos en su más profundo sentido redentor.
En resumen, el verdadero problema que nos plantea el sufrimiento es que, cuando nos sobreviene, lo oponemos a la santidad haciendo un acto de «fe» ‑de afirmación‑ en unas verdades opuestas al Evangelio: «No puedo ser santo porque tengo grandes problemas, porque no tengo la ayuda que necesito, porque carezco de los medios adecuados, porque no tengo fuerzas suficientes, porque es muy difícil y no poseo la necesaria inteligencia, porque el ambiente está en contra, porque el mundo está muy mal…». Creemos que todas esas circunstancias adversas son más verdaderas que el amor de Dios y su gracia.
Para superar esta dificultad es imprescindible que nos situemos en una visión verdaderamente evangélica, que nos mueva a proclamar que Dios es Dios en cualquier circunstancia, es más real que cualquier dificultad y tiene más fuerza que cualquier sufrimiento. Dicha visión se apoya en el acto de fe por el que sabemos a ciencia cierta que Dios da a todos la gracia necesaria, porque quiere que todos se salven y lleguen a la plenitud en el conocimiento de la verdad (cf. 1Tm 2,4). Esto simplifica extraordinariamente el discernimiento y la vida cristiana, y a partir de ahí podemos afirmar que los obstáculos que parecen impedirnos la santidad constituyen el verdadero el camino para alcanzarla.
Se trata de una regla muy simple y que no admite ninguna excepción. Es el convencimiento por el que san Pablo podrá reclamar, con gozosa seguridad: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35-39).
5. Nuestra tarea en el proceso: el espíritu de infancia
Si Dios da a todos su gracia para que lleguemos a la plenitud en el amor, eso significa que el proceso de santificación está en gran medida en nuestras manos, porque depende de nuestra receptividad concreta a la gracia. Ciertamente Dios es el gran protagonista y el principal artífice de este proceso, hasta el punto de poder decir que él lo hace todo en nuestra transformación y nosotros no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Pero no hay duda de que Dios, por respeto a nuestra libertad, no puede hacer nada si no le dejamos. Por esta razón, se da la paradoja de que él lo hace todo, pero, en la práctica, el proceso está en nuestras manos, no para realizarlo, sino para permitirlo o impedirlo; por lo tanto: seré santo si hago eso poco que me corresponde para dejar actuar a la gracia de Dios en mí. Y entonces, en vez de perderme en múltiples tareas y responsabilidades, me concentraré en el trabajo pequeño, sencillo, concreto y accesible, que es «dejarme hacer», abrazando la cruz concreta que me toca.
Es un proceso que comporta la purificación de cuanto se opone en nosotros a la transformación que Dios quiere realizar y una gracia que nos transforma y capacita para ser santos. La iniciativa y el plan de este proceso de purificación son de Dios, porque sólo él sabe lo que hay que purificar, cómo y cuándo hacerlo, y conoce los elementos verdaderamente «positivos y negativos» que, más allá de nuestra consideración, le permiten sacar adelante su obra santificadora. Ésa es la razón por la que no valen aquí los rezos y sacrificios a nuestro gusto; como tampoco sirve de nada la purificación de lo que nosotros elegimos, el ritmo que nos planteamos y los elementos que nos parecen más adecuados, sino sólo lo que nos dispone al proceso concreto de auténtico crecimiento establecido por Dios. Por eso, la verdadera ascesis no es tanto la que elegimos nosotros, sino la que nos prepara para aceptar la purificación de Dios1; y la ascesis que elegimos a nuestro gusto suele acabar convirtiéndose en un impedimento para nuestra santificación.
Los que son como niños ante Dios se dejan hacer y conducir, son dóciles y tienen confianza en él porque son conscientes de su debilidad. Lo propio de los niños es dejarse educar, aunque les cueste; incluso son capaces de aceptar las correcciones y el castigo como prueba de amor. Es más, se sienten decepcionados cuando no reciben la corrección o el castigo proporcionado al mal que han hecho. Así es como actúa Dios con sus hijos, empleando la corrección que estimula:
Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? […]. Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura (Heb 12,5-7.11-13).
