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Vivimos en un mundo que ha renunciado a plantearse las cuestiones fundamentales y cuya influencia negativa en la vida cristiana se deja sentir con fuerza, tratando de convertir la fe en una ideología o en una simple moral. Como consecuencia de lo cual, la santidad ha dejado de ser una preocupación esencialmente unida a la fe. Es verdad que entre los cristianos no se niega el valor de la santidad, pero ésta se convierte en una opción casi imposible, a la que sólo unos pocos pueden aspirar en virtud de unas capacidades o condiciones extraordinarias. Los demás, el común de los cristianos, deben conformarse con buscar simplemente la salvación mediante la práctica de un estilo de vida sospechosamente acomodado a muchos de los criterios y valores del mundo.
Sin embargo, y a pesar de que se haya generalizado esta visión tan empobrecida de la fe, cuesta creer que Dios se haya tomado el extraordinario trabajo de proyectar un asombroso plan de redención, que incluye la encarnación del Verbo y la pasión y muerte de su Hijo en la Cruz, con el único propósito de conseguir una humanidad formada por personas razonablemente buenas.
No parece que sea ésa la intención de Jesús cuando llama a todos sus seguidores a ser «perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), o cuando les invita a cargar con la cruz como único modo de seguirle (cf. Mt 10,38), porque «el criado no es más que su amo» (Jn 13,16). Precisamente esta identidad de vida con él constituye la esencia de la vida cristiana y es la consecuencia fundamental del bautismo, que nos ha hecho participar de la vida divina, uniéndonos indisolublemente a Cristo y convirtiéndonos en verdaderos hijos de Dios.
Ya en el Antiguo Testamento Dios había hecho un llamamiento claro a la santidad, que es el alma de la Alianza: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2; 11,44; 20,7). Algo que no está referido a ningún grupo determinado, sino a todos los que forman el pueblo elegido, sin excepción alguna. Y el objetivo de ese llamamiento se hará verdaderamente posible por la gracia bautismal.
En el Nuevo Testamento no se entiende la posibilidad de vivir como cristiano si no es como cristiano «perfecto», es decir, plenamente identificado con Cristo por el Espíritu Santo, y entregado a amar al Padre y a los hermanos con el amor que Dios ha derramado en su corazón con el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). En este sentido, san Pablo nos habla de los diferentes carismas que construyen el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; pero no concibe que exista ningún carisma, vocación o estado que comporte un llamamiento mayor o diferente a la santidad que es propia del cristiano.
En el mismo sentido encontramos una extraordinaria unanimidad entre los Padres de la Iglesia, que nos descubren que las primeras comunidades cristianas, que habían bebido de las frescas fuentes de la vida y del mensaje de los Apóstoles, sólo entendían la vida cristiana como la plena identificación con el Señor hasta el total sacrificio de uno mismo, y ello como la única consecuencia posible del bautismo. Si éste supone la regeneración plena de la persona, hasta convertirla en hijo de Dios, no puede tener otro fruto que una vida plenamente identificada con Jesucristo, el Hijo de Dios, al que el bautizado se ha unido esencialmente y con todas las consecuencias1.
En nuestro tiempo, el concilio Vaticano II ha subrayado con fuerza el llamamiento a la santidad como elemento esencial de la vida cristiana, tratando de remediar la deriva moralizante que desde hace siglos hacía perder a muchos cristianos la conciencia de que el bautismo capacita y exige la santidad de vida.
Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía o a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida (Lumen Gentium, 39).
Se trata de algo que aparece como evidente e indiscutible en el Nuevo Testamento y en los Padres. Sin embargo, con el tiempo, se fue generalizando la idea de que sólo se puede alcanzar la santidad siguiendo los llamados «estados de perfección», que se identificaban con la vida religiosa; como si las demás formas de vida cristiana no implicaran la misma llamada a la santidad que tienen los consagrados. Este planteamiento resulta absolutamente inconcebible para el Nuevo Testamento y para las primeras comunidades cristianas2.
Es verdad que san Pablo, san Juan o los mismos Padres de la Iglesia se encontraron con pecados, abusos o errores entre los bautizados. El mismo Jesús tuvo que afrontar esto entre sus seguidores más directos. Pero la respuesta que da la Iglesia primitiva a los pecados y desviaciones que surgen en su seno no consiste en rebajar la altura del horizonte al que se dirige, sino en realizar una contundente corrección que pone de manifiesto el convencimiento pleno de que, contando con las inevitables faltas debidas a la fragilidad de la condición humana, no se puede aceptar ningún recorte en la exigencia de santidad que dimana del bautismo, puesto que este mismo sacramento, como fuente de gracia que es, crea en el bautizado la santidad que le exige.
De acuerdo con esto, resulta inadmisible la reducción que se ha ido haciendo, en la práctica, al convertir la santidad en patrimonio del estado de perfección, y al reducir éste a la vida religiosa o, más concretamente, monástica o «contemplativa». Se establece así una gradación en la vida de la «perfección» cristiana, en cuyos extremos se encuentran, a mucha distancia, la vida secular y la vida monástica. Tampoco se puede dar por buena la pretensión general de que la vida evangélica, expresada en los consejos, sea patrimonio exclusivo de los religiosos y meta imposible, o dificilísima, para el resto de los cristianos3.
Es evidente que entre los diferentes carismas y vocaciones que enriquecen la Iglesia está la vida monástica, fruto de la vocación que lleva a hombres y mujeres a dejar materialmente el mundo para dedicarse a la oración de forma exclusiva. En la práctica se suele identificar la vocación monástica con la vocación contemplativa, lo que lleva al engañoso convencimiento general de que no puede existir una vocación contemplativa fuera del ámbito de la vida monástica. Este error, bastante generalizado, deja sin vocación y misión a quienes se sienten llamados a vivir íntimamente unidos a Dios careciendo de vocación monástica. Al confundirse la vida contemplativa con el monasterio, resulta que sólo en la soledad monástica podría vivirse el tipo de vida al que se sienten llamados por Dios muchos laicos. Y perciben como un conflicto irresoluble la necesidad que tienen de la vida contemplativa y la imposibilidad de entrar en un monasterio. Experimentan lo que sentía aquel atribulado aprendiz de buscador de Dios, que se quejaba al padre espiritual de que su vida en el mundo no le permitía disponer del recogimiento que había tenido durante su estancia en un monasterio: «Allí todo era sencillo y diáfano. Rezaba, estudiaba y trabajaba. Y todo lo hacía en presencia de Dios. Y cuando rezaba, sabía que estaba rezando; cuando estudiaba, sabía que estaba estudiando; y cuando trabajaba, sabía que estaba trabajando. Ahora, en el mundo, todo está mezclado y confundido. Y sufro mucho. Ayúdame para que rece, estudie y trabaje como antes». Y el maestro le respondía: «¿Y quién te ha dicho que Dios está interesado en tus estudios o en tus oraciones? ¿Y si él prefiere tus lágrimas y tu sufrimiento?»4. ¿Quién ha dicho que la unión más profunda con Dios sólo se puede dar entre los muros de un monasterio y apartado del mundo?
Este hombre confundía la contemplación con un ambiente favorable para las prácticas espirituales, cuando, en realidad, la verdadera cuestión no radica en el tipo de ambiente en el que se desarrolla nuestra existencia, sino en llegar a ser verdaderamente, en la vida real, lo que somos en el proyecto personal que Dios tiene sobre cada uno de nosotros. Y esto tiene que ser factible siempre, con independencia del lugar o las circunstancias en las que se desarrolle nuestra vida, con tal de que estemos en el lugar en el que Dios quiere que estemos.
NOTAS
- Cf. VARIOS, Los laicos y la vida cristiana perfecta, Herder, Barcelona 1965, donde encontramos estudiados una gran multitud de textos patrísticos que refuerzan claramente la doctrina neotestamentaria de la vocación universal a la santidad como consecuencia de la transformación que opera el bautismo en el creyente.
- «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria… Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» (Lumen Gentium, 41).
- Es significativo que el Concilio Vaticano II, antes de hablar de la vida religiosa, mencione los consejos evangélicos para todos los fieles y ponga como primer consejo evangélico la caridad, refiriéndose a «los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio» (Lumen Gentium, 42). Cuando comienza a hablar de los religiosos se refiere a «formas estables» de vivir los tres consejos (Lumen Gentium, 43) y define los votos como una forma de obligarse a vivir dichos consejos (Lumen Gentium, 44). Y en ese mismo número proclama que la vivencia de los consejos por parte de los religiosos es una llamada a todos los fieles a vivir las consecuencias del bautismo: «Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana» (Lumen Gentium, 44).
- Del libro de Elie Wiesel, Souls on Fire. Portraits and Legends of Hasidic Masters, New York 1972 (Random House), 235, citado por Henri J. M. Nouwen, Diario de Genesee. Reportaje desde un monasterio trapense, Buenos Aires 1985 (Ed. Guadalupe), 134-135.