Esto es muy consolador, porque ser niños no es complicado, aunque lo hacemos imposible por no ser capaces de aceptar que tenemos que serlo. No tendría que resultarnos difícil ser lo que somos en realidad, aunque por falta de humildad somos incapaces de reconocer que realmente somos niños débiles y necesitados de ayuda y educación, por mucho que intentemos aparentar lo contrario.
Resulta muy complicado pretender actuar como niños cuando no queremos ser niños; al igual que le resultará difícil a un niño actuar como adulto, y no lo conseguirá ya que no tiene las capacidades de un adulto. Si el niño no se fía de su padre y no se deja corregir por él porque cree que es mayor, no podrá crecer y se hundirá en la frustración a la que le llevará el fracaso. En nuestro caso, la vida, las dificultades, las limitaciones y los sufrimientos ya no son la ocasión para confiar y provocan el endurecimiento de diversas maneras: nos rebelamos, huimos, culpabilizamos, nos quejamos, nos resistimos… Es el resultado de separar a Dios de los acontecimientos, aislando lo sobrenatural de lo humano.
Nuestra actitud equivocada nos lleva a intentar resolver nosotros lo que tiene que resolver Dios, a buscar caminos distintos a los que Dios nos ofrece en nuestra misma realidad, a demostrarle a Dios que podemos caminar solos. Entonces es cuando se complica enormemente la vida cristiana y la santidad, porque realmente sin Dios no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5) y, al dejar de depender de él, malogramos el único proceso que puede transformarnos.
De la actitud que adoptemos en este sentido depende que nuestra vida cristiana se transforme en un proceso simple y eficaz o se atasque en una complicada maraña infructuosa de esfuerzos y huidas. En un caso, las circunstancias de la vida nos van purificando, puliendo y educando, nos mantienen en el espíritu de infancia y sirven para bien. En el otro, nos hacen huir de la dependencia de Dios y se convierten en obstáculos para un crecimiento cuyo principal artífice es aquel del que nos hemos separado.
Tengamos siempre en cuenta que cuando se suman la gracia, las circunstancias, y el espíritu de infancia, el resultado es la aceptación, la purificación y el crecimiento, y, en consecuencia, aumenta el espíritu de infancia y se profundiza el proceso de la santificación. Sin embargo, cuando se suman la gracia, las circunstancias y el orgullo, el resultado es el rechazo de Dios, el endurecimiento y la frustración, y, en consecuencia, aumenta el orgullo y se dificulta especialmente dicho proceso.
Nuestra vida siempre estará condicionada fundamentalmente por tres realidades que no van a faltarnos: las circunstancias de la vida, la gracia de Dios y nuestra libre decisión; y, puesto que las dos primeras son fijas, el desarrollo de nuestra santidad dependerá de la única que es variable, que es nuestra actitud ante las otras dos.
6. Disponernos al proceso de santificación
Si realmente existe una relación directa entre purificación y gracia en el proceso de nuestra santificación, es decisivo el modo en el que entramos en él. Evidentemente, no lo podemos iniciar desde nuestro ser de niños, porque no lo somos. Tenemos, por tanto, que «hacernos» niños, como nos dice Jesús: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3); este trabajo es el único que nos permite disponernos a la gracia que sólo se concede a los niños: «Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15).
Y aquí es donde encontramos el verdadero y más importante «trabajo» que nos corresponde en el proceso santificador: no se trata de realizar ningún esfuerzo por hacer, por construir, sino, por el contrario, lo único que debemos realizar es un serio trabajo para «destruir» el edificio de nuestras seguridades y permitir así que Dios pueda construir su santidad en nosotros.
El elemento principal de este trabajo consiste en aceptar la cruz de manera real y concreta, porque así es como Dios realiza nuestra purificación, y de ello depende nuestra capacidad para recibir la gracia y la amplitud de la misma. Ésa es nuestra parte en el proceso, y lo que está en nuestra mano; lo demás lo hace Dios.
Un signo importante que nos indica en qué medida entramos en ese proceso o nos desviamos de él es el lugar que ocupa la cruz en nuestra oración y cómo oramos cuando aparece la cruz en nuestra vida. No sirve de nada emplear la oración para darle vueltas a las dificultades y lamentarnos, para buscar culpables de nuestros males o encontrarles solución, porque ni eso es oración ni es un planteamiento evangélico. Lo que hemos de hacer es ir a la oración a comunicarnos con el Señor, colocando delante de él las dificultades que tenemos, pero contemplándole a él y no las dificultades. Así, ponemos nuestra fe en el Señor y colocamos los problemas en el sitio que les corresponde. La clave del asunto está, por tanto, en saber qué lugar tienen que ocupar nuestros problemas en la oración y en nuestra relación con Dios.
Hemos de estar especialmente atentos a la aceptación de la cruz, pero sin dedicarnos a esperar a que se acerque a nosotros para ver si somos capaces de aguantarla, sino preparándonos de antemano para recibirla y abrazarla cuando llegue ‑que llegará con seguridad‑, de manera que sea ocasión de crecimiento en la gracia. No podemos permitirnos que la llegada de la cruz nos desconcierte porque no hayamos contado con ella.
Gracias a que podemos descubrir este proceso en nosotros, también podemos disponernos a la gracia, sea cual sea nuestra situación. Eso exige que creamos en Dios, en su amor, en su providencia, en su ternura y en su acción; que aceptemos ser niños, contra nuestra razón y nuestros sentimientos de adultos autosuficientes, y que nos pongamos en sus manos; que hagamos el acto de fe y de confianza absoluta en Dios por el que nos definimos plenamente. A partir de ahí, cuando veamos que la cruz se acerca, no nos dejaremos desconcertar por ella, sino que le abriremosincondicionalmente nuestros brazos, acogiendo todo como niños, acallando resistencias… y abandonándonos completamente en Dios. Y este amor a la cruz es el que nos da la plena seguridad de poder conquistar su corazón, que no dejará de volcar su misericordia en sus hijos más pequeños e indefensos.
El que comienza, movido por el temor, soporta la cruz de Cristo paciente; el que progresa, movido por la esperanza, la lleva voluntariamente; el que está consumido por la caridad la abraza con entusiasmo2.
En concreto, se trata de un simple acto de fe-amor-confianza que lo cambia todo: el acto que nos «arrasa» para que Dios pueda construir. Es un acto sencillo pero que nos machaca, porque atenta directamente contra nuestro amor propio. Por eso, al decirle a Dios «¡qué bueno eres!», en medio del sufrimiento, le decimos a nuestro amor propio que no tiene importancia el motivo que nos hace sufrir. Y en el preciso momento en que el amor propio, herido por el sufrimiento, nos empuja a la rebeldía, nosotros tenemos que doblegarlo por medio de un acto de confianza en Dios; y eso no se hace sin sufrir. Pero se trata de un sufrimiento paradójicamente gozoso y consolador, absolutamente distinto del que nos provoca la misma causa vivida al margen de Dios.
Para reconocer y aceptar esta acción de Dios en nuestra vida puede venirnos muy bien la contemplación de este proceso en muchos de los modelos que nos propone la Biblia, desde Abrahán y los profetas hasta san Pablo, pasando por María, José y el buen ladrón. En este último se ve con especial claridad cómo el proceso de santificación se puede realizar sencillamente y en un instante, partiendo de la realidad más negativa posible marcada por el pecado, el sufrimiento, la desesperanza y la muerte, simplemente a condición de aceptar la pobreza y disponerse a ser «arrollado» por la misericordia. Igualmente podemos reconocer este proceso en tantos santos canonizados, que nos dan ejemplo de cómo hacer posible la obra de la gracia en la diversidad de estados, vocaciones y situaciones en las que nos podemos encontrar.
El acto de aceptación y entrega pone en marcha eficazmente el proceso de transformación que Dios realiza en nosotros. Porque Dios tiene entrañas de misericordia y está deseando volcar su ternura en sus hijos más indefensos. Y para ser fiel a «su» proceso tiene que responder necesariamente al que se le entrega, dándole su gracia de transformación. Lo cual exige de nosotros que mantengamos siempre viva la mirada sobrenatural que nos descubre que la cruz es la oportunidad de hacer el verdadero acto de abandono que le demuestra nuestro amor y docilidad.
En el fondo, da igual que Dios «utilice» las dificultades de la vida o que nosotros las «aprovechemos». Se trata de dos posibilidades igualmente importantes para crecer espiritualmente, y en las que lo importante es realizar ese acto que nos convierte verdaderamente en niños, pobres, pequeños y vulnerables…
Y aquellos que no han recibido o descubierto la gracia de esa purificación, deben saber que pueden hacer el acto de aceptación-ofrenda de manera voluntaria y libre, lo que también les introduce en la misma purificación, permitiéndoles recorrer así el camino que no conocían o que perdieron en su día a causa de su infidelidad o del endurecimiento provocado por no saber mirar evangélicamente el sufrimiento.
Es aquí donde tiene valor nuestra ascesis como el modo en que podemos favorecer las purificaciones y la aceptación de las mismas. Precisamente nos imponemos renuncias voluntarias para poder abrazar la cruz y la purificación que ella produce, nos dedicamos a la oración para contemplar a Dios y serle dóciles, intensificamos el amor para encajar en él las purificaciones, avivamos la fe como la motivación para aceptar la cruz y abandonarnos en las manos de Dios, y afinamos el discernimiento para percibir el plan de Dios más allá del nuestro. Así es como sube el que baja, gana el que pierde y vive el que muere.
7. El «acto» en concreto
Como hemos visto, todo el proceso de nuestra santificación tiene como artífice único a Dios, pero depende de que le permitamos actuar a él, y para ello no sirven ni las palabras ni las intenciones; hace falta un acto concreto que ponga de manifiesto la autenticidad de nuestra disposición, por lo que podríamos decir que dicho acto constituye la esencia de nuestro trabajo en la vida espiritual. Por eso, antes de concluir, vamos a sintetizar este trabajo, para entenderlo bien en su simplicidad e importancia y así poder realizarlo adecuadamente:
- 1. Lo primero que he de hacer es identificar de manera concreta mi cruz, es decir, la realidad que me da miedo, me humilla, me supera, me destruye, me acompleja… Así evitaré, además, que la cruz me sorprenda.
- 2. Luego, he de realizar un acto de fe por el que reconozco que ahí ‑en la cruz‑ está Dios. Somos obsesivamente conscientes de lo que las realidades negativas tienen de injustas, inoportunas, inaceptables, etc., pero esa perspectiva nos impide descubrirlas como instrumentos de Dios. Hemos de aprender a ser obsesivamente conscientes de que Dios, que está presente en todo, lo está especialmente en las circunstancias más duras.
- 3. Con esta visión, realizo el acto de fe por el que admito que Dios es lo más importante que existe, y todo lo demás secundario.
- 4. Acepto y agradezco la realidad que me destruye, porque Dios está en ella y no deja de amarme.
- 5. Hago el acto concreto (lo más generoso posible, incluso heroico) por el que admito esa realidad negativa en mi vida, y para ello renuncio a mí mismo (mis necesidades, cálculos, proyectos, afectos, personas…) y hago lo diametralmente opuesto a mi amor propio (renuncia, entrega, confianza, humildad…)3.
Se trata de un acto concreto que debe estar marcado por el heroísmo, porque las apuestas heroicas siempre dan fruto debido a la ineludible carga de purificación que conllevan. Esto es algo con lo que no solemos contar porque casi nadie propone el heroísmo como posibilidad real de elección; más aún, cualquier propuesta heroica nos parecerá imprudente y exagerada, además de suscitar la oposición y ataque de los demás, que la tacharán de locura, e intentarán frenarla para que no ponga en evidencia su propia mediocridad.
Aunque volveremos más adelante para tratar pormenorizadamente todo lo que se refiere a este acto tan importante4, de momento baste afirmar que debemos encontrar el acto concreto que resume todo esto, que es capaz de decirle a Dios sin palabras: «Te reconozco aquí, en esta realidad (dolorosa, desconcertante, destructiva…), te adoro como lo único verdadero, reconozco que aquí y en esto me estás amando con infinita ternura. Lo acepto todo, y me pongo incondicionalmente en tus manos». Pero es importante que esta disposición sea verdadera, de modo que en adelante no podamos vivir fuera del estado de aceptación en que nos hemos colocado, del mismo modo que ahora no podemos vivir sin lamentaciones y cálculos. Quien mejor ha formulado esta actitud, que debemos hacer verdad en actos concretos, quizá sea san Carlos de Foucauld en su conocida oración:
Padre me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras;
sea lo que sea te doy gracias.
Estoy dispuesto a todo,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma:
te la doy con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo y necesito amar,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque tú eres mi Padre.
Por lo tanto, nuestro trabajo consiste, en esencia, en reconocer, aceptar y abandonarme en Dios aprovechando la cruz que se me ofrece en las realidades, circunstancias, defectos y acontecimientos más significativos que me «machacan», a los que temo, que me preocupan, me desconciertan y me llevan a alejarme de Dios por la vía de la preocupación, la necesidad de controlar, la tristeza, el rechazo o la rebeldía.
Todo eso es lo que me permite entrar en la dinámica de la infancia espiritual, porque el acto al que nos venimos refiriendo, y que realizamos en contra de nuestro amor propio ‑de nosotros mismos‑, no lo hacemos como un «trabajo» por el que pretendemos alcanzar con nuestras fuerzas la santidad, sino que es la expresión real de que abrazamos nuestra cruz con espíritu de infancia, convencidos de la inutilidad del acto como tal, pero sabiendo que es lo que abre el corazón de Dios para que nos inunde de su misericordia y ésta nos transforme según el proyecto primigenio por el que nos creó.
Todo este proceso, cuyo artífice principal es Dios, lo realiza por medio del Espíritu Santo, que es quien lleva a cabo directamente nuestra transformación; pero la gracia de esa transformación no la podemos recibir si el mismo Espíritu no hace hueco en nosotros para crear el espacio necesario para que dicha gracia actúe. Y para que pueda abrir ese hueco es imprescindible nuestro consentimiento activo a la purificación que realiza por medio de la cruz. Y por eso precisamente, para dar al traste con esta obra, el tentador tratará de impedir que contemos con la cruz, de modo que nos desconcierte y creamos que es el obstáculo para alcanzar santidad, en vez del medio para lograrla, moviéndonos a aspirar a una santidad utópica e irreal, y, por tanto, falsa.
NOTAS
- Conviene recordar aquí lo dicho en el capítulo II: «La radicalidad de la santidad», en el apartado 3: La verdadera ascética y sus niveles.
- San Bernardo de Claraval, Primer sermón para la fiesta de san Andrés, 5.
- Este hacer el «oppósito per diametrum» es lo que nos sugiere san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, n. 325, como la manera más eficaz de liberarnos de los apegos que nos dominan.
- Puede verse el apartado 5: El acto «imposible», del capítulo IV: «Una palanca hacia la santidad».